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El modernismo y otros textos críticos

Rubén Darío






ArribaAbajoI. El modernismo


ArribaAbajoDe Catulle Mendès. Parnasianos y decadentes (1888)

Creen y aseguran algunos que es extralimitar la poesía y la prosa, llevar el arte de la palabra al terreno de otras artes, de la pintura verbigracia, de la escultura, de la música. No. Es dar toda la soberanía que merece al pensamiento escrito, es hacer del don humano por excelencia un medio refinado de expresión, es utilizar todas las sonoridades de la lengua en exponer todas las claridades del espíritu que concibe.

Un exceso de arte no puede sino ser un exceso de belleza. Se sabe lo que es el arte. Luego hay ojos tan miopes, hay juicios tan extraños, que pueden confundir en un rasgo, o en un amontonamiento de adornos, a un Benvenuto con Churriguera.

Con fuerza y gracia, ahí está el encanto, señores.

Y es don muy raro.

Juntar la grandeza o los esplendores de una idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras; lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan; tener luz y color en un engarce, aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelen a primavera, he ahí el misterio. Y para eso, nada de burgueses literarios, ni de frases de cartón.

En castellano hay pocos que sigan aquella escuela casi exclusivamente francesa.

Pocos se preocupan de la forma artística, del refinamiento; pocos dan -para producir la chispa- con el acero del estilo en esa piedra de la vieja lengua, enterrada en el tesoro escondido de los clásicos; pocos toman de Santa Teresa, la doctora, que retorcía y laminaba y trenzaba la frase; de Cervantes, que la desenvolvía armoniosamente; de Quevedo, que la fundía y vaciaba en caprichoso molde, de raras combinaciones gramaticales. Y tenemos quizá más que ninguna otra lengua un mundo de sonoridad, de viveza, de coloración, de vigor, de amplitud, de dulzura: tenemos fuerza y gracia a maravilla. Hay audaces, no obstante, en España y no faltan -gracias a Dios- en América.

¡He aquí a Riquelme, a Gilbert en Chile!

Se necesita que el ingenio saque del joyero antiguo el buen metal y la rica pedrería, para fundir, montar y pulir a capricho, volando al porvenir, dando novedad a la producción, con un decir flamante, rápido, eléctrico, nunca usado, por cuanto nunca se han tenido a la mano como ahora todos los elementos de la naturaleza y todas las grandezas del espíritu.

No nos debilitemos, no empleemos ese procedimiento con polvos de arroz y con hojarascas de color de rosa, a la parisiense -hablo con los poquísimos aficionados-, pero empleemos lo bello en otras esferas, en nuestra literatura que empieza.

En Obras desconocidas de Rubén Darío, ed. R. Silva Castro

(Santiago: Universidad de Chile, 1934).




ArribaAbajoEl modernismo

28 de noviembre


Puede verse constantemente en la prensa de Madrid que se alude al modernismo, que se ataca a los modernistas, que se habla de decadentes, de estetas, de prerrafaelistas con «s» y todo. Es cosa que me ha llamado la atención no encontrar desde luego el menor motivo para invectivas o elogios, o alusiones que a tales asuntos se refieran. No existe en Madrid, ni en el resto de España, con excepción de Cataluña, ninguna agrupación, brotherhood, en que el arte puro -o impuro, señores preceptistas- se cultive siguiendo el movimiento que en estos últimos tiempos ha sido tratado con tanta dureza por unos, con tanto entusiasmo por otros. El formalismo tradicional, por una parte; la concepción de una moral y de una estética especiales, por otra, han arraigado el españolismo, que, según don Juan Valera, no puede arrancarse «ni a veinticinco tirones». Esto impide la influencia de todo soplo cosmopolita, como asimismo la expansión individual, la libertad, digámoslo con la palabra consagrada, el anarquismo en el arte base de lo que constituye la evolución moderna o modernista.

Ahora, en la juventud misma que tiende a todo lo nuevo, falta la virtud del deseo, o, mejor, del entusiasmo, una pasión en arte, y, sobretodo, el don de la voluntad. Además, la poca difusión de los idiomas extranjeros, la ninguna atención que, por lo general, dedica la Prensa a las manifestaciones de vida mental de otras naciones, como no sean aquellas que atañen al gran público; y después de todo, el imperio de la pereza y de la burla, hacen que apenas existan señaladas individualidades que tomen el arte en todo su integral valor. En una visita que he hecho recientemente al nuevo académico Jacinto Octavio Picón, me decía este meritísimo escritor: «Créame usted, en España nos sobran talentos; lo que nos falta son voluntades y caracteres.»

El señor Llanas Aguilaniedo, uno de los escasos espíritus que en la nueva generación española toman el estudio y la meditación con la seriedad debida, decía no hace mucho tiempo: «Existen, además, en este país, cretinizados por el abandono y la pereza, muy pocos espíritus activos; acostumbrados -la generalidad- a las comodidades de una vida fácil, que no exige grandes esfuerzos intelectuales ni físicos, ni comprenden, en su mayoría, cómo puede haber individuos que encuentren en el trabajo de cualquier orden un reposo, y al propio tiempo un medio de tonificarse y de dar expansión al espíritu; los trabajadores, con ideas y con verdadera afición a la labor, están, puede decirse, confinados en la zona norte de la Península; el resto de la nación, aunque en estas cuestiones no puede generalizarse absolutamente, trabaja cuando se ve obligado a ello, pero sin ilusión ni entusiasmo.» En lo que no estoy de acuerdo con el señor Llanas es en que aquí se conozca todo, se analice y se estudie la producción extranjera y luego no se la siga. «Sin duda -dice-, no nos consideramos elevados a una altura superior, y desde ella nos damos por satisfechos con observar lo que en el mundo ocurre, sin que nos pase por la imaginación secundar el movimiento.»

Yo anoto. Difícil es encontrar en ninguna librería obras de cierto género, como no las encargue uno mismo. El Ateneo recibe unas cuantas revistas del carácter independiente, y poquísimos escritores y aficionados a las letras están al tanto de la producción extranjera. He observado, por ejemplo, en la redacción de la Revista Nueva, donde se reciben muchas buenas revistas italianas, francesas, inglesas, y libros de cierta aristocracia intelectual aquí desconocida, que aun compañeros míos de mucho talento miran con indiferencia, con desdén y sin siquiera curiosidad. De más decir que en todo círculo de jóvenes que escriben todo se disuelve en chiste, ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural, que evita todo pensamiento grave. Los reflexivos o religiosos de arte no hay duda que padecen en tal promiscuidad.

Los que son tachados de simbolistas no tienen una sola obra simbolista. A Valle-Inclán le llaman decadente porque escribe en una prosa trabajada y pulida, de admirable mérito formal. Y a Jacinto Benavente, modernista y esteta, porque si piensa, lo hace bajo el sol de Shakespeare, y si sonríe y satiriza, lo hace como ciertos parisienses, que nada tienen de estetas ni de modernistas. Luego, todo se toma a guasa. Se habló por primera vez de estetismo en Madrid, y, dice el citado señor LIanas Aguilaniedo: «Funcionó en calidad de oráculo la Cacharrería del Ateneo, donde se recordó a Oscar Wilde... Salieron los periódicos y revistas de la corte jugando del vocablo y midiendo a todos los idólatras de la belleza por el patrón del fundador de la escuela, abusándose del tema en tales términos, que ya hasta los barberos de López Silva consideraban ofensiva la denominación, y se resentían del epíteto. Por este camino no se va a ninguna parte.»

En pintura, el modernismo tampoco tiene representantes, fuera de algunos catalanes, como no sean los dibujantes, que creen haberlo hecho todo con emplomar sus siluetas como en los vitraux, imitar los cabellos avirutados de las mujeres de Mucha, o calcar las decoraciones de revistas alemanas, inglesas o francesas. Los catalanes sí han hecho lo posible, con exceso quizá, por dar su nota en el progreso artístico moderno. Desde su literatura, que cuenta, entre otros, con Rusiñol, Maragall, Utrillo, hasta su pintura y artes decorativas, que cuentan con el mismo Rusiñol, Casas, de un ingenio digno de todo encomio y atención; Pichot y otros que, como Nonell-Monturiol, se hacen notar no solamente en Barcelona, sino en París y otras ciudades de arte y de ideas.

En América hemos tenido ese movimiento antes que en la España castellana, por razones clarísimas: desde luego, por nuestro inmediato comercio material y espiritual con las distintas naciones del mundo, y principalmente porque existe en la nueva generación americana un inmenso deseo de progreso y un vivo entusiasmo, que constituye su potencialidad mayor, con lo cual poco a poco va triunfando de obstáculos tradicionales, murallas de indiferencia y océanos de mediocracia. Gran orgullo tengo aquí de poder mostrar libros como los de Lugones o Jaimes Freire, entre los poetas; entre los prosistas, poemas, como esa vasta, rara y complicada trilogía de Sicardi. Y digo: esto no será modernismo, pero es verdad, es realidad de una vida nueva, certificación de la viva fuerza de un continente. Y otras demostraciones de nuestra actividad mental -no la profusa y rapsódica, la de cantidad, sino la de calidad, limitada, muy limitada, pero que bien se presenta y triunfa ante el criterio de Europa-: estudios de ciencias políticas, sociales. Siento igual orgullo. Y recuerdo palabras de don Juan Valera a propósito de Olegario Andrade, en las cuales palabras hay una buena y probable visión de porvenir. Decía don Juan, refiriéndose a la literatura brasileña, sudamericana, española y norteamericana, que «las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también inglesa, portuguesa y española, lo cual no impide que con el tiempo, o tal vez mañana, o ya salgan autores yanquis que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra, ni impide tampoco que nazcan en Río de Janeiro, en Pernambuco o en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido; o que en Buenos Aires, en Lima, en México, en Bogotá o en Valparaíso lleguen a florecer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona».

Nuestro modernismo, si es que así puede llamarse, nos va dando un puesto aparte, independiente de la literatura castellana, como lo dice muy bien Rémy de Gourmont en carta al director del Mercurio de América. ¿Qué importa que haya gran número de ingenios, de grotescos si gustáis, de dilettanti, de nadameimportistas? Los verdaderos consagrados saben que no se trata ya de asuntos de escuelas, de fórmulas, de clave.

Los que en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Rusia, en Bélgica, han triunfado, han sido escritores y poetas, y artistas de energía, de carácter artístico y de una cultura enorme. Los flojos se han hundido, se han esfumado. Si hay y ha habido en los cenáculos y capillas de París algunos ridículos, han sido, por cierto, «preciosos». A muchos les perdonaría si les conociese nuestro caro profesor Calandrelli, pour l'amour du grec. Hoy no se hace modernismo -ni se ha hecho nunca- con simples juegos de palabras y de ritmos. Hoy los ritmos nuevos implican nuevas melodías que cantan en lo íntimo de cada poeta la palabra del mágico Leonardo: Cosa bella mortal passa, e non darte. Por más que digan los juguetones ligeros o los niños envejecidos y amargados, fracasa solamente el que no entra con pie firme en la jaula de ese divino león: el Arte, que, como aquel que al gran rey Francisco fabricara el mismo Vinci, tiene el pecho lleno de lirios.

