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ArribaAbajoIV. Peregrinaciones: crónicas de viaje


ArribaAbajoEl viejo París

Viejo París, 30 de abril de 1900


Estoy en el Viejo París, la curiosa reconstrucción de Robida. Aunque, como todo, no está todavía completamente concluido, la impresión es agradable. Desde el río, la vista de los antiguos edificios se asemeja a una decoración teatral. Casas, torrecillas, techos, barrios enteros evocados por el talento de un artista ingenioso y erudito halagan al contemplador con su pintoresca perspectiva.

Al entrar ya se ve uno que otro travesti, desde el arcabucero o el lancero que se pasean ante los portales hasta las vendedoras de chucherías que tras los mostradores y las mesitas erigen en las graciosas cabezas el alto gorro picudo, cuyo nombre, en viejo francés, se me traspapela en la memoria. El sol se cuela por los armazones de madera, se quiebra en las joyas y dorados de las ventas y en las brigandinas de los soldados; y el aire de vida circula, el mismo que la primavera sopla sobre la exposición enorme y fastuosa, sobre el glorioso París. Como la imaginación contribuye con la generosidad de su poder, no puede uno menos que encontrar chocante en medio de tal escenario la aparición de una levita, de unos prosaicos pantalones modernísimos y del odioso sombrero de copa, justicieramente bautizado galera, que llegan a causar un grave desperfecto a la página de vieja vida que uno se halla en el deseo de animar así sea por cortos instantes. Si las cosas actuales anduvieran de otro modo, allí se debería entrar con traje antiguo y hablando en francés arcaico. Entretanto, conformémonos.

La puerta de Saint-Michel alza sus techos coronados de banderolas y abre la ancha ojiva de su entrada hacia el Sena. La calle Vielles-Écoles presenta su barriada pintoresca, sus fachadas angulares, balcones y ventanales; por los pasajes anchos se oyen risas alegres de visitantes; en una calle un émulo de Nostradamus, por unos cuantos céntimos dice el horóscopo a quien lo solicita; y hay badauds que se hacen decir el horóscopo y dan los céntimos.

Creo que hace falta la figura de Sarrazin-el-de-las-aceitunas, circulando por estos lugares, repartiendo como en Montmartre sus anuncios rabelesianos y vendiendo su sabroso artículo.

Robida, el reconstructor, es, como sabéis, hábil dibujante y escritor de chispa. Su erudición artística y arqueológica se demuestra en esta tentativa, como su talento picaresco y previsor ha podido, en amenos rasgos, imaginar costumbres, arquitecturas y adelantos científicos de lo porvenir. En esta obra que ha visitado y que será de seguro uno de los principales atractivos de la exposición, quiso hacer algo variado, aunque reducido. Hay edificio que se compone de varias construcciones y que restituye así, en una sola pieza, distintos motivos que recuerdan tales o cuáles tipos a los arqueólogos.

Las diversiones del Viejo París no están aún abiertas, con excepción de un teatro en donde nos hemos llevado algunos un soberano chasco. ¡Imaginaos que no es poco venir a encontrar en el Viejo París, en vez de recitaciones de trovadores o juegos de juglares, una zarzuela infantil que está dando La viejecita, del maestro Caballero! Faltan aún los lugares en donde se pueda comer platos antiguos en su correspondiente vajilla, y las tabernas con sus mozas hermosas que sirvan la cerveza. Falta el pasado París de las Escuelas, que hiciese ver un poco de la vida que llevaban los clásicos escholiers, y que cuando vinieran sus colegas de Salamanca o de Oviedo con sus bandurrias y sus guitarras les saludasen en latín y renovasen en cada cual un Juan Frollo de Notre-Dame de París. Falta que no se mezclen en los puestos de bisutería y bebidas los disfraces medievales con los tocados modernos; pues ahora se suelen ver unos pasos, anacrónicos que ponen involuntariamente la sonrisa en los labios. Falta asimismo presentar la sección de los oficios y resucitar los gritos de París con señalados vendedores ambulantes. La animación falta al barrio de la Edad Media, al barrio de los Mercados, en que ha de revivir el siglo XVII; las instalaciones completas de la calle Foir Saint-Laurent, Châtelet y Pont-au-Change. Cuando todo esté abierto y dispuesto, el aspecto no podrá menos que ser un extremo atrayente. Lo que no juzgo propio es la concesión que se hará al progreso y a la comodidad, con sacrificio de la propiedad. Por la noche, en vez de multiplicar las linternas de la época, se verán brillar en los renovados barrios lámparas eléctricas.

