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El narrador clariniano

Maria Rosso Gallo





de El narrador y el personaje. En el mundo de Leopoldo Alas «Clarín», Edizioni dell'Orso, Alessandria 2001, pp. 167-176.

En el mundo fictivo clariniano el tipo de narrador más difundido, aunque no exclusivo, es extra y heterodiegético, es decir, un narrador de primer grado, que refiere una historia en la que no participa como actante (cf. Genette 1972, trad. it.: 237 ss.). En cuanto a su fisionomía y a sus relaciones con los personajes y el narratario, éstas derivan esencialmente de la interdependencia de tres funciones: ver, saber, contar; dotado, en general, de un vasto bagaje cognoscitivo, o sea, de un «horizonte epistémico» mucho más amplio que el de los personajes (cf. Segre 1991: 8-18), puede exhibir plenamente su omnisciencia o ajustar su propia voz al campo visual e gnoseológico de los personajes, y esta opción permite modular de forma variada la información narrativa.

Por lo que atañe a La Regenta, Rutherford (1988: 76) destaca la «presencia fuerte aunque medio escondida» del narrador, que «habla en tercera persona, no se nombra; pero no por eso tiene una personalidad menos marcada» y que, caracterizado por una «voz intensamente irónica», exige «un lector atento, inteligente y cómplice». Alegre (1992: 45 ss.) observa que no respeta completamente «la impersonalidad del narrador defendida por la escuela naturalista y también por Clarín», ya que «en algunas ocasiones, no muchas, asoma en la novela» para dirigirse al narratario y remitir a puntos posteriores de la narración (mediante fórmulas como «personaje que encontraremos/ se encontrará más adelante», ed. Oleza, cap. I: 168, II: 188, y «de esto ya se hablará en su día», V: 309), o para sentenciar, moralizar, extraer consideraciones generales (el «narrador-filósofo»). Cabe precisar que, en el primer caso, se activa la «función de gestión» (según la terminología de Genette 1972), incluyendo también un mínimo de «función comunicativa», orientada hacia el narratario, o sea, el narrador se presenta como conductor del relato, que organiza la temporalidad de la trama y selecciona los hechos pertinentes (por ejemplo, cuando de Pepe Ronzal dice «Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia», VI: 345, establece el ámbito de pertinencia del relato, limitándose a aludir a lo que no resulta directamente implicado). Por lo que atañe a las sentencias y generalizaciones, éstas pertenecen a la «función ideológica», que crea un contacto o una analogía entre el campo de referencia interno y el campo de referencia externo. Así, cuando el narrador afirma «Se notaba en el cabildo de Vetusta lo que es ordinario en muchas corporaciones» (I: 183), «Acontecía allí lo que es ley general de los corrillos» (I: 194), o «El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la mujer en general» (IV: 263), está remitiendo a unos referentes de conducta reconocibles en el mundo exterior, es decir, se apela a la experiencia directa del narratario implícito para concretar el cuadro descrito y, al mismo tiempo, hace patente el paradigma de realidad que rige el mundo narrado (cf. Lugnani y Goggi). Podemos, además, reconocer una función autentificadora (cf. Doležel 1980), por la que el narrador se manifiesta como depositario de la verdad, en condición ya de ratificar la afirmación de un personaje (según la formulación canónica «Y era verdad», seguida de un comentario autorial, ej. XII: 547), ya de desmentirla («La verdad era que...», ej. XII: 536) o de rectificarla (ej. «El Arcipreste olvidaba de buena fe que...», II: 190). A veces se presenta como glosador de las palabras de sus personajes («... y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según Bismarck)», I: 144; «Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a las regiones celestes», XI: 500).