No hay aquí, pues, tal modernismo, sino en lo que de reflexión puede traerla vecindad de una moda que no se comprende. Ni el carácter, ni la manera de vivir, ni el ambiente, ayudan a la consagración de un ideal artístico. Se ha hablado de un teatro, que yo creí factible recién llegado, y hoy juzgo en absoluto imposible.

La única brotherhood que advierto es la de los caricaturistas; y si de músicas poéticas se trata, los únicos innovadores son, ciertamente, los risueños rimadores de los periódicos de caricaturas.

Caso muy distinto sucede en la capital del principado catalán. Desde L'Avenç hasta el Pél y Plom, que hoy sostienen Utrillo y Casas, se ha visto que existen elementos para publicaciones exclusivamente «modernas», de una élite artística y literaria. Pél y Plom es una hoja semejante al Gil Blas Illustré, de carácter popular, mas sin perder lo aristo; y siempre en su primera plana hay un dibujo de Casas, que aplauden lápices de Munich, Londres o París. El mismo Pere Romeu, de quien os he hablado a propósito de su famoso cabaret de los Quatre Gats, ha estado publicando una hoja semejante, con ayuda de Casas, y de un valor artístico notable.

En esta capital no hay sino tentativas graciosas y elegantes del dibujante Marín -que logró elogios del gran Puvis- y las de algún otro. En literatura, repito, nada que justifique ataque, ni siquiera alusiones. La procesión fastuosa del combatido arte moderno ha tenido apenas algunas vagas parodias... ¿Recordáis en Apuleyo la pintura de la que procedía la entrada de la primavera en las fiestas de Isis? (Mét., XI, 8.) Pues confrontad.

España contemporánea (1901).




ArribaAbajoLa joven literatura

3 de marzo de 1899


Acaba de representarse en Granada un drama póstumo de Ángel Ganivet: coyuntura inapreciable para hablar del pensamiento nuevo de España. Pues Ganivet, especial personaje, era quizá la más adamantina concreción de ese pensamiento.

El propio se ha encarnado en su Pío Cid, simbólico tipo, en el cual el antiguo caballero de la Mancha realiza, a mi entender, un avatar. Ganivet era uno de esos espíritus de excepción que significan una época, y su alma, podría decirse, el alma de la España finisecular. No conozco la obra que se ha dado recientemente a la escena, El escultor de su alma; pero desde luego creo poder afirmar que se trata meramente de una autoexposición psíquica; es el mismo Pío Cid, de la Conquista del reino de Maya, el último conquistador español Pío Cid. Antójaseme que en Ganivet subsistía también mucho de la imaginativa morisca y que la triste flor de su vida no en vano se abrió en el búcaro africano de Granada. Su vida: una leyenda ya de hondo interés.

Desde luego, un joven que sube a la torre nacional a divisar el mundo, luego se encamina a la ideación de una nueva patria en la patria antigua; en Pío Cid hay simiente para una España futura. Después, cosa que sorprenderá a quien tenga conocimiento de las costumbres literarias de todas partes, y sobre todo de este país; Ganivet no tenía enemigos, y por lo general, si conversáis con cualquiera de los intelectuales españoles, os dirá: «Era el más brillante y el más sólido de todos los de su generación.» En la corte tuvo sus bregas, sus comienzos de gloria. Hubo una pasión, toda borrasca, que, según se dice, fue la causa de su muerte. Entró a la carrera consular, tan propicia a la literatura, aunque no lo parezca por los roces de lo mercantil; y continuó en su labor ideológica y artística. Sabía ruso, danés, casi todos los idiomas y dialectos de los países boreales, sabía lenguas antiguas, escribió un libro curiosísimo sobre las literaturas del Norte; publicó otro de sol y de música, al par que una obra de cerebral, sobre su Granada la bella, en el país de Hamlet; produjo más libros, y un emponzoñado día, un mal demonio le habló por dentro, en lo loco del cerebro, y él se tiró al Volga. Así acabó Pío Cid su vida humana. Su vida gloriosa y pensante ha de ir creciendo a medida que su obra sea mejor y más comprendida. Entonces se verá que en ese ser extraño había un fondo de serena y pura nobleza bajo la tempestad de su temperamento; que vivió de amor, de abrasamiento genial, y murió también por amor en la forma de un cuento. En la Conquista del reino de Maya exprime todos sus zumos de amargas meditaciones, y su forma busca la escritura artística, que en Los trabajos no se advierte. Aún vemos desarrollarse el período cervantesco; pero las encadenadas y ondulantes oraciones van, por lo general, repletas de médula. La obra queda sin concluir; o mejor dicho, tuvo la conclusión más lógica al propio tiempo que más extraña, en la unión de una fábula escrita y una vida. Pío Cid debía concluir con quitarse la existencia. No es él quien habla en el diálogo; pero Olivares, un personaje de Los trabajos, dice en cierta página del libro: «Se exagera mucho, y además alguna vez tiene uno que morirse, porque no somos eternos. Entre morirse de viejo, apestando al prójimo, o suprimirse de un pistoletazo, después de sacarle a la vida todo el jugo posible, ¿qué le parece a usted?... Yo, por mí, les aseguro que no llegaré a oler a rancio. -Cada cual entiende la vida a su modo -dijo Pío Cid-, y nadie la entiende bien-. Ahora ha dicho usted una verdad como un templo -dijo Olivares-. Lo mejor es dejar que cada uno viva como quiera y que se mate, si ese es su gusto, cuando le venga la contraria.» ¡El pobre Ganivet! Llegó el trágico minuto, abrió la puerta misteriosa y pasó. De las Cartas finlandesas escribe Vincent en él Mercure que «no es una obra dogmática, antes bien familiar; en el punto de vista no es español, es humano; el autor, en efecto, que conoce perfectamente toda la Europa, gusta de hacer recorrer a sus conceptos distintas latitudes, agregad a eso un sentido muy real de nuestra época, una información que va de Ibsen a Maeterlinck, de Tolstoi a Galdós; ninguna pedantería; una dulce sensibilidad que afecta disimularse tras un velo de ironía. En fin, un libro de actualidad perfecta en que la Finlandia es vista por un espíritu desembarazado de prejuicios y por un latino».

El crítico francés, demasiado benévolo por lo general en sus revistas de letras españolas, no ha pasado por esta ocasión de lo justo. Ganivet, escritor de ideas más que de bizarrías verbales, merece el estudio serio, el ensayo macizo de la crítica de autoridad. Nicolás María López, otro granadino, amigo y compañero suyo, habla además del drama que acaba de representarse de otras obras póstumas que están en su poder: Pedro Mártir, en tres actos, y Fe, Amor y Muerte, drama, dice, «profundamente psicológico, con ideas alucinadoras y extrahumanas, con una fuerza trágica tan extraña y sutil que parece romper los moldes de la vida y entrar en los senos de la muerte». Rara y bella figura en este triste período de la vida española y que parece haber absorbido en sí todos los generosos y altos ímpetus de la raza. Y recuerdo el sintético acróstico latino de Pío Cid, en Los trabajos, Arimi:


   Artis initium dolor
ratio initium erroris.
Initium sapientiae vanitas.
Mortis initium amor.
Initium vitae libertas.



Jacinto Benavente es aquel que sonríe. Dicen que es mefistofélico, y bien pudieran ocultarse entre sus finas botas de mundano dos patas de chivo. Es el que sonríe: ¡temible! Se teme su crítica florentina más que los pesados mandobles de los magulladores diplomados; fino y cruel, ha llegado a ser en poco tiempo príncipe de su península artística, indudablemente exótica en la literatura del garbanzo. Se ha dedicado especialmente al teatro, y ha impuesto su lección objetiva de belleza a la generalidad desconcertada. Algunas de sus obras, al ser representadas, han dejado suponer la existencia de una clave; y tales o cuales personajes se han creído reconocer en tales o cuales tipos de la corte. Como ello no es un misterio para nadie, diré que en El marido de la Téllez, por ejemplo, el público quiso descubrir la vida interior y artística de cierta eminente actriz casada con un grande de España y actor muy notable; y en La comida de las fieras, entre otras figuras, se destacó la de una centroamericana, millonaria, casada con un noble sin fortuna y hoy marquesa por obra de Cánovas del Castillo. Benavente niega que haya tomado sus tipos del natural; pero el parecido es tan perfecto que toda protesta se deshace en una sonrisa. La comida de las fieras fue basada seguramente en el paso penoso de la venta en subasta de las riquezas seculares que contenía la casa de los Osuna. Los personajes son de una humanidad palpitante; y he de citar estas frases de Hipólito al finalizar la comedia: «Porque en lucha he vivido siempre; porque viví desde muy joven en otras tierras donde la lucha es ruda y franca. ¿Por qué vinimos a Europa? En América el hombre significa algo; es una fuerza, una garantía..., se lucha, sí, pero con primitiva fiereza; cae uno y puede volver a levantarse; pero en esta sociedad vieja la posición es todo y el hombre nada... Vencido una vez, es inútil volver a luchar. Aquí la riqueza es un fin, no un medio para realizar grandes empresas. La riqueza es el ocio; allí es la actividad. Por eso allí el dinero da triunfos y aquí desastres... Pueblos de historia, de tradición; tierras viejas, donde sólo cabe, como en las ciudades sepultadas de la antigüedad, la excavación, no las plantaciones de nueva vegetación y savia vigorosa.»

En Figulinas y Cartas de mujeres no puede dejarse de entrever la influencia de ciertos franceses: un poco aquí Gyp, otro poco allí Lavedan y Prévost; la parisina aplicada al alto mundo madrileño que Benavente ha bien estudiado. Benavente es caballero de fortuna, y mientras leo un sutil arranque suyo en Vida literaria y se ensaya en la Comedia un arreglo suyo del Twelfth night, tropiezo con lo siguiente en la cuarta plana de un diario:

«Se venden los pastos de rastrojera y barbechera del término de Getafe, divididos en lotes o cuarteles, cuya venta tendrá lugar en pública subasta, ante la Comisión del gremio de labradores, en la Casa Consistorial, donde está de manifiesto el pliego de condiciones, el día 19 del actual, a las diez de su mañana. -Getafe, 9 de marzo de 1899.- Por la Comisión, Jacinto Benavente



De mí diré que con toda voluntad juntaría a mis sueños de arte una estancia entre las montañas de González, junto a las riberas del Paraná de Obligado, o en la Australia Argentina de Payró. Día llegará en que la literatura tenga por precisa compañera la tranquilidad del espíritu en la lucha por la vida y el trabajo industrial o rural como contrapeso al ya terrible surmenage. Los ingleses y los norteamericanos han comenzado a aleccionarnos, y un gentleman-farmer artista no es un ave rara. Dejo como última nota el Teatro fantástico de Benavente, una joya de libro, que revela fuerza de ese talento en que tan solamente se ha reconocido la gracia. Fuerza por cierto; la fuerza del acero del florete, del resorte; finura sólida de ágata, superficie de diamante. Es un pequeño «teatro en libertad», pero lejos de lo telescópico de Hugo y de lo suntuoso que conocéis de Castro. Son delicadas y espirituales fabulaciones unidas por un hilo de seda en que encontráis a veces, sin mengua en la comparación, como la filigrana mental del diálogo shakespeareano, del Shakespeare del Sueño de una noche de verano o de La tempestad. El alma perspicaz y cristalinamente femenina del poeta crea deliciosas fiestas galantes, perfumadas escenas, figurillas de abanico y tabaquera que en un ambiente Watteau salen de las pinturas y sirven de receptáculo a complicaciones psicológicas y problemas de la vida.

