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Abajo

El Niño de Guzmán

Emilia Pardo Bazán






ArribaAbajo- I -

Frontera


Al divisar desde lejos el río, cuya corriente separa la tierra francesa de la española, Pedro, de pechos en la ventanilla, experimentó extraordinario impulso de júbilo insensato, un rapto, un vértigo. Desde Bayona presentía la emoción, latente en el alma. ¡El momento de cruzar la frontera...! ¡España por fin!... Así y todo, se sorprendió de la violencia de aquel ímpetu, y procuró dominarse, pues le venían ganas de saltar del coche, de besar el suelo, de llorar y de reír, todo junto.

El fresquecillo de la rauda columna de aire, mezclado con humo y partículas de carbón, que levanta el tren -aire que ya era español-, aumentó la excitación de Pedro. Género de embriaguez bien disculpable, tumulto de la sangre generosa en un cuerpo mozo y sano, robustecido por el deporte, no gastado por hábitos viciosos. Dimanaba de algo muy íntimo; de cosas pegadas al corazón. ¡Esto de entrar en la patria! «España, España...». Repetía en voz baja el nombre, como se repite el de una mujer en los balbucientes transportes del amor dichoso. Sus ojos se espaciaban por el paisaje, algo sorprendidos de encontrarlo idéntico al que quedaba atrás y a Francia pertenecía. La misma naturaleza agreste, los mismos vallecillos alternando con parduzcas laderas... Caserío idéntico... Igual estructura... Encogiose de hombros. ¿Qué tenía de extraño? ¿Qué realidad física implica una frontera?

Para no seguir empolvándose, metiose adentro y subió el cristal. Costumbres de pulcritud le mandaron abrir el saco de flexible tafilete que ostentaba en plata sus iniciales -P.N.G.- y sacar un cepillo que pasó reiteradamente por el cuello y los hombros de su elegante ulster: La impaciencia, la tensión de sus nervios, no le permitían sentarse y enfrascarse de nuevo en el volumen de la colección Tauchnitz, que momentos antes le había entretenido. De pronto, sobresaltose de alegría: acababa de oír vocear periódicos en lengua castellana. ¡El Siglo Futuro, Imparcial, Liberal, El Correo Español! Abrió la portezuela, buscó moneda de cobre en el bolsillo, sueldos franceses aún, y compró todos los diarios, carlistas y republicanos... en montón. No tuvo tiempo ni de escoger uno, pues recordó que allí registraban. La noción de la frontera patria se definía concretamente: era el vejamen del fisco.

Si alguien quiere convencerse de que Pedro es persona de encumbrada posición social y refinados gustos, asista a la operación del registro de sus baúles y maletas, curioseando el contenido sin necesidad de calzarse los toscos guantes verdes de los carabineros. No hay revelación más elocuente de las aficiones y el modo de ser íntimo que un equipaje: el equipaje es la casa en abreviatura, y la personalidad imperiosamente expresada por cierto número de objetos. Ricas, sólidas y del más reciente modelo, eran las maletas que Pedro fue abriendo con llavecillas de acero brillante; y en su seno contenían, amén de mucha ropa blanca como la nieve y de holanda exquisita, y no poca de color, que delataba la maestra tijera de algún sastre de Piccadilly, buen golpe de libros, cinco o seis armas primorosas, una caja de acuarela, un pocket completísimo, con surtido de películas y placas, algunos cachivaches bonitos, bronces japoneses, recado de escribir de ágata y oro, y hasta un crucifijo de marfil, antiguo, en estuche de terciopelo. La fila de los bagajes de Pedro, que ocupaba buen trecho de la banqueta destinada al registro, y acaso también el aspecto del mozo, llamaron la atención a dos señoras que en aquel momento cruzaban de un lado a otro de la estación -sin duda para dirigirse al tren formado- y que se detuvieron haciéndose disimulada seña. A su vez Pedro, volviendo la cabeza, reparó en las viajeras, y solicitador por la singularidad provocativa de su vestir, entretuvo en ellas la vista. En vez de los sencillos y masculinos trajes de viaje que usan las damas, lucían atavíos de exagerada elegancia y lujo, caprichosos y vistosos, y sombreros recargados de plumas, de forma original y atrevida. La suposición más probable cruzó por la mente de Pedro. «Palomas torcaces». Y, a renglón seguido, sus pocos años gritaron allá dentro: «¡La rubia... qué guapa!».

Lo era en verdad. Más bien pequeña, blanca, de menudas e infantiles facciones, sus ojos color de avellana, flechadores y picarescos, reían al par que la descolorida y fresca boca, de dientes nacarinos, húmedos, diminutos. La semejanza de tono de la tez, del pálido cabello y de las pupilas claras, hacía el conjunto armónico y fundido -la deliciosa unidad de color de las pinturas al pastel-. Al levantar un tanto la crujiente falda de seda verde, rebordada de encaje rojizo, lucía una mano chiquita delatada por el guante de Suecia, y enseñaba el pie calzado con puntiagudo zapato y preso en la media de seda negra, casi transparente, rielando sobre el empeine curvo, de española. Embelesado la miraba Pedro, sin fijarse en la compañera, más alta, trigueña, ni fea ni hermosa, de busto gallardo, empaquetado en una original cotilla de terciopelo naranja, recamada de turquesas falsas y lentejuelillas de acero. «El caso es -discurría Pedro- que, no fijándose en lo insolente de la toilette, cualquiera las toma por damas principales. Pero ¡quia! Con ese avío... Y me miran; se fijan en mí; se sonríen... Se dan al codo...».

La voz aguardentosa y ruda del carabinero, obligó a Pedro a despreocuparse de las viajeras. «¿Tiene usted algo que declarar?». «Sí», respondió con lisura. «No algo, sino bastante. La ropa blanca del baúl grande es nueva casi toda... Hay ahí armas sin probar... También algunos objetos... El tintero... el cartapacio... Y de la ropa de paño, yo diré qué prendas no se han usado aún...».

-¡Ah! -exclamó con extrañeza el carabinero, que en aquel punto descubría el baúl alzando torpemente su bandeja, con movimientos apelmazados-. Pues la ropa blanca... si usted no lo dice... Como ya viene planchadita...

-No la he puesto nunca -respondió el mozo-, y por consecuencia... Además, petacas y bastones...

El buen hombre alzó las cejas y meneó la cabeza.

-Vamos, es un cargamento lo que se trae usted... Voy a llamar al vista, y tendremos adeudo largo. Haga el favor de aguardar...

-¿Cómo adeudo largo? -protestó vivamente Pedro-. Agradecería a ustedes que abreviasen. Tengo que coger el tren y ya falta poco para la señal. Pago lo que corresponda, cerramos las maletas, y andando.

-¿Y se figura usted que eso puede ser por los aires? Media hora lo menos se gastará en adeudar... -declaró el carabinero solemnemente.

-¿Pero no hay aquí -exclamó impaciente el joven- algún empleado racional que se haga cargo y me despache en un vuelo? A ver, yo indico los objetos; ustedes conocerán la tarifa...

-Ch, ch, ch... -articuló el carabinero con desesperante flema y descortés familiaridad-. Si tenía prisa... no traer tanta divina cosa, señor.

-¡O no declararlas!... -añadió un acento irónico y suave a la vez, acompañando el dicho con una inteligente carcajada, seguida de otras, en escala, como gorjeos de ave canora y alegre.

Volviose Pedro: eran las viajeras que se burlaban de él. Bajo los velitos de moteado tul, que envolvían en cándida niebla los rasgos de la fisonomía, la risa mofadora descubría los dientecillos, cavaba en las mejillas hoyuelos tentadores. La impresión estética no disminuyó la mortificación y el enojo de Pedro. Es más: el consejo que le daban tales risas le pareció propio de gente equívoca y baja. «¡No declarar! ¿Soy algún contrabandista?». El sentido de su educación inglesa, basada en el respeto al convenio legal, influía en él. «Lo que creí: palomas torcaces. Lo prueba esta misma confianza que se toman con un desconocido...». Les lanzó una ojeada desdeñosa, creyendo así paliar lo ridículo de su situación. Las risas continuaban, plateadas y cortantes; y fustigado por ellas, a pesar suyo volvió Pedro a fijarse en la rubia, a distinguirla: estaba encantadora; un lunar de terciopelo del velito traveseaba en su sien, levemente sonrosada por la animación de la broma, y sus facciones ofrecían el movido de una terracotta nerviosamente modelada.

