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El «otro» Garcilaso (En torno a la Canción III)

José María Pozuelo Yvancos





La fortuna del concepto de canon en la teoría y la crítica actual no exenta de abusos indiscriminados (muchas veces se habla de canon para una simple antología personal, que es justamente lo que un canon no es) es explicable como algo de mayor alcance que la simple moda por la polémica abierta entre Harold Bloom y los cultural studies en el contexto del debate de las Humanidades que he valorado ampliamente en otro lugar1. Con formulaciones terminológicas distintas, siempre se habló de canon como es principalmente el concepto de clásico, contiguo a él. Ya lo traten E. R. Curtius o Frank Kermode, ya lo hagan Goethe, Jorge Luis Borges o Italo Calvino, la idea de canon clásico como elenco relativamente estable de autoridades por todos reconocidas que configuran una tradición, en el sentido fijado por T. S. Eliot, a la que llamamos cultura, es idea antigua, nutrió siempre el concepto vecino de Antología, ya con la Antología griega y la helenística, y atraviesa todas las épocas. Ahora bien, vengo defendiendo en diferentes estudios que la canonicidad se rige mucho más que por difíciles universales estéticos por un esfuerzo de selección historiable, movedizo, cambiante, plegado siempre a la constitución misma de ese género narrativo al que llamamos Historia Literaria (con aportes decisivos de otro «género»: el de la Antología, en sus diferentes nombres, sea Cancionero, Florilegio, Silva, etc.).

Y el caso es que el punto de vista narrativo de esa Historia Literaria, que como todos saben, se inaugura en el Romanticismo, y desarrolla el enorme esfuerzo de la ciencia positiva a lo largo del XIX en todas las literaturas románicas, condicionó mucho la idea de clásico y de canonicidad, al situar el eje central del punto de mira narrativo en la individualidad de los grandes «autores», con pertinaz preterición de los géneros. Es decir, haciendo prevalecer en cada caso la impronta del genio individual y el conjunto de sus obras como materia misma de la que se nutre el texto narrativo de la Historia Literaria, organizado siempre en beneficio de las funciones narrativas de «originalidad» o innovación, para lo cual vendría extraña y poco útil la noción misma de género (llámesele así o bien «especies» de poesía como durante mucho tiempo se hizo). Es más, casi siempre se entendió la dialéctica individual/genérico (y sus correlatos concreto/abstracto, creación/poética -o más tarde «teoría»-) en el sentido de señalar que los grandes autores y su lugar en el canon dependían del dinamismo que su «originalidad» imprimía al suceder narrativo de esa Historia, al remover el soporte o «estado de la cuestión» previa, que muchas veces se denominaba la «tradición». El famoso libro de Pedro Salinas sobre Jorge Manrique elevó a su mismo título esa dialéctica tradición/originalidad, que también proporcionó un esquema muy útil al formidable ensayo de Rafael Lapesa dedicado a La trayectoria poética de Garcilaso.

En tal punto de vista narrativo la Poética de los Géneros, y los propios documentos sobre los que se asienta, apenas funcionaba como fondo, como escenario donde se habría de dar la batalla que entronizara al autor que hubiera sido capaz de violentarlos o sobrepasarlos. Este punto de vista narrativo de la Historia, del que luego ofreceré algún testimonio representativo, hace compleja y muy necesaria la cuestión que nos ha reunido aquí: qué relación existe entre canonicidad y géneros líricos en nuestros Siglos de Oro. En ese sentido no querría dejar de señalar que el esfuerzo, ya prolongado, del Grupo PASO, por recorrer de otro modo la Historia Literaria, señalando en primer término los horizontes de los géneros, lo que ha llevado al análisis de la oda, la epístola, la elegía, la égloga, la silva, las Anotaciones, supone un importante hito llamado a modificar necesariamente el punto de vista narrativo que ha constituido hasta hace pocos años el eje de esa Historia Literaria.