Este modernista es castizo en su escribir, y es lo castizo en su discurso como la antigüedad en el mérito de ciertas joyas o encajes, en puños de Velázquez o preseas de Pantoja. Y al conocerle en el café Lion d'Or, que es su café preferido, he visto en su figura la de un hidalgo perteneciente a esa familia de retratos del Greco, nobles decadentes, caballeros que pudieran ser monjes, tan fáciles para abades consagrados a Dios como para hacer pacto con el diablo. En las pálidas ceras de los rostros se transparentan las tristezas y locuras del siglo. Así Jacinto Benavente. En toda esta débâcle con que el decimonoveno siglo se despide de España, su cabeza, en un marco invisible, sonríe. Es aquel que sonríe. Mefistofélico, filósofo, se defiende en su aislamiento como un arma; y así converse o escriba, tiene siempre a su lado, buen príncipe, un bufón y un puñal. Tiene lo que vale para todo hombre más que un reino: la independencia. Con esto se es el dueño de la verdad y el patrón de la mentira. Su cultura cosmopolita, su cerebración extraña en lo nacional es curiosa en la tierra de la tradición indomable; pero no sorprende a quien puede advertir cómo este suelo de prodigiosa vida guarda, para primaveras futuras, las semillas de un Raimundo Lulio. Ahora trabaja Benavente por realizar en Madrid la labor de Antoine en París o la que defiende George Moore en Londres; la fundación de un teatro libre. Dudo mucho del éxito, aunque él me halagaría habiéndoseme hecho la honra de encargarme una pieza para ese teatro. Pero el público madrileño, Madrid, cuenta con muy reducido número de gentes que miren el arte como un fin, o que comprendan la obra artística fuera de las usuales convenciones. Cuando no existe ni el libro de arte, el teatro de arte es un sueño, o un probable fracaso. No hay una élite. No se puede contar ni con el elemento elegantemente carneril de los snobs que ha creado Gómez Carrillo con sus graciosas y sinuosas ocurrencias. Conque ¿para quiénes el teatro?

Junto a Benavente me presentan a Antonio Palomero, o sea Gil Parrado. Este seudónimo, nombre de un gracioso tipo clásico, no está mal en quien, con sales autóctonas, nos revela un Raúl Ponchón madrileño, un rimador seguro, un cancionero bravísimo, en cuanto puede permitirlo el género político: Aristófanes en cuplés o yambos con castañuelas. El libro de flechas de humor maligno y risueño que forman los versos políticos de Palomero, Gacetas rimadas, tiene un prólogo, en verso, de Luis Taboada. Creo que fue Gutiérrez Nájera quien escribió un día que en medio de la noche del arte español contemporáneo Luis Taboada era tal vez el único «artista». Era una broma del «duque Job» mejicano, excusable por su falta de conocimiento del grupo español, digamos así, secreto, que hace una vida ciertamente intelectual.

Y además, en su tiempo -hace de esto ocho o diez años- las cosas andaban de Barrantes a Valbuena. Pues Gil Parrado no pudo tener mejor protagonista que el desopilante Homero fragmentario de la vida cursi de Madrid, puesto que él quiso ser el Píndaro de las cursilerías épicas de la política. Conociendo la labor y la propaganda estética de quien escribe estas líneas, ellas no pueden sino ser vistas como la mayor prueba de sinceridad. Más Palomero no es solamente Gil Parrado. Además de los alfileres de su conversación, de las más interesantes que un extranjero hombre de letras puede encontrar en la corte, su crítica teatral se estima justamente, y en el cuento y el artículo de periódico sobresale y comunica la intensidad de su vibración, el contagio de su energía indiscutible. Mariano de Cavia dice de él, hablando de sus Trabajos forzados, que es «un literato culto, agudo y sincero»; gratifícale además con «popular y brillante». Cavia sabe lo que se dice, él, maestro de única escritura en su país que ha logrado unir, en la faena asperísima del periodismo, la flexible gracia autóctona a las elegancias extranjeras. ¡Quevedo en el bulevar, Dios mío! Y cuando Cavia alaba a Palomero es justo, y yo, que conozco la transparencia de este talento, me complazco en deciros que aquí, entre lo poco bueno y nuevo, esto es de lo que en la piedra de toque deja una suave y firme estela de oro fino.

Así Manuel Bueno, el redactor que en El Globo escribe todos los días esa paginita que lleva la firma de Lorena, con el título general de «Volanderas». Verdes Montenegro ha hecho para el libro primigenio de Bueno un prólogo de sustancia y espíritu al propio tiempo que de justicia y cariño. De Verdes Montenegro os hablaré en otra ocasión más detenidamente. De su ahijado literario os diré que ha recibido en su alma mucho sol de nuestra pampa y a su oído ha cantado la onda caprichosa de nuestro gran río. Es un vasco. Vasco, así como ese especialísimo y robusto Grandmontagne, que ha injertado una rama de ombú en el árbol sagrado de Guernica para que más tarde nazcan -¡Dios lo quiera, y ya se ven los brotes!- flores de un perfume singular, rosas fraternales del color del tiempo, iluminadas de porvenir, en tierra de Mitre y Sarmiento, en la capital del continente latino, al amparo del satisfecho sol. El joven Bueno anduvo por Buenos Aires, padeció tormento de inmigración y penurias de mozo de intelecto que va a hacer fortuna por el Azul y Bahía Blanca... Y vuelto a su tierra, no es de los que vienen con arranques despechados de fracasadas bohemias, de existencias adoloridas de nuestra necesaria ley de trabajo, de ese Buenos Aires cuya fuente social es para los labios del mundo, y que en el progreso corresponde, con su pirámide de mayo, índice indicador, a los obeliscos de París y Nueva York.

Bueno es aquí, en su labor diaria, nota extemporánea, y tan parisiense, que hay quienes le denuncien de afectación. Pero no es poco servicio intelectual el servir a un pueblo ese plato escogido todos los días, esa ala de faisán, después de la sopa de política española y antes del asado político también. Bueno, como Lorena, da un eco que aquí, aunque tiene semejantes en la prensa, permanece en su individualidad. No seré yo quien oculte su ligereza de juicio habitual, su insinceridad quizá, también habitual; ¡pero es tan bello el gesto!

Ricardo Fuente es el director de El País. Quizá envíe a La Nación una información interesantísima sobre este diario de oposición, que ha tenido sobre sí la atención de Madrid y de España, y que, periódico que ha respondido al eco popular, ha sido quizá el que ha tenido mayor número de intelectuales en su redacción. En París, un Intransigeant se explica; en Buenos Aires, el antiguo Nacional también; en Madrid, El País de hoy es un caso de extremada curiosidad. Los redactores, desde hace mucho tiempo -el diario es republicano absoluto-, van a la cárcel periódicamente. Allí se dice la verdad a son de truenos de tambores y trompetas. La censura ha tenido en esa hoja la mejor lonja en que cortar, y las estereotipias, a las cuatro de la mañana, han sido en tiempo de la guerra brutalmente descuartizadas.

El capítulo de la censura, publicado cuando ésta se ha levantado, ha sido de sensación. Un detalle curioso es que mi artículo «El triunfo de Calibán», publicado en Buenos Aires, fue mutilado en El País y dado intacto en La Época... En ese diario, El País, han escrito Dicenta, Maeztu, etcétera, y Romero Robledo puso allí su gran sombra... Ricardo Fuente es el director. Cuando uno piensa en ese abominable Villemesant que nos pinta Daudet o que nos acaba de retocar Claretie; cuando recuerdo a ciertos directores europeos y americanos, en quienes el elegante shylokismo se junta a un irrespeto voluntario de todo lo intelectual, pienso en este buen Fuente, que, como el pobre parisiense Fernand Xau, sabe juntar -en su tan linda esfera- la autoridad al tino y la comprensión a la afabilidad. Ser director de un diario, ¡qué difícil tarea! Son como las perlas rosadas y negras aquellos a quienes se puede aplicar la frase inglesa That is a man. Ser un director querido de sus redactores es de lo más difícil del mundo, así se llame uno Magnard o Valdeiglesias, Bennet o Láinez. Fuente lo es. Pero es que él propio es un trabajador de la prensa que ha subido con mérito a ese puesto; y quizá, y sin quizá, tanta bondad personal hace daño a su posición. Porque no ha de ser quien dirige una tan complicada máquina un compañero de sus redactores en toda la extensión de la palabra, sino en lo que ella tiene de aprecio necesario y benevolencia justa; y ¡ay de aquel director que no se calce sus botas imperiales y no ponga a su gallo, empezando en casa, a cantar claro y bien, como ese Arthur Meyer del Gaulois, tan combatido sin embargo! Fuente es el tipo ideal del director para sus redactores; pero su gallo no se ha alzado hasta ahora...

Se alza, personal y simpático, en el articulista, en el literato, de quien dice Joaquín Dicenta: «El camino literario de Fuente se halla trazado con líneas vigorosas. Puede seguirle sin retroceder y sin temblar. No hay cuidado de que le tiren al suelo de un empujón; tiene los músculos muy duros.» En el volumen De un periodista -del cual en Buenos Aires se ha reproducido bastante- hay la manifestación de la contextura de un artista; la fuga contenida de un amante del estilo que atan las usanzas de la limitación del diario; las explosiones ideales o sentimentales sujetas por la línea señalada, o la hora de la prensa, la preferencia al telegrama, la tiranía de la información. ¿Qué periodista no sabe de esto? Y así nos habla de Augusto de Armas, nos pinta rápidas acuarelas húmedas del más rico sentimiento, o apuntes de una fiereza de lápiz cuyo blanco y negro nos seduce por su juego de luz y de sombra.

España contemporánea (1901).




ArribaAbajoProsas profanas y otros poemas (1896-1901)

Palabras liminares


A Carlos Vega Belgrano, afectuosamente, este libro dedica R.D.

Después de Azul..., después de Los Raros, voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea -todo bella cosecha-, solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni oportuno: un manifiesto.

