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ArribaAbajo17. La máquina de Ganar a la Ruleta

Apenas hubo el renombrado Febo asomado su chata y carirredonda faz de entre las purpúreas sábanas del cielo, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de su Biblioteca, donde estaba leyendo La Pasión de San Mateo, en latín, con grandísima curiosidad y sin entender gran cosa, y lo llevaron a la Sala de las Oculares Inspecciones para resolver los asuntos del día. No bien se hubo sentado en su trono, cuando se abrieron con estrépito las puertas del salón, dando ingreso a dos Alguaciles con enmedio dellos un desdichado con traje de empleado público puesto a la miseria, todo bigotudo ensangrentado, que sangraba por varias partes de la cara, al mismo tiempo que resonaba afuera un clamor inmenso que decía:

-¡A muerte! ¡A muerte!

Levantose Sancho alarmado y dijo:

-¡Alto! ¿Qué pasa?

-Señor, un linchamiento...

-¿La plebe?

-No, señor. La aristocracia nada menos.

-¿Y quién es este criminal?

-Señor, un pescador de Mar del Plata.

-¿Pescador? ¿Y ese vestido?

-Mejor dicho, señor, un empleado público de la ruleta de Mar del Plata.

-¿Y por qué lo linchan?

-Porque inventó una máquina para ganar a la ruleta.

-¿Y ganaba?

-Ganaba, y toda esa crema que está fuera perdía. Y por eso lo quieren matar.

-¿Y no sucede eso siempre en la ruleta?

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-Siempre, señor, pero sin máquina. Lo malo es la máquina. ¡Y lo que hacía ese infame con la plata!

-¿Qué hacía?

Iba a contestar el Alguacil cuando resonó aturdidor otra vez el vociferio de voces aflautadas y finas, que gritaban al unisón:

-¡A muerte! ¡A muerte!

Alzose Sancho con viveza y abrió de par en par los amplios ventanales que daban sobre la Plaza Mayor de la Ínsula, encuadrada por altos edificios, donde sus ojos tropezaron un espectáculo de ensueño: una cantidad de hombres rigurosamente vestidos de negro, con sus sombreros altos y tubiformes, que gritaban todos, llenos de furia, tirando piedras contra el balcón:

-¡A muerte! ¡A muerte!

Volviose Sancho al doctor Pedro Recio, que había sacado un paraguas de algodón colorado para proteger al Gobernador de algún adoquinazo -que por lo demás no venían con mucha fuerza- y dijo:

-¿Qué quieren decir con ese a muerte?

-Quieren decir ¡que muera!

-¿Y por qué no dicen: que muera?

-Porque así se dice en Francia; y todos éstos han estado en Francia.

-¿Y de ahí?

-Y... como dijo Sarmiento, las cosas tal como se hacen en Francia son más distinguidas de tal como se hacen aquí.

-¡Ah! ¡Entonces ésta es la gente de mi Ínsula que llaman distinguida...!

-Exactamente, Esplendencia.

-¿Y el carnaval también lo trajeron de Francia?

-¿Qué carnaval?

-El sombrero con betún, la chaqueta con dos colas, y los otros vestidos largos por abajo y cortos por arriba.

-¡Jesús, Esplendencia, qué manera de expresarse! Eso es el frac. Están en traje de suaré.

Miró Sancho un rato la inmensa muchedumbre, que no cesaba de agitarse y amenazar arriba, y después dio un chiflido largo y dijo:

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Ilustración

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-¿En traje de qué? Unos están en traje, doctor Recio, pero las otras más bien están en destraje.

-¡Jesús, Esplendencia! ¿Así habla Usía de los ebúrneos hombros, y los ebúrneos cuellos, y las ebúrneas espaldas de nuestras ebúrneas damas?

-A mí no me venga con esburnis. Yo deso no entiendo nada.

-Pero, ¿Usía jamás leyó la revista Atlántida?

-No sé lo que es.

-¿No asiste al Colón?

-No. Me duermo. Estoy cansado del trabajo del día. Fui una vez y me dormí.

-¡Y así queremos gobernar bien, Esplendencia, a una nación culta! ¡Sin guardar el contacto con la clase dirigente!

-Paciencia, Doctor -dijo Sancho sumiso-, todo se andará. Con el tiempo me acostumbraré a todo, y leeré todo lo que usted quiera. Pero ahora sáqueme de una duda que me atormenta. ¿Así andan de vestidas esas esbúrnicas que usté dice por las calles? Me parece poco sano, cuando hace frío.

-¡Jesús, Esplendencia, qué horror! ¿Qué piensa usté de nuestra élite? ¿Cree que son mujeres que han perdido la vergüenza? Ése no es el traje de calle, es el traje de suaré.