Ya he destacado «la objetividad no neutral» del narrador (cf. pf. II.1.) que, ocultándose detrás de la focalización de uno u otro personaje, deja traslucir una clara intención ideológica, orientando de este modo los juicios de valores del lector. En ciertos pasajes (como en el episodio ya comentado de los pensamientos de don Víctor acerca de la enfermedad de Ana, XIX: 179) el narrador omnisciente e ironista se abstiene de formular explícitamente una opinión y deja que los hechos se manifiesten en su evidencia. En otras ocasiones, la función orientadora se lleva a cabo por un hábil manejo de la pluridiscursividad (cf. Bajtin 1934-35), que consiste en la inserción (más o menos ambigua) de la palabra del narrador en el discurso del personaje. Un ejemplo significativo de este procedimiento lo encontramos en la descripción de Vetusta, contemplada a través del catalejo y de la perspectiva del Magistral, pero bajo la supervisión del narrador (I: 156-63). Este fragmento descriptivo define el espacio diegético con sus connotaciones histórico-sociales y la actividad contemplativa del personaje es un recurso para representar de modo mimético los vectores ideológicos que constituyen el medio ambiente; asumiendo la focalización de don Fermín, se introducen términos connotativos y juicios de valores (por ejemplo, acerca de la Revolución y de la Restauración) típicos de una clase social concreta, el clero, pero el narrador, lejos de borrar su presencia, insinúa aquí y allá su propia voz discorde, dejando traslucir una visión críticamente antitética. Por el catalejo del Magistral se presentan los tres barrios de Vetusta, que representan sendas realidades sociales: la Encimada, que para don Fermín es «su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía» (I: 159), donde viven nobles y pobres «cerca unos de otros, aquéllos a sus anchas, los otros apiñados» (I: 157); el Campo del Sol, que es el barrio obrero; y la Colonia, «la Vetusta novísima» (I: 160), poblada por los nuevos ricos (indianos, usureros y mercantes). Don Fermín ve los conventos, convertidos en cuartel, cárcel y oficinas, como una «profanación constante del sagrado silencio secular» (I: 158) y los contempla con profunda amargura; desde el punto de vista del personaje, los habitantes del Campo del Sol son rebeldes, y otros análogos términos connotativos manifiestan la repulsión y el antagonismo ideológico del Magistral hacia los labradores:

[...] allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, repartos, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. [...] si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia. [...] aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos, silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas, como monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias...


(I: 160)                


En cambio, el discurso del narrador es el que presenta el contraste entre la ostentación de los ricos y la miseria de los pobres, denunciando el egoísmo de los nobles:

Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal [...]


(I: 159)                


La visión del narrador, en evidente contraste con la del personaje, se manifiesta, en el plano del discurso, mediante el recurso a concesivas (a pesar de), negaciones (sin que, no), adversativas (pero), atributos irónicos (el buen canónigo), además de designaciones explícitas (como el término injusticia):

A pesar de esta injusticia distributiva, que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral [...]


(I: 159)                


De este modo, el fragmento ilustra elocuentemente la intencionalidad ideológica que, en La Regenta, acompaña las variaciones de focalización: el narrador, aun cuando entra en los campos visuales de los personajes y reproduce con aparente objetividad sus pensamientos, se sitúa en cualquier caso por encima de los actantes y su omnisciencia no implica tan sólo el acceso a un más amplio bagaje informativo, sino también una superioridad enjuiciadora o valorativa; deja así percibir, de alguna forma, su voz autorial, o sea, es portador de un «punto de vista dominante», al que se subordinan las demás visiones del mundo, por lo cual el personaje pasa del papel de «sujeto evaluador» al de «objeto, evaluado desde el punto de vista preponderante» (cf. Uspensky, trad. ingl.: 8-9).

El narrador de Su único hijo, como hemos visto (cf. pf. II.2.), mantiene un análogo predominio, pero al mismo tiempo presenta peculiaridades innovadoras. Vuelve a manifestarse como depositario de la verdad, que interviene oportunamente en el relato con las fórmulas rituales «la verdad / lo cierto era que...» (ej., «La verdad era que la simpatía, y a los pocos días la más cordial amistad, habían llegado a tal punto entre Mochi y Bonifacio...», V: 213; «No hay para qué seguir a Bonis en sus demás conjeturas, sino irse a lo cierto directamente. Cierto era, muy cierto, que Emma...», IX: 284; «Lo cierto era que la historia del barítono, desfigurada por él en su narración cuando le convino, podía resumirse en lo siguiente...», XIII: 397, etc.), remite a puntos posteriores del discurso narrativo, destacando al mismo tiempo su omnisciencia respecto a la perspectiva limitada del personaje («Así pensaba Bonis, equivocándose en algún pormenor, como se verá luego», X: 315) e introduce generalizaciones que constituyen un anclaje con el campo de referencia externo, a menudo con un espíritu socarrón (por ejemplo, «era de esos pensadores que tanto abundan, que no hacen más que dar vueltas a ideas conocidas, alambicándolas; [...] y, en suma, en punto a sagacidad para encontrar el porqué de fenómenos naturales o sociológicos, era tan romo como tantos y tantos filósofos célebres que, en resumidas cuentas, no han venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno de sus utilísimos secretos», IX: 283). Y no falta tampoco un uso de la primera persona plural que incrementa la función comunicativa, acomunando al narrador y al narratario frente al personaje («Y pensó [Bonifacio], sin querer, en medio de sus angustias, que no podemos figurarnos ni describir los que no pasamos por ellas...», X: 311, donde se hiperboliza irónicamente la congoja del protagonista).

