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El mito del tiempo de los héroes en Valdivia, Vivar y Ercilla

Gilberto Triviños Araneda





1. Los estudiosos de las relaciones fronterizas en la Araucanía han destacado reiteradamente que el énfasis tradicional puesto en la lucha armada, en la «épica guerrera», distorsionó la realidad y desplegó en la imaginación popular mitos que han impedido percibir «el fondo de los hechos», advertir que el contacto fronterizo «amasó (en su contrapunto de guerra y paz) todos los aspectos del quehacer humano: comercio y mestizaje, lucha armada y transculturación, sincretismo religioso y bandidaje y, en fin, muchos otros temas que afloran a medida que se hurga bajo las acciones superficiales» (Varios 1982: 7). No existe, sin embargo, ninguna monografía que permita comprender por qué la representación de la Guerra de Arauco como guerra permanente, perpetua, inacabable («tres siglos rompieron la piel / de las águilas agresoras»), considerada simplista y superficial por Sergio Villalobos, continúa fascinando a nuestros novelistas, poetas, historiadores, ensayistas y dramaturgos; por qué en pleno siglo XX el espíritu de Lautaro, «la luz, la aurora, tal vez la vida, el mar», anda aún cerca de la vertiente y grita en las montañas llamando a sus guerreros para luchar con el espíritu y el canto (Lienlaf 1989: 41). El análisis del diálogo de las narraciones de Valdivia, Vivar y Ercilla, claves en el proceso de invención de Chile como lugar del Nuevo Mundo iluminado por el fulgor diamantino de la Epopeya, intenta evidenciar, desde una perspectiva no mostrada en mi artículo «La sombra de los héroes» (1992: 67-97), que el mito épico, lejos de ser simplista y superficial, es una matriz generadora de representaciones profundamente inscritas en la imaginación de los chilenos, verdadera huella de la violencia que de todo en todo ha destruido el «esperado futuro» de esta tierra, clave fascinante para viajar a los orígenes del desprecio de la diferencia en el país perturbado por lo que Neruda, en «Nosotros, los indios», texto de Para nacer he nacido que nos recuerda que «a nuestros fantásticos héroes les fuimos robando la mitológica vestidura hasta dejarles un poncho indiano raído, zurcido salpicado por el barro de los malos caminos, empapado por el antártico aguacero» (1968: 274), llama la cursilería del empeño en blanquearnos a toda costa («¡no somos un país de indios!»). Las Cartas de Pedro de Valdivia, la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile de Gerónimo de Vivar, la Histórica relación del Reyno de Chile de Alonso de Ovalle y la Historia general del Reino de Chile, Flandes Indiano de Diego de Rosales, inauguran y reproducen las representaciones transfiguradoras del capitán de la conquista en héroe de valor extraño y osadía admirable, gobernador generoso a quien se debe la «mucha gloria de estos aumentos de la fe», guerrero digno de eternizarse por sus hazañas, varón providencial sin cuyo gran corazón y gran valor no habría sido posible conquistar la tierra en la que los españoles encontraron la «horma de su zapato». Este grupo narrativo singularizado por la intensa mitificación del conquistador como padre de la patria (Ovalle) no percibe de modo unívoco a Lautaro, el oponente por antonomasia del héroe cristiano. Vivar lo ficcionaliza de modo radicalmente negativo. El rechazo de la especificidad del otro, constitutivo del relato épico occidental («hazte cristiano y te amaré al instante»), tiene aquí una de sus máximas expresiones. Lautaro es sólo el «mal indio» que sirve al venturoso gobernador hasta el momento que «se pasó (a los yndios), diziéndoles que se animasen, y que bolviesen sobre los españoles, porque andavan cansados, y los caballos no se podían menearse» (Vivar 1979: 202). Ovalle y Rosales, por el contrario, se inscriben en la tradición transfiguradora de Lautaro en paradigma de héroe consagrado a la defensa de la patria. No es casual en este sentido que el autor de la Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano reproduzca literalmente una octava real de La Araucana cuando narra el «hecho famoso y digno de memoria» protagonizado por el paje de Valdivia. La estrofa cuarenta y dos del Canto III del poema de Ercilla se singulariza precisamente porque inaugura el mito mismo de Lautaro como bárbaro valiente que merece entrar en «el número» de los grandes paradigmas épicos de Occidente, como bella cifra de la fuerza incitadora del amor a la patria, «que en razón nos obliga y necesita / a que todo por él lo pospongamos»:

Hizo un hecho famoso, y digno de memoria el valiente Capitán Lautaro, que regía los Indios Araucanos, y el que diximos, que avía sido criado de Valdivia. Y fue, que prevaleciendo en su pecho la libertad de la patria, más que la fidelidad a su amo, se puso de parte de los indios vencidos, y los detubo, quando iban desordenadamente huyendo [...] Este famoso hecho refiere Arcila con unos elegantes versos, que son los siguientes:


¿De quien prueba se oyó tan espantosa,
ni en antigua escritura se ha leído,
que estando de la parte victoriosa
sépase a la contraria del vencido?
¿Y que sólo el valor y no otra cosa,
de un bárbaro muchacho haya podido
arrebatar por fuerza a los cristianos
una tan gran victoria de las manos?


(Rosales 1989, I: 434)                


2. La escritura valdiviana tiene particular importancia en el grupo de narraciones coloniales regidas por el mito épico de Chile. Las Cartas escritas entre 1545 y 1552 en Santiago, La Serena, Los Reyes y Concepción fundan la imagen misma de la conquista de Chile como empresa protagonizada por hombres que son más que hombres. «Los trabajos de la guerra, invictísimo César, puédenlos pasar los hombres, porque loor es al soldado morir peleando; pero los de la hambre, concurriendo con ellos, para los sufrir, más que hombres han de ser: pues tales se han mostrado los vasallos de V. M. en ambos, debajo de mi protección, y yo de la de Dios y de V. M.» (Valdivia 1960: 7). En el esquema épico, dice Vidal, la figura histórica del adelantado es transformada en héroe suprahumano. Su suprahumanidad se revela durante las pruebas que debe sufrir, convención esencial de la épica. Tradicionalmente las pruebas se vertebran mediante un viaje, predominantemente de objetivo guerrero. En su transcurso el héroe demuestra su valor, resistencia, espíritu de empresa, sangre fría, sabiduría y audacia ante el peligro. Así consagra su superioridad por sobre el resto de los hombres realizando hazañas fuera de lo común y lo normal (1985: 37). El mayor proceso mitificador de los discursos que narran la conquista de Chile por hombres que son más que hombres es precisamente la (auto)ficcionalización transfiguradora de Valdivia en varón superior cuyo interés principal es servir a Dios y al Rey, no buscar oro, agonizando por ello, para comprar mayorazgos. Los enunciados engendradores de la arquetipificación universalista de la figura del extremeño, operadores del pasaje que Vidal llama salto de la especificidad privada a la universalidad pública, son múltiples, pero se destacan sobre todo los que producen el efecto épico de hacer percibir al protagonista del viaje heroico como vasallo, cristiano y guerrero ejemplar cuyos trabajos heroicos convierten el reino tan «mal infamado» por la gente de Diego de Almagro en la «mejor tierra del mundo»:

