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- IV -

Clausura y siglo



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ArribaAbajoI. Conflictos

Las dominicas de Santa Lucía, las clarisas de San Gregorio, las salesas de Nuestra Señora enviaban al señor obispo potes de ungüentos maravillosos y redomas de aceites y aguas de bendición para las llagas.

Juntos salían de Palacio los demandaderos, diciéndose el cansancio y mohína que se les esperaba en sus monasterios. Pero el más caviloso era siempre el de la Visitación. Había de resistir los filiales fervores de la comunidad por Su Ilustrísima, y singularmente de la madre y de sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel. Nunca se saciaban de pedirle noticias. Querían saber si había visto al reverendo enfermo, o si pudo oír su voz y cómo la tenía; si le cuidaba en Palacio alguna religiosa de Oleza; quién le tomaba el recado; si supo algún alivio repentino; qué remedio tuvo más predilección, si el suyo, o los ofrecidos por las clarisas, o por las dominicas, o por las damas devotas; y, finalmente, cuando llegaba a la antecámara y decía: «De parte de la abadesa de la Visitación, y de toda la comunidad...». ¿Qué? Entraba, lo decía, ¿y qué?...

El donado movía resignadamente su esquilada cabeza de siervo, mirándose su gorra viejecita. No sabía nada. Entraba, lo decía, y nada. Un clérigo afilado les recogía a todos, de una vez, las pomadas, los bálsamos, los atadijos de hierbas y raíces. Se marchaba y volvía muy de prisa, repasando documentos, quitándose y poniéndose los anteojos, y de súbito se paraba:

-¡Ah! Oigan: el señor da las gracias a la comunidad de, de eso..., de...

-¿De las salesas? -le preguntaba muy encogido el recadero.

-Sí; de las salesas, de las salesas... Bueno. Y le pide que le encomiende en sus oraciones, y la bendice.

Se humillaba el abuelito para recibir esa bendición que había de llevar a las celestiales esposas, y se aguardaba. Los otros también.

El eclesiástico se ponía a leer en su bufetillo, mirándoles de reojo.

Ellos no se iban. Tañían horas los relojes de las salas. Y el fámulo de las dominicas osaba decir:

-Es que la priora quisiera saber si el agua santa del Jordán le probó a Su Ilustrísima.

-¿Agua del Jordán?... ¿Agua del Jordán? ¿Era un frasquito verde con una cruz en el lacre?

-¡Ay no, señor, que no era! ¡El mío tiene un San Juan Bautista en medio!

-El verde -mediaba el de las salesas-, el verde lo traje yo. Era de aceite de los olivos de Gethsemaní. Lo tenía sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel, porque se lo regaló un señor beneficiado de Murcia que estuvo en Jerusalén, y dicen...

El de las dominicas se expansionaba:

-Mire: el agua santa no venía en ningún frasquito, sino en un tarro de color de pan moreno; un pote de la misma tierra del pozo de Santo Domingo de Guzmán; de la tierra que hacen rosarios, que es tan milagrosa.

Y añadía el de la Visitación:

-¡Si se lo preguntásemos al enfermero!...

Desaparecía el presbítero por la mampara de felpa amaranto, cuyo escudo prelaticio de sedas de oro iba nublándose de huellas de manos sudadas.

Quedábanse los fámulos en silencio, sin moverse de los manises que les correspondían a sus alpargatas cenicientas.

Subían capellanes de la curia, criados de casas ricas preguntando por el enfermo. Volvía el familiar con fojas, con libros. Atendía a los recién llegados, sin acordarse de los otros, y alguno tosía. De repente les miraba con un frío de anteojos.

-¡Ah! Me dicen que sí, que sí que le probaron a Su Ilustrísima: el agua y el aceite, el frasquito y el pote, los dos.

...Llevada de piadosos anhelos, la prelada de las salesas escribió a la madre Ana de San Francisco, de la residencia generalicia de la Alta Saboya, pidiéndole el ostensorio de la Casa, que había sanado muchos enfermos de males empedernidos de la piel. Era una delgada bujeta de forma de libro, y entre dos hojuelas de esmeraldas se guardaban cinco limaduras del hierro con que la santa fundadora, Juana Francisca Fremiot, baronesa de Chantal, se grabó en el costado el nombre de Jesús.

Consintió la casa-madre en dejarlo a la casa de Oleza; pero temía los peligros y la irreverencia de confiar la preciosa reliquia al servicio de Correos entre estampas inmundas, impresos, cartas de herejes y pliegos de valores declarados de la banca judía difundida por todo el mundo.

La comunidad de Nuestra Señora horrorizose imaginándolo. Durante algunos días vivieron consternadas las dulces religiosas.

Domingo de Quincuagésima, a punto de prosternarse María Fulgencia en la cratícula para comulgar, llegose a la prelada, palpitándole la cruz de su pecho y resplandeciéndole de un regocijo de gloria sus hermosos ojos aterciopelados.

-¡Ay, madre, madre, que Nuestro Señor me ilumina!

-¡Comulgue, hija, y después hablará!

-¡Si no puedo, madre; si no puedo de la prisa de decirlo!

-¿Pero tuvo alguna visión reveladora de impedimento?

-¡Yo no sé; yo no sé!... -balbució la sor apasionándose.

Todas comulgaron. Mirábala la madre sintiendo el apuro de su responsabilidad. Era un trance desconocido. En quince años de abadiato, la vida de claustro deslizose siempre sosegada, sin trastornos ni sequedades de tentación, sin convulsiones ni arrobamientos místicos. ¡Y esa criatura de Murcia traía inesperadamente las alarmas de la santidad! Pues ¿qué haría ella con una santa en casa, una santa bajo su obediencia, una santa jovencita, con tránsitos ciegos, incomprensibles del gozo a las lágrimas, de las melancolías a los enfados pueriles? ¡Las santas, las santas no debieran manifestarse sino después de muertas, quietecitas en los altares! ¡Señor, arrobos, no! ¡Tan bien como se podía vivir siendo todas dóciles! -¡la clavaria, la clavaria!-, ¡todas dóciles, todas buenas, muy buenas, y nada más!

Todavía insistió sor María Fulgencia:

-¿No me oye, madre?

Estremeciose la madre.

-¿Me oye? ¡Es el relicario, es el relicario que viene, que puede venir sin peligro!

Presintió la abadesa que iba a florecer la gracia de lo maravilloso.

-Pues ofrezcamos la comunión por tanta dicha. ¡Recójase, ande!

Acabado el oficio y rezo, y después de refectorio, juntose la comunidad en la sala de costura. No quiso la prelada el coro ni la sala de Capítulo ni otro lugar de ceremonia, temerosa de los efectos extáticos. ¡Señor, arrobos, no! Un aposento apacible y claro, donde se habla con sencillez y honestísimos júbilos, no había de invitar a demasiados prodigios. Por humilde olvidaba la madre que el recinto de milagro es la simplicidad de los corazones. Llamado San Goar por su obispo, acude a Palacio; pasa la antecámara; no ve percha ni mueble donde dejar su capa, y la cuelga de un rayo de sol. De una devanadera podía temer la madre que se quedaran prendidos como flores los anhelos de sor María Fulgencia. La miraron todas, y ella se puso colorada, y estaba más hermosa.

Palideció la madre. ¿Exhalaría esa criatura la rara y celestial fragancia que dejan los cuerpos de los bienaventurados? ¡Ese dulce sofoco de su piel tan fina, ese temblor de su pecho!...

-Ya puede, ya puede decir... -le autorizó, suspirando.

Y la señorita Valcárcel dijo:

-Mi primo Mauricio está de agregado militar en la Embajada de Viena...

Se produjo una brisa de tocas, un oleaje de hábitos, de pecherines y lenzuelos.

La clavaria gritó:

-¡María Santísima! ¡En el comulgatorio; en presencia de Nuestro Señor Jesucristo fue cuando pensó en el mundo!

Mostrose también la superiora con enojo de constitución, aunque sintiese un escondido alivio viendo remontarse el vuelo de lo extraordinario.

-¡Ay! ¡Que siga!...

-Que siga su caridad... -pidieron muchas voces.

Revolviose la clavaria murmurando que era demasiada impertinencia. Pero la madre permitió que hablara la sor. De sus palabras podía originarse un bien para el amado enfermo.

-Mi primo Mauricio está de agregado militar...

-¡Ya lo sabemos! -le interrumpió la austera religiosa.

-...En la Embajada de Viena, y ahora llegará a Murcia con permiso.

-¿Y cómo lo averiguó su caridad? -se le interpuso de nuevo la clavaria.

-Yo nada averigüé. Me lo ha escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine...

-¿Cómo se llama esa señora?

-Ivonne-Catherine; pero tío Eusebio la llama Ivette, o Kate, o Gothon.

-¡María Santísima!

-Me lo han escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine, que pasarán la Cuaresma y Semana Santa en sus haciendas de Murcia. La reverenda madre leyó la carta. Mauricio ha de detenerse en la Alta Saboya, mandado por su ministro. En Pascua llegará a Murcia, y trae licencia hasta la Asunción. Y yo me he dicho, sin duda movida por Nuestra Señora, que por qué no se le encomienda el venerando ostensorio. Su reverencia podría escribirle a la madre Ana de San Francisco y esta pecadora a él...

Menos la clavaria, todas bendijeron el inspirado designio de la vía diplomática. Y quedó aprobado.

Camino de su celda, la madre tuvo que soportar los buidos conceptos de su ministra.

-¿No se habrá cometido ya un daño irremediable permitiendo que la sor dijese su parecer?

La madre pudo valerse de San Pablo:

-El apóstol de las gentes ha escrito «que si alguno de los reunidos recibe una revelación, callará el que estuviere hablando».

-¿Y fue revelación verdadera lo de la señorita Valcárcel? ¿No será sor María un peligro para la vida de suavidades de esta casa?

Humilló la abadesa su frente calva, como aceptando los males que pudiesen venir.

-Todas amamos a sor. Las educandas tienen un gozo de escogidas desde que ella vino a nuestro lado.

-¡Es alegría y amor del mundo!

-En estas casas siempre hay una monja que trae la alegría. Ya lo dijo una santa: «El Señor dotará de gracias a una hermana para que sea nuestra recreación». Aquí es sor María Fulgencia, que todavía no es sor, aunque se lo digamos.

-Es que sus gracias pertenecen al siglo. ¿En qué probó quererlo renunciar?

