Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


- II -

María Fulgencia



ArribaAbajo


ArribaAbajoI. El señor deán y María Fulgencia

¡Para buena salud y buen cuajo, el señor deán! -decían las gentes; y él no lo negaba.

Ni su memoria, ni su entendimiento, ni su voluntad, ni su corpulencia perdieron nunca su mensura. Ni un latido impetuoso, ni una borrasca en su frente, ni un paso más rápido de lo suyo, ni una costumbre nueva.

Presentósele en su casa un sobrino aventurero, capitán de tropas de Manila, lleno de ruindades y deudas. Comprendió el deán que ni su amor ni su consejo podrían enmendarle. Las cosas y los nombres eran según eran. Aceptada la premisa, no era ya menester el ahínco de los remedios. Es verdad que por la gracia de algunos santos y mujeres se alcanzaban conversiones difíciles; pero él no pecaría creyéndose santo. Entre las mujeres de dulces prendas, con casa de crédito y bienestar, ninguna en el pueblo como Corazón Motos, que heredaría un obrador de chocolates de seis muelas. Y el bigardo del sobrino dejó al canónigo por seguir a doña Corazón.

Elegido vicario capitular de la diócesis, huérfana del anterior prelado, supo el señor deán quedarse inmóvil en todo su gobierno, guardando prudentemente la sede hasta la llegada del nuevo obispo. Volvió, después, a sus máximos afanes, primor de sus ojos y de su pulso: la caligrafía, arte gloriosamente cultivado por muchos varones de la Iglesia, como San Panfilio, San Blas, San Luciano, San Marcelo, San Platón, Teodoro el Studita, el patriarca Méthodo, José el Himnógrafo, el monje Juan, el monje Cosmas, el diácono Doroteo...

El deán de Oleza calcó viñetas, orlas y portadas, copió centones de pensamientos, compuso y minió pergaminos de gracias. No fue su pluma tan rápida como el ala de los ángeles, según se dijo de la del higumeno Nicolás; en cambio, mereció que se celebrase la clara hermosura de su letra aun después de muerto, como fue ensalzada, en su oración fúnebre, la letra del Studita.

El libro de San Nicón refiere que visitando un abad las Casas puestas bajo su obediencia, les pregunta a sus monjes el oficio que ejercen. Uno le responde: «Yo trenzo cuerdas». Otro: «Yo tejo esteras». Otro: «Yo, lienzos». Otro: «Yo hago harneros». Otro: «Yo soy calígrafo». El abad se apresura a decirle: «El calígrafo sea humilde, porque su arte le inclinará a la vanagloria».

Por ese miedo de caer en la tentación del orgullo, los monjes calígrafos no firman sus obras, o lo hacen confesando sus flaquezas, encomendándose a las plegarias de los lectores, añadiendo a su nombre palabras de menosprecio. Así, el monje Leoncio se llama insensato; Nicéforo, desventurado y mísero; Cirilo, monje pecador.

El deán de Oleza puso ingenuamente su nombre junto al fecit, y un gentil monograma. Quizá por eficacia venturosa del arte, si su gobierno diocesano y el capitán de Manila le dieron motivos de turbación, puede creerse que los mismos motivos, ellos solos, ya cansados, le dejaron en paz.

Pero en el principio de su vejez se le acumularon los trastornos y cavilaciones de la noble casa de los Valcárcel de Murcia, donde había servido de mozo y recibido estudios y, finalmente, el valimiento que le exaltó al deanato de Oleza.

Una tarde, el señor deán presidió el entierro de don Trinitario Valcárcel y Montesinos. Iban los cleros de todas las parroquias de Murcia, y como el señor Valcárcel dejó mandas al seminario, a los asilos, al hospicio y a muchos conventos, alumbraban sus despojos los seminaristas, los asilados, los hospicianitos y frailes. Llevaban el ataúd seis jornaleros de las haciendas de los Valcárcel, con sus duros trajes de paño, trajes de boda que guardan para su mortaja y se los ponen también para el luto de los amos. Entre responsos y el desfile del pésame cerró la noche. Quedó el cadáver en la grada de la capilla del cementerio, velándole sus labradores. Estaba vestido de frac, con dos bandas y placas de dos grandes cruces, todo de cuando estuvo de jefe político en Extremadura.

