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- VI -

Pablo y la Monja



ArribaAbajo


ArribaAbajoI. Tribulaciones

Don Jeromillo se descansó en los viejos travesaños del locutorio, mojándolos del sudor de sus dedos. Se le movían las quijadas y las sienes, dentellando por el trabajo de entender los conflictos de la madre.

La madre apartose un poco de la red.

-Quiso la clavaria que todo se lo contásemos al señor penitenciario y al padre Bellod; y el penitenciario nos dijo que no encontraba en la señorita Valcárcel a sor María Fulgencia...

-¡Leñe, que no!

-Ella estaba delante. El padre Bellod refería ejemplos de mucho espanto. Sor le miraba sin respirar. Daba compasión, y la llevé a recreo para que se consolase con las hermanas jóvenes, y allí sacó del pecherín una bolilla de cera, y en la bolilla, Jesús mío, en la bolilla vimos el rostro del padre Bellod, que la sor estuvo labrando con sus uñas mientras él nos angustiaba con su palabra.

-¡Buena moza de Murcia!

-¡Yo quisiera que acudiésemos a Su Ilustrísima!

-¡Vaya que sí! ¡Su Ilustrísima es un sabio!

-Por ser quien es, le pido que usted le visite y le hable.

-¿Que yo le visite? ¡Su Ilustrísima está enfermo, todo vendado!

-¡Ay, don Jeromillo!

-¡Ni para qué Su Ilustrísima, teniendo a don Magín! ¡Don Magín es un sabio!

-¡Muchos son los sabios y ninguno nos remedia!

-¡A don Magín se lo traigo yo a rempujones!

Y don Jeromillo escapose, botando del contento de escapar.

Le recibió en la calle una lluvia traspasada de sol. Oleza se le ofreció tierna y olorosa como un huerto de piedra.

Corría tan aturdido, que no pudo pararse donde iba.

-¿Qué te recome que ni siquiera miras estos portales?

Y don Magín, acodado en su ventanal, le mostró su hermosa tabaquera desbordante de una espuma de algodones.

-¡Sube y llégatela al oído, y la sentirás como una caracola!

Arremangose el hábito don Jeromillo para brincar mejor por la escalera, y desde la colaña le gritó el párroco:

-¡Pues en acabando la lluvia la abriremos entre mis rosales y verás la volada de mis palomicas de la seda, y después merendaremos!

Se apuñazó don Jeromillo su frente pecosa, y fue diciendo el recado de la madre.

Don Magín se complacía en su cajuela conmovida de un recóndito zumbo, pero apiadose del apuro y renunció a las delicias prometidas.

No iba tan ahína como era menester, porque a todos saludaba y a todos se volvía, y se estuvo mirando la nube que se descortezó y se rajó como una piña de ascuas.

Los follajes del jardín monástico se hinchaban nuevos y rotundos en el azul, y el hastial de la Visitación se regocijó de sol poniente.

Del deslumbramiento de la tarde de julio pasaron a la penumbra malva del locutorio, quietecito y fresco como una cisterna. Arrimó don Magín su paraguas a una consola que tenía dos floreros planos de rizos de oro, un quinqué de bronce, un álbum de muestras de randas de bolillos y un jarro de loza con su haz de azucenas. Se recostó en un butacón de funda planchada y puso su frontal dentro de sus manos tan sensuales, tan elocuentes. Así se entregó a las tribulaciones de la monja.

-...Ya me da miedo la duda de si Nuestro Señor ha querido castigar nuestra vanagloria. ¡Fue demasiada! Siempre diciéndonos que nuestro ostensorio sería la reliquia de mejores efectos en la salud del señor obispo. ¿Será posible que hasta de lo sagrado se aproveche el enemigo para nuestra perdición?

Don Magín alcanzó delicadamente un bohordo de azucenas.

-El padre Bellod nos culpa de frecuencia de locutorio. Nos repitió, con muchos santos, que aquí es donde peligran los ojos, los oídos y la lengua de las religiosas.

Levantó don Magín la faz enharinada de amarillo.

-Pero, madre, ¿estas azucenas son del huerto de ustedes?

-Sí, señor, que lo son. Está el jardín muy lindo desde que sor María lo cuida y le da sus lecciones al hortelano. ¿No lo vio cuando vino la señora infanta, que hubo dispensa de clausura? ¡Ay, no; bien recuerdo que no entró usted, sino el padre Bellod! Cortamos una vara de nardos para cada uno del cortejo.

-¡Yo digo azucenas!

-Azucenas, azucenas; pero también los nardos le agradarían; la flor bendita del perfume con que la santa mujer ungió los pies del Salvador. ¡Lástima que luego quebrara el vaso, que ahora podría servir de relicario precioso!

Este asunto exaltó a don Magín.

-¡Ha caído usted en pobres errores!

-¡Ay, don Magín!

-Aquel ungüento se hacía del nardo indio y siriano; así lo llama Dioscórides, según se criara la planta en la vertiente del monte que se inclina a la India o en la que se vuelve a la Siria. ¿Piensa usted que ya no hubo más especies de nardos? Pues, sí, señora; pero la legítima era el nardum montanum, nardum sincerum. El aceite más fino y fragante lo hacían en Tarsis, aprovechando las espigas, las hojas y las raíces. Usted hablaba de la flor. Engañosa apariencia. De las raíces, de las raíces salía el mejor ungüento, y dice Plinio que alcanzaba el precio de las perlas: cuatrocientos denarios la libra de perfume; y ése tan rico fue el que mercó aquella hermosa mujer; porque sin duda era hermosa la que sabía tanto de olores. Guardábase en pomos o redomas de alabastro, que es la substancia que no deja que transpiren y se pierdan los aromas, y tenían un gollete sellado. ¡Dígame cómo había de verter el ungüento sino quebrando el tarro! De modo que no lo rompió por antojo de hembra delirante ni pródiga. Ese nardo de su huerto será una degeneración del índico. ¿De flor doble jaspeada? ¿De veras? El jacinto índico: nardus polyanthes tuberosa. Suele decírsele vara de Jessé. ¡La vara de Jessé en las manos del padre Bellod! ¿Qué hubiese dicho el ilustre señor de Lecour? -Y levantose y compuso su manteo.

-¿Es algún monseñor, algún príncipe de la Iglesia?

-No, señora; es un floricultor de Holanda que pasó recios afanes para criar la verdadera cebolla del nardo doble. Rodeó sus jardines de tapias muy altas, como un marido celoso. Antes que dar una de sus flores hubiese chafado todos sus planteles. ¡Y el padre Bellod, sin olfato, se lleva un racimo! -Y don Magín cogió su magnífico paraguas de Génova y su teja vislumbrante.

Apareció muy gozoso don Jeromillo, tomando incienso de una orza vidriada y desgranándolo en las navetas.

-¿Ya está? ¡Bien se lo prometí yo, madre!

Volviose el párroco suspirando; dejó su canalón y su paraguas, y gimieron otra vez los muelles del asiento bajo su pesadumbre.

-¡Siga, madre, siga!

La madre siguió:

-Por mi culpa, por mi grandísima culpa de acoger tan pronto a la sor nos vienen los desabores y sustos. Sor o la señorita Valcárcel se aprovecha de todas las vidrieras para mirarse, y hasta del portapaz se ha servido, al besarlo, como de un espejo. La vio la clavaria. Pero sus noches, sus noches son irresistibles. Se siente el río y el viento como criaturas en pena que se paran llamándonos en cada celosía. Sor María Fulgencia y otras tres hermanas no duermen o gimen con pesadillas. Dicen que un arcángel se pasea por los dormitorios mirándolas...

-¡Duerman con luz!

-Con luz dormimos, don Magín. ¡A obscuras no sosegaríamos, porque a obscuras lo ven mejor!

-¿A quién?

-¡Al arcángel! El jueves se consumió la lámpara y tuvimos que rezar a gritos, mientras la clavaria, que es la más valerosa, se levantó enferma y desnuda para encender los cirios de la hornacina del santo fundador. ¿Es vida de religión o de condenación?

Pasábase don Magín los dedos por los párpados, por los carrillos, por la nuca, por las sienes, como si quisiera despertar y abrir sus entendederas; pero el olor de la navecilla, que se dejó el capellán de la casa junto al búcaro de la consola, podía más que la confidencia de los trabajos y adversidades. Tomó un grumo; lo deshizo entre sus palmas, y aspirándolas, prorrumpió:

-Este incienso, madre, este incienso no es del mismo que se quema en las otras iglesias de la diócesis. Es legítimo orobias, generoso en el brasero y en la mano; el que arde con humo inmaculado, tupido, vertical, de oblata pontificia.

-¿Y no será del que usted le regaló a don Jeromillo?

-¡Ya respiro!

-¿Cuándo respiraremos nosotras con holgura? Porque sor nos mira como si entre sus ojos y los nuestros hubiese alguien, ¡así como si siempre le viera!

-¿A quién?

-¡A él, al señor Mauricio, al señor capitán!

-¿Pero es que ese señor Mauricio, ese capitán es el arcángel?

-¡Ése, don Magín, ése! En sueños pronuncia sor su nombre y lo repiten las educandas. ¿Intentará el sacrilegio de subir, y ellas lo saben?

-El padre Bellod les diría que todo eso se impide con una navaja. Así lo remedió la abadesa Ebba cuando las hordas cercaron enardecidas el monasterio de Collinham. Juntó Santa Ebba el capítulo -todas sus monjas eran muy guapas-, y sacando de su túnica un cuchillo, les gritó: «¡Aquí tenéis con qué libraros de la insolencia de los hombres!».

-¿Se mató? ¡No es posible, Jesús mío! ¡Lo condenan los Santos Padres!

-No se mató: lo que hizo fue desnarigarse y rebanarse también los labios, y la imitaron sus hijas. Acometieron y asaltaron los enemigos la casa, y ni tocaron el sayal de las pobres mujeres, pero quemaron el convento con todas las castas criaturas. Tal vez la belleza hubiese ablandado el corazón de aquellas gentes.

-¡No podemos, don Magín, penetrar en los designios del Señor! -Y luego de un suspiro, dijo-: Es que algunas tardes toca la esquila del locutorio y se nos aparece el señor Mauricio en el rayo. ¡Cómo rechazarle siendo un enviado de tan altas prerrogativas! Mirándole y oyéndole se nos transfigura en un ser sobrenatural.