-¡Lo renunciará porque ha sufrido mucho!

-¿En qué sufrió? ¿Qué dejará en el siglo si se deja el siglo? Nuestra santa fundadora se arrancó de sus padres y de sus hijos: dos hijas casadas y un hijo de quince años, y este hijo, recuérdelo su reverencia, este hijo se tendió en el umbral de la casa para que la madre retrocediera. La santa le miró, y pasó por encima del hijo, para bien de nosotras, sus hijas verdaderas.

-¡No todos podemos ni debemos aspirar a la santidad!

Y oprimiéndose con dulzura los dedos, uno a uno, como si se los contase, recogiose en su celda. Allí elevó sus manos, y en seguida las descansó en un libro de cuentas, entre cuyas páginas dejara sus gafas desnudas. No se toleraba a sí misma ademanes de excelsitud y desesperación para no atraerse lo extraordinario. ¿No estaban bien todas? ¡Todas, no! La clavaria, no. ¿Y por qué no? ¿Por qué tan rígida señora había escogido esta orden, que no fue creada para duras penitencias? Todas las intenciones y palabras del sabio definidor, obispo y príncipe de Ginebra, San Francisco de Sales, fueron apacibles y misericordiosas. Así quiso ser ella, acogiéndose al que dijo: «¡Bienaventurados los corazones blandos, porque nunca se quiebran!».

Alcanzó de un vasar de yeso el Directorio de Religiosas.

En la huerta retallecida, bajo un envigado de rosales en flor, giraba un ruedo de hermanas jovencitas que cantaban, mirando la ventana de sor María Fulgencia:


Mari-ábreme la puer...
Mari-ábreme la puer...
¡Que vengo muy mal-herí!...
¡Que ven-go muy mal herí!...

Crujió una vidriera, y salió una tonadilla de párvula respondiendo:


No llaméis con tanto gri...
no llaméis con tanto gri...
que nos oye la clavá...
que nos o-ye la clavá...

Y la madre volvía las hojas rosigadas del libro, hasta que se detuvo, porque tropezó en el capítulo que dice: «¿Qué es vivir conforme al espíritu?».

«...Si una hermana es dulce, agradable, y yo la amo con ternura, y ella también me ama, y hay amor recíproco, ¿quién no ve que la amo conforme a la carne, sangre y sentidos?».

Se quedó mirando la rueda graciosa de educandas. Asomó muy tímida la señorita Valcárcel, presentándole la carta para su primo, y luego saliose.

La madre siguió leyendo:

«...Si la otra tiene la condición seca y áspera, y con todo eso, no por el gusto que tengo, mas sólo por amor de Dios, la amo, la sirvo, la acudo, ése sí que es amor conforme al espíritu, porque no tiene en él parte la carne...».

Y sin querer, la abadesa pensó; «¡Siempre ha de salir gananciosa la clavaria!». Conforme al espíritu, la resistía y la amaba. ¡Y en cuanto a la señorita y sor, no era profesa, sino una avecita que se les entró asustada en este palomar de Nuestra Señora! ¡No, no se le quebraba el corazón!

Se puso a escribir, y apenas trazada la cruz de la cabecera, surgió la clavaria.

La madre le dijo:

-¡Mire qué linda carta de sor! ¡Parece que un ángel le haya llevado la pluma sobre el pliego!

-¡Nunca fue la sor tan pulida en la letra como ahora!

Reparó más la prelada en la escritura con algún sobresalto. ¡Oh, Dios, y qué sufrir!

Y la monja se le apartó, acariciándose el cíngulo. Siempre decía muy sutiles advertimientos, y en seguida se retiraba, dejando a la madre en la tribulación de la incertidumbre. ¡Pero en aquel difícil y piadoso negocio de la salud de Su Ilustrísima, tardar sería pecar! Y alentose, escribió su misiva, bajó al locutorio, y avisó a don Jeromillo.

Todo se lo fue refiriendo, y cuando llegó al acomodo para traer al relicario brincó el capellán, gritando:

-¡Leñe! ¡Y qué ingenio de moza!

-¡Ay, don Jeromillo, no diga eso! ¡Toda la vida estamos pidiéndoselo!

Luego le entregó las cartas.

-Que no se aparten de usted hasta que usted mismo las lleve a la diligencia, y mire que la diligencia sale a las cuatro del parador.

Abriose el hábito don Jeromillo y se las puso en el seno.

La madre entornó los ojos, porque la urdimbre del velo visitandino no impedía que se viese el rojo breñal de aquella carne de varón. ¡Ay, don Jeromillo era tan velludo como Esaú! ¡Quién lo pensara!




ArribaAbajoII. Miércoles y jueves

Miércoles Santo, dos Hermanitas de los Pobres, dos hormiguitas trajineras, con sus tocas cabezudas, le llevaron a Paulina la «tabla» de los turnos para la mesa petitoria de la catedral. Ella sonrió, aceptándolo todo. No era menester que la leyese. Nada más había que conciliar sus compromisos y devociones: en el oratorio de las clarisas, a las seis; en la parroquia de Nuestro Padre, a las siete, y la vela del Santísimo, de dos a tres, en la catedral. Pero las hermanas, dulces y tercas, porfiaban que sí que era menester; y Paulina leyó la hoja, y en seguida volviose como si buscase aprobación y la temiese. Las monjitas se miraban, y ella salió del comedor, y luego vino Elvira y don Álvaro, que traía entre sus dedos el escrito.

-Aquí dice: «Santa Iglesia Catedral: De cuatro a cinco, condesa de Lóriz, señora de Galindo y doña Purita Canci». Y yo digo: ¿por qué juntaron ustedes estos nombres?

-Tres habían de ser, señor don Álvaro, y estos tres nos parecen de los más principales de Oleza -lo pronunció la hermana joven con acento gascón y un fino parpadeo de inocencia y perplejidad.

-¿Y por qué no podían ser la señora Monera, mi mujer y mi hermana doña Elvira?

-Bien podían haber sido -dijo entonces la monja más antigua-, si no viniésemos de hablar con los de Lóriz, generosos bienhechores de Casa; pero la condesa quiso que al lado de su nombre apuntásemos el de la señora Galindo y de doña Purita.

Otra vez se habían mirado las Hermanitas de los Pobres, y los hermanos de Gandía también, y entre ellos, Paulina estaba sola, inclinada, esperando. Don Álvaro se mordía el silencio que se le enredaba en su boca, el silencio como si únicamente fuese suyo, pesándole como una barba de bronce.

Plácida y lisa, la monja vieja exclamó:

-Además de las señoras, estará una de nosotras en la mesa.

-Precisamente -dijo la francesita sonriendo-, Dios mediante, será una servidora quien les haga compañía en la catedral.

Elvira también sonrió, mostrando sus encías.

-¿Será usted? ¡Miren cómo la guardan para lo mejor! ¡Por algo se murmura en Oleza que pronto la tendremos de Buena Madre!

La hermana puso toda su mirada de luz en los ojos enjutos de Elvira. En la monja asomaba la mujer virgen, y en la señorita de Gandía, la soltera.

-¡Oh, guardarme para lo mejor! ¡Quizá sea verdad! Pero, si fuese usted de nosotras, también podría ser la elegida.

-¿Y no siendo de ustedes, ya no puedo aspirar al rango de ese petitorio?

-No digo yo tanto. Fue la señora de Lóriz quien escogió los nombres.

-¡Pues no sabe esa señora las gracias que le doy por que no se acordara del mío!

-¿De veras? ¡Por Dios!

-¡Qué «de veras» y qué «por Dios»!

Y ya estallaba su brío de descaro; pero se redujo, muy humilde.

-No tengo ingenio para remilgos de sociedad; yo soy de pueblo, y mi sitio será la mesa de una hermana de Monera, la que está al servicio del señor penitenciario.

-¡Oh, es muy buena mujer!

Luego, la monjita volviose a don Álvaro, dejándole exactamente a él la clara interrogación de sus ojos:

-¿Entonces?...

Se entenebreció don Álvaro, sin contener el goce de mostrarse más rudo:

-Entonces, entonces... yo no me avengo a que esa señora condesa disponga de nosotros como de criados.

Se le movía la barba, se apretaba las manos y se aborrecía a sí mismo, viendo que las Hermanitas se despedían de Paulina mirándola como si la compadeciesen. Y las paró con su grito:

-¡Estoy harto de sentir mi voluntad empujada por la de todo este pueblo!

Ellas postraron sus frentes con aflicción.

-Mi mujer irá, pero yo también impongo y rechazo compañías.

La monjita buscó su lápiz entre los pliegues de la manga y esperó con un gracioso parpadeo.

Don Álvaro dictó:

-Señora de Lóriz, señora de Galindo y señora Monera.

-¿De modo que hay que quitar a doña Purita?

Y fue repitiendo y escribiendo con mansedumbre: «Se-ño-ra Mo-ne-ra...».

-¿Y usted admite la enmienda sin consultarla?

-¡Es tan pobre cosa para esta vida!

Y se marcharon las dos hormiguitas del Señor.



Jueves Santo. La tarde se quedó inmóvil. Se oían los gorriones de toda la ciudad como en un huerto. El grito de una golondrina, las alas de un palomo rasgaban la seda del silencio. Arriba tableteaba huesuda y áspera la carraca de la catedral, y el clamor del río parecía del agua de la noria cansada de la torre. Sol y blancura de acacias en flor, de tapiales encalados. Todos los campos tiernos, acercándose a Oleza para ver al Señor, al Señor caminando por las cuestas de Jerusalén. Pero el Señor estaba tendido y desnudo delante del Monumento, entre los reclinatorios de la vela del Santísimo. Paulina le miraba los filos de hueso que le salían por la gasa morada: la nariz, las rodillas, los dedos alzados de los pies. Le buscó las uñas, las uñas azules del cadáver del Señor... Y llevose a la boca su pañolito, que tenía manchas de sangre seca. Veía a su hijo, muy pequeño, con ella y don Álvaro. Don Álvaro, todo de negro, rígido y aciago. Se acercaban al Monumento. Fue en esta hora tan buena del principio de la tarde. Los únicos pasos, los suyos en las losas de la catedral. El niño tuvo miedo y buscó el arrimo de la madre. Sintiose caer un lagrimón de cirio en una arandela. Crujió la falda de Paulina entre los dedos del hijo. Se arrodilló don Álvaro, encorvándose para besar los pies llagados de la imagen, y en seguida su mano empujó a Pablo: «Bésalos», y Pablo cayó encima de las uñas del muerto. Ella lo recogió, enjugándole la boca con un lenzuelo de encajes, el mismo pañolito que todos los años traía en la vela del Jueves Santo. Lo aspiraba reverenciando aquella sangre viejecita como si fuese de las heridas de los pies de Jesús... De tiempo en tiempo entraba el plañir de los mendigos del portal: «¡Por la memoria de la Pasión y Muerte!», «¡Por las espadas de Nuestra Señora!». Gemían los muelles y la roldana del cancel forrado de cuero. Pisadas claras, exactas en la soledad. Lo mismo que entonces.

