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El monólogo cómico en España: del plató al escenario

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



El grado de complejidad del actual mercado cultural es un desafío para los futuros historiadores del teatro. A la hora de analizar las razones de cualquier éxito de taquilla, estos colegas deberán atender a lo representado y sus protagonistas, pero también a un sinfín de circunstancias repartidas por los más diversos ámbitos. Entre las mismas, destaca la necesidad de una cobertura mediática, cuyas motivaciones empresariales poco tienen que ver con lo teatral o la obra concreta en cuestión. El objetivo no se circunscribe al aval de unas reseñas periodísticas, con fotos, publicadas en diarios influyentes. Apenas resultan efectivas cuando se trata de llegar a un público amplio. La promoción se convierte en una tarea profesionalizada que recurre a medios donde lo teatral queda difuminado: entrevistas en prensa, radio y televisión si las primeras figuras también cuentan con una trayectoria cinematográfica o televisiva, reportajes a modo de un making off, presencia pactada y hasta pagada de los actores como supuestos invitados en programas de entretenimiento, publicidad indirecta gracias a los informativos de las cadenas del mismo grupo empresarial, páginas electrónicas desde las que se insertan recursos en los portales más visitados... Un éxito de taquilla supone beneficios importantes y los productores conciben una estrategia sin margen para la improvisación. Tampoco lo hay para una valoración crítica del producto promocionado, pues a menudo ha sido puesto en el mercado por quienes, desde diferentes medios de comunicación y a las órdenes de una misma instancia empresarial, tienen la capacidad de crear unas expectativas favorables en el público. En estos casos, la promoción resulta más eficaz porque se disfraza de información o entretenimiento.

En la actualidad, las razones estrictamente teatrales apenas justifican un éxito de taquilla. Ya es tradicional la búsqueda de intérpretes capaces de arrastrar al público por su popularidad en la televisión o el cine y, desde hace algunas temporadas, el teatro también adapta películas, formatos genéricos, modos de interpretación y otros elementos de un mercado audiovisual cuya concurrencia resulta imprescindible para el éxito popular. Los productores de algunos espectáculos, como las franquicias musicales, cuentan con la ayuda de agencias de turismo, hoteles y otras empresas que programan el ocio de quienes compran una entrada en el marco de una oferta donde lo teatral se diluye. Apenas importan las reseñas críticas de periódicos que cada vez dedican menos espacio a esta sección, que ni siquiera es tal. Lo fundamental es contar con programas de radio y televisión en cadenas «amigas» que, coincidiendo con el estreno, inviten a las cabeceras de cartel. En la estela de lo habitual en la promoción cinematográfica, el galán deberá participar en algún concurso de trabalenguas o similares y la dama en un programa matinal donde explicará los secretos de su belleza. Ambos iniciarán así una rueda, estipulada mediante contrato, de presencias por las cadenas cuya programación está pactada. A veces mediante la compra, otras como intercambio de favores mutuos y, no lo olvidemos, porque también se da una coincidencia de intereses empresariales, aunque sin llegar al descaro con que esta sinergia actúa en el lanzamiento publicitario de determinadas películas.

El objetivo primordial de la promoción es una presencia en la televisión, allá donde se decide lo que existe para la mayoría y se salva de quedar relegado a lo marginal. Apenas importa el carácter de esa presencia, porque los productores confían en el beneficio taquillero de unos rostros familiares, unos nombres sonoros y unas expectativas del público. Las mismas descansan en la garantía de acudir al teatro sin necesidad de salir de su casa, al menos porque les resultará familiar la obra puesta en escena o la enmarcarán, imaginativamente, en la pequeña pantalla por la que filtran cualquier acercamiento a la actualidad cultural o espectacular.

Los motivos de lamentación desde un punto de vista crítico o teatral son obvios. Lo fundamental es constatar que el éxito de taquilla pasa, casi siempre, por una presencia simultánea en los medios audiovisuales encabezados por la televisión. Y que la misma puede resultar de lo más variopinta, aunque igual de efectiva. De ahí que el ideal empresarial sea un producto polivalente para el escenario y el plató. Así sucede con el monólogo cómico, al menos en su variante importada desde Estados Unidos con la denominación «comedia de pie» (stand-up comedy).

En su origen, este espectáculo se solía ver en clubes nocturnos y cafés, donde el cómico, subido a un pequeño estrado, sentado en un taburete y con un micrófono en la mano, hace reír al público gracias a un humor basado en el lenguaje y el gesto. Con estos requisitos y sin mayores pretensiones lo encontró Lenny Bruce (1925-1966), de quien en España tuvimos noticia gracias a una película biográfica, Lenny(1974), dirigida por Bob Fosse con voluntad testimonial a partir de una obra teatral de Julian Barry y magistralmente interpretada por Dustin Hoffman. Sus ácidos monólogos sobre sexo, religión y racismo acarrearon al cómico norteamericano múltiples problemas judiciales en una sociedad hipócrita y timorata, pero su polémica trayectoria superó el viejo concepto del cuentachistes para dar paso al observador mordaz e inteligente, capaz de lidiar con cualquier tema por incómodo que éste sea para el poder.