Don Magín recordó lo que cuenta Eusebio de Constantino en su Historia de la Iglesia. Constantino, de humilde y encendido creyente, va subiendo a una substancia y significación sagradas. Ya no es posible en el Imperio la religión dogmática y orgánica sin la voluntad, sin los mandamientos, sin la presencia del príncipe; él sabe y decide desde lo cominero y servil hasta lo jerárquico y teológico. Vienen a Palacio los obispos de su Consejo, los obispos áulicos y los obispos de las diócesis más remotas, tan encogidos algunos como nuestros capellanes rurales. Las magnificencias de la corte les deslumbran. El emperador, cubierto de púrpura, recamado de joyas, es una imagen celeste. No es un hombre, no es un obispo como ellos: es un ángel del Señor que les anticipa el goce del reinado de Cristo.

Parecida ilusión pudo exaltar a las buenas mujeres del monasterio de Nuestra Señora. Por primera vez en su encerrada vida contemplan un señor Mauricio, vestido de azul, con lumbres de plata, que ha caminado por las lejanías del mundo con una reliquia en sus manos. No es como don Jeromillo; no es como el hortelano ni el mandadero; no es como ningún hombre de Oleza. ¿Será un arcángel? ¡Es un arcángel! Y diciéndole arcángel, y repitiéndolo, la palabra infundía un estado fervoroso.

Un estado fervoroso contenido, de tiempo en tiempo, por otra menor categoría celestial: la de ángel.

-Sor habla con mucha pasión del ángel de Murcia. Dice que lo ha visto en Oleza y que trae uniforme de interno de «Jesús».

Levantose don Magín muy malhumorado.

-¡Que se decida ya esa moza!

Viéndole tan ceñudo y tan harto, se desconsoló más la madre.

-¡Ay, don Magín! ¿Es que ya se nos vino la perdición? ¿Ha de condenarse la sor para siempre, siempre? Santa Margarita de Cortona, después de haber sido pasto de no sé qué fuego, trocose en un Etna de amor de Dios en la Tercera Orden de San Francisco. Santa Pelagia, de mala mujer, acabó coronada de virtudes en Monte Olivete, con hábito de religioso y nombre de Pelagio. María, sobrina del santo abad Abraham, engañada por un falso y perverso monje, se abandonó a una vida de infamia; y su tío, disfrazado, la buscó y la restituyó con mucho ingenio al claustro y a la castidad más perfecta... Pues nuestra sor no ha caído para que no podamos esperar en la gracia. Bien me duele que todavía tenga gustos del mundo y ponga demasiadas ternuras en lo perecedero. A veces la he sorprendido compadeciéndose más de sus tórtolas que del prójimo: más que de la clavaria. ¡Oh Jesús, y cómo las ama, y las besa, y las acaricia!...

-¿Tórtolas?

-Dos tórtolas que trajo de su casa de Murcia. El padre Bellod nos aconsejó que las hirviésemos, y el señor penitenciario nos dijo que esas aficiones eran un peligro para la vocación. Prometió volver con don Amancio, de quien alaba su doctrina. ¡Ay, yo no sé! ¡Si ahora tuviésemos el relicario donde se guarda el corazón de Nuestro Padre San Francisco para ponérselo a sor en el costado!

-Eso las consolaría mucho; pero recojan el otro y devuélvanselo al señor capitán, ¡y se acabó el arcángel! -Y don Magín encendió un cigarro y fue oprimiéndolo con sus tenacillas de plata. Luego abrió la puerta de la sacristía, y en aquel instante presentose don Jeromillo.

-¡No se lo dije, madre! ¿Ahora sí que ya está?

-Para que así sea te necesito: vete a Palacio y que te den el ostensorio que trajo el señor capitán.

-¿Y que me den el ostensorio? ¿A mí?

Y don Jeromillo miraba a la madre con agonía.

Ella sobresaltose.

-¿Osaremos pedirlo y devolverlo? ¿Y es lepra, lepra de verdad lo que aflige a Su Ilustrísima? ¡Y dicen que por los pecados de la diócesis! ¿No le quitaremos el remedio? ¿No impediremos el milagro?

Don Magín frisaba y sobaba su teja, y antes de cubrirse respondió:

-No se apure; que si la reliquia le probó al enfermo, ya no es menester; y si no le remediaba, ¿para qué la quiere? Las gracias emanadas de las cosas santas no suelen retardarse... ¡Anda, Jeromillo, aviva!

Salió don Jeromillo. Brincaba por los aguazales de la lluvia. Se atolondró tanto que había de cogerse a los cantones para no rodar en las revueltas.

Y cuando estuvo en presencia del familiar, se amohinó, diciéndose que para qué habría llegado tan súbito donde no hubiera querido llegar.

Los anteojos congelados del clérigo doméstico le apresuraban las palpitaciones; esos anteojos parecían medirle el trastorno de su sangre, exhalando una lumbre afilada y renovada en cada aliento suyo.

No supo cómo dio el mensaje, pero lo dio; y en acabando, al sentir su silencio, se le velaron los ojos y se agobió. De un momento a otro se abriría la roja mampara y participaría de oficios solemnes, de rúbricas incomprensibles. En la quietud crujía un oleaje de folios. Y alzó poco a poco la frente.

El familiar devoraba las notas de un libro-registro muy viejo, hasta que respiró y dijo:

-Número 78. Tabla III. Envío de las madres de la Visitación.

Luego puso una gradilla junto al armario, alcanzó del tercer vasar el atadijo de las salesas de Annecy; lo protegió con un Boletín Diocesano, le pegó dos obleas, le pasó un cordel, y en tanto que le hizo la baga, decía:

-El Señor agradece paternalmente este consuelo de la comunidad de la Visitación, a la que bendice con especial cariño.

¡Ya estaba todo! Y con la reliquia en sus brazos se le incorporó a don Jeromillo un ímpetu de victoria.

Denodado, arrogante y gozoso entró en el convento.

-Récenle, si quieren, antes de llevársela al señor Mauricio.

-¿Vendrá la perdición? -porfió la madre.



...Diez de agosto, día de San Lorenzo, vino la perdición.

El señor deán se agarraba desesperadamente a la reja pidiendo calma. Don Jeromillo saltaba por el locutorio. La madre gemía. La clavaria se torcía el ceñidor. La señorita Valcárcel levantó el grito y la jaula de las tórtolas.

-¡Ha sido ella, la clavaria! ¡Lo mató apretándole el corazoncito con las uñas! ¡Me ha matado el macho! ¡Acababa yo de besarlo y lo dejé precioso! ¡Ha sido ella; yo la vi salir!

-¿A mí? ¿El macho, dice? -Y la clavaria se quedó mirándola-. ¿El macho? ¿De modo que había un macho?

-¡Sí, señora; como en todas las parejas, hasta en la de Adán y Eva!

-¡Su caridad, su caridad! -le imploró la madre.

-¡Déjenmela, que quiero que me diga su caridad cómo supo lo de macho y hembra! ¡Para mí nada más eran dos tórtolas!

-¡Señora, usted es tonta y mala!

Arreció el alboroto. Y lo deshizo milagrosamente la señorita Valcárcel.

-¡Yo me voy de aquí, señor deán!

-¿Que te vas? ¿A Murcia?

-Me marcho con usted. Y me casaré...

-¿Que te casarás?

-...¡Y me casaré con el primero que se me presente!




ArribaAbajoII. Jesús y el hombre rico

Verano de calinas y tolvaneras. Aletazos de poniente. Bochornos de humo. Tardes de nubes incendiadas, de nubes barrocas, desgajándose del azul del horizonte, glorificando los campanarios de Oleza.

Las mejores familias -menos la de don Álvaro- se fueron a sus haciendas y a las playas de Torrevieja, de Santa Pola y Guardamar. La ciudad se quedó como un patio de vecinos. El palacio de Lóriz semejaba ya mucho tiempo en el sueño de su soledad; el del obispo, en el ocio de los curiales, que fumaban paseando por la claustra; «Jesús» y el seminario, entornados en el frescor de las vacaciones. Las hospederías, los obradores, las tiendas callaban con la misma modorra de sus dueños sentados a la puerta, cabeceando entre moscardas. Los árboles de los jardines, de la Glorieta, de los monasterios, hacían un estruendo de vendaval de otoño, o se estampaban inmóviles en los cielos, bullendo de cigarras como si se rajasen al sol. El río iba somero, abriéndose en deltas y médanos de fango, de bardomas, de carrizos; y por las tardes, muy pronto, reventaba un croar de balsa. Se pararon muchos molinos de pimentón y harina; y entraban las diligencias, dejando un vaho de tierras calientes, un olor de piel y collerones sudados. Verano ruin. No daba gozo el rosario de la Aurora y tronaba el rosario del anochecido. Fanales de velas amarillas alumbrando el viejo tisú de la manga parroquial; hileras de hombres y mujeres colgándoles los rosarios de sus dedos de difunto; capellanes y celadores guiando la plegaria; un remanso en la contemplación de cada misterio, y otra vez se desanillaban las cofradías y las luces por los ambages de las plazas, por los cantones, por las callejas, por las cuestas. De trecho en trecho caía con retumbos dentro de las foscas entradas el «¡Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando, / mira que te has de morir, / mira que no sabes cuándo!». Y, según adelantaba el tránsito, se les venían más gentes a rezar.

Penetraba en casa de Pablo ese río de oración, más clamoroso que el Segral. A lo lejos, era de tonada de escolanía, de pueblo infantil que, no sabiendo qué hacer, conversaba afligido con el Señor. Y, ya de cerca, articulado concretamente el rezo en su portal, por cada boca, sentía Pablo un sabor de amargura, de amargura lívida. Alzaba los ojos al cielo de su calle. De tanto ansiar se reía de su desesperación; y palpaba su risa. Tocaba sus gestos como si tocase su alma desnuda. Vivía tirantemente. El júbilo de las vacaciones se le quedó seco y desaromado. Pasó los primeros días siempre en diálogo con su madre. Tía Elvira alababa la suerte de su cuñada por tener un hijo tan hija. No fuera tan enmadrado y enfaldado si trajese faldas de verdad. Y convidó al sobrino a sus tertulias de las Catalanas y de la Adoración. Después mudó de chanza, santiguándose y mirándole todo el cuerpo.

-¡Se te siente medrar! ¡Ni las sayas de tu madre ni las ropas de tu padre te aprovecharían! ¡Con esa cara de mujer guapeta y esa figura de ángel talludo, habrá que colgarte evangelios!

...En agosto todavía estaba la familia de don Álvaro en su casa de Oleza.