-Y, dígame -dijo Sancho dándose por entendido y anotando mentalmente la palabra suaré y la palabra esburnis para mirarlas en el diccionario-, ¿cómo es entonces que con ese... destraje andan ahora en la calle?

-El furor por el crimen de la ruleta las saca de sí, Esplendencia; y las hace olvidar hasta de lo que al pudor se debe y siempre se ha debido.

-Y, entonces, ¿por qué usan vestidos de seda para entrecasa?

El doctor Recio se rascó con desesperación la cúspide de la pelada, y miró a Sancho como para tragárselo.

-Gobernador -dijo-, he aquí lo que es no tener mundo y roce social un gobernante. Siempre se lo he dicho: se expone a los mayores papelones. Oigalo bien: pa-pe-lo-nes. El entrecana se llama deshabrillé y es más   —147→   ligerito todavía, aunque menos lujoso que el suaré. El suaré se usa solamente para fuera de casa.

-¿En qué quedamos? ¿No dijo que no en la calle?

-Sí, señor, entendámonos. Así se visten cuando se reúnen todos ellos en unos grandes salones dorados con muchas luces y flores caras en la casa de alguno dellos o en los bebederos públicos. Eso se llama hacer vida social o andar en sociedad.

-¿Y qué hacen?

-Divertirse. Chupan, comen, hacen fiestas de caridad, bailan, recogen dinero para los leprosos, hacen sus arreglitos sentimentales, hablan de lo que pasa en el extranjero, y después se sacan fotografías con poses langorosas o arrogantes y las publican en la primera plana de los grandes rotativos todos los domingos.

-¡Satanases! -gritó Sancho comprendiendo de golpe-. ¿Y mi buena plebe de la Ínsula se entera de todo?

-Evidente. No quieren ellos otra cosa sino que todos se enteren. Se despepitan por el periodismo y las revistas ilustradas. Se mueren de gusto de ostentarse compadriando.

-¿Y qué hace mi plebe?

-Asegún el humor, señor. Una mitad los odia o los desprecia. La otra mitad trata de imitarlos, porque al fin y al cabo se trata de la clase dirigente.

-¿Y dirigen algo, por si acaso?

-¡Qué han de dirigir, Esplendencia, si la mayoría es incapaz de dirigirse a sí misma! Dirigen autos, cuando mucho. Lo que hay es que tienen plata.

-¿Y de dónde la plata?

-Heredada, señor.

-¿Y robada, no?

-No, señor -dijo Recio, con cierta vacilación en la pronuncia.

-Perfectamente -dijo Sancho retirándose del balcón meditabundo-. Hágame venir al Ministro de las Medidas Urgentes, Doctor, y hágame subir un franconcola y una esbúrnica désas, los primeros que caigan, para servir de testigos en este crimen de la máquina para ganar a la ruleta deste desdichado pescador o empleado o lo que sea...

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Fue cosa de verse cuando se sentó Sancho en su alto sitial justiciero empuñando majestuosamente el garrote con incrustaciones de platino y plata que le regalara la plebe el día del solemne plebiscito que lo elevó al poder: el Alto Consejo Secreto a su espalda, los Cortesanos alineados en dos filas por la sala, el criminal en su caja, ya limpia la sangre que le corría de encima de un ojo, con aquellos ojos centellantes en la aberenjenada cara morena; y al otro lado en el estrado fiscal los dos acusadores: el varón alto, gallardo y facciones delicadas y ñoñas, un dedo en el ojal del inmaculado chaleco blanco y la otra mano aristocráticamente en el bolsillo del impecable pantalón; ella chiquita y flacona, con aquel tanto de labios rojos en forma de corazón y aquel tanto de pelo rizado y aquel tanto de anillos y ajorcas y aquel tan poco de rozagante y acuosa seda sobre el cuerpito distinguido y descontoneado, podrido de tangos y actitudes de cine.

La miró Sancho un rato con ceño, después de lo cual se puso a hacer ¡hum, hum! y a toser de la manera más indiscreta -y ella se puso muy colorada y fruncida, y sacando un pañuelo se lo puso todo por delante de un collar de perlas que traía al cuello- y diciendo Sancho despacito al doctor Recio, de lo cual no poco se enojó el Capellán: «Vea, Doctor, de más cerca me va gustando algo el vestido de suárez; pero no para mi mujer», después de lo cual lanzó una risada desas suyas y abrió solemnemente la audiencia del crimen, dirigiéndose al criminal en esta forma:

Quem respónditis de omnibitis quem acusantur tibitis?».

El reo no respondió nada.

-¿Qué tiene uste que decir? -se formalizó Sancho.

-Nada.

-¿Qué pide?

-Nada. La muerte.

-¿Qué ha hecho?

-Mi deber -dijo el napolitano con voz ronca.

