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El monstruo de la voz

Margo Glantz

Hace mucho que Nora García perdió la voz.

Y Maria Callas la perdió también. ¿No dijo acaso después de la traición de su amante, bajé de peso, he perdido la voz y he perdido a Onassis? Aunque en realidad, al perder la voz, Maria Callas dejó de existir y se convirtió en leyenda.

In illo tempore, cuando era adolescente, mi padre me llevó a la ópera. Cantaba Oralia Domínguez quien representaba el papel de Orfeo en la ópera de Monteverdi: aún resuena en mis oídos el lamento del héroe, quien en el mito griego pierde para siempre a su amada Eurídice por desobedecer a los dioses. Oralia era más bien pequeña de estatura y rolliza, como en alguna época lo fuera Maria Callas, y el traje de emperador romano con el que la habían disfrazado, dejando al aire sus demasiado bien torneadas piernas, no le sentaba en absoluto. No sé si este recuerdo es falso, pero en mi memoria su voz y su vestimenta siguen intactos. Lo cierto es que hizo el papel de Amneris cuando Maria Callas hizo el de Aída en 1951, una memorable función en Bellas Artes, en la que durante el segundo acto de la ópera la soprano griega alcanzó el altísimo mi bemol que Verdi nunca escribió, proeza que ya había realizado en 1950, también en Bellas Artes, con el tenor Kurt Baum, y de la cual se jactaba en una carta dirigida a su marido: Estoy furiosa con ese tenor, es peor que una mujer celosa. Continúa insultándome y se enojó porque al final de Aída di un mi bemol alto. El público enloqueció y él escupió de envidia.

No está de más recordar que Oralia Domínguez se desempeñó como cantante bajo la batuta de los más connotados directores y subrayar que su voz oscilaba entre el registro de una contralto o el de una mezzoprano, dos registros muy distintos; la contralto destaca por la rica sonoridad y amplitud de sus tonalidades graves, cualidad que es difícil de hallar: leo que solo un 2% de las mujeres en el mundo tienen ese tipo de voz y en cambio la de la mezzosoprano es la voz intermedia que se encuentra por debajo de la soprano y por encima de la contralto, definición que como de costumbre no define demasiado. El ser contralto no le impedía a Oralia cantar partes de mezzo agudo como lo demostró claramente en el papel de Amneris frente a Mario del Monaco y Maria Callas. Además, y como escribió un crítico, al enfrentar partituras con un registro más bajo, nunca obscureció artificialmente o alquitranó su voz, como muchas de sus colegas solían hacer y siguen haciendo.

Al oír esa primera vez a Oralia descubrí que la garganta era, como las guitarras, los violines y los pianos, un instrumento singular.

A Nora García le gustaba la ópera tanto como a mí. He decidido resucitarla o, mejor, permitirle que recobrara la voz y me acompañara en este escrito, en este escrito donde Maria Callas es solamente una voz, como la Malinche fue solo una lengua, exactas representaciones de una figura retórica, la sinécdoque.

Sé que Nora García escucha en su casa distintas versiones grabadas en la voz de sus cantantes preferidos. Sé que en la ópera de París Nora vio y oyó la Medea de Cherubini y que Cristina Barros, con quien oímos una versión donde Medea es Maria Callas, que ella, Cristina, estuvo en Dallas hace varias décadas y la vio, ¿cuál ópera?, ¿Medea o Norma? Medea, contesta.

