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El mundo social de «La Celestina»

José Antonio Maravall



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ArribaAbajo Prólogo a la primera edición

No es fácil hallar en el marco de la Historia cultural obras que con tanto relieve literario como La Celestina nos ofrezcan un cuadro tan ajustado y tan vivo de la sociedad en que se producen. Por eso, creemos que las líneas de una interpretación sociológica de La Celestina o, por lo menos, de algunos de sus aspectos cardinales, se han de corresponder con las que nos representen la imagen de la sociedad española a fines del siglo XV; cuyos trazos, por otra parte, coinciden en gran medida con los de la evolución general europea de la época. El siglo XV es, en nuestra Historia, una de las fases de más interesante sentido europeo, como pueda serlo más tarde el siglo XVIII. Y siendo rico y variado lo que de propio y peculiar de la situación cultural española se encuentra en aquel final del Medievo, hay, sin embargo, una estrecha correspondencia con lo que en otras partes de la común cultura occidental se da. Podemos, por ello, suponer que la aplicación de ciertas categorías historiográficas a nuestras obras literarias, artísticas, políticas, etc., surgidas de ese primer brote de la época moderna que es el siglo XV -más los primeros años del XVI-, ha de resultar siempre fecunda y esclarecedora.

No pretendemos que una consideración de La Celestina, desde un parcial punto de vista histórico-sociológico, nos permita   —8→   descubrir el sentido total de la obra. Si nos colocamos en ese ángulo visual, no pretendemos negar licitud a los análisis de otro tipo a que pueda someterse, y, efectivamente, haya sido sometida, la Tragicomedia de Rojas1. Las interpretaciones de carácter estético, estilístico, psicológico, etc., de La Celestina darán siempre resultados valiosos, como lo demuestran los trabajos de Reischmann, de Gilman, de Samonà, de M.ª Rosa Lida de Malkiel, de Deyermond, de Castro Guisasola, obras cuyo número y calidad son una prueba del rico campo de investigaciones que la materia ofrece. Sobre esta, como sobre cualquiera otra, la variedad y articulación de enfoques diferentes será siempre recomendable. En el estudio de los hechos humanos cada vez se comprende más la necesidad de un trabajo que, sirviéndonos del neologismo hoy al uso, llamaremos interdisciplinario. Por eso, no podemos dejar de hacer dos observaciones: 1.ª, que es absurdo pretender que un mero análisis crítico-literario o estético pueda resolver, por sí solo, los principales problemas de La Celestina; y 2.ª, que hay que caer en la cuenta de que sobre la base de criterios formales, de suyo limitados, se han acometido cuestiones que exigen ser contempladas desde otros lados o, por lo menos, completadas con otros enfoques, para llegar a obtener   —9→   conclusiones mínimamente aceptables. El ensanchamiento del campo visual de una determinada disciplina por quienes se mueven en el campo específico de ésta, de manera que el especialista se extienda a considerar aspectos que se salen del estricto marco de su trabajo, es admisible y puede ser fecundo; a veces ha llevado a descubrimientos que son francamente de estimar. Pero en tales casos es necesario tener conciencia de que se está en campo ajeno y, en la medida de lo posible, atender a lo que en él es ley, laborando con el modesto sentimiento del que juzga su trabajo como una aportación parcial y discutible.

Decimos todo esto, no para lección de otros, sino para que ese flexible criterio de estimación se aplique a las páginas que siguen, aceptando, por lo menos en sus límites, esta intromisión del análisis histórico-social en el mundo de una obra que, de no existir el Quijote, sería probablemente la primera de nuestra Literatura.



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ArribaAbajoPrólogo a la segunda edición

Confieso que siento un gran interés, como ya dije en el prólogo a la primera edición de esta obra, por todo trabajo de investigación e interpretación en el campo de la Historia que, sirviéndose de una articulación de puntos de vista propios de diferentes ciencias sociales y humanas, ponga de relieve la conexión, sistemática y lógicamente fundada, de las mismas. Creo que en el estudio, con un sentido de interdependencia, de los temas de nuestras disciplinas, desde enfoques en los que participen varias de ellas, está su futuro científico, si algún día este último adjetivo ha de poderles ser aplicable. En esa dirección he intentado orientar, cada vez más resueltamente, mis trabajos. Tal es, como ya dije, el sentido del ensayo que se contiene en este libro. Tengo, pues, que reconocer, sinceramente, la satisfacción que me ha causado la favorable acogida de que ha sido objeto.

Esta segunda edición de El mundo social de La Celestina conserva íntegro el texto de la primera. He introducido, sin embargo, aparte de ligeras correcciones de estilo, algunas adiciones. Consisten estas, sobre todo, en la aportación de nuevos testimonios de la época o de resultados establecidos por otros investigadores que se han ocupado en el estudio de la misma. Los primeros nos ayudan a comprobar, una vez   —12→   más, documentalmente, la presencia de una mentalidad social, claramente tipificada, en la que basamos nuestra interpretación. Los segundos, refuerzan nuestra propia tesis en algunos puntos esenciales.

Quiero dar las gracias a la Editorial Gredos por el amistoso trato que han dispensado al libro y a su autor.





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ArribaAbajo- I -

La Celestina como «moralidad». La conciencia de crisis en el siglo XV


Como tantas obras que se escriben en la Edad Media, como tantas otras que se publican en los siglos XVI y XVII, también La Celestina se presenta al lector con un fondo de filosofía, en el sentido de enseñanza moral sobre las cosas humanas. Desde su subtítulo, se ofrece como un libro de «castigos» y «avisos». Con toda su animada galería de personajes poco edificantes, con toda su exhibición de jóvenes descarriados, rufianes, prostitutas, alcahuetas, fanfarrones, etc., La Celestina, pretende ser considerada como una «moralidad». Bataillon ha insistido, con acierto a nuestro modo de ver, en ese carácter de la obra, basándose en el testimonio del autor, en los de los autores de otras obras semejantes y en los de otros escritores. Sumemos a estos el juicio de Luis Vives, que en época inmediata habla de aquella y señala su superioridad moral sobre la comedia clásica. Añade Bataillon el argumento de que si la Inquisición no tocó nada importante en La Celestina, ni aun en los momentos de mayor rigor, a pesar de las manifestaciones tan crudas de su crítica anticlerical,   —14→   fue porque reconoció en ella su condición de ejemplo moral.2 Tal vez esta última observación no es del todo convincente, ya que la Inquisición no persiguió siempre con igual saña las mismas faltas y hasta mediados del XVI, en que empezó a ocuparse en censurar los libros publicados, no parece haber puesto barreras a la ola de literatura con elementos de franco carácter obsceno que venía propagándose desde el final de la Edad Media. Con todo, no deja de ser tal observación digna de tenerse en cuenta sobre el carácter de «moralidad» con que se califica por su autor la Tragicomedia de Calixto y Melibea3.

Ciertamente que María Rosa Lida en esa su magna Summa celestinesca, que ya llevamos citada, se ha opuesto a tal apreciación. Ella trata de poner de relieve la originalidad que campea en todos los aspectos principales de la obra. Para tal fin, toma un camino que parece orientado a muy contraria meta: un estudio exhaustivo de fuentes, antecedentes, reminiscencias, así como también de imitaciones y adaptaciones, y, a través del casi inabarcable volumen de datos que reúne, afirma la fundamental y plena originalidad de la obra, por la decisiva transformación que imprime a todos los elementos que en ella se integran: La Celestina supone una nueva e incomparable creación de caracteres personalísimos,   —15→   llenos de la más viva y singular realidad, como seres de carne y hueso. En consecuencia, no es una obra moralizante didáctica, cuyo contenido es siempre impersonal y generalizable4. Y tiene razón por su parte la señora Lida de Malkiel. Pero los dos aspectos no son excluyentes y en la fusión de ambos y en la transformación que una obra de fondo moralizante puede sufrir por la irrupción de una nueva conciencia de lo personal está uno de los lados de la significación histórico-social de La Celestina -obra que a su vez opera en el conjunto de la situación histórico-cultural de la época, viendo en esta el conjunto de las causas que dan lugar a las hondas transformaciones acaecidas en los temas que se encuentran y desenvuelven en la literatura de su tiempo, entre la cual La Celestina alcanza su condición tan moderna.

Sobre un interesante fenómeno de la cultura medieval europea, hizo una observación Baltrusaitis que tiene valor para aclarar lo que acabamos de decir. El escultor románico, según aquel, al tener que someter sus figuras a la ley del espacio arquitectónico -tan impersonal, tan geométrico-, y, por tanto, al verse forzado a tener que insertarlas en la esquina de un tímpano, de un capitel, se vio obligado a darles gesticulaciones monstruosas, sometiéndolas a contorsiones y deformaciones que les prestaron un tremendo patetismo. Ello ayudó a capacitar la mirada para captar el dramatismo de los personajes reales, singulares, cuando fue esa realidad de lo individual lo que empezó a interesar a los artistas y a los espectadores de otra época, instalados en las nuevas bases históricas de la misma5. De igual manera, un arte o una literatura que quiere conservar una función moralizadora, a fines del XV y en el XVI, esto es, en los tiempos de   —16→   la experiencia renacentista que de una u otra manera afecta a todas las sociedades occidentales, necesita adaptarse a la nueva sensibilidad y, para hacer eficaz un ejemplo moral, olvidarse del didactismo mostrenco de los apólogos medievales, presentándolo en forma que impresione la conciencia personalísima de sus nuevos lectores. El afán de alcanzar, sirviéndose de esa nueva manera, un fin general de moralización, puede forzar -y, efectivamente, así fue- la captación de lo individual y potenciar su realismo.

Bien que muchos hayan hablado del realismo del arte del XV y aun de comienzos del XVI y no menos del realismo en la literatura de ese tiempo, lo cierto es que en una y otra esfera se encierra un pensamiento simbolista, que se aplica a las fábulas y ficciones representadas y les presta un sentido trascendente, edificante. El análisis de las simbolizaciones que se dan en un cuadro tan aparentemente realista como el del matrimonio Arnolfini, por Juan Van Eyck, tal como ha sido realizado por Panofski, es realmente definitivo; y sobre la obra de Botticelli, han llegado a conclusiones semejantes los estudios hechos por Wartburg. Procedimientos de esta naturaleza -la transformación en símbolos de los objetos del mundo natural-, utilizados con fines didácticos, eran bien conocidos del arte y de la literatura medievales. Ampliamente se había sometido a este método la interpretación de Ovidio. Pero hoy resulta indudable que en el Renacimiento se continuó aplicando esa misma técnica: ejemplo bien conocido en la literatura española es la Philosophia secreta de Pérez de Moya6. En las fases de máximo desarrollo del espíritu renacentista, siguió firme esa actitud de entender como «moralidades» las más carnales y crudas aventuras de la mitología griega, como ha puesto en claro, entre otros muchos,   —17→   un excelente estudio de Seznec7. Tal es también la interpretación que se da al género celestinesco, desarrollada y fundamentada, con todos los lugares comunes propios de la materia, en el largo prólogo de la Tercera Celestina: en él se explica cómo cabe servirse de fábulas llenas de peligrosas narraciones, para comunicar, por debajo de ellas, enseñanzas «sacadas del tuétano de la philosophía moral», cosa que el lector tiene que extraer con mucho cuidado, como se cogen las rosas de un rosal, evitando las espinas8.

Sólo que ahora esos objetos naturales, o sobrenaturales -cosas, personas, dioses-, que se pretende presentar convertidos en símbolos, sacando de ellos un ejemplo elocuente, adoctrinante, necesitan ser, para que prendan en la sensibilidad de los hombres de la época, objetos concretos y singulares y, por consiguiente, caracterizados lo mejor posible en su individualidad -de ahí, la tendencia a transformar los dioses en héroes históricos, según la interpretación evemerista- Tal vez el gran logro de La Celestina se halle en esto: en haber llegado a crear individualidades de tan fuerte y singular carácter que impresionaban como seres de carne y hueso, como seres que cada uno conocía en su dolor y en su drama, cuyo ejemplo quedaba grabado en cada uno, con la fuerza de algo acontecido a persona conocida y próxima. Las referencias a Calixto y a Melibea, en documentos del XVI, tomándolos como personas reales, así nos lo revelan.

Al mismo tiempo que se ponían de relieve los matices individualizadores de cada personalidad, capaces de proporcionarles un vivo aliento de realidad, era necesario, para no empañar esta, disimular y aun alejar, en la medida de lo   —18→   posible, la referencia moralizante. Creer que esto deriva de una actitud de hipocresía es ingenuo. Se debe a un nuevo procedimiento literario, condicionado por una nueva sensibilidad. De ahí que en los libros de confesada pretensión edificante de la primera mitad del XVI se produzca el fenómeno de que se separe, de un lado, la realización artística o literaria de la obra, de otro, su referencia trascendente. Se reconoce más de una vez que la enseñanza moral no está explícita en la obra, sino que el lector tiene que destilarla del fuerte mosto que se le suministra. En los años que nos ocupan, Fernán Xuárez, un clérigo que traduce el escandaloso Coloquio de las Damas de Pedro Aretino, pide una vez más «que todos saquen de aquí el consejo que va encubierto y escupan y denuesten en la corteza de carne en que va encubierto». Está seguro el traductor de que puede hallarse en su trabajo «debaxo desta golosina la salud y el aviso que yo pretendo»; pero dar con esa almendra de moral, corresponde al lector, y no al autor descubrirla o explicitarla. Aquel, «si ve que, según su condición, no podrá, o no sin gran dificultad, leer los dichos libros; sin que estando leyendo venga a consentir o holgarse de cosas que allí se cuentan, que son deshonestas o de tal calidad que la persona no pueda holgarse en considerarlas sin que cayan en tal pecado mortal, en caso tal pecará mortalmente en leer estos libros»9. Tal es la separación de los dos aspectos, que en el trasfondo de la obra se pretenden fundir: el que lee, en virtud de ello, está obligado con grave responsabilidad a nutrirse del jugo moral de la obra, pero si no es así, el autor no incurre en falta.

Simbolismo y tendencia moralizante serán un tópico, en la presentación de las sobras literarias del Renacimiento y del Barroco, pero ello no quiere decir que sea una fórmula   —19→   retórica sin valor; es, sí, un dato positivo para entender un pensamiento que permanece vigente durante muchos siglos.

Muchos años después de La Celestina, al traducirse al español la Comedia Eufrosina, tres figuras destacadas de nuestras letras opinan sobre ella y aprueban su publicación. El maestro José de Valdivielso -en 1630- entiende que en la obra «la fábula es sentenciosa y ejemplar, despierta avisos y avisa escarmientos». El maestro humanista Ximénez Patón insiste en el mismo punto de vista, distinguiendo entre corteza y sustancia. Y, finalmente, Quevedo escribe: «debaxo del nombre de Comedia, enseña a vivir bien, moral y políticamente, acreditando las virtudes y disfamando los vicios...»10.

Más de un siglo antes, La Celestina se inspira en un mismo sentido finalista y moralizador. Y esta manera de entender la obra es tan generalmente aceptada que los críticos ilustrados del XVIII se ven obligados todavía a hacerse cuestión de ella y a rechazarla expresamente. Pero, ¿cuál es el blanco moral de La Celestina?