Pongamos un ejemplo del punto de vista que viene guiando mi argumento inicial. Y no es ejemplo elegido al azar, porque se trata precisamente de la primera Historia Literaria hecha en España, la de don José Amador de los Ríos titulada Historia crítica de la literatura española (1861)2. En el importante ensayo que figura como «Introducción» y que tiene formidable extensión (CVI páginas), don José, animado por un arranque nacionalista, ya visible en su «Advertencia» y en el inicio del ensayo, se propone poner en cuestión el que ha sido principio medular de la canonización de nuestros autores. Curiosamente emplea además el término canonizar (p. VIII) para sostener que por desgracia la Crítica (todavía no hay para él Historia Literaria) ha venido a fortalecer el triunfo de lo foráneo y culto sobre lo genuino y popular, y tal opción coincidió con el triunfo de las escuelas sevillana y salmantina, ambas cultivadoras del arte...

cuyas formas externas había a la postre logrado introducir en España la musa de Garcilaso. En vano Castillejo, Díaz Tanco, Marcelo de Nebrija y otros muchos poetas castellanos... se habían esforzado desde los primeros días de la innovación en defensa del arte español, que los imitadores de Petrarca veían con hondo desprecio...


(p. IV)                


Abandonaron nuestros poetas eruditos las formas artísticas de Mena y de Santillana, para seguir las huellas de Petrarca y de Sannazzaro, y más tarde las de Horacio y de Virgilio, vano hubiera sido el solicitar que se respetasen siquiera los monumentos literarios y artísticos de la Edad Media, calificados en Italia y después en España con el injusto y repugnante epíteto de bárbaros.


(p. III, cursiva en el original)                


Y más adelante:

Brillaban a sus ojos por todas partes las glorias del arte clásico: sorprendíales la majestad de Horacio y Virgilio; embelesábales la dulzura y melancolía de Petrarca, y la sencillez y gracia del Bembo, deslumbrábanles las galas del lenguaje, la variedad y armonía del colorido, la rotundidad y sonoro encanto de las rimas, seducíales en fin la forma exterior de aquellos cantos que primero envidiaron y emularon después, no reparando en sacrificarlo todo en aras de semejante ídolo, porque tal era la condición del arte erudito en aquella edad de formal renacimiento. He aquí el único, el supremo dogma de los poetas doctos que produjo España durante el siglo XVI. A fortalecer, a canonizar esta creencia literaria debía pues encaminarse la crítica y se encaminó.


(pp. VII y VIII)                


Viene luego una enumeración y de las principales obras de Poética, Retórica y Crítica en el XVI para reforzar su tesis de que lo foráneo, culto, erudito y formal se impuso desde la Crítica como elemento canonizador, desplazando lo genuino, popular y las tradiciones propias3.

No crea mi auditorio que esta perspectiva negativa respecto a la impronta canonizadora de lo clásico y lo italiano es exclusiva de J. Amador de los Ríos. En una Historia precedente, la escrita por Ticknor en 1849, se había ya afirmado un punto de vista «nacionalista» al escribir sobre Garcilaso:

Garcilaso hubiera hecho aún más por sí y por la literatura de su patria si en lugar de imitar tan completamente a los grandes poetas italianos, que justamente admiraba, hubiera acudido más a menudo a los elementos del antiguo carácter nacional: lo cual sobre proporcionar más ancho y más noble campo a su genio poético, le hubiera suministrado ideas y formas de composición de que se privó voluntariamente al desechar el ejemplo de los poetas españoles que le habían precedido4.


Y más radical aún se muestra en 1917, Julio Cejador y Frauca cuando escribe sobre Garcilaso:

No hizo obra nacional, sino de pura imitación seudoclásica. Carece del nervio, del realismo, del color, de la sinceridad, cualidades propias del alma española, que sacrificó por una versificación intachable, una dulzura que a la larga empalagaba y unos asuntos que no llenaban a los españoles. Sus versos no hieren al alma: pasan rozándola suavemente, como un rumor músico agradable al oído, pero no dicen nada5.


No he traído estos testimonios, espigados de tres de nuestras primeras Historias Literarias, para hacer ver la mutabilidad misma del canon y del juicio sobre él. Es importante percibirla, con todo, incluso para el caso de Garcilaso, que se creía indiscutible e indiscutido.

Más interesa a nuestro propósito de ahora hacer ver otra cosa: el punto de vista narrativo nacionalista que muestran tales juicios es menos importante que el hecho de que su argumentación, en cuanto a su fondo real, quizá no diverja demasiado de cuantos, casi todos, se han dedicado a ponderar las cualidades del toledano. Ticknor, Amador de los Ríos, Cejador, suponen a Garcilaso como emulador, como simple importador de modelos foráneos, como artista que trasplanta géneros (entendidos casi siempre como formas métricas y/o de elocutio), como si el molde y cuanto supone el modelo a imitar en todo caso preexistiera de modo fijo y delimitado, dibujado en sus perfiles máximos. Amador de los Ríos además presupone una Crítica, digamos una Poética de esos géneros que el artista simplemente adopta o violenta, pero que parecen estar definidos previamente a su intervención en su sentido elocutivo mismo, y en su inventio y dispositio.