Volviose Sancho azorado al doctor Recio y dijo:

-Non invenium in eum culpam!

-¡Es un criminal infame, señor mío -gritó entonces la esbúrnica hecha una furia del averno-, que ha perpetrado   —149→   perjurio, peculado, secuestro, violación de su oficio, abuso de confianza, robo y sacrilegio! ¡Es un ladrón! ¡Es mil veces peor que un ladrón! ¡Se ha burlado de todos nosotros, y debe ser muerto él y todos los dueños y gerentes del casino que le dieron entrada entre la gente decente! ¡Y también los dos cómplices que se han fugado!

-Ha hecho trampas en el juego y eso basta a un caballero -dijo el franconcola con fría impasibilidad de yéntelman. Y esto dicho, sacó un cigarrillo Navy Cut, preguntó «¿le importa que fume?», encendiéndolo al mismo tiempo, y cuellierguido y nonchalante se puso a mirar a todas partes menos donde debía, lo cual es señal de hombre distinguido. Por lo cual tomó la mano Pedro Recio, y explicó diciendo:

-Señor, éste es un pescador que se volvió loco porque se le murió su único hijo.

-¿Y no era empleado entonces?

-Empleado del Casino. Croupié, si usté sabe lo que es eso. Se hizo croupié después, para robar plata con su máquina.

-¿Cómo es eso?

-Esta maquinita, señor -dijo Pedro Recio, sacando un delicadísimo adminículo lleno de hilillos, bobinas, topecitos y metálicas redezuelas finas como telaraña-, inventada por este animal que fue mecánico en Italia, hace dirigir casi ordinariamente la bola de la ruleta hacia el lugar donde está quien al bolsillo la tenga.

-¿Y éste la tenía?

-No, señor. ¿No le digo que era croupié? Lo llevaba uno de los ladrones cómplices suyos.

-¿Y cómo los dejaban entrar?

-¿Y no ve que venían también con traje suaré? Con frac, ¿quién va a distinguir un ladrón de un aristócrata?

-Doy orden de que me los traigan inmediatamente.

-¡Ufa! Se han hecho humo. Parece que uno era un seminarista, y otro una muchacha de la Acción Católica.

-¡Imposible! -exclamó el Capellán levantándose airado.

-Entonces habrán sido ángeles. El caso está que se han hecho humo, y deben ser ellos los verdaderos criminales que se han valido de este pobre loco.

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-¿Loco? Tan loco no me parece -dijo Sancho-. Bribón en todo caso.

-Loco rematado, Esplendencia. ¿Sabe usté lo que hacía éste con la platita que arramblaban los tres cada noche?

-¿En seguida la llevaban al Empréstito Patriótico?

-¡Al mar, Esplendencia! ¡La echaban al mar! ¡Cada mañana salían en su bote y la echaban al fondo del mar! ¡Montones de plata, Gobernador! ¡Al fondo del mar!

Al oír esto, Sancho lanzó un aúllo de dolor. Al oírlo los Cortesanos lanzaron todos un aúllo de dolor. El franconcola y la esbúrnica lanzaron sendos aúllos de dolor, de los cuales se prolongaron miserablemente por todo el palacio y llegando a la plaza mandaron el eco fragoroso de un inmenso aúllo de dolor colectivo como el ruido del Mar del Plata innumerable, que se resolvía en este grito feroz. «¡A muerte! ¡A muerte! ¡Hacía trampas en el juego! ¡Tiraba la plata al mar! ¡Todos perdidos nosotros si éste no muere!».

Volviose Sancho con indignación al falso monedero y demente platero, que estaba hablando en voz baja con el Capellán a toda furia, y le dijo:

-¿Eso se hace con la plata, mastuerzo? ¡Con la falta que me está haciendo por el Ministerio de Hacienda, escuerzo de porquería! ¿Por qué no la mandaste al Gobierno, como era tu deber y justicia?

-¿O por qué no fundó siquiera un asilo de güérfanos con una gran placa de mármol y su nombre encima, como he hecho yo en honor de mi pobrecito Pocholo? -dijo la esbúrnica retorciéndose toda.

-¿O por qué no construyó al menos unas cuantas iglesias? -exclamó con rabia el Ministro de Culto y Devoción Pública.

-¡Porque odio la plata y mi misión en el mundo es destruir toda la plata! -gritó el italiano con los ojos llameantes.

-¡Loco! ¡Está loco! ¡No hay nada que hacer! -dijeron todos los Cortesanos, y Sancho dio orden que trajesen isofasto dos mucamos del Manicomio.