Estas intervenciones son análogas a las de La Regenta, pero el narrador de Su único hijo, a diferencia del de la otra novela, tiende a la presentación directa, es decir, en varios casos introduce a los personajes a través de su propia visión autentificadora y sólo en un segundo momento los contempla desde la perspectiva de otros actantes. Por ejemplo, tras componer el retrato de Bonifacio (de modo sintético, pero reuniendo los rasgos esenciales), expresará sus propios juicios (ej., «era un soñador, un soñador soñoliento», ed. Oleza, cap. I: 163; «No era Bonifacio hombre capaz de aprovechar ocasiones», V: 217, etc.) y los alternará con las opiniones que brotan de la perspectiva de otros personajes (así, desde el punto de vista de Emma, «su Bonifacio no era más que una figura de adorno [...]; por dentro no tenía nada, era un alma de cántaro», I: 166; «su marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil», III: 186; el cura de aldea le considera «un majadero», VI: 235, y el médico, don Basilio, piensa de él «¡Qué animal es este calzonazos!», X: 306, etc.). En el caso de Serafina, en cambio, el narrador la presenta primero desde el punto de vista del público entusiasmado (IV: 202), luego confirma su atributo principal (la hermosura) y, tras añadir algún detalle informativo, la contempla desde la focalización de Bonifacio, haciéndola contrastar así con Emma (para el protagonista la tiple es la mujer ideal, en oposición con la realidad diaria representada por la esposa «amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas», ibid.); sólo más adelante, en el cap. VII, como hemos visto, el narrador descubre la verdadera naturaleza de Serafina y, al relatar la historia de su relación con Mochi, penetra en su interioridad, destacando el espíritu de venganza y la corrupción que la animan.

Sin embargo, la innovación más destacada del narrador de Su único hijo consiste en el uso peculiar de su omnisciencia, esto es, en el criterio variable que rige el suministro de la información narrativa, por lo cual, tras sentar su autoridad, a medida que el relato avanza, tiende a asumir expresamente la focalización del protagonista y, llegado al punto culminante, se refugia en la reticencia, poniendo en primer término la interioridad del personaje en menoscabo de la visión detallada y objetiva de los acontecimientos, con el consiguiente efecto de ambigüedad que ya hemos analizado.

En las narraciones breves el narrador heterodiegético puede destacar deliberadamente su presencia, o bien limitarse a referir la historia, evitando toda intervención explícita. Esta última alternativa se manifiesta en relatos en los que hechos y personajes se califican por sí mismos (El Torso, Ordalías) y aparece sobre todo cuando el diálogo desempeña una función importante, produciendo un enfrentamiento de opiniones (como El doctor Pértinax y Un jornalero) o, cuando el narrador penetra en la interioridad del personaje, asumiendo su voz y su focalización (Vario, La imperfecta casada, El frío del Papa, Viaje redondo). En algunos cuentos, sin embargo, la ausencia de menciones explícitas al yo del narrador no implica una efectiva objetividad neutral, ya que la caracterización de los personajes conlleva de todas formas un encauzamiento connotativo, por discrepancia (como en Amor' è furbo, donde se destaca la artificiosidad teatral que contamina la conducta de los tres actantes, o en Snob, donde percibimos los juicios del narrador omnisciente, que se coloca por encima del personaje y remarca el contraste entre «creerse» y «ser») o, más raramente, por idealización (La rosa de oro, donde aparece el retrato del papa modelo de santidad). A veces, unos pocos términos calificantes bastan para determinar un núcleo sémico que entraña un preciso juicio de valor (como en Boroña la iteración del vocablo codicia, que define de antemano la actitud de los parientes del protagonista).

En ciertas ocasiones, advertimos la intervención supervisora del narrador que, dotado de una focalización más amplia que el protagonista, comunica parte de sus conocimientos al narratario implícito, como ocurre en Superchería, cuando, tras la descripción de las sensaciones de Nicolás Serrano frente a la misteriosa aparición, se introduce la siguiente apostilla:

Lo que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había entrado poco antes una monja, se abría para dar paso a una dama vestida de negro y cubierta con manto largo.


(ed. Richmond 2000, t. I: 389)                


Se trata de un detalle con valor de indicio que, por lo pronto, no se profundiza, pero que adquiere importancia en la intriga y volverá a mencionarse en el momento de las explicaciones. Más adelante, el narrador, se autodenomina historiador (la misma calificación que tiene en Pipá) y, aun remarcando el «saber» que le deriva tanto de la observación como de la intuición, restringe un poco el campo de su omnisciencia:

El historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no puede menos de detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas profundidades y encrucijadas psicológicas; así, por ejemplo, no hubo nunca modo de averiguar si el alcalde médico creía sinceramente en el fluido magnético que le tenía tan ufano.


