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«El Neptuno» de Sor Juana: fiesta barroca y programa político1

Georgina Sabat-Rivers


State University of New York at Stony Brook.



En las siguientes palabras nos da Bernardo de Balbuena, en su Carta al Arcediano, una visión compendiada de una «entrada triunfal»: «Así viendo yo este nuevo mundo de México tan lleno de regocijo y placer con la venida de Su Señoría Reverendísima, y que las tapicerías de las calles, los jeroglíficos del arco, el concurso de la gente, el tropel de los caballos, las galas de los caballeros, la música de las campanas, la salva de la artillería, el ruido de las trompetas y la admiración y espectáculo del pueblo era un agradable sobrescrito de la general alegría de los corazones [...]»2.

En otra parte me he ocupado de la tradición del arco triunfal desde la Antigua Roma hasta su importación al Nuevo Mundo3. Fue invención romana de carácter religioso cuyo origen se coloca en la República. De la Italia renacentista se extendió por toda Europa hasta España desde donde, poco después, llegó a la Nueva España.

Estamos en la época barroca cuando el poder absolutista español organiza y concretiza en la urbe complicadas procesiones, catafalcos, justas, lidia de toros, saraos, pirámides, carros y arcos triunfales por todas partes y se escriben minuciosas relaciones de estas fiestas para conmemorarlas4. Es época de contrastes y contradicciones. En España, Lope, Góngora y Quevedo han logrado combinar lo ilustre y lo vulgar porque como recuerda Maravall: «Todo lo puede el ingenio humano». El «suspense» y la invención se llevan a sus últimos límites. El brillo, la magnificencia y la pompa se hacen asequibles a la mayoría para impresionar por medio de la admiración y canalizar, así, el miedo a las calamidades y acallar descontentos5. La ciudad entera se convierte6 en escenario, en «teatro del mundo» donde todo el pueblo participa y donde un conjunto de artes se ponen al servicio de otros valores menos éticos7.

Es curioso constatar en España, al menos, la participación en estas celebraciones de elementos proscriptos por la sociedad como, por ejemplo, las prostitutas y los presos. Leemos en una relación escrita en Toledo con motivo de fiestas por el nacimiento y bautizo de una princesa, y precisamente por Sebastián de Horozco, que el martes 13 de agosto de 1566, por la tarde «salieron las mujeres públicas de la mancebía en una dança, con sus tamboriles, dançando y baylando, muy ataviadas de oro y seda». (Alenda y Mira, p. 67). Era también costumbre en estas celebraciones soltar a los presos, los famosos indultos que han llegado a nuestros días, los cuales, es de suponer, se integraban inmediatamente a la alegría general. Además de mostrar el gusto popularista hispano por la fiesta y destacar la singularidad de lo diferente, sería un modo de mostrar que el rey o gran señor estaba por encima de la conveniencia y decisiones de la sociedad misma; que tenía el poder de integrarla en su totalidad y para su alabanza.

En la capital de México estas entradas triunfales adquirieron un brillo inusitado. Se debería no sólo la importancia del país como cabeza del mundo americano y en la cual se implantó con rigor el régimen hispano, es decir, a características político-sociales, sino, también, al pasado grandioso mexicano que estaría muy fresco en la memoria de todos. Levantar arquitecturas impresionantes no era nada nuevo para un pueblo artista por naturaleza que veía pirámides a cada paso. Imaginémonos el día de la entrada triunfal frente al arco y comprenderemos la importancia de lo sensorial como resorte sicológico. Para la multitud toda, se mostraba una fábrica imponente cubierta de pinturas y esculturas desde donde flotaban cintas de variados colores mientras, como vimos con Balbuena, sonaban las campanas y la música. Dice así la Décima Musa de su arco: «Este Cicerón sin lengua,/este Demóstenes mudo» publicaba con «voces de colores» las lecciones que los tableros o los emblemas, mezcla de doctrina y plasticidad, no acababan de transmitirles a los que menos comprendían. Según Gracián: «Poco es conquistar el entendimiento si no se gana la voluntad, y mucho rendir con la admiración la afición juntamente»8.