Sin apresurarse acudió el vista, y su primer pregunta a Pedro tuvo la entonación desapacible y glacial de una reprimenda: «¿Es usted el que quiere aduanar género?». La rubia, por lo bajo, dijo a la trigueña: «Ese, de seguro, estaba en sus glorias almorzando, y ahora el milord le chafa los postres... ¿Será memo?». «¡Pobrecillo!...», repuso la trigueña. «Ahí tienes, por portarse como un caballero...». «Pues ya se ve -afirmó la rubia guiñando un ojo-. Para caballerías estamos... Ea, vámonos, hija; ya tiene para rato tu don Quijote... A buscarnos un rinconcito cómodo...». Volviendo la cabeza atrás, como el que sale mal de su grado de un teatro donde se divertía, las dos viajeras se encaminaron al andén, pasando tan cerca de Pedro que casi le rozaron con sus ruge ruges de seda y sus volanderas garzotas. «Pues no huelen a perfumería -discurrió el mozo- ni gastan afeites ni arreboles... Género de primera...». Al producirse el contacto, la rubia murmuró con retrechería, no tan bajo que no se oyese: «Si este bobalicón de extranjis suelta a tiempo un par de duros... coge el tren; ¡vaya si lo coge!». Dejando a Pedro atónito, apretaron el paso, desaparecieron por la puerta de cristales... Quedose el mozo de plática con el vista, el cual, positivamente malhumorado, fuese por los motivos que suponía la rubia o por otros imposibles de averiguar, mostraba una sequedad y tiesura de mal agüero. Fue inútil que Pedro, primero afablemente y después en tono más apremiante y firme, le suplicase rapidez en la aplicación del formulario del adeudo. El tren se ponía en marcha trepidando, se quedaba sorda y solitaria la estación, cuando el empleado, con insufrible lentitud, empezó a desempeñar su cometido. Miró Pedro el reloj; eran las doce y veinte. Buscó después la guía y la hojeó: el primer tren utilizable, a las seis de la tarde. Otro se descompondría, juraría, pronunciaría frases de acre censura y despecho. Pedro tenía, por virtud de ciertas enseñanzas recibidas, la costumbre de no gastar energías en balde; repugnábale además dar proporciones desmedidas a contrariedades pequeñas. Recobró su adquirida flema y se consagró tranquilamente a la tarea de desdoblar, desempaquetar y desenfundar su ropa, trastos y armas, auxiliando con la mejor voluntad aparente y la más estricta cortesía al empleado. Quería acabar lo antes posible para almorzar y aprovechar las horas sobrantes, contrapeso de la vida, en recorrer a pie las cercanías de Irún. Y fue el carabinero el que, apiadado, trocando la aspereza en benevolencia, aprovechó una vuelta del vista para susurrar a Pedro confidencialmente:

-Usted se hará cargo... Lo que está mandado... Nosotros... lo que nos ordenan hacemos... Pero, si quisiesen, ya podían haberle despachado antes...




ArribaAbajo- II -

Personal


El hotel nuevecito, flamante, de los duques de la Sagrada -que representan dentro de la grandeza española la preclara estirpe de los Noroñas y Sahagunes, enlazada con la no menos ínclita de los Cachupines de Laredo, ya linajudos en tiempo de Miguel de Cervantes Saavedra- no se eleva en la misma Concha de San Sebastián, sino pueblo afuera, camino de la residencia regia de Miramar -gozando de aires puros y de grato silencio semicampestre-. «Siempre me encontrarán cerca de la monarquía», suele decir el Duque, aficionado a discretear y a jugar del vocablo, sobre todo cuando no le rendían los años ni le abrumaban los achaques. Tiene el hotel delante su verja negra y oro, cerrando una escalinata; su jardín de canastillas de grass, con las indispensables musas y las eternas coníferas, bien regadas y charoladitas; a la derecha del jardín las cuadras y cocheras, de estilo británico, amplias, suntuosas; a la izquierda un invernáculo reducido, de plantas de hoja rara, pintorreada y velluda, que el jefe de comedor saquea para armar sus centros de mesa, y la camarera mayor para poblar las jardineras de los tocadores.

Interiormente, la mansión ducal -sin lujo asiático ni maciza suntuosidad- es coquetona, atractiva, decorada con acierto y gusto. Ha madrugado allí la moda de las telas claras, de colorido armonioso, y de los mobiliarios blancos y ligeros; la proscripción del bibelot barato y el buen sentido de la colocación agradable y de las líneas graciosas, sin exageradas pretensiones artísticas. Hay una sala Luis XV, un gabinete María Antonieta, una galería y un comedor Imperio -todo sencillo, caracterizado únicamente por algunos muebles fielmente reproducidos, pero que no aspiran a engañar a ningún conocedor, y por la discreta elección de adornos y cortinajes-. Diríase que han querido los Sagrada desquitarse durante la época del veraneo del empaque y tiesura señoril de su caserón en la Corte. Verdad que el mobiliario del caserón proviene de los padres y abuelos del Duque, mientras el cuco hotel de San Sebastián se ha arreglado a gusto de su nuera, la joven y mundana condesa de Lobatilla.

Sentados a la mesa sorprendemos a los varones de la familia de la Sagrada y a varios íntimos comensales; las señoras faltan; se almuerza sin ellas. Ocupa la presidencia el Duque, don Gaspar María de Noroña Sahagún Mendoza y Zurita de los Canes, acentuado tipo español, cabeza goyesca, de manolo de 1808, que guarnecen pobladas patillas grises; de enarcadas cejas, nada alegre de ojos, fisonomía grave, semitriste, de las que tan frecuente es encontrar en hombres chuscos y donairosos en la conversación, que subrayan el chiste y la bufonada con una seriedad imperturbable y no celebran jamás sus propias ocurrencias. A la diestra del Duque se sienta, en ausencia de su pupila Rafaela Seriñó, el capellán, don Domingo, a quien el Duque llama don Cuotidiano -porque la misa es diaria en el exiguo oratorio del hotel-. A no ser por los latines del santo sacrificio, y los de la bendición y acción de gracias a las horas de comer, las ondas sonoras del aire ignorarían la existencia de don Cuotidiano, «la menor cantidad de capellán posible» en opinión de la nuera del Duque, que no dejaba de añadir: «el bello ideal del capellán, por consiguiente».

En la presidencia frontera se arrellana la oronda humanidad de don Servando Tranquilo, eminencia política un tanto borrosa en punto a principios, y en cambio perfectamente definida tocante a personales aspiraciones. Los historiadores venideros se darán de calabazadas si pretenden inquirir qué representó don Servando en la existencia de la patria, desde 1885 a 1897, y por qué esa patria manirrota y bonachona le prodigó cuantos honores, distinciones y cargos bien retribuidos pueden simultáneamente recaer en un ciudadano. Amaga ahora su cuello el borrego de oro, conquistado harto más descansadamente que ganó Jasón el vellocino de la Cólquida, y don Servando espera a que pase el animalito para meterlo en el redil. El atracón de brevas -la fiase es del Duque- no altera las plácidas digestiones de Tranquilo. «Con las brevas, vino bebas», murmuraba don Gaspar al servirse el rancio Borgoña. Y Tranquilo, recogiendo la alusión plácidamente, respondía: «Mire usted, aunque sea sin vino... las brevas no hacen mal estómago».

A la siniestra de don Servando, el segundón, de la Sagrada, Carlos Borromeo, en quien ha recaído por cesión del primogénito el título de vizconde de la Gentileza, título muy viejo en linaje, muy histórico en Andalucía, pero... La cabeza de Borromeo Noroña, sentado y todo, apenas llega a los hombros del corpulento don Servando; su rostro, caricatura del moreno y castizo semblante paternal, es verdoso, consumido, y tiene ese sello de ansiedad que se observa en los gibosos; la deformación de su pecho y su espalda es bastante visible. Borromeo tiene, a pesar de todo, dos cosas buenas: los ojos, árabes, de terciopelo, y las manos largas, inteligentes, de marfil.