El Monumento esplendía sereno y profundo, como una constelación en la noche litúrgica. Terciopelos rojos y marchitos, oro viejo de los querubines del sagrario, oro de miel de las luces paradas, un crepitar de cera roída, un balbuceo de oraciones, un suspiro de congregantes, macizos de palmas blancas del domingo, floreros de rosas y espigas y los mayos de trigos pálidos con sus cintas de cabelleras de niñas alborozando de simplicidad aldeana el túmulo augusto y triste; olor ahogado, y la sensación del día azul rodeando los muros, la sensación de Jerusalén, blanca y tibia en el aire glorioso de Oriente.

Paulina sentía una felicidad estremecida en la quietud religiosa del Jueves grande: todo el día inmenso allí recogido como un aroma precioso en un vaso. Las luces la miraban como las estrellas miran dentro de los ojos y del corazón en las noches de los veranos felices de la infancia.

Alrededor del Monumento rezaban señoras humildes, esperando su guardia del Santísimo a esas horas quietas en que nadie puede ver sus vestidos mustios, nadie más que ellas mismas y el Señor desde la hostia rota de la urna radiante.

Paulina recordó las tardes del Jueves Santo, caminando desde el «Olivar» por las veredas de las mieses ya granadas, para visitar los sagrarios al lado de su padre y de Jimena. La mayordoma la contemplaba como criatura suya. Enmendaba un azabache de su ropa, le prendía mejor la mantilla, le vigilaba los broches de las joyas arcaicas que iban dejándole el viejo perfume de los Jueves Santos de la madre ya muerta...

...Levantose de su reclinatorio extenuada y dulce. Llegábale ya el turno de la mesa de pedir de las Hermanitas. Pasó delante de capillas húmedas, desoladas y ciegas bajo el velo morado de Pasión, con las sacras y los candeleros caídos en el ara desnuda. Nada ni nadie en el altar. Los cielos de la piedad se habían despoblado y toda la liturgia se apretaba junto a los últimos momentos de la humanidad de Jesús. Principió a lucir el triángulo de cirios del tenebrario, y en su tronco labrado se quebraban dos grandes medallas de sol rural que caían desde el follaje negro de piedra de la bóveda. Del continuo tránsito repicaba el cancel como la cítola de un molino. Destilaban las voces de fuera, voces que iban cerrándose de las gentes que entraban, voces que se abrían a la lumbre de los pórticos. Familias artesanas y labradoras; juntas de cofradías; guardias civiles de zancas de algodón blanco; la oficialidad y los ordenanzas de la zona de reclutamiento; niños de un colegio pobre, esquilados, con botas gordas y trajecitos de huérfanos sin luto; mercedarios, carmelitas, franciscos, soltando un ruido de sandalias viejas, el mismo ruido de los pies de los discípulos cuando viniesen desde Bethania para comer la pascua en el cenáculo; parejas de jesuitas, con el manteo tendido y el sombrero reclinado en el pecho; su doble genuflexión estricta, medida, como si oficiaran, postrándose, persignándose y alzándose a la vez, y en seguida, a otra visita de Monumentos, con su andar de viajeros de jornada piadosa, para volver pronto al oficio de Tinieblas de casa, el mejor de la diócesis...

La monja jovencita recibió a Paulina junto a la mesa de damascos de los Lóriz. También eran del palacio de Lóriz las bandejas y los candelabros de plata cincelada. En medio resplandecía una menuda imagen del Nazareno, imagen de fanal de consola, con cabellera de verdad, la túnica de lentejuelas y la cruz de filigranas. Llegó la Monera, redonda, sudada y el pecho repolludo de terciopelos, de azabaches, de blondas, de collares y cadenillas de joyeles. Se ahogaba del cansancio de traer sus galas por las iglesias, pero le reventaba el gozo. Subía sus manos para pulir su tocado, y se le enzarzaban los dijes con el rosario de nácar, con el abanico de concha, con el redículo lleno, con los broches de la «Semana Santa» de peluche, y jadeaba más.

Se retrajo la Hermanita para seguir las oraciones de su eucologio, y ya la Monera pudo hablar con holgura:

-¡Atiende! ¿No se sienta usted en medio? Pues yo sí, a lo menos hasta que se nos venga la de Lóriz. ¿Y no se tratan ustedes siendo vecinas? ¡Claro que tampoco nos tratamos nosotras como debiéramos teniéndose tanta amistad nuestros maridos! ¿Y ha sido ella, la condesa, quien nos escogió para este turno? ¿Usted lo esperaba? Yo, no; pero no se me encoge nada por eso. Bien han de morderse algunas cuando nos vean, y entre todas doña Purita. ¿Es verdad que ha venido familia forastera de los Lóriz? ¡Las vizcondesitas de no sé qué! ¿Pues cómo no las trajo? ¿Dejamos ya nuestra limosna porque no digan... o aguardaremos que llegue la señora condesa?

Paulina entornaba sus párpados, ya que no se cerraban los labios de aquella mujer.

«Tiene más orgullo que una noble sin serlo; un orgullo como si fuera feliz». Y, en tanto que la Monera lo pensaba, sonreía para seguir su comadreo:

-Dicen que el de Lóriz es un pillastre. Todas le encalabrinan, desde las mocosas de costura hasta los refajos de las huertanas y las piernas de pringue de las de San Ginés. Lleva dos dientes de oro. Una boca podrida de vicio. ¡Qué diferencia entre Lóriz y don Álvaro y el pobre del mío! ¿Y no ha venido también el hermano de la condesa?

Paulina se internaba dentro de su corazón. «Pasaré una hora de esta tarde, tan mía desde que era niña, al lado de la de Lóriz, la hermana de él».

Y se precipitó a mirar los canceles.

Prorrumpió la masa de los seminaristas, con estruendo de haldas y zapatones. «Filósofos» y «teólogos»; la granada juventud de Oleza, con sus lobas o sotanillas azules, recias, sin mangas, la beca encarnada que se tuerce en forma de corazón sobre el pecho, colgando las puntas por las espaldas con dos rollos de tafetán blanco. Se arrodillaron duros y polvorientos entre un vaho de camino. Se torcían los puños; hundían sus frentes de aldeanos. En los ojos de los sacerdotes inspectores había un trastorno que les secaba la oración.

Salieron despavoridos; y entonces surgió Elvira crispada, rápida, con los pómulos de cal, las sienes recalentadas, y entre las vedijas de crepé aparecían los calveros de la edad. Sus ropas, retorcidas a sus huesos como una piel; arrebatada y tirante, con un brillo húmedo en sus ojos ávidos, se puso a rezar, sin quitarlos de su cuñada, de la belleza de su cuñada. De pronto fue a la mesa, y Paulina se levantó.

-¡No te asustes, hija! -y se arremolinó con la Monera-. ¿Los habéis visto? ¡Un bochorno que da grima y ganas de llorar! Ésos, los seminaristas. A estas horas, los únicos que no lo sabéis sois tú y el señor obispo, tía Corazón y, claro, esa Hermana.

-¡Ni yo tampoco! -rompió ahogándose la Monera.

-¡Al lado de ésta, lo comprendo!

-¡Nos están mirando todos! -suspiró Paulina.

-¡Que nos mire Dios con agrado, que los demás no me importan!

Luego soltó el lance escandaloso. Los seminaristas, por un podrido deseo de sus guías, atravesaron el callejón de la Balsa, el lupanar de Oleza.

-¿Callejón de la Balsa? -y la señora Monera estrujaba los corcovos de espanto de su pecho.

-Corrieron los inspectores, y ya no tuvo remedio la indecencia. Desde los portales y ventanillos les llamaban las malas mujeres remangándose. Yo venía de Nuestro Padre, de ver el Lavatorio. Daba compasión el padre Bellod, tan viejo y tan sufrido, arrodillándose delante de aquellos pies, lavándolos, enjugándolos y besándolos. ¡Doce veces! Le reventaba la frente, le crujían los riñones ceñidos por la toalla. Eso se ahorra Su Ilustrísima...

No pudo seguir. Apareció la familia de Lóriz. La condesa y sus primas forasteras. Dejaban claridad, gracia, frescor y aroma de frutales finos en flor. Luz y goce de naturaleza. Sencillez de damiselas que fuesen a cultos humildes; cabelleras rubias replegadas levemente bajo la vieja suntuosidad de las blondas. Ritmos y contoneos de puerilidad, de ligereza. Delicias de carne recién comunicada de la tarde de abril. Aristócratas en el descuido selecto de una temporada de cortijo. Sin joyas; hasta los guantes blancos tenían una blancura de marfiles, los de la última comunión en Madrid o de misa temprana. Únicamente la condesa llevaba en medio del pecho un jazmín de diamantes antiguos. Ella y sus primas, de sedas negras, y parecían vestidas de blanco. Las miraban pasmadamente las damas y vírgenes de Oleza, obligadas a un esfuerzo y pesadumbre de vestidos brochados, de cuelgas de alhajas, de rigideces de lienzos interiores, de cinturas retorcidas y pechos retrocedidos entre el cañaveral de las ballenas. En cambio, de las forasteras se exhalaba la alegría de sus cuerpos con tanta gloria que casi se creía que fueran a brotar desnudas como de un baño.

-¡Atiende! ¡Vienen de trapillo, pensándose que aquí no se viste!

Y la Monera se precipitó erizada de terciopelo a su silla, recelosa de que se la quitaran las de Lóriz. Detrás, Elvira lo acechaba todo. Parecía más flaca y su piel más verde entre las grietas de su yeso de arroz.

Paulina se había levantado acogiéndolas con una graciosa timidez. Sentíase muy infantil rodeada de esas gentes tan felices. Y de pronto se vio dentro de la mirada del hermano de la de Lóriz, siempre con traje de viajero. Semejante a la hermana, con los ojos más azules y amargos. Ya tenía hebras blancas en las sienes y en el oro de la barba.