Todo este abigarrado conjunto que constituye la fiesta barroca, había volado rápidamente al imperio «plus ultra» donde el régimen español implantó los mismos conceptos religiosos y políticos de la península a pesar de la lejanía, dificultad en las comunicaciones y del «Obedezco pero no cumplo», confirmando así la tesis de Maravall de que la cultura barroca no es cuestión geográfica ni racial sino social e histórica. (pp. 24, 46-47, 50-51).

Según dice Sigüenza y Góngora9 «México, con magnificencia indecible, ha erigido semejantes arcos o portadas triunfales desde el 22 de diciembre de 1528 en que recibió a la primera audiencia en que vino a gobernar estos reinos hasta los tiempos presentes».

Siguiendo la tradición europea, artistas famosos de la época se ocupaban de la erección y adorno del edificio. El escritor humanista, sin embargo, era el cerebro de ella: la persona que dirigía toda la obra en sus aspectos externos de construcción y ensamblaje y, luego, el que se ocupaba de sus aspectos formales de pieza escrita. Era el «inventor», el que imaginaba el arco en todos sus detalles y, tanto en el arco como en el papel, desempeñaba el cargo de consejero del rey. Estas memorias continuaban así la larga tradición del tema de regimine principum.

Ambos arcos triunfales, el de Sor Juana y el de Sigüenza y Góngora, cuyas relaciones se conservan, se erigieron para conmemorar el mismo acontecimiento: la llegada a la Nueva España de los recién instalados virreyes, los marqueses de la Laguna. Se los encargaron, a él, el Cabildo, y a la monja, la Catedral10. Los virreyes llegaron a las costas de México por Veracruz y tomaron posesión del virreinato el 7 de noviembre de 1680. Los viajeros españoles, cuando se trataba de personajes ilustres, seguían la tradición europea de un itinerario con carácter ceremonial y ritual. Los nuevos virreyes hicieron escala en varios lugares significativos de su trayecto y entraron, por fin, públicamente en la capital el 30 de noviembre a las cuatro y cuarto de la tarde donde se les tenía dispuesto el grandioso recibimiento.

Tradicionalmente, el arco era el punto de encuentro y partida de las autoridades civiles y eclesiásticas. El de la ciudad se erigió, según norma ya establecida, en la plaza de Santo Domingo. Desde allí, y después de ofrecimiento de respetos y entrega de las llaves de la ciudad, como era costumbre, se dirigirían por un circuito adoptado a través de los años, hasta el arco ideado por Sor Juana, el cual, a diferencia del de Sigüenza y Góngora que por ser de la ciudad tenía incluso puertas, consistía de una sola fachada que cubría la puerta occidental de la catedral, ya que todavía no se había construido la portada principal11. Allí, de nuevo, se detenía el cortejo, se desarrollaba el drama y a continuación se pasaba al interior de la catedral donde tenía lugar el Te Deum.

Sigüenza y Góngora, quien nos da en su relación su interpretación del origen de los arcos de triunfo romanos, no quiso seguir la costumbre establecida de usar héroes mitológicos, prefiriendo poner como ejemplo al virrey, los emperadores aztecas. Esto no debe interpretarse como un rechazo a las convenciones de la época sino como un gesto de orgullo criollo12 unido al gusto barroco por cosas exóticas y a su educación jesuítica13. Sor Juana prefirió seguir la ortodoxia de la tradición y escogió la figura mitológica de Neptuno como ejemplo del marqués. Insistamos, pues, en que los arcos tenían un doble propósito: propagandístico y educacional. Además de constituir obras caducas «cuanto más deleznables sean los materiales, más de admirar serán los efectos que con ellos se logran» (Maravall, p. 490), donde se hacía todo derroche de gasto14 y artificio para impresionar a la multitud, servían para fines ejemplificadores didácticos (como hoy se hace con las biografías) aunque este mensaje estuviera envuelto en inconmensurables halagos. Se dirigía, especialmente, al personaje ilustre.