Lenny Bruce tensó la cuerda de la provocación y abrió un camino que, poco después de su trágica muerte, quedaría relativamente normalizado. Otros intérpretes (Woody Allen, Steve Martin, Eddi Murphy, Andy Kauffman...) lo siguieron con menos carga polémica y sin necesidad de afrontar tantos riesgos en una sociedad más abierta, pero también capaz de neutralizar, y hasta de digerir con cinismo, cualquier apunte de disidencia desde un escenario. En Seinfeld (NBC: 1989-1998), una serie protagonizada por un cómico neoyorkino que saca punta a situaciones de la vida cotidiana, se rindió homenaje a Lenny Bruce, aunque sin tensar una cuerda de la provocación que ya no era la misma dos décadas después. Hablar de sexo o relaciones de pareja con franqueza y humor formaba parte de una cultura normalizada, incluso habitual en las series televisivas de finales del siglo XX. El éxito en España de Jerry Seinfeld, con la consiguiente popularización de un formato de monólogo compatible con los escenarios y los platós, abrió a su vez el camino de su adaptación en España.

La programación de El Club de la Comedia (Canal Plus: 1999-2002) fue una brillante operación empresarial y mediática. Canal Plus prolongaba el éxito obtenido con Seinfeld, la productora Globomedia creaba un programa innovador cuya buena aceptación ha sido corroborada por su emisión en diferentes cadenas -La 1 y La 2 (2003), Telecinco (2001), Antena 3 (2004-2005)- y, lo que ahora más nos importa, se inició así un fenómeno con amplia repercusión en el mundo del espectáculo de nuestro país. El resultado se concretó en las estanterías de las grandes superficies, donde el espectador de televisión (es decir, cualquiera) podía comprar diferentes grabaciones o la edición de bolsillo con la trascripción de los monólogos ya emitidos bajo la coordinación de Pablo Motos1. Como internauta, los vería de nuevo en las páginas electrónicas dedicadas a recopilar vídeos clips junto con otros de la más variada procedencia y, si el mismo sujeto consumidor salía de copas, era fácil que encontrara a un cómico local empeñado en hacerle pasar un rato divertido con la parodia de la vida cotidiana. El círculo mediático y consumista fue completado por Globomedia a la búsqueda de una mayor rentabilidad con la aparición de una trilogía de espectáculos teatrales (5hombres.com ¿Fingen ellos los orgasmos?, 5mujeres.com ¿Por qué los hombres duran poco?, 5hombresymujeres.com. Peor solo que mal acompañado)2, que desde la temporada 2000-2001 realizaron exitosas giras con una fórmula popularizada por la televisión y deudora, en todos los sentidos, de un medio tan hegemónico en la actualidad que apenas cabe imaginar el hipotético respeto a la teatralidad. Los directores de la trilogía, José Miguel Contreras y Ana Rivas, afirmaron que su trabajo devolvía a su medio natural un género teatral: la stand up comedy(El Cultural, 27-IX-200). Esta y otras declaraciones similares suenan a coartada para justificar un objetivo comercial.

Las modas en el mundo del espectáculo son tan intensas como fugaces, sobre todo si vienen auspiciadas por un medio alocado y caótico como el televisivo de cadenas a la búsqueda de audiencias. El Club de la Comedia tuvo hijos televisivos como El Club de Flo (LaSexta: 2006-2007) y todavía se emiten programas de monólogos cómicos (Nuevos Cómicos en Paramount Comedy: 1999-), que a tenor del número de consultas disfrutan de importantes audiencias en un medio tan propicio para este formato como es Internet. Los monologuistas dispuestos a hablarnos de las diferencias entre solteros y casados también están presentes en locales nocturnos de numerosas ciudades, pero el fenómeno parece encontrarse en reflujo o en fase de normalización; incluso ha desaparecido de las carteleras teatrales para recluirse en otros circuitos.

Tal vez sea el momento de un primer balance para los monólogos cómicos en España. La clave para su elaboración es que este término, el balance, debe ser entendido en su sentido económico o contable. Al margen de su valoración crítica, sería absurdo buscar posibles aportaciones a lo teatral porque los escenarios han desempeñado una función vicaria en un fenómeno televisivo. En cuanto al tipo de humor habitual en estos monólogos, ya subrayé en otra ocasión lo convencional de unos mecanismos pronto convertidos en una fórmula repetida hasta la saciedad (Ríos Carratalá, 2005). Resultaron a menudo efectivos desde un punto de vista cómico, pero en su mismo éxito comercial estaba implícito un fracaso creativo, una imposibilidad de cultivar el humor como búsqueda y sorpresa sin rentabilidad inmediata, como una mirada personal de aquello que cotidianamente nos rodea y necesita del tiempo lento de la observación. Un tiempo incompatible con los mecanismos de creación y producción de la actual televisión.