Ni ruegos de la esposa, ni enojos ni postraciones del hijo removieron la voluntad del padre. El cansancio, la molicie y el calor le solicitaban también a la holgura campesina y a olvidarse flojamente de la contienda de Oleza. Pero él resistiría; porque la contienda de la pobre Oleza significaba la del mundo. Desde su destierro, el príncipe les recordó palabras de un esclarecido purpurado: «Preferible es el impío al indiferente». En aquellos días, León XIII dijo a los hombres: «Cumplid vuestros deberes de ciudadano». Ahora la santa causa no peleaba con estrépito humeante de armas, sino con el fuego de la doctrina, con la espada de las intenciones, con el ejemplo de las virtudes. Como en el mundo, las dos mitades de Oleza, la honesta y la relajada, se acometían para trastornar la conciencia y la apariencia de la vida. «Jesús» esforzaba a los olecenses puros. Ya no se temía la discordia como un mal, sino que era un deber soltarla en lo íntimo de las amistades y de las familias. El Recreo Benéfico, con su mote masónico de caridad, iba pudriendo las limpias costumbres. Muñía bailes, jiras, cosos, tómbolas, comedias y verbenas, que «Jesús» condenaba implacable, repudiando a los luises que participaron de las abominaciones. Y Palacio se retrajo con el silencio de las tolerancias. Se dijo que, creyéndose menoscabado por las censuras de «Jesús», Su Ilustrísima le devolvió al rector la medalla de oro de presidente honorario de la Congregación de San Luis.

¡Baje fuego y consuma esta Samaría! Y los legionarios del padre espiritual, en vez de subir los ojos imprecando el castigo, los volvían con recelo a Palacio. La mitra procuraba los edificios de «Jesús»; la mitra se los entregó a la Compañía, y la mitra tenía poder para confiarlos a otra comunidad religiosa.

La población escolar iba creciendo, a mayor gloria de Dios. El último censo había llegado a cifras consoladoras: 227 internos, 195 externos. ¿Se malograría una empresa tan fecunda en bienes espirituales? Y cundió el sobresalto entre los recoveros, zapateros, sastres y todos los abastecedores de casa.

En esa hora confusa, el dedo de Dios indicó el camino de la salud: la tierra de la tradición, el «Olivar de Nuestro Padre». De la antigüedad de sus olivos y de sus generosas oleadas recibe nombre Oleza; de una de las oliveras está labrada la imagen de Nuestro Padre San Daniel, y en la raíz del árbol cortado brota milagrosamente un lauredo. Tierra de veneraciones y prodigios. He aquí el solar pingüe y académico de la futura residencia de teólogos, de misioneros, de maestros, si la desgracia empujase a la Orden fuera de los recintos de «Jesús».

Y la legítima Oleza depositó todas sus inquietudes y todos los remedios en don Álvaro Galindo, dueño del «Olivar».

En llegando don Álvaro a «Jesús», le subían al aposento del rector sin espera en la sala de visitas. El rector dejaba su estudio, su recreo, su oración, acogiéndole con apenada sonrisa. Hundía la pinza del tabloncillo de su puerta en el epígrafe «Ocupado», y al regresar a la almohada de su sillón doblaba la frente delante del crucifijo para elevarla con súbita firmeza, ofreciéndose a todos los dolores. Porque no temía el dolor, sino el error.

-¡Quién adivinará el término de la jornada! ¡Amigo y dueño: nosotros llevamos siempre la cintura ceñida, y no traemos alforja ni muda!

Otra sonrisa, de prudencia y de renunciación, rubricaba su faz.

Callaba don Álvaro. Callaba siempre, con su ceño hundido y los ojos puestos en sus manos de estatua de sepultura.

El rector esperaba. Esperaba también siempre.

Y una tarde, el caballero de Gandía dijo:

-¡Si ese «Olivar» fuese mío, únicamente mío!

Para salir a la gran escalera habían de caminar el largo corredor de las tribunas del templo. Se detuvo el jesuita; abrió una de las puertas de roble tallado, y entre las celosías les llegó el silencio de los profundos ámbitos tan sensitivos. En el firmamento místico de los retablos lucían inmóviles y dulces las estrellas de los lamparines. Por la rosa de vidrios del coro pasaba el sol poniente, estampándose en el sepulcro del fundador Ochoa, y ardía la piedra encarnada y estremecida como un enorme corazón.

-¡Eternamente recogerá esa urna el último rayo de sol de la tarde!

-¡Si el «Olivar» fuese sólo mío!

-¡Sea suya la voluntad de hacer el bien!

La víspera, una carta del Provincial de Aragón le avisaba que no creía en las posibilidades de un fracaso del Colegio de Oleza. No creía; es decir, no quería... Se alejaron los pasos recios de don Álvaro y vinieron otros pasos chafados, viejecitos. ¡Ah, el padre Ferrando! Acabaría de dejar el calesín, el carro, el albardón de la cabalgadura que le volviese de salvar almas rurales. ¡Buena vida la del mínimo Padre confesor de Su Ilustrísima! Y el rector diose una palmadita en la curva sudada de su frontal. Se llevó al padre Ferrando y, sonriendo lo preciso, le encomendó el negocio de las paces con el difícil penitente.

Porque «se acabó el aceite y ardían las torcidas».



Fue asomándose Pablo al huerto episcopal. Todo lo recordaba por suyo, como si hubiese sido suyo. En otro tiempo corría entre las bardizas, saltaba las acequias, regaba, le gritaba a Ranca el hortelano; por todo rebullía y todo lo gozaba sin pensar que fuese suyo ni ajeno. Era dueño con los ímpetus de su antojo y con la complacencia del señor obispo que le miraba desde su estudio, y él no lo sabía. Ahora Pablo iba subiendo los ojos a todos los ventanales, siempre cerrados.

-¿Y Ranca?

Volviose un viejo que llenaba una espuerta de estiércol.

-Ranca ya no está.

-¿Y por qué no está ya Ranca?

-No está porque le dio la perniciosa y nos lo llevemos; y nos lo llevemos porque se murió.

¡Ranca había muerto, y el huerto se quedaba! Ranca se ponía a fumar su verónica encima de la gleba recién volcada, y él, a la aúpa de sus riñones hasta colgársele de los hombros, le mandaba que le llevase al salón del obispo. Ranca, sin mujer, sin familia, salió en el huerto como una hierba borde. Era todo vegetal, y vegetal de allí: de terrones, de cortezas, de raíces, de sol, y de olor y de aire. Viéndole por Oleza, se sentía todo el hortal en su pellejo arado, en sus uñas de mantillo, en su voz que sonaba como un calabazón del andaraje de la senia. Le dio la terciana, y se murió; y el huerto seguía...

-¿Y el obispo qué dice?

-¿El obispo? ¿Qué dice de qué?

-¡De Ranca!

-¿De Ranca? -y el hortelano vertió la espuerta en la almajara y se puso a escardar.

¿Es que el obispo ya no rezaba ni leía bajo su limonero? ¡Tanto tiempo estaba ya el hortal en ese abandono que hasta pasó la muerte muy callando entre los árboles! Pablo sintió el vuelo de los años encima de su corazón. Y todo lo que se quedó coordinado y dormido en su primera infancia, le resalía ahora con sensación de presencia.

Lejos y hondo, en lo último del huerto, detrás de los vidrios de Provisoría, comenzó a fraguarse el rostro llano de don Magín, como un recuerdo; un recuerdo que le miraba, que le llamaba, que se le apareció en el aire diáfano.

-¿Ya no te consienten que vengas a Palacio ni a mi casa? ¡Te han temblado los ojos, y por tu frente pasa también temblando la verdad con el sofoco de los que todavía son buenos!

Lo entró en las oficinas. Allí los capellanes fumaban con zumbas y albardanías de tertulias de archivo, y algunos se hablaban con grave sigilo de capítulo.

De la escalera les llegaba una quietud de casa de enfermo. Pablo le dijo:

-Fue mi madre la que quiso que viniese aquí en su busca. Anoche la cena acabó con gritos. Mi madre lloraba. Dicen que el «Olivar» de mi abuelo ha de ser colegio de «Jesús».

Un paje les avisó con muchos melindres las nuevas de arriba. ¡El padre Ferrando pedía ver a Su Ilustrísima desde las diez! Vino el padre Ferrando luego de celebrar su misa de la Virgen, la que rezan los sacerdotes de cansada edad y de ojos enfermos. Vino bajo la guardia de un hermano ávido en oír y ver con lisa apariencia.

-Está en la saleta. ¡Llegó a las diez; ya dieron las once, y nada! -Y escapó santiguándose.

Desde la jaula negra de su negociado un clérigo decía:

-¡Sí, sí!... ¡Sí, sí!... -Semejaba el cuco que sale al ventanillo del reloj.

Dos oficiales no pudieron contenerse; y recatándose por escalerillas y por pasadizos, se acercaron a la cámara. En aquel instante el padre Ferrando, muy apocado, imploraba:

-¡No soy yo, no es el padre Ferrando el que pide audiencia; es el confesor de Su Ilustrísima!

El lego transpiraba un helor azul. Y el doméstico resignose a llevar el recado, y al volver, sus anteojos eran de ráfagas de lumbres.

-¡Su Ilustrísima tampoco puede recibir a su confesor!

Los de la curia corrieron a las oficinas para referirlo. Y el capellán enjaulado movía fajos procesales diciendo:

-¡Sí, sí!...

En la tarima del escritorio que fue del difunto mosén Orduña, un eclesiástico rubio se soltó el collarín y presagió, frotándose las manos:

-¡El estallido!

Le rodearon algunos escribas, sobándose también las suyas como si se las lavasen en el sol. ¡Que viniese ya el estallido! Ése era el concepto que estaba mudo en su conciencia, y acababa de revelar el archivero. Sentían por delegación el denuedo suficiente para que estallasen los dos poderes: la mitra y «Jesús». Ellos pertenecían a la mitra, y desde sus asientos de delantera iban a presenciarlo todo. El archivero Orduña, en sus éxtasis históricos, no se habría dado cuenta de la actualidad. El de ahora, con sus claros sentidos, tentaba lo porvenir, aunque, por su oficio, se mantuviese de ejemplos de las crónicas episcopales:

-En mil seiscientos veinticinco, el mayordomo del obispo va de casa en casa pesquisando si los olecenses comen carne en la Cuaresma. Impone multas y otras penas de más aflicción. El Justicia quiere impedírselo. Excomulga el obispo al Justicia. El Justicia, en venganza, manda pregonar: que puesto que los clérigos, con excusa de ir de noche a sus iglesias, promueven escándalos, ninguno salga, desde el toque de oraciones, sin llevar luces. Se suceden los encarcelamientos, las contiendas, los tumultos. Un criado del Justicia golpea a un fámulo del mayordomo, que huye, y apostándose bajo los pilares de la catedral, aguardó al otro y, al pasar, le arremete, lo acuchilla y se acoge al asilo sagrado. El Justicia lo arranca de los brazos de los canónigos y lo cuelga del cancel. El obispo fulmina excomunión contra toda la ciudad, y no se celebran oficios divinos ni sacramentos.