-¡Hace dieciocho años, Paulina, que no nos hablábamos! Era usted soltera. He visto a su hijo en el colegio. Lo he llamado para verle y besarle.

Por los mismos conceptos que decía: «verle y besarle» le miraba ella los ojos y después la boca. Se le apartó con suavidad, y bajó los párpados con un honrado temblor; y encima seguía descansándole la contemplación de aquel hombre. Como prueba de que no le pesaba, de que no había de huir ni de sonrojarse, volvió a subir su mirada y a recoger limpiamente la suya. Todo muy rápido como una luz. La misma fugacidad tuvo su pensamiento, el pensamiento que la traspasó y que estampaba distancias y tiempos: «Pude haber sido la mujer de ese hombre». Acababa de verse, toda virgen, tan blanca, en el viejo reposo del «Olivar de Nuestro Padre». Pudo ser su mujer. Pudo ser de ese hombre que descansaba en el silencio de la casa de Oleza como si se tendiese al amor de un árbol familiar, y aparecía por las aradas y huertas de don Daniel con su caja de pintor. Don Daniel no vio el elegido para Paulina como lo vio en don Álvaro. Cuando Máximo se despidió para seguir su camino, ella se dijo (se alzaban claramente los años, para ver la pronunciación de sus palabras), ella se dijo: «Si nos quisiéramos, nos marcharíamos después de nuestra boda y recorreríamos el mundo». Y ahora, mirándose, reanudaba su pensamiento: «Ya llevaríamos diecisiete años casados desde entonces; diecisiete años...».

Y todo esto voló dentro de su frente, por el horizonte del «Olivar» de aquellos días deshojados, sin sobresaltos de casada perfecta. No se había complacido en otro amor, sino en otro matrimonio, otro matrimonio que le parecía referido a distinta mujer. Todo tan breve y tan ajeno que no dejó de oír ni de mirar a las aristócratas forasteras y de pagarles su sonrisa con la suya vigilada por la hermana de su esposo.

La de Lóriz la sentó a su lado con gentil llaneza; y volviéndose aturdida le dijo:

-¡Cómo! ¿No es Purita nuestra compañera?

-¡No, señora; no, señora, que soy yo! -respondió embistiéndose la del homeópata.

La de Lóriz se distrajo para confirmarle a Paulina que fue ella misma quien indicó este turno por verla y tenerla muy cerca. Su hijo siempre les hablaba de la mamá de Pablo, la mamá más hermosa del colegio. Ninguna sonreía y miraba como ella...

De un tarjetero de filigranas fragante y diminuto sacó una monedita de oro. Paulina, también. La Monera extrajo de su gorda faltriquera de mallas un escudo chapado, diez viejos reales, y pareciéndole escasa la limosna en presencia de tanto señorío de Madrid, desató de su pañuelo un rollo de menudos que se le reventó entre sus dedos enguantados, y los dineros botaron en las losas con el plebeyo ruido de la calderilla.

Se agobió buscándolos y estalló su rotunda cintura de agramanes.

Llegaba entonces la primera brigada de colegiales de «Jesús» con sus levitas ceñidas por el fajín de torzal azul, guante blanco, insignias y franjas de oro. En las últimas ternas iban juntos el hijo de Paulina y el de Lóriz, que se miraron avisándose. Máximo Lóriz, descolorido y frágil, la frente lisa, los ojos precoces, ya con elegancia y decrepitud de club. Pablo Galindo, alto, de una adolescencia dorada, pero con la infancia todavía en su sangre; la mirada de suavidad de la madre, y entre sus cejas, el fruncido adusto de don Álvaro.

Lejos, en los terciopelos descoloridos del sagrario, se reclinaba la cabeza fina y pálida del hermano de la de Lóriz. Desde allí contemplaba a Paulina pasando sus ojos sobre la frente del hijo. Y otra vez se remontó para ella el vuelo de los años hacia el horizonte de su virginidad. Otra vez la imagen súbita de sus bodas con aquel hombre. Pero en medio se alzaba el hijo. El hijo no sería según era trocando su origen. Se le perdía la profunda posesión de Pablo, sintiendo en él otro hijo, es decir, otro padre. Este hombre, con quien podía haber sido dichosa, era él, en sí mismo, menos él que don Álvaro, tan densamente don Álvaro.

Ya salía la brigada de «Jesús». Los inspectores adivinaron el peligro para la devoción que emanaba de aquella mesa y del grupo femenino, más de festín de belleza y de ternura que de limosna de piedad; y se pusieron delante.

Quedó la iglesia en una quietud de aposento de enfermo. En el cancel surgió el tribunal enlutado de don Álvaro, Alba-Longa y Monera.

Paulina elevó su frente a la escintilación del Monumento. La de Lóriz y sus primas secreteaban con risas deliciosas. La Hermanita de los pobres rezaba; la Monera se ahuecó entre las señoritas nobles que seguían de pie, y volviose a su marido significándole con una mueca que ella no era como él; ella no cedía su asiento, ella no se levantaba por nadie... A lo último, Elvira, inmóvil, olvidada, sacrificada, recibía el saludo de su hermano, que dobló su cabeza de piedra.

Paulina tembló. Junto a su oído, los labios de Máximo el pintor, que acababa de aparecérsele, le decían:

-¡Qué tarde tan inmensa, Paulina! ¡Dios mío, la felicidad se pierde como la lluvia que cae en las aguas!... ¡Por qué lloverá sobre el mar!

Fuera, en el azul, rodaba de nuevo, áspera y vieja, la carraca de la catedral.




ArribaAbajoIII. Viernes Santo


Por la mañana

La primera brigada de «Jesús» se internó, atropellándose un poco, en el ancho zaguán de casa Lóriz. En la calle se quedó la bulla de vendedores, de huertanos, de arrabaleros, entre humos crudos de sartenes de buñuelos y olores cansados de taberna que pringaban el aire fino de la madrugada.

El mayordomo, con su levita negra, maciza, como un tronco de carbón, inclinose heráldicamente, besando la mano del padre prefecto.

La segunda y tercera brigada -de alumnos «medianos» y «pequeños»- veían la procesión del amanecer desde los ventanales y azoteas del Ayuntamiento. Y la primera, la de los «mayores», la de los más ávidos y fáciles para los peligros del mundo, había de pararse en las calles, fermentadas por un trajín de feria y de bureo, oyéndolo y presenciándolo todo en el viernes de luto tan sagrado.

Siempre los obispos dieron ese día su Palacio a «Jesús». Domingo de Ramos, un familiar visitaba al rector del colegio, llevándole la invitación para las procesiones de Semana Santa. Y el de ahora dejó sus ventanas y balcones a la hierba rebrotada y a los vencejos y golondrinas que acababan de llegar a sus nidos de antaño. Sólo entre las rejas de las oficinas episcopales se apretaba el rebañito de las criaturas del Hospicio. Nadie comprendía la conducta de Su Ilustrísima. «Pero Dios -suspiraba la comunidad de "Jesús"-, Dios permite que hasta lo incomprensible suceda en Oleza, y que se olvide».

Lóriz les remedió de esa adversidad del Palacio cerrado, abriéndoles el suyo. Lo quiso su mujer, para gozo y vanagloria del hijo, que pertenecía a esa primera brigada. Y he aquí que el padre prefecto venía también, calificando con su presencia la gratitud de casa.

Lóriz y su cuñado Máximo les recibieron en la última meseta, y el conde les dio la bienvenida como si les diese las buenas noches para acostarse. Los colegiales iban subiendo los peldaños de losas con los brazos cruzados, como si fueran al estudio.

En la antesala, la condesa, sus primas y doña Purita, claras y fragantes, exhalaban un júbilo gracioso de aves y flores que dan tan íntima sensación de mujer. Besaron a su colegial, y los besos se abrían con una frescura de rosas. Los inspectores se erizaron.

El huerto interior, retoñado, transpiraba hasta lo más profundo sus esencias húmedas.

-¡Qué hermosa es la Semana Santa, padre prefecto! -suspiró la de Lóriz.

El jesuita sonrió con misericordia, y sus ojos quisieron ser como manos que recogiesen los pensamientos de los adolescentes.

Le apartó el conde, hablándole como si le susurrara una confidencia elegante. Le porfió mucho, dejándole un resplandor de sonrisas orificadas. En fin, el prefecto dio una blanda palmada.

-¡Deo gratias!

Pero casi no resaltó la dispensa del silencio. Un criado, de frac doméstico, abrió las galerías, que ya principiaban a teñirse de los paisajes y cielos de las viejas vidrieras. Allí estaban paradas las mesas para un refrigerio escolar de natas, de fresas, de pasteles, de almíbares.

Este apuro lo resistieron severamente los reverendos padres. Antes de salir de casa estuvieron los colegiales en el refectorio; y ya bastaba.

-¡De modo que los pobres chicos han de ayunar como santos!

¡Ese ilustre pecador no tenía ni concepto del ayuno! Y el prefecto ladeaba su cabeza escuchando. Los relojes de las consolas, del comedor, del vestíbulo, todos tocaban sus campanitas de cristal, sus carillones infantiles, sus horas de órgano.

-¡Las cinco! ¡A las cinco, qué infernal tumulto habría en el Pretorio!

-¿Tan temprano? ¡Y nosotros, padre, cayéndonos de sueño en nuestro sofá! -Y Lóriz fue derrumbándose en los cojines de tisú. ¡No recordaba haber madrugado nunca!

El jesuita le amenazó con su índice blanco, prometiéndole un terrible castigo. Pero Lóriz se sentía perdonado.

-¡Aaah, quién sabe! ¡Sí, sí; quizá no!

Lejos sonaban pífanos, tambores, alaridos. Se apretaron los colegiales en los damascos de los balaustres. Doce alumnos en cada balcón; el último para los fámulos. De pronto se volvieron hacia los salones. Dos camareras jovencitas les presentaban en canastillas de mimbres una volcada abundancia de frutas escarchadas, un júbilo de rimeros de cajas de chocolates, de almendras, de yemas...

-¡Que acepten siquiera esto! -Y Lóriz se gozaba de la dolorida resignación de los padres.