«[...] no deseo sino descobrir y poblar tierras a V. M., y no otro interés, junto con la honra y mercedes que será servido de me hacer por ello, para dejar memoria y fama de mí, y que la gané por la guerra como un pobre soldado, sirviendo a un tan esclarecido monarca [...]. Muy humildemente suplico (a S. M.) sea servido de mandarme confirmar lo dado e de nuevo hacerme merced de me alargar los límites (de gobernación), que sean hasta el Estrecho dicho, la costa en la mano, e la tierra adentro hasta la Mar del Norte [...] E no pido esta merced al fin que otras personas de abarcar mucha tierra, pues para la mía siete pies abastan, e a la que a mis suscesores hobiere de quedar para que en ello dure mi memoria, será la parte que S. M. se servirá de me hacer merced por mis pequeños servicios, que por pequeña que sea, la estimaré en lo que debo, que sólo por el efecto que la pido es para más servir e trabajar [...]. E lo que prencipalmente yo deseo es poblar cosa tan buena por el servicio que se hace a Dios en la conversión desta gente y a V. M. en el acrescentamiento de su Real Corona, que éste es el interese principal mío, y no en buscar, agonizando por ello, para comprar mayorazgos [...]. Por la noticia que de los naturales he habido y por lo que oigo decir e relatar a astrólogos y cosmógrafos, me persuado estoy en paraje donde el servicio de nuestro Dios puede ser muy acrecentado; visto lo uno y lo otro, hallo por mi cuenta que donde más V. M. el día de hoy puede ser servido, es en que se navegue el Estrecho de Magallanes [...] En lo que yo he tenido especial cuidado, trabajado y hecho último de potencia, después que a esta tierre vine, es en el tratamiento de los naturales para su conservación e doctrina, certificando a V. M. ha llevado en este caso la ventaja esta tierra a todas cuantas han sido descubiertas, conquistadas e pobladas hasta el día de hoy en Indias, como lo podrá V. M. mandar entender no solamente el mensajero, pero de las demás personas que destas partes han ido hasta hoy e fueren de aquí en adelante en nuestras Españas [...] Las provisiones que S. M. han mandado se enderescen a mí sobre los casados que están en estas provincias para que vayan o envíen por sus mujeres, e la que habla sobre la orden que se ha de tener en los pleitos de indios e todas las demás que a mi poder vinieren serán por mí obedescidas y cumplidas conforme a como en ellas se relatare e más me paresciere convenir al servicio de V. A., paz y quietud de sus vasallos e desta tierra e naturales e de su perpetuación, que todo esto es mi prencipal interese, y el deseo que tengo de acertar en todo e bien servir es el que he significado e significo siempre por mis cartas a V. M., cuya sacratísima persona por infinitos años guarde Nuestro señor con acrecentamiento de mayores reinos y monarquía de la cristiandad».


(Valdivia 1960: 10,40, 74)                


Las narraciones de Valdivia (re)crean en el sur de América estructuras ficcionales análogas a las elaboradas por Hernán Cortés, el conquistador de México que compone de forma extremadamente racional unos documentos persuasivos con una función política, no literaria, inmediata (Pastor 1983: 152). Ambos hombres de armas poseídos por la fiebre epistolar convierten, en efecto, la palabra narrativa en instrumento privilegiado de seducción, la carta de relación en verdadera trama legitimadora de un proyecto de adquisición de poder, gloria y fama. Las metamorfosis narrativas de los rebeldes o sospechosos de querer alzarse en vasallos modelos que consentirían en ser desmembrados miembro a miembro antes que «por fuerza ni por grado, por interés ninguno cometer tan abominable traición», la interpretación providencialista de las victorias militares de los héroes conquistadores, la inscripción de sus trabajos en el polo de los servidores de Dios y del Rey, la constante mención de personajes prestigiosos que alaban su lealtad, no son aspectos marginales de los textos escritos por Cortés y Valdivia. Constituyen, por el contrario, los procesos de ficcionalización más importantes de unas narraciones ancladas ideológicamente en la convergencia de la concepción del mundo medieval (código de representación feudal concretado en la transformación del conquistador en modelo de vasallo y de cristiano) con la concepción renacentista (caracterización del conquistador como encarnación de las virtudes del modelo renacentista formulado por Maquiavelo).

El significado fundamental de la integración del héroe de los relatos de Cortés en una estructura ficcional de vasallaje y providencialismo que enlaza, irónicamente, con modelos ideológicos y literarios mucho más propios de la Edad Media que del Renacimiento ha sido precisado por Beatriz Pastor: «La función de la estructura ficcional de vasallaje es clave dentro del discurso narrativo de las Cartas porque, en términos reales, ese modelo feudal al que se quiere subordinar la caracterización del personaje como héroe renacentista está siendo profundamente cuestionado por las circunstancias concretas de la Conquista y por las acciones del verdadero Cortés. Cortés se ha insubordinado ya, al desobedecer a Velásquez; ha destruido unas naves que ni siquiera le pertenecían; ha creado un estado que reduce al rey a un papel de simple supervisor, mientras el poder aparece concentrado en las manos de un gobernador; y ha actuado en todo momento con una independencia que más corresponde al rey que a su humilde vasallo» (Pastor 1983: 225). El sentido de la escritura del conquistador de Chile es esencialmente el mismo. Valdivia, como Cortés en la Nueva España, no se hace ilusiones sobre la invulnerabilidad del gran poder obtenido en el reino desamparado por Diego de Almagro. La derrota de los rebeldes del Perú en la que él mismo participa de modo destacado tiene que haberle recordado una vez más la omnipotencia del rey en los dominios obtenidos con el «sudor y sangre» de los conquistadores. Pero también sabe perfectamente, como el conquistador de México, que la escritura puede ser un instrumento privilegiado para persuadir de su integración no problemática, no potencialmente peligrosa, en la estructura del poder monárquico predominante. Así lo evidencia la construcción de las cartas como narración de los trabajos de un humilde vasallo que desea defender sobre todo la honra de Dios y del Rey en las Indias; que pide extender los límites de su gobernación únicamente para servir y trabajar más; que descubre, conquista, sustenta y perpetúa sólo para su monarca la tierra del Nuevo Mundo más poblada que la Nueva España; que declara públicamente su dependencia de un rey sin cuyas mercedes no sería más que «un pobre soldado, sólo como el espárrago»; que hace proclamar al mismo Licenciado de la Gasea su lealtad, paciencia y humildad en la lucha contra la «abominable traición» de Gonzalo Pizarro.

