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El nuevo gobierno de Sancho

Leonardo Castellani



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La primera edición de El nuevo gobierno de Sancho apareció en el año 1942; la segunda, aumentada en tres capítulos, en 1944; la tercera, con más cinco piezas en prosa y un anexo en verso sobre la segunda, en 1965. Ésta es, pues, la cuarta edición; reproduce el texto de la tercera, que queda ya como el definitivo de la obra.

Figura en la portada de las tres ediciones anteriores Cide Hamete (h.) como autor del libro y Jerónimo el Rey, doctor en Teología por Roma, en Filosofía por París y en Política por Londres y Pavía, como autor de la traducción directa del arábigo del texto de la obra. Como el transcurrir de la vida literaria de Leonardo Castellani descubrió que él, Cide Hamete (h.) y Jerónimo del Rey son una misma persona, se optó por poner al padre Castellani como autor de este notable libro dejando a un lado sus seudónimos.

Los dibujos de Marius son los mismos que ilustraron las ediciones anteriores. Marius es el nombre artístico del gran dibujante argentino Carlos Vergottini.



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ArribaAbajoAl lector

Tanto el autor como el traductor deste libro consideran inútil advertir, y sin embargo advierten, que no hay en él retratos de personas sino caricaturas de vicios, caricaturas exageradas a la Muñiz o al modo del Hombre que no tuvo infancia. No hay pues en él, lo repetimos, ninguna alusión directa a la menor persona viva; y si alguno se llegare a dar por aludido, tendremos que decir, como el paisano, que recién conocimos que era cofrade cuando lo vimos tomar candela. Otra cosa es cuando se nombra una persona literalmente; es señal entonces que es un amigo del traductor o del autor, como los dos que salen en esta advertencia.

Cide Hamete Benengeli (h.)

Jerónimo del Rey



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ArribaAbajoPrólogo

De las fecundidades herenciales que el espíritu hispánico, es decir don Quijote, desparramó en América y que son dos, a saber: idioma y sabiduría, habría que hacer un inventario nuevo para determinar qué parte nos tocó a los argentinos y en qué modo nosotros la hemos dilapidado; porque ya de esa herencia tradicional se canta y llora poco -casi nada- entre la población del que fue virreinato del Río de la Plata.

¿Qué ha sido del legado quijotesco en nosotros? ¿Qué nos quedó de él y qué no nos quedó? ¿Sabiduría o idioma? Al principio, las dos cosas; después, sólo el idioma; ahora, casi ni esto. Véanse, por etapas, documentos patentes: l. El Martín Fierro de Hernández y Cancioneros populares del Norte; 2. El producido literario de la llamada «nueva sensibilidad»; 3. La literatura radiotelefónica y el tango.

De esta degradación se dio cuenta Lugones, ya entrado en madurez, e intentó subsanarla dentro de la órbita de sus actividades. Pero erró de estrategia en el proceso recuperativo; y en vez de comenzar por restaurar en sí y entre nosotros el alma de El Quijote -lo que yo llamo su sabiduría- se entretuvo en afanes literarios, gastó años y muchas energías en debates históricos, por esta rima sucia o aquel prosaísmo inepto (defensa del idioma), en tanto el pueblo criollo lo estaba precisando para empresas más anchas, huérfano de un cerebro y un corazón de mando que le era imprescindible para reconectarse con la memoria del señor don Quijote y con sus actitudes, que tenía olvidadas. Cuando Lugones advirtió el entuerto y enderezó su alfanje se encontró acorralado; lo arrebató la desesperación.

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Pero no hay crisis que no deje enseñanzas y la primera la ha recogido el padre Leonardo Castellana, sindudamente una de las cabezas más seguras y una de las voces más auténticas, por su criolledad, que han pensado y hablado en nuestro país en los últimos años. No creo descubrir ningún secreto diciendo que el seudónimo Jerónimo del Rey es usado por el padre Castellani en sus obras literarias o de entretenimiento.