Pero en ese momento se adelantó el Capellán con con encendido rostro y agitado porte, intentando dominar a   —151→   gritos el batifondo que hacían hablando todos juntos, con encima los gritos de «¡A muerte! ¡A muerte!» que continuaban desde la plaza... «¡Indulto! ¡Indulto! -gritaba el Capellán enronquecido-. ¡No es loco! ¡No es loco! ¡Los locos somos nosotros!». Nadie se entendía allí y todo hubiese acabado mal, de no haberse oído en ese momento una voz dulce y potentísima, como la voz de un altoparlante o de un ejército de ángeles, que planeando y cubriendo el tumulto de las pasiones, decía:


¡Oh María, Madre mía!
¡Oh consuelo del mortal!,
amparadnos y guiadnos
a la patria celestial.



-¿Qué es eso? -dijo Sancho en medio del general silencio que se hizo de golpe.

-Es el asilo de huérfanos de áhi-al-lado que están de misa -dijo Recio.

Salió Sancho al balcón y vio a todos los suárez callados y recogidos como queriendo atrapar la melodía de una lengua olvidada; y miró con ternura allá al frente la Casa de Ancianos, el Hospital y la Escuela Para Bobitos, a mano derecha el Orfanato, a mano izquierda la Iglesia Oficial que había hecho construir el primer mes de su gobierno; y diciendo para disimular su emoción «cantan desafinao», volvió a su trono, seguido de la esbúrnica, la cual lloraba enternecida, diciendo: «Mis angelitos, mis angelitos».

Allí los enfrentó el Capellán, que les dijo a grito pelado:

-Señor Gobernador, este hombre no es loco, porque lo que le pasó es para volverse loco cualquiera. Era pescador y tenía un hijo enfermo. Se le murió por falta de remedios. Y la mujer probablemente por desnutrición se le murió de sobreparto. Y vendía el pescado a Borne y Banga, que es una firma de la Capital. Y la firma no le pagaba ni el tercio de lo que ella sacaba. Hicieron una reunión de pescadores para que subiesen los pagos, y éste era el jefe. La firma no les compró el pescado y ellos tuvieron   —152→   que venderlo por su cuenta. La firma hizo bajar al polvo el precio del pescado. Éstos se negaron entonces a venderlo, y lo dejaron pudrir. Y el día que tomaron todos juntos esa resolución, y éste era el jefe y no podía volver atrás, va y se le muere el hijo. De allí le vino esa locura contra la plata. ¡Misericordia, Gobernador, misericordia! ¡Tenga misericordia!

Levantó Sancho la cabeza, que había tenido todo el tiempo de la narración inclinada, sorbió los mocos, se pasó la manga por debajo la nariz y le vieron en los ojos un brillo medio raro. Compúsose al fin y dijo al reo:

-¿Es verdad esto?

-Es verdad, señor -dijo, bajando la cabeza.

-¿Es verdad esto? -dirigiéndose a la esbúrnica.

-No sabemos, señor. No teníamos la menor idea nosotros -dijeron los dos esbúrnicos.

-Yo tampoco -dijo Sancho-, y ése es justamente mi pecado. Pero, ¡aquí no estoy para confesarme sino para hacer justicia! ¡Ahó, Alférez! ¡Que los dos hispánicos del Manicomio se lleven a estos esbúrnicos y que queden adscriptos al mucamado del Manicomio, él durante cinco años, y ella, por merced de haber fundado un asilo, le perdonamos a un año solo; a ver si aprenden allí el oficio de clase dirigente. Y vos, seor Escribano, escribid al momento el siguiente

Decreto

Considerando:

1. La extrema pobreza del erario público y la necesidad del Gobierno de buscar dinero donde lo haiga -¿no se dice hagia, Escribano? ¡Usté póngalo como se debe!

2. La habilidad extrema del presente interfecto, a pesar de su locura por tirar la plata, para utilizar el dinero donde lo... haya, por medio de maquinarias con inventos eléctricos y filiformes.

3. La estupidez de la gente llamada dirigente, que no la van a quitar de jugar a la ruleta, bridge, carreras, bolitas,   —153→   golf, trompos, tennis, barriletes y suárez nianque la fusilen.

4. La miseria escondida de mi plebe amada, la cual compromete mi responsalidad, incluso mi salvación eterna...

Ordeno, mando y prejuzgo:

1. Nómbrase al presente interfecto inventor de la máquina, director general de Rentas, Empréstitos, Impuestos al Rédito, Contribuciones Indirectas y Planes Pinedo de la Ínsula, con residencia en el Manicomio;

2. Oblígueselo a hacer desas máquinas filiformes con ayuda de los dementes, las cuales pasarán al punto a manos del Estada, y serán guardadas en el Arsenal con los gases asfixiantes y las armas prohibidas y secretas;

3. Establézcanse doce ruletas en las grandes urbes del país, encargándose la Dirección General de Turismo y Conocimiento Internacional de la Ínsula de hacer venir paraguayos, uruguayos y chilenos a jugar en ellas, con obligación de toda la élite de la Ínsula de hacerles los honores...