Al otro lado de Tranquilo, el mayor, sucesor en el Ducado: Mauricio, conde de Lobatilla. La raza ibérica no es muy escultural de formas, ni muy pura; africana en su origen, no ha recibido acaso -hay que irse con tiento en tan arduas cuestiones- bastantes elementos indoeuropeos para descollar por hermosa, y sólo excepcionalmente produce un ejemplar comparable al primogénito de Noroña Sahagún. «Estampa así, ni el caballo de bronce», afirmaba el Duque. Proporcionada la estatura, el rostro tan simpático que hacía perdonar algo más imperdonable que los defectos -a saber, la excesiva corrección y pureza de las facciones-; los cabos, de intenso y rico tono castaño obscuro, abundantes, a maravilla dispuestos y como trazados por mano de diestro pintor, en arcos de cejas y pestañas, en arranques y picos vigorosos y delicados a la vez, de barba y pelo; la palidez mate, blanca en la frente, azulada en las sienes, casi dorada en las mejillas; el tronco revelando, aun bajo la vestimenta de nuestro siglo, que parece discurrida adrede para encubrir imperfecciones y tapar grotescas formas, rara perfección y viril gallardía; todo este conjunto de prendas físicas que había debido hacer de Mauricio, a los veinticinco, un guapísimo joven, hacía ahora, a los treinta y cuatro, algo más interesante aún: una figura de novela, expresiva, con huellas de un sentimiento profundo, que así podía ser pasión como desengaño. Estas señales de combate interior quitan a un rostro hermoso la vulgaridad, lo afinan, lo alumbran con luz sentimental, lo elevan a lo sublime. Además, Mauricio, calumniado por su incorregible padre, que le comparaba a un corcel, y de metal, no era un buen mozo basto; poseía también la nativa distinción, el aire, el señorío; y cuando en alguna arcaica ceremonia de las órdenes cruzaba el templo, arrastrando su blanco planto de santiaguista, tocada la cabeza con el romántico birrete, lo que en otros parecía grotesco disfraz o traje de ópera, en él era como legítima restitución de ambiente, como fondo natural de la apuesta y aristocrática figura. Cualquier movimiento de Mauricio -su modo de dejar el cigarro en el cenicero- decía a gritos: «Soy bien nacido; tengo quinientos años de raza».

Ver juntos a los dos hermanos, Mauricio y Borromeo, hacía presentir un drama, de esos que tienen por escenario el corazón -si es que en el corazón radican efectivamente los sentimientos de cariño, y los de odio por consecuencia-. Sin saber lo que luchaba en los espíritus, los cuerpos contrastaban de tan violento modo, que era trágico. Hermanos tales no podían vivir bajo el mismo techo, sin que la continua herida del amor propio vertiese negra sangre. Dos circunstancias hicieron imposible que se cerrase un momento: las inconsideradas agudezas del Duque y la malhadada coincidencia del título que Borromeo llevaba. Don Gaspar era capaz de esgrimir el puñalico de su ingenio contra sí mismo, y no sabía envainarlo para no traspasar a Borromeo; el estribillo de sus crueles humoradas, era el retruécano basado en el título. «Gentileza, pareces un mochuelo... Gentileza, a ver si puedes enderezarte...». ¡Si se supiese lo que encierran las breves sílabas de un nombre! ¡Si se conociese el alcance mortal de la ironía que va envuelta en su sonido! Por borrar para siempre del aire el rastro fugacísimo de aquel vocablo que era una mueca, una sardónica burla -¡Gentileza!- daría Borromeo toda su sangre, la mitad de los años que aún le quedaban de arrastrar la vida... Hay gente que sería buena, tierna, generosa, sensata, si no hubiese oído nunca resonar ciertas risas. La risa destila veneno de áspides.

Dos comensales más; un amigote de Mauricio, Leoncio Boltaña -a quien un cronista de provincia calificó, incurriendo en bárbaro galicismo, de hombre de caballo-, y Celso Colmenar, familiarísimo del Duque. ¿Quién no conoce a ambos en el Madrid ocioso, y en esa prolongación estival de Madrid, que el mismo cronista designa con el nombre de bella Easo? Boltaña es el doctor admirable en cuestiones ecuestres, Colmenar el doctor irrefragable en puntos de tauromaquia. No obstante, la privanza de Colmenar en casa de Noroña no se deriva del placer que sentía el Duque, inteligentísimo también en cuanto se refiere a la fiesta nacional, al ocupar su contrabarrera en tan sabia compañía. Origen más alto y trascendental tiene, hay que reconocerlo; remóntase a tiempos anteriores a la Restauración, en que el taurófilo iba y venía a París con misiones y encargos reservados, que le daban entrada franca en las más inaccesibles mansiones de la grandeza. Si Colmenar nació o no nació en las pajas; si su madre ejercía el oficio de pupilera; si su padre era un honrado veterinario; si él mismo, en los albores de su colaboración a la historia de España, llevaba aún los dedos pringados de vender butifarra, en una tienda de ultramarinos... puntos son que ni quitan ni ponen. Hoy Colmenar pisa las alfombras de Palacio, es gentilhombre de casa y boca, y se sabe de memoria las precocísimas espontaneidades del gracioso reyecito, lo mismo que antes repetía y comentaba las felices salidas y los oportunos juicios del malogrado monarca a quien había servido activamente en la penumbra. Para un almuerzo de confianza, otros convidados menos agradables que Colmenar se han visto. Como que estaba al tanto de la vida y milagros de toda la corte no celestial, y de bastantes menudencias político-chismográficas. Un solo defectillo se advierte en Colmenar, defecto que al aire libre no molesta, pero que, bajo techado, es un castigo. «La verdad -exclama el Duque así que Colmenar vuelve la espalda-, a este no digo yo que no le hiciese gentilhombre de casa; pero de boca... ¡como primero no fuese a dragársela y a limpiarse los fondos con el mejor dentista...!». Y apenas Colmenar aparece, ya está don Gaspar sacando del bolsillo un amplio pañuelo con gotas de Rimmel, y ofreciendo al taurófilo una fuerte pastilla de menta, en tono coercitivo.




ArribaAbajo- III -

Centellitas


La conversación prorrumpió con ciertas observaciones, entre encomiásticas y críticas, que hizo el Duque a la lista de platos. Sin meterse en si es o no elegante consultar esa cartulina -golosos y glotones de altísima escuela afirman que conocer la lista de antemano es cohibir el ensueño gastronómico y además poner en duda la infalibilidad del jefe-, don Gaspar nunca perdonaba el menú: servíale de guía para hacer ciertas concesiones al método que los facultativos le mandaban seguir, temerosos de que la gota subiese de las extremidades a los focos de la vida. Cuando se quejaba -con efusión y verbosidad de egoísta, que impone a los demás lo que a él solo interesa-, don Servando Tranquilo, siempre chancero, citaba con énfasis:


   Ya me comen, ya me comen
por do más pecado había...



Bien había pecado por el estómago el Duque, merecedor de largo ayuno en el círculo dantesco. Mientras ponía en las nubes los huevos a la rusa, revueltos con caviar -receta de Mirovitch, el secretario de la Embajada-. Boltaña se descolgó protestando de que ni con caviar ni con gloria divina tragaba él a las rusas; y como, efectivamente, las diplomáticas moscovitas de la colonia veraniega no eran cosa de gusto, rió Colmenar y sonrió benévolamente don Servando. Mauricio, ceñudo, desganado, ni atendió ni quiso servirse. Procedía su mal humor de que él prefería esperar a su mujer aunque fuese hasta las dos de la tarde; no era comilón, y la impaciencia le quitaba el ya escaso apetito. El Duque le interpeló:

-Porque te dejes morir de hambre, cabeza de estudio, no añade carbón el maquinista... Pues si fuésemos a sujetarnos a las horas del tren... esta casa sería la fonda de la estación. Las señoras, hace más de una semana en Biarritz, a vueltas con los trapos; el sobrinito siempre amagando llegar y no llegando nunca...