En mil setecientos quince, un prelado junta caudales para construir otra catedral, que ha de ser gloria de Oleza. Los planos y estudios se hacen en su palacio. Trae los mejores canteros, alarifes, fusteros, artífices. Pero el cabildo entorpece sus designios de magnificencias. Le oprime, le cansa, le desespera. Y el obispo consume todos los dineros de la catedral en un cuartel de Caballería, más tarde lonja y después convento.

En mil setecientos noven...

-¡Sí, sí... Sí, sí! ¡Se quedarán ustedes sin el estallido de ahora!

Le dejaron todos para ver al confesor, que bajaba.

Bajaba llorando. Le llovían las lágrimas por sus carrillos de labradora, empañándole las gafas. Se estrujaba el manteo y lo soltaba para cogerse al barandal. Su hipo de sollozos resonó en la cupulilla de la escalera. Y a su lado, el hermano agobiaba los hombros como si recibiese la cruz de los agravios para llevarla íntegra a «Jesús». Pero, en la claustra, quiso que, antes de salir, redujese el padre su congoja; lo apartó, lo arrimó al balaustre de un arco, frente al terebinto que trajo de Palestina una piadosa familia romera. Y el padre Ferrando, sin querer, leyó tres veces la lápida: «¡Tendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas lo son de honor y gracia!». Y se precipitó más su lloro. El viejo confesor hacía como esas criaturas que aflojan su berrinche y de súbito aprietan y se encorajinan más. Lo tomó el hermano entre sus brazos enjutos de constitución. Así desfalleció más el afligido. Acudieron capellanes y fámulos. Fue socarrándose el lego de ver que el trance se derramaba y atraía la compasión de las gentes antes que en casa. ¡Y eso sí que no!

Gritó el secretario llamando al jesuita, porque Su Ilustrísima venía en su busca. Llegó hasta la segunda meseta, descansándose en el brazo de don Magín y en el hombro de Pablo. Los oficiales de la curia le veían después de mucho tiempo. Creyéronle roído por el mal, torciéndose encima de su podre, como Job; y se les apareció con un cansancio y delgadez de convaleciente, sin otros indicios de la enfermedad recelada que las vendas de sus manos y de su cuello. Abrazó al padre Ferrando con dulzura filial, pero jerárquica. Subieron juntos, y el obispo se paraba porque su confesor había de enjugarse y sonarse, y doblar y guardarse su gordo pañuelo azul de ropería S. J.

Pasaron al oratorio. El sol de septiembre recalentaba el oro viejo del altar, la lámpara de cobre, las paredes desnudas, los floreros de paño, todo de un júbilo ingenuo y solitario de ermita de aldea. Su Ilustrísima se postró en una vieja almohada; el padre Ferrando, desde su butaca, le puso la cinta de la Congregación de San Luis. Y un familiar juntó la puerta.

Se sentían los relojes de las salas, los ruidos agrarios del huerto episcopal. Y el hermano trenzó sus dedos como si cogiese un estandarte de gloria para llevarlo íntegro a «Jesús».



...A mediodía llegó Pablo a su casa gritando:

-¡Ya no se pierde, ya no se vende el «Olivar» del abuelo!

Su madre le besó cohibida bajo la mirada del esposo.

Todos callaban; y levantose como una llama roja la voz de don Álvaro:

-¡Irás siempre conmigo! ¡Siempre! -y se mordió su labio convulso.

¿Por qué chillaría su padre con ese odio entre tanto silencio y sumisión? Y acabada la comida, se apartó a la solana y estuvo mucho tiempo mirando los follajes del río. ¿Por qué le gritó su padre, y por qué volvió él tan contento y ya no lo estaba? Había visto llorar a un jesuita como si no fuese jesuita; al obispo arrodillado delante del confesor, lo mismo que él se arrodillaba. Todos los hombres se sometían a las medidas de los niños.

Se cansó de la ribera; y desde la sala, de un ambiente de recinto ajeno, contempló el cerrado palacio de Lóriz. Jardín de claustro; caricia de los sofás, de los aromas, de las sedas; las risas de las primas de Lóriz..., todo iba recordándolo como prendas suyas desaparecidas que no supo tener. Y ahora venía el agobio del invierno en su casa; y el palacio de Lóriz sin nadie.

Gimieron las bisagras de su postigo. De la sombra morada de la calle subían los pasos duros de su padre. Asomose y le miró la espalda robusta, el bastón de espino negro con puño de oro entre sus dedos pálidos, las botas, el contorno de toda su figura...

Iba don Álvaro recogido en sus cavilaciones.

Ya no se vendía el «Olivar». ¡Qué gozo tuvieron su mujer y su hijo! Hasta ellos lograban ser enteramente ellos según eran, sin el padecimiento confinado y obscuro de serlo. Se les encendía la luz de su voluntad. «¡Ya no se vende, ya no se pierde el Olivar!». Es decir, ya no sufrían ellos, ni a él le dejaban padecer. Capacitado para el dolor, como otros nacen dotados para las delicias, se le empujaba y se le apartaba siempre de su camino. Le estaban negadas todas las complacencias, basta la de sacrificarse...

...Anochecido llegó don Álvaro a la portería de «Jesús». Le dejaron en una silla de Vitoria del salón de visitas; y tuvo que esperar. Tardó el rector, disculpándose con sus afanes del comienzo del curso académico. Prosperaba el número de internos, muchos, muchos de familias ilustres. Y como don Álvaro insinuara el asunto del «Olivar», el rector sorprendiose delicadamente. Don Álvaro pronunció la palabra sacrificio...

Y el jesuita le sonrió con indulgencia:

-¡Oh, a veces Dios no lo permite y envía sus ángeles para impedirlo! Un ángel detuvo el brazo de Abraham cuando ya su cuchillo tocaba la garganta de Isaac. ¿No nos habrá enviado Dios al padre Ferrando? Otras veces, cuán costosas son las decisiones que pueden trastornar las regaladas costumbres; quizá sea más difícil para el cristiano la renuncia de su bienestar que el acometer las más arriesgadas empresas. ¡Quizá, sí! Nos lo dice San Marcos en aquel conmovedor episodio de su evangelio: Un hombre rico le pregunta al Salvador: «Maestro, ¿qué haré para conseguir la vida eterna?». El Señor le responde: «Cumple los mandamientos». Y él añade: «Los he guardado desde mi juventud». Y Jesús puso en él los ojos (así los ponemos nosotros). Y le mostró agrado- dilexit eum- (también como nosotros hacemos), y le dijo: «¡Una cosa te falta: vende cuanto tienes y entrégalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme!». Pero el hombre rico afligiose y se apartó de Jesús... ¡Qué lástima!




ArribaAbajoIII. Estampas y graja

«¡Y me casaré con el primero que se me presente!».

El primero que se presentó, que le presentaron a la señorita Valcárcel, fue don Amancio Espuch.

-¡Quítese usted eso, esa barba, por Dios! -Y María Fulgencia se reía, cubriéndose la faz con su rebociño de tules.

El señor penitenciario intervino gravemente:

-He de advertirle, hija mía, que este caballero tiene bufete de jurista y academia de estudiantes de Facultad; escribe libros muy doctos, y en su periódico El Clamor de la Verdad encubre su nombre con el precioso seudónimo de Carolus Alba-Longa...

-¡Sí; pero que se quite, que se rape todas esas barbas de cuero!

Alba-Longa se afeitó la barba, y sin ella parecía haberse fajado las secas mejillas con piel apócrifa.

La señorita Valcárcel se quedó pasmada y arrepentida, y tuvo que reírse otra vez. El señor Espuch la miraba con amargura.

-¡Ay, no se apure usted, que sí que nos casaremos!

Se casaron y se fueron a sus haciendas de Murcia. La novia, como un naranjo en flor; el marido, como un cayado de ébano. Boda muy escondida.

Por eso resonó tanto en las zarandas de los maldicientes. La tertulia de doña Corazón bramaba contra los casamenteros. Doña Purita juró que los novios habían hecho voto de vivir como hermanos, imitando a muchos matrimonios.

Don Magín dictó con suavidad:

-Como San Valeriano y Santa Cecilia, como San Galación y Santa Epistema, como San Paulino y Therasia...

La mayordoma invocaba:

-¡También los hubo casados y padres!

-Sí, señora, como San Marcelo, que tuvo doce hijos, y de ellos, siete, según dicen, se los dio su santa mujer de un solo parto.

...En la sala de las Catalanas desmenuzó Elvira la crónica nupcial. Todo lo tenía sabido y contado: desde las galas hasta los pensamientos categóricamente conyugales de la Monja. Las dos viejecitas de Mahón devoraban con susto el curioso anecdotario. Días de triunfo para la señorita Galindo en aquella casa. Pero, una tarde, suspiró la señora Monera:

-¡Dios mío, yo no estaba encinta!

Lo dijo con una sofocación tan dulce, que semejaba entonces estarlo.

Se adolecieron las Catalanas contemplándola. La Monera ya tenía un bondadoso descuido en su talle, un amplio regazo. Pudo estar encinta, y no lo estaba. No cabía más honestidad.

Y palideció la gloria de Elvira Galindo en aquella casa sin herederos.

...Pues en la de don Álvaro decía el canónigo don Cruz:

-Poco se me da de las murmuraciones en siendo feliz nuestro don Amancio, que ni por su felicidad de novio se olvida de sus deberes. Hoy escribe que le tarda el volver a su puesto. ¡Oleza está en peligro, en peligro aun con la victoria y todo de «Jesús»!

El padre Bellod rugía, subiéndose una calza de pliegues morenos:

-La gusanera del Recreo Benéfico se revuelve bajo nuestro pie. ¡Esa tropa jura que ha de celebrar desgarradamente la inauguración del ferrocarril!