Existe, empero, una diferencia significativa entre estas dos series de relatos ficcionalizares del conquistador como vasallo, militar y cristiano paradigmático. El modelo creado por Cortés en las cuatro primeras cartas no teme, no sufre, no duda. El proceso de mitificación del personaje implica, según Pastor, la elusión del cuerpo, de todo aquello capaz de problematizar la imagen de un paradigma humano que se quiere sin fisuras. «Si queremos encontrar el cuerpo de Hernán Cortés, no debemos buscarlo en las tres primeras Cartas de Relación, donde lo más que encontraremos será un brazo -herido en la Noche Triste- o una frente, apedreada en la retirada. Hay que rastrear ese cuerpo en la relación de Andrés de Tapia que nos habla de aquella purga que se tomaba Cortés con frecuencia y que en Talxcala pudo haber echado a perder el ataque; o en los sufrimientos físicos que -según Bernal Díaz- lo aquejaban con tal frecuencia que hasta se había traído de Cuba unas manzanillas para curarlo» (Pastor 1983: 232). Sólo en la quinta Carta, escrita cuando el Marqués del Valle no necesita ya presentarse como hombre invulnerable, es posible encontrar una progresiva humanización y problematización de la figura arquetípica del conquistador. No sucede así en las narraciones que reproducen en el Sur de Chile la mitología del servidor de Dios y del Rey fundada por Cortés. Los martirios físicos de los conquistadores, su «sudor y sangre», lejos de ser eludidos narrativamente, de ser silenciados por la escritura mitificadora, monopolizan ya de modo ostentoso la misma primera carta enviada por Valdivia al emperador Carlos V el 4 de septiembre de 1545. El narrador no tiene aquí palabras para significar los sufrimientos de los doscientos españoles «subjectos, trabajados, muertos de hambre y frío, con las armas a cuestas, arando y sembrando por sus propias manos para la sustentación suya y de sus hijos». Una imagen del relato sugiere eficazmente, sin embargo, la extrema necesidad de los cristianos, las huellas dejadas en sus almas y cuerpos por los «grandes trabajos de hambres, guerras con indios, y otras malas venturas». Los soldados, dice el autor de la carta escrita en La Serena, andan como trasgos y los indios los llaman Cupais, «que así nombran sus diablos».

La abundancia de secuencias de «trabajos, cansancios, hambres y fríos», de episodios protagonizados por conquistadores que parecen salir del otro mundo, «sin figura de hombres», ha atraído el interés de los colonialistas por tratarse de la presencia problemática de materias propias del discurso narrativo del fracaso (Pastor 1983) en el interior de unas narraciones que ficcionalizan la conquista del Reino de Chile como hazaña, empresa épica o epopeya. Lucía Invernizzi ha formulado en este sentido una tesis de gran interés. El privilegio narrativo de episodios cifrados en la palabra «trabajos», particularmente los «trabajos del hambre» que nada tienen de gloriosos y memorables, sería un rasgo distintivo del relato histórico mismo de la conquista de Chile, rasgo por lo demás negado o disminuido por la lectura tradicional, interesada («con intencionada preferencia») en destacar el «furor de Marte» para fundar desde allí la imagen de los prestigiosos orígenes heroicos de la nación (Invernizzi 1990).

3. El conquistador que cree haber pacificado la tierra conquistada, que escribe a su rey que ha tenido siempre especial cuidado «en el tratamiento de los naturales para su conservación e dotrina», no narra, porque lo supo demasiado tarde para escribirlo, el trágico término de su ilusión de haber dominado la tierra que produce la gente más belicosa de las Indias. La historia, el mito y la leyenda llenan el hueco de su escritura. Iluminan sobre todo la figura del mayor antagonista épico de Valdivia. La Araucana revela el nombre del protagonista de la hazaña que opera la mudanza del poderoso gobernador en «mísero esclavo». Es Lautaro, el paje acariciado y favorecido por Valdivia. El «bárbaro muchacho» conmovido por el amor a la patria nada dice a su señor en el momento de su pasaje «de la parte victoriosa [...] a la contraria del vencido». El relato sólo lo muestra blandiendo contra él una nervosa y grande lanza. La Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano amplifica esta misma escena inscribiendo en ella las huellas del drama del libertador dividido entre el amor a la patria y la fidelidad a su señor. Lautaro no se limita a blandir la lanza contra Valdivia. Se la pone, además, en el pecho y le dice: «Huye Valdivia, si no quieres pagar a mis manos los azotes que en tu casa me dieron» (Rosales 1989: 485). El Canto General borra los signos de esta lucha interior. Lautaro es aquí sólo el viento huracanado que envuelve el corazón con pieles negras. Entra en la casa de Valdivia y lo acompaña como la luz. Ve su propia sangre vertida, sus propios ojos aplastados, y dormido en las pesebreras acumula su poderío. No se mueven sus cabellos examinando los tormentos. Mira más allá del aire hacia su raza desgranada. Oye el sueño carnicero del conquistador crecer en la noche sombría como una columna implacable. Resiste la tentación de cortarle la garganta. Marcha de día acariciando los caballos de piel mojada que van hundiéndose en su patria. Adivina las armaduras y es testigo de las batallas mientras entra paso a paso al fuego de la Araucanía. Y cuando ataca de ola en ola, sólo sabemos que Valdivia reconoce su aullido y ve venir «la luz, la aurora, / tal vez la vida, el mar» (Neruda 1967, 1: 391-392). Pasión y epopeya de «Halcón Ligero» y dedicada significativamente a Pablo Neruda, el poeta y amigo que «en su Canto General encendió el corazón de Chile con la tea de un nombre: LAUTARO», lleva a su máxima expresión la lectura trágica de las relaciones del Conquistador con el Libertador de Chile. Benjamín Subercaseaux no reproduce con ellos sólo la gran antítesis épica plasmada por igual en La Araucana y en el Canto General, en la Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano y en ¡Ay mama Inés! Rasga los velos del odio, pero también los del amor. Descubre el rechazo, pero también la atracción mutua de los antagonistas. Valdivia quiere a Lautaro con amor de padre. Reconoce que es noble y justo. Sabe que es capaz de la peor crueldad, como todo mapuche, pero también del más tierno afecto. Sólo Fray Martín sabe su secreto. El conquistador sueña construir un reino distinto de todos los de América con el hijo de su buen querer. Lautaro, su raza, debe ser «la otra parte» del Chile por él soñado: «porque de esta lucha sorda, y de este cariño pesaroso y doloroso...; de esta mezcla de Dios y del Demonio [...] habrá de nacer Chile, mi triste retoño. Chile, que no fue parido por mujer alguna sino por la vejez estéril de un hombre que quedó sin mujer ni hijos, por amor suyo, y que en su inmensa soledad puso sus ojos en un hijo del destino. Es en él; en esa juventud indomable de un muchacho sin padres de verdad, pero que me ama hasta la muerte, incluyendo su propia muerte y la mía; es en él que está la otra parte de Chile que nos faltaba» (Subercaseaux 1957: 45). Las palabras del conquistador prisionero de su pajecillo testimonian a la vez el fracaso de su sueño, su miedo a la muerte («Los hombres, hijo..., somos hombres») y la verdad de su fascinación. Valdivia muere en los mismos momentos en que revela a Lautaro que siempre lo ha amado con amor de padre. El «bárbaro muchacho», por su parte, se prepara para un duelo mortal con el conquistador de Arauco, pero lo ama con amor de hijo. Admira su generosidad y valentía, reconoce que los mapuches lo respetarían si a la vez no fuera también su azote y confiesa que daría mil veces su vida para mostrarle su gratitud. Las escenas de la muerte del gobernador testimonian, asimismo, la verdad del amor de Lautaro. El héroe triunfante intenta salvar sin lograrlo a Valdivia del martirio. Mata a su asesino y pide ser liberado del rito del Admapu porque no es lícito hacerlo con el propio padre. Terminada la ceremonia, se queda solo en el escenario, se limpia la boca con horror, se acerca el cadáver de Valdivia, lo mira largamente, rompe en sollozos y dice las palabras impensables en La Araucana, el Canto General o Se ha despertado el ave de mi corazón: «Mi amo, mi amito...; tú sabes... Tú sigues sabiéndolo, ¿verdad?, que yo te admiraba. Que te amaba, más que a mi propio padre» (Subercaseaux 1957: 145). Las escenas finales de la tragedia son igualmente reveladoras. Lautaro recuerda a Valdivia con profunda piedad y ternura en la misma Escena V del Quinto Acto en que reconoce el fracaso de su sueño de paz, la soledad de su vida sin los hijos tan deseados por Guacolda y el zumbido de la cuerda que dispara la flecha invisible. El único «hijo» del héroe que permaneció solo en la vida será Chile. El mismo triste retoño que el «pobre viejo» de la Escena VI del Primer Acto imagina surgido «de esta lucha sorda y de este cariño pesaroso y doloroso».