Permitió el religioso el agasajo, pero recomendando, de grupo en grupo, que lo guardaran para no trocar la tristeza del viernes en una apariencia de convite de bautizo. Además, Oleza les miraba. Acababan de abrirse las celosías de casa de don Álvaro Galindo. Salió el matrimonio Monera, y después Paulina entre su esposo y Elvira. Detrás predominaba el cráneo liso del penitenciario. La vieja Oleza se quedó mirando a la Oleza de los Lóriz. Faltaban Carolus Alba-Longa y el padre Bellod. En ese día don Amancio se despojaba de su levita jurídica y pedagógica para ceñirse de lumbres de hierro de centurión, y el párroco de San Daniel empuñaba su maza de plata de maestre de la cofradía del Ecce Homo.

La condesa y Purita saludaron a Paulina con su sonrisa y sus manos perfumadas de confites. Y los alumnos de «Jesús» ya no pudieron resistir la tentación de las escarchas, de los chocolates, de las almendras, sintiéndose más cerca de las deliciosas mujeres, comunicados de los mismos sabores, dejando el mismo aliento que ellas en el tibio amanecer.

La disciplina de «Jesús» no alcanzaba al condesito. Máximo podía ir de balcón en balcón, bromeando con todos los camaradas; apartarse con sus predilectos y correr todo palacio. Les llevó al huerto, a las despensas, a las cocinas; se deslizaron por puertecitas recónditas, por escaleritas súbitas; brincaban por los desvanes despertando a los vampiros, los enormes murciélagos colgados de la uña o de un ala triangular y satánica de las vigas de troncos. Bajaron a las salas principales, se tendieron junto a la urna de los peces sagrados para verlos nadar. Salón de retratos, oratorio, comedor. El condesito era el guía de sus elegidos; dos madrileños rubios y zumbones, Pablo Galindo y un mozallón de Aspe, de casa labradora, que no hacía sino sonreír a los cortesanos, encogido entre las rancias suntuosidades. Confió el rural que Pablo, por ser lugareño, quedase también pasmado; pero el hijo de Paulina pronunciaba los nombres de las cosas de más estupenda rareza: ánfora, lis, vitrina, lacrimatorio; sabía los secretos de los bargueños, de los arcaces, de los relicarios de algunas tallas, y habló de los muebles de su casona del «Olivar de Nuestro Padre».

-¿Y en tu casa de ahí enfrente?

Pablo humilló sus pensamientos recordando los lienzos grietosos del señor Galindo, de la señora Serrallonga; el óvalo del panteón familiar de pelo de difuntos, la palmatoria de la perdiz embalsamada... El de Aspe se volvió con sobresalto al hijo de Lóriz, que se subía por los butacones de casullas haciendo vibrar las arandelas de las cornucopias, alcanzando los retablillos de ámbar y marfiles, las calabacillas de azabache de Compostela, los collares de amuletos, los vasos de aljófares...

-¿Y no te dicen nada?

Pasaba el mayordomo, corpulento y ritual, y le sonreía y no le decía nada. Pasaba el conde, y le sonreía y tampoco le decía nada, asomándose a todas las ventanas del jardín interior, el hortus conclusus, según el padre prefecto. Entre los romeros podados se alzaban las risas de doña Purita, que se apartó allí con las aristócratas, hartas ya de que las fisgonease la plebe.

Máximo y sus amigos corrían, dejándose al chico de Aspe, que gritaba llamándoles, con susto de tanto lujo solitario. Encima de las mesitas de taraceas, de los cofrecillos estofados, de las cornisas de las librerías, de las ménsulas, de las veloneras, había braseritos, vidrios catalanes, cuencos y platos de Alcora, llenos de rosas deshojadas. Pablo y Máximo sumergían sus manos en la frescura viejecita y sacaban entre sus dedos un olor muerto de jardines desaparecidos.

-¿Hojas secas? -exclamaba el mozo de Aspe-. Hojas de rosas secas. ¿Y para qué?

Pablo dijo que en el «Olivar» había también copas y fruteros de alabastro con hojas de rosas y flores de espliegos. Su madre, siempre que pasaba, hundía la punta de sus dedos como en una pila sagrada; y sus vestidos y el aire se llenaban de un olor antiguo de huerto y de colina.

-¿Y para qué?

-¡Para nada! -le gritó Pablo-. ¡Para todo! ¡Porque sí!

Persiguiéndose llegaron a la salita de la condesa. Rodearon el pilar de la diosa de mármol, mirándole los pechos desnudos, los brazos redondos.

-¡Así los tendrá doña Purita!

Todos se volvieron a Pablo.

-¿La viste tú así? -le preguntó Máximo.

Y el de Aspe se acercó a la escultura hasta sentir su aliento encima de los muslos de piedra. Y, de repente, estallaron las risas de los madrileños.

A su lado, inmóvil y negro, esperaba que acabase la contemplación un hermano inspector.

-Yo estaba mirando, yo estaba...

-¡Usted estaba mirando, señor Perceval! ¿Pero a quién? -Y se le arrojó, paralizándole y chafándole los ojos con los suyos, desglobados por los quevedos de miope-. ¿A quién, señor Perceval?

-¡A doña Purita!

-¿A doña Purita? -repitió estremecido el hermano-. Y con la rapidez que tienen algunos justos para descubrir y sospesar el pecado, adivinó que aquella carne aldeana no lo cometía acercándose a las formas de una diosa, sino representándose en ellas las de una mujer, y de una mujer como doña Purita. Y bronco y ardiente de pureza (un Santo Padre ha dicho que el hábito de la castidad endurece las entrañas), gritó, tendiendo su brazo como una espada negra:

-¡Es usted un depravado y un monstruo! ¡Váyase al balcón de los fámulos; el último, y en silencio!

Entonces, Pablo se arrebató y se puso delante, diciendo:

-¡La hemos mirado todos; y Lóriz y yo más que él!

Perceval le oía sin entenderle. Un celeste furor hizo crujir los huesos del hermano. Y en este difícil momento presentose el mayordomo, avisándoles que ya estaba cerca la procesión.

Los huéspedes, la familia, los servidores de Lóriz acudieron a los colgados barandales.

Venían los timbaleros con sus capuces verdes, los tañedores de pífano con sus vestas moradas, los gonfalones y cruces de las parroquias, las lanzas de una Decuria, los sables y tricornios de la Guardia Civil... Y todavía pasaban gentes de Oleza, gentes forasteras y labradoras, grupos de señorío en busca de silla, de reja o de portal, y se dejaban los ojos en los balcones de Lóriz y singularmente donde estaba Purita. Era uno de sus días de plenitud de gracias y malicias, de los días proclamados por don Magín. No se olvidaba de prender su rehilete, su aguijón, su acento a los jóvenes olecenses que iban y venían, algunos ya maridos humildes y malhumorados. Casi todos fueron cortejadores suyos, y si se detenían mirándola, ella les pagaba con su risa de chiquilla y un mohín delicioso de su lengua, que, traducido al romance, al romance de amor y bodas, equivalía claramente al «¡No sabes tú lo que te has perdido!».

Llegó el «paso» de la Samaritana. Una viña de luces, un pozo de brocal de oro, de rosas y lirios. Jesús sentado en una piedra de madera, desbordándole la túnica de brescadillo, con la cabeza hacia atrás, en medio de un sol de plata, dobla sus dedos pulidos, señalándose la fuente de aguas vivas que salta de su corazón. La mujer de Sickem le sonríe, mostrándole el cántaro que tiene en la dulce curva de su cadera. Sus vestiduras pesan tres mil libras de capullo-almendra, del que se hila la seda joyante, escaldada por devotos terciopelistas de la comarca que trabajan cantando: «¡Oh, María, Madre mía; oh, consuelo celestial!...».

Enfrente, Elvira Galindo acechó a la imagen como a una mujer viva.

-Mira al Salvador lo mismo que miraría a sus amantes. -Y volviose a su cuñada y a los Monera para decir-: En este pueblo las damas que parecen más decentes se complacen en ataviar de pecadoras las imágenes de las arrepentidas, como si amaran en esas santas las deshonestidades que ellas no pueden cometer. ¡En cambio, la cofradía de la Dolorosa tiene cada perdida!

Le imploraba la Monera que callase, sin poder ni querer reprimir el júbilo que le encendía sus carrillos, mirando con inocencia a Paulina, que era de la Junta de «La Samaritana».

Y vino un rumor penoso de correas, de maderos, de yugo que crujía, de pies que se hincaban como el arado, de resollar de cuerpos tirantes... Y se paró el «trono» de la «Cena». Lo llevaban veinte huertanos de ropón bermejo, con la cola torcida a los riñones y la falda cazcarrienta de aplastársela con las esparteñas enfangadas; una mano de pezuña agarrándose al muñón de badana de las andas, que les partía los hombros, y la otra en la horquilla para los descansos.

Los doce apóstoles, en sillas Luis XV, y el Señor, más alto. Los discípulos, con barbas viejas asirias, menos San Juan, siempre juvenil y rubio. Todos mirándose, unánimemente pasmados, sin coincidir sus miradas, como los ojos de los ciegos. Judas, de codos, siniestro, rufo y sin nimbo, y debajo de la sandalia le salía la cabecita de una serpiente. Floreros, candelabros, picheles, manteles, peces, pollos, un cordero asado, frutas y verduras, y en la tarima, la jofaina y el jarro de la lustración; todo retemblando en su inmovilidad.

Monera sonrió.

-¡Hasta lechugas, lechugas de nuestra huerta! Todos los años me lo digo: ¿Es que entonces había lechugas? ¡Y cómo se nos reirán los de Madrid!

El penitenciario le puso encima los ojos glaciales, y el homeópata, no sabiendo qué hacer, sacó su reloj de oro y apartose para que se asomara más el penitenciario.

El mayoral de los «nazarenos» golpeó tres veces con su forca, previniendo el arranque. Bramaron los veinte huertanos aupando la carga, y pasó la «Cena», arremolinada como un navío, en una ráfaga de ropas, de brazos, de lumbres.

Máximo y Pablo aparecieron entre las primas de Lóriz y doña Purita.

Pablo sintió una delicia primaveral, como si floreciese de felicidad todo su cuerpo. Estaba mirándole Purita. No pudo él apartar sus ojos, y ella se los tomó en el regazo de los suyos, meciéndolos, llevándoselos. Tan poseída fue la mirada, que les pareció durar muchas horas. La Juno virgen, sonrosada pálidamente por la mañana de abril, se puerilizaba, ceñida toda por una caricia gloriosa y perversa, que fue quemándose hasta quedar en una claridad interior de aceites purísimos. Caricia de inocencia y de mortificación. Recordaba sus aflicciones y desamparos padecidos; y se hubiera ofrecido apasionadamente otra vez a todos sus dolores por acercarse a Pablo, renaciendo le una gracia de niña. Pero, mirándola el hijo de Lóriz, precoz y decrépito, regresaba a su esplendor sensual desconfiado.