Fírmese, séllese, etcétera...

Apenas escrito el estupendo Decreto, iba ya Sancho restregándose las manos a dar la señal de los festejos, cuando de repente un inmenso clamoreo: «¡A muerte! ¡Basta de una vez! ¡Gobernador, acabála!», seguido de una pedrea que trizó una punta de vidrios, le recordó algo olvidado: la fina masa de la Plaza. Volviose Sancho vivamente para dar una orden secreta al Ministro de las Cómicas Consecuencias, y se dirigió al balcón, aseñando a toda su corte de seguirlo, y muy olvidado ya del Ministro de las Medidas Urgentes que llamara al comienzo, el cual lo seguía siniestro con su cara de dogo y la mano en el hacha. Asomose Sancho y gozó un momento de la vista poco común de una aristocracia amotinada. Una rebelión de los ricos contra los pobres, como dicen que fue el Protestantismo.

El Ministro Verdugo le tocó el brazo con una sonrisa feroz en su quijada de bestia.

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-¿Los barro a todos con ametralladoras?

Sancho estaba mirando sin decir nada, pensativo.

-¿Hago venir los gases lacrimógenos?

Nada.

-¿Los bomberos con las mangueras?

Sancho se volvió a su corte y dijo:

-Miren lo que va a pasar ahora. Me dan lástima esas mujeres hechas para la noche aquí a la luz del sol. Me compadezco de esos hombres hechos para entrecasa aquí al aire abierto.

Abriéronse al decir esto, copio a una palabra mágica, todas las puertas de los cuatro Asilos; y salieron de ellos como langostas una manga de viejitos, chiquillos, enfermos y cuitadillos, cuidados por monjas, a tomar el santo sol de primavera, ya alto en el horizonte. Fue de verse la reculada y el apretujón de la aristocracia al verse rodeada de toda aquella gentecilla. Se amontonaron todos al centro, como manada que oyó el puma, y empezaron a los gritos («¡Ay, qué chusma! - ¡Ay, qué plebeyería! - ¡Dios mío, qué caches! ¡Qué horror de gente inmunda! ¡Señor Jesús, qué huasos!»), en tanto que toda la manga esponjaba a la libertad del sol sus harapos, sus churretes, sus llagas y sus pulgas. Tanto se comprimió la aristocracia en torno al garito de la Banda, que parecía que iba a desaparecer por momentos, de miedo que la tocaran. De repente de aquella pelota de gente bien desvestida, surgió un grito desesperado:

-¡Señor Gobernador, por amor del cielo, mande al momento un piquete que abra picada entre estos mugrientos, que nos van a llenar de piojos!

-Ya van a abrir senda ustedes solos -dijo Sancho-, no se aflijan. ¡A la voz de áura! -añadió con un rugido que parecía carcajada.

Entonces aparecieron en torno al engarabitado enjambre de la élite diez chiquillos llevando sendas ratoneras, y dieron suelta todos juntos a un centenar de ratones. Salieron los aristócratas, los varones primeros, galopando en todas direcciones como potros enloquecidos, volteando los niños, atropellando los ancianos, pisando los enfermos, empujando a las monjas y dando altos chillidos   —155→   que pusieron una irresistible hilaridad y regocijo en todos los circunstantes. Y así no quedó en la plaza ni uno solo.

Visto lo cual, dio el feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una suprise party, con un moaré de terciopelo y crepe cotín, lápices de ruye escarlatatulipán y rojoprimavera aderezados con chantillí a la marroquí y bulones al gusto de Francia.



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ArribaAbajo 18. El Taita Oficial de la Historia5

Apenas hubo el rubicundo Apolo, detrás de su gris cortina sucia, porque era día nublado, inaugurado solemnemente una nueva jornada de trabajo y pejiguera, cuando inauguró el nuevo Gobernador la sesión del día con un interminable bostezo, debido a no haber dormido bien la noche antes, al mismo tiempo que el Ujier Mayor abría la puerta del Salón de los Exquisitos Experimentos, clamando con voz estentórea:

-¡Esplendencia!

Pide audiencia,
El Taita Magno de la Historia Patria.

-¡Magnífico! Justamente lo ando necesitando -exclamó Sancho.

Después de lo cual ingresó a paso de procesión, acompañado de Pedro Recio, un voluminoso señor de aspecto de dromedario, ataviado con una túnica majestuosa y marmórea de color azul y blanco, con una corona de laurel sobre la cabeza y agitando en la diestra una pluma de ganso y en la siniestra una rama de olivo. Despavoriose Sancho al verlo, creyendo que era una estatua   —158→   que caminaba; pero se acordó en seguida que las estatuas están siempre desnudas y éste estaba vestido; y era varón además, al menos por la pinta, cuando las estatuas son, por lo general, mujeres.