Los buenos hombres hablaban con sumisión. Callaban, bostezaban y se aburrían de mirar el amo muerto, los cirios, el Cristo del altar, Cristo de cementerio al que se encomienda que cuide de los difuntos depositados a sus pies mientras se duermen los que los guardan. Tanto bostezaban los seis labradores, que dos se fueron a mercar tortas y panecillos calientes de la cochura de madrugada, bacalao, vino y olivas. Todos juntos otra vez en la capilla, se hartaron, fumaron, despabilaron las luces y se acostaron en la estera.

Pasó tiempo. Las moscas chupaban en los ojos, en las orejas, en la nariz, en las uñas de don Trinitario, y de súbito zumbaron en un revuelo de huida. El cadáver había movido los párpados. Descruzó las manos, descansó los codos en los bordes del ataúd como en un cojín, fue incorporándose y se sentó. Debió de ser en la vida y en la muerte hombre socarrón y flemático. Estuvo mirándolo todo: sus gentes dormidas, los picheles de vino, los papelones pringosos de la cena, los cirios devorados, el Cristo delante, acogiéndole; un trozo de noche estrellada, con un panteón viejo y la fantasma de un ciprés...

-¿Y no se murió usted del susto de despertarse allí? -le preguntó el deán cuando fue a Murcia para ofrecerle, un poco medroso, su parabién.

-No, señor -le dijo el resucitado-; porque allí lo que más podía horrorizarme era el muerto, y al muerto no le veía porque precisamente era yo.

Don Trinitario bajó despacito de su tarima, le tomó la manta a un criado, envolviose y salió.

Por el camino iba pensando en su muerte. No se acordaba de haber fallecido. Ya le parecía que debió morir en fecha remota; ya creía que acababa de jugar su tresillo con el brigadier y Montiña, el relator; no recordando si ganara o perdiera; de modo que jugando se moriría.

Le malhumoraba ir con la cabeza desnuda, de frac y condecoraciones -las sobredoradas, las económicas- y sin guantes, sin joyas, sin dinero, sin reloj: bolsillos de difunto -¡qué concepto de ruindad, de miseria inspiraba un cadáver católico!-. En cambio, le habían calzado unas botas nuevas, y se las pusieron rajándoselas, y se las abrocharon con un solo botón: un botón con un ojal que no se correspondían. ¡Qué prisa para el avío tan precario!

Llegó al blasonado portal de su casona. Llamó con el mismo repique de aldaboncillo de siempre. Silencio. Sueño de cansancio de desgracia. En la esquina relumbró el farol del sereno. A lo lejos venía un estrépito de alpargatas. ¡Sus labradores! Entonces sí que se asustó el señor Valcárcel de que se le tuviese por un ánima en pena. Y a voces y manotazos consiguió que las mozas le abrieran un postigo, huyéndole despavoridas.

Para todos, y aun para sí misma, fue ya la mujer una ex viuda. De noche se creía acostada con el cadáver de su marido. Daba gracias a Dios por el milagro de la resurrección, uno de los pocos milagros que nunca se nos ocurre pedir. Se despertaba mirándole. Sin darse cuenta, le cruzaba las manos y, suavemente, le cerraba más los ojos...

Pertenecían los Valcárcel Montesinos a una de las familias más eminentes de Murcia por su rango y hacienda y por los títulos y méritos con que la ilustraron los dos linajes, en cuyas ramas florecieron guerreros, oidores, tribunos, un purpurado, dos azafatas, dos generaciones de primeros contribuyentes y, por último, don Trinitario, político de agallas, y don Eusebio, cónsul de muy adobada elegancia, que enviudó en Cette.

Don Trinitario se casó, ya maduro, con una labradora que le dio dos hijas; pero sólo una, María Fulgencia, vino al mundo bien dotada de salud y hermosura.

La otra hija nació convulsa y deforme. A los seis años fue sumergiéndose en una quietud de larva. Cuando murió, nadie lo supo. Estaba lo mismo que cuando vivía: mirándolo todo con la blanda fijeza de sus ojos de vidrio de color de ceniza.