En las palabras preliminares del autor a un amigo y en el subtítulo mismo de la obra, se declara haber sido escrita la Tragicomedia; «contra lisongeros y malos sirvientes» (páginas 7 y 18). La intriga de la vieja alcahueta con los criados rufianes y las rameras, es una parte esencial de la obra y no un simple relleno; constituye su verdadero fondo, conservado por todas las imitaciones del género celestinesco, y no una   —20→   externa corteza que entretiene y disimula. En ello ha insistido Bataillon y no se puede desconocer la muy fundada presentación que él ha hecho de ese nudo central de la obra11. Pero no menos es necesario advertir que, a través de esa historia de amos y criados, La Celestina apunta a algo más y tiene un alcance mucho mayor, en lo que no puede ser seguida por ninguna otra obra del género celestinesco, ni siquiera por la Tercera Celestina, que es la que más fielmente se atiene al prototipo, no obstante lo cual el nexo de amos y criados ha perdido en esta casi por completo su relieve literario y sobre todo su decisiva significación histórico-social. A través de un problema elegido con gran acierto, La Celestina nos presenta el drama de la crisis y transmutación de los valores sociales y morales que se desarrolla en la fase de crecimiento de la economía, de la cultura, y de la vida entera, en la sociedad del siglo XV.

Se trata de un problema social amplio, general en la época, por lo menos en los grupos urbanos más evolucionados. Atañe al conjunto de la sociedad. Tenemos que distinguir entre la imagen de la sociedad y de los hombres que el autor nos presenta y los fines que le mueven al hacerlo así. El autor no se dispone a defender a aquella, ni nos invita a estimarla como valiosa y ejemplar. Hay en la obra -y tal es su propósito final- una reprobación de la sociedad que pinta, por lo menos en algunos de sus aspectos principales. De ahí, su carácter de «moralidad» o de «sátira» -en el sentido que la palabra tenía en la época, esto es, en cuanto crítica, con intención moralizadora de un estado que se contempla-. Pero, al mismo tiempo -y tal es la gran ocurrencia de Rojas-, hay una aceptación de la sociedad misma que se critica, como plano del que hay que partir: Rojas llama la atención sobre ciertos aspectos desfavorables de la sociedad de   —21→   su tiempo, desde dentro de ella misma, esto es, adecuando a las condiciones de esa sociedad su modo de operar, sirviéndose de los resortes que en tal circunstancia se le revelan eficaces.

Sin duda, el honor, el deber, la fama, el puesto social, etc., son principios vigentes para la sociedad española de fines del XV, como lo son para cuantos componen todas las sociedades europeas contemporáneas de aquella, incluida la italiana. Por eso es posible que se escriba una obra como La Celestina. Pero, puesto que se trata de una sociedad cuyas novedades -cuyos desórdenes, para una estimación tradicional- pueden dar lugar a graves males, y sembrar, a juicio de las conciencias más rigurosas, un común desconcierto moral, se escribe, precisamente por eso, un «ejemplo» como es La Celestina. Y se escribe utilizando los recursos de la más compleja tradición literaria del «exemplum», transformándolos, eso sí, de conformidad con lo que requiere el espíritu de la nueva época. Tener clara conciencia de lo que esto último suponía y haber conseguido captar con plena claridad cuál era el estado vital de los hombres de la nueva sociedad, es el más singular mérito de Rojas.

Esa crisis social a que hemos aludido empezaba en ta parte alta de la estructura social. Por eso, en la Tragicomedia de Rojas es Calixto quien desencadena la acción dramática. Pero el desorden interno que este personaje pone de manifiesto afecta ya a todos los estratos de la sociedad. La clase de los señores, como clase dominante, es, sin duda, la responsable de la estructura y perfil de la sociedad. Mediante su dominio de los recursos de que la sociedad en cuestión dispone, aquella clase determina el puesto de cada grupo social en el conjunto, el sistema de sus funciones, el cuadro de sus deberes y derechos, es decir, la figura moral de cada uno de esos grupos. Como de la clase señorial depende la selección   —22→   de los bienes y valores que en una sociedad se busca conseguir, es también esa clase superior la que determina los valores que a las demás corresponden y los que ella misma se atribuye y monopoliza. En definitiva, la clase dominante es la responsable de las relaciones ético-sociales entre los diferentes grupos.

La relación de subordinación, desde las formas más institucionalizadas y definidas jurídicamente, hasta las más flexibles y espontáneas, constituye, como vio muy bien Simmel, una relación sociológica, un lazo engendrador de vida social, porque «aun en aquellos casos en que parece que en vez de una relación social existe una relación meramente mecánica y el subordinado se presenta como un objeto o medio en manos del superior y como privado de toda espontaneidad..., tras la influencia unilateral se esconde la acción recíproca que es el proceso sociológico decisivo»12. En una doble dirección -influencia de los amos sobre los criados y de los criados sobre los amos- se desenvuelve el drama de Calixto y Melibea y el de sus servidores, según una conexión que nos presenta una bien definida significación social.

En la calificación misma de «tragicomedia» que la obra acabó mereciendo a su definitivo autor, hay que ver una repercusión de ese planteamiento social del drama. Sin duda, Rojas nos da otra explicación; según él, el autor primero la llamó comedia; algunos, al leerla en su desarrollo posterior, opinaron que por su final triste debía llamarse tragedia; Rojos, partiendo por en medio la porfía, la califica de tragicomedia. Pero esto no es todo. Si bien la tendencia a definir lo trágico y lo cómico únicamente por la naturaleza del desenlace se iba imponiendo, lo cierto es que en la tradición aristotélica y latina, vigorizada por el humanismo, se tenía presente otro elemento. Tragedia y comedia se definían según dos   —23→   planos sociales diferentes de la acción dramática: el aristocrático, heroico, en donde se dan los personajes capaces de los grandes sentimientos y, en consecuencia, constituye la esfera de lo trágico; y el popular, antiheroico, ajeno a toda grandeza de alma y que, aun en los casos en que termina desfavorablemente, se presenta siempre, por su falta de decoro, bajo un enfoque que incurre en lo cómico. En el prólogo del Anfitrión de Plauto, de donde, como es sabido, arranca la denominación de tragicomedia, se explica la invención del término por que en la obra aparecen reyes y dioses mezclados con esclavos13. En La Celestina, la utilización por Rojas de tal término denuncia la profunda fusión de ambos planos sociales en su obra: los personajes pertenecientes a una y otra esfera son igualmente protagonistas de la acción dramática, y no hay en ella un reparto, según la tradición clásica, en virtud del cual el elemento trágico se reserve a los señores y el cómico a los criados, sino que estos en gran medida se apoderan de la parte central de la tragedia. El grupo proletario se instala en el centro de la acción; tal novedad se muestra por igual en la doble cara tragicómica de La Celestina. Como un caso más de las sorprendentes intuiciones de Rojas, de las que seguiremos encontrando otros ejemplos, esta novedad literaria que él aporta coincide con uno de los grandes fenómenos sociales de la época, tal como ha sido puesto de relieve por J. Heers: la aparición del grupo social proletario, si no con una plena conciencia de tal, como es obvio, sí con atisbos de su general situación de desamparo14.

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Gil Vicente, en su Tragicomedia de don Duardos, utiliza también el vocablo, como vemos, y, sin embargo, en sus escenas no hay trágico dolor, no hay allí penoso y adverso desenlace; hay, sí, en cambio, una acción en que aparecen señores junto a campesinos y gañanes. Pero en Gil Vicente, las partes de unos y otros en la acción están bien separadas, precisamente por su condición social15, lo que exige aquella doble calificación de la pieza. Muy diferentemente, Rojas, al independizar los sentimientos de lo trágico y lo cómico de la condición social de sus personajes, al liberarlos de toda referencia estamental, nos está dando ya un interesante testimonio de las internas tensiones que dentro de su sociedad se estaban produciendo y que tantos otros, en cambio, no acertaron a vislumbrar.

Hay datos suficientes en las páginas de La Celestina para hacernos comprender cuál es la raíz de la crisis que se vive, a juicio de la conciencia moral de la época, raíz que está dentro del hombre y que desde él se proyecta en la sociedad. Claro que hoy el análisis histórico del problema nos lleva, desde nuestro punto de vista actual, a pensar más bien que fueron ciertos importantes cambios en la sociedad los que removieron los modos de ser del hombre, y, una vez alcanzada esta base antropológica, se vino a producir a su vez, desde ella, una aceleración mayor en el proceso de las transformaciones sociales.

Al tratar de contener el desajustado proceder de Calixto, Pármeno, en una argumentación de carácter tradicional contra los peligros del placer, opone razón a opinión; se trata   —25→   de un tópico planteamiento aristotélico: opinión y razón, opinión y verdad, conducta según razón o según voluntad (páginas, 57 y 64). También el protagonista de la Comedia Thebayda se consume «siguiendo la voluntad y no la razón» y se nos advierte en ella que las gentes andan descarriadas, porque «muchas caminan tras la voluntad»16. Pero en la Tragicomedia de Rojas, el sentido de esta situación dramática queda a las claras, y ello es una muestra más de su muy superior valor literario. Celestina, que ha escuchado las palabras en que Pármeno juzga que no es razonable confabularse contra su amo, le responde: «¿qué es razón, loco?» (pág. 57). El planteamiento interrogativo del tema -anticipadamente shakespeareano- nos hace patente el fondo de la cuestión: las gentes pueden y tienen que preguntarse dónde está la razón, dónde la locura. Pues bien, la idea que inspira a Rojas al componer la Tragicomedia es que para gentes que pierden de esa manera el norte de sus acciones no hay más salida que la catástrofe.

Pármeno, ante el estado de Calixto, al que ve entregado a la maldad de Celestina y lo halla guiado por opinión, que contra razón domina su voluntad, concluye: «no es capaz de ninguna redención ni consejo ni esfuerzo» (pág. 48). ¿Quiere ello decir que el mal anula la capacidad de reacción del libre   —26→   albedrío y su posibilidad de salvación? Este habría de ser un grave problema para la época, tal como se plantea dramáticamente en el fondo del conflicto moral presentado en La Celestina; problema que habría de enturbiarse más en la polémica suscitada por las doctrinas del luteranismo acerca del tema «de servo arbitrio» y que no se aclararía hasta los decretos de Trento y las interpretaciones de la segunda escolástica, en especial de Luis de Molina. Rojas plantea el tema según un cierto determinismo moral, no del todo confesado, al cual se atiene a lo largo de toda la obra, y que es muy propio del pesimismo del siglo XV. Sobre esa base, el desatarse del drama de Calixto y de cuantos le siguen resulta inevitable17.

Es el drama de los hombres en un mundo desordenado -desordenado, insistamos en ello, tan sólo desde el punto de vista de una posición tradicional, claro está-. Esto, en virtud del determinismo pesimista del tiempo18, ha de traer consecuencias funestas y prácticamente insuperables en todos los órdenes. El encadenamiento de causas y efectos que, como luego veremos, rige muy modernamente el mundo de La Celestina, no permite más que una salida desastrada de una situación así.

Ahora bien, ¿por qué considerar esa crítica situación como desorden? He aquí el problema de fondo. El mundo se presentaba   —27→   al hombre medieval, cualesquiera que fuesen las apariencias adversas que le surgieran al paso, como la perfecta unidad de un orden. Esa unidad se traducía en la unidad de Dios, en la del universo, en la unidad de una ordenación moral, en la unidad de un sistema social19. Orden y jerarquía fundaban esa unidad. Pues bien, esa unidad es la que queda fundamentalmente trastocada: se desorganiza la unidad del orden y se viene abajo la jerarquía entre cosas divinas y humanas, entre los valores morales, entre las clases y los individuos en la sociedad, tal y como tradicionalmente venían entendiéndose. En el siglo XV el sentido de esta crisis es claro, por mucho que todo esto haya que considerarlo en una fase inicial, cuyo sentido, sin embargo, algunos, y entre ellos Fernando de Rojas, advirtieron desde muy pronto.

Aunque sea arrancando de un tema muy pequeño y trivial, Celestina, dirigiéndose a una de sus muchachas, formula este pensamiento, en forma que bien parece pretender una significación general: «¿qué quieres, hija, deste número de uno?» (pág. 145). La Edad Media, como hemos dicho, había basado su concepción del orden del mundo en ese su principio de unidad, hasta tal punto y de modo tal que la unidad se convertía en un valor superior en todos los planos, condenándose, con el Pseudo-Dionisio, el número dos: «numerus infamis, quia principium divisionis». Con mentalidad tradicional había escrito Juan Rodríguez de la Cámara o de Padrón: «es un principio de arysmetica que dyze en unidad no aver dyvisyon»20. Ahora, en cambio, se contempla un mundo   —28→   plural, múltiple, diverso, en cuya variedad está su mayor valor. El número uno es condenado: nada puede hacerse con él. Recordemos que unas décadas después La Boétie escribirá su Contr'un desplegando las consecuencias de esa actitud en el plano de la política. Esas consecuencias para un espíritu conservador, no eran más que división y discordia.

Afirma Rojas en las primeras palabras del prólogo una idea que ha sido muy comentada: «todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla». Nos parece demasiada doctrina la que se encierra en esa frase y demasiada argumentación la que en el texto del prólogo le sigue, para reducirlo al caso a que las aplica el autor. Por eso creemos que del uso que de tal idea hace Rojas podemos sacar posible Rojas remita a Heráclito y a Petrarca y omita las fuentes bíblicas, tan conocidas y citadas otras veces, sobre ese tópico. Procede a continuación a confirmar lo que esas palabras iniciales dicen y para ello echa mano de toda una serie de ejemplos del mundo natural: los elementos inanimados, los animales de tierra y mar, las aves, los hombres, que no cesan de luchar unos contra otros (págs. 13-16). Sacamos, pues, y de ese pasaje mucho más de lo que cabía esperar: la imagen de un mundo de lo múltiple y variado, de un mundo concebido sobre base nominalista, de individualidades que se enfrentan y combaten unas contra otras, un mundo en pendencia de elementos pululantes y contrapuestos. Con tal imagen se abre la Tragicomedia. ¿No es cierto que parece todo ello una visión maquiavélica, sólo que extendida sobre el plano general y común de la naturaleza? Luego confirmaremos esta relación, que aquí, por primera vez, nos surge al paso, y nos surge, precisamente, en el momento mismo de abrir la obra.

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Los hombres del siglo XV, bajo la crisis de las ideas tradicionales de unidad y armonía, vivieron agudamente un sentimiento de variedad y de contraposición. En esos años críticos la imagen del mundo como concurrencia y lucha parece imponerse desde el plano de las relaciones económicas de mercado, que sobre esto ejercen una influencia decisiva, hasta el de las concepciones acerca del universo. Sólo en un mundo gobernado -o desgobernado, según la mentalidad tradicional-, por la competencia, puede tener lugar el drama de La Celestina. Para el hombre del Renacimiento, desde su situación histórico-social concreta, el problema, en la economía, en la moral, en las concepciones básicas sobre el universo consistirá en restablecer una nueva y fundamental «concordantia oppositorum», dicho según la fórmula de Cusa, la cual está muy lejos de haberse convertido en la creencia general de la época. Pero mientras, en el grupo de los personajes de La Celestina, veremos luego a Pleberio, como conclusión del drama que todos ellos han vivido, formular la tesis de que el mundo es un desorden fortuito contradictorio.