(p. 394)                


En cualquier caso, se trata de un narrador digno de confianza, que señala sus eventuales lagunas y distingue los hechos comprobados por la experiencia de las simples conjeturas, como sucede también en el final de El dúo de la tos:

La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.


(t. II: 70)                


A veces su función testimonial se manifiesta simplemente a través del uso de la primera persona plural; por ejemplo, en El caballero de la mesa redonda, aunque el narrador no participa en la acción (mantiene, pues, su estado heterodiegético), deja vislumbrar su condición de huésped de las termas mediante el pronombre nos, situado precisamente en la apertura («Ya hacía frío en Termas-Altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías», t. II: 180), mientras que, más adelante, el verbo vimos incluye metafóricamente también al narratario en la contemplación y es un recurso para volver a la escena principal tras una digresión («Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada...», p. 185). El posesivo mi sirve, en cambio, para destacar la paternidad literaria, a veces explicitando al mismo tiempo la categoría de protagonista de un personaje («mi héroe», Pipá, t. I: 168, Cuento futuro: 503, El Quin, t. II: 116) o el género del relato («Cristina mostró el volumen de mi cuento», Rivales, t. I: 470; «La tarde de mi cuento», Un viejo verde: 485).

El narrador, por otro lado, puede manifestarse como organizador del relato a través de observaciones metanarrativas (la «función de gestión» de Genette 1972) dirigidas implícitamente al narratario, para justificar ciertas digresiones o la manera expeditiva de tratar ciertos asuntos. Así, en Bustamante, la caracterización del grotesco personaje, con su manía por los logogrifos, permite generalizaciones acerca de los malos poetas, que el narrador respalda con estas palabras:

Y aquí me permitiré una digresión a la retórica y poética de este literato de su pueblo, digresión útil porque pinta la manera de matar versos que tienen muchos escritores de cabeza de partido.


(t. I: 271)                


Y, más adelante, acudiendo al testimonio directo del diario del protagonista, afirma:

Un extracto de aquel diario nos ahorrará muchos párrafos de soporífera narración.

Copio: [...]


(t. I: 287)                


La necesidad de «abreviar» puede ser un recurso para volver a la narración principal tras una digresión -«Para abreviar (que no es ésta la historia de doña Engracia, sino la de Zurita)», Zurita, t. I: 302-, pero a veces, efectivamente, permite condensar el relato -« Renuncio a describir el furor de la desdeñada esposa al verse sola fuera del Paraíso», Cuento futuro, t. I: 508- y, sobre todo, es un pretexto para soslayar complicados detalles cuando se evade del paradigma de realidad, por ejemplo la descripción del viaje de los dos personajes hacia el paraíso («Abreviemos», ibid.: 501). Como observa justamente Eco (19985: 150-1), los mundos narrativos que subvierten ciertas verdades lógicas pueden simplemente «nombrarse» y no «construirse», así que nuestro narrador, frente a la imposibilidad de pormenorizar ciertas complicadas teorías o las restricciones de una fórmula que garantiza la inmortalidad, afirma:

No hay tiempo para explicar aquí por qué lo decía. Tampoco lo hay para dar razón detallada de por qué no podía inmortalizarse más que a un hombre y su descendencia. Ello era que los polvos de la madre Celestina, digámoslo así, merced a los cuales se podía conseguir la vida inmortal, eran de tan esmeradísima, difícil y delicada fabricación, que la humanidad entera tenía que consagrarse, en sacrificio, a producir el elixir misterioso, que era una quintaesencia de cierto jugo vital descubierto por don Atanasio.


(El pecado original, t. I: 261)                


La aparición de Jehová, en cambio, da paso a una inserción apologética en la que el narrador se defiende burlescamente de las críticas que podrían dirigirle o bien los adeptos de un naturalismo extraviado por exceso de dogmatismo, o bien los timoratos en materia religiosa, y justifica así su aparición tan contraria a los dogmas de la impersonalidad:

El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su narración, interrumpirla, aunque lo sienta y mortifique a esas pléyades de jóvenes naturalistas en román paladino, que no pueden ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea, la personalidad del escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo tan objetivo como hasta aquí; pero no tengo más remedio que sacar a plaza mi humilde personalidad, aunque sea pecando contra todos los cánones y Falsas Decretales del naturalismo traducido al vulga-puck (lengua universal del vulgo).