El traductor de Cide Hamete (h.), inventor de las crónicas que en este libro se reúnen, parece haber calado que lo que falta aquí es restaurar primero los dominios morales y espirituales de la tradición (tradición criollo-hispánica) y dejar para luego la recuperación -que será dada por añadidura- del acervo idiomático.

De allí que en estas páginas haya -según advierto- más sabiduría que adorno literario y todavía esto: cierto empeño evidente en jorobar la pureza lingüística, en escandalizar los preciosismos de habla, cuando estos preciosismos y purezas nada traen adentro que los haga apetentes, respetables u honrosos.

Por eso, cual si fuera cosa confabulada, el lenguaje de Panza a través de su actual exhumación, durante éste su nuevo gobierno inesperado, es fiel y demasiadamente sánchico, no como el que empleara en su primera exaltación al poder -recuerden los lectores de El Quijote que en aquella ocasión el Escudero llegó a usar una parla recatada y prudente, digna más de su Señor que no de él mismo-, y en cambio, por contraste, ahora es mayor su saber y su juicio.

El Sancho de este libro es lo que sobrevive de El Quijote en tanto sancho que anda por ahí, más capaz y más digno de gobernar un pueblo que aquellos otros sanchos (los políticos, dichos profesionales) cuyos amos no son, ni fueron nunca, ni serán quijotes. Porque hay criados que valen por amos, y amos que ni merecen ser criados; y del buen señor hereda virtudes el siervo, pero nunca del patán con traje de señor.

Así, Sancho se muestra, en éste su segundo apócrifo gobierno, tan grueso de modales y expresiones como sabio y prudente de índole -hasta vuelca en sonetos su experiencia del mundo-. Es ya la suya la sabiduría del   —11→   Caballero Andante -todo poeta y filósofo- transferida al Escudero -todo sentido práctico y viveza- por ese movimiento de las grandes culturas que florecen en una nobleza y fructifican en el pueblo. Y, más extensamente, es la sabiduría de la España teóloga y lírica vertida en la vivencia popular criolla a través de la copla, el refrán y el catecismo que los conquistadores trasladaron y esparcieron aquí. ¿Acaso no se ha visto que el gaucho es un perfecto caballero de la triste figura que ni escudero tiene, para mayor tristeza, en la desamparada soledad de su vida? ¿Y no hay en estas pampas hombres de fortín que son -ni más ni menos- Sanchos Panza sin amo?

Por muchas coincidencias y secuencias, Martín Fierro parece un don Quijote -de la pampa- burlado por la politiquería (ociosidad ducal), como el viejo Vizcacha parece un Sancho Panza sin señor -y por lo mismo puramente sancho- amañándose solo y a fuerza de refranes para dar al propio hijo del gaucho -¿el pueblo criollo de hoy?- consejos que parecen programas de gobierno:


«Yo voy donde me conviene
y jamás me descarrío.
Llevate'el ejemplo mío
y llenarás la barriga...
Hacé lo que hace la hormiga
no van a un noque vacío».



De la experiencia dolorosa del gaucho y la experiencia vergonzosa del viejo Vizcacha se nutre el Sancho Panza de este libro. Tiene del viejo chupador y angurriento, avisado y bribón, la socarronería y la malicia, o mejor dicho el simple maliciar; pero tiene también el afán de justicia, la caridad violenta, la crencia y el coraje del gaucho -Martín Fierro- con cuyos hijos se comprende tan bien en la escena final de su nuevo gobierno. Dichas analogías saltan a lo evidente en la audiencia que Sancho concede al «Gran Filósofo del Reino de Sepharlandia» (El Filósofo, página 59) con quien sostiene un contrapunto teológico de vastas proporciones, recordando a lo vivo la   —12→   payada entre Fierro y el moreno (Martín Fierro, versos 4050 al 4400).