La obra de Benjamín Subercaseaux expulsa así las figuras radicalmente disyuntivas del mito reelaborado en clave trágica. Reúne lo que el mito sólo separa. Descubre la atracción recíproca de los antagonistas. Depura las excrecencias del odio que destruye el «esperado fruto» de esta tierra. (Pre)figura con Valdivia y Lautaro «los dos pilares sobre los cuales pudo asentarse el honor y el destino de Chile». Modela el rostro no mutilado de Chile, blanco y oscuro a la vez, liberado de la pasión etnófaga, conocedor de que su «otra parte» es también un pueblo, con su propia dignidad y grandeza (Quinto Acto, escena IV).

4. Los relatos mismos de Pedro de Valdivia inauguran, con todo, el mito épico de Arauco. Dos textos escritos por el conquistador el 15 de octubre de 1550 tienen en este sentido particular interés. La carta al Emperador Carlos V y la instrucción y relación de lo que sus apoderados en la corte han de pedir y suplicar a su Majestad y a los señores Presidentes y Oidores de su Real Consejo de Indias constituyen, en efecto, la primera cristalización europea del mito de los araucanos como hombres de las Indias cuya energía guerrera hace que cada peso cueste cien gotas de sangre y doscientas de sudor. Neruda ha llamado a Ercilla el inventor de Chile que ilumina con el fulgor diamantino de la Epopeya los hechos y los hombres de la Araucanía. También lo es Pedro de Valdivia, el conquistador que el 15 de octubre de 1550 reconoce dos veces el valor de los hombres de la Araucanía, esos toros que pelean con un tesón superior a todo lo conocido en Europa, África y América:

Torné a pasar el río de Nibequetén, e fui hacia la costa por el de Biubíu abajo; asenté media legua dél, en un valle, cabe unas lagunas de agua dulce, para de allí buscar la mejor comarca. Estove allí dos días mirando sitios, no descuidándome en la guarda, que la mitad velábamos la media noche, y la otra media. La segunda noche, en rendiendo la primera vela, vinieron sobre nosotros gran cantidad de indios, que pasaban de veinte mill; acometiéronnos por la una parte, porque la laguna nos defendía de la otra, tres escuadrones bien grandes con tan gran ímpetu y alarido, que parescían hundir la tierra, y comenzaron a pelear de tal manera, que prometo mi fe, que ha treinta años que sirvo a V. M. y he peleado contra muchas naciones, y nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear, como estos indios tuvieron contra nosotros, que en espacio de tres horas no podía entrar con ciento de caballo al un escuadrón, y ya que entrábamos algunas veces, era tanta la gente de armas enastadas e mazas, que no podían los cristianos hacer a sus caballos arrostrara los indios.


(Valdivia 1960: 59)                


La significación de los relatos de Pedro de Valdivia en la historia de la «invención de Chile» no se consume, sin embargo, en su carácter de primera imagen épica de la Araucanía. Las relaciones del conquistador extremeño (re)fundan sobre todo el mito colonialista por excelencia en el Sur del Mundo, la representación legitimante misma del imperio de España en la tierra ocupada por la gente más belicosa de las Indias. El texto clave en este sentido es el escrito el 15 de octubre de 1550. Los hombres que Valdivia llama generalmente «indios», «indios naturales» o «naturales» reciben aquí por primera vez las denominaciones negadoras de su derecho a ocupar libremente su territorio. Impresiona la transparencia del proceso barbarizador del cuarto fragmento de la relación enviada a Carlos V. Los naturales se transforman en bárbaros cuando resisten la dominación: «Estando poblado, traje a los naturales, por la guerra e conquista que les hice, de paz; y en tanto que les duraba el propósito de nos servir, porque luego procuran cometer traiciones para se rebelar, que esto es muy natural en todos estos bárbaros» (Valdivia 1960: 43). La traición es muy natural en todos estos bárbaros. Los estudiosos que han advertido en este relato la descripción en términos superlativos de la capacidad bélica de los araucanos nada dicen de esta clase de enunciados. La percepción del «espíritu rebelde» de los naturales, predominante en las cartas, historias y crónicas del Reino de Chile tiene, sin duda, su formulación inicial en la carta fechada el 15 de octubre de 1550, pero también aquella que los transfigura en traidores por naturaleza. La primera celebración heroica de la nación araucana es realmente su primera barbarización. La caracterización de Ercilla según la cual los araucanos respetan «a aquel que fue del cielo derribado, / que como a poderoso y gran profeta / es siempre en sus cantares celebrado» no es adánica. Está ya prefigurada en la mencionada carta de 1550, el primer texto sobre el Reino de Chile regido de modo ya manifiesto por esa obsesión satánica del imaginario político imperial (Salinas 1991: 84-86) que en sus expresiones etnófagas más extremadas convierte a los araucanos en nación infernal que debe pasarse a cuchillo «sin que quede memoria dellos con el sentimiento de sus atroces y innumerables delictos» (González de Nájera):

«Tengo esperanza en Nuestro Señor de dar en nombre de V. M. de comer en (esta tierra) a más conquistadores que se dio en Nueva España e Perú; digo que haré más repartimientos que hay en ambas partes e que cada uno tenga muy largo e conforme a sus servicios y calidad de persona. Y paresce nuestro Dios quererse servir de su perpetuación para que sea su culto divino en ella honrado y salga el diablo de donde ha sido venerado tanto tiempo; pues según dicen los indios naturales, que el día que vinieron sobre este nuestro fuerte, al tiempo que a los de a caballo arremetieron con ellos cayó en medio de sus escuadrones un hombre viejo en un caballo blanco, e les dijo: "Huid todos, que os matarán estos cristianos", y que fue tanto el espanto que cobraron, que dieron a huir. Dijeron más; que tres días antes, pasando el río de Biubiu para venir sobre nosotros, cayó una cometa entre ellos, un sábado a medio día, y deste fuerte donde estábamos la vieron muchos cristianos ir para allá con muy mayor resplandor que otras cometas salir, e que, cada caída, salió della una señora muy hermosa, vestida también de blanco, y que les dijo: "serví a los cristianos, y no vais contra ellos, porque son muy valientes y os matarán a todos". E como se fue de entre ellos, vino el diablo su patrón, y los acabdilló, diciéndoles que se juntasen muy gran multitud de gente, y que él vernía con ellos, porque en viendo nosotros tantos juntos, nos caeríamos muertos de miedo; e así siguieron su jornada».