Después salieron, y al lado del padre iba Pablo. Llegaron a los olmos del camino de Murcia para ver los edificios nuevos de la estación de Oleza, y de retorno por el puente de los Azudes, fueron al Círculo de Labradores. Dejó don Álvaro a su hijo en la sala de lectura, y él se sumió con sus amigos en el aposentillo mural, donde se juntaban los mejores eclesiásticos y seglares de la «causa». Casi siempre permanecían callados, y en el silencio ardían más sus propósitos.

Pablo pisoteó los esterones traspasados de la humedad de los ladrillos. Luego se sentó en la reja del patio, un patio hondo con cortezas de verdín. El ábside de la parroquia de Nuestro Padre cuajaba la sombra de una rinconada de ortigas.

Salía el conserje, vestido de negro, con botas de paño, a darle de comer a una graja manera.

Pablo alzó los ojos al óvalo del cielo como si lo mirase desde una cárcava. Se precipitaban torbellinos de vencejos. Vencejos libres, y no volaban en la anchura del «Olivar» ni encima del río ni en los jardines de familias de colegiales que tenían hermanas tan hermosas. Pero sí que volaban en el azul del «Olivar», del río y de los huertos, y como iban tan altos, los veía desde su brocal del patio del Círculo, y el encerrado y el oprimido era él.

Pasó delante de los nichos de los armarios, leyendo los títulos de los volúmenes como si fuesen lápidas: Teologías, Botánicas, Ordenanzas de Riegos, colecciones de El Año Cristiano, de El Clamor de la Verdad, de La Lectura Popular, del Mensajero del Sagrado Corazón.

La graja croaba tan erizada, que se le veía el pellejo roído de miseria. Y el padre Bellod, desde la puerta del patio, blandía un puño peludo, diciendo:

-¡Yo te apañaré!

Pablo volviose a los tejuelos: El Episcopologio Olecense, Anales de la diócesis de Oleza, las Actas de los Mártires, el Arte de pensar o Lógica admirable, por el doctor sorbónico don Antonio Arnaldo; la Respuesta fiscal sobre abolir la tasa y establecer el comercio de granos, por don Pedro Rodríguez Campomanes; la Historia de la Tercera Orden de San Francisco, por fray Juan Carrillo; Historia y estampas de los trajes de las Órdenes religiosas, del abate Tirón...

Brincó la graja por la fenestra, mondándose su pico pringoso de color de calabaza en la rajadura de un vidrio. De pronto le temblaron sus alones secos y escapó, dejando su gañido y una borra de pluma de buche.

-¡Yo te apañaré!

Pablo quitó la colanilla de la biblioteca; sacó los dos tomos de la «Obra dedicada al eminentísimo cardenal Lambruschini» y abrió en el atril del bufete de hule el libro de las láminas.

Religiosa de San Isidoro: muy jovencita, con sayal pardo, asomándole una guedeja rubia por el griñón; arrodillada en una grada de dibujo lineal, modelándosele los muslos y las piernas y saliéndole de los pliegues académicos un pie descalzo. Pablo se lo acarició.

Religiosa Armenia: ropas ornamentales, hinchadas por una brisa matinal, y en su mano un cesto de mimbres. Alta, colorada, ardiente y ceñuda; la boca gordezuela, los ojos muy castos, rechazando una tentación asidua. Pablo la hubiese besado de rabia.

Religiosa de la Anunciación: ¡qué pureza, qué cortedad, qué remilgos, y con pechos de casada, aunque se los aplastase el pecherín rígido y el corsé! Llevaba corsé y miriñaque bajo su jubón y la saboyana escarlata; las mangas eran azules, la capa blanca, la toca de almidón y el velo con pico en la frente. Sus manos tiernas tenían un libro muy lindo, sin estrenar. Pablo se hubiese dormido sintiendo la dulzura de esas manos en sus ojos. Ella humillaba los suyos; pero esos ojos serían de los que dijo, una tarde, doña Purita, de los que se abren y miran mucho cuando se aleja el que estuvo mirándolos.

La Religiosa de la Orden del Verbo Encarnado miraba con asombro, sin ver concretamente más que a sí misma. Capuz de lana, manto de ceremonia con cauda grande, bermeja como el escapulario, y en el seno la corona de espinas, el corazón, los clavos y la cifra de Jesús; el brazo en asa y la diestra en el talle, como una chula, y con la otra mano se pellizcaba la cola. Pablo ya la conocía. La vio en las salas del «Olivar» de su abuelo y en las de Lóriz, dentro de óvalos dorados, daguerreotipos y óleos de señoras austeras, de ojos negros y esquivos y cejas altas, que les ponen una tilde de pasmo y frialdad; reclinan el codo en un mueble, y siempre tienen una cajuela de marfiles, un cofrecillo de orificia que únicamente pueden abrir ellas cuando están solas.

Detrás de sus hombros le dijo el padre Bellod:

-Pasaste sin ver la estampa de San Basilio, y la del Penitente de Jesucristo, y la del Fuldense, y la del Hospitalario. No te paras más que en las de las monjas. ¿Ha vuelto la graja?

Luego se fue.

El último claror de la tarde se lo embebía el techo de vigas; un vaho de pozo salobre iba cayendo por la reja. Todo el casón semejaba desamparado. Pablo se acordó del conserje que se quedaba de noche en el sótano de la botillería, solo, con la graja dormida en un travesaño. Y angustiose del horror de ser él ese hombre de luto. Poco a poco le fue mirando una lucecita como la de los cuentos de los niños que se pierden por los campos. Pero los niños de los cuentos caminan bajo los bosques y los cielos, y él estaba inmóvil, entre vasares y muros. La lucecita venía de la parroquia, de la lámpara de Nuestro Padre San Daniel, la misma lámpara que palpitó sobre la frente de su madre la noche de su terror en la capilla del santo.

Y huyó Pablo por las soledades del Círculo, que olían a gentes que ya no estaban.

En el portal, el conserje miraba las losas con el ahínco que otros ojos miran las estrellas.

-Tu padre y los demás siguen allá dentro.

-¡Es que yo estaba a obscuras!

-Ellos también.

Pablo prefirió su encierro. En el patio, todo negro, temblaba el ruido leñoso de la graja. Sintió tan cerca la parroquia, que recibía en su piel el unto de la lámpara, el tacto de los exvotos, la sensación de las imágenes. Entre las cornisas, el aire se abría y se plegaba blandamente por el vuelo de los murciélagos.

Olor de sotana del padre Bellod. Fue acercándosele su fantasma, que rascó un fósforo en la estera y encendió el velón.

-¿Ya te escondes de la graja? ¡Está endemoniada, y te aborrecerá! ¡Guárdate de hacerle mal, aunque te aoje! ¡Te chafaría su amo! Ahora nos estará guipando ella desde las ortigas. Si te aburres, yo te daré un libro.

Escogió un volumen de las Actas de los Mártires, y dijo:

-Aquí tienes el cyfonismo. Fíjate.

Arrimó una silla, se puso de hinojos y torciose para mirar con su ojo entero. Iba señalando el asunto con el dedo cordal, y lo explicaba como si dictase la receta de una confitura:

-Se toma al mártir y se le encaja entre dos artesas o esquifes. ¿Sabes lo que son esquifes? ¿Y artesas?... Pues dos artesas bien clavadas, pero dejándoles huecos para sacar las piernas y los brazos; como una tortuga al revés. Arriba hay una trampilla que se abre encima de la boca, y por allí se le embute leche y miel, y se le deja al sol. Más leche y miel, y al sol; más leche y miel, y al sol. Se le paran las moscas, las avispas. Y leche y miel, y sol. El mártir se corrompe. Pero dura mucho tiempo. Siente que le bulle la carne, deshecha en una crema. Dicen que el cyfonismo está tomado del escafismo de los persas, que son muy ingeniosos.

Iba cayendo sobre Pablo el resuello del ayo; sus ojos seguían obedientes los itinerarios y las insistencias del dedo trémulo, de uña roblada; su nuca había de doblarse agarrotada por la horquilla de la otra mano del capellán.

-¿Qué dice ahí, en el margen de la estampa?

-Está escrito con tinta.

-Con tinta; ¿pero qué dice?

Pablo leyó: «Puede verse lo mismo en el tomo III, cap. IV, de los Viajes de Antenor por Grecia y Roma».- E. L.

-Eso lo anotaría el señor Espuch y Loriga, tío de don Amancio; y no nos importa.

Estuvo volviendo páginas con su pulgar; buscaba precipitándose encima del folio, y su ojo abierto relucía de delirio algolágnico.

-¡Aquí es! Aquí tienes los tormentos inventados por los hugonotes. Tampoco están mal. Tienden al católico, lo abren, le ladean con cuidado las entrañas para hacer sitio; se lo llenan de avena o de cebada y ofrecen este pesebre a sus jumentos.

La inminencia del verbo en tiempo presente encrudecía la óptica de los martirios.

-Están también los ultrajes y suplicios de muchas vírgenes cristianas, que de ningún modo debes ver. Y vámonos, que acabó la junta.

Durante la cena, el silencio de don Álvaro refluía en el silencio de la familia. El trueno del Segral se enroscaba por los muros. Pablo se acostó.

A las diez le llegó la jaculatoria de tía Elvira:


   «Señor, a dormir voy.
Confesión pido;
Óleo Santo.
perdón
del Espíritu Santo».

...Y a la otra tarde buscó las estampas prohibidas. Se contuvo mirándose sus dedos, que se le estremecían como los del padre Bellod. Vio santas empaladas, trucidadas, enrodadas, rotas a martillo. En el tormento de la virgen Engracia leyó con avidez los versos de Prudencio:


   «Tú sola vences la muerte;
vives palpando el hueco
de tu arrancada carne.
Una mano inmunda
desgarró tu costado;
rebanados los pechos,
se vio tu corazón desnudo.
La gangrena roía tus médulas;
agudos garfios arrebataron
tus entrañas a pedazos».

Venía un gañido tan ansioso, que Pablo dejó su lectura; y vio que se escapaba del patio el padre Bellod; y él aguardose un poco y salió. Estaba la graja apiolada con una atadera roñosa de media; tenía los alones desgoznados; se le hinchaba y vaciaba el buche como un fuelle; y un clavo le desencajaba las dos mitades del pico. Como si se hubiera pregonado su agonía, acudieron moscas bobas, hormigas chiquitinas y hormigas cabezudas de buenas tenazas, gusarapillos y lombrices del arbollón. Se le subían al pardal impedido, corriéndole por el borde y el telo de los ojos, por las boqueras, por el paladar; se le entraban y salían; algunos se quedaban cogidos en las calientes crispaciones de la substancia. Toda la graja se retorció por el feroz prurito del insaciable tránsito de las sabandijas.