-¿Has tenido carta, papá? -preguntó con interés Borromeo.

-Desde la última de París... ¡Una quincena de fecha! ¡Bah! Que venga cuando le dé la ventolera... Así como así...

-La mía es más reciente -dijo Borromeo-. Del 11, y estamos a 16... No fijaba día.

-¡Naturalmente! -declaró el hípico, que en sacándole de su especialidad, no decía sino patochadas-. ¡Que suelten en París a un muchacho con guita y al momento se recoge al hogar paterno de su tío!

-Estará en París como el ratón en el queso -corroboró don Servando.

-Tan ricamente -asintió Colmenar.

-Pues no saben ustedes lo que se pescan -replicó Borromeo, que generalmente desestancaba la bilis disputando con los convidados, ninguno santo de su devoción-. Confunden ustedes a Pedro con los niños de la goma. Se les figura que estraga en París la vida y despabila el dinero, como harían los monines que conocemos todos. Lo menos creen ustedes que se pasa las horas muertas admirando el rabo de un potro, o tirando de la oreja a Jorge en algún club...

Al hablar así, Borromeo fijó en la cara de su hermano los ojos negrísimos, y recogió y saboreó rápida expresión de sufrimiento.

-Pedro -continuó con vehemencia- les va a dejar a ustedes turulatos. Les parecerá un bicho raro... Van ustedes a presumir que viene de otro planeta. No acertarán a comprenderle..., porque es... ¡un hombre!

Con entonación insolente Boltaña profirió:

-¿Y qué somos los demás, sabandijas?

-Tú... eres centauro -repuso prontamente, Borromeo-. Para encontrarte cabal necesitas cuatro patas y cola.

-¡Anda, venenoso! -refunfuñó el gentleman ridder entre dientes, sin saber si debía enojarse de veras.

-Clasifíqueme usted, Vizconde -suplicó reposadamente don Servando Tranquilo.

-¿Usted...?, pero si ya estaba usted clasificado, ¡y por Linneo! Es usted rana... de brillantes y esmalte verde ¡Qué honor! En la colección zoológica del guardajoyas de una dama, que tiene un arca de Noé de pedrería, figura usted entre los batracios... Algunos aseguran que usted no es rana; pero la mayoría está conteste en que sí. No ha ascendido usted a lagarto. Se espera que antes le promuevan a borrego...

Después de andanadas por este estilo, Gentileza se quedaba algo aliviado; en cambio el Duque, que se creía único poseedor del derecho de arañar, y realmente no arañaba tan sangriento, lanzaba a su hijo una ojeada fulminante, y cambiaba el giro de la conversación, generalmente en tono desdeñoso para Borromeo.

-A ver, sabiondo -articuló remedando el cadencioso tonillo de los actores que representan papeles de chulos-, entéranos de por qué el Niño es todo un hombre y los demás, por lo visto, bichos del Museo... Señores -añadió, recobrando su natural pronunciación, castellana fina y correcta-, la verdad es que mi sobrino, con tanto estudiar y tantos requilorios y exquisiteces, de juro tendrá la cabeza lo mismo que un bombo americano. Sabe Dios si a fuerza de libros me le han vuelto tonto de remate... (Estos de la tontería pegada por los libros era para don Gaspar artículo de fe.) De cuantos sabios conozco, sólo no es pedante Cánovas... En fin, no es culpa mía si el Niño... Debe de venir lleno de aprensiones y de manías contra todo lo de su tierra.

-Error craso... -interrumpió Borromeo.

-Error obeso se dice. Sé bien parlado -advirtió Boltaña, con una risotadita.

-Obeso, adiposo o como te dé la gana, Cervantes... Entérense de que Pedro, al contrario, siempre me escribe que sueña con España, que es su mayor ilusión vivir aquí, y que se creerá en el quinto cielo cuando lo realice.

-¿Y por qué no lo ha realizado ya? -objetó don Servando-. Supongo que no está sentenciado a extrañamiento...

-Pues lo estaba -advirtió el Duque-. ¿Qué quieren ustedes? Cosas de mi hermana Anita, que fue mujer de gran talento, ¡eso sí!, pero rara... Dios nos asista si el chico sale a su mamá. Como ella y yo quedamos huérfanos tan chicos, Anita cayó en poder de una famosa aya irlandesa, que vino recomendada a O’Donell y que él nos metió en casa... Se alababa de parienta del General: familia antigua. Pues mi Anita tanto se encariñó con la Odónela, que al casarse con don Pedro Arbués Niño de Guzmán y Leiva -de la misma pata derecha del Cid, y rico, pero señorón ya talludo-, se llevó a Sevilla a su miss ¡Miau! indispensable y allí la tuvo consigo como tendría a una madre, hasta que se murió de vieja... Nace este chico y, ¡claro!, la papilla debió de dársela miss ¡Miau! que también le zagalearía.

Riéronse todos, excepto Mauricio, que no quitaba ojo al característico reloj de bronce y mármol, donde el Tiempo, inflexible, alzaba su guadaña y empuñaba su clepsidra. Las dos menos veinte, y el tren llegaba a las dos y cinco... ¡Todavía, entre unas cosas y otras, media hora lo menos!

-Anita- prosiguió don Gaspar-, así que se quedó viuda, se marchó con el unigénito a Inglaterra. Claro: ¡aquel clima infernal! Casi inmediatamente una pleuresía... y al otro mundo. Yo iba a hacer lo natural, señores; traerme a casa al chico, que estaría en sus nueve años... Cátate que se abre el testamento de mi hermana, y nos encontramos unas disposiciones perentorias, que el nene se educase fuera de España hasta los veinticinco y que dirigiese su educación un cuñado de la Odónela, un irlandés estrafalario que por poca entra jesuita... Cumplimos religiosamente los deseos de la madre. Entre colegios británicos y universidades germánicas y ese ayo tan elevado a la raíz cuadrada de lo sublime, buena le habrán puesto la chola a mi sobrino. Eso sí, dicen que rema, que boxea, juega al foot y al polo y hace todas esas hazañas de mozo de cuerda, que ahora son moda. Aquí, si tiene puños, le enseñaremos a derribar; ¡por vida de los apóstoles! A los veintitrés podía haberse venido ya; era dueño de su caudal y de su personita... Se lo escribí. No quiso. Había de cumplir el programa de su madre... Diga lo que diga ese termómetro sin azogue -añadió el Duque, señalando a Borromeo-, las ganas de venir a España no deben de sobrarle. En julio hizo los veinticinco; estamos ya en septiembre... Se ha entretenido en Bélgica y Holanda, después en París. ¡Vendrá por la Pascua... o por la Trinidad!

-¿Qué apuestan ustedes a que no tarda ni ocho días? -porfió Borromeo.

-¿Te lo ha escrito? Porque entonces, no apuesto...

-No; repito que no señalaba fecha... Tengo presentimiento. Veremos si me engaño.

Encogiose de hombros Boltaña, que no creía en presentimientos ni cosa que se parezca; alzó más las melancólicas cejas el Duque; y don Servando -rompiendo el pasajero silencio que coincidía con la aparición gloriosa del jamón en salsa de trufas al madera, dulce y cruel tentación para don Gaspar, que solía expiar la flaqueza de disfrutarlo con rabiosas dentelladas en las articulaciones de los pies- preguntó en el tono que en sociedad se emplea para aparentar interés por lo que realmente nos tiene sin cuidado:

-¿Y el Niño... va a vivir con ustedes?

No fue el Duque, sino Mauricio, quien, desde lo alto de su entrecejo, se apresuró a decidir:

-Imposible... Aquí en San Sebastián, no digo; pero en Madrid, ya ve usted; para un muchacho, la vida de familia sería una sujeción...

-¡Bah! ¡La vida de familia que se hace en casa!... -objetó malignamente Borromeo.

-¿Querías que nos pasásemos las noches alrededor de la camilla, jugando a la lotería de cartones? -saltó Mauricio.

-No, si ya sé que esos juegos no te divierten -replicó incisivamente Gentileza.