Tan lindas ternuras puso María Fulgencia en el recuerdo y en la pronunciación de «mi hermanita», que hasta las amistades, que compadecieron y evitaron besar a la enferma, creían verla malograda en una graciosa infancia.

María Fulgencia se exaltaba y desfallecía llorando. El padre quiso que se la llevase su hermano al consulado de Burdeos, pero ya el cónsul preparaba sus segundas bodas.

No resistía María Fulgencia su soledad infantil en la casa de Murcia. Y don Trinitario llamó a su ahijado, el deán de Oleza.

-¿Qué te parece que se haga con esta criaturita? ¿Cómo la curaríamos?

Ya se sabe que para su protegido las cosas y las personas no tenían remedio: eran según eran.

Don Trinitario se enfureció. Bajo su mando de jefe político de Extremadura todos los conflictos tuvieron remedio. Halló remedio entonces y después para todo, hasta para su muerte. ¿No lo habría para las congojas de María Fulgencia?

Y lo hubo encomendándosela al deán, que se la llevó a la Visitación de Oleza. No se conocía en muchas leguas a la redonda otro convento donde pudieran acogerse niñas educandas de algún primor de cuna.

Pasó María Fulgencia largos meses de lágrimas y desesperaciones pidiendo su hermanita, apareciéndosele su padre tendido en el féretro y al otro día sentado delante de su escritorio, repasando las cuentas de la funeraria. Domingos y jueves la visitaba el señor deán. Salían las monjas a contárselo todo, y él siempre decía:

-Eso es una crisis. ¡Ni más ni menos!

-¿Y qué haríamos con ella?

El señor deán balanceaba pesadamente su cabeza redonda, inclinada, de calígrafo. Había una intención salvadora en sus ojos gordos. Por primera vez en su vida descubría remedio para un trance de apuro: devolver la mocita a su casa. Y no lo propuso, sintiendo que la gratitud sellaba su lengua.

Un jueves dejó de ir a la Visitación. Estaba en Murcia, porque don Trinitario había muerto definitivamente. Fue humilde su entierro; ya no le velaron sus huertanos y sobranceros. La herencia se redujo a la casona con escudo en el dintel y a dos haciendas empeñadas, invadidas de hierba borde. La viuda se lo confió todo al señor deán. Le rodearon los acreedores, y él les escuchó y leyó sus documentos de letra procesal sin entenderlos, recordando con ternura a su bienhechor y diciéndose que no se debiera morir más de una vez en este mundo. Y como la viuda necesitaba compañía, le trajo a María Fulgencia, y así pudo internarse en las delicias de sus membranas caligráficas. Cuatro meses de felicidad: un cuadro sinóptico de obispos y pastorales de la silla de Oleza, a tres tintas.




ArribaAbajoII. María Fulgencia y los suyos

María Fulgencia quedó huérfana también de madre. Alta, delgada, pálida; la boca muy encendida; las trenzas, muy largas, muy negras. Sola en el viejo casón, con criadas antiguas.

Desde su diócesis venía el señor deán a decirle palabras prudentísimas, y ella las recibía resplandeciéndole sus ojos de niña y de mujer, que siempre miraban a lo lejos.

Apareció tío Eusebio con la esposa casi nueva, una dama bordelesa, que hablaba un español delicioso y breve. Era toda de elegancias, en su vocecita, en sus mohínes, en sus miradas y actitudes, como si su cuerpo, sus pensamientos, su habla y su corazón fuesen también obra de su modisto. Toda moda la consulesa, y el cónsul también todo moda.

Los sastres de Murcia se asomaban al portalillo de su obrador para ver las galas de medio luto, de corte inglés, que paseó el cónsul por la Platería antes de visitar a su sobrina.

-Voilà, Fulgencia. ¡Aquí tienes a Ivonne-Catherine!

-¿A quién?

-¡Hija, tu tía! Pero nosotros no decimos tía.

La miraban, aceptando que fuese bonita a pesar de su encogimiento lugareño.

-¿No me preguntas por Mauricio y Javier?

-¿Mauricio y Javier?

-¡Mis hijos! ¡Primos tuyos! ¡Claro!... ¿Has visto, Ivette, qué primitiva cabellera?

Ivonne-Catherine tomó entre sus dedos las puntas de las trenzas de la sobrina.