Se anuncian para dentro de poco festivales, justas y torneos, y no sé si cortes de amor. Es una lástima que no se haya tenido todo lo preciso preparado para que no saliese el visitante algo descontento después de una vuelta por esta obra inconclusa. Entre lo que llama la atención ahora están las distintas enseñas de las tiendas y los puestos, copiados de viejas colecciones. Al pasar se evocan nombres que constituyen época: Villon, Flamel, Renaudot, Etienne Marcel. Quizá dentro de pocos días se vean ya con un alma estas cosas; y al pasar por la casa de Molière creamos ver al gran cómico, y en otro lugar sospechemos encontramos con el redactor de la Gazette, y al cruzar frente a la iglesia de Saint-Julien-des-Ménétriers oigamos sones de viola y gritos de saltimbanquis.

No me perdonaríais que pusiese cátedra de arquitectura y comenzase en estas líneas una explicación y nomenclatura técnicas de edificios, calles y barrios. Mas permitidme que os envíe la impresión del golpe de vista, en una tarde apacible y dorada, en que he mirado deslizarse a mis ojos el ameno y arcaico panorama.

Desde lejos, suavizados los colores de la vasta decoración, la visión es deliciosa sobre el puente de l'Alma y el palacio de los Ejércitos de mar y tierra. Al paso que avanza el bateau-mouche, se reconoce, en el oro del sol que se pone, la torre del Arzobispado y las dos naves de la Santa Capilla, la construcción pintoresca de Palais, con su Grande Salle; el Molino, el Gran Chatelet, con su aguda torrecilla; la fonda Cour de París y cerca el hotel de los Ursinos, el de Coligny; la gran Chambre del Comptes de Louis XII la iglesia de Saint-Julien-des-Ménétriers, y buena cantidad de edificios más que os habéis acostumbrado a ver en los grabados y a distinguir en los planos, hasta la puerta de Saint-Michel y el portal de la Cartuja de Luxemburgo.

Y como el espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que se relacionan con todos esos nombres y esos lugares. Asuntos de amor, actos de guerra, belleza de tiempos en que la existencia no estaba aún fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día. Los layes y villanelas, los decires y rondeles y baladas que los poetas componían a las bellas y honestas damas que tenían por el amor y la poesía otra idea que la actual, no eran apagados por el ruido de las industrias y de los tráficos modernos.

Por las noches será ése un refugio grato para los amantes del ensueño. Ignoro si los paseantes caros a Baedeker, los ingleses angulares y los que de todas partes del globo vienen a divertirse en el sentido más swell de la palabra gozarán con la renovación imaginaria de tantas escenas y cuadros que el arte prefiere. En cuanto a los poetas, a los artistas, estoy seguro que hallarán allí campo libre para más de una dulce rêverie. Tanto peor para los que, entre las agitaciones de la vida turbulenta y aplastante, no pueden tener alguna vez siquiera el consuelo de sacar de la propia mina el oro de una hermosa ilusión.

Peregrinaciones (1901).




ArribaAbajoJardines de Francia

En mis paseos intelectuales -promenades littéraires, diría Rémy de Gourmont- he encontrado, o me ha parecido encontrar, no lo sé, una apacible y elegante villa que alegran gracias de jardín, visiones de parque. He penetrado a respirar el olor de las frescas arboledas. He hallado esbeltos plátanos, como los que invitan a soñar, allá en Versalles; hayas frondosas, laureles rosa. Con su idioma de susurros y de gestos lentos me han contado la poesía de sus estaciones. A veces, de lo alto de una verde copa ha dado su testimonio la voz de un pájaro. He visto mármoles, aquí, allá; grupos, estatuas, bustos. Y una fuente verleniana, que en las noches de luna lanza su chorro de cristal «esbelto entre los mármoles»... Como en felices tiempos románticos, he encontrado en un tronco de árbol un nombre grabado... La primavera debe haberle aromado muchas veces, tras la inútil frialdad de los inviernos, pues se siente en el ambiente el imperio de la juventud, el triunfo de la vida. Noto los bustos: el uno es de Lamartine, el otro de Víctor Hugo, el otro de Verlaine... En un pequeño lago cercano se hace presente la curva armoniosa de un cuello de cisne, blanco y sincero -que apenas parece haber visto pasar de lejos a Mallarmé... El viento, que suavemente vuela, trae ecos lejanos; ecos de mar, de montaña, de landas. Todos los oros del otoño se sospechan en tal dorado simulacro; y a pesar de un vago deseo de ensueño que se siente por todas partes, se manifiesta la reminiscencia de una imperativa influencia solar. De la villa oigo brotar un canto de mujer. El canto es melodioso, ardiente, profundo. Me detengo cerca de decorativos boulingrins, macizos de rosas de Francia, plantíos de violeta de Francia, admirables lirios de Francia.