Imagino la conmoción que me hubiera causado oído cantar a Callas en persona, confieso, y agrego que cuando escucho la versión grabada de la Aída de 1951, esa célebre función en el Palacio de Bellas Artes a la que asistió (para gran envidia y desolación mías) mi gran amiga Estela Ruiz Milán, cuando apenas tenía 18 años y yo 21 y en la cual hubiese sido posible estar también yo, no me es posible distinguir en qué momento se oye el famoso mi bemol, que tantas veces se recuerda y como ya lo he dicho alcanzado por ella en 1950, hazaña realizada según la leyenda muchos años atrás por Ángela Peralta a quien se dice que Maria veneraba y a la que también se dice (y no sé si es cierto) quiso rendir homenaje alcanzando esa increíble nota sobreaguda, hazaña que cuentan convirtió el palacio de Bellas Artes en un manicomio: los espectadores se levantaron de su asiento, se abrazaban y se besaban, aplaudían enloquecidos, gritando vivas, lanzando flores y hasta pañuelos como lo hacían en las corridas de toros. Y hay quien recuerda que en ese mismo día del año de 1950, Maria Callas visitó a Isabel Haza, una descendiente de Ángela Peralta, el ruiseñor mexicano, quien a su vez contaba que alguien había tocado a su puerta y al abrir vio a una mujer joven, obesa y con lentes con vidrio de botella, que me dijo, dicen que dijo Isabel, soy cantante de ópera, voy a cantar esta noche, sé que usted es descendiente de Ángela Peralta y sé muy bien que ella no vivió aquí, pero quiero estar donde haya algo que me conecte con ella.

Soy melómana de verdad, adoro la ópera, la escucho a menudo pero debo repetirlo: soy incapaz de distinguir si un mi bemol es agudo o sobreagudo, pero en cambio me vienen a menudo a la mente escenas que me conectan con Callas, antes de saber siquiera que ésta existía, pues desde muy niña conocía la música de Aida y en la escuela primaria estuve a punto de participar en un bailable para el día de las madres y mi única tarea, fallida por cierto, era la de mover los brazos y dar unos pasitos al estilo de una de las esclavas egipcias que formaban parte del coro de esa ópera.

De inmediato me asalta otro recuerdo, el de Mónica que mientras esperaba en un alto, escuchando en la radio una ópera, ve a un mendigo acercársele cojeando, quien en lugar de pedir limosna, comenta: es un aria de Aida cantada por Callas, su voz es la de un ángel.

Battista, el marido de Maria, hombre que había adquirido su riqueza fabricando ladrillos, describe cómo Arturo Toscanini, el gran director de orquesta italiano, muy ligado al Metropolitan Opera House de Nueva York, buscaba en 1950 quien interpretara Lady Macbeth para dirigirla en la Scala de Milán (donde Maria no fue siempre bien apreciada), en ocasión del quincuagésimo aniversario de la muerte de Verdi: Ghiringhelli, director de la Scala quería encomendarle ese papel a Renata Tebaldi, famosa porque cantaba como un ángel y rival durante largo tiempo de Callas, antes de que ésta se convirtiera en leyenda. Toscanini enumeraba, pretendía Menehigini, las características que según él debería tener la cantante: Quiero que Lady Macbeth sea fea y perversa; su voz tiene que ser dura, sofocada y oscura. Nunca conseguí hallar una intérprete con esas cualidades. A juzgar por los informes que me llegaron, usted, Maria, puede ser la persona que he estado buscando. Por eso la invité a que viniera a Milán para escucharla. Si usted responde a su fama, haremos Macbeth. No quiero morir sin haber dirigido esa ópera.

(Toscanini murió sin haberla dirigido y Callas nunca cantó dirigida por él).

Eduardo Lizalde aparece de repente, ha oído parte de nuestra conversación y con su voz tonante de barítono recuerda que en 1952 Maria fue Lady Macbeth en La Scala, recuerda también, con su memoria prodigiosa, que un crítico milanés escribió en un periódico de la ciudad que quizá la ópera que mejor se adaptaba a la Callas fuera Macbeth y que para el papel de Lady Macbeth Verdi rechazó a una soprano de hermosa voz, eligiendo para ese rol a otra actriz capaz de emitir sonidos diabólicos, calificativo exacto usado por Verdi en una carta: diabólica, la palabra adecuada que hubiese querido utilizar Toscanini al proponerle a la Callas su posible participación en esa ópera, palabra implícita en su relato, la palabra que calza perfectamente con quien es perverso, cruel, y emite sonidos duros, sofocados y oscuros.

