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ArribaAbajo13. La Zahorí o Detectara

Apenas hubo el diamantino Febo asomado del espumoso tálamo de Tetis la cabeza amarillentoverdusca para desesperación de Fernández Moreno (hijo) que esa misma noche escribiera en un poema que era rubicunda y rosada, cuando arrancaron al nuevo Gobernador de un catresofá donde mal que bien liquidaba una pregripe en serie, o séase resfríos encadenados, y lo llevaron a la Sala de los Pronunciamientos Perentorios para resolver los asuntos del día. No bien se hubo mal sentado en su trono de mala gana, cuando entró el Alguacil trayendo sujeta a una mujer muy maquillada, con un ajustado vestido de seda color chillón, las manos tintas de tinta, una tijera en una mano y en la otra un bloque Coloso, la cual despedía de sí una especie de sospechosa jedentina. Frunció el Gobernador los robustos morros, y dijo casi imperceptiblemente:

-Ésta es de las que se ponen rouge y no se bañan.

-Todas las mujeres, so guarango -dijo la otra alcanzando a oírlo-, hasta la casta Susana, puestas en trance de opción, elegirán el rouge antes que el baño, puesto que la Belleza ontológicamente hablando, o mejor dicho ópticamente considerada, es superior a la Higiene.

-Ninguna de las dos me acompaña mucho en este caso -dijo Sancho, aunque despacito, por no discutir con una señora.

-Es usted profundamente ígnaro -prosiguió ella- de la psicología femenina.

-¿Cómo dice?

-Ígnaro, o sea, ignorante, hablando vulgarmente.

-¿De qué cosa?

-De la psicología femenina.

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-Mi señora no usa de eso -dijo gancho con violencia-; ¡ni creo que sea necesario a ninguna mujer decente!

Y volviéndose con despecho al Alguacil, le dijo:

-¿Qué pasa aquí?

-Señor -dijo el Alguacil-, es el perfume o aguacolonia que usa ella, llamado Tufo de Pedantería.

-No hablo deso -dijo Sancho irritado-, sino del crimen que ha cometido o desea cometer.

Tomó entonces la mano el doctor Pedro Recio y contestó informando:

-No quiere pagar el impuesto a los réditos.

-¿Cuánto debe?

-Cien mil escudos deste año y cien mil del pasado año.

-¿Y por qué no quiere pagar?

-Dice que pagará cuando su Esplendencia haga una pragmática que proteja sus legítimos derechos en la venta de sus productos.

-¿A qué se dedica?

-A la industria nacional.

-Pero, ¿qué industria?

-Fabricante de libros de texto para malos maestros.

-¿Y no para maestros buenos?

-Los buenos maestros, Esplendencia, son pocos; y además no necesitan tanto del libro de texto. El negocio está en hacer libros para maestros ígnaros.

Frunció otra vez el morro Sancho al oír ígnaro y preguntó:

-A riesgo de pasar por zíngaro, dígame, doctor Pedro Recio, ¿qué es un libro de texto?

-Es un manualete pequeño, feo y caro que contesta en forma breve a todas absolutamente las preguntas nuevas del nuevo programa.

-¿Y cómo sabe ella, que me parece tiene también medio facha de zíngara, todas esas preguntas nuevas?

-No es que las sepa propiamente -replicó Pedro Recio-, sino que mal que bien las copias de libros hechos por hombres que las saben...

-¿Y qué van ganando en eso los hombres que saben?

-Absolutamente nada, Esplendencia. Los que van ganando son ella, el llamado editor o librero, y algunas veces el inspector, alto funcionario o profesor que bajo   —[117]→     —118→   mano y como quien no quiere la cosa va recomendando o imponiendo el libro.

Ilustración

[Página 117]

-Comprendido -dijo Sancho. Y volviéndose a la interfecta con voz aflautada y melosa, le dijo-: Aunque ya he pasado helás el tiempo de la juventud jacarandosa, y ahora todo mi interés se concentra en gobernar bien esta Ínsula, única manera de salvar mi pobre alma, ¿no es así, Capellán?...

-Así es, Esplendencia.

-...Sin embargo sé todavía -dijo Sancho no sin quijotismo- lo que se debe a una dama; por lo cual le ruego me informe menudamente de su asunto, empezando por esto: ¿cómo se hacen esos libros que usted hace?