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ArribaAbajo- II -

La transformación social de la clase ociosa y la alta burguesía. Las figuras de Calixto y Pleberio


Con ajustada fórmula, Bataillon ha dicho que Rojas pinta «un dérèglement des critères moraux»21. A nuestro modo de ver, es el desarreglo de la clase alta, de la clase ociosa -tal como pudo ser considerado con un criterio moralista en su tiempo-, que va a repercutir sobre todo el cuerpo social. La Celestina nos da la imagen del mundo social del primer Renacimiento, sociedad que, en un plano destacado, nos presenta a la clase de los ricos bajo una nueva forma. Estos ricos son los grandes burgueses, los cuales, con la gran fuerza y poder que tienen en sus manos, penetran en el marco de costumbres y convenciones de la clase aristocrática, y lo hacen así llevando consigo una novedad importante, decisiva: que la base de su «status» no será la nobleza tradicional, con su rígido código de moral caballeresca, sino la riqueza. La posesión de grandes bienes queda asimilada a la nobleza. Y sobre esa base de la propiedad de los bienes se apoya la nueva   —31→   clase ociosa, en un cuadro social que quedará inevitablemente afectado por esta situación. Es la clase de los «ociosos honorables», de la que, en la historia económica del Renacimiento, ha hablado Max Weber22.

Se trata de un fenómeno común a todas las sociedades del occidente europeo, y en estricta conformidad con ello, característico de las circunstancias españolas de la época. Los tratadistas en materia de hidalguía -a diferencia del estereotipo que luego se generaliza en la literatura de nuestro siglo XVII (única a la que se ha prestado atención en ciertos casos)- presentan siempre la condición de rico como unida a la de noble. En realidad, ello pertenece a la más pura tradición nobiliaria del Medievo. Lo diferente en el XV, no es tanto la relación entre esas dos calidades, que ya de atrás se daba, cuanto la inversión de sus términos: que la calidad de rico determine la de noble. Y en relación con esto, precisamente, Juan de Lucena comentará que «al modo d'España, la riqueza es fidalguía»23, considerando el hecho como un dato relevante de la sociedad española, él, que era, sin duda, buen conocedor de la vida italiana, con su naciente capitalismo.

La antigua distinción entre nobles, dedicados a las armas, y plebeyos, empleados en trabajos mecánicos, se transforma -aparte de otros aspectos- en el sentido de que el primer grupo, esto es, el de los distinguidos, no estará ya constituido por aquellos que ejercitan positivamente una función aristocrática muy determinada, como es la de guerrear, título en que se basaba su derecho a verse libres de función servil, sino que ahora entrarán en el grupo superior aquellos que   —32→   poseen medios de fortuna en grado tal que ello les permita vivir exentos de todo trabajo mecánico y productivo. De esa manera, respondiendo a la nueva situación social, el conocido verso de Jorge Manrique distinguirá entre «los que viven de sus manos y los ricos». Tal es el sentido sociológico de la clase ociosa, en virtud de las transformaciones sufridas por la sociedad estamental en el otoño del Medievo.

El término, ocio, tal como aquí se emplea -diremos nosotros, siguiendo a Veblen-, no comporta indolencia ni holganza. Significa pasar el tiempo sin hacer ningún trabajo orientado a la producción de bienes materiales: 1) por un sentido de la indignidad del trabajo productivo; 2) como demostración, respecto a quien practica ese ocio, de una capacidad pecuniaria tan grande que le permite una vida de ociosidad24. A las alteraciones sociales que provoca la constitución de la nueva clase ociosa de los ricos, responde fielmente el mundo de La Celestina.

En el estadio de amplio desarrollo económico y en la situación cuasi-pacífica que alcanza la sociedad al término del Medievo, se produce el fenómeno de que los medios de que tradicionalmente se servía el caballero para conseguir reputación son reemplazados por medios económicos, medios con los que se alcanza aquella reputación social, en cuanto que permiten adquirir y conservar la riqueza. Si la propiedad, lograda como botín, empezó siendo estimada como testimonio de proeza y prueba de mayor valor, entre guerreros, más tarde, en el estadio pacífico de la sociedad, cuando la paz real se hace común a todo el territorio y la guerra se aleja de la existencia cotidiana, «la riqueza es ahora -dice Veblen- intrínsecamente honorable y honra a su poseedor», -incluso sucede así con la riqueza heredada, ya que, en cuanto representa   —33→   que la posesión de ella viene de largo tiempo, honra más25-. En estricta correspondencia con la mentalidad que la nueva situación suscita, López Pinciano, unas generaciones después de Rojas, hará ya referencia, como cosa de todos conocida, «al común lenguaje y opinión, que dize: la nobleza es antigua riqueza». Esta determina aquella, hasta el punto de que López Pinciano insiste: «en verdad los ricos ya se lo son, nobles digo»26. Para templar esta cruda opinión, desde su posición moralizante, lo único que puede hacer Pinciano es asegurar al lector que el virtuoso debe confiar en que obtendrá premios y honores que le aportarán la riqueza.

En la medida en que el esfuerzo violento y peligroso, que revela una gran capacidad depredatoria en el sujeto -eminentemente, la guerra-, no es ya siempre posible y a causa de que pueden, además, emplearse en la misma guerra otros medios que no son los del puro valor del caballero27, se produce, en una fase así, el desplazamiento de las actividades del señor hacia nuevas formas subsidiarias de ocio -el torneo, la caza, y hasta veremos que el amor y aun la cultura-, todos los cuales son, en principio, quehaceres sin contrapartida económica. El siglo XV es una gran época de transformaciones en estos aspectos y en relación con ello es de observar cómo los tratados de educación y «espejos» de príncipes y señores -así el Vergel de príncipes de Sánchez de Arévalo- dedican una buena parte a exponer los deportes propios del noble.

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Antes, la superioridad de reputación de los miembros de la clase ociosa, en su etapa guerrera, se manifestaba en la abundante posesión de bienes y también de personas que, como siervos o esclavos, trabajaban para el señor. De bienes y esclavos se había apoderado este por medio de sus armas y el dominio sobre unos y otros le libraba de trabajar. Su valor le eximía de trabajo material con lo que, andando el tiempo, la exención de trabajo manual fue testimonio de valor.

Ahora, en la etapa pacífica o económica, la superioridad se ha de reflejar también en un efectivo dominio sobre cosas y hombres. Estos últimos, como servidores, producen para el señor. La prueba de que se pertenece al alto estado de los señores estará en que todos conozcan cómo uno puede vivir sin trabajar, porque otros lo hacen para él. De esta manera, la abstención ostensible del trabajo es, como observa Veblen, «índice convencional de reputación», así como lo es también el gastar o consumir un gran volumen de bienes superfluamente, en pura ostentación28. La moral tradicional de la economía estática, dependiente del inmóvil estamentalismo de la Edad Media, tal como aquella se refleja en la literatura de los «espejos morales», predicaba máximas de contracción en gastar, porque la nobleza feudal guerrera basaba en otras manifestaciones externas el público reconocimiento de su posición señorial. «Non ha ningund bien en gasto; bien fazer, non es gasto», dice el Libro de los Cien capítulos29. Y, sin embargo, estaba ya gestándose una nueva situación social. Nuevos ricos que quieren ser reconocidos como nuevos señores, tienen que establecer formas adecuadas en las que externamente se proyecte su condición de distinguidos. La   —35→   ley del ocio ostensible y la ley del gasto ostensible son, pues, los dos fundamentos del «status» social de la nueva clase ociosa de los adinerados. Respecto a aquel que se atiene a esas leyes y que puede estrictamente seguirlas, todos podrán ver cómo él es un señor, puesto que no trabaja productivamente y es tan rico que puede gastar mucho sin trabajar.

Calixto responde fielmente a la figura del joven miembro de la clase ociosa, en ese último estadio de carácter económico que hemos definido. No hay en el texto de la obra ninguna alusión militar que le afecte, y, en sustitución de ello, demuestra ostensiblemente su ocio, practicando actividades o deportes meramente gratuitos -la caza, el paseo a caballo, el juego, el amor-. No sólo es rico, sino que lo ostenta. Cuando Sempronio le dice, para excitar su dadivosidad, que «es mejor el uso de las riquezas que la possessión dellas» (página 26), sabe muy bien que sus palabras armonizarán perfectamente con la mentalidad de su joven amo. La preocupación en este por las galas de vestir, que se hace patente en momentos importantes de la obra y se repite en todas las novelas del mismo género, responde cumplidamente al esquema sociológico que hemos expuesto. La ostentación, esto es, la manifestación pública o social de todo lo bueno y rico que se posee o de que se goza, es ley en el mundo de La Celestina: «de ninguna prosperidad es buena la possessión sin compañía. El plazer no comunicado no es plazer» (pág. 153).

Son los hijos de una clase que trabajó severamente en acumular fortuna. Esos hijos actúan y viven bajo la pretensión, confesada o no, de cambiar de posición social. Sus costumbres, sus sentimientos, su conducta entera, vienen condicionados por la posesión heredada, no ganada, de ricos patrimonios. Sus padres habían vivido bajo la ley de un ahorro calculado, de una administración inspirada en alto decoro, sí, pero de severa medida en lo adecuado de sus gastos. Había   —36→   que ser liberal, pero ello consistía en medir y distribuir convenientemente sus disponibilidades financieras. «Actus liberalitatis est bene uti pecunia», había dicho San Antonio de Florencia, representante, como es sabido, de la generación de los fundadores del capitalismo. Y un mercader del mismo tipo, Paolo da Certaldo, dejó escrito en sus memorias: «Molto è bella cosa e grande sapere guadagnare il denaio, ma più bella cosa e maggiore è saperlo spendere con misura e dove si conviene»30. Estos conquistadores de fortunas no recomiendan el no gastar, sino hacerlo con proporcionada adecuación. Sus hijos no se salen de esta norma, aunque le den diferente aplicación, cuando gastan espléndida y ostensiblemente en lo que piensan que les conviene, esto es, en llevar una vida de grandes señores.

Debido a la aparición de estos hijos de ricos, en el siglo XV hay, comparativamente, un desarrollo inusitado de los objetos de lujo. El refinamiento y multiplicación de los artículos de consumo (alimentos, bebidas, trajes, etc.) no deriva de una preocupación de mayor utilidad o comodidad en el uso de ellos, tanto como de las necesidades de una mayor ostentación. Tenemos, poco anterior a La Celestina, un testimonio sumamente vivaz y pintoresco de esta nueva situación social. Haciendo la crítica de su tiempo, escribe el bachiller Alfonso de la Torre: «sabe que es venido al mundo el reino de los cocineros, en tanto grado que se alaban muchos dellos haber comido tal y tal cosa y en tal manera guisada... y tantos nombres hay de diversidad de vinos y de potajes, que no basta memoria para retenerlos y a tal intemperanza son venidos que no solamente quieren hartar la gula, mas hacen potajes en que haya colores para agradar la vista y olor de   —37→   suavidad a los otros sentidos»31. Contra la brutal gula que lleva a querer cazar y aprovecharse de toda clase de animales raros para comerlos en los más extraños guisos, con los más variados condimentos, acompañados de bebidas nuevas y artificiales o de vinos de lejanas provincias, adobados con insanas especias, se pronuncia también el autor de El Crotalón32, una obra que tanto por la imagen que contiene de los ricos ociosos y de sus vicios y desórdenes, cómo por su referencia al trabajo y por su testimonio sobre el afán de libertad o de independencia por parte de quienes trabajan, se emparenta estrechamente con La Celestina.

Hay un dato sumamente elocuente: eso que insistentemente se nos dice en el siglo XV, acerca del gusto de la época por la complicación en las comidas, es algo que depende de las exigencias de ostentación, hasta el punto de que se produce contraviniendo ideas médicas, vigentes entonces, según las cuales es más sano y más conveniente para la vida servirse de un solo alimento sencillo. Lo sabe muy bien la vieja Celestina: «ni ay cosa que más la sanidad impida que la diversidad y mudanza y variación de los manjares» (pág. 52). Todavía décadas después, un médico lo declara en términos semejantes. Lobera de Ávila, en su Libro de experiencias de Medicina, se lamenta de que «agora no se contentan los hombres con un manjar, sino con muchos, que es cosa harto dañosa»33. Sin embargo, vemos que la despensa de Calixto contaba   —38→   con provisiones ricamente variadas, a juzgar por la comida que con artículos sustraídos de ella prepara Pármeno en casa de Celestina. Ello nos confirma cómo el lujo ostensible en el consumo era ley para un joven señor rico ocioso como nuestro protagonista. Sempronio, cuando le alaba por haber sido liberal con Celestina, o esta cuando le adula a fin de favorecer su inclinación dadivosa, y cuantos personajes tratan con él o, en plano más bajo, con los de su séquito, dan por supuesta la fiel sumisión de un personaje como Calixto a la «ley del gasto ostensible». A fines de la Edad Media había en Florencia una «brigata godericcia e spendericcia». Pues bien, a esa joven brigada de gozadores y gastadores podía pertenecer sociológicamente Calixto. Y en su mundo y medida, como corresponde a su condición femenina, Melibea.

No deja de tener sentido la observación que a continuación expondremos y que podríamos repetir sobre más de un caso. En tiempos en que la clase ociosa aristocrática se basa fundamentalmente sobre los vínculos de carácter familiar, podemos leer en la General Estoria de Alfonso X que alguien se enamora de unas damas «porque eran estas duennas de grant sangre e fermosas»34. Sobre la importancia de la «alta sangre» en las concepciones sociales del Rey Sabio, ha llamado la atención la señora Lida de Malkiel35. Pero ya en la Historia troyana descubrimos que un nuevo elemento ha sido introducido: en una conversación de amor, dice la doncella al caballero: «vos sodes tan preciado cavallero e tan enseñado e   —39→   tan rico e tan poderoso e de tan buenas costumbres»36. Recordemos los términos en que Calixto hace el elogio de Melibea: «Mira la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandíssimo patrimonio, el excelentíssimo ingenio...» (pág. 33). Si Alfonso X recoge aún la opinión de que hermosura y linaje eran suficientes para provocar el amor, después, con el afán social de riquezas que el espíritu precapitalista expande, la posesión de abundantes bienes económicos tendrá su importante papel en el sentimiento amoroso para la clase ociosa de los ricos. Es el espíritu de la alta burguesía el que causa este cambio, como luego tendremos ocasión de exponer.

La aplicación del esquema interpretativo de que nos venimos sirviendo se puede seguir en otros aspectos. La creencia en la suerte, en el azar, y la atención a prácticas devotas que no derivan de una íntima y sincera religiosidad37, completan el cuadro de Calixto como miembro caracterizado de la clase ociosa. Las alusiones y citas de una cultura libresca, artificial, difícil de adquirir y, en consecuencia, distinguida, de que nos ofrecen abundantes muestras en sus parlamentos Calixto y también Melibea, Pleberio, y aun sus sirvientes -luego hablaremos del proceso de transmisión de las calidades del señor al criado-, si hoy nos parecen constituir en el texto de la obra una carga erudita, absurda, infundada y hasta de mal gusto, están, sin embargo, perfectamente justificadas, desde el punto de vista sociológico, porque el saber, bajo forma de cultura literaria no productiva, es uno de los artículos de consumo entran más de lleno en las convenciones de ostentación de la clase ociosa38.