Al lado, cerca de términos y a la entrada de glorietas, vi guijarros marinos y de esos sonoros caracoles que pintaban los pintores de antaño, como trompetas de tritones. Tomé uno de ellos y lo acerqué a mi oído. Se oía -curioso- primero como el ruido del Océano, mas después como ruido de aguas de gran río... Esto me recuerda algo de «por allá», me dije yo... Anduve, anduve entre los árboles. Unos tenían nidos en las ramas. Otros formaban arcadas como ojivas de catedrales de ensueño, otros me recordaban paisajes de viñeta -¿de dónde?-, y otros me invitaban a descansar bajo su amable sombra. Iba a salir ya por la puerta del jardín, cuando volví a oír la voz femenina que, acompañada suavemente por un piano, llegaba hasta mí. Entonces tomé otro rumbo. Me detuve delante de un fresco laurel y admiré lo bien cuidado que estaba. Corté una hoja, la masqué, y supe una vez más que era amarga.

Luego seguí, caminando, caminando, hasta que me detuvo la visión de un ombú... «¿Un ombú? -me dije-. ¿En París un ombú?» Yo había creído hasta entonces que el ombú era, como la mandrágora de la leyenda, fabuloso... Que no se encontraba sino en los versos de tales poetas argentinos, y que su figura era ilusoria... Mas el ombú estaba allí. Y estaba bien conservado, bien cuidado.

Sus ramas decían toda la inmensa pampa y su corazón del árbol aparecía en su ademán vegetal, como traducción del corazón expirante y ya extraño del gaucho... «¿Qué es esto -me dije-, en un parque francés, en un jardín parisiense de París?»

Me sacó de mi sorpresa el dueño de la villa, el propietario del chalet, que vino hacia mí con la mayor afabilidad. En un español que no ocultaba el acento francés, me dijo: «Me llamo José María Cantilo, y me parece que es usted medio paisano mío... Está usted en su casa. Soy un argentino, jardinero de Francia... ¡Mire qué rosas! ¡Mire qué claveles! ¿Quiere usted champaña? ¿Quiere usted mate?» Opté por el mate. No le encontré gusto muy criollo... El mate era de plata y la bombilla de oro. Y, tal vez porque ya voy perdiendo la costumbre, me quemé los labios... Mas me supo delicioso -como cosa nuestra-, como el café de José María de Heredia...

Parisiana (1908).




ArribaAbajoHamburgo o el Reino de los Cisnes

Huysmans ha sido injusto con Hamburgo, y su duro humor se ha expresado en párrafos acres. Es que Durtal no fue a visitar el paraíso de los cisnes, y M. Folantin comió mal a dos marcos cincuenta. Hamburgo es alegre, casi con alegría latina, en cuanto cabe en un centro sajón. Hamburgo es la ciudad trabajadora, negociante, independiente, con su estricto senado, sus fábricas, sus canales, sus grandes hoteles, sus almacenes copiosos, y es también la ciudad que se divierte, se embellece, coquetea con el extranjero, tiene en su San Pauli que se parece a Montmartre como la cerveza al champaña, cafés al aire libre, a la orilla del Alster animado de yates, y a donde se va en vaporcitos, y en donde, los domingos, garridas muchachas flirtean a son de la música. Tiene un gran barrio lujoso que algunos llaman la Judea, porque poderosos semitas gozan en villas y cottages de la felicidad que da el dinero. Huysmans habla, feroz, de caraqueños que encontró en este emporio comercial. Yo no he encontrado a ningún compatriota de Bolívar, aunque no es raro oír hablar español, pues son muchos los hispanoamericanos residentes, y los hamburgueses que se han venido a establecer con sus familias criollas, después de hacer fortuna en las lejanas tierras calientes. Las arquitecturas distintas surgen entre los verdores de los jardines o al lado de las ordenadas alamedas.