-¡Esplendencia! -anunció Pedro Recio-. He aquí el Director Oficial de la Historia Patria, por mal nombre el Taita Magno, que viene a impartir a Su Excelsidad los conocimientos analíticos y fáusticos de los fastos y anales del pasado histórico, que sean indispensables a un gobernante, desde el momento que hasta el presente Su Excelsitud ha gobernado a puro ojo de buen cubero y golpe de buen sentido, pero sin compenetrarse del todo con la tradición liberal que constituye la médula de la vida institucional desta excelsa Ínsula.

-¡Estoy presto! -exclamó Sancho-, pero hagamén el favor de hacer un buen resumen y las cosas como la palma de la mano, porque ya saben que Dios no me hizo varón demasiado analítico.

-Será servido Su Excelsitud -dijo con voz arrastrada el Padre de la Historia; y desplegando en la punta de un palo un gran cartelón que le pasó un ayudante, dijo:

-«Éste es el más grande hombre civil de la tierra de los insulanos».

Pero el Gobernador en vez de mirar la efigie, que era un hombrecito de negro, carita morena puro ojos, y barbilla afilada, se le había quedado mirando con curiosidad extremada al prominente Depositario de la Historia, el cual repitió con la misma palumbina tesitura:

-«Éste es el míos grande hombre civil de la tierra de los insulanos...». ¡Repita!

-Éste es el más grande hombre civil de los insulanos -repitió Sancho sin dejar de mirarlo distraído.

-¡Mal! ¡De la tierra de los insulanos! ¡Falta la tierra! ¡Repita!

-¿Y no es lo mismo? -preguntó Sancho con descaro.

-¡No, señor! No queda tan redondeado. ¡Repita como le he dicho antes!

Repitió Sancho dócilmente, al mismo tiempo que los ojos se le hacían chiquitos, chiquitos, y luego preguntó con dulzura:

-¿Y qué hizo este hombre civil?

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Ilustración

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-Implantó las instituciones democráticas, cruzó con carneros del Yorkshire a los carneros insulanos, fundó la Sociedad de Beneficencia y reformó el clero.

-¡Magnífico! -dijo Sancho-; esto último es lo más difícil, según colijo por el carácter del Capellán del Reino, que es un verdadero chinche, por no decir un chancho -y por suerte no está ahora presente-. ¡Adelante, mi señor Director de Historia!

-¿Adelante o atrás?

-¡Adelante!

-No, señor -retrucó el Taita Magno con aplomo-. La Historia se estudia para atrás. Ahora hay que ver el Precursor.

Desplegó el sabio otro gran cartelón con una cabeza redonda, de labios gruesos y pelo mota, y dijo:

-«Éste es el hermano mayor y primigenio. Éste fue el numen de la Revolución, la fuerza dinámica y demónica del parto de los tiempos nuevos».

-¿Fue un médico? -preguntó Sancho.

-En ningún modo -dijo el otro-. Absolutamente. Fue legisperito y jurisconsulto.

-¡Ah! -dijo Sancho-. Se me hacía medio que tenía cara de médico. ¡Como usté dijo eso del cardumen...!

-¡El numen he dicho!

-Y bueno... ¿No es un hueso, por si acaso?

-¡Esplendencia! Usté confunde con el ciclamen.

-Tu abuela -dijo Sancho un poco humillado-. Yo no confundo nada; y eso que ha dicho, ni lo conozco. Usté es el que está confundiendo el dictamen con el volumen -si quiere hacerme pasar por un hombre mayor a ese cara de mulato-. A mí las caras no me engañan, señor, por más que no sepa historia.

-Era mulato -dijo el sabio con paciencia- pero tenía en el corazón la gran llamarada de la libertad ardiente y vivificadora.

-Por eso está tostao -dijo Sancho.

-Y por eso se dijo de él -concluyó el Taita Magno-: «Era menester tanto fuego para calentar tant'agua».

-¿Y era mayor o menor que el de antes?

-¡Iguales! -dijo el catedrático.

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Y sin más alegación, desplegó un tercer cartelón que ostentaba un hombre con cara de vieja, de ojos furiosos y gran belfo caído, mientras Sancho murmuraba: «Mellizos serían entonces».

-«Éste es el tercer miembro del binomio. Éste -entonó el catedrático- fue el plasma de la reorganización paidológica del país. Su empuje era de león, pero su mirada era de águila, mas tenía en sus arrestos el esplendor prístino de la piedra nativa y montañesa».