Esta vez, la ojeada sombría del padre fue para el primogénito. La alusión del menor le despertaba desagradables reminiscencias de pagos recientes. A fin de consolarse condescendió con la gula, sirviéndose firme ración del aromático plato, cuyas emanaciones le cosquilleaban voluptuosamente en la nariz y le humedecían y estremecían el paladar; y, trinchando despacio, murmuró:

-Yo no me opongo a tener conmigo al hijo de Anita; pero realmente, estando en casa Gelita... Además, Pedro ha de querer arreglarse en Madrid su garzonera, como ustedes le llaman... con aquello inevitable del trofeo en la pared, y del diván ancho para fragilidades y soponcios...

El ¡puff! que ahogó con la servilleta Boltaña, el malicioso guiño de don Servando hacia el capellán -el cual, impasible, ni parecía que se enterase de la libre conversación, y únicamente bajaba los ojos y comía más aprisa-, avisaron al Duque, que se dio, con chuscada mejor infantil que senil, una palmadita en los labios.

-¡Empeño de dibujar en caricatura un Pedro que no existe! -exclamó el sobrio Borromeo tomando la ampolleta, mientras los demás, excepto Mauricio, se entregaban al jamón-. Pedro es otra cosa distinta; Pedro no viene a pintar la cigüeña en Madrid, ni a armar panoplias cursis con espaldas de zinc y corazas de lata... Quiere estudiar a España, recorrerla, registrar, como él dice, el solar de sus antepasados; no de los antepasados de su linaje, sino de los antepasados nacionales -nuestras glorias...-. ¿A que se ríen ustedes de esto? No esperen que se pague de futilidades y vanistorios. Le importa un rábano la vida smart. Otros son sus gustos, y así que venga, las primeras palabras que diga y las primeras acciones que ejecute, van a estar en abierta contradicción con lo que otros harían si se viesen en su caso. No entiende él, de seguro, las diversiones como mi hermano y mi cuñada; ni la política como usted, Tranquilo; ni los negocios como usted, Colmenar; ni siquiera los caballos como tú Boltañita... Ese ayo que llevó el timón de la educación de Pedro, y que aquí le pintan chiflado, era en realidad un hombre de gran mérito, religioso, ferviente, místico, artista... Tomó a Pedro cariño entrañable, y Pedro le miró como se mira a un padre, cuando es padre del alma y del cuerpo a la vez...

El acento estridente y punzante de Borroneo distrajo al Duque de sus delicias gastronómicas y le hizo exclamar:

-Si ese O’Neal educó mal a mi sobrino... ¡como ya está en el otro mundo, vaya usted a pedirle cuentas!

-A Dios las habrá rendido -contestó seriamente el giboso.

-Y si nos ha formado un Niño apestoso o insufrible -declaró don Gaspar haciendo imperceptible seña para que volviesen a pasarle la fuente del jamón- se las ajustaremos nosotros a su sombra. ¡No faltaba más! Que no nos envíe el difunto mister O’Neal un lila, que aquí ya hay bastantes... Que nos mande un muchacho vivo, despabilado, alegre, poco gazmoño... Como el rey Alfonso, que ¡por vida de los moros!, tenía más talento que todos los irlandeses juntos, y la sal de Torrevieja...

Colmenar asintió:

-¡Aquél sí! -repetía-, ¡aquél sí! No era para el mundo...




ArribaAbajo- IV -

Regreso de las contrabandistas


La conmemoración del augusto muerto cerró la discusión sobre el Niño, y otra cuestión más actual volvió a agitarse. Los ojos de Mauricio seguían clavados en la esfera del reloj, y no ciertamente por admirar sus auténticas cinceladuras del Imperio. Marcaba las dos y diez y ocho... Y Borromeo, sintiendo renovarse el prurito de atormentar, antes calmado por su efusión al hablar del primo Pedro, insinuó como al descuido:

-Pero, Mauricio, ¿qué le pasará a tu señora? ¿Rusia y otras potencias extranjeras la tendrán cautiva en Biarritz?

-No seas plomo -respondió alzando los hombros el mayor-. Ya poco tardará tu futura, tu Gelita. Nadie te la roba...

-Y si alguien quisiese robármela -replicó Borromeo-, no creas que perdería horas en tirar al blanco... ¿Sabe usted, Tranquilo, un hecho curioso? En las salas de tiro suelen comparar cartones... Y el record pertenece, no a los galanes buscarruidos, sino a los maridos celosos.

Mauricio crispó los labios, contrajo la frente. El ataque era directo. Aun creía percibir el olorcillo a pólvora quemada de que impregnan la ropa los ejercicios a que había dedicado hora y media, según reciente costumbre... El despecho le dictó una réplica brutal.

-Estás mal informado, hermano... Tú no sabes lo que es un marido celoso, y... es natural que no lo sepas. ¡Si casi te sostengo que no los hay! El que lo fuese con fundamento y no hiciese lo que debe hacerse... sería, no ya un celoso, un bellaco, ahí veras tú, nada más que un bellaco... Esos cartones no pertenecerán a maridos celosos, criatura, sino a hombres prevenidos que, sin tener celos, se preparan a no consentir que los demás insinúen siquiera que los tienen...

La copa de agua que Borromeo alzaba se inclinó, y unas gotas cayeron sobre el mantel. Hubo en la mesa otro silencio tormentoso, difícil. Don Servando echó por los cerros de Úbeda, a trueque de variar de asunto.

-Duque, este Jerez tan fragante me parece una cara conocida... ¡Bah! ¡Tonto de mí! Pero si debe de ser Niño de Guzmán... De las bodegas del sobrino...

-Por cierto, y de la cosecha del año que murió el pobre Rey... ¡Cómo pasa el tiempo! Ya es un Jerez rancio... No hay otro como el Niño de Guzmán, de la célebre solera Carcamala... la más veneranda de las soleras andaluzas. El Jerez acabado de fermentar y trasegado a la Carcamala, echa canas en el acto... Esto es néctar... Con sherry por el estilo Pedro, puede darse tono en Inglaterra -añadió el Duque poniendo al trasluz la copita muselina llena de líquido topacio.

Chasqueaba la lengua Tranquilo y pedía más Jerez, con la libertad propia de un almuerzo en que no había otras faldas sino las del capellán, cuando estremeció los vidrios el rodar de un coche; se oyó bullicio en el vestíbulo, taconeo fuerte en la escalera, risas en la antesala, puertas empujadas con vivacidad, y dos señoras hicieron irrupción en el comedor. Mauricio se levantó de un salto, los convidados se deshicieron en saludos y bienvenidas; Tranquilo, galante, cedió su presidencia a la más bajita de las dos damas, que vino así a quedar a la derecha de su esposo, pues las recién llegadas eran Bernarda Zárate, condesa de Lobatilla y Rafaela Seriñó Zurita, pupila y sobrina no muy cercana de don Gaspar -para sus amigos, Narda y Arcangelita, o Gelita, más sucintamente.

No por tomar asiento cesó su alborozo; venían de evidente buen temple, y lo traían de fuera, como las brisas del primer mes del verano traen el olor de las abiertas flores. «¿Pero no les hacemos a ustedes tilín?», parecía decir con su actitud y sus parleros ojos claros, la rubia Narda. Antes de separarse dirigió a cada uno de los presentes una retrechería zalamera, zarpadita de gata blanca de aterciopelada piel. Echó a su suegro un beso volado; hizo a don Servando un gestecillo truhanesco, remozador; sonrió, como sonreiría un camarada en sport, a Leoncio Boltaña; y hasta a don Domingo, el clérigo mudo, le lanzó un «felices, Padre capellán», que animó un instante vagamente aquella faz de yeso. Pero la caricia verdadera de la actitud y de la voz, la coquetería suprema, reservola Narda ¡quién lo duda!, para su marido. Halagüeña dulzura ablandaba su voz cuando susurró:

-Hola, Mauricio mío... ¿Qué tal lo has pasado? ¡Si vieses qué mal se almuerza en Irún! Por caridad, vas a darme una tacita de té, servida por ti, azucarada por ti...