Helkendorf, fresco y florido, tiene rincones deliciosos de descanso, de amor y de ensueño, pues no es imposible ejercer esa delicada función de soñar en una ciudad en donde los habitantes, por muy prácticos que sean, tienen un poético paraje formado por un remanso del río, en el cual paraje una cantidad numerosa de cisnes es mantenida por el erario público. Estos poetas no tienen otra ocupación más que consagrarse a la belleza, ser blancos -hay algunos negros- y deslizarse gallardamente, con la dignidad que les dejó como herencia Júpiter. Ellos cumplen exactamente con sus obligaciones, y además de la pitanza que les ofrecen sus guardianes, el público los gratifica con migas de pan. El remanso es cristalino, la ribera florida; las tardes de oro llueven gracia mágica sobre ese divino espectáculo que pondría meditabundo al doctor Tribulat Bonhomet. Y los lirios habitantes de esos cristales que multiplican sus olímpicos aspectos, gozan de la más dulce beatitud en la capital de los falsificadores y mercaderes teutónicos. Aunque, en verdad, no he dejado de sentirme un poco inquieto cuando, comiendo en compañía de un mi conocido, exportador semita, me ha dicho, con una manera de satisfacción glotona, que el cisne, como el ganso, bien preparado, es ¡ay! muy sabroso.

Y a propósito de líricos cisnes, os he dicho que Hamburgo tiene un Montmartre que se llama San Pauli... A mí me lo habían asegurado así, al menos. ¿Un Montmartre...? Para marineros. Con uno que otro café de nota, en que se puede comer halagado por la orquesta. Por lo demás, los teatritos son sórdidos, con chanteuses de desecho, espesas mugidoras de romanzas, o flacas parcas que dicen en inglés o en alemán chillonas canciones. No hay un solo cabaret, un solo poeta melenudo o sin melena que evoque el recuerdo de Privas, de Rictus o de Montoya. En un gran salón de audiciones populares, de conciertos una banda militar. En la plaza, un guignol atrae al popolo; los letreros de la luz eléctrica prometen maravillas, y en el interior la diversión es mala y fastidiosa. Quedan los restaurantes, con las sopas dulces, las salchichas, los diversos braten, y la excelente cerveza. M de Folantin, por un lado, tuvo razón. Pero ¡oh Des Esseintes! ¿y los cisnes?

De tierras solares (1902).




ArribaAbajoPor el Rhin

Adiós, Colonia, que aprendí a amar en Heine, y que me eres grata por tu catedral portentosa, por el agua que inventó Farina y por mi amigo Johan Fastenrath, que traduce a los poetas españoles y ha llevado al zorrillesco Don Juan Tenorio a hablar en el idioma del Doctor Fausto. Te saludo por las once mil vírgenes que desembarcaron en tu suelo, guiadas por la divina Úrsula; por Conrado de Hochsteden, tu arzobispo; por el arquitecto de tu fábrica sagrada, que entró en tratos con el diablo antes que el amante de Margarita; por el bravo obispo Engelbert de Falkembourg y por Hermann Grün, cuyas armas aun he podido contemplar esculpidas en tu Rathaus. Llevo de ti la visión de tus puentes de barcas, del domo labrado que erige al firmamento sus oraciones de piedra, armoniosa y severa iglesia, hermana gótica de las maravillas de Burgos, de París, de las antiguas basílicas de las ciudades que antaño sabían orar católicamente; el magnífico esplendor moderno de tus construcciones, de tus paseos entrevistos y de una emperatriz Augusta, marmórea y serena, sentada sobre su blanco pedestal ante un plantío casi heraldizado de tulipanes multicolores.

¡El Rhin! Y siempre la vasta sombra hugueana por todas partes... Y la sombra de otro coloso, Wagner, y las armoniosas baladas de tantos poetas. Permitid que, por primera vez, cite versos a propósito, de un poeta que me es íntimamente personal y querido:



...la celeste
Gretchen; claro de luna; el aria, el nido
del ruiseñor; y en una roca agreste,

    la luz de nieve que del cielo llega
y baña a una hermosura que suspira
la queja vaga que a la noche entrega
Loreley en la lengua de la lira.

   Y sobre el agua azul el caballero
Lohengrin; y su cisne, cual si fuese
un cincelado témpano viajero,
con su cuello enarcado en forma de S.

    Y del divino Enrique Heine un canto
a la orilla del Rhin; y del divino
Wolfang la larga cabellera, el manto;
y de la uva teutona el blanco vino.

El vaporcito, flamante y elegante, sale por el río, hacia Maguncia. Miro a un lado la campaña verde, y a otro la fila de grises edificios comerciales y marítimos. Hay una que otra chimenea que lanza su humo. Se oye el rumor de la ciudad, y a lo lejos el agudo clamor de una sirena. Y antes de las últimas villas y chalets, que señalan el término de población, alcanzo a divisar una especie de gigantesco guerrero, rey de piedra o monumental burgrave, que aparece como una evocación de la pasada feudalidad teutónica.