-¡Oh! ¡Mañificó!

María Fulgencia se pasmó de que lo hubiese dicho sin mover la boca, empastada tirantemente de carmín.

...Y otro verano vinieron Mauricio y Javier. Semejaban extranjeros, de tan parados y tan rubios. Los sastres de Murcia también salían de sus tiendas para verlos.

Destinado el cónsul al Ministerio, pasaba las vacaciones en sus heredades. Los hijos estrenaron uniformes de cadetes de Caballería. De tarde, paseaban por el viejo jardín de María Fulgencia. Ella, blanca, lisa y dulce. Ellos, rojos, desplegados, flameantes. Contaban maravillas de Burdeos y de Valladolid. Mauricio siempre sonreía mirando a Murcia; porque no miraba un edificio, una calle, una torre, sino toda la ciudad con una sola mirada.

Contemplándole y oyéndole, recogía su prima una promesa de felicidad.

Y después. Después ya no vinieron hasta que Mauricio lució insignias y galas de teniente.

María Fulgencia estaba más descolorida, y sus cabellos negros, más frondosos, la dejaban en una umbría de ahogo apasionado, una umbría de mármol con hiedra, en el olvido de un huerto. Mauricio le besó los zarcillos de las matas de trenzas, y todo el mármol tembló sonrojándose, como si la estatua se viese a sí misma desnuda, llena de sol. Aquel invierno, Mauricio le escribió despidiéndose. Se marchaba lejos. Viaje de estudio; estudio comparativo de los más grandes ejércitos de Europa.

Toda la carta era una definición apologética de las virtudes del soldado. «Un buen soldado necesita saber cómo son los demás soldados. Este conocimiento es el origen de las gloriosas conquistas y resistencias. Un buen soldado ha de tener un espíritu internacional. Estas últimas palabras me las enseñó mi padre».

Si la carta no desbordaba de mieles de requiebros, en cambio era rica de firmes verdades. María Fulgencia la llevó en su pecho. Al acostarse la puso en el cofrecillo de sus joyas, y ya tuvo un perfume de galanía.

En esos días mostrose la huérfana con sobresaltos y deseos de soledad. Los pasaba en la profunda alcoba de los padres, quejándose y revolviéndose vestida en el lecho enorme, de baldaquino de damascos. Estuvo todo un domingo quietecita, ovillada. No quiso alimento; se fajó la frente con un terciopelo morado de una imagen.

Sus viejas criadas la besaban llorando.

-¿Qué tendrás, nenica?

-¡Ay, yo no sé! ¡Tendré calentura!

Todo amargo en su vida; sentía en su boca flores amargas; se le cerraban los ojos con un peso amargo; el agua que bebía era de hiel caliente. Su aliento y sus sienes abrasaban el hilo de los almohadones, dejándoles un olor de amargura.

Se avisó al señor deán, que acudió casi pronto.

-¿Y qué haríamos nosotras; nosotras y usted, señor deán?

-¿Nosotros? Nada. Es un brinco para crecer. ¡De brinco en brinco vamos llegando a la palma de la mano del Señor, que un día, ¡zas!, nos entra en la gloria! Es una crisis del crecimiento. Lleva ya muchas: la primera la tuvo cuando murió la hermanita...

Aquella noche empeoró. El médico de la casa pidió consulta. Reunidos en el escritorio del difunto don Trinitario, dijo el señor deán:

-No me cansaré de advertir que se trata del crecimiento...

-Es tifus. Tifus del peor en esas edades...

-¿Tifus? Pero, bueno, el tifus lo tiene todo el mundo en Murcia; está siempre debajo de Murcia, a dos jemes de profundidad.

No murió María Fulgencia. El canónigo-ayo la visitó doce jueves. En el jueves duodécimo habló complaciéndose en el triunfo de su diagnóstico.

-¿No lo dije yo? El nuevo brinco de abajo hacia arriba. Has crecido. Vuelves a ser de carne blanca y no de tierra; porque parecías de tierra verdosa.

Y entre tanto un viejo peluquero cortaba las trenzas de la convaleciente. La dejó rapadita. En la luna del tocador de su madre se veía María Fulgencia sus ojos anclaos, densos, como dos pasionarias húmedas, que, de súbito, se crisparon, porque allí, en el espejo, se le apareció Mauricio, todavía con uniforme de camino.