Y las asociaciones se encadenan y me veo caminado por Roma en verano hace como cincuenta años, mi vestido es azul y llevo los brazos descubiertos, un hombre de muy baja estatura aparece de repente, me da un beso muy cerca del hombro derecho, al tiempo que canta un aria de la Aida de Verdi.

Y después de un largo viaje por la India, antes de regresar a México desde París donde pasé con Luz once días de tregua, visitamos el cementerio de Père Lachaise. Enterrados allí muchos personajes ilustres: Marcel Proust, Honorato de Balzac, Saint Simon, Edith Piaf, Jim Morrison, Georges Perec, Allasn Kardec, Max Ophüls, Gerard de Nerval, Eugène Delacroix, Benjamin Constant, Oscar Wilde, cuya tumba, renovada en 1992 y protegida por un inmenso ángel desnudo, ostenta un letrero en inglés y en francés donde se solicita respetar la tumba, a pesar de todo cubierta de besos -¿ con lápiz de labios o pintura para graffiti?- de sus miles de admiradores.

Y como un aviso premonitorio y sin voz la tumba de Maria Callas.

Y en esa misma conversación con Nora y con Cristina, afirmo, monótona: me da tristeza no haber oído nunca cantar a Callas. Enseguida vuelvo a poner en el tocadiscos Medea-, una producción de una disquera menor llamada Arkadia, grabada en vivo en 1959 (dirigía la orquesta, como casi siempre, Nicola Rescigno); carece de la sofisticación tecnológica actual: ruidos intermitentes, chirridos, golpes de instrumentos sobre la madera, tarareos, toses, el sonido de la partitura cuando los músicos dan vuelta a las hojas, la Callas entremedio, gloriosa, en dúo con Jon Vickers, quien interpretaba también al Pollione de la Norma en otra de las versiones donde ella participaba: por ejemplo en 1960 con el coro y orquesta del teatro alla Scala di Milano, dirigida por Tullio Serafín, uno de los directores que más la apreciaron (y recuerdo que yo en Houston vi la Norma de Bellini con Ivonne Fleming, una cantante que acaba de retirarse). Y recuerdo asimismo que en un disco tengo la versión de 1960, dirigida por su gran amigo Tullio Serafin y como Pollione el tenor Franco Corelli, un hombre de una extremada belleza y un extremo narcisismo, conocido por su voz y por su homosexualidad y con quien se dice la soprano sostuvo un fugitivo e intenso romance: en esa versión su voz era más dramática, más expresiva que en la versión de 1954, aunque ya no sostuviera bien los agudos y en ocasiones trepidaba, vacilante, y sin embargo magnífica y de un dramatismo extraordinario, rumor muy difundido en una década en que las apariciones de Maria eran cada vez más escasas y no había actuado durante toda la primera mitad de ese año. Hablaba de retirarse, afirmando que durante un período de más de dos décadas la habían oído cantar en los diversos teatros del mundo. Ese rumor corría, insistente, subrepticio: su voz empezaba a deteriorarse, sobre todo en los trinos, convertidos peligrosamente en gorgoritos. Los trinos, una de las proezas vocales más difíciles y por ello menos practicadas, los trinos conseguidos gracias a una técnica complicada, ejecutada en una sola nota o en pasajes de escalas rápidas que producen una especie de interrupción rítmica, una fonación iniciada lentamente con pausas separadas por silencios breves, fonación que va aumentando a tal grado que pueda oírse como si fuera la emisión de una ametralladora.

En la versión de Norma grabada de 1960 Callas cantaba en dueto con Christa Ludwig, ella sí en plena forma y actuando como si fuera su rival amorosa, en realidad, y aunque contralto, su rival operística.

Callas, llamada por la prensa de su tiempo la tigresa, quien, por sus desplantes y sus furores no cumplía con sus contratos: insisto siempre, Callas, la puntual, rigurosa, extrema, bella, clásica (¿casta?) diva: El monstruo de la voz.