Y comienza el desfile de castillos, de esos castillos de cuento y de grabado que han deleitado nuestra infancia en páginas de dorados libros, en antiguos almanaques o en ornamentados keepsakes. Y sobre las torres arruinadas, o sobre las restauradas almenas, pasa el vuelo de las tradiciones legendarias.

Y es el pasado recóndito, la prodigiosa Edad Media, «enorme y delicada», o los nombres de ayer, resplandecientes de gloria y sonoros de armonía. He aquí ya Bonn, que, más altas que su castillo de Poppelsdorf, levanta dos banderas de gloria: Arndt, Beethoven. He aquí las siete montañas a un lado, y a otro el derruido Godesberg; y una vasta procesión de poéticas resurrecciones empieza. ¿Son cincuenta nombres? ¿Son cien nombres? ¿Son mil? son un mundo de creaciones de la historia, de la fantasía popular y de la celeste potencia de los maestros de la lira y del arpa. Y sucede que, a menudo, mientras vais pensando en una brumosa soñación, o mirando con los ojos de vuestra mente las figuras de luz de luna, nacidas de la melodía de los poemas, pasa de pronto ante vuestros carnales ojos, por la cultivada ribera, a perderse en la negrura de un túnel, una locomotora, que arrastra su caudal de vagones. Cuando Hugo vino, todavía no había ferrocarriles en estas regiones que sintieron antaño el paso de los dragones y de los gigantes. El maestro recogió muchos ecos de las sagas rhenanas y los repitió y aprisionó en la prosa suya, hecho como con las mismas rocas duras de los montes y de los cimientos indestructibles de los castillos señoriales. Pero las leyendas son innumerables y vencen al paso de los siglos. Su gran enemigo, el progreso, apenas las toca y transforma. Lo que es estudio folklórico para los eruditos, vive y palpita siempre en la imaginación y en el corazón populares y en el santuario de los incontaminados poetas.

...Grün, el matador de leones, pasa. Surgen entre las viejas piedras, en las leyendas ciudadanas, testas de fieros arzobispos o de duros y severos burgomaestres. Soberbios bandidos son amados, antes que Hernani, por deliciosas y delicadas castellanas. Entre huestes semejantes a perros rabiosos, florecen dulces rubias que melifican el espanto de las torturas y carnicerías. Caballeros que parten en peregrinación a Palestina, son salvados de las desgracias por el Señor, a quien elevan capillas votivas. El milagro florece como en Jacobo de Vorágine; hay dragones como en las vidas de los santos, y gigantes como en Las Mil y una noches, y aparecidos como en los cuentos del pueblo. Mujeres ideales, de ojos azules, son lirios de felicidad y rosas de consagración. Bárbaros velludos como osos y feroces como tigres, se mueren de amor por las blancas y finas adoradas. Princesas de lánguidos cuellos cantan romanzas acompañándose con el arpa, ante reyes paternales, de largas barbas y ojos pensativos. Peregrinos tocan a las puertas de los castillos en noches tempestuosas. Los alquimistas hacen el oro en sus nocturnas tareas. Los templarios combaten, o emplazan, en la hoguera, a sus verdugos, ante el tribunal de Dios. Los cuernos de caza hacen resonar el bosque y los rudos cazadores persiguen, en caballos como huracanes, ciervos y jabalíes. Loreley, envuelta en gasa lunar, melodiosa, amorosa, peligrosa, la mujer, la ilusión, la sirena, se sienta en su roca.