Ella se cubrió con las manos su cabecita raída. Alarmose el deán; se desesperaron las criadas.

María Fulgencia se refugió dentro de un cortinaje, enrollándose toda entre los gordos pliegues, y desde allí salía su gemido.

El maestro apartaba con la punta de su bota los rizos y vellones. Después se aguardó, sin soltar su sonrisa y un frasco de loción.

Fue Mauricio el que sacó a María Fulgencia del fondo de las rancias telas, que crujieron desgarradas. La llevó junto a la ventana. La miró mucho y le dio unos blandos toquecillos en la nuca de cera.

-¡No te apures, hija! ¡Ya te crecerá! ¡Y resultas muy bien! ¡Te pareces a Fernández Arellano, un compañero muy listo de mi promoción, el número siete, que ahora está en la remonta!

En seguida le dijo que su padre, ya cónsul general, acababa de pedir la excedencia.

-Pero te advierto que, por su porte, sigue pareciendo en activo. Ahora viene a Murcia en busca de descanso.

En doce días descansó del todo tío Eusebio, y la víspera de su regreso a Madrid, él y su esposa tuvieron la ternura de visitar a la sobrina huérfana.

La miraban compadecidos, pero sin consentirle que se afligiese demasiado.

-¡No! ¡Eso, no! Kate no puede con las tristezas. Es lo único que no resiste. Estás en lo mejor de la vida. Tienes en el buen deán padre, madre y hermano: toda una familia. ¡Es un agradecido! ¡Ah, Kate, si conocieras al deán! ¿Qué cumples, veintidós? ¡Cómo! ¿Nada más que diecisiete?

-¡Un bebé! -suspiró Kate o Ivonne-Catherine por el esmalte de su boca inmóvil.

Debajo de aquella boca cromada, egipcia y hermética salía una respiración de bombones.

-¿Diecisiete? ¡No entiendo! ¡Entonces, entonces es Mauricio quien tiene veintidós!

-¡Oh, qué gafe!

Y madama aplaudía, muy niña, con sus dedos ceñidos de mitones color de aromo.

El ex cónsul se reía con elegancia mirando a su mujer, mirándose sus zapatos de charol. Finalmente, colgó sus pulgares enérgicos de las sisas del chaleco de merino orillado de felpa.

Se levantó, porque no podía sufrir el ruido de una acequia que pasaba entre los naranjos y magnolios del jardín de la casona.

-¿A ti, Fulgencia, no te desespera oír siempre ese agua? ¿Que no?

No. Cuando estuvo enferma le llegaba un alivio de esa estremecida frescura. Se creía caminar encima del riego, calentándolo con la brasa que soltaba su piel.

-Bueno; pero sería en el delirio de la fiebre... ¿Tuviste fiebre? ¿Mucha fiebre? ¡Entonces has resucitado, como tu padre! Pues en creciéndote el cabello, te vienes a Madrid con nosotros. ¿Verdad, Gothon?

-¡Oh, sí; unos días! -susurró Ivette, Katte, Gothon, Ivonne-Catherine.

-¡Claro, unos días! No te faltarán partidos. Sabemos que pasó ya lo de Mauricio. No seríais felices. ¿Verdad, Ivette?

-¡Oh, no!

Y se marcharon.




ArribaAbajoIII. El Ángel

El señor deán de Oleza recibió carta de un beneficiado de Murcia, muy sutil. Pero la sutilidad, la delgadez, el primor, era lo de menos. El señor deán abandonó las aristas y volutas del colofón de un códice. Las consultas, las crisis, los brincos de María Fulgencia le parecían siempre cosas pasadas, envejecidas. Ni siquiera había de meditar un consejo inédito. Le servían las mismas palabras, los mismos ademanes. Y he aquí que, de súbito, se topaba con lo inesperado: María Fulgencia quería comprar la imagen del Ángel de Salcillo, aunque le pidieran en precio su casa y sus campos, que comenzaban a mejorar y producir.