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Todo ello nos da el cuadro de la alta clase distinguida, económicamente privilegiada, en la fase del primer Renacimiento. El rico ha desplazado al noble de rancio linaje, a no ser que este acepte -cosa que empezará a verse a fines del siglo XVI- las técnicas de enriquecimiento de aquel, en dirección inversa a la que impulsa al rico a asumir formas de vida nobiliaria. Bajo este aspecto nos aparecen ya los ricos del mundo social de La Celestina. Procuraremos caracterizarlos desde más cerca.

Calixto es llamado por Sempronio «magnífico y liberal», y al recordarle la misma condición en su padre, le recomienda: «no te estimes en la claridad de tu padre, que tan magnífico fue, sino en la tuya» (pág. 26). Celestina le califica de «liberal y antojadizo» (pág. 107) y le elogia su magnificencia (página 198). La magnificencia es virtud que se atribuía a la alta clase adinerada, a los componentes de la clase ociosa cuando entraron en ella los grandes ricos burgueses, que en Castilla, como en todas partes, como en Florencia mismo, asumen formas de vida aristocráticas. El título de «magnífico» se hace tan frecuente atribuirlo al mercader en Castilla que finalmente Felipe II tiene que dar una pragmática prohibiéndolo39.

Es cierto que en la primera entrevista amorosa de Calixto y Melibea, ponderándose recíprocamente los motivos de su amor, uno y otro hacen mención del alto nacimiento del amante. En otros lugares de la obra se repiten referencias análogas. Tanto se atribuye en ellas alto linaje a Melibea como a Calixto, por tanto, no tienen por qué, los que con juicio crítico e histórico hoy interpreten la obra, aceptarlas en un caso y rechazarlas en otro. Sin embargo, así han procedido   —41→   algunos con objeto de poder articular ciertas explicaciones de tipo étnico, sobre aspectos más o menos complejos de la acción dramática. Lo que sí cabe francamente observar sobre los personajes todos de La Celestina es que el mundo social a que pertenecen no es el de la nobleza tradicional -cualesquiera que sean las referencias al linaje- sino el de los ricos ennoblecidos, personajes cuya procedencia está en la alta burguesía, que adoptan formas de vida de los nobles, y que, al proceder de esa manera, provocan en esas formas sociales nobiliarias graves transformaciones. Sin duda, los hidalgos de casta más tradicional muestran también en ese tiempo modos de comportamiento semejantes, modos que, en cambio -y ello ya lo advertía y lo lamentaba en la época un escritor de mentalidad caballeresca como Diego de Valera-, eran diferentes de los que en la vieja aristocracia regían para sus miembros. Pero este último fenómeno se debe a que son precisamente aquellas alteraciones en la moral nobiliaria, producidas por la nueva clase ociosa adinerada, las que se imponen. Los trastornos que, en el orden tradicional de la moral y de la sociedad, puede acarrear la influencia de la vida de los mercaderes, preocupaban ya con anterioridad a García de Castrojeriz40 y a Sánchez de Arévalo41, no porque el mercader sufriera el peso de una opinión adversa -basta recordar en contrario el juicio de Sánchez de Arévalo en su Espejo de la vida humana-, sino por las costumbres exóticas que con sus relaciones venía a introducir. A fines del XV, la entrada de los ricos, cada vez en mayor número, en el marco de la vida aristocrática, hace incontenible esa alteración o relajación que sus diferentes costumbres, gustos y valoraciones provocan.

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Los desplazamientos de fortuna y, con ellos, la transformación del estado social de los ricos, es un fenómeno atestiguado en fuentes coetáneas y del que algunos tuvieron clara conciencia. Hernando del Pulgar consideraba el hecho tan normal y tan comúnmente aceptado, que llegó a calificar de reformadores a los que, desde una posición puramente conservadora, trataban de oponerse a él42. Rojas, cristiano nuevo, por su procedencia judaica y por su profesión de abogado, estaría próximo a los medios de la burguesía mercantil, tal vez sin participar de ella, y se sentiría preocupado por la relajación o desmoralización -en el sentido de la moral social tradicional- que en tales medios se producía, por, la caída de los viejos vínculos y el olvido de las viejas convenciones sociales que las relaciones mercantiles traían consigo. No se trata -insistamos en ello- de que se desestime la vida del comercio -de lo que todavía se aprecian algunos casos, como el de Antonio de Guevara43-, sino de que, aun estimando la función del mercader, se juzga que, debido a sus viajes por otros países y entre otras gentes, su trato engendra siempre relativismo y pérdida de vigor de las costumbres antiguas -como el mismo Sánchez de Arévalo denunciaba. Sin duda, esta idea se encuentra en Cicerón44, pero el simple hecho   —43→   de que antecedentes de esta naturaleza se actualicen en el XV, revela un estado social congruente. Un trastorno en la vida de la sociedad traído por las relaciones cosmopolitas, exóticas, de los ricos, esto es lo que ya en los hijos de la gran burguesía se ponía por entonces de manifiesto, aunque en las nuevas maneras ennoblecidas de sus jóvenes no quedara a veces aparentemente ni el recuerdo del tipo de vida burguesa de que procedían.

Es revelador el dato de las alusiones a la mercancía, esto es, al objeto de la actividad predominante de los burgueses, que se repiten en el texto de La Celestina, incluso en momentos de máxima intensidad de la acción dramática. Mencionemos algunas de ellas. Sempronio, al recomendar a Calixto que no se impaciente por la obtención de Melibea, le advierte no piense que pudiera ser «como si ovieras embiado por otra qualquiera mercaduría a la plaça en que no oviera más trabajo de llegar y pagalla» (pág. 160). Para expresar, en otra ocasión, su pesimismo, le oímos decir: «mala cosa es de conocer el hombre. Bien dizen que ninguna mercaduría ni animal es más difícil» (pág. 106). Análogamente, Pleberio, cuando se lamenta del mundo por la desdichada suerte que le ha cabido en él, asegura que «lo contaré como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron» (pág. 296). Una feria con sus compras y ventas de mercancías, es la imagen que le viene a la mente en tan triste ocasión.

Pero es más. En su lamentación por la muerte de la que llama su rica heredera, Pleberio exclama: «¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos?» (págs. 295-6). Estas frases no han sido objeto de una interpretación satisfactoria. Al tratar de localizarse la acción de la Tragicomedia, en Toledo, se sostuvo que esos navíos no serían otra cosa que   —44→   artefactos flotantes que se deslizarían por el río Tajo, en fiestas acuáticas como las que en fecha posterior describe Tirso de Molina. Pero, aparte de que esta referencia de Tirso es muy tardía y corresponde a una época barroca de ilusión por toda suerte de artilugios mecánicos empleados en juegos sociales, lo cierto es que en otro pasaje Melibea habla también de los navíos que se contemplan de lo alto de la azotea de su casa, y ya es esta demasiada insistencia en los navíos para que los reduzcamos a los artefactos que tal vez algún día aparecían sobre el Tajo, pero cuya contemplación desde las azoteas toledanas no sería en ningún caso fácil ni cotidiana. Una vez, además, que se ha visto que la localización de la obra de Rojas en Toledo no se puede mantener, no hay por qué dejar de admitir que se trata, en las dos alusiones que hemos señalado, de auténticos barcos. Fabricar navíos es cosa que se atribuye Pleberio como importante actividad y no cabe duda de que no puede reducirse a la de construir algún pequeño barquichuelo que navegue por un río. Nadie a esto llamaría haber fabricado navíos, ni hoy, ni menos en el siglo XV, en que la palabra, de reciente difusión, designa embarcaciones importantes. Pleberio es, pues, por confesión propia, constructor o armador de naves, que ambos sentidos pueden tener sus palabras. María Rosa Lida ha hecho observar que en la obra de Petrarca De remediis utriusque fortunae -cuya influencia sobre La Celestina es tan amplia y relevante- aparece también un personaje en cuyas naves se cargan ricas mercadurías45. De ahí viene la mención de los navíos de Pleberio en La Celestina, lo que acaba de aproximarle a la figura del gran mercader que ejercita el comercio marítimo, esto es, la forma de relación económica más importante en las primeras etapas del capitalismo. Tengamos en cuenta que   —45→   los peligros de la ciudad marítima, desde el punto de vista de la moral social -de los cuales advertía también Sánchez de Arévalo46-, son, bajo influencia de lecturas clásicas, un tópico en la época. Ello completa el marco en que Rojas quiere situar el drama del desarreglo de los juicios morales que presenta en su Tragicomedia.

Todas esas cosas que Pleberio enumera -torres, árboles, navíos, honras- son bienes económicamente valorables y susceptibles de herencia. En su mismo parlamento volverá poco después a hacer referencia a su patrimonio, a sus moradas, a sus grandes heredamientos, insistiendo en la idea de que de todo ello va a quedar sin alguien que pueda sucederle. Hay que considerar que incluso esas «honras» son distinciones sociales que con su riqueza consiguió. «Adquirí honras», dice Pleberio, y, dado que no hay alusión alguna de tipo caballeresco en su biografía, y teniendo en cuenta que de esas honras hace mención a la vez que de otros bienes económicos, tenemos que considerarlas adquiridas por él según el mismo procedimiento que esos otros bienes. Son los honores sociales que el rico burgués compra con su dinero, introduciéndose en formas de tipo nobiliario, por la nueva vía de la riqueza. Para terminar nuestra interpretación, tengamos en cuenta que de todo ello habla Pleberio en una imprecación a la fortuna, a la que ha llamado administradora de los bienes materiales: casas, tierras, honras, son, pues, bienes materiales, económicos, que la riqueza, como ministra de la fortuna, que así es llamada, le ha proporcionado; son elementos del «decoro» social, que él, como rico burgués, en sus años de actividad, ha adquirido y que la generación de los hijos heredará, en perfectos representantes de la clase ociosa de nuevo cuño.

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Tal es el proceso de ennoblecimiento del burgués rico, conforme al tipo a que pertenece Pleberio, el cual ejerció en años anteriores el comercio por mar. No dejemos de tener en cuenta que en el siglo XV y en el XVI, renovando un criterio de estimación social de procedencia clásica -los clásicos no influyeron sólo en el verso horaciano o en materias parecidas, sino en otros muchos aspectos de la vida-, se impone la tesis de que el comercio en grande, y que mueve considerables riquezas, es honorable y como tal se convierte en fuente de ennoblecimiento. Así lo había sostenido Cicerón47 y así se pensaba y se practicaba en la Europa del Renacimiento. A mediados del siglo XVI, en la traducción de uno de los libros más leídos en el momento, el De la invención y principio de todas las cosas de Polidoro Virgilio, se recoge la idea, aunque con cierta contención: «La mercaduría si es de cosas menudas y de poco valor, por vil y baxa se deve tener, mas si es grande y abundante y trae muchas cosas de toda parte y vende y reparte lo que trae, sin vanidad y mentira con todos, por cierto en tal caso no es muy digna de vituperio»48. Se trata de una traducción casi literal de Cicerón49. A fines del mismo siglo, todavía expone la tesis, como criterio general y con plena aceptación, López Pinciano50. En el XVII, la continuidad de este fenómeno es conocida y la diferencia podrá encontrarse en que se acentúan sus caracteres y en que la general pretensión de ennoblecimiento de los ricos se extiende, hasta provocar su ridiculización en la literatura51.

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En el pasaje de su De Officiis que acabamos de recordar, Cicerón hace un comentario interesante: el rico mercader, ya entrado en años, satisfecho de su ganancia, después de haber recorrido tantas veces la alta mar, se retira del puerto a sus posesiones en el campo52. Pues bien, la doble referencia a los navíos y a sus grandes heredamientos, en las palabras de Pleberio, coincide con ese esquema. Todo, pues, conduce a dibujar la figura de Pleberio como la del rico comerciante que se retira de los negocios marítimos, construye espléndida morada en la ciudad -esas torres que dice haber edificado-, invierte su dinero en propiedades territoriales, cuya revaloración provoca, y se procura un decoro social que ennoblezca   —48→   su linaje. «Adquirí honras», dice Pleberio, no «heredé». Es esa honra que, insistamos en ello, consiste en las manifestaciones externas de un «status» social. Esa honra de la que dirá Sempronio -y ello nos ayuda a comprender el valor del término en el contexto de La Celestina- «que es el mayor bien de los que son fuera de hombre» (pág. 62); por tanto, un bien externo, «el mayor de los mundanos bienes», que se adquiere con los medios de fortuna53.

Respecto a la figura de Calixto, el carácter de joven ennoblecido de procedencia burguesa, se confirma si vemos lo endebles que resultan para él los vínculos nobiliarios y la escasa base que tiene la organización aristocrática de su vida. Apenas si se encuentra una sola mención de parientes y amigos, muy lejana y débil, en comparación con el modo que pudiera tener de considerar la parentela un joven de antiguo linaje distinguido. Carece de hábitos señoriales ancestrales, de los que no le vemos practicar más que los más exteriores e inertes -levantarse tarde, seguir devociones rutinarias, vestirse con ostentación, etc. Se entretiene en deportes de contenido caballeresco subsidiario, sin otra excepción que la caza, de modo que no hay la menor alusión militar en torno a él. Llama la atención la poquísima familiaridad que todos, en torno a Calixto, tienen con las armas, lo extraño que se les hace a los seguidores de este joven amo ir armados.   —49→   Por otra parte, la única referencia a la actividad venatoria del joven señor se reduce a una vaga y tópica noticia de caza de aves. A nadie, al recomendarle huya de los peligros del amor, se le ocurre proponerle se entregue a empresas guerreras. Ninguna noticia de estas se interfiere en su mundo, a pesar de que, aunque se publicara más tarde, la obra se escribía en años próximos a las guerras de Granada y primeras de Italia54. Sus servidores son de poca calidad o improvisados -como ese mozo de espuelas que tiene que hacer las veces de criado personal. No hay mención de posibles propiedades señoriales, y en cambio hay una referencia curiosa: poniendo de manifiesto que es para ellos práctica habitual, empleándola como imagen en conversación con Calixto Sempronio habla, como ejemplo, de pequeñas y cotidianas compras en la plaza, y ello no responde al modelo de una gran casa antigua, porque para las casas de vieja y poderosa nobleza acudir con frecuencia a la plaza era un desdoro. En la hacienda familiar de un señor de amplia propiedad territorial se tenía que dar una base autárquica de consumo de la propia producción, por lo menos en los géneros alimenticios que eran los que en la plaza local se ofrecían como objeto de compra diaria o frecuente. El viejo principio de la economía doméstica, «nihil hic emitur, omnia domi gignuntur» (nada se compra aquí, todo se hace en casa) no sólo se aplica rigurosamente en las economías señoriales, sino que adquiere un valor social, también de tipo ostentatorio, de manera que al criado de un verdadero noble no se le ocurriría dar precisamente la impresión de que se acudía a la plaza. En una casa grande no cabe acudir a aquella en compras diarias para   —50→   abastecerse, «ca el que cada día compra -dirá el autor de la Glosa castellana al Regimiento de principes- más paresce peregrino o viadante que morador ni ciudadano55. En todo caso, en la intendencia del rico tradicional y poderoso se compra en grueso y no con repetida frecuencia. Recordemos la meditación de Lázaro cuando acompaña al hidalgo toledano por las calles: «Yo yva el mas alegre del mundo en ver que no nos aviamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que devía ser hombre mi nuevo amo, que se proveya en junto»56. Una economía de gran señor seguía siendo una economía tradicional o de subsistencia, una oeconomía, basada en la autonomía doméstica de provisión, ajena al mercado urbano y a su crematística57.