Interrumpió este meloso cuchicheo don Gaspar, que poniéndose la diestra delante de los ojos, a guisa de pantalla, exclamó enfáticamente dirigiéndose a las dos jóvenes:

-¡Pero, micas-monas! -(solía llamarlas así)-. ¡Cómo venís! Me deslumbráis.

Lucían, en efecto, aquellos trajes de exagerada elegancia con que las hemos conocido en la estación de Irún. Narda, de seda color agua marina, con larga estola flotante de encaje rojizo, y orlado de oleaje espumoso de plumas verdes el tocado de paja de Manila; Gelita, con su cotilla naranja bordada de turquesas y su sombrero azul, colores favorables a su trigueña tez.

-Venimos de Carnaval -confesó Gelita-. Por eso nos reíamos al subir la escalera. «¿Qué dirán?», pensábamos nosotras. «¡Vaya un pergeño para camino!».

-Bueno dejaréis a Biarritz... ¡Cómo tendrá el cuerpo la franchuta!

-Loca la hemos vuelto a la pobre madame Panache... -asintió Narda-. Ya no sabía cómo echarnos. Todo se le volvía: «Donc, madame la comtesse...». ¿Te acuerdas, Gelita? El último día, cuando bajábamos la escalera, la oímos que decía dejándose caer en la butaca: «Ouf! J’en ai plein le dos!».

-Y no hay más remedio que marearla así -exclamó Gelita-, porque, mientras conserva la sangre fría, no se hace carrera de ella. Esta coraza que veis... si no son los pases de muleta de Narda, me cuesta cuarenta duros más.

-Anda, que tú eres una infeliz... O sueltas redondamente lo que te piden, o te largas resignada, pian pianino...

-La verdad -reconoció Gelita-, me cansa tanto regateo, tanta triquiñuela... Si no fuese por los Mirovitch y los Santa Elvira, que nos acompañaron y nos llevaron en coche al Refuge, a ver las monjas cartujas... ¡La francesa dirá que la mareábamos, pero yo traigo una jaqueca...! Luego, venir de esta facha así, en ferrocarril... Borromeo, hijo, ¿me prestarás una dosis de antipirina?

-¿Qué antipirina? -respondió el mal configurado, que desde la aparición de Gelita había cambiado de aspecto, y mostraba no disimulado regocijo-. Ya nadie usa eso; es muy dañoso... Si continúa te daré otra cosa mejor, la lactofenina... Pero, ¿por qué os vinisteis así, de máscara?

-¡Bonita pregunta! Para aprovechar el viaje...

-¿Aprovechar? -repitió Borromeo.

-¡Qué pasmarotes! No entienden... -gorjeó alegremente Narda.

-No lo dirá usted por mí -advirtió Colmenar-. Yo soy un sabueso de la frontera, la he cruzado más veces que canas peino, y sé lo que aprovechar significa. Aprovechar... es pasar por alto todo el taller de madame Panache...

Un guiño adorable de la Lobatilla dio la razón al ex-viajante en conspiraciones.

-El caso es que parecíamos mascarones..., ¡si es que no parecíamos otra cosa peor...! Nos miraban... ¡Jesús, y cómo nos miraban! Hasta los carabineros...

La algazara de la concurrencia, en general, se redobló con este detalle; sólo Mauricio, nervioso, atormentó su barba de seda y arrugó la frente, y Borromeo hizo un gesto de contrariedad.

-¿Te acuerdas, Arcángela -prosiguió la loquilla recreándose calaverescamente en su aventura- de aquel inglesito de la estación de Irún? Vamos, que aquél... nos tragaba con los ojos.

-Hija del alma -objetó tranquilamente Gelita-, el pobre muchacho nos miraba con envidia, porque el registro le hacía perder el tren, y mientras a él le estaban armando un tinglado de adeudo que espantaba, nosotras paseábamos nuestro contrabando y llegábamos a tiempo... ¡Bonita idea formaría de nosotras!

-Perdió el tren porque quiso, ¡el mentecato!

-No; seamos justos... Por conducirse decentemente.

-Vamos, don Servando, ¿no tengo razón? ¡Un cuitado de un inglés que se empeña en declarar nuevo lo que iba a pasar como usado!

-Merecía su suerte por badulaque el inglés -declaró risueño el personaje político.

-Pues ni era inglés -afirmó Gelita- ni le creo badulaque, con permiso de usted, don Servando... ¿Manda o no manda la ley que se paguen los derechos? ¿Es bonito pasar matute? No me convenzo. Yo estuve por apretarle la mano a aquel caballero cumplido y decirle: «Muy bien; si todo el mundo fuese como usted...».

-¡Adiós, Cabriñana! -dijo Narda rebosando risa-. ¡Mire usted que puritanismos con el Estado! El que roba a un ladrón... Lo que dirían los empleados al ver la terquedad del inglés: ¿te gusta pagar y perder el tren? Pues, monín, paga y pierde...

Borromeo, entretanto, había preparado a Gelita, amén del medicamento una taza de té, y a pretexto de que la tomase en paz, se llevó a la joven desde el comedor a la galería que dominaba el jardín y formaba una reducida estufa, sostenida por columnitas jónicas y decorada con guirnaldas de dorado laurel, palmas y rosetas egipcias. Una vez allí, puesta la taza sobre un velador, al amparo de un ligero biombo de bambú, el segundón de Noroña aplicó un dedo sobre sus labios, y sacó del bolsillo ancha cartera, de la cartera una fotografía. Los ojos obscuros y dulces de la trigueña brillaron; sus mejillas se encendieron, su pecho se agitó.

-¿Es el retrato?

-¡Vaya! Por fin... ¡De París me lo envía, nena! ¡Y espero pronto al original! Me lo da el corazón... ¿Y esa jaqueca?

Gelita avanzó, se inclinó sobre el hombro de Borromeo para mirar la tarjeta... Un grito leve se abogó en su garganta...

-¡El de Irún...! ¡El de la estación! ¡María Santísima! -balbuceó, aturdida de sorpresa.

-¿De veras? ¿Estás segura? -articuló Borromeo, no menos atónito.

-¡Vaya!, ¡el mismo... el mismo! Ya ves tú... ya ves si me fijé en él. ¡Es el que perdió el tren, el que nos miraba!

-¿Y te fue simpático, nenita mía...?

Carmín más vivo tiñó las morenas mejillas, y el corazoncico, bajo la cotilla de terciopelo de bizantinos recamos, brincó un poco... Borromeo y Arcángela permanecieron así, uno frente al otro, irradiando un mismo afán, un mismo deseo: su mutua sonrisa misteriosa fue como enérgica seña recomendando cautela suma. Gelita cogió aprisa la taza de té y se quemó con la primer cucharada...

Mientras en la galería se conspiraba, otra escena íntima y curiosa se representaba en el comedor. Los convidados, ya de pie, decididos a fumar, dejaban solo a Mauricio, ocupado en servir a su esposa. Al principio lo hizo con material cortesía, pero con cierta bronca esquivez; así que Bernarda, aprovechando el momento, se le acercó, rozándole casi, embriagándole con el sutil aroma de su ropa, acariciándole las sienes con el plumaje aéreo de su capotita y el imperceptible y suave flotar de sus ricillos rubios, ligero movimiento de despecho del marido delató la victoria de la mujer. La mirada de Mauricio se enturbió; la respiración se hizo afanosa: todo indicó que actuaba el poderoso filtro. Cuando, al inclinar la tetera de plata repujada, el chorro de la cálida infusión cayó en la taza de porcelana china, los dedos del rendido Mauricio buscaron los de Narda, y eléctrico roce fijó e inmovilizó las dos palmas estrechamente unidas, como palmas de enamorados que por primera vez logran una caricia furtiva, deleitándose en prolongar el apretón, olvidándose de todo. Los rayos de las pupilas también se confundieron: el varón no se cansaba de detallar la seductora figura de la mujer, y esta, a su vez, subyugada, se complacía en aquella notable hermosura varonil. No había ternura ni piedad en las ojeadas que se cruzaban como floretes deseosos de herir la carne; había sólo, en Narda, delectación, que por ser conyugal era lícita, y en Mauricio una especie de extravío, forma del amor violento cuando no lo sanciona el alma y cuando los celos lo encienden con su tizón infernal...