(Valdivia 1960: 60-61)                


5. Nuestros colonialistas han destacado ya la importancia histórica, etnológica, lingüística, literaria y sociológica de la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile de Gerónimo de Vivar, el primer documento que, después de las cartas de Pedro de Valdivia, describe el descubrimiento y conquista de Chile. Lucía Invernizzi ha precisado la singularidad discursiva de la escritura del compañero de Valdivia, específicamente su carácter de narración de la conquista estructurada en la forma historiográfica de la «vita»: «Todo el acontecer narrado se organiza en torno a la figura y trayectoria de un sujeto ejemplar -Pedro de Valdivia- cuya historia de señalados servicios narra la Corónica con el propósito de animar a quienes la "leyeren u oyeren" a ir a Chile para servir al Imperio con obras de conquista y colonización, a imitación del modelo que el discurso propone» (1990: 11). Leopoldo Sáez-Godoy, su editor crítico, condensa así el valor de la obra publicada por primera vez sólo en 1966, gracias al Fondo Bibliográfico José Toribio Medina y a la Newberry Library: «Sin exageración alguna puede sostenerse que la Crónica y Relación Copiosa y Verdadera de los Reinos de Chile (1558) es no sólo el más valioso documento de la historia de América encontrado en los últimos años, sino que, por sus valores intrínsecos, por su extensión, por su temprana redacción, por su coetaneidad con lo narrado, está a la altura de los más importantes manuscritos del descubrimiento y la conquista americanos» (1979: V). No es exagerado afirmar, asimismo, la importancia clave de la crónica «muy equilibrada y precisa» (Villalobos 1983: 2-210) en la historia de la invención del bárbaro en el Flandes Indiano, consistente sobre todo en su carácter de primera gran amplificación de los enunciados negativizadores de la carta escrita por Valdivia el 15 de octubre de 1550. El burgalés no se limita, efectivamente, a barbarizar en uno u otro capítulo de su crónica a los naturales de Chile. Las designaciones transfiguradoras de los indios en conglomerados de signos negativos constituyen, por el contrario, el principio matriz mismo del sistema onomástico de un texto que trama la historia de la conquista como empresa española dispuesta por Dios para que en «estas rregiones y prouincias (se) sembrase nuestra santa fe católica y rreligión cristiana, y que d'ellos fuese lancado el demonio, y quebrasen los ydolos y derribasen sus tenplos, cayendo en los engaños y lazos qu' el demonio los ensystía».

Los efectos de sentido de la historia narrada por Vivar surgen precisamente del empleo sistemático, continuo, deliberado, de las denominaciones ficcionalizadoras de los naturales de Nueva Extremadura como «yente sylvestre, faltos de amor y caridad [...], traydores y cavtelosos carniceros [...], jente tan bestial que no dan la vida a su adverso, ni le toman a rrehenes, ni por servir». La etnología y la sociología encuentran, sin duda, materiales de especial interés en la crónica de Vivar. En ella, dice Sáez-Godoy (1979: 5), no sólo hay referencias bastante extensas a las sociedades indígenas del territorio que corresponde al Chile actual (pormocaes, picones, puelches...), sino también a las de las zonas limítrofes (xuríes, comechingones, ules...). No pueden olvidarse, sin embargo, los límites del «gran espíritu de observación» (Villalobos 1983, 2: 211) dentro de los cuales se perciben las diferencias de lenguas, trajes, costumbres, ritos y ceremonias entre los indios de Chile. Esos límites no son otros que los del imaginario político imperial. Gerónimo de Vivar anota las diferencias morosamente, las registra a veces con admiración, las privilegia narrativamente, pero es incapaz de describir a los hombres «tan diferentes» sin pensar inmediatamente en su conversión, sumisión o destrucción. El deseo de abolir al otro en su especificidad, la etnofagia propia de Occidente (Delacampagne 1983: 230), tiene aquí su primera gran concreción cronística en la historia del discurso narrativo de la conquista de Chile. La proliferación de los dualismos disyuntivos característicos del relato épico medieval (cristianos/bárbaros, cristianos/infieles), el predominio ostentoso del monologismo que no concede a los «bárbaros» el derecho a refutar el discurso de los «cristianos», la ubicación en momentos estratégicos del relato (proemio, comienzos y finales de capítulos) de enunciados demonizadores («acostumbran hablar con el demonio»), la definición de las historias de antropofagia como pecado «que no es de maravillar» ahí donde hay muchos casos de indios que se comen unos a otros más por «vicio y bellaquería» que por falta de comida («se hallaban casas con quartos colgados como carnecería, y se vendían»), evidencian con extrema transparencia dónde reside realmente el verdadero interés sociológico, histórico, etnográfico, literario y lingüístico de la primera crónica de Chile. La primera historia de Chile concebida y escrita como tal (Antei 1989: 175) es un documento valioso sobre todo porque revela en su forma más pura, sin máscaras, lo que constituye generalmente el significado del descubrimiento del otro, esto es, la emergencia, en el espíritu del descubridor, mucho más que en el espíritu del descubierto, de las múltiples expresiones de intolerancia, desde el rechazo de las simples diferencias hasta las manifestaciones más radicales del racismo (Saramago 1994: 16).

6. La lectura que percibe en la crónica copiosa la emergencia de las representaciones de la intolerancia en el Reino de Chile, la primera formalización historiográfica de los enunciados barbarizadores y demonizadores de los «naturales» de las «nuevas regiones de Indias», no agota, con todo, los sentidos de la narración del burgalés. La vita que individualiza, nombra y singulariza a tres figuras del «tiempo de los héroes» nunca nombradas por Pedro de Valdivia (Caupolicán, Lautaro y Galvarino) también es valiosa como primera gran cristalización cronística de varios de los episodios que nos parecían ficciones poéticas privativas de Ercilla. Sabemos ahora que varios de los episodios más famosos de La Araucana, entre ellos, la mudanza de la batalla de Tucapel provocada por el paje de Valdivia, el ajustamiento del obstinado Galvarino, la traición de Andresillo, la proeza de la mujer de Caupolicán, la increíble fuga de Juan Gómez y la elección de Caupolicán mediante la prueba del madero están ya narrados morosamente en la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile, acabada de componer, según leemos en la conclusión misma del texto, el 14 de diciembre de 1558, once años antes de la publicación en Madrid de la Primera Parte de La Araucana. Tal vez Ercilla habla «más a lo poético que a lo historial» en tales lugares de su epopeya, pero no crea del modo ya señalado por Diego de Rosales cuando en el Capítulo XXX del Libro Tercero de su Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano declara que la prueba de las fuerzas es gala poética de La Araucana. No es Adán creando ex nihilo las escenas épicas que llevan a Neruda a llamarlo el inventor de Chile. Es Ercilla reelaborando, transformando, reestructurando poéticamente motivos del mito de Arauco ya proferidos narrativamente por Gerónimo de Vivar, el historiador sensible al epos que sería realmente el inventor de estos «episodios apócrifos» o, por lo menos, el que a su vez los extrae de una tradición épica preexistente tal vez no ajena a ciertos «étimos» clásicos (Antei 1989: 180).