Es, pues, un Sancho gaucho, integral, psicológico, éste que ha descubierto el padre Leonardo Castellani en las crónicas de Cide Hamete (h.). Un Sancho que gobierna con sentido común en medio del común desvarío y que, en nombre del pueblo, opone cierta saludable barbarie -la barbarie nativa que diría Sarmiento- a la civilación extranjerista y postiza que improvisa la clase dirigente, esto es: los tirteafueras de la Ínsula. Que cuál es esta Ínsula no es preciso ni agradable decirlo. Aunque sin señalarla por su auténtico nombre, el autor nos la pinta con pelos y señales, en toda su esplendente corrupción a través de los gremios más caracterizados y de los entes más figurativos de la escala social.

Dos cosas precisaba el eminente sacerdote para llegar a su descubrimiento, que es la revelación más descarnada y cómica de nuestra actualidad cultural y política, social y espiritual. Primero: ser criollo, en la cristiana y libre acepción del vocablo, es decir: hijo puro de la tierra -tierra santafesina fue su cuna- con orgullo de serlo; segundo: tener una cultura universal, católica, que necesita a modo de perspectiva interna, aquel que amando a su patria se propone mostrarle, aunque sea por parábola burlesca, los errores del siglo para que el país sepa dónde y de qué manera puede reivindicarse.

Nadie mejor que el padre Castellani -varias veces doctor en la genuina y original convocación del título- podía hacer esta suerte de psicovivisección social que constituye El nuevo gobierno de Sancho. Factores concurrentes lo han conducido a un dominio profundo de la psicología y la sociología. Su inteligencia natural penetrante, su vocación para la cura de almas, su enrolamiento en el mayor ejército de escrutadores de almas cual es la Compañía de Jesús y, finalmente -aunque principalmente-, sus intensos y extensos estudios especiales, de los que quiero hacer un sumarísimo prontuario.

Doctorado en filosofía en el Seminario Pontificio de Buenos Aires hacia 1924, y evidenciadas sus talentosas predisposiciones, es becado en Europa, donde elabora sus   —13→   conocimientos a través de los claustros de más antigua tradición y fama.

En 1931 la Universidad Gregoriana de Roma le confiere, a su vez, el título de doctor en Filosofía y Teología. Durante los dos años subsiguientes (1932-1934), participa en los cursos de examen clínico de enfermos mentales del Asyle Sainte Anne de París, bajo la dirección del profesor George Dumas. Entretanto, concurre a la Sorbona, donde alcanza el diploma de Estudios Superiores de Filosofía, rama Psicología, y hace cursillos libres, además, con Marcel Jousse en L'École d'Anthropologie (psicología lingüística) y L'École Pratique des Hautes Études, y con el doctor Wallon en diversas escuelas de París. A mediados del año 1934, realiza un viaje de estudios para perfeccionarse en Heilpaedagogie (pedagogía psiquiátrica) en misión oficial patrocinada por la embajada argentina en Francia. Visita las escuelas de retardados y reformatorios infantiles en Milán, Munich, Innsbruck y Viena, acumulando experiencia en la materia de prevención social. Estudia bajo la dirección del profesor Seyss Inquart, por especial concesión de la legación argentina, del Niederoesterreicher Landes Regierung. Al promediar 1935 regresa a la Argentina e inicia tareas didácticas en las materias de su especialización. Dicta cursos en el Seminario Pontificio, Colegio del Salvador y, más tarde, en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario, donde gana, en oposición, la cátedra de Psicología. Infinidad de artículos, ensayos, conferencias, lo dan a conocer en nuestro ambiente tanto en su pensamiento filosófico como en sus distracciones de inventor literario. Su estilo inconfundible torna amenos los temas más áridos. Entreverado en el tremendo lío de los problemas educacionales, escribe artículos de rotunda razón. Y el libro en que aparecen reunidos nos introduce en sus observaciones con esta copla de su hermano mellizo (Jerónimo del Rey) que merece un recuerdo:


«En mi Argentina, señores,
que ya no es aquella de antes,
hay muchos gobernadores
pero pocos gobernantes...».