Cristina, muy joven, vestida como los demás espectadores de gran gala, sentada en el teatro junto a su madre, oyendo a Callas representar a Medea: imagino que llevaría un traje largo de seda clara, su cabello largo, liso y rubio, bien peinado; entusiasmada se levantaría en el entreacto y empezaría a aplaudir, y en ese mismo instante creo discernir de entre los aplausos grabados nítidamente los de ella, y de manera automática ya estamos también Nora y yo en el teatro, de pie, gritando vivas a voz en cuello, aplaudiendo histéricamente, Nora, con su vestido largo desordenado, de tafeta de seda roja, tirando a escarlata, como debe de ser, ¿acaso no se trata de una ópera donde la sangre inocente se derrama? Y quizá lleve aretes largos de oro y diamantes -¿o serán humildemente granates?- y un collar haciendo juego, ¿un abanico?, quizá no, sería demasiado, pero al verme con abanico ya soy una de las espectadoras que acompañan a Alida Valli representando a Livia en la película de Visconti. Livia conspira contra los austriacos -tanto tiempo aposentados en su patria-, pero al enamorarse de un militar enemigo, personificado por el guapo Farley Granger, traiciona por amor a sus compatriotas, como lo hace Medea al traicionar a su padre y asesinar su hermano cuando se enamora de Jasón; Norma de Pollione y. de alguna forma, Callas, cuando por Onassis abandona a su esposo, Giovanni Battista Meneghini.

Livia, sí, vestida, ¿cómo no?, de gala, con sus joyas soberbias, verdaderas (diamantes y zafiros, quizá también esmeraldas) y su cintura melodramática, oyendo una ópera de Verdi en un escenario auténticamente operístico, el decimonónico, una de las muchas óperas que exaltaron a los patriotas, desterraron a los invasores y unificaron a Italia, la de Garibaldi. Callas, ella también con sus vestidos suntuosos, entallados, operísticos, ataviada con las joyas que año tras año le regalaba su devoto esposo, Giovanni Battista Meneghini, quien, como lo cuenta él mismo en su libro, Maria Callas mi mujer, acostumbraba celebrar la primera representación de cada uno de sus papeles más importantes, regalándole joyas: para Lucía de Lamermoor, un juego de diamantes, formado por un collar, un brazalete y un anillo; por La Traviata, un juego de esmeraldas; por Ifigenia en Táuride, un anillo con un diamante Navette, llamado así, precisa Meneghini, porque el tallado de la piedra le daba la apariencia del casco de un barco; para Medea, como debe de ser, un juego de rubíes, si, joyas, joyas, joyas, profusión de joyas, de oro y platino, perlas, esmeraldas, diamantes, zafiros, rubíes, granates, joyas con las que aparecería milyunochescamente ataviada en las múltiples fotos que más tarde, cuando ya era una leyenda, le fueron consagradas, la humilde joven gorda cuya voz era, al conocer a Meneghini, y para decirlo con un lugar común, un diamante sin tallar, Callas llegada a Verona con solo dos blusas y sin ninguna joya y quien al empezar su relación con Giovanni Battista le rogó que le regalase un simple collar de ¡plata!

Unos días después de esa sesión musical a domicilio, volvemos a desayunar Nora y yo con Hilda Rivera y relato mis experiencias operísticas, experiencias vicarias, la vida de la Callas interpretada en el teatro por una actriz mexicana (acababa de verla) y la Norma de Callas (en disco) y la Medea de Cherubini que Cristina vio realmente en Dallas y la Popea de Monteverdi que yo he visto en Londres en 1988, con otros intérpretes, en una vieja iglesia de la City con mis amigos franceses, los Amilhon, y la Lucía de Lamermoore, en París, con otros amigos, para lo cual hemos tomado un taxi Nora y yo desde Saint Germain a la Bastilla. El taxista, nacido en una isla del Caribe interrumpe nuestra plática: quiere juntar dinero para volver a su isla y construir una casita de palmeras y alimentarse exclusivamente de plátanos, sentado en una silla de playa bajo los árboles, nos habla también de cómo odia a los franceses (ha pasado casi 40 años de su vida en Francia) y del seguro que les dejó a sus cuatro hijos sin reservar nada para él, porque en las islas se puede vivir cómodamente en la playa con unas cuantas palmeras como sombra y muchos plátanos como alimento: un verdadero exótico, víctima de su propio exotismo.