Estos fenómenos mediáticos forman parte de una realidad cultural cuyo análisis no debería conducirnos a valoraciones apocalípticas o intelectualistas. Aparte de estériles, nos impiden comprender la naturaleza de lo observado y condicionan el disfrute de algunos buenos momentos en compañía de un público predispuesto a reír. Como alternativa, conviene perfilar y discriminar a la búsqueda del grano entre tanta paja. Lo he encontrado en algunos monólogos divertidos e ingeniosos porque caricaturizan la cotidianidad hasta convertirla en un absurdo o subrayan, por el contrario, lo absurdo de tantos actos cotidianos. También disfruto con las aportaciones de jóvenes autores e intérpretes como Luis Piedrahita (A Coruña, 1977), cuyos primeros escritos contienen greguerías en la línea de Ramón Gómez de la Serna3, mientras que sus apariciones en televisión me interesan porque suelen escapar de lo trillado. Poco más podría añadir a ese balance, donde he visto naufragar a buenos actores que también creyeron estar dotados para el monólogo cómico o se apuntaron a una modalidad bien remunerada. Se equivocaron, como quienes pretendieron llevar a cabo una creación personal compatible con un fenómeno de parámetros que, entre otras «perversiones», implicaban la autoría colectiva de unos guionistas reducidos a la condición de anónimos «escribidores» a marchas forzadas, abocados a lo formulario4.

El monólogo cómico se importó y adaptó mediante la opción de recrear temas con los que se sintiesen identificados los espectadores españoles. La empresa apenas requería una valoración crítica para deslindar lo propio de lo irremediablemente ajeno, una observación de la realidad nacional sin apenas calado e ingenio para su reflejo desde una perspectiva humorística. El riesgo era limitado, pues la codificación mediática de ese caudal temático, en la actualidad y en sus aspectos básicos, nos resulta común con independencia de que seamos norteamericanos o españoles. Los tópicos sobre la contraposición de los hombres y las mujeres en sus relaciones de pareja, los diferentes comportamientos y actitudes de ambos sexos frente a situaciones cotidianas fáciles de identificar (ir de compras, salir de copas, relaciones de amistad y sexo, conducir vehículos, ver la televisión...) y otros lugares comunes -revestidos de un ingenio equiparado a la ocurrencia y con un aire más local por su pretensión de caracterizar «lo español»- han circulado con desigual fortuna cómica, pero con una inevitable tendencia a la repetición.

En el estrecho marco de los siete-diez minutos de cada monólogo apenas cabe pretender la originalidad y menos la creación de un mundo propio. El guionista y el intérprete están obligados a centrar el tema desde la primera frase, la fundamental, mediante el recurso a lo identificable con facilidad por un público mayoritario. Arturo González-Campos, a raíz de la experiencia de El Club de la Comedia, afirma: «Descubrimos que el público está dispuesto a aceptar las cosas que pasan en un monólogo si se siente reconocido en ellas. Necesita que esas cosas también le pasen a él. No está asistiendo, por tanto, a la escucha de una mera historia de ficción. El monólogo, más bien, se debe entender como una narración que interpreta la realidad» (2008: 282). Una vez enunciado el motivo que servirá de nexo, también deben buscar golpes de efecto cómico repartidos sin dejar pasar más de unos segundos en sus intervalos. La posible creatividad se ve asimismo condicionada por el marco donde se insertan los monólogos, en competencia entre sí a lo largo del espectáculo y sin tiempo para crear un ámbito comunicativo donde lo original o sorprendente cuente con la aceptación de los espectadores. El guionista debe jugar sobre seguro. Esta obligación conduce a la utilización de tópicos aparentemente frescos, incluso irreverentes para aparentar una trasgresión pactada y encapsulada. Sin embargo, con cierta frecuencia la lucidez humorística de la observación deja paso a prejuicios y deslindes maniqueos de probada eficacia cuando se busca la risa de una mayoría asociada a los segmentos sociales más consumidores. Sus resortes ideológicos y su mediocridad conceptual nos conducirían a conclusiones deprimentes si tuviéramos una predisposición favorable para su estudio.

Los monólogos cómicos deberían ser consumidos con precaución, como si estuviéramos ante la tentación de la comida rápida o basura. De vez en cuando se puede probar; y hasta degustar como una excepción en una dieta saludable. Una hamburguesa tiene su gracia tomada entre bromas en compañía de niños, pero la frecuentación de su contundente sabor elimina el gusto para apreciar la gama de texturas, olores y sabores a nuestra disposición. Tampoco imagino demasiadas variantes a la hora de cocinar esa hamburguesa, necesitada de salsas contundentes para disimular lo que en esencia apenas cambia. Algo similar ocurre con el humor de muchos monólogos cómicos emitidos por televisión o representados en los escenarios. Los condimentos resultan llamativos y efectivos de vez en cuando porque nos permiten algo tan satisfactorio como la carcajada ante una ocurrencia formulada con acierto por el intérprete, pero conviene no repetir ni abusar para esquivar las consecuencias de una digestión pesada con sus implicaciones en el colesterol. Antes de que resulten obturadas nuestras vías para captar diferentes tipos de humor, conviene hacer uso del zapeo o buscar otras modalidades de monólogos cómicos tan saludables como la dieta mediterránea.