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Luego, para que no lo tachen de retórico puro, comienza a traducir, de adentro para fuera, las historias de Sancho que aquí se dan en bloque.

Y bien, con ser un eminente profesor y escritor, un hombre de saber filosófico ahondado, el padre Castellani larga por la ventana todo lo inoficioso y exterior del ejercicio intelectual y didáctico: las terminologías convencionales (técnicas), los ritos y ademanes académicos, las pulcritudes y los eufemismos, y comienza a templar y a cantar las verdades que todo bien plantado hombre diría, como lo haría el mismo Martín Fierro, vale decir: con toda la voz que tiene. Por eso se verá que éste no es libro para intelectuales -en el sentido presuntuoso, asexual, agonizante y gimiente que dan a esta palabra algunos mercaderes del pensamiento manufacturado- porque es contrario al tipo intelectual que, más o menos oficialmente, ha creado el Estado Liberal en la Ínsula Agatháurica. Es simplemente un libro para la inteligencia cotidiana y corriente, sin prejuicio de castas minoritarias. Lo que no obsta, por cierto -como en los buenos tiempos clásicos-, para que sea un libro de hilaridad fecunda, cruzado de sarcasmos enjundiosos y pródigo en verdades que con frecuencia faltan en la literatura personal de nuestros humoristas diplomados y también en la obra de no pocos filósofos locales heroicamente dados actualmente a la tarea de salvar la cultura mediante la defensa del liberalismo capitalista...

Con el humor del pueblo, un rato campechano y otro rato porteño, el autor de este libro -o el de su inverosímil traducción- se ríe del cinismo solemnísimo con que viven los ínsulos de lata figuración (historiadores, periodistas, poetas, políticos, educadores, doctores, magistrados, etcétera) legalizando, o aceptando al menos, la trampa, la mentira, el mal gusto, el fraude, la sapiente ignorancia, la coima y la desocupación, como elementos primos naturales de la armonía social.


«Qué sería del pobre que en Dios crê,
si puesto en este loco mundo que
sofistica, no fuera chacotero!...».



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dice Sancho en uno de sus sápidos sonetos que Cide Hamete (h.) le atribuye en El Hombre que decía la verdad. Y ese terceto clarifica el sentido con que el autor hace humorismo. No es el tipo de «humor» de que viven los graciosos profesionales ni el estilizado y pulcro de los chistosos románticos, ni el corrosivo y acre de los ironistas descreídos. Es el buen humor suelto y desconcertante con que pueden reírse los que tienen ganada la voluntad de Dios y de sus semejantes, frente a los que la quieren abolir o ganarla con trampas. Por eso mismo y porque son claras e instructivas las crónicas que forma esta extraña novela -algunas de las cuales se publicaron antes en revistas de no gran difusión- pueden ser populares y lo serán, sin duda, el día que el buen pueblo deje de leer pasquines y se acerque a escucharlas. Para este evento y como nuestro pueblo -al igual que gran parte de nuestra clase culta- hace rato que ha sido separado de la cultura clásica -hasta de sus ejemplos más corrientes- por obra de la prensa, del espectáculo, de la radio y del normalismo, parece necesario traer a la memoria el origen de ciertos personajes que en este libro resucitan y que, al igual que Sancho, son entes cervantinos.