Mi amiga Hilda viste un traje rojo (las que amamos la ópera nos vestimos a menudo de rojo) y ha visto muchas veces en su casa los vídeos de las óperas de Callas que en su inmensa discoteca y videoteca tiene su marido, el poeta Eduardo Lizalde, quien posee absolutamente todas las versiones habidas y por haber de Maria (Nora y yo, cada una por su parte, atesoramos unas cuantas, Medea, Aída, Rigoletto, Orfeo y Eurídice, Alcestes, Lucía de Lamermoore, Vísperas sicilianas, Norma, Il Trovatore, Alceste, Tosca...); Lizalde, quien ha escrito el magnífico poema «El tigre en la casa» y se sabe de memoria todas las inflexiones de la voz de la cantante, las florituras, las dificultades que vencía como si los obstáculos no existieran, por ejemplo representar en un periodo muy breve dos personajes de óperas muy distintas entre sí, la Brunilda de las Walquirias de Wagner y la Elvira de Los puritanos de Bellini, tour de force increíble, interpretar a Wagner los días 12, 14 y 16 de enero de 1949 y quince días después la ópera de Bellini que nunca había cantado y memorizó en tan solo 8 días: en un lapso de 12 jornadas, Callas apareció 6 veces en el famoso teatro La Fenice de Venecia, hazaña increíble que ella minimizaba: en una entrevista declaró que Wagner era mucho más fácil de interpretar que Bellini, aseveración asombrosa: Brunilda, una walquiria, cuya voz rivaliza con los atronadores instrumentos de la orquesta, los trombones, los tambores, los bombos y los platillos, frente a Elvira Valton, la frágil hija del gobernador de Plymouth, quien enloquece cuando su enamorado Arturo Talbo huye con una mujer poco antes de casarse con ella, durante la guerra entre puritanos y estuardianos, el reiterado esquema de la traición, esencia del melodrama en la ópera y en la vida real, la de las heroínas que interpretaba (Norma, Medea, Elvira) y la suya propia (Callas traicionando a Meneghini por Onassis y Onassis traicionándola por Jackie Kennedy).

La Callas, insistía Sergio Pitol, soprano absoluta, diva legendaria, cantante que hacia 1959 (época en que fue grabada la Medea, que escucho ahora mientras escribo, grabada en el Covent Garden en Londres) (¡no en Dallas, desgraciadamente donde hubiéramos Nora y yo podido acompañar a Cristina!) tenía aún una voz radiante, única. A medida que Callas perfeccionaba y volvía más expresivos los registros medios y bajos, su voz empezaba a declinar: esa interpretación de 1959 contrasta con sus otras grandes interpretaciones, por ejemplo, la Norma de 1954, cuando su voz era de una soberbia coloratura, amplia, sólida y segura, una voz también oscura e intensa, de gran nobleza en el fraseo, de inédita musicalidad y una presencia escénica majestuosa y actuación inolvidables, distinta a la del 2 de enero de 1958 en la Ópera de Roma, en que después del primer acto Maria no quiso volver a escena, decepcionando al público de la función de gala, entre cuyos espectadores célebres se encontraba el presidente de la república italiana.

Mientras desayunamos o comemos, no me acuerdo bien croissants con mantequilla y mermelada de naranja agria, Hilda nos habla de otro gran escándalo sucedido en Edimburgo, cuatro meses atrás, en 1957: la Scala de Milán ha organizado una serie de grandes representaciones durante el festival de verano y Callas, más o menos contra su voluntad y desoyendo la opinión de sus médicos, firma un contrato para cantar en cuatro de las cinco funciones de La sonámbula, dato nunca comunicado al público escocés. Falló el intento por persuadirla a cantar también en la quinta representación y al no hacerlo y persistir en su decisión inexorable, la Callas consolidó su leyenda negra. En 1960 y a pesar de sus desplantes y sus enfermedades, insiste Hilda, su registro y su timbre eran cada vez más expresivos y dramáticos, de una gran finura, flexibilidad y tensión, pero en los trinos ya era posible percibir quebraduras súbitas en la voz: su diafragma dañado por cantar óperas complicadas en su juventud antes de estar bien entrenada, antes de tener buenos maestros que le enseñasen a dominar y protegerse, esa diva, conocida como la tigresa por sus desplantes y sus caprichos, esa diva que sufría cada vez que salía al escenario y provocaba la más rendida admiración o los más violentos rechazos, descubrió en mayo de 1965, en la Ópera de París, que ya no podía cantar Norma, el aria de la Casta diva por la que se había vuelto famosa:

Wally, la hija de Toscanini, contaba conmocionada la impresión que le causó oírla: Podía verse, exclamó impresionada, cómo la sangre le brotaba de las cuerdas vocales.

(Sergio Pitol, con quien estuve en tantos teatros escuchando ópera. Por ejemplo en Londres, 1987, Don Giovanni, con Luz de Amo y Ricardo Valero, recién llegados de México, y con un funcionario que se durmió en la función, aunque a menudo atendía en su despacho mientras escuchaba ópera a un volumen ensordecedor). (Sergio Pitol, con quien escuché en Praga una ópera de Janacek y en Nueva York La Fanciulla del West de Puccini, interpretada por una cantante asimismo voluminosa).

Callas estuvo excedida de peso hasta finales del 1953, año en que empezó a adelgazar, digo, dejando la taza de mi café expresso machiato o tal vez de vino tinto sobre la mesa. Mancho un poco el mantel, ya no sé muy bien ahora si fue con café o con vino, no sé si nos habíamos reunido para comer o para desayunar y si había derramado como de costumbre el café o el vino sobre un mantel blanco de lino, bordado con flores azules, haciendo juego con la vajilla; me confundo levemente, intenté limpiar la mancha con una servilleta empapada en agua mineral, pero Hilda me interrumpe y dice, no te preocupes mandaremos el mantel a la tintorería, y continúa: Maria no engordaba porque comiese demasiado, engordaba porque tenía un trastorno glandular. Y añade, fue esclava de las dietas: nunca comía pastas, solo verduras, pero la carne jugosa la enloquecía, por ejemplo los filetes y los bistecs y, cuando terminaba la carne, atacaba los huesos como un gato. Creo, interrumpo, que esa voracidad descomunal se asociaba a su dramatismo espectacular, a su coleccionismo, a sus desplantes, a su desorbitada relación con la vida, a su estar en el mundo solo como diva, a su destino exclusivo de personaje de melodrama. Nora interviene a su vez y señala que en la época en que Maria fue obesa acumulaba utensilios de cocina: una cantidad exorbitante de cuchillos de todo tipo, cucharas, tenedores, cacerolas, batidoras, ollas de presión, vajillas, coleccionismo que cuando adelgazó cambió de signo y se tradujo en la compra excesiva de ropa, pieles, joyas, zapatos.

El cuento de hadas clásico, la joven desgarbada, el patito feo de Andersen convertido en cisne, y también, por qué no, la joven incomprendida, maltratada, explotada por su madre, una cenicienta que nunca encontró su príncipe, ¿Acaso lo fueron Visconti, Pasolini o Zefirelli?

Una joven diva de rostro hermoso, con cuerpo de ballena.

Y para exacerbar la leyenda, añade entusiasmada Hilda el tono de su rostro haciendo juego con su vestido colorado (casi grita, exaltada): la historia de su adelgazamiento es el colmo de los colmos (hablamos de Callas como si nos hubiésemos frecuentado, como si viniese a desayunar, a comer o a cenar con nosotras), (como si fuéramos sus grandes amigas: Marlene Dietrich o Elsa Maxwell): yo añado, si, su esbeltez milagrosa y repentina, otra leyenda, otro cuento de hadas, al estilo de los hermanos Grimm: en su vientre inmenso, irredento, se aloja un animal monstruoso, una lombriz llamada solitaria, una lombriz que carcome las entrañas, engendrada de manera literal en el estercolero, una lombriz que del vientre de los cerdos se traslada al vientre de la cantante.