Antorchas llameantes brillan entre los peñascos. San Clemente libra a la suave Ina de la furia del río y de los bandidos. Uta muere abrazada a su amante Reichenstein, en un suicidio amoroso que ha de ser, corriendo los tiempos, un común faits-divers. El arzobispo Hatto, a quien la historia alaba y la leyenda vitupera, muere por castigo de Dios, a causa de su mal corazón, comido por ratones. El conde Eppo encuentra en una montaña a una bella joven robada por un gigante; y, con ayuda de la Santísima Trinidad, salva a la dama y echa al monstruo en un precipicio en donde muere despedazado. La enorme persona de Carlo Magno aparece aquí, allá. Su hija Emma, casada contra su voluntad, va a habitar con su esposo Egimardo en el campo; luego el emperador, ante ellos, un día que los encuentra por casualidad, y los reconoce, felices, les perdona y les lleva a su palacio. El mismo César sale, en coche, en excursiones, con el bandido Elbegart, que es un bandido cuerdo y valiente. Condes violentos y caprichosos son vencidos en sus mansiones feudales por la unión de los comerciantes de las ciudades coligadas. El caballero de Stanferberg se enamora de una ondina y es correspondido; luego es infiel a su juramento de amor y es castigado por la cólera de las ondas vengadoras. Una sirena discreta y hacendosa va a hilar en la rueca, a la casa de un joven que se apasiona por ella. Una noche la sigue; la ve entrar en las aguas del Rhin, y muere al lanzarse tras ella en los cristales del río. Los espíritus salen de las tumbas a amonestar a los caballeros demasiado tunantes. Lobos furiosos castigan a las profetisas que, enamoradas de los hombres, pierden su castidad y su don pitónico. Bodegas ocultas guardan un vino de dioses que inútilmente es buscado en los campos misteriosos. El diablo, Satanás en persona, sale de sus abismos y entra en tratos con las personas que andan en apuros y dificultades, y las saca de ellos, a trueque del alma y de la salvación eterna. Pero Nuestra Señora suele aparecer a tiempo con su poder, y manda a los infiernos al perverso demonio. Un joven pintor ve de noche renovarse en Oppenmeins, entre esqueletos, una batalla entre suecos y españoles, de la guerra de Treinta años. Una diestra caballería conduce a la dama que la monta, y a la que se quiere casar por fuerza, a la mansión de su amante. Y cien y cien más páginas, de sangre y de bruma, de luz pálida o de resplandores rojos, hasta llegar a esa Maguncia famosa en que nació el hombre de después de Lucifer ha hecho mayor competencia al Creador: Gutenberg.

Desfile de castillos, desfile de leyendas, revuelo de poesía y de encanto lírico, en este viaje de horas, por el río sereno, eternamente perfumado por el vino pálido que dan las viñas de sus orillas. Y canta Adelaida von Stolterfoth: «Del polvo de la ruina nace en el Rhin una vida más bella. Giran los espíritus que por tanto tiempo han descansado en las tumbas; resuenan las canciones con extraños saludos que yo debo repetir suavemente en mis canciones y en mis ensueños. Cuando veo volar al pájaro en las alturas del azul del aire; cuando veo deslizarse los barcos en la lejanía de las brumas grises, me parece que dice palabras el pájaro al hender los espacios, y otras palabras escucho al rápido paso de la embarcación.» Y yo también, peregrino de arte, de americanas tierras, hecho al sol y al canto de la vida latina, he puesto el oído atento a esas palabras de las aves y de las barcas germánicas, y de esa bruma he visto surgir la eterna gracia de las almas aladas, la virtud de la sagrada poesía, a la cual no vencerán ni los odios humanos, ni las sequedades de los intereses modernos, ni la mediocridad de las chatas cabezas de los regeneradores igualitarios. Pues la soberanía del espíritu se basa en lo que está más allá del bien y del mal, más allá de nuestro planeta mismo y de nuestros conceptos de verdad y de mentira: en lo infinito, en lo absoluto.

De tierras solares (1902).




ArribaEl viaje a Nicaragua

La figura tropical es de una belleza que causa como una sensación de laxitud. El paisaje diríase que penetra en nosotros por todos los sentidos, y hay una furia de vida que con su proximidad enerva. Se creería que bajo la vasta techumbre azul de un firmamento que se rayaría con una estrella, flota un efluvio estimulante para el espíritu y para la sangre; pero cuyo estímulo se convierte en languidez, en desmayo voluptuoso: un far tutto que se deslíe en el far niente... ¿No acaba de saberse esta declaración reciente de cierto doctor: que no es dudoso que un estímulo solar demasiado intenso y demasiado prolongado conduce a la depresión, y que es a esa causa a la que ciertamente hay que atribuir la nonchalance de los habitantes de los países cálidos?

...Sólo, en el jardín de una casa amiga, he visto una tarde, en tibio crepúsculo, algo semejante a una estagnación de las horas. Había calor húmedo y voluptuoso, y el cielo, en que brillaban tan solamente, diamantinos, dos o tres luceros, se me representaba como inmenso invernáculo. No se sentía ni un soplo de aire; la vegetación hubiérase dicho cristalizada en la absoluta inmovilidad de las hojas. Había allí azucenas blancas de anunciación y otras semejantes a estilizados lirios heráldicos; había rosas de olor y jazmines orientales que constelan las verdes y espesas enredaderas en que crecen; había una flor que se llama cundiamor, y otra que estalla para regar su simiente, y la que se nombra bellísima, que evocaba para mí, rosada y alegre, altares domésticos como los que se adornan en diciembre para celebrar la Concepción de María. Toda la circunstante naturaleza me parecía contenida en un concentrado bloque de tiempo, atmósfera de bella-durmiente-del-bosque, o del legendario monje extasiado que escucha al pájaro paradisíaco.