¡Inesperado! Y una sorpresa para el señor deán era el vuelco de toda su vida. Ni se acordó de poner la frente entre sus manos para cavilar, sino que alzaba los puños y los miraba desde su sillón sin conocerlos. ¡Un sobresalto tan grande como el de la resurrección de don Trinitario! ¡María Fulgencia era una Valcárcel!

Poco a poco el deán puso la lógica junto al desatino, el ungüento que adoba las inflamaciones.

¡Para qué quería esa infeliz el Ángel, ni dónde lo pondría, si por comprarlo se quedaba sin casa! Además de la lógica, estaba el consejo de familia, y además él. Pero ni él ni nadie podían ya impedir el alboroto de María Fulgencia y las zumbas de las gentes.

Una segunda carta del beneficiado de Murcia estremeció la corpulencia del señor deán. Todo el deán recrujía combándose hacía la decisión, mientras releía los principales conceptos:

«...Yo no he querido apartar de su locura a la señorita Valcárcel con destemplanza y malhumor, sino participando aparentemente de sus puericias, con el similia similibus. Esa talla -le dije- es magnífica. Si yo fuese obispo de Murcia, reclamaría el Ángel para mi palacio. Empresa imposible. Y, sin embargo, un obispo en su diócesis es y puede más, mucho más, que una señorita devota en su casa. Bien sé que esa imagen del Ángel es la que debemos amar entre todas las imágenes de todos los ángeles. Los que entienden de belleza dicen que el imaginero tuvo inspiración divina labrando un cuerpo hermoso que no fuese de hombre ni de mujer. No participa de nosotros, y pertenece a todos nosotros. Nos pertenece más a los murcianos por aparecerse junto a una palmera. El artista prefirió la palmera solitaria de nuestros jardines cerrados al olivo de la granja de Gethsemaní1. No quiso un ángel con espada, con laúd, con rosas. No un ángel de ímpetu, ni de suavidad ni de gloria: ángel fácil, de buena vida. Nos dejó el Ángel más nuestro y el que estuvo más cerca del dolor humano de Dios; el Ángel que descendió al huerto lleno de luna, para confortar al Señor en la noche de sus angustias. Ángel de los dolores... Lord Wellington pretendió, como usted, llevárselo. Ofreció dos millones y otro Ángel igual y nuevo. Y quedose sin Ángel. Ni usted da tanto, ni yo soy ni seré obispo. A usted le queda un consuelo de ilusión: llamarse María Fulgencia, como la hija de Salcillo... La señorita Valcárcel me contestó inesperadamente que le importaba una friolera la hija de Salcillo... Yo nada más puedo hacer. Ella sigue consumiéndose. Compra todas las estampas del Ángel que encuentra y que le traen; y el precioso mancebo de Gethsemaní se multiplica en la sala, en el dormitorio, en los libros y en el costurero de la señorita...».

Removiose el deán con un viejo estrépito de escabel y butaca.

Llegaba la hora de reclamar de sí mismo ante sí mismo. La protección de la casa de los Valcárcel no le pedía una perpetua mansedumbre a los antojos de una moza; no le obligaba a salirse de sus sendas tranquilas y pasar una vejez de trajines en el cabriolé de una diligencia. Esta sería su jornada última de Oleza a Murcia.

Llegó y encaminose a la noble casona. Ordenó que le abriesen y que alumbrasen el inmenso escritorio de don Trinitario, y desde allí llamó a la huérfana. En aquella estancia resultaría la entrevista de un eficaz entono.

Brincando compareció María Fulgencia. Ya tenía una graciosa cabellera de paje; ya le volvían los colores de la salud.

El enojado canónigo no quiso oírla, porque él no había venido sino a imponer su seso y su voluntad.

-He venido a decirte que no puedes comprar el Ángel de Salcillo, entre otras razones, porque no puede venderse... ¡Y se acabó! ¡Ni más ni menos!

-Ya lo sabía...

-¿Lo sabías?

-Sí, señor, que lo sabía. Lo que yo quiero ahora es ser monja suya, y así viviré a su lado.

-¿Monja suya? ¡Tampoco, tampoco, porque el Ángel de Salcillo no tiene monasterio!

-¡Si no tiene monasterio, yo lo fundaré!

-¿Que tú lo fundarás? ¿Tú?