Hilda decide leernos entonces la escena en donde Meneghini, el eterno marido, quien nunca se consoló de la traición de Maria, describe en su libro la escena de la expulsión de la mítica solitaria. Escena ocurrida convenientemente en el baño de una suite de un hotel cercano a la Scala de Milán, teatro de varias de algunas de las actuaciones memorables de Maria:

María salía del cuarto de baño. Tenía puesta una bata azul.

Battista, la maté, dijo.

¿Qué mataste?, pregunté: mientras se bañaba, se había desprendido una sección bastante larga de una lombriz solitaria y la había destruido.

¡Una lombriz!, exclama Nora, riendo. ¿Existió de verdad esa lombriz providencial?, pregunto yo.

La perla en el estercolero, remato.

Hilda toma de nuevo el libro y sigue leyendo:

Sí, prosigue Meneghini: una vez liberada de la lombriz, el peso excesivo comenzó a desaparecer. Ahora que estaba delgada, Maria empezó a usar joyas, pieles y ropas elegantes. Sentía que había conquistado el derecho de usarlas. La vestían los mejores modistos y usaba solo creaciones originales.

Y yo digo, envidiosa: y él siguió comprándole joyas.

Nora comenta: Ella quería parecerse a Audrey Hepburn.

E Hilda se acuerda que al iniciar su aventura con Onassis, Maria solo le exigió a Meneghini que le entregara todas sus alhajas.

Y durante esas largas veladas donde escuchábamos nuestras óperas favoritas donde en ocasiones también participaban Mónica, Estela y Cristina, nuestra conversación recaía necesariamente sobre la Callas.

A Maria le atraía de manera morbosa la homosexualidad, pensaba que era curable. Famosos fueron sus amores con homosexuales connotados como Franco Corelli, su compañero de escena y durante cierto tiempo su compañero de cama. Fue notable sobre todo la infatuación que el conde Luchino Visconti tuvo por ella, a pesar de que la conoció cuando aún pesaba 100 kilos y no se perdía ninguna de sus actuaciones en La Scala de Milán o en la Ópera de Roma, mandándole, constante, ramos de rosas amarillas y rojas, acompañadas de notas fervientes: se murmuraba que había sido amor a primera vista, una pasión tan intensa y melodramática como las pasiones que viven los protagonistas de las óperas.

Visconti quien perdió la cabeza por ella decía que Callas tenía un temperamento de actriz, además de ser una gran cantante, tenía un temperamento de trágica. Es bien sabido que el melodrama exige una exageración de los sentimientos, de los gestos, de las actitudes. Con la Callas se llegaba a ello con gran facilidad, repetía el cineasta, actuaba con una gran fineza, con un gusto extraordinario, al contrario de muchos otros cantantes para quienes cantar ópera se limita a efectuar dos o tres gestos repetidos a lo largo de todo el espectáculo.

Y Onassis, el hombre al que tanto amó y al que se sometió por completo, la insultaba diciéndole, cuando ya había perdido la voz: ¿Quién eres tú? ¡Nada! Tienes un silbato en la garganta que ya no funciona. Aristóteles Onassis, un hombre fascinante y a la vez vulgar, nunca entendió de música, un hombre para quien la ópera era solamente un ruido semejante al producido por un montón de cocineros italianos, gritando a voz en cuello recetas de cocina, un hombre prepotente por el que Callas lo perdió todo, no solo la voz.

Onassis era griego, de origen humilde y se había encumbrado: fue inteligente, despiadado y vulgar.

Callas de origen humilde, también griega (aunque nacida en los Estados Unidos), genial, pero también vulgar.

¿Por eso se amaron tanto?

¿Sabes por qué el papel de Norma siempre es el que más me ha gustado?, le comentó Callas a un amigo antes de morir: Porque ella elige morir antes que dañar al hombre que ama, aunque la hubiera despechado.