El hombre del Barroco había adquirido la confianza, a través del Renacimiento, de que, ante las crisis, podía hacer algo por resolverlas. De ahí tanta obra de cómo debía ser un príncipe15. Todos quieren dar su parecer y eso explica, también, la numerosa presencia de arbitristas. Maravall cita a Pellicer, quien cuenta el caso del labrador que se colocó, de pronto, delante del rey para protestar del modo cómo andaba el gobierno (p. 6). Esta actitud pasó al Nuevo Mundo y penetró las capas supuestamente más ajenas a esa cultura. Tenemos de ello prueba no sólo en los arbitristas de este lado del Atlántico16 sino en obras como la de Guamán Poma de Ayala: Nueva corónica y buen gobierno.

Dice Sigüenza y Góngora en su memoria: «Es providencia estimable el que a los príncipes sirvan de espejos donde atiendan a las virtudes con que han de adornarse los arcos triunfales que en sus entradas se erigen, para que de allí sus manos tomen ejemplo, o su autoridad y poder aspire a la emulación de lo que en ellos se simboliza en los disfraces de triunfos y alegorías de manos». Ante los ojos del virrey, pasa Sigüenza y Góngora una serie de emperadores aztecas como modelos; Sor Juana le presentó uno solo: Neptuno. Sin embargo, debemos añadir que todo el Preludio III de la relación de Sigüenza, está escrito para justificar que Sor Juana tomara a Neptuno como modelo y unir éste a su tema y así llega a decirnos: «Neptuno no es fingido dios de la gentilidad sino hijo de Misraín, nieto de Cham, bisnieto de Noé y progenitor de los indios occidentales».

El personaje de Neptuno no era, por supuesto, nuevo en este tipo de «invenciones»; su presencia era conocida en Europa, en particular, en ciudades que debían su bienestar a su proximidad al mar. Incluso, algunas de las descripciones y dibujos que aparecen en Les fêtes de la Renaissance (II, pp. 360, 420 y PL XXIX) podrían servir para el cuadro central del arco de Sor Juana.

Es significativo el hecho de que la monja, a diferencia de su amigo jesuita, no nos dé en el Neptuno la relación de los artistas que intervinieron en su arco. Me inclino a creer que, puesto que su clausura no le permitía salir y Sigüenza estaba en la preparación de su propio arco, él se ocuparía de la supervisión de los dos y, probablemente, los artistas que trabajaban en uno y otro serían los mismos. Además, el Cabildo contribuyó a sufragar el arco de la Catedral según puede deducirse de la Parte III: «Explicación»17.

El arco de Sor Juana, según nos lo describe en el Neptuno, sería majestuoso. Medía 30 varas de alto por 16 de latitud; tenía tres cuerpos en profundidad a los que ella llama «calles». Sobre la fachada había ocho cuadros o «tableros»; es importante la posición que cada uno de ellos tenía sobre la «montea» pues de ello dependía el énfasis que se daba a las alegorías que presentaba cada cuadro18. Era costumbre, cuando el cortejo se detenía, que una figura humana se dirigiera el personaje principal invitándolo a pasar bajo el arco. Se utilizaban para ello todo tipo de tramoyas, nota del gusto barroco por los mecanismos y la novedad pero, por lo general, para esta presentación del recitante, se limitaba a una tarima desde donde dirigía su declamación.

El Neptuno alegórico, documento barroco por excelencia, no sólo es muestra palpable de la alteración y conmoción de valores de la época (el Mundo al revés) puesto que la autora es una mujer intelectual y, por tanto, la que introduce un tono disonante dentro de la sociedad de su tiempo, sino porque muestra que es maestra excelente en el manejo del ropaje lingüístico y conceptista de los sabios de su época. Consta de tres partes, dos en prosa y una en verso: «Dedicatoria» de Sor Juana al Virrey, «Razón de la fábrica» y «Explicación del arco»; ésta última, en verso, fue la que se declamó delante del arco el día de la entrada, según se explicará después.