Don Servando dio un codazo a Boltaña, diciendo: «¡Qué idilio!». Y el hípico se encogió de hombros, con desdén de persona superior a ciertas debilidades: «Lo de siempre... lo de siempre... Pues Mauricio estaba furioso...».




ArribaAbajo- V -

La opinión de las trufas


Al salir del hotel Colmenar y don Servando, el político de fuste y el agente subalterno, anverso y reverso de la medalla española, comentaron a su sabor, con libertad y malicia -según piadosa costumbre social-, no sólo la actitud de la pareja Lobatilla, sino el estado presente de la egregia casa donde acababan de refocilarse. Serían próximamente las tres y media, y a tales horas, en una ciudad como San Sebastián, no es fácil encontrar empleo al tiempo; pero Tranquilo, que no olvidaba los consejos de su médico Sánchez del Abrojo y tenía particular interés en conservarse como una manzana, propuso al gentilhombre un paseíto higiénico, cara a Miramar. Aceptó el palaciego, y pegaron la hebra, don Servando con optimistas apreciaciones, Colmenar con ensañamiento -lo cual se explica teniendo en cuenta que este último es dispépsico, y don Servando, con tal que la comida sea fina y selecta, goza de una beata digestión.

-Le digo a usted que viven de milagro, que están arruinados, que todo eso pega cualquier día un estallido -repetía con acre fruición Colmenar-. ¡Nuestra aristocracia! Vanistorio y tronitis... Nada, uno menos.

-¡Por Dios! -objetó Tranquilo-. No diré que estén boyantes; pero con las migajas y las rebañaduras de estas grandes familias históricas, se podría redondear un burgués como nosotros. Cuando están hundidos, les queda para deslumbrarnos. La casa de la Sagrada tiene entretelas.

Hizo un gesto Colmenar al oírse llamar burgués. Había tomado por lo serio lo de su punzón y su cargo palatino, y no podía perdonar a la gente de sangre azul que lo echase a risa.

-¿Dónde están esas entretelas? -exclamó-. Las deudas mansas, que son las peores, se han ido comiendo la enjundia. Estas casas se parecen a los mueblánganos antiguos, que a primera vista imponen con sus dorados y sus incrustaciones y sus herrajes; los registra usted... vacíos; polilla y cucarachas. Bobería, don Servando; desde la desvinculación... A bien que Lobatilla no tiene hijos, y Gentileza... me parece a mí que no se precipitará al abismo del matrimonio, ¿eh? Así y todo, más va a durar el día que la romería. Hemos de verles solicitando una administración ajena por no saber administrar lo propio... Hace cuatro generaciones que cada duque de la Sagrada se esmera en ir royendo el caudal un poco más que su antecesor. Viene el abuelo de don Gaspar, y, enfermo de mal de piedra, se gasta un caudal en una residencia princiére, la Chopera, que, como no está a orillas del mar, ni en las provincias del Norte, no fue del gusto de los descendientes, quienes primero la hipotecaron y después por un plato de lentejas la vendieron. Sigue el tío de don Gaspar, metiéndose en no sé qué negocio de minas y de Sociedades anónimas... cosas que él no entendía..., y de ahí viene la grieta magna del edificio. El padre de don Gaspar, don Pedro Noroña, ya lo recogió cuarteado... ¡y con su tino para rodearse y aconsejarse de los mayores pillos de España y arrabales, lo puso en situación de que lo derribasen por orden del Ayuntamiento! Y por si se necesitaba el último golpe de la demoledora piqueta... entraron en escena mi señor don Gaspar y su consorte la difunta señora condesa de Lobatilla... Dos pies para un banco. Nunca supieron privarse de un capricho. Ella, con su afición a aplastar a las otras devotas costeando fundaciones y obras de beneficencia; él, con sus exigencias de vida regalona, la mesa de Lúculo a diario... Como decía quien yo me sé (esta fórmula era la que usaba Colmenar para atribuir a Alfonso XII frases más o menos auténticas): «Gaspar no le hace gatuperios a Serafina, porque nunca ha tropezado con una cocinera francesa...».

-Pero, amigo Colmenar -dijo sonriendo el personaje-, si las cosas fuesen como usted las pinta, en San Bernardino habitaría ya don Gaspar, no en su palacio de Madrid ni en su hotel de aquí. Yo veo que gasta, que triunfa y que nos da unos almuerzos de patente...

Hizo Colmenar un guiño plebeyo y bajuno, reminiscencia quizás de sus tiempos horteriles, y castañeteó los dedos.

-¡Vaya un milagro! Don Servando... Usted se hace el inocente con mucha sal. Como si no supiésemos... En primer lugar, la munificencia de la Señora sacó de un atroz pantano al Duque, en París, poco antes de la Restauración... Allí hube de conocerle, acosado, acosadísimo... Después, vinieron las ollas de Egipto, la tutela de dos capitalazos: el de Pedro Niño de Guzmán, y ahora el de Rafaela Seriñó. Este sobre todo... Ni él ni ella van a exigirle cuentas al tío, y aunque se las exigiesen, al que no tiene... ¿Pues se figura usted que lo que puede quedarle a la casa de la Sagrada alcanzaría para tres meses de la vidita que llevan? ¿Y dónde me deja usted los pingos de Bernarda, el jugar desenfrenado de Lobatilla a fin de satisfacer los antojos de su esposa? ¿Que pueden con eso...? ¡Pamplina para los canarios!

-No me resuelvo a creer que el Duque abuse así de sus pupilos... Es usted una lengua viperina, Colmenar.

-Pues usted se encargará de descifrar el enigma... -replicó él, sonriendo como si le dirigiesen un elogio-. Son habas contadas. Diez o doce mil duros anuales que conserven, no llegan ni para intereses de hipotecas y préstamos... Pero allí estaban las viñitas de Jerez del sobrino, las dehesas extremeñas y los olivares cordobeses y el papel del exterior y las inscripciones en el gran libro de la sobrina... y a vivir. ¡Y si le hubiese salido la martingala de la boda de Mauricio...! Entonces la casa se rehacía.

-Indudable, indudable... ¡Lástima de negocio! En aquella ocasión fui yo el paño de lágrimas del Duque. Estaba lo que se dice afligido, achicado, cosa rara en él. Había acariciado el sueño de que Mauricio, con su buena facha... porque no hemos de negarlo, ¿eh? Arrogante mozo, eso sí...

-Pero de aquí, ni chispa -objetó Colmenar, tocándose la frente.

-¡Bah! Tratándose de bodas... Ha sido un contratiempo; porque Rafaela Seriñó, que si por su madre es una Mendoza, por su padre no tiene más cuarteles que el de la Montaña, está al frente de un capital de millones: Seriñó fue laborioso y afortunado... ¡Ese había nacido para negociante! Arcangelita ponía el guano, Mauricio los blasones... Una combinación. Y ella, según decían, prendadísima de Mauricio. Pero Mauricio se empeñó en dar su blanca mano a Bernarda Zárate. ¡Lo comprendo! Bernarda es monísima. ¡Aquel gancho! ¡Aquella manera de trastear...!

-Sí, sí -apoyó el gentilhombre con entonación sardónica-. En el pecado va la penitencia. ¡Buena alhaja la tal Nardita!

-¡Todo lo ha de ver usted negro! ¿Qué hace de malo Narda? Arrullarse con su esposo... ¡Si eso no es santo...!

Volviose Colmenar de frente a don Servando, posición en la cual su hálito impuro parecía una especie de símbolo, el olor que despide la sentina de la maledicencia. Don Servando se colocó prudentemente de perfil, mientras el agente desfogaba.