Pablo se inclinó y le arrancó a la víctima la cuña del martirio. Entonces alzose un alarido de grajo descomunal. Y las manos y las botas del conserje lo rechazaron contra los muros del ábside.

Vinieron asustados los capellanes y devotos de la junta. La graja se doblaba de sacudidas; se tendió y fue quedándose inmóvil.

Todos rodearon a Pablo; y don Álvaro se lo llevó. Se miraron, y el padre se dijo:

«No ha sido él y ni siquiera se disculpa. ¡No le importa tener razón!».

En la calle recibieron la delicia del aire de octubre, dulce de cosechas.




ArribaAbajoIV. La Monja

Octubre trajo el buen tiempo. Pasó el ahogo de los nublos y calinas que apretaban la ciudad. El verano desgreñado de vendavales, de cielos de remiendos, de mala color arrabalera, se trocó en un otoño alto, fino, miniado. Y entonces se cerró más la vida de Pablo. Sentíase retenido en la vigilancia de tía Elvira como en el centro de una lente que le precisaba cada uno de sus pensamientos para entregárselos al padre.

Los ojos de don Álvaro relucían de un dolorido rencor.

La madre, de una blancura lunar, de una tristeza sin lágrimas, le pidió al hijo que no la buscase tanto, que no la quisiese más que al padre.

-¿Te lo ha dicho «él»?

Y su mirada la reprochó de blanda y medrosa.

Ella la soportaba renunciando a sus abandonos y goces pueriles de madre, para que Pablo creciese labrado por su voluntad y la del esposo. Lo quería hijo cabal, de las dos sangres. Hijo únicamente de su complacencia, sería reducirlo y menoscabarse a sí misma en los términos de su amor. Por eso alzose su corazón cuando se rebeló Pablo con firmeza de Galindo diciéndole a él:

-¡Yo no iré más allí!

Don Álvaro le miró dentro de los ojos.

Muchas veces le sorprendió Paulina acechándole.

Y una noche le avisó que al otro día, muy temprano, fuese a la academia de don Amancio.

-Todos los días, por la mañana, por la tarde. ¡Todos los días!

Y esforzaba su mandato mirándoles densamente. Ni su hijo ni su mujer se quejaban. ¡Ojalá se le arrebatasen y se le interpusiesen para tener razón de aborrecerlos! Ese «tener razón» que desperdiciaba su hijo.

Estuvo esperando la hora exacta de la salida de Pablo. Se incorporaba para ver el reloj de oro descolorido de su mujer; quiso que la hora puntual y disciplinaria la señalase el reloj de la madre. Y cuando llegó, como Pablo no se despertaba, don Álvaro precipitose en su dormitorio y le arrancó las ropas. Se le hinchaba de furor la garganta. Y el hijo levantose con graciosa ligereza, diciendo:

-¡Ya es otra vida!

Y se vistió y se marchó cantando.

Olor de nardos recién abiertos; la ribera transparentaba lejanías con promesas de felicidad; los árboles del río incendiaban el azul con sus follajes de oro. La misma limpidez y fragancia del aire tenían los pensamientos de Pablo cuando pisó el umbral de don Amancio.

Portalón enlosado y húmedo, con cancela de hierro. Una moza quitaba los cerrojos para que saliese otra con cesta de mercado apoyada en el albardoncillo de la cadera.

-¡Éste es nuevo, atiende!

Pablo, sonrojándose, les dijo que venía a la lección.

-Arriba está el chepudo.

Le salió un jorobado, con blusa larga y alpargatas grises, mordiendo un cañote de pluma de palomo.

Por la reja del vestíbulo aparecía una corona de cielo en las sienes viejecitas de la catedral. Aleteó el címbalo anunciando que alzaban a Dios.

Pablo imaginó anchura de campos, países desconocidos, barcos de vela en mares de Oriente, lo mismo, lo mismo que en su pupitre de los Estudios de «Jesús» cuando tocaban estas campanitas matinales.

El mozo de escaleras se le puso de través.

-Don Amancio y los discípulos no vienen hasta que acabe la misa mayor.

-Me manda mi padre...

-¿Y quién es tu padre?

En seguida que lo supo el giboso, descolgose su reloj de hierro, se quedó calculando la espera y le convidó a pasar. Le dejó en una sala de sillería de lienzo rizado, con estampas agronómicas y devotas. Un velador de Manila y encima una bandeja de prendas íntimas de mujer y camisas de marido, recién planchadas, sin lustre. En un cojín del sofá se recostaba una linda muñeca con briales de labradora. Daba la ventana al huerto. Sol en los naranjos, en las celindas, en los heliotropos y rosas. Un ruido fresco de alberca; un gozoso estrépito de palomar.

Pablo cogió la muñeca en sus brazos; le compuso el vestido, le cerró las rodillitas, la asomó al huerto; y cuando quiso volverla a su almohada, aturdiose porque una señora, con mantilla y devocionario, estaba mirándole.

La creyó una visita de consulta y encogiose junto a la vidriera.

Pero la señora se le acercó más, y siempre mirándole mucho le preguntó rápidamente:

-¿Es usted de Murcia? ¿Ha visto usted el «Ángel»? ¿Es que busca usted a mi marido?

Pablo le sonrió con sencillez. Según iba desprendiéndose la mantilla quedábase tan jovencita que se la hubiese llevado de la mano a jugar con la muñeca, entre los rosales.

-Yo no sé quién es su marido.

-¿No sabe quién es y viene usted aquí?

-¿Entonces usted será la...?

-Puede decirlo del todo: la Monja. En la Visitación yo era la señorita Valcárcel, y en el siglo me llaman eso, la Monja. De modo que sí que soy la mujer de don Amancio.

-¡La mujer de don Amancio!... ¡Si es usted como yo! ¡Y yo tengo diecisiete años!

Ella, por ocultarse a sí misma su confusión, subía sus manos acariciándose los cabellos; y sobresaltose más porque el Ángel la miraba en la boca, en el pecho, en la dulce angustia de su vida. Toda la mirada se le fue quedando encima de sus ojos... ¡Ahora, Señor, ahora se le aparecía de verdad su «Ángel»!... «¡Es usted casi como yo, y yo tengo diecisiete años!». Y repitiéndoselo volvió a mirarle confiada. El aparecido lo había pronunciado con alegría infantil. Era de una adolescencia pálida y hermosa; tenía frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio.

Sintiéronse pisadas humildes por los desnudos corredores, como el tránsito de colegiales por la claustra de «Jesús».

Desapareció la mujer de Alba-Longa. Y una mano grande y flaca tocó los hombros de Pablo.

-¿Qué hacías?

-¡Yo! Yo no lo sé. Me dijo el jorobado que aguardase.

-El jorobado se llama Diego, y es mi sobrino. Ven al escritorio.

Sala de paredes de yeso azul con friso de manises; mesas negras, mapas y quinqués; un vasar de rollos de causas y carpetones de documentos; el bufete de don Amancio, y detrás un retrato suyo, de toga, con fondo de cortinón de grana. Dos balcones con reparos de maderos contra las lluvias. Luz amarilla reflejada por los sillares de la catedral. Siete alumnos que hacían de amanuenses; y del folgo de piel de borrega que desbordaba por el escañuelo del maestro, salió cojeando un gato cebrado.

-¡Tonda!

Tonda era bizco y gordo.

-¿Me oyes, Tonda? Enfrente de ti se sentará Pablo Galindo.

Vino Diego con un alcuza y llenó de tinta morada las ampolletas de vidrio, antiguos bebederos de jaulas de gafarrones. Se persignaron; y Alba-Longa repartió pliegos procesales.

-¡Tonda! Tonda: Epsilón te pide que lo subas a la mesa.

Agarró el bisojo al gato del pellejo, y el animal se ovilló entre las escrituras.

A poco sonó en los ladrillos un golpe de carroña.

-¡Tonda, tienes entrañas de hiena!

Al chico se le quedaron los ojos blancos y en su boca le asomaba la bulla.

-¡Yo estaba escribiendo!

-¡Tú estabas escribiendo, y con el codo le diste hasta derribarlo!

Epsilón se lamía la pata lisiada, y las centellas verdes de sus ojos se le enconaban de mirar al bizco.

Volteaba el cencerrete del cancel. Subían curiales, recaderos, escribanos, labradores, mujeres. Si alguna moza principiaba a gemir su desgracia, el licenciado la recogía en lo último de la sala, por sigilo de honestidad; y de amanuense iba Tonda, cuya catadura le fiaba de peligrosas tentaciones. Entonces le dictaba tratándole de usted.

-Tonda, escriba usted sin fijarse.

No se sentían las plumas ni el resuello de los demás, que se atirantaban escuchando. Y don Amancio se inflamaba de virtud y de odio.

A mediodía, bajo el campaneo de todas las torres de Oleza, rezaron el Ángelus y salieron los estudiantes, menos Pablo, que se quedó convidado.

-Aquí tienes, María Fulgencia, al hijo de don Álvaro Galindo y Serrallonga.

Ella y Pablo se contemplaban en silencio; y como se les pasó el instante de decir que ya se habían visto en la salita de la muñeca, se miraron más y les pareció que, sin querer, consentían en un secreto.

Sentados a la mesa, comentó don Amancio sus métodos de enseñanza. Por la mañana, las prácticas de procedimientos. Por la tarde, la teórica y lección de elocuencia, de historia, de humanidades y otras disciplinas de Facultad mayor. Puede que alguien le malsinara creyendo que se aprovechaba de sus alumnos como de aprendices que le hacían los traslados de balde. ¿Y es que en cambio de esa faena no les guardaba? ¿No les servía la ciencia del mundo que habían de vivir, formándoles hombres expertos y cristianos?

Don Amancio disertaba y hacía platos. María Fulgencia prevenía lo más primoroso; enmendaba un leve descuido del servicio, dejaba su caricia en las flores del centro. Pablo reparó en el ajuar del comedor, tan mezclado de muebles de domicilio de célibe y de familia de abolengo, de objetos canijos y suntuarios, de vejez y de gracia. Manifestábase allí el marido y la mujer, juntos y distantes, las dos casas, las dos edades, las dos vidas.

Se le paraban encima las gafas azules de Alba-Longa, y él inclinaba sus ojos, y no sabiendo qué hacer, iba trazando rasgos con el marfil de su cuchillo en la labrada blancura de los manteles adamascados, de realces de pavones y cuernos de abundancia.