-Si una no es ninguna ígnara -dijo ella- y tiene un poco de audacia, es como «soplar y hacer botellas», que diría el folklore, Esplendencia. Una debe estar muy atenta a cuándo entran los dolores de dar a luz un nuevo programa al Director General de la Instrucción Gratuita; y si es posible, ver la criatura antes que nazca, quiero decir, metafóricamente, antes de publicarlo los diarios. Todo está en llegar antes que nadie. Sale un programa digamos de Cosmografía: usté agarra el padre Brugier, que fue un sabio desos del tiempo de García Moreno y le dio por pasarse la vida estudiando eso, y usté se lo acomoda o mejor dicho adapta o interpreta: corta aquí, tira allí, suprime acá, cambia un término acullá, pone algunas notas de títulos de libros nuevos -alemanes si es posible- y hace un prólogo diciendo que hacía 20 años usté estaba haciendo ese libro y ahora la Providencia le da pie para llenar con él un vacío notable en la cultura nacional, a la cual echa dos o tres turiferancias, por las dudas.

-Y dígame -dijo Sancho- ese sabio que usté dijo que hizo el primer libro, ¿cuánto fue en el negocio?

-Le dieron 60 escudos y 25 ejemplares de la obra. Y es demasiado todavía... Los sabios son así, Esplendencia. Hay que tenerlos bien sujetitos. Dios nos guarde que tuviesen dinero. Se lanzarían como fieras a los cafés, a los cines, a las carreras y a la ruleta de Mar del Plata. Para que trabajen hay que tenerlos muertos de hambre. Así   —119→   los hizo Dios, y no hay vuelta que darle. Y es una suerte que así sea, por lo menos para nosotras.

-Y dígame -dijo Sancho-, ¿en qué consiste propiamente su trabajo de usted, ya que veo que paga impuesto por millones de pesos de réditos?

-Ya lo dije, Esplendencia -respondió ella un tanto ofendida-. Mi trabajo consiste en hacer lo que Dios haría, si Dios existiera, como dice aristocráticamente Ortiga Ankermann, director de la revista Atlántida. Los sabios, por si usté lo ignora, las cosas claras las escriben claro, las cosas oscuras las escriben oscuro, las cosas difíciles las escriben en difícil, y, finalmente, las cosas que no las saben, dicen impúdicamente que no las saben, exponiéndose a las estultas risas del vulgo ígnaro... -aquí se notó un pequeño tremor en Sancho, al oír de nuevo el término ígnaro-. ¿Cuál es mi trabajo? Poner claras las cosas oscuras, simplificar lo complicado, hacer fácil lo difícil aunque sea entelequiando y esquematizando, o como dice el vulgo ígnaro, macaniando un poco. Total, ¿qué mal puede hacerle a un chico que el rey Asurbanipal no sea en realidad hijo de Tucul-Tininip sino de otro rey cualquiera , pongamos Teglap-Phalassar? Gracias que sepa quién es su padre, el chango. La cuestión es pasar el bachillerato. La escuela es para la vida, Esplendencia, y no la vida para la escuela. Ahora, eso sí, los sabios ponen el grito en el cielo cuando una les modifica la pedagogía -aquí se notó que Sancho hacía una seña imperceptible a un hombre al fondo de la sala-. Señor Gobernador, no he visto jamás peor paidólogo que un hombre verdaderamente sabio.

-Y dígame -dijo Sancho haciéndose unas puras mieles-, ¿qué se hace cuando uno se encuentra enteramente zíngaro de algunas cosas, pongamos del significado de una palabra desas nuevas que no están en el diccionario?

-Entonces, Gobernador, entra la parte heroica de nuestro oficio. Hay que hacer fuego al rumbo, guiándose más o menos por el sonido. Supongamos que usté tiene que contestar esta pregunta: «La conciencia refleja y sus relaciones con el espíritu objetivo»... ¿Usté sabe lo que es conciencia?

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-¡Y cómo no! -dijo Sancho rápido, con un miedo bárbaro que le preguntasen lo que era.

-Bueno, cuando yo hice mi primer manual de Psicología no lo sabía. ¿Qué hice? Escribí lo siguiente: «La conciencia viene a ser la interioridad vivencial de la persona en cuanto la persona se totaliza vitalmente en el Tiempo. De manera entonces que la conciencia refleja es la que acompaña la vivencia, no por intususcepción, sino por repercusión simpática al contacto de los otros actos o fragmentos de actos»... Y bien, no solamente no me pasó nada, sino que acerté de plano: fui felicitada por todos los críticos que bibliografiaron mi libro. Y en La Prensa dijeron que hacía progresar la Psicología nacional y me copiaron tres términos en el editorial de aquel día. Una persona inteligente con un poco de labia, créame Gobernador, en la docencia insuleña nunca se queda en seco.