-Con lo que yo tengo y lo que yo amo a mi Ángel...

-¿Con lo que tú tienes? ¿Con lo que le amas?

¡Pero si él no era quien debía preguntar, sino quien debía decidir! Y el deán siguió preguntándole:

-¿Pero, hija, es que tú te piensas que se pueden cometer ni decir atrocidades y herejías?

-¿Es una atrocidad que yo ame la imagen del Ángel de Nuestro Señor? ¡Mire que lo que usted dice sí que me parece una herejía!

Se precipitaba la contradicción sobre la roja frente del deán de Oleza. Y se puso a cavilar. ¿Podía él vedarle esas encendidas piedades sin caer en peligrosas apariencias iconoclastas? Enjugose muy despacio los sudores, mirando a la señorita Valcárcel:

-¿Tú le rezas al Ángel?

-¿Yo? ¡Yo, no, señor!

-¡Ya te tengo cogida!

Pero la soltó pronto. Resollaba cansándose de un diálogo tan preciso.

Las cosas eran según eran. Nunca reparó en la imagen del Ángel, que no semejaba ni hombre ni mujer... ¡Claro que no lo sería! ¡Pues que se hartara de mirarla y de quererla! En seguida se le deslizó una sospecha turbia, un barrunto miedoso que no lograba subir a las claridades de la proposición. La belleza de la imagen no sería de hombre ni de mujer; luego participaba de entrambos; y desde el momento en que María Fulgencia se encandilaba y derretía por el Ángel, el Ángel, a pesar de su androginismo, ¿no se revelaría para la huérfana con un espiritual contorno y hechizo masculino? Otra vez se quedó pensando el señor canónigo, y, de repente, le preguntó:

-¿Y por qué no te marchas a Madrid, con tus tíos?

-¿Con tío Eusebio y esa señora Ivonne-Catherine, Ivette, Kate y no sé qué más? ¡Ni los hijastros la resisten!

-Es que yo quiero que salgas de Murcia. ¡Y además de quererlo, tú lo necesitas!

-¡Ahora mismo me marcharía de aquí!

-¿Y a dónde te llevaré? Estuviste en la Visitación... ¡Eras entonces una criatura! Allí, para verte, no había yo de viajar en diligencia...

-¡Lléveme usted a la Visitación!

-¡A la Visitación!...

Muchas cristianas doncellas fueron primorosas copistas de la biblioteca de Orígenes. En los monasterios de mujeres fue también la caligrafía labor honorable y deseada. ¡Ah, si María Fulgencia quisiera!

-¡Lléveme en seguida a la Visitación, y allí me quedaré hasta que me canse!

-¡Eso es lo peor; que te cansarás!

...Domingo por la tarde llegó al portal de las Salesas de Nuestra Señora un faetón estruendoso y polvoriento.

Acudió el mandadero, y él y el mayoral descargaron cofres, atadijos, cestos de frutas y pastas, ramos, cajas, sombrillas, chales y una primorosa jaula de tórtolas.

Presentose don Jeromillo, carne rural y alma de Dios que se atolondraba y agoniaba de todo. Vio los equipajes, se agarró la cerviz, corrió hacia el cancel del convento, y desde allí volvió a la portezuela, socorriendo al señor deán, que no podía desdoblar sus hinojos y se quejaba, creyéndose cuajado y oxidado.

Asomó en la zancajera del coche un pie, un tobillo, un vuelo de falda... Y rápidamente se escondió todo dentro de la berlina. Venía una brigada de colegiales de «Jesús», la primera brigada, la de los mayores. Se oyó un grito de la señorita Valcárcel.

-¡El Ángel!

El señor deán se revolvió consternado.

-...Con galones de oro y fajín azul... ¡El último de la izquierda! ¡Es el Ángel!

Don Jeromillo se aupó para mirar, se asustó sin entender nada, y saludó al Ángel.

-¡Ése es Pablito, Pablito Galindo, hijo de don Álvaro, don Álvaro el que se casó con Paulina, la dueña del «Olivar de Nuestro Padre»!...

Pasaron al locutorio de la Visitación, y quedose María Fulgencia entre las madres, que la besaban llorando y riendo.