-¡Este mantel se parece a los que tiene mi madre en los roperos del «Olivar»!

Y la señora dijo con un hilo de su vocecita:

-Es de mi casa de Murcia.

Su contorno se cincelaba en la gloria del ventanal. Y mirando Pablo a María Fulgencia recordó el pie desnudo de la «Religiosa de San Isidoro», la boca encendida de la «Religiosa Armenia», el pecho de la «Religiosa de la Anunciación», el exquisito recato de la «Religiosa del Verbo Encarnado».

El maestro se llevó al alumno. Ya tañía el esquilón de la catedral llamando a coro.

En el azafate del pan quedaba casi todo el que María Fulgencia cortó para Pablo. Y estuvo tocando los trozos. Y al retirar sus copas, también casi intactas, vio los signos del mantel. Eran letras... Eran nombres. Fue leyéndolos, y fue temblándole sonoramente el corazón... «María Fulgencia...», «María Fulgencia...», «María Fulgencia...», «María Fulgencia y Pablo...».

La señora recogió de prisa las ropas de mesa.

Sonaba el cimbalillo de los canónigos. En el sol de la plazuela iba saliendo poco a poco la sombra y después todo el señor deán muy reposado. Antes de llegar al pórtico se paró; volviose a los viejos balcones de don Amancio Espuch, y suspiró complacido:

-¡En fin, ya está María Fulgencia encaminada! Ahora sí que acertamos; y se acabó. ¡Ni más ni menos!




ArribaAbajoV. Ella y él

Pablo vio un zapato de María Fulgencia. Lo vio, lo tomó y lo tuvo. No lo había soltado el pico de un águila desde el cielo, como la sandalia de la «Bella de las mejillas de rosa» del cuento egipcio, sino que lo cogieron sus manos de la tierra. Tampoco era un zapato, sino un borceguí de tafilete. Y no vio un borceguí, sino el par. Se había quedado solo en el estudio haciendo una copia, y al salir asomose a la sala. La muñeca del sofá le llamó tendiéndole sus bracitos; y en la alfombra del estrado estaban las botinas de la Monja. ¡Qué altas y suaves! Muy juntas, un poco inclinadas por el gracioso risco del tacón. Sumergió su índice en la punta; allí había un tibio velloncillo. La señora necesitaba algodones para los dedos; y el suyo salió con un fino aroma de estuche de joyero. Pies infantiles; y arriba, la bota se ampliaba para ceñir la pierna de mujer. Se acercó el borceguí a los ojos, emocionándose de tenerlo como si la señora, toda la señora, vestida y calzada, descansase en sus manos. Y de repente se le cayó. La señora estaba a su lado, mirándole. Le había sorprendido como la primera mañana de lección. Para disculparse le mostró en su solapa una gota de tinta, y dijo que entró buscando agua y un paño...

-¿Tinta? ¡Y aquí también, en esa mano! Tráigame usted mismo un limón. No es menester que baje al huerto. Hay cuatro o cinco muy hermosos en los fruteros.

Fue Pablo al comedor y vino con un limón como un fragante ovillo de luz.

-¿Y para partirlo? No vaya. No vaya otra vez.

Y María Fulgencia hundió sus uñas en la corteza carnal. Saltó más fragancia.

-¡No puede usted!

-¿No puedo? ¡Sí que puedo!

Y mordía deliciosamente la pella amarilla.

Pablo se la quitó. Les parecía jugar en la frescura de todo el árbol.

-¡Tampoco puede usted!

La fruta juntaba sus manos y sus respiraciones. Recibían y transpiraban el mismo aroma, pulverizado en el aire húmedo y ácido de su risa. Y entre los dos rasgaron los gajos sucosos. María Fulgencia los exprimió encima de la mancha y de los dedos de Pablo. Pero tuvo que llevarle al tocador.

Allí él se aturdió más y quiso crecerse diciendo:

-¡Yo me lavaré; yo solo!

La señora le sonrió. ¡Claro que él se lavaría! Y no se lavaba. No se lavaba divertido en mirarlo todo: los grabados antiguos de fiestas de pastores, de ceremonias nupciales de los reyes de Francia; las muselinas de rosa pálido del balcón del huerto; los frágiles silloncitos dorados. Más hondo, el dormitorio: el suyo, pequeño, inocente y claro; su cama, camita de soltera, de novicia, con sus velos de lazada también de un rosa descolorido de flor de frutal. Su celda de sor y señorita Valcárcel. Y ella entornaba los ojos y le resplandecía su boca con el jugo de la cidra. En su belleza y en su acento se afirmaba un brío y tono de voluntad. Y a él le halagó mucho que entre las cejas de la señora se hiciese un gracioso fruncido.

¡Nos parecemos!

María Fulgencia escogió las toallas de mejor frisa, sus jabones, sus esencias.

Se lavó solo. Ella fue estregándole la tinta; pudo marchitarla y empalidecerla, pero la difundía más; y enojábase de su torpeza; y él creyó que le había prendido en la solapada un pomo de flores brotadas de sus dedos.

Aquella noche tía Elvira le dijo:

-¿Te han perfumado, sobrino? ¡Llevas perfume y tinta!

...Despertose muy de mañana; y acostado veía las viejas alamedas otoñales estremecidas dentro del río. «Ella» también miraría el agua, los árboles, el cielo, y diría: río, árbol, cielo. Cuando saliesen los palomos de su terrado a volar por las huertas, ella los vería y pronunciaría: palomos, aire, sol... Así se afanaba Pablo en pensar y regalarse con las palabras que María Fulgencia tuviera en sus labios, como si le tomase una miel con los suyos. Todas las que le escuchó adquirían forma reciente y sonido precioso; y, repitiéndolas, participaba de su pensamiento, de la acomodación de su lengua, de sus actitudes interiores, coincidiendo sus vidas.

Fue tan pronto al estudio, que tuvo que aguardar en el peldaño basta que una moza le abrió la cancela. Desde su pupitre se absorbía inhalándose del silencio profundo para recoger las leves pisadas, el habla, la brisa del roce del vestido de ella. Y el techo, los muros, todo el ámbito le cerraban en una bóveda sensitiva, palpitante del temblor de sus pulsos.

Luego de comer salió sin volverse a su madre, que, como todas las tardes, le despedía desde la solana.

Ya tocaba el esquilón del coro. Corrió mucho para pasar pronto de las tapias de Palacio. Y desde allí vio que Alba-Longa se hundía en la catedral, a su siesta de la banca del crucero.

Rodeando la casona asomose Pablo al postigo de la corraliza; y de la vid del lavadero brotó la algarabía de los alumnos y criadas.

El sobrino del amo se le humilló haciendo gentiles meneos y reverencias de juglar.

-¡Con tantos dengues y bien supiste arrejuntarte a nosotros!

-Yo vine para subir al estudio por el patio.

Diego se cogió los ijares con los pulpos azules de sus manos, moviéndose fachendoso:

-¡Por aquí no se sube, y el portón de la calle no lo abro hasta que no me salga de la chepa!

Y su sombra de camello retozaba en el sol de la balsa.

Pablo se fue a la margen del río y recostose en una olma. El giboso no le dejaba; le caracoleó contoneándose, y el espolón de su espalda se triangulizaba en el azul. Pablo tuvo que sonreír recomido de furia.

-¡Ya te ablandas, entecao! ¡Eres como mi tía, que así hace pucheretes como brinca de gusto!

-¿La señora?

-Señora y tía de este pobretico. Se está toda una tarde de rodillas, y si a mano viene deja los rezos para vestirse que da gloria, y no sale ni a la reja.

Diego se volvía riéndose, porque le silbaban desde el trascorral.

-Aquéllos me chiulan porque quieren que te diga lo de mañana.

Hizo recrujir las cabezotas de sus dedos y le dijo:

-¿Pero tú me atiendes u qué?

Pablo recibió en los ojos la lumbre lívida y untada de sus ojos.

-Mañana se van a Murcia tu padre y tu madre y mi tío. Ellos saben para qué, y yo también me lo supe. ¿Tú, no? Pues ellos se van, y aunque la Monja se quede, se irá a la Visitación o se encerrará en su alcoba y nosotros nos estaremos en el amasador con la Bigastra y la cocinera. La Bigastra quiere catarme... -Y Diego puso su belfo en el oído de Pablo, que al huirle dejó caer fuera lo que faltaba del secreto-: ¡Y ha de ser delante de vosotros! Cada uno vendrá con lo que robe de sus casas para el jollín. ¿Qué nos traerás tú?

Pablo, enrojecido, volviose al patio, y Diego le seguía resonándole su llavero en el anca.

-¡Aunque quiebres el aldabón no te abrirán! -Y a los estudiantes les guiñó de ojos conteniéndoles-: ¡Dejadme con él!

Se pararon en una vieja puerta clavonada.

-¡Si tú no abres, yo llamaré hasta que la señora salga!

-¿La señora? ¡Llévale ya los limones para la tinta de hoy!

A Pablo le ardieron las mejillas y le tembló la voz.

-¡Quiero recoger lo mío y marcharme de aquí!

-¿Marcharte? ¡Yo te abro! ¡Pasa; pero yo también, porque no te suelto! -Y lo empujó por el pasadizo del amasador y del horno de la colada que acababa dentro de la cancela. Pablo comenzó a subir, y el ímpetu de su sangre orgullosa y pura se cohibía por el helor de la risa del jorobado que le recordaba su fisga: «¡Llévale los limones!...». Y sintió miedo de niño y miedo de amor por la señora tan desvalida en aquella casa, bajo el acecho de ruines.

El estudio le dio ahogo. No tenía más claridad que la ensangrentada por la piel de los nudos de los maderos. Aspiraba el olor de legajos, de obleas, de pasta de los gropos; le crujía el calzado en los manises ásperos de arenillas de salvaderas, y en la quietud se soltaba el vaho de todas las gentes que pasaron por el escritorio, de sus documentos, de sus ropas, de su intimidad. ¡Se marchaba para siempre! Y se sentó en su pupitre, y no se decía: «¡Aquí estoy!», sino: «¡Aquí estuve!».

Diego desdobló los grandes postigos estruendosos de decrepitud. Apareció el gato por la zalea de la tarima; rodeó a Pablo, pasándole y hopeándole, y él se lo puso en las rodillas y se le incorporó un ronquido caliente y recóndito. Se complacía en todas las humildades y repugnancias de la servidumbre escolar por voluptuosidad ascética, pensando en la belleza de la señora. ¡Y él se iba! Le rebajaban y le desesperaban los estudiantes, el chepudo, el maestro. ¡Se iba para siempre! Y ella se quedaba para siempre. Y repitió: «¡Siempre, siempre, siempre!».