-Ya lo veo -dijo Sancho, y luego, deshaciéndose en zalemas, le preguntó con dulzura-: ¿Y qué es lo que podría hacer por usté, hija mía, este Superior Resorte?

-Simplemente una sencilla ley orgánica de la enseñanza media otorgándome la exclusiva desta industria de los libros de texto, que se está complicando inútilmente por la competencia desleal de tantos que han olido el negocio; con un inciso en que se mande al Director General de Instrucción Gratuita que cambie todos los programas al menos cada tres años, a fin de dar movimiento a la industria nacional.

-¡Soberbio! -gritó Sancho; y al son de esta palabra tonante se alzó detrás de la pedagoga, como surgido del Orco, con su tabardo de negro terciopelo, el capuchón sobre la cara, los dos ojos ardiendo y el hacha fulgurante, una figura de horror y de sangre: el Verdugo de la Ínsula. Se desplomó por el suelo la desdichada al verlo, gritando con voz que puso lástima y compasión en el corazón de todos:

-¡Condenada a muerte! ¡Oh Dios! ¡Condenada a muerte!

Pero antes que el legal matarife pudiese llenar su cruento cometido, cruzose por delante, todo concitado y   —121→   encendido, el Capellán del Reino, apostrofando temerariamente al Gobernador implacable y totalitario:

-¡Os he dicho que no podéis en conciencia decretar súbitamente ejecuciones capitales sino en casos muy extremos! ¡Debéis condenar a muerte según la ley, y en unión al Consejo Secreto, previo proceso, defensa y prueba!

-¿Y qué dice la ley? -interpeló Sancho.

-Que sólo plegaranse a pena cápitis estos cuatro crímenes atroces: matar un hijo a sus padres, matar una madre a su hijo, cometer sacrilegio un sacerdote y hacer moneda falsa.

-¡Queda condenada a muerte por los tres últimos incisos; y si me apuran, también por el primero! -dictaminó Sancho secamente-. Y usté vaya a decir misa.

Adelantose entonces el doctor Pedro Recio con varios miembros del Consejo Secreto, que no dudaron en exponer peligrosamente su necesario anonimato por compasión a la infeliz allí tirada llorando a mares, y dijeron a Sancho:

-Tened piedad della, que no tiene toda la culpa del daño que ha causado. Antes que tuviese uso de razón, la hicieron normalista.

Suspiró Sancho profundamente entonces y dijo con lentitud majestuosa:

-No hay que ser malos con las mujeres, pues los que son malos con las mujeres mueren muerte repentina, según me enseñó mi madre. En uso pues de la suprema potestad que tengo de castigar los cuerpos para salvar al menos las mentes, inflijo la pena de cadena perpetua y trabajos forzados en el convento de las Ursulinas desta capital para esta desdichada engrupida. Su trabajo consistirá en leer todos los libros de texto que aparezcan en mi Ínsula en orden a detectar los maestros malos y distinguirlos de los buenos, sirviendo así al Procomún con lo mismo que antes hizo daño, ya que tan zahorí fue para eso; los cuales maestros malos ingresarán en listas juramentadas y selladas al Archivo Interno de nuestro Real Consejo Secreto: no para suprimirlos de golpe, que sería una catastro o sea hezcatacombe en la Ínsula matar tanta gente de golpe; sino para irlos anulando con misericordia   —122→   y decencia, almenos no ascendiéndolos ni dándoles mando y gobierno. Porque como dijo Santo Tomás -y aquí el señor Capellán no me dejará mentir- uno debe desear suprimir todos los males; pero a veces resultaría deso un mal mayor; y entonces debe tolerar una parte menos mala mientras ataca a sangre y fuego lo más urgente.

Miró Sancho todo alrededor a ver si lo aprobaban; y viendo que parecían contentos, dio inmediatamente la señal de los festejos, los cuales consistieron ese día principalmente en una exposición de homeopatía y labores escolares acompañada de una escuela activa y cinco pasivas en trance de alquitranamiento y calafateo interno.