-La pucha -dijo Sancho-. ¿Entonces fue el mayor de todos o no? ¿O eran trillizos?

-Eso no interesa -dijo el sabio-. El primero fue el más grande civil; pero éste fue un cíclope.

-Pero ¿quién era el mayor de los tres? -dijo Sancho dando de la mano con verdadera impaciencia-. ¡Eso es lo que yo quiero saber, sin tantas y tantas vueltas!

-Nadie es mayor que otro en el templo de la inmortalidad -dictaminó el catedrático-. Cada uno de los tres es mayor en su línea, pero todos son infinitos en su punto.

-Ahora quedamos que son iguales -dijo Sancho sottovoce al doctor Pedro Recio, volteándose todo en su trono como una perinola-. Pero sin embargo, al principio dijo que el primero era el más grande. ¡Oh, Doctor de mi alma, no entiendo nada! ¿De dónde ha sacado este figuro?

-¡Es el Director Absoluto de la Historia Oficial, Esplendencia, no divague, por favor, Esplendencia! Es un ser utilísimo. Antiguamente la Historia eran puras discusiones. Hemos acabado de un golpe con ese perdedero de tiempo. Antes usté quería saber algo del pasado, se mataba investigando. Ahora todo está fijado por decreto y texto único. Vamos a ver ¿quién inventó la pólvora?

-Yo no fui -dijo Sancho-; ni éste que está aquí delante, hablando con la dactilógrafa, me parece que tampoco. Dicen que fue un fraile antiguo, llamado Chorroarín o algo ansina.

-Eso está muy disputado -dijo Pedro Recio- y por ahí se pierde tiempo. «Nous avons changé tout cela». Usté elige cuál le gusta más que haya inventado la pólvora, da un decreto nombrándolo inventor de la pólvora,   —162→   pone una placa en el Polvorín Mayor de la Ínsula, y después llama al Taita Magno que se encarga de buscar los documentos antiguos con los cuales interpretados compone a costa del Gobierno una Historia en catorce tomos, de donde infaliblemente sale que el inventor de la pólvora fue el que usté quiso primero que fuese. Y dígame si esto no es simplificar las cosas.

-Pero eso debe costar mucha plata -dijo Sancho.

-Cuesta indudablemente -dijo Recio-. Le damos 300000 escudos mensuales al Taita para mantener todo el tinglado de Academias, Sociedades Científicas, Publicaciones, Editoriales, Imprentas Oficiales, y etcéteras, que son forzosas para mantener el tinglado en pie. Pero la tranquilidad que de allí resulta, la unidad nacional de todas las mentes diciendo lo mismo, y la calina de la conciencia cívica, pase lo que pase arriba en el gobierno, Esplendencia, es una cosa que no se paga con nada.

-¡Comprendido! -salió al fin la voz de Sancho, que había estado con los ojos cerrados como dormido desde el fondo de una remota lejanía. Y volvió a cerrar los ojos por largo rato, hasta que el fantasmón azul y blanco preguntó con cierto desgaire:

-¿Puedo retirarme?

-¡No, señor! -dijo Sancho, volviendo a la vida real con una extraña inquietud en los ojos-. Debe hacerme antes un peritaje histórico. Para eso lo he llamado. Aquí tengo esta Biblia que me han mandado y he estado leyendo anoche. No sé si es católica o protestante.

-¿Usted quiere nada menos que una autenticación científica de un monumento literario perteneciente al primitivismo místico?

-No sé decirle. Yo quiero saber antes de una hora si puedo leer ese libro con confianza, o si al contrario me estoy envenenando a in-sabiendas. Nada más que eso.

-All right, Esplendencia -dijo el estatuo-. Ahora verá Su Excelsitud la eficiencia de nuestros métodos.

Pegó un largo silbido, desos de llamar a los pichichos, y por arte de magia y carnestolendas surgió inmediatamente en torno un numeroso equipo de historiógrafos, historiófilos e historiórragos, armados de fotomáquinas,   —163→   ficheros, archivos, legajos, lupas, microscopios, listas, estadísticas, los cuales abarajaron al vuelo el libro que el Taita les tiró con ademán olímpico; al cual en un instante hicieron pedazos, sometiéndolo a toda clase de tests y constataciones, fotografiando todas las páginas, de frente, de canto y con rayos X, mascando algunas hojas, y otras probando con reactivos químicos, cosas que Sancho contempló no sin curiosidad con una sonrisita malagüera que le iba ensanchando a compás la carota guasona, hasta que preguntó despacito:

-¿Ya está?

-¡Momento! -dictó el Taita Máximo-. Carta telegráfica al Comisario Santiago preguntando si tienen prontuariado un señor Antonius, que debe ser rumano, cuya firma auténtica está en la contratapa; carta certificada al Director de Religiones Comparadas, don Benigno Richi, en suplicancia de unos datos de orden teológico que no son de mi dominio especializado. Apenas lleguen las respuestas, elevarase el informe técnico en forma a ese Superior Resorte.