Hay una visión paradigmática del género, y esa visión ha sustituido a la histórica, como si lo que Garcilaso tuviera ante sí a la hora de crear fuese un conjunto definido de posibilidades cerradas, alternativas entre sí, como si sus modelos fuesen un paradigma prefijado por la Poética y autores italianos y/o latinos. Género e individuo apenas comunican, como no sea para que el segundo se adapte o no al primero, lo implante o lo desplante. Y ello olvidando, o postergando una evidencia: muchos de los que se dicen modelos italianos del garcilasismo, que habrían supuesto para el toledano un esquema o una forma a imitar, son rigurosamente contemporáneos. Bernardo Tasso, Luigi Tansillo y Luigi Alamanni están gestando sus obras casi a la par que lo hacen Boscán y Garcilaso y todavía no son las «autoridades» imitables, ni su obra ha configurado esa impronta, que sí tenía Petrarca, Horacio u Ovidio. Como afirma Claudio Guillén:

Los géneros posteriores al petrarquismo, las «formas» que mejor expresan el nuevo «clasicismo» del momento, se están forjando durante la primera mitad del siglo XVI6.


En lo que afecta los géneros y las Poéticas que los han definido, puede decirse mucho más: los tratados que han hablado de los géneros que abrazan lo que hoy llamamos lírica, pongamos por caso, aquellos tratados en que se ha fijado Fernando de Herrera al hacer sus Anotaciones al texto de Garcilaso, y que Bienvenido Morros7 reveló fueron las fuentes seguras para lo que dice de la Poesía y sus especies, desde los Poetices Libri septem de Escalígero (1561) a los que le siguen cronológicamente de Ruscelli, Trissino o Minturno, son un par de décadas posteriores a Garcilaso y lo que en ellos encontramos dicho sobre los géneros que el toledano frecuentó en sus poemas no puede decirse que fuera un «estado de modelización» previo, fijado como norma, al que Garcilaso se ajustara para importarlo. Muy al contrario, ni los géneros del llamado clasicismo eran todavía estables, ni eran modelos únicos. Como advierte el mismo Claudio Guillén, ciertos géneros o subgéneros se articulan mediante oposiciones y polaridades y hay una voluntad muy definida de conciliar los metros y formas existentes entre 1530-1540 con los géneros grecolatinos8.

Considero que el desafío principal que nos encontramos a la hora de considerar el punto de vista canonizador en relación con los géneros poéticos en el siglo XVI y mucho más y sobre todo en el caso de los que llamamos hoy líricos, es evitar esa visión paradigmática del concepto de género, como molde cerrado que un autor acepta o rechaza, lo cual es muy croceano, pero poco puede ayudarnos a entender la verdadera naturaleza (histórica) de las cosas. También muchos de quienes celebraron esa importación de los modelos foráneos y lo vieron positivamente han mostrado idéntica concepción paradigmática de los géneros y del suceder literario. Me propongo en lo que sigue mostrar, con el ejemplo de la Canción III, que el concepto de género en la época de Garcilaso no tiene con el propio autor, pero tampoco con la Poética que se le supone adquirida, una relación tan estable, tan cerrada, y por supuesto no está definida del mismo modo, ni siquiera en su jerarquía y en los principios que han podido gobernar su canonización posterior.

Vayamos primero a la jerarquía, que es aneja al concepto de canon. También hay una jerarquía de géneros y esta ha mostrado ser muy movediza históricamente. Las canciones de Garcilaso lo muestran muy bien. Podemos comparar lo que dice hoy sobre sus canciones cualquier manual o estudio introductorio a las ediciones de Garcilaso. Veremos que salvo la «rareza» de la denominada Canción V, que es como se sabe una oda, y con el título de Ode ad Florem Gnidi apareció en la princeps, poco se dice hoy de esa esfera de su producción. Y si acaso se dice también algo de la Canción III, por su vínculo con el destierro de su autor en una isla del Danubio. Pero ¿cuál de nuestros editores actuales o historiadores generales sitúa en muy alto lugar la Canción IV? Hasta que Víctor García de la Concha se fijara en ella y revelara su importancia intrínseca para la officina poética de Garcilaso9 era, y ha seguido siendo, un lugar de paso, y muy ligero, en quienes hacen jerarquías dentro de la propia obra de Garcilaso. Y sin embargo tanto para Fernando de Herrera como para Tamayo de Vargas era sin duda la mejor de todas. Dice Fernando de Herrera:

sola esta canción muestra el ingenio, erudición i grandeza de espíritu de Garci-Lasso porque es tan generosa i noble i declara tan bien aquella secreta contienda de la razón i el apetito, que oso dezir que ninguna de las estimadas de Italia le haze ventaja i pocas merecen igualdad con ella10.


Decir que no se ve superada por ninguna de las italianas era decir mucho, tratándose de canciones. No queda muy atrás, en una coincidencia destacable, Tamayo de Vargas, quien hace excepción a su laconismo y sobriedad. Nada ha dicho salvo detalles menores de las anteriores canciones, incluso ha afeado algo la I, y para la III solamente indica una enmienda de Herrera. Pero al llegar a la IV no quiere quedarse atrás del sevillano y escribe una larga anotación laudatoria, que comienza:

La IV es tal que a mi ver no tienen todas las lenguas juntas cosa más culta: y assí es la primera de las obras de Garci-Lasso, que cuando sola quedara de tanto como tenemos que agradecer al tiempo que nos ha conservado... bastaba para la honra de un gran varón11.


Solamente esta disparidad de jerarquía entre la que la fijaron sus Comentaristas de 1580 y 1622, y la que la fortuna le ha deparado posteriormente, podría hacernos sospechar que algo que se nos escapa, que entronca con un topos platónico fundamental, según ya vio Herrera y que como ha mostrado García de la Concha tiene que ver con ejecución de desafíos que van más allá de la simple asimilación de un petrarquismo, estaba sobre la mesa evaluadora de quienes iban a fijar la jerarquía interna de los poemas de Garcilaso, que como se sabe ha ido luego por derroteros muy distintos y no en beneficio precisamente de las canciones y mucho menos de la IV.

Pero no es el momento de detenemos en las jerarquías que la Historia Literaria ha establecido en cada momento en el interior de la obra de Garcilaso y aunque es asunto que merece estudio nos llevaría a otro lugar del que intento recorrer en esta ponencia y que tiene su eje central en la Canción III, para ver a propósito de ella cómo una diferente jerarquía de géneros y una concepción muy precisa de lo que era o no una canción petrarquista, ha intervenido muy directamente en su interpretación, incluso ocultando algo su sentido. Un recorrido por su recepción crítica, que no puedo hacer ahora en detalle, muestra que ha sufrido avatares diversos en interpretación y en jerarquía valorativa, si bien, aunque se ha apreciado el formidable arranque, en concreto la estanza 1 y su desembocadura en la 5, y el delicado locus amoenus y el no menor hallazgo expresivo contenido en el envío, nunca estuvieron entre las más notables paradas de la crítica, pese al delicado estudio que muy tempranamente le dedicó Margot Arce12. Si acaso de su recepción crítica nos interesa precisamente el enigma no resuelto todavía de modo satisfactorio, de cómo interpretar las tres estanzas centrales, la II, III y IV, esto es, cómo resolver las que Margot Arce llamó reticencias varias que en tales estanzas se suceden y que también se proyectan sobre los enigmáticos versos finales.

Esta breve obra de 73 versos en cinco estancias de trece versos y una estancia más breve, la final, de ocho versos, se encuentra en efecto entre las más enigmáticas de las composiciones de Garcilaso y dista mucho de haber sido comprendida cabalmente, a mi juicio. Intentaré proponer una vía interpretativa parcialmente diferente a las precedentes, ensayando otro método que permita advertir mucha más coherencia y claridad en esta obra de la que la crítica ha supuesto cuando la ha analizado. Leámosla de nuevo:



1 Con un manso rüido
d'agua corriente y clara
cerca el Danubio una isla que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara  5
quien, como estó yo agora, no estuviera:
do siempre primavera
parece en la verdura
sembrada de flores;
hacen los ruiseñores  10
renovar el placer de la tristura
con sus blandas querellas,
que nunca, día ni noche, cesan dellas.