La página electrónica de El Club de la Comedia, a la hora de buscar el origen de su éxito, con un criterio discutible hace referencia a la herencia de Lenny Bruce, Jerry Seinfield, Miguel Gila y Pepe Rubianes. No pretendo abordar la comparación con los citados intérpretes norteamericanos, pero baste decir que el mismo formato del espectáculo televisivo la hace inviable. Lenny Bruce nunca habría desarrollado una personalidad peculiar con monólogos de siete minutos y en un programa conducido por un presentador estrella donde se sucedieran las intervenciones de otros colegas; es decir, en un marco con tendencia a la uniformidad en torno a la fórmula elegida y capaz de neutralizar las hipotéticas divergencias. Al igual que cualquier creador alejado del chiste fácil o el recurso al tópico sobre las diferencias entre hombres y mujeres, maridos y esposas, solteros y casados, nacionales y extranjeros..., Lenny Bruce necesitaba protagonizar su propio espectáculo para comunicarse con un público menos impaciente y más predispuesto a lo diferente que el televisivo. Algo similar se podría afirmar con respecto a Jerry Seinfield, que contaba con su comedia de situación durante nueve temporadas para crear ese marco donde una personalidad creadora y diferenciada puede brillar.

La comparación con Miguel Gila (1919-2001) es tan absurda como ignorante de las raíces del humor cultivado por el genial cómico. Mucho antes de que circulara por España una definición desafortunada como «comedia de pie», hubo en nuestros escenarios espectáculos de revista y variedades con caricatos como Luis Esteso, «el rey del hambre y la risa». De esa tradición ignorada por los historiadores del teatro surgió un Miguel Gila que pronto tuvo personalidad propia gracias a un humor capaz de aunar el absurdo con lo carpetovetónico, el tremendismo de sus relatos con la perplejidad ante comportamientos cotidianos observados con fino sentido crítico (Ríos Carratalá, 2001). Al final de su trayectoria, Miguel Gila también triunfó con sus monólogos en los ahora desaparecidos programas televisivos de variedades. Disfrutaba de unos pocos minutos entre un cantante y un mago; a veces, precedía a un desfile de lencería cuando ya se habían agotado otros números de contorsionistas y ballets de diferente pelaje, pero sus intervenciones en realidad eran entregas, incluso repetidas, de un monólogo cuyo origen se remontaba a muchos años atrás. El espectador podía conocer sus claves, aunque volvía a reír ante la perplejidad de quien llamaba por teléfono, con naturalidad y convencimiento, al «encargao» de la Casa Blanca o se disponía a relatar la batalla más absurda o hilarante entre dos ejércitos dispuestos a economizar las balas. Durante décadas, Miguel Gila creó un mundo propio y peculiar repartido por diferentes medios (libros recopilatorios y de memorias, chistes gráficos, monólogos en espectáculos de variedades, programas de radio, series de televisión...). Sus coordenadas nos conducen a un humor enraizado en una tradición sin posible relación con la modalidad importada de Estados Unidos5.

Los guionistas de televisión suelen considerar que ayer fue la prehistoria. La responsabilidad habría que buscarla en el medio donde trabajan, pero sorprende la ignorancia de la tradición con la que podrían enlazar su labor creativa. En España siempre ha habido monólogos y muchos de ellos con un objetivo cómico, desde los inicios del teatro (el bululú) y en géneros tan relevantes como las loas o las introducciones previas a la representación de las comedias del Siglo de Oro. Si buscamos ejemplos próximos y en algunos aspectos equiparables, en el mundo de las variedades del siglo XX es frecuente encontrar a los caricatos con monólogos cómicos y los charlistas, alguno tan célebre y respetado como el valenciano Federico García Sanchiz (1887-1964), que abarrotó teatros y aulas durante décadas con el espectáculo de su oratoria. Estos charlistas podían presentarse como conferenciantes si tenían pretensiones cultas al modo de Ramón Gómez de la Serna, pero por definición eran unos consumados monologuistas que, a menudo, recurrían al humor si no se dejaban arrastrar exclusivamente por lo plúmbeo de una oratoria repleta de trucos. Algo similar ocurría con los cómicos de las variedades o las revistas. Sus intervenciones en solitario de apenas unos minutos, mientras las vedetes cambiaban de vestuario y se preparaba una nueva escenografía, intercalaban chistes en un relato oral6 con un mínimo de coherencia argumental: un monólogo cómico, en definitiva.