El lujo del campo lo volví a admirar en plenas sierras. Se va a éstas a caballo; a las más cercanas pueden llegar carruajes. Desde que se sale de la capital y se comienza a subir, una temperatura dulce y fresca sucede a los ardores de la ciudad. Se empieza a ver a un lado y otro del camino rústicas fincas. Yo me deleitaba con las fragantes vegetaciones, con los cafetales, que evocan poesía criolla y antillana, sabrosos sentimentalismos líricos a lo mulato Plácido. Y hay en las viviendas, cubiertas de tejas arábigas o de paja, tales ejemplares de la mujer natural, mozas morenas, altas por lo general, de cuerpos flexibles, muchachas bronce o cacao, o pálidas mestizas, que sugieren fatigantes y agotadores cariños solares. Pongo por caso que tenéis sed y os detenéis en una de esas posesiones en las que, desde vuestra caballería, podéis ver el fogón de llamas de oro ante el cual se preparan los yantares. Una campesina de ésas os trae un agua fina, fría y doblemente grata, por ser servida en un guacal, esto es, en una taza hecha de la corteza del fruto del jícaro, las cuales tazas refrigeradoras suelen ser labradas e historiadas de escudos, aves, panículos, grecas y letras. A la oferta del agua se agrega la visión de unos lindos brazos, de unos lindos hombros y una rosada sonrisa. Y todo esto bien os puede hacer pensar en algo de Biblia o en algo de Conquista, en Rebeca o en doña Marina.

Me engreía ver a un lado y otro del camino los arbustos cargados de su fruto rojo y algunos aún como un manojo de tirsos llenos de su blanca floración. Y calculaba al ver la feracidad de aquel terreno en que se suceden alturas y hondanadas, tupido de arbustos de riqueza, cómo es de fecundo y próvido aquel suelo y cuánto hay que aguardar de las horas futuras, cuando una apropiada y propicia corriente inmigratoria contribuya a hacer la producción más abundante y más proficua. La labor agrícola es allí la verdadera fuente de vida, y el cultivo del café es el preferido; el grano de Oriente de que hablara por primera vez en Europa el veneciano Próspero Alpino, y que de Turquía fue con Jean Thevenot a Francia. «A principios del siglo XVIII el café se llevaba de Arabia y costaba muy caro en los mercados europeos; y el árbol era un objeto de curiosidad del que apenas se habían encontrado cuatro o cinco ejemplares. El burgomaestre de Amsterdam, según unos, o el Statuder de las Provincias Unidas, según otros, regaló al rey Luis XIV un arbusto de café que el monarca francés se dignó aceptar y confiar a los profesores de su jardín botánico. Los naturalistas del jardín recibieron con júbilo la planta obsequiada por los holandeses, le prodigaron los cuidados más asiduos e hicieron cuanto les fue posible porque se reprodujese en los invernaderos. Obtuvieron algunos retoños; pero daba lástima cultivar el café en estufas donde las plantas se ahogaban por falta de aire, de cuyo suelo artificial no sacaban sino un alimento insuficiente y poco salubre, y donde les faltaba espacio para desarrollar sus ramas. El encargado del jardín, que era el notable naturalista Antonio de Jussieu, pensó que sería más cuerdo enviar aquella planta a un país donde encontrase el calor vivificante del sol de los trópicos, la húmeda frescura de sus noches y el riego abundante del tibio de sus lluvias periódicas. En su concepto, la Martinica reunía las condiciones más favorables para hacer la prueba. Un joven alférez de navío, sumamente celoso por el progreso de las ciencias de su amigo Antonio de Jussieu, el caballero Déclieux, partía para aquella colonia con el nombramiento de teniente-rey. El botánico le entregó el mejor y más vigoroso de los retoños, recomendándole que no omitiese nada para llevarlo sano y salvo hasta su destino. Déclieux prometió mostrarse digno de la misión que se le confiaba y velar por el débil arbusto como por un niño enfermo.

»La travesía fue larga y penosa: escaseó el agua, y tripulantes y pasajeros fueron puestos a ración; pero como el arbusto no estaba comprendido en el reparto, habría perecido, si Déclieux, fiel a su promesa y pareciendo presentir el gran elemento de riqueza que traía consigo, no le sacrificara una parte de su escasa ración de agua. Aquel arbusto de la Martinica fue el padre común de los millones de arbustos que desde entonces han poblado las grandes plantaciones de América. De la Martinica pasó a las Antillas, y un siglo después a Costa Rica, de donde llegó a nosotros.» Tales son las palabras que sobre el café escribe en su Historia de Nicaragua D. José Dolores Gámez, cuyo padre, que tenía su mismo nombre, fue quien durante la administración Sandoval, por los años de 1845 a 46, cultivó la primera plantación en las sierras de Managua. Hoy es el café de Nicaragua de los más preciados del mundo. No en vano el de Jinotega obtuvo en una de las grandes recientes exposiciones el mejor premio por su aroma y calidad.