2 Aquí estuve yo puesto,
o por mejor decillo,  15
preso y forzado y solo en tierra ajena;
bien pueden hacer esto
en quien puede sufrillo
y en quien él a sí mismo se condena.
Tengo sola una pena,  20
si muero desterrado
y en tanta desventura:
que piensen por ventura
que juntos tantos males me han llevado,
y sé yo bien que muero  25
por solo aquello que morir espero.

3 El cuerpo está en poder
y en mano de quien puede
hacer a su placer lo que quisiere,
mas no podrá hacer  30
que mal librado quede
mientras de mí otra prenda no tuviere;
cuando ya el mal viniere
y la postrera suerte,
aquí me ha de hallar  35
en el mismo lugar,
que otra cosa más dura que la muerte
me halla y me ha hallado
y esto sabe muy bien quien lo ha probado.

4 No es necesario agora  40
hablar más sin provecho,
que es mi necesidad muy apretada,
pues ha sido en una hora
todo aquello deshecho
en que toda mi vida fue gastada.  45
Y al fin de tal jornada
¿presumen d'espantarme?
Sepan que ya no puedo
morir sino sin miedo,
que aun nunca qué temer quiso dejarme  50
la desventura mía,
qu'el bien y el miedo me quitó en un día.

5 Danubio, río divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras aguas discurriendo,  55
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera d'aquí sino corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,  60
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
d'alguno fueren a la fin halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error s'acabe en tu ribera.  65

6 Aunque en el agua mueras,
canción, no has de quejarte,
que yo he mirado bien lo que te toca;
menos vida tuvieras
si hubiera de igualarte  70
con otras que se m'han muerto en la boca.
Quién tiene culpa en esto,
allá lo entenderás de mí muy presto.


Son conocidas las circunstancias contextuales (ya informaba de ellas Fernando de Herrera al frente de su anotación, y las ilustró mucho Navarrete) que permiten situar este texto: el destierro que sufrió Garcilaso en algún lugar cercano al Danubio por haber participado activamente en el matrimonio secreto de su sobrino con la hija del duque de Alburquerque, matrimonio no permitido por el Emperador. Garcilaso, que se encontraba muy próximo a Carlos V, y le había servido fielmente, se ve duramente castigado, pese a esa fidelidad y vio perder en un instante toda la labor de una vida de entrega a la causa política de Carlos. Hay referencia muy clara en los versos 42 a 45:


que es mi necesidad muy apretada,
pues ha sido en una hora
todo aquello deshecho
en que toda mi vida fue gastada13


(vv. 42-45)                


Anteriormente Garcilaso había expresado con claridad (estancia segunda) estar en esta isla desterrado forzoso.

Esta claridad de la circunstancia concreta y las referencias directas a un episodio vital conocido, contrastan sin embargo con otras muchas referencias crípticas, o alusiones sin concretar, que Margot Arce dijo debidas al abundante uso de la reticencia. El uso de pronombres personales y demostrativos alusivos sin referencia conocida es continuo, así como el cruce del tema del destierro con referencias a desventuras anteriores y otros males que la mayor parte de los críticos, como suele ocurrir casi siempre con Garcilaso pese a la claridad de las tesis expuestas por Luis Iglesias14 sitúan referidos al desengaño por la pérdida de Isabel de Freyre. La serie de versos difíciles de interpretar cabalmente son:


bien pueden hacer esto
en quien puede sufrillo
y en quien él a sí mismo se condena


(vv. 17-19)                


Mientras algunos críticos han supuesto un reconocimiento humilde de Garcilaso de su culpa, Rivers piensa al contrario, que hay una negación implícita15:


y sé yo bien que muero
por solo aquello que morir espero


(vv. 25-26)                


(Con referencias a cancioneros se hace ver que hay aquí una alusión amorosa: «solamente me hará morir aquello que más amo y en lo que espero»).


mas no podrá hacer
que mal librado quede
mientras de mí otra prenda no tuviere


(vv. 30-32)                


(Se interpreta: teniendo el Emperador el cuerpo del poeta y gobernando sobre él, no podrá gobernar sobre su alma o albedrío, que es esa otra prenda inasequible al poder de otro).


que otra cosa más dura que la muerte
me halla y me ha hallado
y esto sabe muy bien quien lo ha probado


(vv. 37-39)                