Cuando en los años sesenta y setenta estos géneros desaparecieron de los escenarios por su inviabilidad económica y el cambio de costumbres en lo relativo al ocio, la televisión tomó el relevo ofreciendo programas de variedades, habitualmente en la parrilla de las noches sabatinas de acuerdo con un hábito heredado de los escenarios. De su prolongada vigencia, gracias a la flexibilidad de la fórmula, debería dar cuenta una monografía sobre la trayectoria del camaleónico y polifacético José Luis Moreno en el mundo del espectáculo. Si el autor de la misma pudiera esquivar los excesos narcisistas del personaje y superar la dificultad para acceder a información sustanciosa sobre estas actividades empresariales, su lectura resultaría interesante y hasta entretenida; en concreto, nos permitiría conocer el trabajo en estos programas de varios intérpretes de monólogos cómicos anteriores a cualquier influencia norteamericana. Algunos desaprovechados para empresas de mayor enjundia, como Andrés Pajares por su escaso compromiso profesional, y otros irremediablemente casposos al estilo de Fernando Esteso. Al margen de la legión de cuentachistes con presencia en los escenarios y los platós, gracias a la bondad de la memoria que linda con la añoranza, podríamos secundar a Faemino y Cansado en su reiterada evocación de Chicho Gordillo, pero en momentos más raciales recuerdo el relato de los «casos verídicos» del sevillano Paco Gandía (1930-2005), donde entre carcajadas se destilaba una tradición humorística que en dosis adecuadas convendría preservar sin complejos de modernidad7.

La frontera entre lo genial y lo lamentable apenas está señalizada en el humor. Los citados cómicos y otros muchos más que trabajaron en estos programas a veces resultaban patéticos, pero en una televisión con tantas cortapisas cultivaban un género cuyo carácter versátil y ajeno a cualquier definición académica no siempre estaba radicalmente diferenciado del modelo importado desde Estados Unidos. El mexicano Chicho Gordillo, por ejemplo, en los años sesenta ya había triunfado en los canales hispanos de Norteamérica y utilizaba una puesta en escena de la stand-up comedy, con taburete en un plató vacío, luz cenital sobre su sombrero a lo Sinatra y una caracterización donde no faltaban el cigarrillo en una mano y el micrófono en la otra. Su humor era de una ingenuidad sosa, pero su presentación suponía un rasgo de modernidad en aquella España todavía de paletos con boina, chistosos andaluces y baturros en la estela de Miguel Ligero: un país carpetovetónico donde lo extranjero era, casi por definición, más moderno.

El Club de la Comedia adaptó una fórmula aceptada por el público joven y con más predisposición al consumo de ocio cultural, pero la misma no resultaba extraña para nuestra más cercana tradición del humor. Aparte del citado caso de Miguel Gila, otros humoristas españoles del mundo de las variedades comprendieron desde los años sesenta las limitaciones de ser unos cuentachistes, aunque los mismos triunfaran por entonces al modo de Cassen (1928-1991) y hayan proliferado en la televisión hasta fechas recientes porque forman una plaga con su público. Estos humoristas algo más exigentes fueron creando sus propios personajes, convencidos de que la comicidad, la chispa cómica, se podría convertir en humor cuando prevaleciera una mirada particular sobre el conjunto de cuentos, anécdotas, chistes y otros materiales a su disposición. Esa mirada también abarcó las paradojas de la vida cotidiana, pero nunca con el exclusivismo de los espectáculos auspiciados por El Club de la Comedia. Cualquiera de esos cómicos contaba con el bagaje de años en los escenarios, miles de horas pasadas en las barras de bares con amigos convertidos en espectadores y una vida deambulando por los más variados lugares. Por lo tanto, había motivos para disponer de una mirada propia que sólo puede ser el fruto de la experiencia.

Los guionistas del citado programa eran, por el contrario, jóvenes educados delante de un televisor. Se percibe con claridad en el tipo de humor tan ingenioso como auto referencial que cultivaron durante varias temporadas y ahora mismo predomina en cualquier canal. Estos creadores, casi anónimos cuando no intervienen también como intérpretes, dominan a la perfección un medio que tiende a la autarquía creativa y se amoldan a su lenguaje con precisión, pero les falta bagaje vital para cultivar un humor menos previsible y homogéneo. Todavía me sorprendo cuando se elogia la obra de un novelista de veinte o treinta años. Siempre cabe la excepción en un género que requiere años de experiencia, aunque no deja de ser excepcional. Algo similar sucede con el humor, al menos si su orientación no está circunscrita a un segmento de edad al que va dirigido un programa de televisión concreto. Tal vez sólo porque, conviene recordarlo, ese segmento es un buen consumidor de productos susceptibles de ser publicitados por el medio televisivo.