En la Parte I, la escritora explica al virrey la costumbre de utilizar símbolos o jeroglíficos para representar «todas las cosas invisibles [...] y también con las de quienes era la copia difícil o no muy agradable [...] y por reverencia a las deidades, por no vulgarizar sus misterios a la gente común e ignorante». (pp. 366-367) Sor Juana era buena conocedora del neo-platonismo hermético, por lo tanto, nada más natural para ella que seguir aquella inclinación barroca de que «Todo lo nuevo place» y el uso de la dificultad que busca desentrañar las apariencias. El Neptuno está lleno de latines, símbolos, alegorías; es una «intratextualidad exasperada donde el enigma interroga al enigma» según dice Haroldo de Campos, hablando de textos de nuestros días19.

La Parte II, «Razón de la fábrica» es la más larga. Después de excusarse por haber sido comisionada para la obra, tópico de «la falsa modestia», discurre en ella Sor Juana sobre las razones que la llevaron a escoger a Neptuno como modelo para el marqués. Determina que fueron «las concordancias de sus hazañas» y empieza a enumerarlas forzando, en realidad, varias de entre éstas. La analogía con el título de la Laguna, del marqués, no era sino una feliz casualidad y un pretexto, ya que le interesaba, como se verá, destacar el elemento marino y otras virtudes de Neptuno en relación a la laguna sobre la cual se halla edificada la ciudad de México, su inestabilidad y peligro de inundaciones.

Una lectura «atenta», en el sentido barroco, nos lleva a observar que, junto a analogías sin mayor importancia, señala otros aspectos del Neptuno que, según su criterio, le convenían a un gobernante o cumplían un interés especial por parte de la monja. Así, por ejemplo, señala que Neptuno era el dios del silencio dando a entender que «el que mucho habla mucho yerra»; era, también, el dios del consejo y dice que para que éste sea «provechoso ha de ser secreto», preocupación de la poetisa puesto que lo señala así mismo en el Sueño20. Neptuno es sabio, virtud primerísima para Sor Juana, buena discípula de Gracián, para quien el entendimiento es «origen de toda grandeza»21. Continúa, al tratar la genealogía de Neptuno, disertando sobre la diosa Isis quien «tuvo no sólo todas las partes de sabia, sino de la misma sabiduría, que se ideó en ella», y enseguida añade: «Pues siendo Neptuno hijo suyo, claro está que no le corría menos obligación, pues el nacer de padres sabios no tanto es mérito para serlo cuanto obligación para procurarlo» (376). Es decir, si ella ha «ideado» al marqués como homónimo de Neptuno, es su creadora, su madre, y por tanto está por encima de él. Si Isis se representaba por medio de una vaca, «los hombres sabios se idearon en un toro». Pero, naturalmente, es necesaria una vaca para la existencia de un toro, puesto que el principio de la creación es femenino. O, el femenino y el masculino se unen, dice más adelante: Isis, principio femenino de la sabiduría es igual a Misraín, pues este nombre en hebreo significa «Is, quod est vir, Isis videtur appellate». (382). Así pues, Isis es el nombre de varón doblado puesto que contiene la sílaba «is» dos veces.

Neptuno, continúa, era también inventor, es decir, ingenioso, valeroso, pacífico y magnánimo (383-391). Pero había otra virtud del personaje mitológico que a la monja le interesaba destacar, probablemente a pedido del arzobispo don Payo: Neptuno como el arquitecto por excelencia de la Antigüedad; virtud que, reiterada, se tratará en las pinturas, los ocho tableros colocados sobre la única fachada del altísimo arco con cuya descripción arquitectónica termina este pasaje del texto.