Ni fructuoso ni oportuno:

a) Por la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual impera el universal personaje clasificado por Rémy de Gourmont con el nombre de Celui qui-ne comprend-pas. Celui qui-ne comprend pas es entre nosotros profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta, rastaquouére.

b) Porque la obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, estando muchos de los mejores talentos en el limbo de un completo desconocimiento del mismo Arte a que se consagran.

c) Porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o de un código implicaría una contradicción.

Yo no tengo literatura «mía» -como lo ha manifestado una magistral autoridad-, para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal, y paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea. Wagner, a Augusta Holmes, su discípula, dijo un día: «Lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí.» Gran decir.

Yo he dicho en la misa rosa de mi juventud, mis antífonas, mis secuencias, mis profanas prosas. -Tiempo y menos fatigas de alma y corazón me han hecho falta, para, como un buen monje artífice, hacer mis mayúsculas dignas de cada página del breviario. (A través de los fuegos divinos de las vidrieras historiadas, me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa). Tocad, campanas de oro, campanas de plata; tocad todos los días, llamándome a la fiesta en que brillan los ojos de fuego, y las bocas sangran delicias únicas. Mi órgano es un viejo clavicordio pompadour, al son del cual danzaron sus gavotas alegres abuelos; y el perfume de tu pecho es mi perfume, eterno incensario de carne. Varona inmortal, flor de mi costilla.

Hombre soy.

¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués, mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República, no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte -oro, seda mármol- me acuerdo en sueños...

(Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman.)

Buenos Aires: Cosmópolis.

¡Y mañana!

El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: «Éste -me dice-, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste Garcilaso, éste Quintana.» Y yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamó: ¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo...! (Y en mi interior: ¡Verlaine...!)

Luego, al despedirme: «-Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París.»

¿Y la cuestión métrica? ¿Y el ritmo?

Como cada palabra tiene un alma hay en cada verso además de la armonía verbal una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces.

La gritería de trescientas ocas no te impedirá, Silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior. ¡Oh pueblo de desnudas ninfas, de rosadas reinas, de amorosas diosas!

Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa. ¡Y besos!

Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta.

R.D.

Prosas profanas y otros poemas (1896-1901).




ArribaAbajoCantos de vida y esperanza

Prefacio


Podría repetir aquí más de un concepto de las palabras liminares de Prosas Profanas. Mi respeto por la aristocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, siempre es el mismo. Mi antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética, apenas si se aminora hoy con una razonada indiferencia.

El movimiento de libertad que me tocó iniciar en América se propagó hasta España, y tanto aquí como allá el triunfo está logrado. Aunque respecto a técnica tuviese demasiado que decir en el país en donde la expresión poética está anquilosada, a punto de que la momificación del ritmo ha llegado a ser un artículo de fe, no haré sino una corta advertencia. En todos los países cultos de Europa se ha usado del hexámetro absolutamente clásico, sin que la mayoría letrada y, sobre todo, la minoría leída, se asustasen de semejante manera de cantar. En Italia ha mucho tiempo, sin citar antiguos, que Carducci ha autorizado los hexámetros; en inglés, no me atrevería casi a indicar, por respeto a la cultura de mis lectores, que la Evangelina, de Longfellow, está en los mismos versos en que Horacio dijo sus mejores pensares. En cuanto al verso libre moderno..., ¿no es verdaderamente singular que en esta tierra de Quevedos y Góngoras los únicos innovadores del instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid Cómico y los libretistas del género chico?

Hago esta advertencia porque la forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres. Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas.

Cuando dije que mi poesía era mía, en mí, sostuve la primera condición de mi existir, sin pretensión ninguna de causar sectarismo en mente o voluntad ajena, y en un intenso amor a lo absoluto de la belleza.

Al seguir la vida que Dios me ha concedido tener, he buscado expresarme lo más noble y altamente en mi comprensión: voy diciendo mi verso con una modestia tan orgullosa, que solamente las espigas comprenden, y cultivo, entre otras flores una rosa rosada, concreción de alba, capullo de porvenir, entre el bullicio de la literatura.

Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter.

R.D.

Cantos de vida y esperanza (1905).




ArribaAbajoEl Canto errante

Dilucidaciones


A los nuevos poetas de las Españas

R.D.


- I -

El mayor elogio hecho recientemente a la Poesía y a los poetas ha sido expresado en la lengua «anglosajona» por un hombre insospechable de extraordinarias complacencias con las nueve Musas. Un yanqui. Se trata de Teodoro Roosevelt.

Ese Presidente de República juzga a los armoniosos portaliras con mucha mejor voluntad que el filósofo Platón. No solamente les corona de rosas; mas sostiene su utilidad para el Estado y pide para ellos la pública estimación y el reconocimiento nacional. Por esto comprenderéis que el terrible cazador es un varón sensato.

Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan una plausible deferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes o representantes en una tierra cada día más vibrante de automóviles... y de bombas. Hay quienes, equivocados, juzgan en decadencia el noble oficio de rimar y casi desaparecida la consoladora vocación de soñar. Esto no es ocasionado por el sport, hoy en creciente auge. Las más ilustres escopetas dejan en paz a los cisnes. La culpa de ese temor, de esa duda sobre la supervivencia de los antiguos ideales, la tiene, entre nosotros, una hora de desencanto que, en la flor de la juventud -hace ya algunos lustros- sufrió un eminente colega -he nombrado a Gedeón-, cuando, entre los intelectuales del cenáculo, presentó la célebre proposición sobre «si la forma poética está llamada a desaparecer». ¡Ah triste profesor de estética, aunque siempre regocijado y poliforme periodista! La forma poética, es decir, la de la rosada rosa, la de la cola de pavo real, la de los lindos ojos y frescos labios de las sabrosas mozas, no desaparece bajo la gracia del sol. Y en cuanto a la que preocupó siempre a líricos dómines, desde el divino Horacio a don Josef Mamerto Gómez Hermosilla, ella sigue, persiste, se propaga y hasta se revoluciona, con justo escándalo de nuestro venerable maestro Benot, cuya sabiduría respeto y cuya intransigencia hasta deseos me inspira de aplaudir. Aplaudamos siempre lo sincero, lo consciente, y lo apasionado sobre todo.




- II -

No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores, porque como excelentemente lo dice el señor de Montaigne, y Azorín mi amigo puede certificarlo, «nous avons bien plus de poètes que de juges et interprètes de poésie; il est plus aysé de la faire que de la cognoistre». Y agrega: «A certaine mesure basse, on la peult juger para les préceptes et par art: mais la bonne, la suprème, la divine, est au dessus des règles et de la raison.»

Quizá porque entre nosotros no es frecuentemente servida la divina, la buena, la suprema, se usa por lo general, la «mesure basse». Mas no hace sino aumentar el gusto por los conceptos métricos. La alegría tradicional tiene sus representantes en regocijados versificadores, en casi todos los diarios. El órgano serio y grave, el Temps madrileño, tiene en su crítico autorizado, en su Gaston Deschamps, vamos al decir, un espíritu jovial que, a pesar de tareas trascendentales, no desdeña los entretenimientos de la parodia.

Quedamos, pues, en que la hermandad de los poetas no ha decaído, y aun pudiera renovar algún trecenazgo. Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones. Los más absurdos propósitos se confunden con generosas campañas de ideas. Mucha parte del público no sabe de lo que se trata, pues los encargados de informarla no desean, en su mayoría, informarse a sí mismos. El diletantismo de otros es poco eficaz en la mediocracia pensante. Una afligente audacia confunde mal aprendidos nombres y mal escuchadas nociones del vivir de tales o cuales centros intelectuales extranjeros. Los nuevos maestros se dedican, más que a luchar en compañía de las nuevas falanges, al cultivo de lo que los teólogos llaman appetitus inordinatus propriae excellentiae.

Existe una élite, es indudable, como en todas partes, y a ella se debe la conservación de una íntima voluntad de pura belleza, de incontaminado entusiasmo. Mas en ese cuerpo de excelentes he ahí que uno predica lo arbitrario; otro el orden; otro, la anarquía, y otro aconseja, con ejemplo y doctrina, un sonriente, un amable escepticismo. Todos valen. Mas ¿qué hace este admirable hereje, este jansenista, carne de hoguera, que se vuelve contra un grupo de rimadores de ensueños y de inspiraciones, a propósito de un nombre de instrumento que viene del griego? ¡Cuando, por el amor del griego, se nos debía abrazar! Y ese antaño querido y rústico anfión -natural y fecundo como el chorro de la fuente, como el ruiseñor, como el trigo de la tierra-, ¿por qué me lapida, o me hace lapidar, desde su heredad, porque paso con mi sombrero de Londres o mi corbata de París? Y a los jóvenes, a los ansiosos, a los sedientos de cultura, de perfeccionamiento, o simplemente de novedad, o de antigüedad, ¿por qué se les grita: «¡haced esto!», o «¡haced lo otro!», en vez de dejarles bañar su alma en la luz libre, o respirar en el torbellino de su capricho? La palabra whim teníala escrita en su cuarto de labor un fuerte hombre de pensamiento cuya sangre no era latina.

Precepto, encasillado, costumbres, clisé..., vocablos sagrados. Anathema sit al que sea osado a perturbar lo convenido de hoy, o lo convenido de ayer. Hay un horror de futurismo, para usar la expresión de este gran cerebral y más grande sentimental que tiene por nombre Gabriel Alomar, el cual será descubierto cuando asesine su tranquilo vivir, o se tire a un improbable Volga en una Riga no aspirada.

El movimiento que en buena parte de las flamantes letras españolas me tocó iniciar, a pesar de mi condición de «meteco», echada en cara de cuando en cuando por escritores poco avisados, ha hecho que El Imparcial me haya pedido estas dilucidaciones. Alégrame el que puede serme propicia para la nobleza del pensamiento y la claridad del decir esta bella isla donde escribo, esta Isla de Oro, «isla de poetas, y aun de poetas que, como usted, hayan templado su espíritu en la contemplación de la gran naturaleza americana», como me dice en gentiles y hermosas palabras un escritor apasionado de Mallorca. Me refiero a D. Antonio Maura, Presidente del Consejo de Ministros de Su Majestad Católica.