En el 2005, dediqué un ensayo a mi memoria del humor como agradecimiento a quienes la habían configurado. Tres años después, me serví de su compañía para sonreír con la perplejidad de quien observa las imágenes de un pasado cercano que muchos pretenden olvidar. Se trata de «la sonrisa del inútil», pero resulta gratificante porque me permite saberme bien acompañado. En ninguno de estos libros he contado con los humoristas salidos de El Club de la Comedia y otros programas similares, salvo Luis Piedrahita. Sin embargo, la presencia de Pepe Rubianes (1947-2009) ha sido una constante desde que disfruté con sus primeros espectáculos en solitario durante la década de los ochenta: Pay-Pay(1983), Ño(1984) y Sin palabras(1987)8. Por lo tanto, me sorprende que en la página oficial del citado programa se hable del actor «galaico-catalán» como uno de sus antecedentes, condición jamás aceptada por quien se negó a participar en un espectáculo cuya codificación televisiva entraba en contradicción con su labor en los escenarios9. El éxito de El Club de la Comedia coincidió con las nueve temporadas en cartel de Rubianes, solamente(1997-2006), una propuesta en continua renovación donde el humorista quintaesenció su labor en los escenarios durante tres décadas. Se trata de una coincidencia temporal que también podríamos extender a la consideración genérica de los monólogos cómicos, pero hablamos de dos modelos diferentes y, sobre todo, de dos concepciones del humor vinculadas a las posibilidades de esos mismos modelos.

Pepe Rubianes fue un cómico teatral que supo instrumentalizar la televisión a su favor desde los años noventa. Aparte de que protagonizara la serie Makinavaja (1995-1996) con una buena respuesta de audiencia y crítica, este medio le sirvió para cimentar una popularidad beneficiosa a la hora de salir a los escenarios. Gracias a numerosas apariciones en los canales catalanes o en programas de amigos como Andreu Buenafuente, Pepe Rubianes creó un personaje coherente consigo mismo y su trabajo teatral sin prescindir de la naturalidad y la libertad ante las cámaras10. Los programadores televisivos le invitaban porque su presencia garantizaba audiencia con un humor provocador y directo; sin necesidad de guión previo, ya que surgía de su misma personalidad. A cambio, el actor entraba en las casas de los telespectadores como alguien familiar, una especie de amigo divertido y mordaz al que encontramos en reiteradas ocasiones sin un motivo especial o concreto. La operación implicaba riesgos de los que era consciente un Pepe Rubianes con dudas al respecto y molesto con las consecuencias de una popularidad tan distinta a la teatral. No obstante, resulta lógico que esos mismos televidentes se animaran a salir de su salón-comedor para asistir a las representaciones de unos monólogos donde el tema era Rubianes solamente, el cómico con quien ya estaban familiarizados. Y volvían a verlo en el Club Capitol de Barcelona o en las giras, aunque la obra fuera en teoría la misma, porque lo efectivo era la presencia de un cómico carismático con una personalidad irrepetible y una risa contagiosa. Según la crítica de Pablo Ley, el actor no se aburría en la invariabilidad de un monólogo repetido durante nueve temporadas, ya que «va destilando siempre nuevas ideas, las mezcla con las viejas, recupera los gags más celebrados en nuevos contextos. Su espectáculo es como un río que, con las mismas aguas, atraviesa nuevos paisajes. Siempre es un placer descubrirle las trampas del charlista, oírle repetirse con originalidad, verificar hacia donde lo ha ido llevando el impulso de la actualidad, qué nuevas historias ha ido destilando» (El País, 10-XII-1997). Pepe Rubianes llegó a afirmar que era el público quien acababa dirigiendo su espectáculo: «A lo largo de todo este tiempo, aunque la base del montaje es la misma, mis aventuras, desventuras y opiniones sobre la vida, he ido probando nuevos números; introduzco uno, miro cómo reacciona la gente y voy cincelando y puliendo hasta que entiendo que es así como lo quieren» (2007:46).

Esta complicidad compartida con numerosos espectadores fue una de las claves del éxito de Rubianes, solamente y de su permanencia, siempre renovada al hilo de las experiencias del actor en contacto con la calle y la actualidad. Según Joan-Anton Benach, buscaba «en su biografía profesional y familiar aquellos aspectos y episodios susceptibles de desmitificar el triunfo del artista. El cómico no cuenta chistes, cuenta experiencias. Y, normalmente, experiencias frustrantes o frustradas. Rubianes es el primer y principal dinamitero de su particular currículo» (La Vanguardia, 20-XII-1997). El «actor galaico-catalán» alcanzó este objetivo gracias a su proverbial capacidad para manipular personajes reales y hechos ciertos, distorsionándolos hasta el puro disparate en un ejercicio creativo que nutría todo aquello que el espectáculo tenía de autobiografía y crónica: «yo no explico trolas, sino más bien la exaltación de una realidad que llevo más allá. Es decir, que puedo explicar un viaje en golondrina sin salir del puerto de Barcelona como si se tratara de un viaje a Australia» (Escamilla, 1999:38). Al mismo tiempo, sus monólogos derivaban por el terreno de la fantasía desbordante, la hipérbole y la desmesura sin romper un equilibrio «entre lo sutil y lo vulgar, lo popular y lo refinado, el recurso al taco y a la más elemental sexualidad y la ácida crítica social», según María José Ragué (El Mundo, 7-XII-1997)11.