La crítica fácilmente piensa que es pena amorosa, lo que favorece el tópico de los cancioneros de ser quien lo prueba quien lo sabe, inmortalizado luego por Lope de Vega como bien anota Bienvenido Morros16:


la desventura mía,
qu'el bien y el miedo me quitó en un día


(vv. 51-52)                


Y el enigmático broche de los dos versos últimos:


Quién tiene culpa en esto,
allá lo entenderás de mí muy presto


(vv. 72-73)                


La misma actitud indecisa entre una lectura amorosa, de la pérdida del bien amado, y una lectura directamente política, de reproche al Emperador por su destierro, que se ofreció respectivamente por Keniston en 1922 y por Tomás Navarro Tomás en 1911 mantiene Margot Arce en 1960 y sigue ofreciendo la espléndida anotación con que Bienvenido Morros entrega su edición, y que en las notas referidas a los versos 37-38 dicen «Garcilaso sigue sembrando la ambigüedad: otra cosa más dura puede identificarse con el destierro (o sus causas) o bien con el amor» y en la nota al verso 52: «El bien de que lo ha despojado la fortuna debe identificarse con el favor del Emperador (vv. 43-45) pero también se ha interpretado como una alusión a un amor perdido con anterioridad al destierro, concretamente con el de Isabel de Freyre que se casó en 1528-1529». Y resuelve así Bienvenido Morros, quien remite a Rivers, el enigmático final:


Quién tiene culpa en esto,
allá lo entenderás de mí muy presto


(vv. 72-73)                


«allá: en referencia al reino de la Muerte donde el poeta piensa reunirse con su canción enterrada en alguna de las riberas del Danubio y descubrirle al culpable (o a la culpable) de que haya tenido que anegarla en sus aguas».

Creo que el enigma podría estar más cerca de resolverse, y eso me propongo, si damos dos pasos sucesivos: 1) analizar esas tres estanzas centrales como tres variaciones de un mismo argumentum retórico revelará un sentido claro de su estructura, composición y sentido, y 2) ver que tal interpretación concuerda muy bien con el horizonte genérico del género «canción» en Garcilaso y su época.

1) Considero que esta Canción III es susceptible de un análisis estructural sobre el soporte de un argumento retórico base, que arroje luz sobre alguno de los puntos enigmáticos, porque es un poema de una estructura compositiva perfectamente acordada y que desarrolla en sus tres estancias centrales un único tema a modo de argumentatio con propositio y conclusio. Vistas en términos de su ordenación estructural retórica hay mucha más claridad y la obra toda adquiere una coherente trabazón.

Está claro que el destierro es un leit motiv, que reúne diferentes fuentes. La circunstancia del exiliado que se lamenta de su situación a la orilla de un río la remite Bienvenido Morros al famoso Salmo 136 («Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus...»)17, y también el contraste entre la primavera y el lamento del poeta puede tener una fuente en el exilio ovidiano, según se anotan los versos de Tristia, III, XII, 1-618, incluso la circunstancia de ser a la orilla del Danubio tal destierro reforzaría esa fuente19. Podría pensarse que Ovidio está presente asimismo en la misma situación pragmática originada en Pónticas, al dirigir su lamento al Emperador, lo que permitiría a Garcilaso una expresividad proporcionada por la propia intertextualidad latente, que seguramente un receptor de su poesía percibiría de inmediato.

Pero superpuesto al motivo del exilio, hay otro, vinculado a él, de mucha mayor presencia: la suposición de que la muerte le sorprenda en el destierro. La crítica no ha advertido que cuantitativa y cualitativamente (puesto que toda la argumentatio gira en torno al supuesto de la muerte en el destierro) la palanca argumentativa del poema es esa supuesta muerte que puede venir.

Cuantitativamente está claro: nada menos que trece alusiones a la muerte en los 73 versos (3 en la estrofa segunda, 3 en la tercera, 2 en la cuarta, 2 en la quinta, 3 en la sexta), y ello considerando solo las alusiones directas, sin tener en cuenta que toda la estrofa 5, dedicada al Danubio, discurre en todos sus versos sobre la imagen de la canción que muere en las aguas (asociando el río al camino hacia la muerte, con el entierro final de los versos).