Acababa de pararse el «Prendimiento». Jesús, atado con cordeles de seda morada que terminan en bellotas de oro. Dos sayones alumbran la noche con hachos de llamas esculpidas. Todavía tiene Pedro la espada desnuda. Malko está derribado en el tronco de un olivo de Gethsemaní, colgándole la oreja rebanada, lívida y dura. Rodeaban las andas los yelmos y picas de los legionarios. Delante, el señor Hugo, el insignia, alzando el «águila», estallándole su gallardía de circo, y después, jerárquicamente solo, el centurión: es decir, don Amancio, más don Amancio que nunca, más Carolus Alba-Longa que en sus paseos por la Glorieta, que en sus tertulias del Círculo de Labradores. Sus arreos y sus armas adquirieron transparencia para todos los ojos. Se le veía la calvicie de curial bajo el crestón de su casco de azófar; las rodilleras de los pantalones saliéndole de las grebas, la blanda americana estrujada por la cota, la esclavina de su carrik entre los aleteos de la clámide y su paraguas engordándole la espada.

A los madrileños y al menudo Lóriz les saltó la risa encima de Pablo.

-¡El amigo de tu padre! ¡El amigo de tu padre! -Y rebotaron dos almendras de Alcoy en la coraza del centurión.

Apresurose un hermano a condenar la burla.

-¡Piensen en la divinidad ultrajada! ¡Vean que no escarnios, sino elogios merece el piadoso entusiasmo de ese patricio!

Y prorrumpió la voz de colegiala de doña Purita:

-¡Tía Elvira y el centurión no paran de mirarse! ¡Ay, qué ricos!

-¡A mi tía Elvira no la quiere ni don Amancio!

Viose doña Purita en tía Elvira, y se compadeció de todas las Puritas y las tías Elviras de este mundo. Pero las primas de la condesa dejaron libre su alborozo, y la magnífica doncellona se olvidó de sí misma para reír también.

Los penitentes, los anderos, los romanos, los vecinos se volvieron con agravio hacia la noble casa. El Salvador parecía quejarse con sus ojos cristalizados, y Pedro blandía vengadoramente su espada vieja.

Las gozosas mujeres se retiraron sofocadas, llevándose a Pablo a un túmulo de almohadones. Acudió el hermano, les arrancó al culpable y lo puso entre los fámulos y el chico de Aspe. Desde allí las miraba el castigado. Las odiaba y se detenía, recogiendo con un dulce ahogo los perfumes que le habían dejado sus manos, sus mejillas y sus ropas. Y de repente les volvió la espalda con desdén porque ellas pedían su perdón al prefecto.

...Cuando salió, el último, detrás de los fámulos, del portal de Lóriz, vio toda su casa silenciosa y cerrada. Y Pablo se replegó en una sombría indiferencia.

La brigada subió lentamente la calle de Palacio; cruzó la plazuela de la catedral...

En otro tiempo, después de la procesión, los colegiales esperaban allí al señor obispo, que pasaba con sus pajes y canónigos, dejando sonrisas y bendiciones, camino de su basílica para ofrecerse a la extenuación de la tremenda liturgia: las grandes plegarias, la adoración de la cruz, la misa de presantificados... Ahora, Su Ilustrísima se sepultaba en su biblioteca y en su dormitorio, y los oficios de la sede iban quedándose descoloridos y pobres.

Por fortuna para Oleza, la iglesia de «Jesús» y la parroquia de Nuestro Padre San Daniel mantenían las excelsitudes de las pompas sagradas.




Por la tarde

Acabado el Ejercicio de las Siete Palabras, había recreo, en silencio, a la sombra tenue de los olmos y de los parrales retoñados. Los balones y los zapatos de los colegiales retumbaban desoladamente.

Pablo no quiso jugar. Los inspectores aceptaban, esa tarde, como místicas mortificaciones, los apartamientos, tan reprobados siempre como indicios de melancolías peligrosas. Pablo reanimaba en su memoria el retablo de la agonía del Señor: la iglesia del colegio transformada en Calvario; peñas rojas y plomizas con tojos y retamares; veredas esclarecidas por quinqués ocultos; fondo de firmamento de paño de funeral; las tres cruces gigantes; los dos ladrones retorcidos, desriñonándose convulsos, aplastados por las ligaduras, y el de la derecha inclinándose ya un poco a Jesús, que colgaba liso, blanco, velazqueño; y bajo el divino horizonte de sus manos clavadas, la Madre y el discípulo: María, con manto azul y toca blanca bullonada; Juan, con sayal color de vino y cíngulo negro, ladeaba su cabeza de adolescente hacia el mundo redimido. Ardían estopas en lámparas romanas de escayola, y sus llamas amarillas acostaban las sombras de los peñones de arpillera hasta el reclinatorio de Pablo.

Pablo se veía caminar de la mano de su madre por las afueras calientes de Jerusalén. Jerusalén, tostadita de sol como su Oleza. Un aire de follajes de huertos le ceñía como un vestido oloroso que crujía entre las cruces ensangrentadas. Después de la séptima palabra: «¡Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu!», don Roger iba soltando el Miserere, tan apretado, tan espeso, que parecía negro.

Las tres en todos los relojes de Jerusalén. Las campanadas finas de los cuartos; las campanadas anchas de las horas, que sonaban lo mismo que las aquel tiempo -se decía Pablo- quizá no hubiera relojes ni campanarios; pero estas horas apócrifas que tocaban el hermano Canalda, el hermano Giner y Córdoba el sereno, con martillos en hojas de sierra, le emocionaban más que los lloros de las mujeres revolcadas de contrición y lástima en las tinieblas de las capillas, más que los gritos, ya roncos, del predicador, más que el terremoto bíblico. Los sollozos de mujer pudieron oírse en aquella tarde; los gritos imploradores pudo exhalarlos un discípulo afligido; y el terremoto era verdad evangélica, y ninguna de las posibilidades le angustiaba el corazón; en cambio, esos relojes falsos le precipitaban sus latidos en la dulce congoja de una verdad de belleza. Y subía sus ojos a la cruz del Señor.

Las fauces del Señor se hinchaban y se vaciaban de ahogo; le caían, cegándole, los cabellos, cuajados de de sudores, de moscardas y de polvo podrido; se oía el golpear desesperado de su cabeza contra los maderos, y de pronto se le caía contra el pecho, crujiéndole la nuca, y se quedaba inmóvil, largo, resbaladizo, húmedo del helor de la agonía...

Muerto ya Jesús, Pablo iba perdiendo la emocionada ilusión de la Semana Santa. Otra vez el colegio de la Oleza contemporánea: oficio parvo, pláticas, examen de conciencia, liturgia menuda, desaromada; liturgia de diario. Para esta criatura, como para los más doctos Padres de la Iglesia, el origen y la cúspide del año litúrgico residía en las conmemoraciones de la Semana Santa.

Le llamó el hermano portero para llevarle al salón de visitas. Este lego tan viejecito, tan calvo y tan dotado de la gracia de la humildad, tenía esa tarde un gesto desdeñoso. Los santos más desasidos, más ingenuos, más humildes, llegan algunas veces a conocer el valor de la insignificancia; y, entonces, un hermano portero de la Compañía de Jesús, que ha consumido su vida imitando las obscuras virtudes de un San Alonso Rodríguez, también hermano portero, se acuerda de que San Alonso ya no está ensartando rosarios en su jaula de una cancela de colegio, ni abriendo y cerrando el postigo, sino en su altar, un altar con azucenas y fanales de oro, un altar en cada iglesia de la Compañía, y la imagen tiene en sus manos el atributo de las llaves como la del príncipe de los apóstoles. A esa costosa cumbre únicamente puede subirse por los caminos de la humildad, de la renunciación de todos los afectos. ¡Pues cuán lejos de esa bienaventuranza las pobres gentes que ni siquiera en Viernes Santo hacían el sacrificio de los apetitos y amores terrenales! Y cada vez que repicaba el esquilón de la portería -un esquilón como una quijada loca que se riese sacándole la lengua del badajillo-, el hermano botaba de pesadumbre. ¡No podían vivir sin quererse, sin besarse, sin tocarse! ¡Oh qué engaños y peligros tenían los alumnos en sus familias; y singularmente en la madre, en la madre y en las hermanas!...

Llamaron. Abrió el ventanillo para mirar.

La señora Galindo. ¡La señora Galindo, tan piadosa y residiendo en Oleza! Acaso mereciese disculpa el celo de las familias forasteras; pero las otras, las de Oleza que, gozando de locutorio todos los jueves y domingos, apartaban a los colegiales del recogimiento del Viernes Santo, las de Oleza...

-Seremos muy pocos, ¿verdad?

-¡De Oleza, nadie, por respeto al día!

-¡Han castigado a Pablo, y yo quería verle y consolarle!

-¿Y quién consoló a Jesucristo en esta tarde?

-Yo me marcharé pronto, pero tráigame a Pablo.

Lo trajo. Y Paulina y su hijo se quedaron en la claustra.

-¿No viene nadie contigo? ¡Tú sola, sin tía Elvira! -Y la besaba y la miraba más.

-¡Te han castigado, y tu padre ha sufrido mucho!

-¡Me han castigado por ellas! Se han reído porque se ríen de todo... ¡Siempre están contentas! Y esa tía Elvira...

-¡Hasta nombrándola se siente tu desvío!

-¡No la puedo ver! ¡No la quiere nadie!

-¡Pero es hermana de tu padre!

-¡De mi padre! ¡Tuya, no!

Se habían recostado en un pilar. Por las piedras calientes y tiernas de primavera subían los rosales. Entre los cipreses inmóviles se volcaban las golondrinas. Y en lo alto, dos vencejos coronaban la cruz de una cúpula fresca de aristas azules.

Caían hormigas y gusarapillos. Pablo los tomaba para verlos correr despavoridos en la mano de su madre; después se paraban y se ponían a tentar con el palpo, con las antenas, como si catasen las escondidas mieles de rosas de que estaban amasados los dedos de Paulina.