El resultado era tan carnavalesco como imprevisible, incluso para el propio actor, cuya actuación dependía del grado de complicidad con el público y de su respuesta. Pepe Rubianes necesitaba divertirse en un escenario: «Hago teatro para divertirme; si sé que no me lo voy a pasar bien, no lo hago» (La Vanguardia, 8-I-2000), declaró cuando desistió de estrenar un nuevo espectáculo porque se aburría durante los ensayos. No se trataba de la pose de un divo caprichoso, sino de una actitud que le llevó a prescindir del cine tras éxitos de crítica como El crimen del cine Oriente (1997, Pedro Costa), o a rechazar la continuidad en propuestas televisivas que le sujetaban a un régimen de trabajo aburrido: «las grabaciones como actor me han resultado un coñazo tremendo, un aburrimiento supino» (Escamilla, 1999:95)12. No se daba esta circunstancia cuando Pepe Rubianes salía al escenario -«Yo no puedo dejar de hacer teatro, porque sin él mi vida no tendría sentido» (Rubianes, 2007:46)- y encontraba un público cómplice para un espectáculo de cuya cuarta pared nadie supo. Tuve la ocasión de asistir entre bambalinas a una de esas representaciones. Antes de pisar el escenario, con la voz en off de su presentación, los espectadores ya habían estallado en carcajadas, corroboradas nada más comenzar un monólogo que ese día duró más de lo habitual. Pepe Rubianes estaba feliz en el Paraninfo de la Universidad de Alicante, divertido entre amigos, y transmitía esa sensación con intensidad porque no necesitaba de un guión escrito y ensayado. El espectáculo era él mismo, el conjunto de unas experiencias manipuladas con creatividad al servicio del humor: «soy un actor de teatro; lo que he llegado a sentir en el teatro jamás me lo ha proporcionado el cine ni la televisión» (Escamilla, 1999:95).

He tenido la oportunidad de asistir a representaciones similares con Rafael Álvarez, El brujo, como protagonista. Los textos podían ser de Fernando Fernán-Gómez, José Luis Alonso de Santos o el anónimo del Lazarillo. Daba igual, porque en escena el único dueño y señor era un buen amigo de Pepe Rubianes desde que trabajaran juntos a principios de los años ochenta. A veces, este individualismo autosuficiente resulta peligroso, porque también es la vía para introducir recursos fáciles como las morcillas. Sin embargo, cuando se asiste al momento mágico de comunicación entre el actor y la sala gracias al humor sólo cabe esperar que no sea el último. Esta circunstancia se repetía a menudo en los espectáculos de Pepe Rubianes porque durante décadas buscó su propio público. La manipulación humorística del empeño ya formaba parte de sus más antiguos monólogos, pero esa búsqueda no dejaba de ser una realidad a tenor de la habilidad con que su personaje, él mismo, conectó con un segmento determinado de los espectadores. Nunca pretendió satisfacer a todos con un humor universal e inocuo, que respetaba cuando era el fruto de un trabajo como el de Tricicle. Al contrario, Pepe Rubianes tuvo la oportunidad de comprobar hasta qué punto su decantación ideológica y humorística le acarreó detractores entre los reaccionarios13. Sus partidarios todavía eran más numerosos, con una intensidad cómplice y agradecida, pues el actor se convertía en nuestro más divertido y desprejuiciado portavoz gracias a que actuaba con una libertad pocas veces alcanzada en un escenario español. Su amigo Andreu Buenafuente, con motivo del fallecimiento del actor, dijo que «Pepe era, sobre todo, un hombre libre. El más libre que he conocido» (El Periódico, 3-III-2009). Ernest Folch, en febrero de 2007, había escrito: «Pepe es libre. Siempre se va. Siempre se escapa. Por eso siempre gana» (Rubianes, 2007:16). Quienes tuvimos la oportunidad de compartir algunas charlas con este solitario («soy un amante empedernido de la soledad») y, sobre todo, de disfrutar en sus espectáculos, podemos corroborar que esa libertad era la base de un humor agresivo en ocasiones, pero trasladado al público con la inteligencia y la ternura de quien empleaba la paciencia del artesano para depurar sus mejores armas de cómico: creatividad constante, velocidad de pensamiento, ingenio, capacidad de sorprender y fabular de manera espontánea, credibilidad, estado de gracia permanente y encanto personal intenso, según su amigo y representante Toni Coll (Escamilla, 1999:174)..

El Club de la Comedia ha contado con la participación de decenas de intérpretes. La modalidad del monólogo cómico es exigente porque, en un estrecho margen donde todo responde a una convención, requiere naturalidad y credibilidad para reforzar la comunicación con unos espectadores convencidos de que escuchan a un amigo entre ocurrente y divertido. Algunos excelentes actores han fracasado en el empeño, mientras que otros probablemente inútiles para la comedia han conseguido el objetivo propuesto. Tal vez gracias a la ayuda de unos guionistas capaces de adecuar los monólogos a la personalidad (edad, sexo, aspecto, voz, gesto...) de los intérpretes, de manera que estos puedan así alejar cualquier sensación de estar recitando un texto ajeno. Sin embargo, dicha sensación a veces se produce no por culpa de los intérpretes o los guionistas, sino porque captamos lo formulario del humor puesto en escena. Los realizadores saben que cuentan con las risas enlatadas y otros recursos televisivos para conjurar el peligro, pero entonces percibimos con nitidez la diferencia entre estos monólogos cómicos y los de Pepe Rubianes, donde el texto era él mismo como sujeto cargado de experiencias y no cabía la frialdad de su conversión en una voz en off. Tampoco en un humor convencional o previsible, porque su perspectiva cómica surgía de una personalidad libre y peculiar; su risa contagiosa era el fruto de un conjunto de circunstancias de imposible improvisación para aprovechar la oportunidad de una moda televisiva.