A continuación viene la inscripción que la Catedral dedicó al marqués y, enseguida, se ocupa de la narración de los cuadros. Cada uno de ellos representa una escena de fábula mitológica, alegoría que Sor Juana describe para nosotros detalladamente apuntando «la docta imitación» de los pinceles. Es lo que llamaban los griegos la écfrasis, la descripción de una obra de arte22. Hay intención político-social y moral y hay acumulación, reiteración, puesto que, además del motivo que se trata en el cuadro, se añade una inscripción y una corta composición en verso (sonetos, décimas, epígrafes, octavas) siempre referidos al mismo tema alegórico que se presentó en el tablero y se comenta en la memoria. La narración se desenvuelve, pues, por lo menos, en dos niveles paralelos: lo que se dice en la fábula y las consecuencias lógicas, de tipo moral, que se sacan de ella.

Repasemos lo más brevemente posible «los argumentos de los lienzos». El primero, aunque colocado en el lugar más sobresaliente, simplemente mostraba a Neptuno y a su esposa Anfitrite, quienes reproducían los rostros de los marqueses23, en un carro tirado por caballos marinos y acompañados de otras figuras mitológicas del mar. En las esquinas soplaban los cuatro vientos. Se señalan las notas barrocas de «la verdad» y «la novedad agradable a los ojos por lo extraordinario de su espectáculo vistoso» pero Sor Juana advierte que: «El adorno de este tablero sólo miró a cortejar con los debidos respectos y merecidos aplausos los retratos de sus excelencias y a expresar con esta regia pompa la triplicada potestad del bastón figurada en el tridente» (397), es decir, los poderes militar, civil y judicial del virrey.

Con el segundo, al lado derecho del central, comienza a delinearse un plan de obras de gobierno y se continúa el cuadro de virtudes que debe tener el marqués. Reproducía la inundación de la ciudad griega de Inaco, de la cual fue salvada por Neptuno. Sor Juana interpreta para nosotros la amenaza que las inundaciones representan para la Imperial Ciudad de México. Se le pedía al virrey remedar la hazaña de Neptuno construyendo un desagüe.

El tercer lienzo, justo del otro lado, presentaba otra escena de contenido parecido: la isla Delos, condenada a perpetuo movimiento cuando Asteria, como codorniz, huyendo «con las alas, de las alas» del engaño de Jove, cayó en el mar y la formó. Fue Neptuno quien más tarde afirmó «con el tridente la movediza isla» para que sirviera de vivienda a Latona cuando buscó refugio en ella para dar a luz a Diana y Apolo. Aquí también Delos se compara a México, pues como ésta, fue descubierta a través del mar, del cual es rey Neptuno. Febo y Diana representan el oro y la plata abundantes de que gozan los hijos de México. Es el pretexto para pedirle al virrey Neptuno que dé a la «isla», la ciudad imperial, «estables felicidades sin que turben su sosiego inquietas ondas de alteraciones ni borroscosos vientos de calamidades». (403-404) La petición del lienzo anterior se reitera, pero se le da, al mismo tiempo, otra dimensión: el virrey no sólo tiene que estabilizar la ciudad sobre la laguna donde está construida; tiene que llevar la alegoría al plano moral y procurarle la paz y el sosiego.

En el cuarto tablero se presenta a Neptuno como «piadoso», «virtud tan propia de príncipes», reproduciendo su intervención en favor de Eneas en la guerra de Troya.

El quinto presenta a Neptuno como «tutelar numen de las ciencias», describiendo el recibimiento de parte del rey de las aguas a los «doctísimos centauros» perseguidos «de la crueldad de Hércules». Es decir, se opone la fuerza bruta a la capacidad intelectual. En la décima que remata la descripción, se reconoce que sólo puede actuar como tal aquél que es «valiente y ingenioso». Sólo al tener estas virtudes puede el marqués reconocer a los sabios a su alrededor: a la Décima Musa y a su ilustrado amigo Sigüenza y Góngora, inventores y humanistas encargados de los arcos levantados en su «entrada». Ellos merecían la atención del nuevo Mecenas.

En el sexto lienzo se le aconseja cordura, generosidad y agradecimiento para los buenos ministros a través de la alegoría que representaba la intervención del Delfín en las bodas de Neptuno con la antes esquiva Anfitrite. «La elección de los ministros es la acción en que consiste el mayor acierto u desacierto del príncipe». (412)24.