En los ricos de reciente elevación se dan faltas sociales con frecuencia. Su comportamiento ofrece fallos notorios, porque su fe en las cláusulas del código del honor estamental es débil. Es el caso de los ricos recientes, en su alto nivel social. Ello llegó a constituir un fenómeno característico de los siglos XV y XVI. Hay en Calixto, y más o menos acusadamente en los restantes personajes distinguidos de La Celestina, una falta del sentido del honor. Es cierto que estamos aún lejos de la época calderoniana y que, a fines del XV, la impresión de libertad en la vida privada es grande en Castilla y en el resto de la Península. Hay obra del género celestinesco en la que se dice que los adulterios y otros yerros semejantes «es cosa tan frecuente, tan usada, tan común en todas las   —51→   naciones y más la española»58. En ese género celestinesco, verdadera ola de literatura obscena que tanto se difunde en España en las primeras décadas del XVI, se mantiene tal característica59. No hay necesidad de acudir a motivaciones étnicas en Rojas para explicarse datos de esta naturaleza ni tendría sentido; basta con ver una situación de la época.

Calixto soporta que Sempronio haga mención delante de él de un infamante episodio de su abuela con un simio, que hubo de vengar el cuchillo de su abuelo, y su reacción no tiene nada de honor caballeresco (pág. 30)60. Más gravemente aún, Calixto sabe que debe sentirse herido en su honra por la suerte de sus criados, los cuales son hechos ahorcar públicamente por la justicia. Considera que está obligado a vengar su muerte, porque es una afrenta a él y mengua de su casa. Echa en culpa al alcalde, que ha ordenado la ejecución de sus servidores, haberle colocado en tan desairada posición, y le recrimina por su proceder, mas no porque haya olvidado, al actuar de ese modo, la condición de, caballero del amo a quien los condenados servían, sino por haber sido ingrato a los favores económicos que debía a su padre. Es por esto, principalmente, por lo que «pensava que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo, iniquo falsario, perseguidor de verdad, hombre de baxo suelo» (página 24).

Sin embargo, Calixto reacciona muy pronto, dando prueba de lo poco que ha calado en él el sentimiento de las obligaciones que le impone su condición de señor. Y es más, con una mentalidad de época estatal, considera: «¿No ves que   —52→   por executar la justicia no avía de mirar amistad ni deudo ni criança? ¿No miras que la ley tiene de ser ygual a todos?» (página 242). Y cita ejemplos de la tradición clásica, cuya renovada lección -exenta de espíritu señorial- había contribuido en la época del humanismo burgués, esto es, del humanismo de la primera fase, a desarrollar la conciencia de las relaciones públicas o estatales, frente a las privadas o feudales.

También Pleberio y Celestina, cada uno por su parte, muestran reacciones semejantes. Lamentándose aquel de la funesta arbitrariedad del amor, afirma que «iniqua es la ley que a todos ygual no es» (pág. 299). Y Celestina, reprobando la violencia con que la amenazan los criados, les advierte que «justicia ay para todos y a todos es ygual» (pág. 224). Esta nada menos que triple apelación a una justicia legal, monopolizada por el poder público, estatalizada, que para mayor ejemplo vemos que no deja de cumplirse, es totalmente lo contrario de una concepción señorial, concepción esta que en La Celestina queda poco menos que eliminada. Y, en cambio, coetáneamente, no ya en la literatura de ficción, en la cual podían conservarse viejos sentimientos pasados, sin más transcendencia que servir para solaz del lector, sino en la misma vida real, son numerosísimos los ejemplos de que los verdaderos señores de antiguo linaje no renunciaban, considerando tan sólo la del rey como la justicia personal más elevada, a imponer por las armas su justicia privada. Frente al espíritu díscolo o, por lo menos, independiente de los señores, llama la atención, su dócil sumisión a la autoridad pública en un joven rico y enamorado como Calixto respondiendo al sentimiento heredado de los de su casta que debían a la seguridad de la justicia real su elevación en la sociedad.

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De interés para acabar de caracterizar el mundo social de La Celestina es observar también lo que en ella representa la variedad de tiempos y lugares en que se desarrolla la acción dramática. Aunque esto lo haya conseguido Rojas con recursos literarios magistrales, no hay que ver en ese aspecto solamente un problema de técnica de escritor. Se trata de toda una nueva manera empleada en la captación de la realidad humana, considerando que esta se da siempre en un hic et nunc, y que cuando se quiere reflejar aquella en una obra literaria es necesario recogerla inserta en esas circunstancias, al modo como un arbusto, para conservarlo vivo, se transplanta con su cepellón. Con esto, es decir, con ese nuevo arte de captar lo real humano, ha dicho María Rosa Lida, se busca presentar al personaje en su intimidad61. Ahora bien, la intimidad de la vida personal, que nada tiene que ver, claro es, con la interioridad del alma, constituye típicamente un producto burgués. Estrechamente ligado a ello va el aspecto literario que la obra ofrece y que representa una efectiva novedad. María Rosa Lida ha sostenido que no es La Celestina una novela dialogada, sino una obra teatral, que deriva de la tradición de la comedia clásica, de la comedia elegíaca medieval y de la comedia latina humanista. Todo ello puede ser indiscutible y la erudición incomparable de la señora Lida de Malkiel se emplea a fondo para demostrarlo. Tendremos que admitir que La Celestina corresponde a la tradición teatral, que toma de ella sus elementos y que el autor quiso hacer sinceramente una comedia o tragicomedia. Pero esto no es obstáculo para que en la obra reconozcamos también que, en manos del autor, la tradición literaria se abrió a aspectos nuevos, los cuales justifican que Menéndez Pelayo la insertara en los orígenes de la novela, y que tantos   —54→   otros la calificaran de novela, y más concretamente, de novela en diálogo62. Hay en La Celestina un arranque novelístico, a lo que se debe el hecho -muy significativo en la Historia literaria y también en la Historia social- de que, en ciertos aspectos, no ha vuelto a darse nada parecido a lo que La Celestina ofrece hasta «el surgimiento de las grandes novelas del siglo pasado», como M.ª Rosa Lida reconoce y Lapesa ha subrayado63. Ese aspecto novelístico hay que atribuirlo a la cultura social de que la obra surge, cuyos supuestos el autor supo elaborar originalmente en esa nueva forma literaria. Y la novela, tal como en los siglos modernos se nos da -género que no se encuentra en la Poética de Aristóteles y que nada tiene que ver con las llamadas novelas de la Antigüedad y de la Edad Media-, es una creación de la burguesía, para un público que se ha dejado llevar por formas de vida íntimas, nacidas de la nueva espiritualidad que con el desenvolvimiento y auge de aquella clase se difunde.



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ArribaAbajo- III -

Afán de lucro y economía dineraria. El mundo celestinesco como producto de la cultura urbana


Habría, pues, que referir La Celestina, según nuestro modo de ver, a la fase de los múltiples desplazamientos de la riqueza que se dan en el siglo XV y que traen consigo la constitución de una nueva clase ociosa de base burguesa, rápidamente ennoblecida y revestida de formas aristocráticas. Esto ocasionó, de un lado, el relajamiento de los hábitos caballerescos, como denuncian las críticas de la clase nobiliaria en muchos escritores, entre otros Diego de Valera o, más tarde, López de Villalobos64; de otra parte, la aparición del tipo de   —56→   los ricos de nueva promoción, de los «frescos ricos», acerca de los cuales habla, llamándolos así, la traducción al romance del Speculum vitae humanae de Sánchez de Arévalo65. Fenómeno este último que en el desarrollo económico del siglo tuvo considerable amplitud y pudo contemplarse como base de las transformaciones sociales acontecidas en la época, sobre las cuales influyó decisivamente.

Tales trastornos van ligados, efectivamente, a las condiciones económicas del siglo XV, que presenta en Castilla una fase dinámica y de crecimiento, especialmente en la esfera de comercio marítimo, mucho antes de que pudieran influir los metales americanos. Hay que reconocer que, en la interna estructura de las ciudades castellanas, no tuvo un relieve comparable al que alcanzara en las ciudades flamencas, italianas o hanseáticas, «el tipo del ciudadano patricio, enriquecido con el ejercicio de actividades industriales o mercantiles», según ha sostenido Carande66. Pero lo cierto es que, aunque económicamente no se llegara al predominio de la alta burguesía,   —57→   ni menos políticamente, sin embargo, hay que contar con la existencia de un no desdeñable número de fortunas de condición burguesa, de manera que el volumen medio de burgueses ricos fue creciendo en el XV y estuvo a punto de alcanzar la fuerza social que consiguió en otras partes. «Existe, pues, una burguesía mercantil castellana, principalmente en Burgos, Sevilla y Medina del Campo... Es necesario rebajar mucho la opinión tradicional que insiste sobre la poca aptitud de los españoles para el comercio. Los hechos prueban lo contrario. Si hubo carencia de algo, lo fue más bien de la industria que del comercio»: tal es la tesis de H. Lapeyre, uno de los investigadores que más saben de Historia económica de nuestro siglo XVI67.

En el auge económico del siglo XV tuvo un papel fundamental el comercio marítimo externo68. La colonia castellana es la primera en Brujas, por delante de la hanseática, y obtiene importantes privilegios en Amberes y otras plazas flamencas. En Francia, de la que Castilla era tradicionalmente aliada, los mercaderes de nación hispana están instalados en el oeste y norte y su importancia en Normandía ha probado Mollat que era considerable. En Italia, la relación de Sevilla y Génova es intensa, y, desde mediados del XV, con motivo de la hostilidad entre Barcelona y Génova, los barcos castellanos tienen una gran actividad que se extiende también a Marsella69. Todas estas referencias ambientan la alusión a   —58→   los navíos de Pleberio y a los que Melibea contempla desde lo alto de su casa.

Un nuevo sentimiento de riqueza que ha sido estudiado por Fanfani, principalmente sobre fuentes italianas, pero que se extiende a toda la Europa occidental70 mueve, y aun conmueve, el mundo social de La Celestina. Muy atinadamente, Sánchez Albornoz ha observado que ya el Libro de Buen Amor está condicionado por el espíritu social burgués. Y lo que en la obra del Arcipreste de Hita se muestra en grado incipiente, se ofrece a su vez mucho más evolucionado y mejor articulado con todo un complejo de nuevas formas de vida en La Celestina. Una apetencia de la riqueza, por sí misma, bulle en el ánimo de sus personajes, convencidos de que su posesión enaltece y honra a la persona, la ennoblece71. Lo reconocía también, por su parte, el poeta Ausias March:


L'ome pel mon no muta'n valer
sens haver béns, bondat, linatge gran72.


Y acaso, para el mismo Calixto, entre los valores que irradian de la persona de Melibea y que hacen irresistible su atracción, junto a la gracia y el ingenio, la virtud, la hermosura   —59→   y el linaje, ¿no se incluye también su «grandísimo patrimonio?» (pág. 33)73.

Se confiesa francamente que sin los bienes de fuera, «a ninguno acaesce en esta vida ser bienaventurado» (pág. 32). Un afán de riqueza atraviesa el cuerpo social y descoyunta sus ancestrales relaciones en todos sus planos. Es curioso el diálogo entre el Pármeno de los primeros momentos, que conserva todavía los escrúpulos de una moral tradicional, y Celestina:

«PÁRMENO.-  Riqueza deseo; pero quien torpemente sube a lo alto, mas ayna cae que subió. No querría bienes mal ganados.

»CELESTINA.-  Yo sí. A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo»


(pág. 54).                


Constituyen estas últimas palabras una rotunda negativa al principio que rige toda actividad mercantil en la Edad Media, esto es, al principio de «l'économie bonne et loyale», como se lo llamará en textos flamencos que Espinas ha citado74. A ese principio se atenía en sus consejos un noble de mentalidad tradicional, en este orden de cosas, (como era Pérez de Guzmán, señor de Batres. También él quiere, claro está, como todo humano, aumentar su patrimonio; pero reconoce que hay que moverse para ello dentro de un orden moral objetivo: sólo es justo


la fazienda sin error
multiplicar y avançar75.


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Y por esos mismos años, próximos a La Celestina, Gómez Manrique insistía en que «procurar deven los nobles e virtuosos onores, riquezas e temporales estados», porque la nobleza y virtud no están condenadas a pobreza -como reconoce Séneca-, pero siempre y cuando ello sea «sin manzellar la fama e menos la conçiencia»76.

La inversión de los términos, en el plano del espíritu burgués precapitalista, es clara. Ehrenberg, al afirmar que «la lenta transformación de la economía natural de la alta Edad Media en economía capitalista se precipita en la época del Renacimiento» hizo observar que «el primer síntoma de ello fue el ardor con que entonces cada uno buscó enriquecerse»77. Y si en estas palabras del que fue uno de los primeros y más ilustres historiadores economistas, la referencia al régimen de economía natural de la Edad Media es hoy discutible, los otros puntos de su tesis que acabamos de exponer han sido apoyados y fortalecidos por la investigación posterior. Desde que, en el declinar del Medievo, una nueva mentalidad se anuncia, el fin de enriquecimiento es la ley y toda consideración moral, si no se pierde -en ninguna ocasión, desde luego-, pasa a segundo plano. Al denunciar en su tiempo ese inmoderado movimiento hacia la riqueza, Pérez de Guzmán, con mentalidad tradicional, lo denostaba en esta forma: «a Castilla posee oy e la enseñorea el interese lançando della la virtud e humanidat»78. Vives formulaba así tal estado de espíritu: en cualquier caso adquirir, poseer más bienes -«rem, quocumque modo, rem»79. Y un siglo después -ese siglo de la plena economía renacentista-, Suárez de   —61→   Figueroa empleaba sobre el tema muy semejantes palabras «sea lo que fuere, tener, a toda ley»80, Es, insistamos, el mismo fenómeno que sobre fuentes literarias, de filósofos y moralistas, ha estudiado Fanfani81.

Es más, la virtud aparece condicionada por las riquezas. Estas pueden engendrar ciertos vicios -prodigalidad o avaricia-, pero también «son instrumento de muchas virtudes morales», las cuales sin aquellas no podrían ejercitarse. La virtud no es una mera disposición de ánimo, sino un hábito de bien obrar, hábito que no se puede alcanzar sin riquezas que lo permitan. Tal era la tesis de León Hebreo, en sus Diálogos de amor, difundidos en la traducción del Inca Garcilaso82.

Según esto, la dirección del camino se invierte: en lugar de ir por el honor a la riqueza, enriquecerse y comprar luego el honor. Pleberio no dice que con honra se hizo rico, sino que, con sus holgados medios, adquirió honras. (Ello trae la consecuencia, digámoslo incidentalmente, de que el burgués rico, que sigue siendo sinceramente creyente, para saldar su deuda con el más allá, desarrolle un ánimo limosnero, como reconocía Eximenis, en su defensa del mercader: «solament mercaders son grans almoiners»83. Y recordemos que Melibea, muerto Calixto, exaltaba en él sus prácticas limosneras.)