Marcelino Menéndez y Pelayo no sabe con certeza si el episodio de la elección de Caupolicán mediante la prueba del madero fue invención de Ercilla, pero le parece imposible que este lugar tan épico de La Araucana (Canto II) haya surgido de la imaginación de un poeta culto. El descubrimiento del mismo dispositivo estructurante de los relatos de Ercilla y Vivar confirma hoy en día la asombrosa lucidez de la opinión del erudito español, pues, según parece, la prueba del tronco no habría surgido de la fantasía del poeta sino de la imaginación del historiador. Así lo ha señalado Giorgio Antei, el colonialista que refuta la tesis de Villalobos según la cual tales coincidencias son meramente accidentales, probablemente originadas en la circunstancia «tan natural» de que los hechos «más curiosos» de la guerra de Arauco eran repetidos por los conquistadores hasta alcanzar cierta notoriedad. Las similitudes de ambas obras son de tal magnitud, dice Antei, que el desconocimiento de todo «canje», «juego intertextual» o «préstamo» implicaría la admisión de coincidencias casi prodigiosas. Lo razonable es suponer que Vivar y Ercilla se encontraron efectivamente hacia finales de 1558 o bien que el poeta, por esa fecha o algún tiempo después, llegó a hojear el manuscrito del burgalés. El cronista habría introducido en su historia, con el propósito tal vez inconsciente de transfigurarla épicamente, ciertos episodios apócrifos dotados de un alto potencial imaginario, capaces de revelar esa trama universal de los hechos que sólo la mimesis poética es capaz de reproducir (Aristóteles). Ercilla, por otra parte, habría encontrado en la lectura de Vivar la clave de su inspiración. La sugestión ejercida por una materia histórica tratada con actitud épica por el cronista habría llevado al poeta a entrever la posibilidad de una epopeya capaz de transgredir los límites del género hasta volverlos flexibles, como lo hizo Lucano, a la poesía de la historia (Antei 1989: 180).

Las perturbadoras conclusiones de Antei a propósito de la explicitación de las concordancias que convierten las más célebres «creaciones» de Ercilla en reelaboraciones de la Crónica de Vivar no legitiman sólo la necesidad de revisar las opiniones establecidas sobre La Araucana, obra que «por una parte cedería una cuota considerable de interés historiográfico (siendo superada por una fuente anterior y más canónica), y por la otra vería disminuida su consistencia literaria, ya sea por la mermada originalidad temática o bien por el recíproco incremento del cociente imitativo, a su vez relacionado con el crecimiento, ahora inmotivado, del realismo)» (1989: 182). Evidenciarían sobre todo que las escrituras de Vivar y Ercilla cifran dos actitudes complementarias e igualmente ejemplares. La del historiador-poeta, cuya búsqueda de un significado personal para el acontecer histórico se resuelve en concesiones imaginarias, en unos ejemplos y unas hipérboles que atestiguan la introducción de la verosimilitud en el tejido de la veracidad, y la del poeta-historiador, cuya tensión autobiográfica, simétricamente a lo que sucede con Vivar, se transforma en una historización de la epopeya, en un replanteamiento de orden «contenidista» surgido del descubrimiento de que la realidad americana es maravillosa en sí como lugar por excelencia de proezas militares más que como naturaleza. Los dos conquistadores, en suma, habrían vivido la historia con elevada intensidad autobiográfica, con notable sentido protagónico. La presumible circunstancia de que el poeta aprovechara unos contenidos históricos previamente sometidos a fabulación por el historiador no haría más que confirmar el privilegio concedido a una realidad vivida -y por tanto falseada- con elevada intensidad autobiográfica (Antei 1989: 184-185).

La tesis que privilegia la naturaleza complementaria de las actitudes de los dos españoles sensibles al llamado de la epopeya silencia, sin embargo, lo que también tiene gran importancia para intentar definir la especificidad de la forma de inscripción de las obras de Vivar y Ercilla en el proceso de invención del Reino de Chile como espacio épico por excelencia del Nuevo Mundo. Antei parece olvidar, en efecto, lo ya descubierto por Pablo Neruda en Para nacer he nacido, cuando en «Nosotros, los indios», precisamente en el mismo lugar en que nos dice que La Araucana no es sólo un poema sino un camino, nos recuerda lo más valioso dado a España en sus clarísimas estrofas. «Siqueiros representó la Conquista en la figura de un gran centauro. Ercilla mostró al centauro acribillado por las flechas de nuestra araucanía natal. El renacentismo invasor propuso un nuevo establecimiento: el de los héroes. Y tal categoría la concedió a los españoles y a los indios, a los suyos y a los nuestros. Pero su corazón estuvo con los indomables» (1978: 272-273). El corazón del poeta soldado estuvo con los indomables. Aquí reside tal vez la clave mayor para advertir lo que ya no es ni complementario ni igualmente ejemplar en las actitudes del cronista y el poeta regidos por la visión épica del acontecer histórico.