El séptimo copiaba la «célebre competencia que nuestro Neptuno tuvo con Minerva» sobre poner nombre a la ciudad de Atenas. El premio se le daba a aquél que produjera el mayor beneficio para la humanidad, y lo obtuvo la diosa. Neptuno hirió la tierra con su tridente y salió el caballo; Minerva ofreció un ramo de oliva. Es decir, la paz permite el florecimiento de las ciencias y, por tanto, vence a la guerra simbolizada por el caballo, parte animal del hombre. Pero dice más: El dejarse vencer Neptuno fue prueba de su sabiduría puesto que «bis vincit, qui se in victoria vincit». Otra vez vemos aquí la identificación de lo masculino con lo femenino, «pues no era otra, Minerva, que su propio entendimiento». Y reitera: Neptuno es sabio pues lo «gobierna aquél a quien sólo la razón gobierna». Puesto que «la razón» (el entendimiento, el saber) lo es Minerva, pasa así la diosa a ser Neptunia.

El octavo y último lienzo estaba colocado encima del tablero central, lo cual nos da una idea de la importancia que se le quiso atribuir. En él se pintó el muro de Troya, hechura y obra del gran rey de las aguas o, según otros mitólogos, dice Sor Juana, conjuntamente con Apolo (identificación de virrey a sol, con Neptuno que lo representaba). En el pedestal, por medio de una octava, se aclaraba la alegoría:


Si debió el teucro a la asistencia
del gran Neptuno fuerza y hermosura
con que al mundo ostentó sin competencia
el poder de divina arquitectura,
aquí, a numen mejor, la Providencia,
sin acabar reserva esta estructura,
porque reciba de su excelsa mano
su perfección el templo mexicano.



La petición, quizá la única que le impuso la Catedral a la artista de tan «decorosa invención», quedaba cumplida: se esperaba que el virrey terminara la catedral25.

Pasa ahora la monja a explicarnos los jeroglíficos, cada uno con sus correspondientes lemas, que «simbólicamente» adornaban las cuatro basas de los pedestales y de los intercolumnios. Se continúa, «por no salir de la idea de aguas», con alegorías relacionadas con ese elemento. La primera base de mano diestra representaba la victoria caldea del dios del agua, Canopo, sobre el dios del fuego aplicándolo, de nuevo aquí, a que «los héroes excelentes [...] no sólo triunfan y vencen en sus personas, mas aun en la de sus ministros». Esta insistencia hace pensar en la posibilidad de que se considerara como «ministro», en la acepción de consejero, al arzobispo.

La segunda basa a la derecha, continúa con la educación del príncipe presentándole en la alegoría de los hijos de Neptuno, los Gigantes, la idea de que su homónimo, es decir, el virrey, no puede sino ser «padre de pensamientos gigantes». Son los altos pensamientos los que «arrebatan el cielo», poniendo, una vez más, el énfasis en el intelecto.

En la primera basa a la izquierda «se pintó un mundo rodeado de un mar, y un tridente que... lo dividía con este mote: "Non capit mundus"». (428) El marqués de la Laguna, virrey de México, es señor de las aguas, elemento purificador y sagrado, y de mayor extensión que la tierra. Los habitantes de la laguna mexicana están, pues, dignificados. No podían esperar menos que tener a Neptuno, rey de las aguas, como su señor, por lo tanto no se puede sino esperar respeto de parte de éste.

En la segunda basa del mismo lado, Sor Juana continúa la tradición incrementada por Erasmo sobre el príncipe cristiano. Recuerda al virrey que «la religión y la piedad (aquí de nuevo) no sólo sirve de ejemplo a todos [...] pero sirve para establecer y afirmar el Estado, como lo dijo Séneca». (429). El emblema mostraba a Neptuno que, «gobernando la proa con las manos, tenía fijos en el Norte los ojos». (El Norte: Dios).