-...Y esa tía Elvira no se ríe como ellas. No puede. ¡Pero me miraba riéndose cuando me castigaron!

La madre le pasó los dedos por los párpados para fundirle con su caricia la sequedad de sus ojos.

-¡Se ha de sentir lástima por los que no tienen quien les quiera!

-¡Que nos quieran también ellos!

-Tía Elvira te quiere.

-¡Pues yo, no!

-¡Tu abuelo quiso a todos, Pablo; sé como él!

-¿Y por qué yo no me llamo Daniel, como mi abuelo?... ¡Yo quisiera que el Señor hubiese muerto en Oleza!... Y cuando vinimos, me llevaron al aposento del padre prefecto. Me dio tanta rabia oírle, que yo acusé de todo a las de Lóriz y a doña Purita, y entonces el padre prefecto me perdonó. Ahora me pesa. ¡Pero yo esta noche, en la procesión, no he de parar de reírme hasta que me castiguen otra vez!

Paulina le besaba. Y el hermano portero les separó diciendo:

-¡En esta tarde, Nuestra Señora no pudo besar a su Hijo sino después de muerto!




Por la noche

Toda la vida de Paulina se arrodillaba en esta noche del entierro del Señor. La luna de esta noche, la misma luna tan grande, que iba enfriándole de luz, su vestido, sus cabellos, su palidez, su vieja casa de Oleza, mojó de claridad el manto y la demacración de María y la roca de la sepultura del Señor. Como su hijo, ella también se sentía penetrada de las distancias de los tiempos. Evidencia de una pena, de un amor, de una felicidad que se hubiera ya tenido en el instante que se produjo y en que nosotros no vivíamos. Sentirse en otro tiempo y ahora. La plenitud de lo actual mantenida de un lejano principio. Iluminada emoción de los días profundos de nuestra conciencia, los días que nos dejan los mismos días antepasados y conformados y que han de seguir después de nuestra muerte.

Y para ser del todo ella en aquel tiempo y siempre, había ya de acogerse al hijo; ella por hipóstasis del hijo, anegándose en él y conteniéndolo en su sangre. Ni podía recordarse niña ni sentirse hija sin él. Así llegaba hasta todos los horizontes; pero también en todos se tendía la sombra del esposo, acatado con obstinación como un dogma. Y amándolo en lo más obscuro de su voluntad le parecía haber llegado a madre siendo siempre virgen en su deseo y en la promesa de su vida.

...Y al volverse, le dio en los ojos la vieja relumbre de las vestiduras de San Josefico, que la miraba esperándola, bajo los óleos de los padres de don Álvaro: el señor Galindo, la señora Serrallonga.

La diminuta imagen, y los atributos y ornamentos pueriles del altarín, todo tenía un brillo dulce y turbio de pupilas socarronas que le pedían que fuese a recibir la emanación de su secreto poder. Anochecido lo dejó doña Nieves, más blanca y macerada, casi de celuloide, con su ajado vestido de Viernes Santo.

-Viene mi arquilla de la noble casa de Lóriz. No sabían aquellos señores ni aquellos criados en qué rincón obscuro ponerla. Y luego que les referí lo que mi San Josefico ve y oye y dice, y que desde allí había de traértelo, se lo llevó a su dormitorio el señor don Máximo, el caballero pintor. ¡A su lado pasó la noche; míralo, mi hija!

Paulina no pudo mirarlo. Los ojos infantiles de San Josefico eran más pavorosos que los ojos adivinos de Nuestro Padre San Daniel; y la llamaban como si quisieran que recogiese una culpable intimidad. San Josefico se parecía esa noche a doña Nieves...

...Se reclinó en su ventana para ver el Entierro, y tembló dentro de la llama negra de los ojos de don Álvaro, y ella refugió los suyos en el hijo. Lo tenían los de Lóriz en su balcón, complaciéndose en él, prefiriéndolo entre todos los colegiales. La delicada figura de Pablo, recortándose en el fondo de sedas antiguas, de arañas de cristal, de lámparas de cobre, era la de un príncipe dueño de todas las magnificencias de aquel palacio.

El esposo se apartaba lentamente alumbrando detrás de las andas de San Juan Evangelista. Y Paulina asomó más su cuerpo para seguir mirándole con obediencia, y sintió que la traspasaba como una luz la mirada de Máximo el pintor, que sonreía a Pablo con ternura. Recordó asustada, sin entenderla, la queja de ese hombre: «¡Por qué lloverá sobre el mar!». Entonces se miraron los dos, y ella se vio delante de todos, sola, iluminada calientemente, como si toda la procesión del Entierro de Cristo le hubiese acercado las velas para sorprenderle los pensamientos.

La calle recibía un tostado color de panal. Filas calladas de devotos con cirios ardientes. Un silencio de cielos campesinos que venían a tenderse encima de Oleza. Un pisar sumiso, y el plañir de los limosneros: «¡Por los que están en pecado mortal!...». Vibraban las monedas en las bandejas de hierro. Y de lo profundo salían más imploraciones: «¡Por la preciosa sangre de Cristo!... ¡Para Nuestro Padre San Daniel!...».

Pasó la Soledad, hueca y rígida de terciopelo negro; la faz de cera goteada de lágrimas; las manos de difunta sosteniendo un enorme corazón de plata erizado de puñales que se estremecían. Por antiguo privilegio, llevaban las andas, desnudas y ligeras, cuatro viejos militares, de uniforme, un uniforme de pliegues de cómoda, de categoría de mortaja. Y continuaban las hileras temblorosas de luces amarillas. Cirios y luto. A lo último, el resplandor helado del sepulcro de cristal, y bajo el sudario fosforescente de riquezas, el Señor muerto, el Señor, que se volvió para mirar a Paulina, lo mismo que la noche que le tuvo miedo a Nuestro Padre San Daniel...

De todos los balcones descendía una lluvia silenciosa de flores.

Se quedaba la luna sola en la calle, y más lejos iban abriéndose otros cauces quemados de velas y ondulados de silencio de oraciones del Entierro de Cristo.

De los campanarios caían las horas glaciales y largas.

A las diez se recogió Paulina, cumpliendo su turno de meditación de la Hora Santa para hacerle compañía a la Madre del Señor.

La noche inmensa se apoderaba de su vida, tocándola en el corazón como una mano de suavidad. Y se sonrojó de la delicia de sus lágrimas. A veces se descansaba en la ventana. Rodaba el río por las soledades tiernas de luna. Nadie en Oleza ni en los caminos. Luna y olor de felicidad de jardines abandonados.

«¡Por qué llovería sobre el mar!». ¡Aguas dulces y finas de las sierras descendiendo en las aguas amargas y desamparadas! Y sollozó, pidiéndole a Jesús muerto que lloviese en su vida el agua dulce y buena.

A su espalda se abrió la voz del esposo:

-¡No parece que llores por la muerte de Cristo, sino por ti misma!

Y don Álvaro estuvo mirándola en su frente y en su boca, y salió dejándole un vaho de cera de la procesión del Entierro.






ArribaAbajoIV. Mauricio

Las oraciones y cartas de las vírgenes de la Visitación alcanzaron la gracia deseada. Y un día glorioso de mayo presentose en el convento de Nuestra Señora don Mauricio Valcárcel, capitán de húsares y agregado militar de la Embajada de España en Viena, portador del ostensorio de las Salesas de Annecy.

Le acompañaba el comandante de infantería, jefe de la Zona, que se calzó espuelas de rodajas oxidadas. Luego vino resollando el señor deán.

La prelada recibió por el torno el venerable atadijo, cuyas cintas se habían impregnado del fino olor de las maletas del húsar diplomático.

Toda la comunidad acudió al locutorio. A través de la jerga de sus cendales, las místicas palomas contemplaban las galas del mancebo. Su gallardía no era de este mundo. Hasta la clavaria creyose en presencia de un enviado del cielo, de un arcángel resplandeciente. Iba el arcángel muy bizarro, todo de azul. Sus piernas, modeladas por los negros espejos del charol de las botas de montar; su sable, cuajado de centellas; sus hombros, torrenciales de purísima plata, y culminando su figura, una cabeza de color de maíz, un leve bigote retorcido, los carrillos redondos, descansando en el bordado cuello, y la mirada y la boca con un asomo de sonrisa benévola y jerárquica, de alma placida de la simplicidad que le rodea sin perder el saboreo de sus magnificencias.

Rostro, jarcia, porte, brillos, armas, risa eran de militar; pero advertíase también en su continente un sutil misterio, un frío empaque, una elegancia de salones internacionales. Capitán y diplomático, con él habían entrado en la Visitación las milicias y las cancillerías de casi toda Europa. Y la abadesa y sus hijas le miraban, pareciéndoles recién venido de la Jerusalén celeste.

La prenda más clara de su distinción tal vez la ofreciese doblando el codo. Se lo notó el jefe de la Zona que, aunque de grado superior, estaba encogido, apoyándose en una pierna rígida y dejando la otra doblada, blanda, madura de rodilleras. Buen hombre, de piel bronca, de cráneo largo, vertical; pelo corto y gris, con el surco del ros, un ros enorme y duro, arrimado a su pecho en acritud de ordenanza.

De tiempo en tiempo, las dulces religiosas le dedicaban algunas palabras solícitas.

-¿Usted ya le conocía?

-¿Salió usted a recibirle en Murcia?

-¿Sirve usted en su mismo escuadrón?

La más parladora era la señorita Valcárcel, pidiendo nuevas de cominerías deliciosas, que le velaban melancólicamente su vocecita rápida, aniñada; voz que al principio tuvo un tono piadoso y tímido de regla y después un gorjeo cálido de mujer entre nardos y claveles de una reja murciana.

-¿Te has confesado en Viena y en París, Mauricio?

-¡Agravian las preguntas de su caridad! -le reconvino la clavaria-. ¡El señor Mauricio es cristiano, y basta!

-Y en la Embajada, ¿coméis con las señoras?

-¡Perdónela, señor Mauricio! -dijo la madre.

El diplomático exhaló, entre el humo de su cigarrillo turco:

-¡Oh!

-¿Qué tienes en tu habitación? ¿Te llevaste la estampita calada que yo te regalé?

-¡Hija, no me acuerdo!

-¿No te acuerdas? ¡Si no es posible! Una del Arcángel San Miguel que hunde su espada en un dragón peludo. El animalito me miraba todas las noches cuando yo me desnudaba...

-¡Su caridad! ¡Su caridad! Piense que ese animalito es Lucifer.