- III -

Un espíritu tan penetrante como ágil, un inglés pensante de los mejores, Arthur Symons, expresaba recientemente:

«La naturaleza, se nos dice, trabaja según el principio de las compensaciones; y en Inglaterra, donde hemos tenido siempre pocos grandes hombres en la mayor parte de las artes, y un nivel general desesperadamente incomprensivo, me parece descubrir un ejemplo brillante de compensación. El público, en Inglaterra, me parece ser el menos artístico y el menos libre del mundo, pero quizá me parece eso porque yo soy inglés y porque conozco ese público mejor que cualquier otro.» Hay artistas descontentos de todas partes, que aplican a sus países respectivos el pensar del escritor británico. Yo, sin ser español de nacimiento, pero ciudadano de lengua, llegué en un tiempo a creer algo parecido de España. De esto hace ya algunos años... Creía a España impermeable de todo rocío artístico que no fuera el que cada mañana primaveral hacía reverdecer los tallos de las antiguas flores de retórica, una retórica que aún hoy mismo juzgan aquí imperante los extranjeros. Ved lo que dice el mismo Symons: «Me pregunto si algún público puede ser, tanto como el público inglés, incapaz de considerar una obra de arte como obra de arte, sin pedirle otra cosa. Me pregunto si esta laguna en el instinto de una raza que posee en sí el instinto de la creación, señala un disgusto momentáneo de la belleza, debido a las influencias puritanas, o bien simplemente una inatención peor aún, que provendría de ese aplastador imperialismo que aniquila la energía del país. No hay duda de que la muchedumbre es siempre ignorante, siempre injusta; pero ¿hay otras muchedumbres opuestas con tanta persistencia al arte, porque es arte, como el público inglés? Otros países tienen su preferencia. Italia y España, por dos especies retóricas; Alemania, exactamente por lo contrario de lo que aconsejaba Heine cuando decía:

'¡Ante todo, nada de énfasis!' Pero yo no veo en Inglaterra ninguna preferencia, aun por una mala forma de arte.» El predominio en España de esa especie de retórica, aún persistente en señalados reductos, es lo que combatimos los que luchamos por nuestros ideales en nombre de la amplitud de la cultura y la libertad.

No es, como lo sospechan algunos profesores o cronistas, la importación de otra retórica, de otro poncif, con nuevos preceptos, con nuevo encasillado, con nuevos códigos. Y, ante todo, ¿se trata de cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas.

El clisé verbal es dañoso porque encierra en sí el clisé mental, y, juntos, perpetúan la anquilosis, la inmovilidad.

Y debo hacer un corto paréntesis, pro domo mea. No habría comenzado la exposición de estos mis modos de ver sin la amable invitación de Los Lunes de El Imparcial, hoja gloriosa desde días memorables en que ofreciera sus columnas a los pareceres estéticos de maestros de hoy por todos venerados y admirados. No soy afecto de polémicas. Me he declarado, además, en otra ocasión, y con placer íntimo, el ser menos pedagógico de la tierra. Nunca he dicho: «lo que yo hago es lo que se debe hacer». Antes bien, y en las palabras liminares de mis Prosas Profanas, cité la frase de Wagner a su discípula Augusta Holmes: «Sobre todo, no imitar a nadie, y mucho menos, a mí.» Tanto en Europa como en América se me ha atacado con singular y hermoso encarnizamiento. Con el montón de piedras que me han arrojado pudiera bien construirme un rompeolas que retardase en lo posible la inevitable creciente del olvido... Tan solamente he contestado a la crítica tres veces, por la categoría de sus representantes, y porque mi natural orgullo juvenil, ¡entonces!, recibiera también flores de los sagitarios. Por lo demás, ellos se llaman Max Nordau, Paul Groussac, Leopoldo Alas.

No creo preciso poner cátedra de teorías de aristos. Aristos, para mí, en este caso, significa, sobre todo, independientes. No hay mayor excelencia. Por lo que a mí toca, si hay quien me dice, con aire alemán y con lenguaje un poco bíblico: «Mi verdad es la verdad», le contesto: «Buen provecho. Déjeme usted con la mía, que así me place, en una deliciosa interinidad.»




- IV -

Deseo también enmendar algún punto en que han errado mis defensores, que buenos los he tenido en España. Los maestros de la generación pasada nunca fueron sino benévolos y generosos conmigo. Los que en estos asuntos se interesan no ignoran que Valera, en estas mismas columnas, fue quien dio a conocer, con un gentil entusiasmo muy superior a su ironía, la pequeña obra primigenia que inició allá en América la manera de pensar y de escribir que hoy suscita, aquí y allá, ya inefables, ya truculentas controversias. Campoamor fue para mí lo que testigos eminentes -entre ellos José Verdes Montenegro- pudieran certificar. Castelar me dio pruebas de intelectual estímulo. Núñez de Arce, cuando estuve en Madrid por la primera vez, como delegado de mi país natal a las fiestas colombinas, fue tan entusiasta conmigo, que hizo todo lo posible porque me quedara en la Corte. Habló al respecto con Cánovas del Castillo -otro ilustre y bondadoso amigo mío-, y Cánovas escribió al Marqués de Comillas solicitando para mí un puesto en la Trasatlántica. Entre tanto yo partí. No sin que antes en las tertulias de Valera se aplaudiesen y se criticasen algunos de los que llamaban mis atrevimientos líricos, que eran entonces, lo confieso, muy inocentes, y apenas de un modesto parnasianismo: Elogio de la seguidilla; un «Pórtico» para el libro En tropel, de Salvador Rueda. Mis versos fueron bien recibidos la primera vez que hablara ante un público español -fue en una velada en que tomaba parte D. José Canalejas-. Rueda me alababa, no tanto como yo a él. Mas mis amigos literarios, además de los que he nombrado, se llamaban entonces Manuel del Palacio, Narciso Campillo, el Duque de Almenara, el Conde de las Navas, don Luis Vidart, don Miguel de los Santos Álvarez... Me apresuro a decir que yo tenía la grata edad de veinticinco años.

Estos cortos puntos de autobiografía literaria son para hacer notar que se equivocan los que afirman que yo no he sido bien acogido por los dirigentes anteriores. En esos mismos tiempos mi ilustre amiga doña Emilia Pardo Bazán se dio la voluptuosidad de hacerme recitar versos en su salón, en compañía del autor de Pedro Abelardo... Y mis aficiones clásicas encontraban un consuelo con la amistosa conversación de cierto joven maestro que vivía, como yo, en el hotel de las Cuatro Naciones; se llamaba, y se llama hoy en plena gloria, Marcelino Menéndez y Pelayo. Él fue quien, oyendo una vez a un irritado censor atacar mis versos del «Pórtico» a Rueda, como peligrosa novedad.


...y esto pasó en el reinado de Hugo,
emperador de la barba florida.

dijo: «Esos son, sencillamente, los viejos endecasílabos de gaita gallega:


Tanto bailé con el ama del cura,
tanto bailé, que me dio calentura.»



Y yo aprobé. Porque siempre apruebo lo correcto, lo justo y lo bien intencionado. Yo no creía haber inventado nada... Se me había ocurrido la cosa como a Valmajour, el tamborilero de Provenza... O había «pensado musicalmente», según el decir de Carlyle, esa mala compañía.

Desde entonces hasta hoy, jamás me he propuesto ni asombrar al burgués ni martirizar mi pensamiento en potros de palabras.

No gusto de moldes nuevos ni viejos... Mi verso ha nacido siempre con su cuerpo y su alma, y no le he aplicado ninguna clase de ortopedia. He, sí, cantado aires antiguos; y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música -música de las ideas, música del verbo-.




- V -

«Los pensamientos e intenciones de un poeta son su estética», dice un buen escritor. Que me place. Pienso que el don del arte es aquel que de modo superior hace que nos reconozcamos íntima y exteriormente ante la vida. El poeta tiene la visión directa e introspectiva, de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento. La religión y la filosofía se encuentran con el arte en tales fronteras, pues en ambas hay también una ambiencia artística. Estamos lejos de la conocida comparación del arte con el juego. Andan por el mundo tantas flamantes teorías y enseñanzas estéticas... Las venden al peso, adobadas de ciencia fresca, de la que se descompone más pronto, para aparecer renovada en los catálogos y escaparates pasado mañana.

Yo he dicho: Cuando dije que mi poesía era «mía en mí», sostuve la primera condición de mi existir, sin pretensión ninguna de causar sectarismo en mente o voluntad ajena, y en un intenso amor a lo absoluto de la Belleza. Yo he dicho: Ser sincero es ser potente. La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales, sino en el vencimiento del tiempo y del espacio. Yo he dicho: Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo. He meditado ante el problema de la existencia y he procurado ir hacia la más alta idealidad. He expresado lo expresable de mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás, y hundirme en la vasta alma universal. He apartado asimismo, como quiere Schopenhauer, mi individualidad del resto del mundo, y he visto con desinterés lo que a mi yo parece extraño, para convencerme de que nada es extraño a mi yo. He cantado, en mis diferentes modos, el espectáculo multiforme de la Naturaleza y su inmenso misterio. He celebrado el heroísmo, las épocas bellas de la Historia, los poetas, los ensueños, las esperanzas. He impuesto al instrumento lírico mi voluntad del momento, siendo a mi vez órgano de los instantes, vario y variable, según la dirección que imprime el inexplicable Destino.

Amador de la cultura clásica, me he nutrido de ella, mas siguiendo el paso de mis días. He comprendido la fuerza de las tradiciones en el pasado, y de las previsiones en lo futuro. He dicho que la tierra es bella, que en el arcano del vivir hay que gozar de la realidad alimentados del ideal. Y que hay instantes tristes por culpa de un monstruo malhechor llamado Esfinge. Y he cantado también a ese monstruo malhechor. Yo he dicho:

Es incidencia la Historia. Nuestro destino supremo está más allá del rumbo que marcan las fugaces épocas. Y Palenke y la Atlántida no son más que momentos soberbios con que puntúa Dios los versos de su augusto Poema.

He celebrado las conquistas humanas y he, cada día, afianzado más mi seguridad de Dios. De Dios y de los dioses. Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad. Todo ello para que, fuera de la comprensión de los que me entienden con intelecto de amor, haga pensar a determinados profesores en tales textos; a la cuquería literaria, en escuelas y modas; a este ciudadano, en el ajenjo del Barrio Latino, y al otro, en las decoraciones «arte nuevo» de los bars y music halls. He comprendido la inanidad de la crítica. Un diplomático os alaba por lo menos alabable que tenéis; y otro os censura en mal latín o en esperanto. Este doctor de fama universal os llama aquí «ese gran talento de Rubén Darío», y allá os inflige un estupefaciente desdén... Este amigo os defiende temeroso. Este enemigo os cubre de flores, pidiéndoos por lo bajo una limosna. Esto es la Literatura... Eso es lo que yo abomino. Maldígame la potencia divina si alguna vez, después de un roce semejante, no he ido al baño de luz lustral que todo lo purifica: la autoconfesión ante la única Norma.




- VI -

Jamás he manifestado el culto exclusivo de la palabra por la palabra. «Las palabras -escribe el señor Ortega y Gasset, cuyos pensares me halagan-, las palabras son logaritmos de las cosas, imágenes, ideas y sentimientos, y por tanto, sólo pueden emplearse como signos de valores, nunca como valores.» De acuerdo. Mas la palabra nace juntamente con la idea, o coexiste con la idea, pues no podemos darnos cuenta de la una sin la otra. Tal mi sentir, a menos que alguien me contradiga después de haber presenciado el parto del cerebro, observando con el microscopio los neurones de nuestro gran Cajal.