Vivar, como antes Valdivia, da a España y América sólo la épica que surge de la percepción de la conquista como empresa gloriosa inscrita en el plan divino, de Arauco como espacio del despliegue del «valor grandísimo» («grande ánimo y esfuerzo») y del conquistador como héroe consagrado a lo trascendente. El «odio justo» provocado por el bárbaro que persiste en el «mal propósito y pecado» de resistir la expansión de la ley de Dios predomina de modo ostentoso en la crónica compuesta para que sus oyentes o lectores «se animen a semejantes descubrimientos, entradas y conquistas y poblaciones, y en ellas empleen sus ánimos y esfuerzos en servicio de sus príncipes y señores, como este don Pedro de Valdivia lo hizo». El narrador anota en una ocasión que el espectáculo de más de dos mil indios masacrados o ahogados produce una «lástima muy grande» entre los conquistadores (Capítulo CXXIV). Reconoce, asimismo, que cuando los españoles entran en una tierra, especialmente en conquistas, son como langostas en los panes (Capítulo CV). Ni lo uno ni lo otro perturba, sin embargo, su instalación feliz en la historia. La programación de su escritura como memoria de «los hechos eroycos de don Pedro de Baldiuia y de los españoles que con él se hallaron en la jornada» permanece inalterable, sin fisuras de conciencia, sin fugas narrativas de ninguna especie. Ercilla también da épica a España y América. La proliferación de contiendas singulares recreadas con una maestría que no ha tenido rival después de Homero (Menéndez y Pelayo) y la ausencia de distancia entre lo subjetivo y lo objetivo en las escenas cuyo narrador deja constancia sin dramatismo ni artificio del imperio de la muerte en la Araucanía («No espanta ver morir al compañero... ni ver quedar los cuerpos sin cabeza») testimonian una plenitud épica indudable, una auténtica percepción heroica de la «pequeña provincia de veinte leguas de largo y siete de ancho, poco más o menos, que produce la gente más belicosa que ha habido en las Indias». Este legado no es, con todo, lo más valioso de La Araucana. El poema que es un camino para Neruda lo es fundamentalmente porque sus clarísimas estrofas dan a España y América humanismo, porque el lugar en el que concluye el viaje espiritual en ellas narrado, lugar al que Vivar nunca llega, es aquél donde se descubre que la «mucha sangre derramada ha sido (si mi juicio y parecer no yerra) / la que de todo en todo ha destruido / el esperado fruto de esta tierra». Los estudiosos según los cuales las similitudes de las secuencias narrativas de los relatos de la prueba del madero demuestran que Ercilla aprovechó unos contenidos históricos previamente sometidos a fabulación e invención por Vivar (Antei), pero también aquéllos según los cuales dichas narraciones difieren de tal manera en los detalles que es imposible postular un préstamo intertextual (Villalobos), no han advertido, pues, que la elaboración de la historia de Caupolicán-Teopolican constituye realmente una de las mayores cifras de la distancia irreductible entre el poeta y el historiador. No son oposiciones complementarias ni de detalle precisamente las que surgen del contraste entre el Teopolican «dispuesto, membrudo e rrebusto» retratado por Vivar y el Caupolicán «alegre, humano, grave» pintado por Ercilla. El otorgamiento al «bárbaro» de una dimensión mítica («todos los señores fueron espantados y maravillados de ver las fuerzas de Teopolican») que le garantiza la calidad de contendor digno del «cristiano» no traspasa en la Crónica los límites de la regla fundamental de la ética caballeresca («No es el vencedor más estimado / de aquello en que el vencido es reputado»). Tal rebasamiento se produce sólo en la epopeya cuyo autor consigue recrear, en el momento de la plasmación concreta de la figura del bárbaro, no ya la paridad militar, verdadero requisito sine qua non para la conformación de la conciencia épica («me parece a mí... ser españoles quando eran conquistados de los rromanos»), sino la igualdad integral, la semejanza esencial de los contendores. La proyección en los personajes araucanos de valores, sentimientos y pensamientos europeos, que en más de una ocasión ha llevado a los críticos a reprochar a Ercilla por no haber recreado una visión del mundo auténticamente cristiana, requiere en este sentido ser puesta en su justa perspectiva histórica. Lo que en este caso debe subrayarse, ha dicho Agustín Cueva, en una época de manifiesto etnocentrismo, exasperado al extremo por la situación colonial, la adjudicación de rasgos europeos tales como el amor a la libertad, la abnegación, la castidad, la inteligencia, la fidelidad y la disciplina a los personajes americanos equivale a borrar la marca de alteridad total entre el conquistado y el conquistador, a hacer patente en la práctica artística la falacia de las oposiciones disyuntivas de la ideología imperial asumida a nivel teórico (1973: 6).

La diferencia radical entre las visiones épicas de la Crónica y La Araucana se advierte precisamente en los relatos de la muerte de Caupolicán. El cronista narra sin distanciamiento, sin compasión, el trágico final del «mal yndio tan enemigo de los españoles». El poeta dice, por el contrario, que si él hubiese estado presente en el empalamiento la «cruda ejecución» se habría suspendido. La ruptura definitiva de la identificación (constitutiva del espejismo épico) entre la conciencia del autor y la materia empírica de su narración es notoria precisamente en este segmento de La Araucana. Las múltiples huellas textuales del desvanecimiento del espejismo épico de la conquista de Chile, los signos ostentosos de la fractura de la conciencia feliz de la guerra en el Sur del Mundo, bien podrían cifrarse en la «subjetividad trizada y solitaria» (Cueva 1973: 13) del narrador que en el Canto XXXIII de la epopeya, cuando ya nada oculta la índole genocida de la Guerra de Arauco, realiza el acto verbal, impensable en un relato épico occidental, inconcebible en Valdivia y Vivar, de denominar «bárbaro caso» a la ejecución de Caupolicán.

7. La lectura de La Araucana como epopeya histórica que exalta antes que nada la gloria universal de España, como bella forma de evasión cuya fuerza jamás se agota (Villalobos 1983, 2: 228), no advierte realmente la dialéctica de la conciencia desgarrada estructurante de los relatos de los «bárbaros casos» o de las historias que permiten a Ercilla emprender un peregrinaje expiatorio por su yo lírico («Yo... salvar quise uno de ellos»). Las inclusiones de tales historias, ninguna de ellas anunciada en la programación narrativa del poema, se explicarían simplemente por la exaltación del espíritu español, «propósito básico» de Ercilla expresado con claridad meridiana en las estrofas iniciales. «El poeta, dice Villalobos (1983, 2: 224), no se atuvo estrictamente al asunto de Arauco, sino que, arrastrado por su visión hispánica, introdujo episodios que proclamaban el éxito de la monarquía en otras latitudes y donde él quiso estar presente, aunque sólo fuese con sus versos aguerridos». Las narraciones de batallas ocurridas en otros espacios de la vasta geografía imperial (San Quintín, Lepanto, Portugal) destruirían la unidad de la obra si el héroe fuera el pueblo araucano, pero siéndolo realmente el pueblo español, no se pierde su sentido profundamente unitario. La necesidad estética de evitar la monotonía de la materia narrada (Guerra de Arauco), no ya la razón ideológica de cantar las glorias imperiales, explicaría, asimismo, las otras inclusiones de historias inicialmente no programadas. «A lo largo de La Araucana es evidente el deseo de Ercilla de escapar a la monotonía del tema, intercalando pasajes como los mencionados o introduciendo largos episodios ajenos a la lucha. La leyenda de la reina Dido y la visita a la cueva del mago Fitón, que le muestra todas las regiones del mundo, obedecen a este propósito» (Villalobos 1983, 2: 226). La escritura así singularizada no presenta fisuras de ninguna especie. El famoso verso final de la epopeya, «será razón que llore y que no cante», significaría tan sólo la inscripción en el texto del desengaño del sueño de conseguir una gran situación palaciega, de la amargura por el «disfavor cobarde» intensificada por la muerte del único hijo del poeta, por las enfermedades y sinsabores que la vida acumula en los últimos recodos. No existe en esta lectura de La Araucana una conciencia desdichada, desgarrada, de la conquista de Chile. No la hay porque la fuerza del relato épico jamás se agotaría, ni siquiera con la inclusión de las historias no programadas, los asomos líricos y los fragmentos declamatorios de carácter moral (Villalobos 1983, 2: 228).