Llegaron en efecto como un rayo, puesto que toda aquella máquina estaba montada con sumo esmero, y al leerlas el Taita Magno rasgó sus vestiduras -es un decir- y elevó su voz tonante llena de profundo disgusto y asco, diciendo:

-Esplendencia, ha sido usted víctima inconsciente de una falsificación audaz, y lo que es peor, forjada por extranjeros: de la Sociedad Tacuara quiera Dios no sean; lo cual no me extraña nada, viviendo Su Esplendencia fuera del contacto de los medios científicos y del ambiente intelectual de l'Ínsula...

-¿Era protestante no más entonces?

-Yo no hago cuestión de religiones, Esplendencia. Lo que le puedo asegurar es que, en el actual estado de la Ciencia Olográfica, el autor auténtico de la Biblia sería un tal Jesucristo en colaboración con un tal Paulo de Tarso -véase Enciclopedia Británica, edición 1887-; y aquí en esta contratapa ¿qué vemos? La firma de dos intrusos. Uno se llama Imprimi Potest, y el otro es un Antonius Rocca, Viec.-ggen Bno-Aur.

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Dijo, y tirando por el suelo las hojas de la rota Biblia empezó a pisotearla furiosamente; viendo lo cual, descendió Sancho pausadamente las gradas del trono y boleando la tranca que como cetro usaba, le sacudió tan recio garrotazo al Taita Magno de la Historia Patria entre el pescuezo y el hombro, que lo tiró patas arriba al suelo y ¡válgale Dios que no lo mata!; con lo cual, como el estatuo diera una voltereta en el aire para caer de cabeza, se le bajó la túnica azul y blanca, y se vio que el infeliz estaba en calzoncillos sucios.

Subió Sancho de nuevo al trono, mientras el Capellán recién llegado -de dormilón que era- trataba de alzar al pobre catedrático; y apoyándose en la tranca dirigió a su corte aterrorizada la siguiente arenga, que fue registrada cuidadosamente por el Escribano Real para memoria de las generaciones venturas.

-Señores de mi Consejo, perdonen esta necesaria violencia, no pude contenerme al ver un hombre, sea quien sea, pisar la Sagrada Escritura. Ya empecé a sospechar que era falsa su ciencia, o por lo menos a mí no me servía de nada, al ver que empezaba con palabras difíciles como cardumen y cerumen y querernos hacer tragar que tres hombres son más grandes cada uno y sin embargo son iguales entre sí, como si fueran la Trinidad Divina. Pero cuando caí del burro, y le vi patente la hilacha, fue en cuantito reparé el cómo quería averiguar que la Biblia, era verdadera, sin leerla; y cómo le falló toda su aparatería.

Y volviéndose con sarcasmo al catedrático, que se rascaba la matadura y sudaba a mares, concluyó el ínclito Rústico y Caudillo.

-¿No viste la estampa de Nuestra Señora, mastuerzo? ¿Dónde has visto que una Biblia protestante tenga la estampa de Nuestra Señora? ¿No viste la viñeta del Papa Pío X, el que puso la comunión frecuente? ¿Y no viste unas partes impresas con letra tumbada, que son los Evangelios de las Misas de los Domingos, como te debió enseñar tu madre, por si acaso has tenido madre, desgraciado, y has ido a Misa una vez siquiera en tu vida? Póngale los grillos, Alférez, mientras tanto que yo procedo a dictar el correspondiente

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Decreto

Considerando la experiencia decisiva que está a la vista, el Gobernador de esta secular Ínsula decreta:

1. Suprímase el cargo de Director Oficial de la Historia Patria, lo mismo que todas las Academias de Historia a sueldo del Gobierno, destinándose ese dinero a Hospital es para pobres y publicación de libros de doctrina cristiana a arbitrio de nuestro Limosnero Mayor y Teólogo Letrado, con control del ministro de Pinedo.

2. Rebájase de escalafón al presente funcionario, nombrándolo Redactor Jefe de Discursos Patrióticos para Maestras Normales, con prohibición de meterse en cosas de religión, sacando la invocación al Todopoderoso al principio y la invocación a la Providencia al fin; con la mención obligatoria de la bandera, el escudo y el himno; rebajándole el sueldo de 300000 escudos a una suma cuyo máximum se fija en tres vigilantes tragados...

Dicho, copiado y firmado lo cual, dio el insigne Gobernador la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una confraternidad panamericana a base de justicia, instrucción pública y nueva democracia, con acompañamiento de globos cautivos y bolsas de agua caliente desinfladas.