En el principio está la palabra como única representación. No simplemente como signo, puesto que no hay antes nada que representar. En el principio está la palabra como manifestación de la unidad infinita, pero ya conteniéndola. Et verbum erat Deus.

La palabra no es en sí más que un signo, o una combinación de signos; mas lo contiene todo por la virtud demiúrgica. Los que la usan mal, serán los culpables, si no saben manejar esos peligrosos y delicados medios. Y el arte de la ordenación de las palabras no deberá estar sujeto a imposición de yugos, puesto que acaba de nacer la verdad que dice: el arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos.

Yo no soy iconoclasta. ¿Para qué? Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir. Mal haya la filosofía que viene de Alemania, que viene de Inglaterra o que viene de Francia, si ella viene a quitar, y no a dar. Sepamos que muchas de esas cosas flamantes importadas yacen, entre polillas, en ancianos infolios españoles. Y las que no, son pruebas por corregir para la edición de mañana, en espera de una sucesión de correcciones. Se está ahora, editorialmente -en Palma de Mallorca-, desenterrando de sus cenizas a un Lulio. ¿Creéis que este fénix resucitado contenga menos que lo que pueda dar a la percepción filosófica de hoy cualquiera de los reporters usuales en las cátedras periodísticas y más o menos sorbónicas del día?

Construir, hacer, ¡oh juventud! Juntos para el templo; solos para el culto. Juntos para edificar; solos para crear. Y con la constancia no será la menor virtud, que en ella va la invencible voluntad de crear. Mas si alguien dijera: «Son cosas de ideólogos», o «son cosas de poetas», decir que no somos otra cosa. Es expresar: además del cerdo y del cisne, que nos han adjudicado ciertos filósofos, tenemos el ángel.

¡Tener ángel, Dios mío! Pido exégetas andaluces.

Resumo: La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte. El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. Hay una música ideal como hay una música verbal. No hay escuelas; hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia.

El canto errante (1907).






ArribaAbajoEl periodista y su mérito literario

Ya he dicho en otra ocasión mi pensar respecto a eso del periodismo.

Hoy, y siempre, un periodista y un escritor se han de confundir. La mayor parte de los fragmentarios son periodistas. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio sentido de la palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida han sido periodistas. Ahora, si os referís simplemente a la parte mecánica del oficio moderno, quedaríamos en que tan solo merecerían el nombre de periodistas los reporters comerciales, los de los sucesos diarios; y hasta éstos pueden ser muy bien escritores que hagan sobre un asunto árido una página interesante, con su gracia de estilo y su buen por qué de filosofía. Hay editoriales políticos escritos por hombres de reflexión y de vuelo, que son verdaderos capítulos de libros fundamentales, y eso pasa. Hay crónicas, descripciones de fiesta o ceremoniales escritas por reporters que son artistas, las cuales, aisladamente, tendrían cabida en obras antológicas, y eso pasa. El periodista que escribe con amor lo que escribe, no es sino un escritor como otro cualquiera.

Solamente merece la indiferencia y el olvido aquel que, premeditadamente, se propone escribir, para el instante, palabras sin lastre e ideas sin sangre.

Muy hermosos, muy útiles y muy valiosos volúmenes podrían formarse con entresacar de las colecciones de los periódicos la producción, escogida y selecta, de muchos, considerados como simples periodistas.

Impresiones y sensaciones (1925).




ArribaAbajoHistoria de mis libros

Prosas profanas


Sería inútil tarea intentar un análisis exegético de mi libro Prosas profanas, después del estudio tan completo del gran José Enrique Rodó en su magistral y célebre opúsculo, reproducido a manera de prólogo en la edición parisiense de la Viuda de C. Bouret, y en la cual no apareció la firma del ilustre uruguayo por un descuido de los editores. Mas sí podré expresar mi sentimiento personal, tratar de mis procedimientos y de la génesis de los poemas en esta obra contenidos. Ellos corresponden al período de ardua lucha intelectual que hube de sostener, en unión de mis compañeros y seguidores, en Buenos Aires, en defensa de las ideas nuevas, de la libertad del arte, de la acracia, o, si se piensa bien, de la aristocracia literaria. En unas palabras de introducción concentraba yo el alcance de mis propósitos.

Ya había aparecido Azul... en Chile; ya habían aparecido Los raros en la capital argentina. Estaba de moda entonces la publicación de manifiestos, en la brega simbolista de Francia, y muchos jóvenes amigos me pedían hiciese en Buenos Aires lo que, en París, Moréas y tantos otros. Opiné que no estábamos en idéntico medio, y que tal manifiesto no sería ni fructuoso ni oportuno. La atmósfera y la cultura de la secular Lutecia no era la misma de nuestro Estado continental. Si en Francia abundaba el tipo de Rémy de Gourmont, celui-qui ne comprend-pas, ¿cómo no sería entre nosotros? Él pululaba en nuestra clase dirigente, en nuestra general burguesía, en las letras, en la vida social. No contaba, pues, sino con una élite, y sobre todo con el entusiasmo de la juventud, deseosa de una reforma, de un cambio de su manera de concebir y cultivar la belleza.

Aun entre algunos que se habían apartado de las antiguas maneras, no se comprendía el valor que con el solo esfuerzo del talento podría llevarse a cabo la labor comprendida. Se proclamaba una estética individual, la expresión del concepto; mas también era preciso la base del conocimiento del arte a que uno se consagraba, una indispensable erudición y el necesario don del buen gusto. Me adelanté a prevenir el prejuicio de toda imitación, y, apartando sobre todo a los jóvenes catecúmenos de seguir mis huellas, recordé un sabio consejo de Wagner a una ferviente discípula suya, que fue al mismo tiempo una de las amadas de Catulle Mendès.

Asqueado y espantado de la vida social y política en que mantuviera a mi país original un lamentable estado de civilización embrionaria, no mejor en tierras vecinas, fue para mí un magnífico refugio la República Argentina, en cuya capital, aunque llena de tráfagos comerciales, había una tradición intelectual y un medio más favorable al desenvolvimiento de mis facultades estéticas. Y si la carencia de una fortuna básica me obligaba a trabajar periodísticamente, podría dedicar mis vagares al ejercicio del puro arte y de la creación mental. Mas abominando la democracia funesta a los poetas, así sean sus adoradores como Walt Whitman, tendí hacia el pasado, a las antiguas mitologías y a las espléndidas historias, incurriendo en la censura de los miopes. Pues no se tenía en toda la América española como fin y objeto poéticos más que la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas. No negaba yo que hubiese un gran tesoro de poesía en nuestra épica prehistórica, en la conquista y aun en la colonia; mas con nuestro estado social y político posterior llegó la chatura intelectual, y períodos históricos más a propósito para el folletín sangriento que para el noble canto. Y agregaba, sin embargo: «Buenos Aires: cosmópolis. ¡Y mañana!» La comprobación de este augurio quedó afirmada con mi reciente «Canto a la Argentina».

En cuanto a la cuestión ideológica y verbal, proclamé ante glorias españolas más sonoras, la del gran D. Francisco de Quevedo, de Santa Teresa, de Gracián, opinión que más tarde aprobarían y sostendrían en la Península egregios ingenios. Una frase hay que exigiría comento: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida es de París.» En el fondo de mi espíritu, a pesar de mis vistas cosmopolitas, existe el inarrancable filón de la raza; mi pensar en mi sentir continúan un proceso histórico y tradicional; mas de la capital del arte y de la gracia, de la elegancia, de la claridad y del buen gusto, habría de tomar lo que atribuyese a embellecer y decorar mis eclosiones autóctonas. Tal di a entender. Con el agregado de que no sólo de las rosas de París extraería esencias, sino de todos los jardines del mundo. Luego expuse el principio de la música interior: «Como cada palabra tiene un alma, hay, en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces.» Luego profesé el desdén de la crítica de gallina ciega, de la gritería de las ocas, y aticé el fuego de estímulo para el trabajo, para la creación. «Bufe el eunuco: cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta.» Frase que he leído citada en una producción reciente de un joven español, ¡como de Théophile Gautier!...

En «Era un aire suave...», que es un aire suave, sigo el precepto del Arte Poética de Verlaine: «De la musique avant toute chose.» El paisaje, los personajes, el tono; se presentan en ambiente siglo dieciochesco. Escribí como escuchando los violines del rey. Poseyeron mi sensibilidad Rameau y Lulli. Pero el abate joven de los madrigales y el vizconde rubio de los desafíos, ante Eulalia que ríe, mantienen la secular felinidad femenina contra el viril rendido; Eva, Judith u Ofelia, peores que todas las sufragettes. En «Divagación» diríase un curso de geografía erótica; la invitación al amor bajo todos los soles, la pasión de todos los colores y de todos los tiempos. Allí flexibilicé hasta donde pude el endecasílabo. La «Sonatina» es la más rítmica y musical de todas estas composiciones, y la que más boga ha logrado en España y América. Es que contiene el sueño cordial de toda adolescente, de toda mujer que aguarda el instante amoroso. Es el deseo íntimo, la melancolía ansiosa, y es, por fin, la esperanza. En «Blasón» celebro el cisne, pues esos versos fueron escritos en el álbum de una marquesa de Francia propicia a los poetas. En «Del campo» me amparaba la sombra de Banville, en un tema y en una atmósfera criollos. En la alabanza «A los ojos negros de Julia» madrigalicé caprichosamente. La «Canción de Carnaval» es también a lo Banville, una oda funambulesca, de sabor argentino, bonaerense. Dos galanterías siguen para una dama cubana. Fueron escritas en presencia de mi malogrado amigo Julián del Casal, en La Habana, hace más de veinte años, e inspiradas por una bella dama, María Cap, hoy viuda del general Lachambre.

«Bouquet» es otro madrigal de capricho. «El faisán», en tercetos monorrimos, es un producto parisiense, ideado en París, escrito en París, trascendente de parisina.

«Garçonnière» dice horas artísticas y fraternas de Buenos Aires. «El país del sol», formulado a la manera de los «Lieds de France», de Catulle Mendès, y como un eco de Gaspard de la Nuit, concreta la nostalgia de una niña de las islas del trópico, animada de arte, en el medio frígido y duro de Manhattan, en la imperial Nueva York. «Margarita» -que ha tenido la explicable suerte de estar en tantas memorias- es un melancólico recuerdo pasional, vivido, aunque en la verdadera historia la amada sensual no fue alejada por la muerte, sino por la separación. «Mía» y «Dice mía» son juegos para música, propios para el canto, «lieds» que necesitan modulación.

En «Heraldos» demuestro la teoría de la melodía interior. Puede decirse que en este poemita el verso no existe, bien que se imponga la notación ideal. El juego de las sílabas, el sonido y color de las vocales, el nombre clamado heráldicamente, evocan la figura oriental, bíblica, legendaria, y el tributo y la correspondencia.