Es de un «pintoresco» que deleitaría a Francis Jammes el espectáculo de las labores en las sierras, en el tiempo del corte. Hacen este trabajo por lo general mujeres, y en los pequeños campamentos que se forman bajo los árboles protectores del café, no es raro ver la parvada de hijos que afirma la fecundidad de la raza. Hay hamacas tendidas bajo los frutos rojos, y los cantos del pueblo suelen acompañar el trabajo. ¡Y qué gloria de vegetación, qué triunfo de vida en todo lo que la mirada abarca después de ascender a la región en donde el clima cambia y el aire es fresco, y los valles se extienden como en visiones de edén, y hay toda la gama del verde, y un vasto rumor se esparce de los sonoros bananeros o platanares, de los árboles enormes y caprichosos sobre los que saltan las ardillas grises y vuelan las palomas arrulladoras, y los carpinteros y los pitorreales, y toda la fauna alada que haría las delicias de Ovidio!

Desde la cumbre de las sierras pobladas de fincas divísanse el lago de Managua, al fondo, y más cerca la laguna de Nejapa. Los colosales volcanes semejan, en la diafanidad de los crepúsculos calcados en los cielos puros, extraordinarios fujiyamas, y la luz de la ilusión, siendo de una transparencia de acuarela. Excursiones a caballo, paseos a pie, salidas cinegéticas, distraen y alegran las horas. Suele haber reuniones e improvisados bailes entre los vecinos de las propiedades; y esas voluptuosas y como lánguidas damas que van a pasar días de campo a las «haciendas», diríase que son las hadas de los parajes, las divinidades vivas y carnales.

...Más de una vez pensé en que la felicidad bien pudiera habitar en uno de esos deliciosos paraísos, y que bien hubiera podido tal cual inquieto peregrino apasionado refugiarse en aquellos pequeños reinos incógnitos, en vez de recorrer la vasta tierra en busca del ideal inencontrable y de la paz que no existe. Pocas horas de mi existencia habré pasado tan gratas y vividas como aquellas en que, al estallar las mañanas en una cristalería de pájaros locos de vivir, salía yo con mi escopeta, en compañía de un joven amigo, a recorrer los caminos, a bajar por los barrancos, a buscar entre los ramajes la deseada caza. Y al retorno, ningún plato de Champeaux o de la Tour d'Argent fuera comparable con los que, perfumados de las hierbas y especias de la tierra, regocijaban nuestro paladar y nos ponían, con el gusto de los condimentos y la satisfacción de la gula, un humor semejante al de ese modesto, pero excelente y bienhechor poeta que se llamó Baltasar de Alcázar.

Entre todas las plantas que atraen las miradas, llévanse la victoria palmeras y cocoteros, que en el europeo despiertan ideas coloniales, los viajes de los antiguos bergantines y las inocencias de Pablo y Virginia, de cuyo casto absurdo convencen los relentes de las selvas y las continuas insinuaciones de la tierra. El Trópico transpira savias amorosas; y allí Cloe daría a Dafnis las dulces lecciones de manera que dejaría suspensa por el asombro encantado la pastoril flauta de Longo. El bananero erige su ramillete de estandartes, de tafetanes verdes, sobre los cuales, cuando llueve, vibra el agua redobles sonoros; y las palmeras varias despliegan, unas, bajas, como pavos reales, anchos esmeraldinos abanicos; otras, más altas, airosos flabeles; las otras son como altísimos plumeros, orgullosas bajo el penacho, ya entreabierta la colosal y oleosa y dorada flor del «coroso», ya colgante la copiosa carga de cocos, cuya agua fresca y sabrosa es la delicia de las canículas.

...En anchos y lisos secadores pónese el café al sol, una vez cortado y recogido. Luego pasará a las máquinas descascaradoras, que lo dejarán limpio y listo para ser puesto en los sacos de bramante que han de ir a los mercados yanquis, a los puertos del Havre o de Hamburgo. No es la cosecha nicaragüense tan crecida como la de otros países vecinos; pero en Nicaragua se produce ese grano fino que supera al mismo moka por su sabor y perfume, y que se conoce con el nombre de caracolillo. Una buena taza de su negro licor, bien preparado, contiene tantos problemas y tantos poemas como una botella de tinta.

El viaje a Nicaragua (1909).