Encima del bufete del licenciado se balanceó la cabeza y la joroba de Diego.

-¿No viste en el patio a Ballester, que le decimos Calavera por su cara de muerto? Pues a Calavera lo despachó mi tío; y ya vuelve. Cogiste al gato por antojo. ¡Eso no vale! Lo cogerás cuando te lo grite el viejo. Calavera se hartó, como ya se harta Tonda, y fue y le traspasó una pata con plumas que se le endeñaron.

Pablo se quedó mirando a Epsilón. Gato del giboso y de don Amancio. Tenía la querencia a los pies del maestro, sin comunicarse nunca del primor de la señora. Y se arrancó a Epsilón y alzose juntando sus libros.

-¡Te piensas que te vas! ¡Qué te has de ir! ¿Qué le contarías a tu padre?

-¡Me marcharé a mi «Olivar», o lejos!

-¡A tu «Olivar»! ¡A tu «Olivar», o lejos! ¡Si pareces un Lóriz! ¿A que si te apuro, lloras? -El chepudo le hincó su mirada, sacó su brazo y se tocó la giba con un gesto de burdel-. ¡Yo la llevo y no me la siento, y a ti te va saliendo otra con tu «Olivar» que ya sentiréis! Pregúntaselo a tu madre. ¡Señoritingo del «Olivar», y que te lave la Monja! -Y escapó con un corcovo.

Principiaron a subir los alumnos y detrás el licenciado.

Fue muy poca la lección. Cuando los muros de la catedral se inflamaron de sol poniente y la sala recibía una llama dolorosa, don Amancio puso el rosario entre los dedos de Pablo.

Rebulleron las mujeres de la casa en un aposentito empanado. Todos se persignaron.

Pablo vacilaba en el rezo, escuchándose como si mirase su voz que había de llegar a María Fulgencia.

Antes del anochecer soltó don Amancio a los chicos, y en la cantonada del tapial alcanzó Diego a Pablo y le pasó las sogas de sus brazos por los hombros, hablándole muy lagotero:

-El viejo se calló su viaje para no dejarnos respiro; pero yo le avisé la tartana. ¡Tú agarra lo que puedas de tu casa!

Pablo corrió, y creía escaparse de su niñez. Nunca había sentido tan triste y tan frágil su intimidad de criatura.

...Arrinconado en el comedor, iba mirando los aparadores y alacenas por el mandato que se le quedó de las palabras del giboso. Y después, mientras cenaba, sentía en sus párpados la mirada de la madre. No pudo resistirla, y levantó su frente, y entonces le buscaron los ojos del padre. Hubiese preferido que le gritasen, que le conturbasen. La quietud, la suavidad y el silencio le avergonzaban, dejándole a solas con el desabor de la tarde.

Todos se recogieron. Y desde su alcoba vio a tía Elvira encender su vela en las luces de los Dolores. Las manos pajizas de la beata se llevaron la claridad al rostro, y la sombra del candelero de la perdiz embalsamada apeonó en el yeso de la pared, enorme como un buitre vivo rajado por la candela. Las odió tanto, que le repugnó menos la tentación del chepudo.

Ya casi dormido, pareciole que la imagen de la Dolorosa se dulcificaba perteneciéndole y que venía a su cabecera mirándole. Empezó a gotear el susurro cada vez más tenue de su madre. Se le prendían algunas palabras: Murcia, hipoteca, «Olivar»..., todo dentro de una niebla tibia; y todo, hasta su amor, se iba quedando a distancias viejas y azules; y él sumido en una Oleza sin río; porque no se sentía el río y, en cambio, sonaba la vocecita de la imagen como una fuente diminuta, y encima de todo el techo del mundo volaba un cirio que salía de la carcasa de una perdiz.

...Despertose con sobresalto, encerrado en la caracola del Segral clamoroso, que ardía de sol.

Se habían ido sus padres, y tía Elvira estaba en sus devociones de la parroquia.

En seguida que salió de su dormitorio le miraron oblicuamente los retratos de sus abuelos: el señor Galindo, la señora Serrallonga; y desde su fanal también le miró Nuestra Señora de los Dolores, mostrándole el erizo de espadas de su corazón de plata. Huyó de la sala, y sin querer volviose hacia el aposento de tía Elvira; en el fondo le esperaban las pupilas de vidrio de la perdiz, preguntándole: «¿Vas a robar?». Pablo la derribó, y rebotando por la estera, seguía diciéndole: «¿Vas a robar?».

Pablo se descalzó; las pisadas de sus pies desnudos resonaban en todo el ámbito y las repetía cada ladrillo y cada viga, y al entrar en el escritorio de su padre, le golpearon sus pasos debajo de toda su piel, como si su sangre fuese un pie muy grande de bronce que le hollaba todo su cuerpo. Se apretó el costado y las sienes, porque sus latidos hacían temblar las vidrieras.

Todos los muebles estaban cerrados. Se precipitó en el gabinete de su madre. Perfume leve y bueno de sus ropas; el olor que buscaba en el colegio besando sus hombros, su mantilla, sus cabellos, sus manos; olor antiguo de pureza, y pareciole que regresaba desde tiempos muy hondos protegiéndose a sí mismo, pequeñito y débil. Y se acercó al tocador de caoba. Le salió su palidez en un espejo de libro; allí dentro estaban sus ojos con la mirada materna, y entre los ojos el ceño duro de los Galindo. De una frutilla de marfil del mueble pendía el collar de seda de las llavecitas de la madre, y las tocó y se le fue comunicando su frío. Tan menudas, tan infantiles, y le abrían todos sus pensamientos. ¡Pero vio los cajoncillos confiadamente entornados, y se sonrojó, y tuvo miedo, y refugiose en su cuarto!

En aquella soledad de paredes blancas el tiempo corría con el ímpetu de sus palpitaciones. Habría comenzado ya el regocijo encanallado de los alumnos con las mozas; y arriba, María Fulgencia se afligiría rezando y engalanándose cautiva y gloriosa.

Tornó a salir, y todavía pisaba sin ruido. El señor Galindo y la señora Serrallonga le dijeron desde las cortezas de óleo de sus lienzos: «Puedes andar sin esconderte, porque no has robado. No has robado nada. Las llaves eran de tu madre... ¡Si hubiesen sido de tu padre!...».

¡Qué ancha y qué íntima la mañana en la ribera! Abría con sus pies la margen tierna y aparecía un agua fina, nuevecita, que empapaba la seroja de los álamos; tocaba los troncos húmedos y recogía el sentido de la circulación. El Segral se llenó de una nube blanca como una vestidura fresca, y él estuvo contemplándola hasta que la corriente se quedó en la intacta desnudez del cielo...

Le arrancaron de su gozo los muchachos de la academia. Diego no traía blusón de fámulo. Era todo sobrino, con botas hinchadas y luto viejo del tío.

Lleváronse a Pablo, revolviéndole, estrujándole para que diese su escote. Y bajo el cobertizo del lavadero exprimió sus bolsillos; y entre los menudos, relumbraron algunas monedas de plata.

-¿Las robaste?

Pablo se inflamó de vergüenza y de ira.

-¡Yo no robé! ¡Es mío, de mi ahorro, de lo que me sobra de los domingos!

No le atendían los demás, arremolinados con las criadas. La Bigastra gimió de dolor furioso mordida por Tonda en las calientes axilas. Calavera se lo descuajó zamarreándole; encima de todos orzaba la corcova de Diego, y con un tumulto de faldas y carnes retrenzadas que crujían se revolcaron por las losas del amasador.

-¡Ay, señorito Pablo, venga, usted que es bueno y decente! -Y se desgarró una risa de retozo de brama.

Acudió Pablo mirándoles con avidez torturada de verlo todo y de escaparse del vaho del refocilo que le quemaba las mejillas. Se vio y se sintió a sí mismo en instantes de sensualidad primorosa. (Mañana del último Viernes Santo. Palacio de Lóriz. Huerto florecido en la madrugada de la Pasión del Señor. Rosales, azucenas, cipreses, naranjos, el árbol del Paraíso goteando la miel del relente. Hilos de agua entre carne de lirios. Y, dentro, salones antiguos que parecían guardados bajo un fanal de silencio; la estatua de doña Purita en un amanecer de tisús de retablo; mujeres que sólo al respirar besaban. Y por la noche, la procesión del Entierro; temblor de oro de luces; rosas deshojadas; la urna del Sepulcro como una escarcha de riquezas abriendo el aire primaveral, y él reclinado en suavidades: damascos, sedas, terciopelos; ambiente de magnificencias, aromas de mujer y de jardines; tristeza selecta de su felicidad; la luna mirándole, luna redonda, blanca, como un pecho que le mantenía sus contenidos deseos con delicia de acacias. Y viose más remoto, más chiquito delante de una estampa de la mesa de estudio del prelado enfermo: la estampa de un niño cuya frente, de pureza eucarística, resiste el pico anheloso de un avestruz, y ese niño, ya hombre, atormentado por voraces tentaciones, murió virgen y puro). La frente de Pablo ardía desgarrada por pensamientos inmundos. Era menester un prodigio que le subiese a la gracia de su complacencia sin el tránsito penoso de los arrepentidos. Acogiose al recuerdo de lecturas y cuadros de apariciones de ángeles que refrescan con sus alas las frentes elegidas; de vírgenes coronadas de estrellas que mecen sobre sus rodillas, en el vuelo azul de su manto, las almas rescatadas...

Pablo pidió el milagro de su salvación. Y el milagro le fue concedido; y llegó por una vereda celeste de resplandores como todos los bellos milagros. La franja de sol otoñal se hizo carne y forma. Una voz, que parecía emitida de la luz y exhalar luz, pronunció el nombre de Pablo.

¡La señora!

Pablo se apartó de los réprobos, y siguió las claridades y fragancias de la aparecida.

Traspuso el portalillo del jardín, y allí, en una soledad de limoneros en flor, María Fulgencia, sin gloria ni fortaleza de santa, sino toda de lágrimas y de dulzuras de mujer, gemía:

-¡Pablo, Pablo: usted entre ellos; usted, que era el «Ángel» mío que tiene la mano tendida hacia el cielo!

Pablo se acongojó de pena y de rabia. Ella también lloró, y llorando se besaban en los ojos y en la boca...