El «Coloquio de los centauros» es otro «mito», que exalta las fuerzas naturales, el misterio de la vida universal, la ascensión perpetua de Psique, y luego plantea el arcano fatal y pavoroso de nuestra ineludible finalidad. Mas renovando un concepto pagano. Thanatos no se presenta como en la visión católica, armado de su guadaña, larva o esqueleto, de la medieval reina de la peste y emperatriz de la guerra; antes bien, surge bella, casi atrayente, sin rostro angustioso, sonriente, pura, casta, y con el Amor dormido a sus pies. Y bajo un principio pánico, exalto la unidad del Universo en la ilusoria Isla de Oro, ante la vasta mar. Pues, como dice el divino visionario Juan: «Hay tres cosas que dan testimonio en la tierra: el espíritu, el agua y la sangre, y estos tres no son más que 'uno'.» (Ep. B. Joanis Apst., V, 8: «Et tres sunt qui testimonium dant in terra: spiritus, et aqua, et sanguis: et hi tres unum sunt.»)

En «El poeta pregunta por Stella», el poeta rememora a un angélico ser desaparecido, a una hermana de las liliales mujeres de Poe que ha ascendido al cielo cristiano. Luego leeréis un prólogo lírico, que se me antojó llamar «pórtico», escrito hace largos años en alabanza del muy buen poeta, del vibrante, sonoro y copioso Salvador Rueda, gloria y decoro de las Andalucías. Y como en ese tiempo visitase yo la que es llamada harto popularmente tierra de María Santísima, no dejé de pagar tributo, contagiado de la alegría de las castañuelas, panderos y guitarras, a aquella encantada región solar. Y escribí, entre otras cosas, el «Elogio de la seguidilla».

En Buenos Aires, e iniciado en los secretos wagnerianos por un músico y escritor belga, M. Charles de Gouffré, rimé el soneto de «El cisne» -¡ave eterna!- que concluye:



   ¡Oh, Cisne! ¡Oh, sacro pájaro! Si antes la blanca Helena
del huevo azul de Leda brotó de gracia llena,
siendo de la hermosura la princesa inmortal,

    bajo tus blancas alas la nueva Poesía
concibe en una gloria de luz y de armonía
la Helena eterna y pura que encarna el ideal.

«La página blanca» es como un sueño cuyas visiones simbolizaran las bregas, las angustias, las penalidades del existir, la fatalidad genial, las esperanzas y los desengaños, y el irremisible epílogo de la sombra eterna, del desconocido más allá.

¡Ay! Nada ha amargado más las horas de meditación de mi vida que la certeza tenebrosa del fin. ¡Y cuántas veces me he refugiado en algún paraíso artificial, poseído del horror fatídico de la muerte!

«Año nuevo» es una decoración sideral, animada -se diría- de un teológico aliento.

La «Sinfonía en gris mayor» trae necesariamente el recuerdo del mágico Théo, del exquisito Gautier, y su «Symphonie en blanc majeur». La mía es anotada «d'après nature», bajo el sol de mi patria tropical. Yo he visto esas aguas en estagnación, las costas como candentes, los viejos lobos de mar que iban a cargar en goletas y bergantines maderas de tinte y que partían, a velas desplegadas, con rumbo a Europa. Bebedores taciturnos o risueños cantaban en los crepúsculos, a la popa de sus barcos, acompañándose con sus acordeones cantos de Normandía o de Bretaña, mientras exhalaban los bosques y los esteros cercanos rodeados de manglares bocanadas cálidas y relentes palúdicos.

En «Epitalamio bárbaro» se testifica en la lira el triunfo amoroso de un grande apolonida. El «Responso» a Verlaine prueba mi admiración y fervor cordial por el «pauvre Lelian», a quien conocí en París en días de su triste y entristecedora bohemia, y hago ver las dos faces de su alma pánica: la que da a la carne y la que da al espíritu; la que da a las leyes de la humana naturaleza y la que da a Dios y a los misterios católicos, paralelamente. En el «Canto de la sangre» hay una sucesión de correspondencia y equivalencias simbólicas bajo el enigma del licor sagrado que mantiene la vitalidad en nuestro cuerpo mortal.

La siguiente parte del volumen, «Recreaciones arqueológicas», indica por su título el contenido. Son ecos y manera de épocas pasadas, y una demostración, para los desconcertados y engañados contrarios, de que para realizar la obra de reforma y de modernidad que emprendiera he necesitado anteriores estudios de clásicos y primitivos. Así, en «Friso» recurro al elegante verso libre, cuya última realización plausible en España es la célebre «Epístola a Horacio», de D. Marcelino Menéndez y Pelayo. Hay más arquitectura y escultura que música; más cincel que cuerda o flauta. Lo propio en «Palimsesto», en donde el ritmo se acerca a la repercusión de los números latinos. En «El reino interior» se siente la influencia de la poesía inglesa, de Dante Gabriel Rossetti y de algunos de los corifeos del simbolismo francés. (¡Por Dios! ¡Si he querido en un verso hasta aludir al «Glosario», de Powell!...) «Cosa del Cid» encierra una leyenda que narra en prosa Barbey d'Aurevilly y que, en verso, he continuado.

«Decires, leyes y canciones» renuevan antiguas formas poémicas y estróficas, y así expreso amores nuevos con versos compuestos y arreglados a la manera de Johan de Duenyas, de Johan de Torres, de Valtierra, de Santa Fe, con inusitados y sugerentes escogimientos verbales y rítmicas combinaciones que dan un gracioso y eufónico resultado, y con el aditamento de finidas y tornadas.

Y para concluir: en la serie de sonetos que tiene por título «Las ánforas de Epicuro» -con una «Marina» intercalada-, hay una como exposición de ideas filosóficas; en «La espiga», la concentración de un ideal religioso a través de la Naturaleza; en «La fuente», el autoconocimiento y la exaltación de la personalidad; en «Palabras de la Satiresa», la conjunción de las exaltaciones pánica y apolínea -que ya Moréas, según lo hace saber un censor más que listo, había preconizado, ¡y tanto mejor!-; en «La anciana», una alegórica afirmación de supervivencia; en «Ama tu ritmo...», otra vez la exposición de la potencia íntima individual; en «A los poetas risueños», un gozo amable, un ímpetu que lleva a la claridad alegre y reconfortante, con el exultorio de los cantores de la dicha; en «La hoja de oro», el arcano de tristezas autumnales; en «Marina», una amarga y verdadera página de mi vivir; en «Syrinx» (pues el soneto que aparece en otras ediciones con el título «Dafnes», por equivocación, debe llevar el de «Syrinx»), peganizo al cantar la concreción espiritual de la metamorfosis. «La gitanilla» es una rimada anécdota. Leo después a un antiguo y sabroso citareda de España; lanzo una voz de aliento y de ánimo; indico mis sueños.

Y tal es ese libro, que amo intensamente y con delicadeza, no tanto como obra propia, sino porque a su aparición se animó en nuestro continente toda una cordillera de poesía poblada de magníficos y jóvenes espíritus. Y nuestra alba se reflejó en el viejo solar.

Historia de mis libros (1909).




ArribaAbajoCantos de vida y esperanza

Si Azul... simboliza el comienzo de mi primavera, y Prosas profanas mi primavera plena, Cantos de vida y esperanza encierra las esencias y savias de mi otoño.

He leído, no recuerdo ya de quién, el elogio del otoño; mas ¿quién mejor que Hugo lo ha hecho con el encanto profundo de su selva lírica? La autumnal es la estación reflexiva. La Naturaleza comunica su filosofía sin palabras, con sus hojas pálidas, sus cielos taciturnos, sus opacidades melancólicas. El ensueño se impregna de reflexión. El recuerdo ilumina con su interior luz apacible los más amables secretos de nuestra memoria. Respiramos, como a través de un aire mágico, el perfume de las antiguas rosas. La ilusión existe, mas su sonrisa es discreta. Adquiere el amor mismo cierta dulce gravedad. Esto no lo comprendieron, muchos que al parecer Cantos de vida y esperanza echaron de menos el tono matinal de Azul... y la princesa que estaba triste en Prosas profanas, y los caprichos siglo XVIII, mis queridas y gentiles versallerías, los madrigales galantes y preciosos y todo lo que en su tiempo sirvió para renovar el gusto y la forma y el vocabulario en nuestra poesía, encajonada en lo pedagógico-clásico, anquilosada de Siglo de Oro o apegada, cuando más, a las fórmulas prosaico-filosóficas o baritonante y campanudas de maestros, aunque ilustres, limitados. Apenas Bécquer había traído su melodía a la germánica, aunque el gran Zorrilla imperase, Cid del Parnaso castellano, con su virtuosidad genial y castiza.

Al escribir Cantos de vida y esperanza, yo había explorado no solamente el campo de poéticas extranjeras, sino también los cancioneros antiguos, la obra ya completa, ya fragmentaria, de los primitivos de la poesía española, en los cuales encontré riqueza de expresión y de gracia que en vano se buscarán en harto celebrados autores de siglos más cercanos. A todo esto agregad un espíritu de modernidad con el cual me compenetraba en mis incursiones poliglóticas y cosmopolitas. En unas palabras liminares y en la introducción, en endecasílabos, se explica la índole del nuevo libro. La historia de una juventud llena de tristezas y de desilusión, a pesar de las primaverales sonrisas; la lucha por la existencia desde el comienzo, sin apoyo familiar ni ayuda de mano amiga; la sagrada y terrible fiebre de la lira; el culto del entusiasmo y de la sinceridad contra las añagazas y traiciones del mundo, del demonio y de la carne; el poder dominante e invencible de los sentidos en una idiosincrasia calentada a sol de trópico en sangre mezclada de español y chorotega o nagrandano; la simiente del catolicismo, contrapuesta a un tempestuoso instinto pagano, complicado con la necesidad psicofisiológica de estimulantes modificadores del pensamiento, peligrosos combustibles, suprimidores de perspectivas afligentes, pero que ponen en riesgo la máquina cerebral y la vibrante túnica de los nervios. Mi optimismo se sobrepuso. Español de América y americano de España, canté, eligiendo como instrumento al hexámetro griego y latino, mi confianza y mi fe en el renacimiento de la vieja Hispania en el propio solar y del otro lado del Océano, en el coro de naciones que hacen contrapeso en la balanza sentimental a la fuerte y osada raza del Norte. Elegí el hexámetro por ser de tradición grecolatina y porque yo creo, después de haber estudiado el asunto, que en nuestro idioma, «malgré» la opinión de tantos catedráticos, hay sílabas largas y breves, y que lo que ha faltado es un análisis más hondo y musical de nuestra prosodia. Un buen lector hace advertir en seguida los correspondientes valores, y lo que han hecho Voss y otros en alemán, Longfellow y tantos en inglés, Carducci, D'Annunzio y otros en Italia, Villegas, el P. Martín y Eusebio Caro, el colombiano, y todos los que cita Eugenio Mele en su trabajo sobre la Poesía bárbara en España, bien podíamos continuarlo otros, aristocratizando así nuevos pensares. Y bella y prácticamente lo ha demostrado después un poeta del valer de Marquina.