Y no solo Visconti se fascinó con Maria. No solo él entendió a cabalidad su temperamento de trágica: En 1969, cuando Callas -para decirlo en tono de melodrama- ya lo había perdido casi todo, Pier Paolo Pasolini la rescata y le ofrece el único papel verdaderamente trágico que le tocó interpretar en toda su carrera, una intervención pura en donde no intervenía su voz, un personaje con el que estaba familiarizada pues había representado la Medea de la ópera de Luigi Cherubini. Tan extraordinaria fue su actuación que se ha llegado a afirmar que Pasolini, a la vez que sacraliza a Medea en esa película, sacraliza a Maria Callas, devolviéndole el amor del público que hacía un tiempo la había abandonado.

Se cuenta además que fueron amantes, cosa que quizá sea cierta, dice Hilda y pregunta: ¿Acaso no lo demostró Pasolini cuando su personaje de la película Teorema sostiene relaciones sexuales con hombres, mujeres, niños y ancianos?

Un público que en 1953 aclamó la mítica interpretación operística de Medea en Florencia e hizo proclamar a sus críticos que Maria Meneghini Callas había sido la heroína de la velada. Leonardo Pinzauti asegura: basta decir que en varias de las arias alcanzó tal expresividad que hubiese sido posible prescindir hasta de su voz: el estado de ánimo del público llegó al nivel dramático más excelso, el del poder mítico, en consonancia con el acontecimiento narrado.

Y Teodoro Celli, un crítico lombardo, declaró que Medea solo podía representarse si la cantante asumía la tremenda carga de la protagonista. Anoche, dijo, Maria Meneghini Callas fue Medea. Su actuación fue sorprendente. Una gran cantante y una actriz trágica de notable poder, aportó un matiz siniestro a la voz de la hechicera, un matiz ferozmente intenso en el registro más bajo, y terriblemente penetrante en el más elevado. Alcanzó también tonos desgarradores que expresaron a Medea la amante, y conmovedores para Medea la madre. En resumen, sobrepasó las notas, y alcanzó con perfección el carácter monumental de la leyenda...

¿Podríamos comparar a la Callas con la Medea mitológica, disminuida y neutralizada por su amor a Jasón, cuando se enamoró de Arístides Onassis, pregunta Cristina?

O aún más, dice Nora esbozando un gesto trágico, ¿podríamos comparar a Medea con la Gorgona, esa Medusa que aterrorizaba a los mismos dioses y a quien Perseo logró cercenarle la cabeza?

Pascal Quignard la describe así:

¿Cómo era el rostro de Medusa? Tenía los ojos entrecerrados y fijos, anchas y redondas fauces de león, una pelambre salvaje formada por mil serpientes, dos orejas de buey, un hocico abierto en un rictus perpetuo que hendía su rostro. Su lengua se proyectaba violentamente hacia fuera, sobre un mentón barbado que delimitaba la enorme boca abierta y dentada.

Hace muy poco fuimos al cine Nora, Cristina, Hilda y yo: vimos la Medea del cineasta norteamericano Pollaoro, en ella los papeles se revierten y es el marido, un gris y resentido Jasón, quien asume el papel que en el mito le corresponde a Medea. No solo asesina a sus hijos -dos de los cuales no son de él, sino el producto del adulterio de su mujer- sino que se suicida.

En un fresco romano proveniente de la casa de los Dióscuros en Pompeya, Medea aparece mirando, sin mirarlos, a sus hijos, mirada adversa, mirada oblicua y desmesurada, mirada brillante y negra, antecede al sacrificio.

En la pintura no se oye su voz.

Callas era la imagen misma de su trágico destino. Callas encarnaba, FUE, la metáfora misma del melodrama, la quintaesencia de lo que la ópera significaba y quizá ha dejado de significar.

Los últimos años de su vida los pasó en la más absoluta soledad, encerrada en su departamento de París, acompañada solamente por su ama de llaves.

Callas fue incinerada y su tumba está en el cementerio parisino de Père Lachaise: su urna fúnebre fue robada y encontrada unos días más tarde. Tras su recuperación se dispersaron sus cenizas en el mar Egeo.