Pepe Rubianes no criticó en público a sus colegas de El Club de la Comedia , pero se sabía anterior y diferente: su obra engrandeció los paisajes del monólogo escénico cuando en España sólo lo cultivaba Miguel Gila (Pedro Ruiz, Moncho Borrajo, Eloy Arenas y Paulosky cultivaban el One Man Show, pero no eran monologuistas porque basaban gran parte de su actuación en la interacción con el público y las imitaciones), convirtió la charlatanería en arte de seducción y el andar por las ramas en un constante desafío a la imaginación (Joan-Anton Benach, La Vanguardia, 2-III-2009). A pesar de que el citado programa se graba en un teatro con público en directo, el actor «galaico-catalán» no aceptó intervenir con un monólogo de siete u ocho minutos improrrogables por imperativo publicitario. Sabía de la inutilidad del empeño porque cualquier apunte diferencial habría quedado neutralizado o diluido en un formato que no los admite. Mientras la moda televisiva se expandía al teatro sin atender a jurisdicciones, él se mantuvo, con gran éxito, en un escenario desnudo gracias a su voz y su gesto de moderno bululú. En sus espectáculos había ritmo, intensidad y recursos cuya eficacia estriba en la sencillez de su ejecución. Otros guionistas e intérpretes cultivaban los juegos de ingenio a partir de tópicos de uso común, pero Pepe Rubianes creaba un lenguaje teatral donde el humor era un arma más de su panoplia comunicativa para transmitir sus ideas, sus críticas y su pensamiento con el subrayado de una risa capaz de combinar la mordacidad y la ternura, contagiosa y hasta liberadora porque prescindía de lo políticamente correcto. Maruja Torres declaró que su amigo «decía verdades como puños porque era políticamente incorrecto. Nos hacía reír y nos hacía pensar». Joan Manuel Serrat también recordó a quien «fabricaba carcajadas reciclando verdades como puños, con la palabra inflamada y el gesto desbordado». El actor y creador, según Sergi Pàmies, era «al teatro lo que la onomatopeya al lenguaje: expresividad y trasgresión» (Escamilla, 2009: 137).

El maestro Miguel Gila pensaba que los monólogos de su discípulo tenían «un contenido mucho más profundo que el de la risa, es una filosofía vista a través del prisma o tamiz del humor» (Escamilla, 1999:175). El propio Pepe Rubianes, poco dado a justificaciones o planteamientos teóricos, explicó que «nunca he querido ser humorista, no me gusta aquello de salir a explicar chistes... No me divierte y menos que me los cuenten» (Carles Flaviá, 1997). Y menos todavía si, como en tantos monólogos en la estela de El Club de la Comedia, recrean la manida tipología de maridos, esposas14, novios, oficinistas, suegras y otras categorías comunes que Pepe Rubianes no frecuentaba como individuo feliz con su atipicidad.

Al final, poco antes de caer irremediablemente enfermo de cáncer, quien ya había sido monologuista en el patio colegial desde que contara aventis similares a los de Juan Marsé o se inventara películas para deleite de sus amigos, aceptó la compañía de unas bailarinas etíopes, pero hermosas y sonrientes (La sonrisa etíope, 2008). Puesto a despedirse del público como cómico surgido de una escuela repleta de sorpresas («La calle ha sido la gran maestra de mi vida», Escamilla, 1999:39), Pepe Rubianes eligió bien para común satisfacción de quienes reíamos sus cínicas lamentaciones de «soltero pajillero». Ahora, cuando sus imágenes se asocian con la evocación de carcajadas -contagiosas y liberadoras-, preferimos imaginarlo riendo entre bellezas menos etéreas que las celestes porque era su deseo de hombre libre: «He tomado la determinación de que renuncio al cielo, no quiero ir, me niego. Es más, si me toca me cabrearé y montaré un cipote muy grande ahí arriba [...] Quiero ir de cabeza al infierno porque sé que allí tiene que haber ambiente» (Escamilla, 1999: 11-14). Un ambiente sin guión ni guionistas, donde Pepe Rubianes habrá vuelto a recapitular experiencias mil veces recreadas y mil veces nuevas en un monólogo agradecido por quienes se contagiaron de su libertad.






ArribaReferencias bibliográficas

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  • ——(2006). ¿Cada cuánto tiempo hay que echar a lavar un pijama? Madrid: Aguilar.
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