Mauricio les concedió su sonrisa de marfiles y oro.

Bajo las veladas cabezas de las hermanas jóvenes pasaba un fragante oreo de los jardines del siglo.

Sor María deslizose junto a la hornacina en que reposaba el doble calabacín de vidrio del reloj de arena, que mide el cuarto de hora de locutorio, y lo volvió para que principiase otra vez a contar el tiempo. Pero ya la clavaria susurraba en el oído de la priora. Sonoreó una esquila. Rebulleron los sayales y alas del palomarcillo. Sor María quedose postrera.

-¡Gracias al santo relicario te veo!

-¡Yo ni por el relicario! Álzate ese velo del todo, ahora que la monja vieja habla con los curas. Tú no hiciste profesión, y te vales del velo como de un abanico.

Su prima, sin querer entenderle, le preguntó:

-¿No has visto desde la diligencia las tapias de nuestra huerta y nuestras ventanitas? ¿Que no? ¡Pero si yo os veía muy bien! ¿Verdad que cojeaba el caballo de delante? Subiéndose en un poyo de la carretera, al lado del muro del río, se verá mi ventana. Una ventanita con una crucecita de palma... La quinta ventanita. Arriba tiene un nido y una teja rota; se rompió la tarde del Lunes Santo. Una ventanita...

-¡Sí, sí! Una ventanita como todas las ventanitas...

Sor María balbució con dejo monjil:

-¡Nuestro Señor te ha colmado de la santa virtud de la indiferencia!

-Bueno, Fulgencilla o Fulgencica, como dicen en este país...

-¡En este país hemos nacido tú y yo!

-Ya lo sé. ¡Pero quítate esa nube de abuela! Y, oye, ¿cómo te pones esa toca con tanto primor, sin espejo?

La señorita Valcárcel soltó su risa de rapaza.

-¡Sí, sí que tenemos espejo! Hasta la clavaria lo tiene. Y después de vestirnos, lo cubrimos con una estampa, por modestia, para no mirarnos más en todo el día. Mi estampa es la del «Ángel». ¿No sabes, Mauricio? ¡Me crecieron las trenzas!

Mauricio sonrió con un poco de cansancio. En sus viajes y molicies había pensado en esta linda mujer, como si la viese y la sintiese en una presencia casi dolorosa de deseo. Y ahora, a su lado, la veía y la sentía con una desgana como si se hallase ausente.

La madre puso término al coloquio. La comunidad había de hacer oración, con el relicario de manifiesto, antes que el señor Mauricio lo llevara a Palacio. Ya estaba prevenido Su Ilustrísima, que las autorizó para que pudiesen agasajar en casa al esclarecido viajero.

Y sor María y la prelada dijeron devotamente: «Ave María Purísima»; y las cortinas de azul nazareno cegaron la red.

Luego, en la fresca umbría de la iglesia monástica, corrió una fontanilla de plegarias. A veces se paraba en la revuelta de un salmo. Después, una monjita recitaba el canon de la súplica:

Per intercessionem Sanctae Joanna Francisca
Fremiot, concedat Reverendissimo Episcopo
salutem et pacem
.

Cuando el jefe de la Zona levantó su cabeza de la almohadilla del reclinatorio, don Jeromillo hacía una genuflexión en el presbiterio y mataba las últimas abejitas de luz de los cirios.



-¡De seguro que fue un acierto -iba diciéndose el señor deán-, un piadoso acierto, confiar la señorita Valcárcel al refugio de la Visitación!

Pero esta criatura, ¿no principiaba a complicar el acierto?

Soflamado y sudando llegó, entre el comandante y el húsar, a las grandes puertas entornadas de Palacio.

El sol, sol de siesta de pueblo, regolfaba en la baldosa. Ardían los viejos llumasos, las bisagras y los aldabones; se golpeaban las moscas, zumbando por los calientes sillares. Era un portal de granja.

El recogido patio y la honda escalera repitieron mucho tiempo, como no creyéndolo, un ruido de espuelas vibradoras.

Asomose un presbítero al barandal. Un fámulo de blusón negro agarró una enorme alcuza que goteaba en el desportillo de un peldaño, y escondiose en la mayordomía para mirar más desde allí la visita.

Mauricio dio su tarjeta. El comandante se limpió la frente corta y huesuda; el surco del ros parecía de labranza. El deán se derribó en la butaca del secretario.

Subían claros, exactos, los rumores de la abezara de la vega. La cortina, colgada sobre el huerto episcopal, se movía blandamente por una respiración perezosa de paisaje de verano.

Su Ilustrísima estaba comiendo. Lo dijo un familiar, buscándose con su lengua los sabores interrumpidos, exprimiéndolos de los recodos de sus quijales. Vestía una sotanilla lisa y leve, sin alzacuello. Taconeaba en la poma dorada de un mismo manís, y se daba golpecitos en las uñas con la elegante cartulina de Mauricio.

Dobló el húsar su codo izquierdo; adelantó la diestra, como si prorrumpiese del manto de la diplomacia, y fue refiriendo su misión con tan bellas palabras que el señor deán las veía pronunciadas con letra redondilla.

Quizá se distrajo el eclesiástico doméstico, porque, mirándole con un destellar de anteojos que enfriaba el de las insignias y charreteras, le interrumpió:

-¿Y pertenecen ustedes a esta guarnición?

Temblaron las espuelas del agregado de Embajada; se pasó los dedos entre su enrojecido pestorejo y el recamado del uniforme, y no dijo nada.

El comandante, doliéndose de la ignorancia del presbítero, le advirtió, como si leyese una orden de plaza:

-En Oleza no hay guarnición, sino Guardia Civil: diez números de infantería, un sargento y dos oficiales, y siete de caballería del 15 tercio. Y en la Zona: un comandante, yo; un capitán, un sargento y dos cabos, y falta un teniente, que no sé yo... Porque si es que me dicen a mí que la plantilla de oficinas..., yo les podría decir...

No lo pudo decir, porque le interrumpió una voz apocada.

-De parte de la madre priora de Santa Lucía y de toda la casa, que cómo sigue Su Ilustrísima y que...

Sin volverse, repuso el secretario:

-Son horas privadas del señor. ¡También estos militares aguardan!

Mauricio le miró con aborrecimiento, y el donado de Santa Lucía quedose muy complacido de la evangélica igualdad que en el seno de Palacio había para los clarísimos varones y para los pobretes.

Un paje anunció que el señor obispo, no queriendo retardar la especial audiencia, recibiría a los señores en el comedor.

-¿En el comedor?

Y Mauricio sonrió compasivo.

El comedor de Palacio era una pieza profunda, artesonada, de menaje barroco.

Pendía una gran lámpara de bronce, espejándose en una mesa redonda y desnuda. Un humo de años nublaba las pinturas de las paredes; llegaban hasta las orlas los sillones de cuero, de consistorio abacial; pero todo esto no pertenecía a nadie; nadie lo habitaba ni usaba; era como un rancio tapiz olvidado, y en su punta había renacido un fondo, un ambiente de sencillez.

Junto al ventanal, en un butacón de anea con almohadas blancas, de enfermo, delante de una mesita, el señor obispo se servía azúcar en su taza de infusión de hierbas.

Dos fámulos acercaron una banca que tenía un exprimido cojín atado al asiento.

Volviose Su Ilustrísima, destacándose su busto en la lumbre gozosa. Su rostro quedó tan obscuro como los cuadros murales.

-¡Sigue usted engordando, mi querido deán!

El deán, no sabiendo qué decir, se precipitó a besar otra vez el anillo prelaticio.

Su Ilustrísima retrajo sus manos, gordas de hilas y de vendas moradas.

Y el húsar habló al principio, con el ardor, cifra y pompa de sus títulos. Si aludía a los afanes y preeminencias de la diplomacia, decía: nosotros; si a la Embajada: en casa. Después fue desjugándose y entibiándose.

El señor obispo le tomó la cajita del ostensorio. Estuvo sospesándola y mirándola. La dejó reclinada en el azucarero, y el familiar se la llevó.

En su respuesta no se cuidó de pagarle ninguno de los elogios protocolarios. Descansaba para beber su tisana olorosa. Recordó sobriamente que en su última visita ad limina conoció en Roma al nuncio de Austria. Hizo una pausa, mirando cómo se le caían los párpados al comandante.

-Monseñor era un numismático y paleógrafo insigne.

Mauricio, por deber de su carrera, tuvo que decir:

-Nuestro embajador también es muy listo. Todo un gentleman. ¡Sabe francés, portugués y no sé qué más!

...Cuando salieron a la antecámara, el mayordomo, desde una gradilla, encolaba un tejuelo al atadijo, y mientras lo acomodaba en el vasar de un armario, iba dictándole al paje de secretaría:

-Número 78. Tabla III. Envío de las madres de la Visitación.

Y desde la puerta porfió el recadero de Santa Lucía:

-De parte de la madre priora y de...



...El señor deán y el jefe de la Zona se despidieron del agregado en el cancel del monasterio.

Ya estaba parada la mesa en el locutorio, limpia, primorosa, con un búcaro de azucenas y hierbaluisa.

Mauricio esperaba el convite en una sala colgada de damascos. Pero guardose todo el rigor de la clausura. Comería él solo. Y detrás de la tupida reja aleteaban, blancas y cautivas, las manos de las esposas del Señor.

Le servía el donado. Hubo un instante de violencia, porque Mauricio sentose sin hacer, al menos, la señal de la cruz. La madre musitó el Benedicite, y la comunidad contestó en coro de dulzuras.

Comprendió el húsar su olvido, y alzose con un temeroso estruendo de sable y espuelas.

-¡Perdónenme, señoras! ¡Llevo recibidas tantas emociones!

Oyose la vocecita cálida y apasionada de sor María:

-¿Y se arrodilló Su Ilustrísima para coger el santo relicario?

-¡Pues claro, hija! -exclamó la madre.

-¿Y tú, Mauricio, tú se lo colgaste? ¿Tú mismo?

Mauricio sorbía la primera cucharada de un caldo de oro.

-¡Lleva gallina y pichón; un pichón tan blanco, tan hermoso; un pichón tan rico!...

Algunas novicias se sofocaron. Sor María Fulgencia pronunciaba pichón blanco, pichón rico con una caricia tan fresca y encendida de su lengua, que la dulce ave parecía palpitar entre sus pechos, escapada del carro de Afrodita...