Por de pronto, apuntemos una genealogía elemental del inventor presunto y acusado, aunque no muy convicto, de la novela misma. El nombre de Cide Hamete, según mi moderada información, se lee por primera vez en el noveno capítulo de El Quijote cuando Cervantes, concluida la originaria primera parte de las aventuras de don Quijote, declara haber andado a la pesca de su continuación y conclusión y afirma haber comprado en Alcalá de Toledo un cartapacio viejo, lleno de infolios muy garabateados donde podía verse -gracias al traductor ocasional encontrado- este encabezamiento en signos árabes: Historia de don Quijote de la Mancha escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

El tal Benengeli, chivo emisario o caballito blanco -como dicen los cómicos- en quien Cervantes hace descansar la responsabilidad del memorial que había de resultar a la vuelta del tiempo el mayor monumento del   —16→   habla castellana, resulta nada menos ser el progenitor del nuevo Cide Hamete, cuyas historias, constreñidas a Sancho, ha descubierto el padre Castellani vaya a saber dónde, pues él -sabiendo acaso que no es bueno mentar la soga en casa del ahorcado- omite decirlo. Después de la experiencia de Cervantes, que inventó un Cide Hamete para descargo de su pudor genial, no quedan muchas ganas de creer que Cide Hamete hijo sea más real que su padre. Mas lo que no puede afirmarse debe dejarse sospechar siquiera, y al lector quede el cargo de conciencia.

Esto aclarado, entremos a mosquetear el jubiloso -aunque de triste fin- nuevo gobierno de Sancho. Nuevo gobierno en que Panza en persona se muestra renovado, como ya lo apuntamos, gracias a su reencarnación en ambientes criollos. El lector lo hallará esta vez en una serie de ocurrentes audiencias, rodeado de los mismos tinterillos ilustres que lo estorbaron en su anterior gobierno descrito en El Quijote, comenzando por el insoportable doctor Pedro Recio de Agüero, quien de médico que era de la gobernación de la Ínsula Barataria, resulta ahora descendido a ministro, o padre de los pobres, o introductor de tirteafueras sin puesto. Esto de tirteafuera -lugar de nacimiento del doctor Pedro Recio- es, según Sancho lo calara de entrada, un modo de ser entremetido, procurador ilícito y gran amigo de la faramalla, y hace bien por lo tanto el autor de este libro en llamar tirteafueras a los representantes de la prensa, esos innominables personajes de escándalo, que hacen de médicos de la opinión publica a la cual matan por envenenamiento como Recio de Agüero quería matar por hambre a Sancho en su primer gobierno. Los demás personajes de la corte sanchesca no tienen nombre propio. Son el inevitable Maestresala, el Capellán, el Alférez, el Verdugo, los diversos Ministros, los Cortesanos, el Mayordomo de Palacio, etcétera, con los cuales la intrínseca nobleza de Panza no contó antes ni contará ahora para nada, pues está escrito que en la Ínsula Agatháurica son los mangoneadores del poder los que conspiran con mayor denuedo y deslealtad contra el recto sentido y el honor de la Ínsula, como que   —17→   a ellos se debe la invasión forastera que hace caer a Sancho del poder.

Dicho lo cual, e imitando al propio Sancho Panza, quiero dar la señal de los festejos, los cuales esta vez consistirán en una espléndida ingestión de risa para los buenos y de admirables bochornos para los insularios renegados1.

Juan Óscar Ponferrada



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Ilustración



  —19→  

ArribaAbajoPragmática en soneto de don Quijote de la Mancha a su leal escudero Sancho el Único al mandarlo a regir la Ínsula Agatháurica



Humilde soledad, verde y sonora
de las extrañas ínsulas de allende,
do un mar de grama en cielo añil se extiende
en profunda quietud aquietadora.

Pampa vibrátil, hija de la aurora,
desde el Río-Cual-Mar al Ande duende
nacida a ser, si su blasón no vende,
de la indígena América, señora.

Hija mayor de España que soñando
yo, la Reina Católica y Fernando
de Aragón y Castilla al mundo dimos...

¡Cuerpo de Dios y de Santa María!
¡y en el nombre de aquesta espada mía
tómala, Sancho, y salva su natía
promesa de laurel y de racimos!





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