Flexibilizado nuestro alejandrino con la aplicación de los aportes que al francés trajeran Hugo, Banville, y luego Verlaine y los simbolistas, su cultivo se propagó, quizá en demasía en España y América. Hay que advertir que los portugueses tenían ya tales reformas.

Hay, como he dicho, mucho hispanismo en este libro mío. Ya haga su salutación el optimista, ya me dirija al rey Oscar de Suecia, o celebre la aparición de Cyrano en España, o me dirija al presidente Roosevelt, o celebre al Cisne, o evoque anónimas figuras de pasadas centurias, o haga hablar a D. Diego de Silva Velázquez y a D. Luis de Argote y Góngora, o loe a Cervantes, o a Goya, o escriba la «Letanía de Nuestro Señor Don Quijote», ¡Hispania por siempre! Yo había vivido ya algún tiempo y habían revivido en mí alientos ancestrales...

El título -Cantos de vida y esperanza-, si corresponde en gran parte a lo contenido en el volumen, no se compadece con algunas notas de desaliento, de duda o de temor a lo desconocido, al más allá.

En «Los tres reyes magos», se afianza mi deísmo absoluto. En la «Salutación a Leonardo» -escrita en versos libres franceses y publicada hacía tiempo en el Almanaque de Peuser, de Buenos Aires-, hay juegos y enigmas de arte que exigen para su comprensión, naturalmente, ciertas iniciaciones. En «Pegaso» se proclama el valor de la energía espiritual, de la voluntad de creación. En «A Roosevelt» se preconizaba la solidaridad del alma hispanoamericana ante las posibles tentativas imperialistas de los hombres del Norte; en la poesía siguiente se considera la poesía como un especial don divino, y se señala el faro de la esperanza ante las amenazas de la baja democracia y de la aterrizadora igualdad. En «Canto de esperanza» vuelvo mis ojos al inmenso resplandor de la figura de Cristo, y grito por su retorno como salvación ante los desastres de la tierra envenenada por las pasiones de los hombres; y más adelante, de nuevo hago vislumbrar a los meditabundos pensadores, a los poetas que sufren la transfiguración y la final victoria. «Helios» proclama el idealismo, y siempre la omnipotencia infinita; «Spes» asciende a Jesús, a quien se pide «contra el sañudo infierno una gracia lustral de iras y lujurias»; la «Marcha triunfal» es un «triunfo» de decoración y de música. El amor a esta bella ave simbólica desde antiguo:

ignem perosus, quae colat, elegit contraria flumina flammis...



ha hecho que tanto a mí como al español Marquina nos haya censurado un crítico hispanoamericano, anteponiendo al ave blanca de Leda el ave sombría, aunque minervina: el búho. De cierto, juzgo en su metamorfosis más satisfecho al hijo de Sthenelea que a Ascálafo. Y con todo, en varias partes afirmo la sabiduría del búho. Por el símbolo císnico torno a ver lucir la esperanza para la raza solar nuestra; elogio al pensador, augurando el triunfo de la Cruz; me estremezco ante el eterno amor. En «Retrato», presento en lienzos evocatorios pasadas figuras de la grandeza y del carácter hispánicos; cuatro caballeros y una abadesa. Luego ritmo al influjo primaveral en un romance cuyo compás corto de pronto. En «La dulzura del Angelus» hay como un místico sueño, y presento como verdadero refugio la creencia en la Divinidad y la purificación del alma, y hasta de la naturaleza, por la íntima gracia de la plegaria.

«Tarde del trópico» fue escrita hace mucho tiempo, cuando por la primera vez sentí bajo mis pies las vastas aguas oceánicas en mi viaje a Chile. Era para mí entonces todo en la poesía el semidiós Hugo. Los «Nocturnos», en cambio, dicen una cultura posterior; ya han ungido mi espíritu los grandes «humanos», y así exteriorizo en versos transparentes, sencillos y musicales, de música interior, los secretos de mi combatida existencia, los golpes de la fatalidad, las inevitables disposiciones del destino. Quizá hay demasiada desesperanza en algunas partes; no debe culparse sino a los marcados instantes en que una mano de tiniebla hace vibrar mayormente el cordaje martirizador de nuestros nervios. Y las verdades de mi vida: «un vasto dolor y cuidados pequeños», «el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos», «los azoramientos del cisne entre los charcos», «el falso azul nocturno de inquerida bohemia»... Sí; más de una vez pensé en que pude ser feliz, si no se hubiera opuesto «el rudo destino». La oración me ha salvado siempre, la fe; pero hame atacado también la fuerza maligna, poniendo en mi entendimiento horas de duda y de ira. Mas ¿no han padecido mayores agresiones los más grandes santos? He cruzado por lodazales. Puedo decir, como el vigoroso mexicano: «Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan; mi plumaje es de ésos.»

En cuanto a la bohemia inquerida, ¿habría yo gastado tantas horas de mi vida en agitadas noches blancas, en la euforia artificial y desorbitada de los alcoholes, en el desgaste de una juventud demasiado robusta, si la fortuna me hubiera sonreído y si el capricho y el triste error ajenos no me hubiesen impedido, después de una crueldad de la muerte, la formación de un hogar?...


Esperanza olorosa a yerbas frescas, trino
del ruiseñor primaveral y matinal,
azucena tronchada por un fatal destino,
rebusca de la dicha, persecución del mal...

Y gracias sean dadas a la suprema razón si puedo clamar, con el verso de la obertura de este libro: «¡Si no caí, fue porque Dios es bueno!» En la «Canción de otoño en primavera» digo adiós a los años floridos, en una melancólica sonata que, si se insiste en parangonar, tendría su melodía algo como un sentimental eco mussetiano. Es, de todas mis poesías, la que más suaves y fraternos corazones ha conquistado.

En «Trébol» hay homenaje a glorias españolas; en «Charitas», una aspiración teologal incensa la más sublime de las virtudes. En los siguientes versos: «¡Oh, terremoto mental!», pasa la amenaza de las potencias maléficas, y más adelante se señala el peligro de la eterna enemiga, de la hermosa Varona que nos ofrece siempre la manzana... En «Filosofía» se comprende la justeza de la obra natural y de la divina razón contra las feas y dañinas apariencias; en «Leda» se vuelve a cantar la gloria del Cisne; en «Divina Psiquis...» se tiende, en el torbellino lírico, al último consuelo, al consuelo cristiano. El «Soneto de trece versos», cuyo sentido incomprendido ha hecho balbucir juicios distantes a más de un crítico de poca malicia, es un juego, a lo Mallarmé, de sugestión y fantasía. Los versos que van a continuación elevan a la idealidad y alivian del peso a las miserias morales. Después vendrá un paternal recuerdo, un himno al encanto misterioso femenino, un loor al Gran Manco, un madrigal ocasional, un canto a la siempre para mí atrayente Thalassa, una meditación filosófica, seguida de otras; un silueta bíblica; alegorías y símbolos. Un soneto hay que tiene una dolorosa historia: «Melancolía». Está dedicado a un pobre pintor venezolano que tenía el apellido del Libertador. Era un hombre doloroso, poseído de su arte, pero mayormente de su desesperanza.

Le conocí en París; fuimos íntimos; me mostró las heridas de su alma. Yo procuré alentarle. Pasado un corto tiempo, partió para los Estados Unidos. Y no tardé en saber que en Nueva York, en el límite de sus amarguras, se había suicidado.

«Aleluya» exalta el don de la alegría en el Universo y en el amor humano. «De otoño» explica la diferencia entre los mayos y diciembres espirituales; en el poema «A Goya» me inclino ante el poder de aquel genial príncipe de luces y tinieblas; en «Caracol», junto al misterio natural, mi incógnito misterio; en «Amo, amas», pongo el secreto del vivir en el sacro incendio universal amoroso; en el «Soneto autumnal al marqués de Bradomín», al celebrar a un gran ingenio de las Españas, exalto la aristocracia del pensamiento; en otro «Nocturno» digo los sufrimientos de los invencibles insomnios, cuando el ánimo tiembla y escucha; en «Urna votiva» cumplo con la amistad; en «Programa matinal» se expone un epicureísmo todo poético; en «Ibis» señalo el peligro de las ponzoñosas relaciones; en «Thanatos» me estremezco ante lo inevitable; «Ofrenda» es una ligera y rítmica galantería banvillesca; en «Propósito primaveral», de nuevo se presenta una copa llena de vino de las ánforas de Epicuro.

La «Letanía de Nuestro Señor Don Quijote» afirma otra vez mi arraigado idealismo, mi pasión por lo elevado y heroico. La figura del caballero simbólico está coronada de luz y de tristeza. En el poema se intenta la sonrisa del «humour» -como un recuerdo de la portentosa creación cervantina-; mas tras el sonreír está el rostro de la humana tortura ante las realidades que no tocan la complexión y el pellejo de Sancho. En «Allá lejos» hay un rememorar de paisajes tropicales, un recuerdo de la ardiente tierra natal, y en «Lo fatal», contra mi arraigada religiosidad, y a pesar mío, se levanta como una sombra temerosa un fantasma de desolación y de duda.

Ciertamente, en mí existe, desde los comienzos de mi vida, la profunda preocupación del fin de la existencia, el terror a lo ignorado, el pavor de la tumba, o, más bien, del instante en que cesa el corazón su ininterrumpida tarea y la vida desaparece de nuestro cuerpo. En mi desolación, me he lanzado a Dios como a un refugio; me he asido de la plegaria como de un paracaídas. Me he llenado de congoja cuando he examinado el fondo de mis creencias y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe cuando el conflicto de las ideas me ha hecho vacilar, y me he sentido sin un constante y seguro apoyo.

Todas las filosofías me han parecido impotentes; y algunas, abominables y obra de locos y malhechores. En cambio, desde Marco Aurelio hasta Bergson, he saludado con gratitud a los que dan alas, tranquilidad, vuelos apacibles, y enseñan a comprender de la mejor manera posible el enigma de nuestra estancia sobre la tierra.

Y el mérito principal de mi obra, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad, el de haber puesto «mi corazón al desnudo», el de haber abierto de par en par las puertas y ventanas de mi castillo interior para enseñar a mis hermanos el habitáculo de mis más íntimas ideas y de mis más caros ensueños.

He sabido lo que son las crueldades y locuras de los hombres. He sido traicionado, pagado con ingratitudes, calumniado, desconocido en mis mejores intenciones por prójimos mal inspirados; atacado, vilipendiado. Y he sonreído con tristeza. Después de todo, todo es nada, la gloria comprendida. Si es cierto que «el busto sobrevive a la ciudad», no es menos cierto que lo infinito del tiempo y del espacio, el busto como la ciudad, y ¡ay!, el planeta mismo, habrán de desaparecer ante la mirada de la única Eternidad.

Historia de mis libros (1909).





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