La caracterización de la época de la conquista de Chile como momento en que «el sentimiento heroico no era una fuerza vana, (sino) una vivencia profunda, que ocultaba sus motivos materiales y sus aspiraciones sociales», pero sobre todo la percepción de Ercilla como poeta que rinde tributo al mito de la épica «a costa de limitar una inspiración más rica, que en el poema pugnó por abrirse paso» (Villalobos 1983: 228), ha impedido tal vez advertir que las llamadas ambigüedades, inconsistencias y contradicciones configuradoras de la «forma específica» de La Araucana son precisamente las huellas textuales indelebles del agotamiento de la fuerza conformadora del relato épico. La dolorosa constatación del Canto XXVI («los nuestros, hasta allí cristianos»), prefigura del horrorizado rechazo del «bárbaro caso» narrado en el Canto XXXIII, es sólo uno de los signos más dramáticos de la fractura de la auténtica vivencia épica plasmada en los lugares del poema donde «no espanta ver morir al compañero [...] ni ver quedar los cuerpos sin cabeza». El conquistador en riesgo de ser derrotado descubre un destello épico en su aventura, pero ya vencedor su trauma de victimario desvanece el espejismo. La visión de la sangre derramada por las abiertas grietas de las sierras de la Araucanía termina destruyendo todos los velos ocultadores de la esencia antihumana del colonialismo (Cueva 1973). La narración de las historias de guerra no programadas inicialmente se explica en este caso por el deseo del «entendimiento y pluma» del poeta de huir del «grande estrago» en los defensores de su tierra, de recuperar en otros lugares la epicidad perdida en las tierras australes. «San Quintín, Lepanto y Portugal son, así, espacios en los que el narrador se instala con placer, pues percibe en ellos los principios cristianos ausentes en la guerra de Arauco. Los relatos de las guerras en Europa, del mismo modo que los relatos amorosos, tienen, por consiguiente, una función muy específica en el interior del poema. Son relatos de sentido inverso a los sucesos de Arauco. (Su inclusión) es precisamente uno de los indicios de la desintegración de la escritura épica programada en los comienzos del texto. Signos de la destrucción de la conciencia heroica del narrador, todas estas historias evidencian la especificidad de La Araucana en la historia de la poesía épica cristiana, consistente en exhibir en su interior los posibles textuales que la fundan y destruyen» (Lagos 1989: 36-37). El peregrinaje expiatorio por el yo lírico y la imaginación pura (historias de Dido, Tegualda, Glaura), las «depuraciones» narrativas de la experiencia histórica (los que intentan violar a Glaura son unos negros, el primer encargado de ejecutar a Caupolicán es negro), el desplazamiento de la historia de guerra por una historia de descubrimiento (Cantos XXXV-XXXVI) y las constantes alusiones finales al incumplimiento de la promesa heroica («¿Por qué así me olvidé de la promesa / y discurso de Arauco comenzado?») evidencian la misma ruptura de la plenitud épica inicial, el mismo desgarramiento antiépico de un narrador que se siente dividido entre «la lástima justa y odio justo», la misma metamorfosis del relato de «hermosos choques» en escritura del «remordimiento de América».

La historia de Dido, narrada en los Cantos XXXII y XXXIII de la epopeya, significativamente después del relato de una «carnicería (que deja) miembros sin cuerpos, cuerpos desmembrados / [...] hígados, intestinos, rotos huesos, / entrañas vivas y bullentes sesos», es probablemente la cifra más bella de la añoranza ercillesca de La polis ideal. Nunca la imaginación pura se ha presentado, según Agustín Cueva, de manera tan palpable como imagen invertida y nostálgica de la realidad. Ercilla añora, no mistifica, en el relato protagonizado por la reina fundadora de una colonia mítica con características exactamente opuestas a las de la experiencia colonial real (Dido lleva el oro desde su reino a lo que será Cartago y muere ofrendando su vida por la felicidad de los gobernados). Su añoranza hecha poesía se convierte por ello en el más hermoso y significativo repudio de la situación colonial. Repudio nunca significado, por lo demás, en la escritura del burgalés cuya instalación feliz, sin fisuras perceptibles, en la historia de la conquista le permite escribir una crónica de la cual sí podría decirse lo que ya no es posible afirmar de La Araucana: la fuerza de su relato épico jamás se agota.

Es posible plantear ahora de otro modo las conjeturas de Antei sobre la fascinante problemática de las relaciones entre el primer poeta y el primer cronista del Reino de Chile. El estudioso mencionado tiene razón cuando estima que la presumible circunstancia de que Ercilla haya encontrado la clave de su inspiración leyendo a Vivar estaría significando que La Araucana «cedería una cuota considerable de interés historiográfico (siendo superada por una fuente anterior y más canónica)». No la tiene, sin embargo, cuando declara que dicho poema «vería disminuida su consistencia literaria (ya sea por la mermada originalidad temática o bien por el recíproco incremento del cociente imitativo)» (1989: 182). La consistencia literaria y el grado de originalidad de la epopeya no disminuyen porque Ercilla, aun cuando haya aprovechado una materia histórica ya sometida a fabulación, dota a los (supuestos) préstamos de sentidos polémicos no existentes con anterioridad a la escritura misma del poema, de significados desmitificadores silenciados por la crónica del burgalés. La actitud del historiador, cuya búsqueda de un significado personal para el acontecer histórico se resuelve en concesiones imaginarias (ejemplos e hipérboles), y la del poeta, cuya tensión autobiográfica se resuelve en la historización de lo fantástico, dejan realmente de ser «complementarias e igualmente ejemplares» cuando Ercilla plasma en su escritura la verdad trágica oculta tras los velos de la verdad épica predominante en la Crónica de Vivar:


La mucha sangre derramada ha sido
(si mi juicio y parecer no yerra)
la que de todo en todo ha destruido
el esperado fruto de esta tierra;
pues, con modo inhumano han excedido
de las leyes y términos de guerra,
haciendo en las entradas y conquistas
crueldades enormes nunca vistas.


(Ercilla 1962, XXXII: 419)                


El poeta que olvida «la promesa y discurso de Arauco comenzado» fue tal vez fascinado por una materia histórica tratada con actitud épica por el cronista. Acaso la lectura de Vivar le hizo vislumbrar la posibilidad de escribir un poema capaz de transgredir con su fuerza histórica los límites del género épico hasta volverlos flexibles a la poesía de la historia. La verdadera clave de su inspiración, sin embargo, no la encuentra realmente en la crónica del burgalés. La descubre en la misma tierra ensangrentada por los «bárbaros casos referidos», cruzada por las infinitas formas de los muertos, «unos atropellados de caballos / otros los pechos y cabeza abiertos, / otros que era gran lástima mirallos / las entrañas y sesos descubiertos». El poeta deseoso de «inquirir y saber lo no sabido» excede al historiador precisamente porque la verdad encontrada en el suelo de América, «por más que afirmen que es subida al cielo», por más que se diga que fue encontrada en la Crónica, le permite explorar en toda su profundidad el significado de la conquista con fines coloniales, plasmar el llamado sentido oculto, clandestino («pues a vos va dirigido / ...debe de llevar algo escondido»), de la epopeya que reelabora en clave trágica el mito de Arauco fundado por Valdivia y Vivar. Sentido que ha recorrido como un fantasma los manuales de literatura y que hoy resplandece, más allá de los posibles efectos de la presunción de los «préstamos» tomados de la Crónica y las «maniobras de destitución moral que Ercilla realiza con respecto a los araucanos de su poema» (Castillo Sandoval 1995: 238), con transparencia inequívoca: «Pues ¿qué puede significar el espejismo heroico de la conquista y su desvanecimiento en la epopeya misma; qué la instalación feliz de Ercilla en la historia y su posterior exilio; si no es la imposibilidad de conciliar la naturaleza del gran arte con la índole inhumana del colonialismo?» (Cueva 1973: 15).






Obras citadas

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