Es significativo que Sor Juana, a pesar de ser la primera voz feminista de nuestro hemisferio, dedicara sólo los jeroglíficos de los dos intercolumnios a la marquesa. (Por supuesto, no la conocía al preparar su Neptuno; lo que le interesaba, al menos de momento, era hacerse reconocer por el virrey como mujer erudita y ganar su respeto). En el intercolumnio de la derecha se limita a celebrar la belleza de «María», el nombre de la marquesa, mar que, como en el caso de Venus y Galatea, es cuna de hermosuras. En el último, subraya un tema favorito: la fidelidad conyugal, que la poetisa siempre presenta en personajes femeninos26. La marquesa, Venus apacible y astro «atento al sol en el oriente como en el ocaso», no puede sino anunciar «serenidades a este reino» (434).

El texto de Sor Juana que sigue a esta segunda parte que acabamos de comentar es la «Explicación», es decir, los versos que se habían leído delante del virrey y su comitiva el día de la «entrada». En la relación de Sigüenza y Góngora sucede lo mismo, apareciendo al final de la memoria. Pero en uno y otro caso esos versos se habían leído delante del arco como sugirió Toussaint para el texto de Sor Juana27; ésa era la costumbre en Europa y no hay motivo para pensar que si en todo lo demás se seguían las mismas tradiciones, cambiaran en este caso. En otra parte he explicado otras razones que apoyan mi convicción28. Al releer el Neptuno para este trabajo, además, he podido constatar que en la conclusión de la segunda parte, esto es, de la «Razón de la fábrica», el contexto expresa claramente que era la coda, el punto final. Los versos serían hojas sueltas que se repartían el día de la entrada triunfal. Al imprimirse las relaciones, se añadieron al final para conservarlas, así que lo que realmente forma parte de la relación escrita o memoria del acto son la «Dedicatoria» y la larga segunda parte: «Razón de la fábrica».

La «Explicación» está constituida por 295 versos de los cuales están escritos en romance del 1 al 68. Siguen silvas (69-284) numeradas en tiradas del 1 al 8 que describen, ahora en verso, lo mismo que se explica en la «Razón de la fábrica», pero ahí de un modo mucho más detallado. Termina con un soneto donde se invita al virrey y al cortejo a pasar por debajo del arco para entrar en la catedral, donde, siguiendo la tradición, como ya señalamos, se celebraría el Te Deum.

Hace algunos años, cuando comencé a estudiar el Neptuno, me quejaba de la poca acogida que había tenido por parte de los eruditos de cualquier época, incluyendo la nuestra. Apuntaba entre otros la poca agudeza de Menéndez y Pelayo que no supo, o no quiso, penetrar en este texto de Sor Juana y sólo halló que nuestra monja «apuraba el magín discurriendo emblemas disparatados para los arcos de triunfo con que había de ser festajada la entrada del virrey»29. Hoy, la monja mexicana ha logrado llamar la atención sobre su escrito más barroco.

Bajo la capa de halagos típicos de la época, ni la personalidad llena de oposiciones de la poetisa ni su obra, se ponen incondicionalmente al servicio de los grandes. Su extraordinaria capacidad sí supo «leer» a los famosos escritores anteriores a ella30. No sólo la devoraba el deseo de saber «cosas nuevas, extrañas, admirables y diversas» (Maravall, p. 450) sino que había llegado a inquirir sus causas. No sólo dominó las formas sino que penetró de modo agudo en el estilo, imágenes y alegorías para lograr lo que quería: imponerse como mujer superior e intelectual. Su obra no pudo ser manipulada para expresar sólo pedagogías e ideas de interés ajeno. Sor Juana conocía bien el juego y entró en él pero del seno mismo de textos sometidos a controles en el plano político y social, logró extraer conceptos personales que resolvieron las preocupaciones vitales de su existencia. La monja se propuso ganar voluntades y apasionarlas por su caso raro: una mujer sabia. En el mundo barroco novohispano de su época se ofreció a sí misma como asombro, especulación, maravilla, misterio.





 
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