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El mundo poético de Julio Maruri

Ricardo Gullón





Hace poco más de un año, jóvenes entusiastas y llenos de fe iniciaron en las páginas de la revista Proel una ardorosa cruzada por la poesía. Dos o tres veces, desde entonces, señalé los éxitos evidentes, los innegables adelantos que día tras día percibíanse en los cuadernos publicados por ellos. Ahora, avanzando en el camino emprendido, comienzan a editar -muy bellamente, por cierto- una colección de libros de versos desde donde, aisladamente y con extensas series de poemas, van a enfrentarse con el público.

Quiere decirse que el grupo «Proel», en franco proceso de crecimiento espiritual, está granando, ha granado ya, y va a entregarnos las obras que de él esperaban cuantos, sin especiales dotes de videncia, siguieron atentamente el curso de su evolución. Le ha correspondido entrar en fuego el primero a Julio Maruri, y su libro, titulado Las aves y los niños, no es lo que suele llamarse, con locución inocua y poco comprometedora, «una promesa», sino una obra madura, cuajada precisa en su intención y con la necesaria congruencia estética entre el propósito y los medios expresivos del poeta.

Se trata -tal reza el subtítulo- de una «Elegía»: canto a la vida fugaz y triste muerte del niño, de esa criatura que fuimos alguna vez y recordamos con dulce y melancólica nostalgia; canto sin énfasis, con recogida y un tanto evanescente memoria. El tema prestábase a histriónicas simulaciones, a retorcimientos y ayes por el bien perdido, pero tales escollos, como cualquier retórico exceso, han sido en esta obra instintivamente sorteados. No se tejió un largo catálogo descriptivo de las emociones suscitadas en el alma del hombre por la muerte de su propio ser antiguo, sino que procurose recrear en breves poemas independientes un mundo frágil en permanente riesgo de destrucción por los inflexibles azares cotidianos.

Para vislumbrar primero y captar después ese mundo tan maravilloso y lejano, ese mundo que pocos seres sienten alentar bajo la hosca certeza del presente, es necesario especial candor, una parcela -cuando menos- del alma hermética a las arremetidas de esa «realidad» hostil a esta otra inmutable verdad que las cosas y los seres ofrecen al poeta. Pues las grandezas y las pequeñeces que constituyen el tejido de los días, si sucédense bajo el signo de la caducidad, parecen, en tanto duran y gravitan sobre nosotros, lo único importante y merecedor de atención. Tosco error que resalta el poeta lanzándose a la búsqueda de elementos eternos, de sustancia permanente, en aquellos acaecimientos que pueden suministrarla y que nunca son los que con trastocada perspectiva bríndanse en ostentoso y acaparador primer plano.

Pensando así, Julio Maruri -como otros de su tiempo- se evade de la grandilocuencia y aspira a impregnar el poema de ternura y de melancolía. Ternura, porque el mundo está hecho de seres delicados -flores, pájaros, niños- a quienes cualquier aspereza puede herir, maltratar; melancolía nacida en la nostalgia, porque ese mismo mundo pertenece al pretérito, es un sueño desvanecido en el aire cruel de la madrugada, algo recordado después que insensiblemente murió, según dice el verso de Quevedo en cuya cita se ampara el libro comentado, «Tu edad pasará mientras lo dudas»; algo, en otras partes, que desde el presente se imagina como ya sucedido; así cuando el poeta en «Elegía» se ve muerto, reducido a tierra sobre la que niños juegan a la rueda. Y la conjunción de melancolía (que a veces es tristeza; véase «La niñez destruida») y ternura se traduce en conclusiones de neta estirpe romántica:


Dejadme así vivir serenamente
mi sueño sin estorbo,
mi pasión sin ciudades, mi quimérico
reino del viento loco.



que si en versos como los transcritos es puro anhelo, susceptible, en suma, de ser considerado lírico desahogo, más adelante, en las tres breves estrofas de «Alguna vez», álzase a sencillez tan honda, tan desnuda y verdadera, que el difícil tema de la muerte de un niño -de la muerte biológica y metafóricamente hablando- logra la precisa, sobria y contenida emoción. Pero, entiéndase bien, emoción interior, no revelada por exclamaciones, interjecciones u otros pueriles recursos: emoción brotando de la desoladora convicción que inspira trozos como este:


Alguna vez un Dios piadoso
tiende su mano hacia la vida,
y delicadamente apaga
pájaro, niño, flor, sonrisa.



Tal sucesión de «pájaro, niño, flor, sonrisa», alusiva a su quebradizo e inseguro destino, corresponde a la peculiar manera de confundir las ideas pájaro, niño y flor, que caracteriza a esta lírica:


Alma de pájaro dentro del niño,
alma de niño cantando en el ave.



versos sencillos que entregan la clave de una poesía y, estoy por decir, la de un poeta. Verso sencillo no significa pobreza, sino repliegue a una quizás voluntaria limitación; y voluntaria parece cuando basta para transmitir fielmente el mensaje recibido.

La visión de Maruri no se desplaza al mundo material; mantiénese rigurosamente en el del sentimiento. Si piensa en un cementerio, no forjará imágenes de tumbas y cruces y cipreses; desdeñando la consuetudinaria expresión, se mantendrá en el orbe de lo afectivo, y de ahí su seguro instinto le llevará a recorrer el tópico dentro de su sistema poético.


Pasar de niño a flor, ave en el aire,
en un instante quiso un niño.



para precisar en el mimo poema


Un niño muerto que crecía,
en tierno tallo convertido.



o en otro lugar


Ya rama y flor de verde vida
son estos niños enterrados.



Como consecuencia de esta entrega al sentimiento, y no sé si también por reflejo de su aversión a la realidad inmediata, sus ojos ciérranse a la belleza de la tierra y así, por ejemplo, de la presencia del mar en «Sobre la playa» solo existe en el verso desvaído reflejo, nunca una descripción; tampoco en «La Luna» -cadena de metáforas- se hallan valores de este tipo; al señalar su ausencia, no pretendo sino retener un dato más de la poesía de Julio Maruri, artista introvertido y de tendencia angélica, cuya palabra muéstrase capaz de instrumentar finísimas melodías en torno a un mundo sentimental de que apartó celosamente cualquier derivación a la sensiblería.

En un artista tan joven existen -y deben existir- influencias que alguna vez le fueron aquí mismo señaladas. Ello es lícito y, en este caso, los nombres que acuden a nuestra memoria, los ecos que despiertan en nuestro oído, dicen de grandes y nobles y puros acentos; pero me importa indicar esto: nos hallamos ante un poeta con voz propia que, en general, incorpora a su «persona profunda» -perdóneseme la pretenciosa expresión en gracia a su claridad- aquellos materiales que armonizan con ella, pero antes de utilizarlos los asimila y transforma hasta confundirlos con el curso de ideas y de sensaciones que, naciendo de su intimidad, construyen el substratum de su mundo poético.





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