-Tortolear con su esposo y timarse con los que no lo son. Si le parece a usted diremos, en vez de timarse, flirtear: Una palabrita inglesa dulcifica lo más agrio. Los tortoleos con el marido, no desconozcamos que son inconvenientes... Dicen en Méjico: herradura que chacolotea, clavo le falta... A Nardita le faltan todos los clavos. ¡Se caerá! ¿Usted cree que son tan tontos Manolito Lanzafuerte, Tomás Garcilaso, Fadrique las Navas, Íñigo Santa Elvira y otros caballeritos que forman la corte de la Lobatilla? No van a humo de pajas, no. En Madrid le han puesto a Nardita señá Bernarda la castañera, porque dicen que dio la castaña a dos o tres que ya se juzgaban dueños del campo; pero el oficio de vender castañas es peligrosillo; el mejor día se abrasa los dedos... ¡Ja, ja! Y si tanto quiere a su marido la Bernardita, ¿por qué anda siempre rodeada de un zaguanete? Ni crea usted que Mauricio vive en paz. ¿Ha oído usted lo de los blancos en el tiro? Es una cabeza ligerilla... ¡Ya lo saben en Palacio! -Cuando Colmenar decía «Ya lo saben en Palacio», era como si dijese: «Está escrito en el Evangelio».

-Lo que noto -respondió don Servando- es que el pobre Duque ha dado un bajón. El diez veces siete le pesa. Le falta aquel esprit, aquella chispa a que estábamos habituados. Gentileza ahora dice más ingeniosidades que él...

-Nada, que desde la boda se ha puesto muy pachucho. Y ahora debe de acosarle otra preocupación: si Gelita se casa y recoge sus caudales, ¿a qué se agarra el Duque? Por algo le digo a usted que eso va a estallar. ¡Y a mí que se me ha puesto entre ceja y ceja que el inglés recogerá lo que Mauricio desechó y pretenderá la blanca mano de Gelita! Me alegraré; porque esa explotación es indigna, francamente. ¡Comerse a su pupila, ahí tiene usted el oficio del noble Duque! A bien que está amagado: la naturaleza, que es muy sabia, le avisa, y él haciéndose el desentendido... ¿Y sabe usted lo gracioso? Pues tiene un miedo cruel a morir... Delante de él no se puede hablar de nada que huela a difunto... No acompaña un entierro, no hace una visita de pésame, no oye una misa de cuerpo presente así lo emplumen... Cree que escondiendo bajo el ala la cabeza, como hacen los avestruces, no le verá la muerte... Y no es sólo a la muerte a quien teme, sino... ¡adivine usted!

Sonriose don Servando, y deteniéndose para respirar, murmuró con indiferencia:

-¡Pts! ¿Qué sé yo? Según usted, a los acreedores...

-¡Quia!, no es eso... Agárrese usted: ¡el miedo del duque de la Sagrada es... al infierno! ¡Al mismo infierno de los condenados!

Don Servando soltó la carcajada... ¡Hombre, no! Bromas de aquel famoso de Colmenar...

-Tan cierto como que estamos aquí... -repitió el gentilhombre...-. Haga usted alguna alusión a las calderas de Pedro Botero, y le verá demudarse...

El político encontró que el tal miedo era «un sainete»; Colmenar siguió burlándose de él largo rato. La sabrosa conversación les había llevado sin sentirlo bastante lejos del centro, a una barriada humilde; a la puerta de modesta casita divisaron buen golpe de gente del pueblo, los hombres con la boina en la mano, las mujeres compungidas, graves y respetuosas. Antes que los dos comensales del duque de la Sagrada pudiesen abrirse paso, salió de la casa lo que explicaba el grupo: un acólito agitando la campanilla, un sacerdote revestido, apretando contra el pecho la Forma. El concurso hincó rodilla en tierra, y al punto le imitaron el político y el gentilhombre. Formose después el acompañamiento que había de escoltar al Santo de los Santos, pero entonces los dos burgueses se apartaron de la plebe: sin previa consulta sabían que si entraba en su programa saludar a Jesucristo, no así seguirle a pie hasta la iglesia. Y el Viático emprendió la vuelta carretera abajo, oyéndose, en la hermosa paz de la tarde, un comprimido murmullo de oraciones y el ligero claqueo de las alpargatas de los pescadores, carreteros, bañeros y sardineros, que no querían apartarse del Señor. Colmenar y Tranquilo prosiguieron su paseo, al cual convidaba la hermosura de la tarde; velada de gris -el tiempo más lindo del Norte-; sólo que, como suele suceder, la impensada interrupción había desviado el curso de la plática. Trataban ahora de asuntos más generales y de más alto vuelo: de política. Colmenar rabiaba por echarlas de enterado, y lo estaba en efecto, si bien no tanto como pretendía demostrar. Tranquilo, al contrario, afectaba cierta reserva, que siempre sienta bien en un alto personaje, aun cuando sólo pueda reservar nada entre dos platos.

-¡Qué caramba! -exclamaba el palaciego-. No sé cómo viven ustedes tan confiados. El horizonte es color de tinta china... La aparente tranquilidad de España es engañosa, la aparente prosperidad, engañosísima; las economías, un mito; el orden, mito y medio... En realidad estamos mal, muy mal, y al menor soplo de aire se lo lleva todo la trampa. En Palacio...

-¡Déjeme de Palacio! -murmuró don Servando algo impaciente-. ¿Qué dice usted? ¿Que aquí hay cuestiones, problemas, amenazas, puntos negros? ¡Eso pasa en todas partes! No sé de ningún país que lo haya resuelto todo por ensalmo. Las demás naciones, ¿no tienen sus jaquecas? ¿Qué me dice usted de Francia, con su Panamá y su desdichadísimo Tonkin? ¿Cree usted que a Inglaterra no le escuece Egipto? ¿Pues y los italianos en Abisinia y Turquía con Creta? El hueso de las colonias lo han de roer todos.

-A nosotros nos va a costar la dentadura -objetó Colmenar-. ¡Y es por cobardes, por apocados! ¡Por lo que hemos degenerado, porque no hay sangre! Este hombre -y la manera de pronunciar la frase indicaba que no era necesario añadir otra designación para saber de quién se trataba- está engreído, está ciego, no ve más allá de su voluntad omnímoda... Por sus pasteladas con los Estados Unidos, nos va a dejar en una vergüenza. ¿Por qué no declara la guerra enseguida? ¡Parece mentira que seamos españoles! Ya vería usted donde se esconderían esos tocineros si tosiésemos gordo... ¡Una gente que no sabe lo que es un cañón ni un barco de guerra! Pero este hombre, a trueque de seguir ejerciendo el verdadero poder absoluto, porqué aquí, ante su soberbia y su altanería, parece que no hay más Roque ni más Rey...

-Eche usted por esa boca -repuso don Servando, enarcando resignadamente las cejas-. Así como así, la retahíla me la sé de memoria. Que es un tal y un cual, y un esto, y un aquello; que no se le puede sufrir, que nos tiene aherrojados, que aquí no se respira ni se estornuda sin su permiso. Bueno, hombre, bueno. Chiquillos que se quejan del ayo, estudiantes que reniegan del profesor... Bonita estaría esta tribu a no ser por él... tribu, sí, con pretensiones... como dijo no sé quien... No permita Dios que suceda, pero si sucediese que ahora, al volver a San Sebastián, oyésemos vocear un extraordinario con la noticia de que le ha dado una congestión, verbi gracia... ¡trate usted de figurarse lo que iba a pasar aquí!

-No pasaría nada... Descansaríamos en paz. ¡Afuera la gran rémora! Mire usted que yo tengo olfato, y al fin, al fin, sabe uno muchas cosas... Usted, naturalmente: la querencia... Es como la porfía de antes; defender a nuestra aristocracia, sostener que no está podrida y llamada a desaparecer... ¡a hundirse para siempre!

Empezaba a caer la tarde, y los resplandores de fuego del Poniente recortaban sobre su ardiente fondo la mole del Palacio que allá a lo lejos se descubría. Don Servando se detuvo un momento, pensativo.

-No hay cosa que no se hunda alguna vez... Hoy la nobleza y las más históricas instituciones, mañana será la burguesía, o el ejército, o las dos cosas juntas... Y todo cae, y todo vuelve, al cabo de mucho tiempo... Lo único indiscutible es que la Sagrada nos ha dado un almuerzo de p. y p.... Volvámonos, que ya pronto anochecerá.



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