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Sempronio sabe que la ambición de Celestina en sus negocios no es otra que la de «ser rica» y se da cuenta de que tendrá que contender con ella, impulsado de una ambición igual (págs. 106-107)84. Sempronio, con cínico despego, declara que no le mueve ni le importa nada el remedio de su amo, sino salir él de pobreza. Tal es su afán: «deseo provecho, querría que este negocio oviesse buen fin» (pág. 76), y con franca oposición a los intereses de su amo, confiesa: «procuremos provecho mientras pendiere su contienda» (pág. 71), el cuidado de la hacienda, la atención al provecho, es el principio que Celestina recomienda a Areúsa para gobernarse; de lo contrario, «nunca tú harás casa con sobrado» (pág. 144). La buena y holgada casa en que se alberga la vida personal, íntima, es el símbolo del bienestar económico -luego volveremos a encontrarnos con otra declaración semejante. El cuidado que desde Celestina a Pleberio ponen, no sólo en adquirir, sino en bien administrar su dinero, es sintomático, y responde al criterio burgués que la Tercera Celestina enunciará: «tanto merece el que las riquezas conserva como el que las adquiere»85.

Para interpretar correctamente estos textos que acabamos de ver, recordemos que la antigua voz del romance castellano «provecho», usada ta vez como ninguna otra en La Celestina y común en el siglo XV, se emplea para traducir en la época el término latino «lucrum», en cuanto designa la ganancia material de una actividad orientada a la misma. La palabra «lucro» y sus derivados no se castellanizan, al parecer, hasta el siglo XVII.

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Ahora tenemos que observar que ese lucro o provecho, generalmente, en el complejo de relaciones sociales de La Celestina, se contabiliza en dinero. «Por dinero se muda el mundo e su manera», declaraba el Arcipreste de Hita (v. 511 a). Y en el Rimado de Palacio, el canciller López de Ayala tiene frases semejantes. Hay incluso testimonios que pueden tenerse por anteriores86. Pero una cosa es la mera expresión literaria sobre este tópico acerca del poder de la riqueza y otra muy distinta comprobar en qué manera y con qué amplitud los medios de pago de tipo dinerario se han introducido en la vida social. Es de interés tomar en consideración el alto grado de desarrollo de la economía dineraria que se puede apreciar y aun medir en La Celestina -se nota también en esto, claramente, una diferencia de fase, respecto al Libro de Buen Amor. El dinero es lo que se busca, es lo que se emplea en las relaciones de dar y tomar, es lo que funciona como medida para valorar bienes. El dinero es tan familiar que sus propiedades sirven, metafóricamente, de término de comparación. La vieja alcahueta dice ponderativamente que el amor carnal «es tan comunicable como dinero» (pág. 141), señalando con ello muy atinadamente la principal condición de la moneda como medio de relación económica que, al ser mensurable, divisible, calculable, todo ello le permite una velocidad de circulación extraordinaria, factor del dinamismo propio de la economía capitalista.

Celestina recuerda el dinero que en otro tiempo ganaba con su negocio (pág. 176). Su arte, según Sempronio, «es fingir mentiras, ordenar cautelas, para aver dinero» (página 164). Lo que Calixto le da, las mercedes que le concede o promete, Celestina las reduce a dinero: «mal conoces a quien   —64→   das tu dinero» (pág. 200). Pero también, cuando Calixto le entrega la funesta cadena de oro, Pármeno, que está presente, enseguida la tasa en dinero: valdrá varios marcos de oro (página, 198). Y el mismo personaje, preludiando el final desastroso a que la despiadada lucha de intereses les va a arrastrar, reconoce que «sobre dinero no hay amistad» (pág. 218).

El dinero es el medio corriente de cálculo y de pago, en el mundo social de La Celestina. Dice la alcahueta a Sempronio, ponderando sus necesidades y quebraderos de cabeza «todo me cuesta dinero» (pág. 222). Al presentarse en casa de los padres de Melibea, disimula los motivos de su presencia diciendo que va a vender un poco de hilado, porque «me sobrevino mengua de dinero» (pág. 86), y Melibea, efectivamente, le paga en dinero la mercancía. En el mundo de La Celestina todos dan en principio por descontado que «todo lo puede el dinero: las peñas quebranta, los ríos passa en seco» (pág. 74). Y este carácter se conservó en toda la literatura celestinesca. «Ganar dinero» es el objetivo que mueve a las gentes en la Segunda Celestina, donde el rufián declara que lo que busca es «meter el provecho en mi bolsa»87. Y como expresión de un principio que en los siglos de desarrollo del espíritu burgués, desde el XIV al XVII, se repetirá mucho, más o menos explícitamente, en la Tercera Celestina se nos dirá que «todas cosas obedecen a la pecunia»88.

Del desarrollo del dinero como medio de cálculo económico y medio de pago y atesoramiento, venían causándose, en gran parte, las transformaciones sociales de la época. La economía monetaria trajo como consecuencia la conmutación de los tributos en especie y de los servicios personales   —65→   por pagos en dinero89. Y esto ocasionó una mecanización de las relaciones y, en consecuencia, un distanciamiento recíproco de los individuos -lo cual, en definitiva, engendraba libertad-. ¿En qué sentido entender esto? Luego lo veremos más detenidamente. Ahora reduzcámonos a observar que con el empleo del dinero, la contrapartida del servicio personal, que cada vez más se convierte en relación de puro contenido económico, se calcula y se agota en el pago de una cantidad determinada. A esto Celestina, en su negocio con Calixto, lo llama «ganar el sueldo» (pág. 153). Reconoce, por eso, estar obligada a ocuparse del asunto de Calixto, que le ha entregado cien monedas, «no digan que se gana holgando el salario» (pág. 72). La palabra «salario» apareció en el vulgar castellano en ese siglo XV; se encuentra en el Vocabulario de Alonso de Palencia, y lo interesante es que en La Celestina se revela ya como habitual en el lenguaje hablado, en correspondencia con la rápida transformación de las relaciones entre amos y criados que se opera en la época, a causa de las nuevas formas económicas que esas relaciones asumen.

«En la economía natural, ha observado von Martin, el individuo está directamente ligado al grupo a que pertenece y, por la reciprocidad de servicios, estrechamente unido a la colectividad; pero el dinero emancipó al individuo, pues, al contrario que el suelo, su acción le moviliza... El trabajo toma la forma de un contrato libre, dentro del cual los contratantes buscan cada uno su máxima ventaja. Y si en el estadio de la economía natural predominan las relaciones personales y humanas, en la economía monetaria todas las relaciones se objetivan»90, Sin duda, en el desarrollo ulterior   —66→   del capitalismo se señalarán, más tarde, muy fundadamente, consecuencias de muy opuesto carácter a lo que acabamos de decir; pero, en comparación con el régimen de la economía basada, sobre todo, en intercambio de servicios, el dinero trajo consigo un grado mucho mayor de autonomía, de libertad de movimientos en el individuo. Tener en cuenta esta circunstancia es decisivo para comprender el complejo de relaciones sociales en el mundo de La Celestina.

Pasemos ahora a contemplar un nuevo aspecto del mismo, en estrecha conexión con los anteriores. El mundo social celestinesco es un producto de la civilización urbana, en correspondencia con el auge que ésta toma en el Renacimiento, sobre la base del desarrollo demográfico, económico y cultural que adquieren las ciudades. Sin comprender esto, los demás aspectos hasta aquí considerados, y los que a continuación nos han de ocupar, no pueden hacérsenos transparentes.

El medio característico de la burguesía, en el que la economía dineraria se desarrolla, era la ciudad, como es bien sabido. En plena conformidad con lo que en ella venimos encontrando, La Celestina es un típico, inconfundible producto de la cultura ciudadana. Lo es la Tragicomedia de Rojas, en cuanto obra literaria, y lo son los personajes que en ella pululan.

A fines del XV y comienzos del XVI, los historiadores señalan un desarrollo demográfico en Castilla y en toda España que correspondió, casi enteramente, al crecimiento de las ciudades. Claro que el porcentaje de población campesina siguió siendo mucho mayor, aunque se iniciaron señales de despoblación en algunas partes. Lo interesante es que las ciudades son las que aumentan. Algunas, como Valencia y Sevilla, se hacen populosas, otras muchas llegan a cifras importantes   —67→   en relación a los niveles de que se partía. De Toledo dirá por entonces el viajero alemán Jerónimo Münzer que «es mayor, y más populosa que Nüremberg»91. Una contemporánea imagen de Burgos, entre tantas otras, es muy interesante para nosotros: «Burgos estaba así tan rica y de tantos mercaderes poblada, que a Venecia y a todas las cibdades del mundo superaba en el trato así por flotas por la mar como por grandes negocios de mercadería por tierra en estos reynos de Castilla e en muchas partes del mundo»92. Así, por lo menos, eran vistas muchas de nuestras ciudades -y esto es lo que para nosotros cuenta ahora.

De ninguna de ellas, ciertamente, cabe buscar la imagen concreta en La Celestina. Todos los intentos de localización de su acción dramática en Salamanca, Toledo, Sevilla o últimamente Talavera93 (92) fallan por algún lado. Con mucha agudeza creemos que ha dejado resuelta la dificultad María Rosa Lida: no se trata de ninguna ciudad en concreto, sino de una ciudad inventada, recompuesta imaginativamente por el autor, siguiendo probablemente el modelo de esas ciudades de ficción que eran frecuentes en la pintura flamenco-castellana de la época, estampas de ciudades en las que se contemplan todos los elementos de paisaje urbano que en La Celestina se combinan: puertos, embarcaciones, ríos, árboles, ricas casas, desde cuyas altas torres, levantadas más para placer que para defensa, otras jóvenes como Melibea podrían gozar de «la deleitosa vista de los navíos» (pág. 287). Pero tengamos en cuenta que por sus mismos supuestos sociológicos,   —68→   la pintura flamenca es manifestación muy representativa de una cultura urbana y burguesa y su difusión en España arguye un cierto parentesco socio-cultural con sus orígenes. Al inventar una ciudad, como Rojas lo hace, tipifica fielmente el medio ambiente en que el mundo de sus personajes vive y redondea la significación histórico-social de su obra.

Hemos visto el papel que las riquezas y el lujo tienen en la crisis social del XV y en la formación de la clase ociosa, a cuyo tipo responden los personajes de La Celestina. Tengamos en cuenta que «para el desenvolvimiento del lujo es importante la ciudad sobre todo porque crea nuevas posibilidades de vida alegre y exuberante», según una conexión real que se ha dado en la Historia Moderna de Europa y que Sombart ha estudiado94. En las formas de ecología social, la ciudad es el medio del deleite, del gasto superfluo, de la comunicación, de la ostentación. «En relación con la población rural, ha observado Veblen, la urbana emplea una parte relativamente mayor de sus ingresos en el consumo ostensible y la necesidad de hacerlo así es más imperativa». Los que viven en la ciudad han de moverse en un ambiente más amplio y numeroso -cada vez más numeroso, en esas ciudades de fines del XV, donde, si no se destaca, no se es conocido personalmente. Por eso, para sus habitantes, «el consumo es un elemento más importante en el patrón de vida de la ciudad que en el del campo»95.

Aunque el tema no ha sido estudiado en su aspecto sociológico y positivo, en la misma vieja Historia de la Arquitectura civil española de Lampérez se encuentran datos suficientes para advertir el bullicioso crecimiento arquitectónico de   —69→   las ciudades, en el siglo XV y comienzos del XVI. El hecho está, con plena conciencia de la pujante vitalidad social que refleja, señalado en la literatura del tiempo. Bástenos recordar que ya en los comienzos de esa época, Sem Tob se asombraba de la pretensión de los ricos: «Un año casa nueva»96. Alfonso de la Torre señala el ansia constructora, y Rojas mismo, al introducirnos en la sociedad de La Celestina, critica y admira «aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios» (pág. 15), que sin duda él contemplaba en las ciudades que había visitado, donde otros muchos ricos, como su personaje Pleberio, se envanecían de las torres o mansiones que habían hecho edificar97.

Esa actitud de ostentación, en la casa responde a los caracteres de la cultura urbana y al puesto que la mujer asume en la misma. El papel que el lujo de la mujer tuvo, durante los primeros siglos modernos, en el desarrollo del capitalismo, fue señalado por Sombart98. Ello pone de relieve un factor que es interesante tener en cuenta: la acción de iniciativa que a la mujer se le reconoce en esta época de que hablamos. Buen ejemplo de ello es la sugestiva y vibrante figura de Melibea, la «voluntariosa» Melibea, como alguna vez ha sido llamada con mucha razón.

Iniciativa y lujo de la mujer que traen ese nuevo gusto de la época por la mansión ciudadana. Ya avanzado este proceso, Liñán observaba que si antes las casas se edificaban según el valor de los hombres que en ellas habitaban, en cambio ahora «se labran al gusto y sabor de las mujeres que   —70→   las han de ventanear, afeitadas como ellas, hechas todas jardines»99. La casa aristocrática de que goza Melibea tiene ya estos caracteres.

Los grandes ricos de la nobleza antigua viven en el campo, en ambientes rurales: los ricos de reciente ennoblecimiento viven en la ciudad. En La Celestina, todos los personajes que intervienen en la acción son tipos urbanos. Sus costumbres, sus relaciones, sus conversaciones, su callejeo, son propios de la vida de ciudad. Todos los oficios de la gente que en la obra aparecen son oficios ciudadanos. Pármeno hace incidentalmente una enumeración de oficios: herreros, carpinteros, armeros, herradores, caldereros, arcadores, etc. (página 40); no hay alusión a ningún oficio campesino, ni siquiera al tan universal de labrador.

Y, de acuerdo con esta caracterización urbana del mundo de La Celestina, observemos que sus personajes viven su tiempo, medido y regulado por el reloj. Quiero decir que el reloj es el instrumento de que se sirven para medir y ordenar su tiempo. Son numerosas las referencias al reloj que se encuentran en el texto de la Tragicomedia: para comer, para estar en la cama, para acudir a una cita amorosa, para medir una espera, el reloj aparece una y otra vez con su movimiento mecánico, uniforme, calculado (págs. 199, 205, 243, 259, etc.). Pues bien, dotado de estas últimas características, el reloj es típicamente un instrumento de la vida burguesa. En los siglos XIV y XV, se instalan relojes comunales en las ciudades de los que algunos todavía subsisten, y en 1510 aparece el reloj de bolsillo. «La invención del reloj juega un papel importante en la historia intelectual del hombre económico moderno», ha dicho Sombart100. Responde a la concepción mecánica,   —71→   calculable, mensurable, del tiempo y, en general, del mundo, propia de los burgueses que habitan la gran ciudad. De aquí que, en estas, se convierta en un elemento común de la arquitectura pública, de la misma manera que se generaliza en la vida privada de sus moradores101. De esta última forma, lo descubrimos rigiendo cronológicamente la existencia de nuestros personajes102.