Esas pléyades de naturalistas imberbes (y no digo pléyade, en singular, porque pléyades no tiene ni puede tener singular, aunque lo olviden la mayor parte de nuestros periodistas) me dispensarán; pero al presentar en escena nada menos que al Deus ex machina de la Biblia, necesito hacer algunas manifestaciones.


(Cuento futuro, t. I: 502)                


Y el narrador, en el mismo relato, acude paródicamente a la autoridad de unas supuestas fuentes para referir el destino de Evelina Apple tras su exclusión del paraíso terrenal:

La Historia no dice de ella sino que vivió sola algún tiempo como pudo. Una leyenda la supone entregada al feo vicio de Pasífae, y otra más verosímil cuenta que acabó por entregar sus encantos al demonio.


(ibid.: 508)                


En cuanto a los comentarios metalingüísticos, pueden servir como autojustificaciones («-gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo-», El gallo de Sócrates, t. II: 222), o también para aclarar las palabras de un personaje («Un llacón creo que es un pernil», Benedictino, t. I: 517. Análogamente, en Su único hijo explica que «Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban pensando en el helado de fresa», cap. VII: 247). Por otro lado, ya hemos visto que el narrador puede presentarse como libre traductor o intérprete de pensamientos sin palabras («Y ahora advierto que estas y otras muchas cosas que pensaba Pipá las pensaba sin palabras, porque no conocía las correspondientes del idioma», Pipá, t. I: 154; «después de haber pensado así, aunque con otras palabras interiores, y en parte aun sin palabras; porque algunas de las que ha habido que emplear Bonis ni siquiera las conocía», Su único hijo, XI: 341). En otras ocasiones, se limita a destacar su elaboración léxica, generalmente para respaldar la verosimilitud («esta poesía de la estética de la muerte, que él no llamaba así, por supuesto», Cuervo, t. I: 378; «Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) [...]», El gallo de Sócrates, t. II: 221; «-¡Sursum corda!, le gritaba el pecho, aunque no en latín», El rey Baltasar, t. II: 226).

La flexibilidad del relato breve permite experimentar el tipo de narrador homodiegético, por ejemplo en relatos con desdoblamiento entre un yo-narrador (testimonio y confidente, que parte de una visión limitada de los hechos) y un yo-relator (protagonista en el nivel metadiegético, idóneo para proporcionar el suplemento de información). En La mosca sabia, como hemos visto (cf. pf. II.4.), el narrador entra en el papel de interlocutor y oyente, luego actúa como espectador y, finalmente, remata el cuento con un comentario conclusivo. En León Benavides tiene una función introductoria, ya que se dirige a los lectores, con el fin de estimular su curiosidad («Apuesto cualquier cosa a que la mayor parte de los lectores no saben la historia ni el nombre del león del Congreso», t. II: 112) y se presenta como transmisor de una historia de la que fue depositario, antes de dejarle definitivamente la palabra al relator («Pero más vale dejarle a él la palabra, y oír su historia tal como él mismo tuvo la amabilidad de contármela», ibid.).

Mientras que en La yernocracia, que he clasificado como cuento-escena, el yo-narrador funciona simplemente como interlocutor, en los cuentos explicativos, puros o mixtos, puede asumir un papel más complejo y desarrollar más su personalidad. En El Centauro es el confidente que enjuicia explícitamente a la protagonista («Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo», t. I: 457); en Un Grabado se presenta inmediatamente como testigo («Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés», t. II: 82) y caracteriza al personaje desde su focalización externa; análoga función tiene en El cura de Vericueto, donde se marca expresamente el contraste entre apariencia y realidad; en El sombrero del señor cura muestra su identidad ante todo mencionando sus raíces geográficas («mi católica y pintoresca Asturias», t. II: 264) y luego ratificando la «lección sencilla y edificante» del cuento del cura con su propia experiencia de catedrático. En otro cuento de forma mixta, El hombre de los estrenos, cercano al artículo de costumbres, el narrador es aún más pródigo de informaciones acerca de su actividad y de sus inclinaciones:

Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado. Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado -olviden ustedes este dato en cuanto quieran- y que ya por la época a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica, estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar como Dios manda.


(t. I: 235-6)                


Era yo -y sigo siendo, aunque más prudente -muy entusiástico partidario del teatro de Echegaray [...]


(ibid.: 239)                


El narrador propiamente autodiegético aparece tan sólo en Mi entierro (cf. pf. II.10.), sin contar con el yo epistolar de los dos cuentecillos recíprocamente relacionados De burguesa a cortesana y De burguesa a burguesa, de estilo costumbrista, donde a partir de la perspectiva de la emisora brota un efecto de extrañamiento paródico.






Referencias bibliográficas

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