Ella sentía un júbilo infantil. Corrió por los claustros, por el hortal, por la sala de labores y de capítulo. Todo lo preguntaba, y decía que de todo se acordaba. Lo creía todo suyo, en una posesión sentimental de sobrina heredera de Nuestra Señora. Abrió los cofres, los arconcillos, las cestas. Derramó sus ropas, sus sartales, sus brinquiños, sus esencias. Repartía flores y dulces; besaba sus tórtolas, meciéndolas en la cuna de su pecho. Quiso ver su aposento; lo engalanó. Pidió vestirse de novicia y profesar cuanto antes. Se llamaría Sor María Fulgencia del Ángel de Gethsemaní. En verano se marcharía con toda la comunidad a sus haciendas de Murcia, que ya daban gozo...

La abadesa, blanda y maternal, la sonreía siempre con un dulce estupor de sus arrebatos.

La clavaria, grande, maciza, de ojos abismados por moradas ojeras que le ponían un antifaz de sombra en sus mejillas granadas de herpes, la miraba con recelos, y hacía un grito áspero de ave en cada retozo de aquel corazón. ¡Cuánto dengue y locura! Se obligó a vigilarla; y se puso a su lado.

De noche, en el coro, cuando la madre dijo:

-Por la salud de nuestro reverendísimo prelado: Pater Noster...

María Fulgencia inclinose hacia la clavaria, preguntándole:

- ¡Cómo! ¿Qué le pasa al pobre señor? Será muy viejecito, ¿verdad? ¿Tiene sobrinas?

-¡Calle y rece!

María Fulgencia no quiso recogerse sin hablar a solas con la madre, para saber de Su Ilustrísima. El señor obispo llevaba mucho tiempo recluido en sus habitaciones privadas de Palacio. Le asistía un médico forastero; y aunque se ocultaba con rigor su mal, ya no era posible ignorarlo: Su Ilustrísima padecía una enfermedad horrible de la piel. Una desgracia para toda la diócesis de Oleza. La señorita Valcárcel imploró que le dieran pronto el hábito para ir a cuidar al venerable enfermo.

Sonrió la abadesa elogiando su propósito y pidiéndole que se acostara.

-¿Pablo Galindo? ¿Quién es Pablo Galindo?

Sobresaltose la madre, principalmente porque acababa de aparecerse la clavaria, advirtiéndoles que ya reposaba toda la residencia.

A la madrugada, la señorita Valcárcel tuvo congojas. Y desde el segundo día de su ingreso se la vio sumirse en una vida espiritual, ganando en virtudes monásticas.

La clavaria desconfío más. Todas las noches desmenuzaba sus escrúpulos y avisos a la madre.

-¡Es menester probarla mucho! Es hija de casa principal, bien lo sé; pero tiene torbellinos en la sangre... Su padre resucitó, y no era ningún santo... ¡Yo no sé, no sé! Sólo digo que es menester probarla mucho.

Gozaba fama de prudente y sabidora en toda la Orden.

Y la abadesa la probó, quedando más confusa. La señorita Valcárcel subía a la virtud de las virtudes, al dejamiento de sí misma en Dios, según palabras del santo fundador. En el regazo divino se recostaba su alma. Pero algunas veces le parecía que el Señor la pusiese en tierra. La ejercitó en todo género de abnegaciones, imitando a Santa María Magdalena de Pazzis cuando fue maestra de novicias. La retiró del coro mandándola que fuese a contar los ladrillos de la sala de costura, y María Fulgencia los contaba haciendo tonada de escuela. La envió al huerto a coger hormigas, y ella las cogía con entusiasmo. La quitó de la oración más interna y sabrosa para que sacase agua del aljibe, y todas, menos la clavaria, la proclamaron humilde y hermosa como la Samaritana. Hasta se la obligó a servir en el refectorio, vestida de sedas de las galas que trajo del siglo, y también vieron todas en esa criatura la suma alegría de la mortificación.

Se supo que Su Ilustrísima había empeorado. Y la señorita Valcárcel redobló sus penitencias y sus preces.

Todo se lo dijo la madre al señor deán. Y el señor deán respiró complacido.

-¡Ya la tenemos encaminada! Hemos acertado. ¡Ni más ni menos!