Pero fijémonos en el tipo principal. Celestina se presenta a sí misma: «En esta ciudad nascida, en ella criada, manteniendo honra como todo el mundo sabe, ¿conoscida, pues, no soy? Quien no supiere mi nombre y mi casa, tenlo por extrangero» (pág. 72). Casa, nombre personal, decoro social, intercomunicación de los vecinos, ciudad: todos esos caracteres se dan en la vieja tercera. Es, con ello, exactamente, el tipo de hechicera del Renacimiento frente a la bruja de otras épocas.

«La bruja típica, sostiene Caro Baroja, es un personaje que se da sobretodo en medios rurales, la hechicera de corte clásico se da mejor en medios urbanos o en tierras en las que la cultura urbana tiene gran fuerza». Según ello, «Celestina es una hija plebeya de la urbe, de la ciudad: una hija, inteligente malvada». «El tipo de Celestina, las mujeres que viven bajo su control, los hombres que recurren a ella, las   —72→   muchachas que se dice caen seducidas por sus maleficios, son todos tipos ciudadanos que se mueven en aquel mundo de placer que Burkhardt daba como predominante en la Italia renacentista»103. He aquí cómo, desde un ángulo visual distinto, Caro Baroja ha llegado a conclusiones con las que coinciden plenamente las nuestras.

El carácter urbano de la hechicera celestinesca104 se debe a que, con el grado de secularización y mundanización que la cultura ciudadana alcanza, se desarrolla muy pronto una primera fase de pensamiento naturalista -al que va ligado el nuevo modo de practicar la magia, como luego veremos- y un insaciable afán de placeres, sobre todo de placeres amorosos, a lo que se debe que en su mayor parte se trate de hechicería erótica.

Sombart ha demostrado cómo, siendo la ciudad el lugar ideal para la circulación del dinero, lo es también para el desarrollo de los placeres. Placer y dinero van juntos, son los términos de comparación con los que se relaciona el anhelo de felicidad que la clase ociosa en los medios ciudadanos persigue. El proceso de mundanización en el Renacimiento va ligado a ello. Placer sensual y gusto por la vida dependen de ese proceso que tan agudamente se da en el ambiente innovador de los ciudadanos. La vida de ciudad condiciona y transforma las ideas, las aspiraciones, los sentimientos mismos, de quienes en ella participan; configura sus relaciones sociales y da lugar a modos de comportamiento que dan a la sociedad entera un cariz peculiar; coloca, finalmente, a sus individuos en una posición recíproca que, si trae consigo formas de dependencia ajenas en gran parte a una concepción   —73→   tradicional de la virtud, en cambio, al reducir en su extensión y al relativizar los nexos de subordinación de hombre a hombre, dejan libres energías individuales de cuya acción deriva el desarrollo de la cultura moderna.



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ArribaAbajo- IV -

La clase ociosa subalterna. La desvinculación de las relaciones sociales. El principio de egoísmo


Dijimos que la reputación del miembro de toda clase ociosa está en la prueba de su capacidad de dominio sobre cosas y personas y esa capacidad se demuestra absteniéndose de todo trabajo productivo y practicando, sin embargo, un gasto elevado. Ya sabemos que por razón de su riqueza el señor ha de quedar exento de ocupación económica. Y hemos visto cómo esa situación social condiciona su comportamiento en relación con los demás, su modo de insertarse en la sociedad y hasta su entera figura moral. No digamos que esta viene determinada fijamente por tal situación, pero sí influida, condicionada, de manera que de ella dependen los cambios en sus criterios morales y los trastornos en la sociedad de la que forma parte, cambios y trastornos que la opinión tradicional considera como grave desorden.

Hemos visto también, en páginas precedentes, cómo esa posición del señor, repercutía sobre la de sus servidores y causaba en estos alteraciones semejantes a las que en aquel se manifestaban. Hay comportamientos en los criados de La   —75→   Celestina que derivan de la manera de conducirse los señores y que se explican, en uno y otro caso, por razones análogas, dependientes de actitudes ante la sociedad, ante la moral, etcétera, comunes o estrechamente emparentadas en unos y otros. Es un fenómeno de contagio que se produce en todo grupo social. Los sociólogos han tendido a interpretarlo como causado por una relación de imitación, de mimetismo. En cualquier caso se presenta como un hecho positivo en toda sociedad humana, hecho con el cual hay que contar.

Vamos a intentar ahora contemplar de más cerca la posición social de los criados. Con Simmel dijimos también al empezar que, en todo nexo de mando y obediencia, en general, y, por consiguiente, en toda relación de amo-criado, se dan dos partes, las cuales son siempre activas, aunque lo sean desigualmente. En consecuencia, si hay una corriente de influencias que va del que manda al que obedece y da lugar a que aquel determine vigorosamente la figura del subordinado, hay también una corriente que del que obedece actúa sobre el que manda y produce sobre este efectos que dependen del modo de comportarse de sus servidores.

Hemos de partir del fenómeno, estudiado también por Veblen, de la constitución de una clase ociosa que, llamaremos derivada o de segundo grado, integrada por los servidores de los individuos de la clase ociosa principal. El fenómeno, en España, tomó un desarrollo monstruoso, debido a los caracteres señoriales que conservó y aún vio crecer en su seno la sociedad castellana y, más radical y decisivamente aún, a razones económicas que no vienen ahora al caso. Lo cierto es que, ante el disparatado crecimiento de la masa de individuos de la clase subalterna ociosa, desde mediados del siglo XVI se levantarían fuertes clamores. Economistas como el contador Luis Ortiz y, más tarde Pedro de Valencia, Martín de Cellorigo, Lope de Deza y muchos más, aconsejan drásticas   —76→   medidas para cortar el abuso. Tuvo este repercusiones económicas, y también consecuencias sociales que acentuaron las características del régimen de «servicios» de la nueva clase ociosa. Bajo tal régimen, la reputación del señor, en cuanto que ha de apoyarse en dominio sobre cosas, pero también sobre personas, exige, como demostración de una elevada capacidad pecuniaria, que no sólo quede él exento de trabajo productivo, sino al mismo tiempo que él, un número mayor o menor de personas, cuyos servicios consume, sin ninguna aplicación económica. «Surge una clase de criados, cuanto más numerosa mejor, cuya única ocupación es servir sin objeto especial a la persona de su amo y poner así de manifiesto la capacidad de este de consumir improductivamente una gran cantidad de servicios». Estos servidores, más que por sus servicios efectivos, cuentan por la exhibición de poder económico y social que por parte del amo representan, de cuyo honor y dignidad son públicamente prueba. Por eso, su servicio tiende a ser meramente nominal, cada vez más desprovisto de una ocupación definida, como no sea la de acompañar al señor. «Ello es cierto, en especial, de aquellos servidores que están dedicados de modo más inmediato y ostensible al cuidado del amo. Su utilidad viene así a consistir en gran parte en su exención notoria del trabajo productivo y en la demostración de la riqueza y el poder del señor que tal exención les proporciona»105. Si estos servidores son buenos, de excelente calidad, bien instruidos, en la medida en que conseguir tenerlos al servicio propio supone un esfuerzo y un gasto mayor, cumplen mejor el fin de ostentación que con ellos se busca. Si son, además, numerosos, mayor es aún la reputación que proporcionan. En tal sentido, es manifiesto en La Celestina, aunque no se haya caído en la cuenta de   —77→   ello, que la posición de Pleberio, contra lo que muchos han entendido, es mucho más alta que la de Calixto: los criados de aquel son muchos más y mucho mejores que los de Calixto, según se nos hace saber en el texto y se repite varias veces. Con ello coincide el mayor respeto con que todos hablan de la persona de Pleberio y de su casa106. (Ello -dicho de paso- nos induce a pensar que, de haber dificultades de carácter social para el matrimonio entre los amantes, estarían más bien en la superioridad sobre Calixto, tanto económica como socialmente, de parte de Melibea, cuyos padres dan por descontado que pueden casarla con los más altos jóvenes de la ciudad.)

Originariamente, el criado no era un servidor contratado, sino un miembro de la casa, ligado personalmente a ella, con lazo de deberes morales entre él y el amo, lazo que unía también entre sí a todos los miembros de la familia como amplia sociedad doméstica. Hay ecos todavía de esta concepción tradicional, propia de la anterior época de la clase ociosa caballeresca, en las páginas de La Celestina. Cuando Sosia, por ejemplo, uno de los más humildes servidores de Calixto, conoce la desgracia de Sempronio y Pármeno, les llama «nuestros compañeros, nuestros hermanos» y da por supuesto que el amo está obligado respecto a ellos y respecto a todos sus domésticos, porque su suerte afecta a la honra de la casa   —78→   (págs. 229-230). La fría y calculadora Areúsa llamará con razón al infeliz Sosia «el fiel a su amo», para adularle por ese lado y atraérselo, con el fin de sonsacarle lo que de él desea saber (pág. 264). También en Sempronio, aunque tan sólo en un primer momento, se manifiesta una actitud semejante, en virtud de la cual se siente obligado a sermonear a su joven señor. En la literatura celestinesca (tan por debajo en todos los aspectos -y muy especialmente en su significación histórica- del nivel del prototipo, cuyo problema humano no se capta), vemos que los criados, de ordinario, se mantienen dentro de un cuadro tradicional de fidelidad. En la Comedia Thebayda reconocen la obligación de «que en esta necesidad le sirvamos fielmente y con toda diligencia»107. En Lisandro y Roselia, el criado Eubulo es sabio y prudente, como un ayo de la literatura medieval de «espejos», y los restantes, aunque complacientes o insensatos, no son enemigos de su joven señor. En la Segunda Celestina, si los criados en algún momento se chancean de su joven amo, por el espectáculo de aturdimiento e inexperiencia que ofrece, sus burlas, sin embargo, no están inspiradas por el rencor social, ni tienen la acritud que rezuman las palabras de los servidores de La Celestina, porque en esta el sentimiento fundamental es el rencor que nace de la conciencia de las diferencias sociales. Sólo los criados de la Tercera Celestina se aproximan a los de su prototipo.

Para comprender esto que acabamos de afirmar, fijémonos en la evolución de la figura de Pármeno. Ninguna, tal vez, más esclarecedora del problema. María Rosa Lida se ha ocupado ampliamente de los «caracteres» de cuantos personajes intervienen en La Celestina, y si su labor en el acopio de datos de toda clase es realmente de admirar, la reducción   —79→   del tema a una pura visión psicológica, desfigura la cuestión, y sus caracterizaciones no se pueden tener en pie. Más interesante es el punto de vista de Gilman que atiende a la configuración vital de los personajes. Y como en verdaderas «vidas», al modo como los concibe Gilman, y no en simples caracteres hechos, pensemos que en aquellos se puede observar una evolución personal, unos cambios, que se dan en dependencia de las circunstancias sociales en que se encuentran insertos.

Pármeno confiesa en un primer momento su actitud de adhesión al señor: «Amo a Calixto porque le devo fidelidad, por criança, por beneficios, por ser del (bien) honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, quanto lo contrario aparta» (página 49). Pármeno, en las primeras escenas, sufre por el estado de su amo y se expone una y otra vez a aconsejarle en medio de su desatentado furor. Y cuando Calixto, para librarse de su impertinente amonestación, le ofrece remunerar su noble interés, Pármeno protesta de ello: «Quéxome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Quándo me viste, señor, embidiar o por ningún interesse ni ressabio tu provecho estorcer?» (página 45). Ante las propuestas interesadas de Celestina para hacerle cómplice en sus negocios con Sempronio, yendo juntos contra los verdaderos intereses de Calixto, Pármeno conserva una última resistencia y Celestina arteramente tiene que dedicarse a confundirle, haciéndole creer que es Sempronio el modelo del buen servidor, diligente, gracioso y bienquisto (pág. 131). Y es Calixto mismo, con su desorden moral, con su desconcertada estimativa, quien se encargará de dar aparentemente razón a Celestina. Calixto se muestra despreciativo y airado contra las consideraciones moralizadoras de Pármeno -«estó yo penando y tú filosofando» (pág. 67), y   —80→   como revelación de su fondo moral, confiesa, delante de su joven y confuso servidor, que no le importa que, una vez que Celestina le haya procurado satisfacer su apetito, sea emplumada como lo había sido en ocasión anterior; ni siquiera intenta Calixto disimular que la utiliza como un mero instrumento, sin concederle ningún otro valor. Procediendo de análoga manera, Calixto acusa a Pármeno de envidioso y enemigo, precisamente por tratar de mantenerle en el recto camino, y se queja de tener junto a sí «mozos advenedizos y rezongadores», enemigos del que él llama su bien (pág. 121). En cambio, a quien secunda su destemplado apetito, como está haciendo Sempronio, Calixto le elogia por su «limpieza de servicio» (página 161). A pesar de todo, Pármeno no sólo se defiende largamente de dejarse arrastrar por las proposiciones de Celestina, y vacila y aun se vuelve atrás varias veces en el desleal acuerdo con ella y con Sempronio, sino que todavía, avanzada la acción, sigue lamentando que los engaños de Celestina hayan pesado más que sus saludables consejos (aucto VI). Sobre ello Celestina tiene que reconvenirle más de una vez, para que acepte su turbio pacto (aucto VII). Pero llega un momento en que el desorden de su amo, la codicia por la cadena de oro que este ha entregado a la vieja y el goce de la posesión de Areúsa, le vencen definitivamente, y entonces Pármeno es arrastrado más ciegamente que todos los demás contra su señor. También en esto, desde el punto de vista de lo que pueda ser la reacción psicológica de un personaje, resulta el hilo construido por Rojas perfectamente claro. Al entrar en la sociedad de las rameras, al aceptar las maquinaciones de los desleales, al renunciar a la fidelidad en su servicio al amo, Pármeno acentúa las muestras de resentimiento. Y así, con ocasión de preparar una opípara comida en casa de Celestina, con lo hurtado en la despensa de Calixto, no se contenta ya con   —81→   esa pequeña falta del hurto; para satisfacer el odio que ha ido formándose en él, necesita más: «allá fablaremos más largamente en su daño y nuestro provecho», propone a los demás, con violento despego de su línea de comportamiento anterior. También al despedirse en otro momento de Calixto108 tiene unas frases de agria malquerencia hacia su amo, nacidas del rencor que le guarda por el envilecimiento que su desorden echa sobre todos y porque se le han venido abajo las razones en que se basaba su aceptación del sistema social de respeto al señor en que había vivido.

También en Lucrecia, criada de Melibea, se refleja, aunque con más pálidas tintas, una evolución semejante, siguiendo la cual acaba dibujándose según el retrato del mal sirviente. Esta criada, que empieza siéndolo en el sentido más tradicional, y, por tanto, sobre la base misma de un nexo familiar con la casa, muestra progresivamente su despego por su ama, se deja llevar a una complicidad fríamente consentida con el vicio y revela atracción por el placer desordenado, concupiscencia, egoísmo (auctos IX y X; pág. 280).

Todos esos cambios que se aprecian en la oposición de los criados respecto a sus amos están condicionados por la nueva relación social entre el grupo de los ricos y el de los servidores. Y como, aunque esta relación sea bilateral y activa por ambas partes, es al grupo de los poderosos al que ha correspondido la iniciativa y la influencia determinante sobre el conjunto, resulta perfectamente atinado en La Celestina que el desarreglo de Calixto sea el que motive el drama de todos los personajes.

¿A qué lleva la nueva posición en que el amo aparece colocado respecto al criado y viceversa? Lo que había sido una relación de adscripción personal -cuyo peso, por otra parte, había venido sintiéndose cada vez más insoportable,   —82→   por otros motivos- se convierte en una relación de mero contenido económico, conforme lo permiten los recursos de la economía monetaria, al generalizar el sistema de pago de los servicios en dinero109. Y al quedar al desnudo, en su puro contenido económico, esa relación, perdiendo el complejo tradicional de deberes y obligaciones recíprocas que llevaba consigo, queda al descubierto también entre amo y criado la inferioridad de clase del segundo, irritante para este, porque apetece, lo mismo que su amo, la riqueza, y no encuentra motivos -aquellos motivos guerreros de la antigua sociedad para que otros la monopolicen. En una sociedad feudal o de tipo puramente tradicional, no se comprendería hablar mal de los criados en tanto que grupo o clase. En cambio, empezamos a encontrar testimonios de ese tipo desde la época en que se incuba La Celestina y llegan hasta nuestros días. Las actas de las Cortes del último cuarto del siglo XV recogen lamentaciones sobre la mala calidad del trabajo que se compra. Recordemos también que la obra de Rojas es una «moralidad» contra los malos sirvientes. En los mismos años de La Celestina, Gabriel Alonso de Herrera habla asimismo del tema y carga sobre la condición de los trabajadores asalariados el escaso y mal rendimiento en el servicio: «como agora ande tratada la tierra de obreros alquiladizos, que no curan más (que) de su jornal, o de criados sin cuidado o de viles   —83→   esclavos enemigos de su señor»110. Y testimonios de esta naturaleza se repiten hasta hacerse tópicos, en la forma que nos da a conocer -como era de esperar- Calderón, cuando en A secreto agravio, secreta venganza, le vemos denostar a los criados, respondiendo a la estimación de su tiempo,


porque criados, que al fin
son enemigos de casa.



Rencor contra el amo; motivación económica del mismo; fidelidad, sobre todo en el plano de los intereses económicos, suscitada como oscura represalia por la injusticia de la situación; desorden moral -según añade Rojas- que sobreviene a consecuencia de la desmesura en el ansia de placer y especialmente en los aspectos carnales. Todo esto y cuanto La Celestina nos ofrece en esa esfera de relaciones, está trazado en unos versos de la Comedia Serafina de Torres Naharro, cuyo teatro tiene también un innegable valor documental sobre la sociedad moderna en sus comienzos. En esos versos a que aludimos, el criado le dice francamente a su amo:



Aun pensareis los señores
que a los pobres servidores
nos habeis quizá comprado.

Pues no voy vez al mercado
que luego, tornado d'él,
no pase por el burdel
a dejar lo que he sisado111.



También los criados, en el teatro de Torres Naharro, manifiestan una actitud de despego irónico y están prestos a burlarse de las dificultades o de los defectos del señor, imputando   —84→   a culpa de este la infidelidad con que pagan su mal trato. Hay un pasaje, ferozmente agrio, en La Celestina, donde se nos revela el claro sentimiento de esta situación. Nos referimos a las palabras terribles de Areúsa, contra «estos señores que agora se usan»: con ellos no se medra y, en cambio, se es maltratada. Areúsa pinta un cuadro de tintas realmente duras, negras, sobre la manera de conducirse las amas con sus sirvientas, que parece reflejar algo vivamente sentido. La vivacidad de la expresión, el radical despego que esas frases traducen, el sentimiento de profundo abandono a que responden, las terribles acusaciones que contienen, hacen de ellas mucho más que un afortunado ejercicio de retórica. Son todo un documento social. También la diatriba de la propia Celestina contra los señores presenta los mismos caracteres y si no nos detenemos en ella ahora es porque añade otros matices que más adelante hemos de considerar.

Ciertamente que el rico, en cuanto tal, ocupó y ocupa, desde los comienzos de la época moderna, el puesto más distinguido y privilegiado respecto a las relaciones con el poder social y aun con el poder político. Pero no menos cierto es también que su predominio, desde el primer momento, nunca llegó a ser aceptado con el general acatamiento de que habían gozado otros grupos antiguamente privilegiados. Del noble tradicional no se discutía por moralistas y satíricos, en la Edad Media, su puesto social, sino sus cualidades personales, su mejor o peor cumplimiento, individualmente, de sus deberes. De los ricos modernos, en cambio, no se discuten tanto las virtudes o vicios que personalmente puedan tener, como su posición predominante en la sociedad. La crítica contra las razones de su encumbramiento se suscita desde los primeros momentos y toma un carácter social o de grupo. No se ataca a los malos ricos tanto como se protesta de que   —85→   se conceda preeminencia a la riqueza, a la que, de suyo, no se le reconocen títulos para su predominio. Y como el estado social que se contempla se juzga basado en este irritante privilegio, la crítica de las nuevas formas sociales toma un tono particularmente acre: «en esta nuestra era, dice Pedro de Navarra, un hombre rico, puesto que sea vil en sangre, infame en la vida, inhábil y vicioso en la persona, y que finalmente tenga todos los defectos de la vida, a buelta de sus riquezas cabe en todas partes, tanto que es respetado, oydo y creydo, loado, servido y acompañado y aun desseado de muchos grandes por deudo»112. Lo grave en estas palabras no está en los negros caracteres con que se pinta a un posible rico, sino en los del cuadro de la situación social en que éste se impone.

En el campo de la vida real de la sociedad de entonces hemos tomado en cuenta, en otro lugar, un curioso documento, relacionado con la sublevación de los comuneros y ligado a los aspectos sociales de la misma, en el que un anónimo fraile burgalés clama contra el mal comportamiento de los señores eclesiásticos con sus servidores, documento en el que se pone de manifiesto la conciencia de la injusta desigualdad de los estamentos sociales y el rencor que ello despierta: «tratan mal a los súbditos e vasallos, siendo (estos) por ventura mejores que ellos»113. La protesta contra la situación social se apoya en el sentimiento personal de raíz individualista de no estimarse inferior el criado en comparación   —86→   al señor a quien sirve. El régimen social de predominio de los detentadores de la riqueza fue discutido en su mismo origen y por las mismas fuerzas en cuyo desarrollo aquél se apoyaba.

¿Cuál es la razón histórico-social de esta actitud? Observemos que los criados que acompañan a Calixto no son ya sus «naturales». Desde la baja Edad Media se llamaban «naturales» de un señor aquellos que dependían de él en virtud de una vinculación heredada, según un nexo que se presentaba con un carácter familiar, doméstico, cuya trasmisión se suponía, con mayor o menor exactitud, que había tenido lugar de generación en generación, y que se mantenía, en principio, de modo permanente. Por estas causas, la dependencia «natural» o de «naturaleza» engendraba, junto a unos derechos y deberes recíprocos, de condición jurídica, otras obligaciones de tipo moral, difícilmente definibles y mensurables, sobre cuya determinación no cabían más que criterios consuetudinarios -adhesión, fidelidad, ayuda, etc.-. A diferencia de los que poseían este «status» familiar los criados de Calixto son mercenarios, gentes alquiladas, cuyos derechos y obligaciones derivan de una relación económica y terminan con esta. Por lo menos, aunque por tradición se finja que permanecen y aunque aparezcan bajo formas cuasifamiliares, no es así en la conciencia de esos nuevos servidores, como tampoco en la de sus amos, atendiendo a cómo unos y otros se comportan de hecho. Se trata, con toda nitidez, de rasgos de los «siervos comprados» o de los «servidores salariados», de que habla coetáneamente Juan de Lucena114, y cuya dependencia se obtiene, como el propio Lucena observa, cuando se pueden pagar, esto es, cuando se posee riqueza, y no por relación señorial heredada.

  —87→  

Los servicios personales a que el criado está obligado, según esa nueva relación, se pagan con un sueldo o salario, como antes dijimos -así llaman, con ajustado neologismo, a la remuneración que esperan, los personajes de La Celestina115. La obtención de este -y, a ser posible, la del mayor provecho económico que encuentren a su alcance- es el móvil del servicio. Prima en ello la finalidad económica, y, por tanto, es siempre un servicio calculado, medido. Sempronio, ante el temor de que los amores de Calixto le ocasionen perjuicios -en lugar del provecho que espera de acuerdo con sus cómplices-, declara: «al primer desconcierto que vea en este negocio no como más su pan. Más vale perder lo servido que la vida por cobrallo» (pág. 70), declaración bien explícita acerca de lo que para él es el contenido de su relación de servicio. Los criados, desde el primer momento, están dispuestos a no arriesgar nada, y, si llega el caso, a abandonar a la muerte a su amo, poniéndose ellos a salvo. Este proceder, en algunos personajes de la literatura celestinesca posterior, se atribuye a las figuras de fanfarrones que, siguiendo con mayor o menor aproximación el tipo clásico del «miles gloriosus», aparecen en todas estas obras como derivación mal entendida del Centurio de La Celestina -más alejado del tipo latino que cualquier otro de sus congéneres116-. De esa manera,   —88→   la cobardía real del fingido valiente se debe, en tales casos, a un carácter personal, mientras que en esas mismas «comedias» celestinescas se encuentran con frecuencia criados valerosos y cumplidores de su deber de ayuda. En La Celestina la huida de los criados cuando hay que luchar, su deliberada abstención del peligro, no es manifestación de una psicología de cobardes, sino resultado de una situación social. Quien moralmente ha reducido su relación con el amo a cobrar un salario, no se siente obligado a más, y un nexo tan externo y circunstancial puede romperse cuando así convenga, ya que, efectivamente, la conveniencia es su única razón de ser. Calixto y Melibea parecen creer, transportados fuera de la realidad por su entrega amorosa, que pueden esperar otro comportamiento por parte de aquellos, pero los supuestos de que parten no justifican otra cosa. Melibea recomienda a Calixto que sea dadivoso con sus sirvientes para premiar su comportamiento. Pero el problema, en un régimen de trabajo alquilado, a lo moderno, es otro. Más adelante será claramente planteado por Mateo Alemán: si es obligación pagar bien y con justicia al que sirve, no por que el amo cumpla con ello tenemos que pensar que el criado le deba agradecimiento; para ser servido con amor es necesario alargarse a más de lo debido117. Hasta tal punto, el nuevo régimen de trabajo, tal como se define en la sociedad capitalista, supone, como contraprestación a un salario, un servicio medido y proporcionado a aquel, sin nada más.

Si Calixto alaba ocasionalmente a sus servidores en forma que no corresponde demasiado al trato que le vemos tener con ellos, es para responder a esa ley de la «ostentación» que rige en su posición social, para mostrar que, de acuerdo con ella, tiene a su servicio buenos servidores, tal como cumple   —89→   a su reputación. No hay, en cambio, relación afectiva y personal de los criados al amo, ni tampoco de este a aquellos, como se revela al conocer Calixto la desgracia que sus acompañantes han sufrido. Si hay una primera reacción de «caballero» al modo antiguo, su pronto y fácil acomodo para librarse de obligaciones de señor respecto a sus servidores y la apelación, con tal objeto, a la conveniencia del negocio en que está, confirman la falta en él de auténtico espíritu caballeresco, según corresponde a la caracterización de su figura social que en la primera parte de este análisis intentamos hacer.

Celestina, con aguda malicia, abre los ojos a Pármeno sobre el verdadero sentido de su posición: está en la casa de Calixto, pero no es de ella; no es más que un mercenario para su amo. No es un «natural», es un extraño, como lo ha sido en otras partes, porque, como corresponde a tal configuración, ni ha permanecido de siempre en casa de Calixto, sino que ha pasado por muchas, ni tiene por qué considerarse vinculado a aquel. «Sin duda, dolor he sentido porque has tantas partes vagado y peregrinado, que ni has avido provecho ni ganado deudo ni amistad» (pág. 52). Ni beneficio material, ni relación personal: un pago reducido al mínimo, que se puede cortar en cualquier momento. Por puro interés, dirá también Areúsa, se rompe la relación con los sirvientes y se les echa cuando ya no son útiles (pág. 174).

Ante un mundo de relaciones sociales de este tipo, Celestina no aconseja al joven servidor que procure buscarse un empleo de diferente condición, puesto que todos son semejantes, sino que le recomienda aprovecharse egoístamente y calculadamente del que tiene mientras dure. Por muchos años que sirva a Calixto, el galardón que podrá obtener de su amo no será nada. Que se aproveche del estado de aquel, sin lamentar que malgaste su hacienda porque únicamente   —90→   lo que con ese proceder consiga para sí sacará en limpio (página 133). Y esto no son palabras astutas de Celestina, sin fundamento real. El comportamiento de Calixto y las reacciones de todo el mundo de los criados en la obra, nos hacen ver que es la base social real de que se parte. De ahí la crítica de «cómo son los señores deste tiempo», crítica que es una pieza esencial para comprender el sentido del drama: «dessecan la substancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. Como la sanguijuela, sacan la sangre, desagradescen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón... Estos señores de este tiempo más aman a sí que a los suyos y no yerran. Los suyos ygualmente lo deven hazer. Perdidas son las mercedes, las magnificencias, los actos nobles. Cada uno destos cativa y mezquinamente procuran su interesse con los suyos» (pág. 53). Egoísmo, explotación, en un mundo en que cada uno no busca más que su provecho. Y a estos juicios de Celestina, de los criados, de las rameras, se corresponde un perfil de Calixto, magistralmente trazado en los sucesivos episodios de la obra, de un radical egoísmo utilitario, que Gilman y María Rosa Lida han puesto de relieve en sus respectivos estudios118.

En Sempronio una actitud semejante está dada antes de que aparezca Celestina. Ante la dolencia amorosa que aqueja a Calixto, reflexiona aquél: «si entretanto se matare, muera», y ante tal eventualidad lo que se le ocurre es pensar si puede sacar buen partido, quedándose con cosas cuya existencia los otros ignoren, mejorando de esta manera en su suerte (página 26). Ya antes vimos otro similar testimonio suyo no menos rotundo. Y esto deriva de cuál es la estimación tan desfavorable que Sempronio tiene de su amo y de la ausencia de todo deber moral que pueda estimar que le ligue a su defensa   —91→   y conservación. Hasta el más joven de los criados, el paje Tristán, no deja de tener una bien áspera frase sobre Calixto, sintiéndose desligado de él por no reconocerle un valor moral que a su amo le obligue: «¡Dexaos morir sirviendo a ruynes!» (pág. 238).

Los criados conservan siempre también una clara noción de la maldad de Celestina y del negocio a que están entregados. Pero no pueden encontrar, en el estado social en que se hallan colocados, motivos para detenerse. Todos, y los principales aún mucho más que el paje Tristanico, consideran ruin a Calixto, y, por tanto, ante las posibilidades que les abre su enajenación, no tienen más que un objetivo: «aprovecharse». Así lo anuncia Sempronio (pág. 39), y sobre ello acaban poniéndose de acuerdo. No falta más que encontrar manera. Muy diferentemente del modo como, en el torpe desarrollo del tema celestinesco que se da en otras novelas posteriores, en las cuales, a los personajes que en ellas proyectan actuar tan egoístamente apenas se les ocurre otra cosa que la violencia, en La Celestina, el trío de los confabulados busca un método propio de la mentalidad de la época, un arte hábil, calculado, desarrollado sabiamente: enunciarlo y dirigirlo es el papel de la maquiavélica vieja.



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