Pero en Garcilaso, (como en ningún poeta, pero menos en Garcilaso) no podemos ir muy lejos con el solo recuento cuantitativo. Es preciso estudiar mejor la posición que estas referencias tienen en el conjunto. ¿Dónde las ha situado?, ¿qué estructura animan? Es aquí donde todo el conjunto del poema, y especialmente su parte más enigmática, las tres estrofas centrales, encuentran una cabal explicación, precisamente por la simetría de la composición, simetría que obedece como dije al esquema de la argumentatio en forma de propositio + tesis + conclusio. Veámoslo:

La primera aparición del tema de la muerte no se da hasta el verso 21, muy atrás por tanto. Anteriormente ha descrito un conocido locus amoenus en el que se da el elegíaco contraste, tan garcilasiano, entre la belleza del lugar y la tristeza del poeta: «un lugar que sería de descanso e ideal para el disfrute, no puede ser gozado así». El poeta en medio de un paisaje idílico anuncia ya, a modo de introducción, una desgracia que le impide disfrutar de tal paisaje, desgracia que será la que desarrollen las tres estancias siguientes.

Pero estas tres estancias (la 2, la 3 y la 4) no deben analizarse por separado, ni en su sola contigüidad. Tienen que leerse, lo que creo no se ha hecho, viéndolas conjuntamente y una en relación con la otra, y no solo en relación temática, sino sobre todo, en relación constructiva, en su composición dispositiva, su inventio y dispositio unidas. Cuando esto hacemos vemos un orden perfectamente simétrico en las tres:

Las tres comienzan refiriéndose al destierro y a la circunstancia del castigo. Siempre la primera mitad de cada una de las tres estancias, en efecto, se dedica a este asunto, y son perfectamente claras: da noticia del destierro en los primeros seis versos de la segunda estancia; advierte en la tercera (dedicándole también seis versos iniciales) sobre que no podrá este destierro gobernar su albedrío, y en la cuarta estancia dedica asimismo seis versos iniciales al asunto, lamentando haber perdido en una hora todo lo conseguido en una vida.

Ya sería suficiente con admirar que Garcilaso hubiera distribuido tan simétricamente la primera mitad de cada una de estas tres estancias. Todas acaban en el verso seis el motivo del destierro y con pausa fuerte y fin de periodo sintáctico.

Pero no queda ahí. Lo importante es que, justo después de cada una de esas mitades en las tres estancias es cuando se encuentra situada la proposición relativa a la muerte:


si muero desterrado


(verso octavo de la estancia segunda)                



cuando ya el mal viniere
y la postrera suerte


(versos séptimo y octavo de la estancia tercera)                



y al fin de tal jornada


(verso séptimo de la estancia cuarta)                


No puede ser casual la concurrencia posicional de estas tres alusiones a la muerte. Tampoco lo es que tengan una misma estructura sintáctica de proposición potencial o proyectada a un futuro hipotético, que expresan para cada caso la condicional, la temporal y el contenido del sintagma «al fin» (siendo común por otra parte para el caso de la estancia 4.ª la identificación en el lenguaje poético de la época de «jornada» y vida).

La hipótesis es pues la llegada de la muerte en el momento del destierro, hipótesis formulada en las tres estancias en idéntica posición formal (y tras los seis versos referidos a ese destierro).

Analicemos ahora los tres versos últimos de cada una de estas tres estancias.


2 que juntos tantos males me han llevado,
y sé yo bien que muero
por solo aquello que morir espero.



3 que otra cosa más dura que la muerte
me halla y me ha hallado
y esto sabe muy bien quien lo ha probado.



4 que aun nunca qué temer quiso dejarme
la desventura mía,
qu'el bien y el miedo me quitó en un día.


Advertimos que en las tres estancias sus tres versos finales tienen la misma estructura métrica: endecasílabo, heptasílabo, endecasílabo. También coinciden las tres estancias en situar en el arranque de estos tres versos un que con valor causal o consecutivo: «puesto que...» o «porque...», como corresponde en español al inicio de la conclusión de un razonamiento. Y esta similitud formal no podía ser gratuita; el contenido de los tres versos en las tres estancias también es similar: «hay algo en la vida anterior del poeta que lo libera del miedo a la muerte, por haber sufrido mucho más». Que el contenido de estos tres versos sea semejante y que gire en torno al amor desdichado completa a modo de conclusión el razonamiento.

Según esta estructura, en las tres estancias tenemos la construcción idéntica de un argumento retórico que en su paráfrasis se correspondería así: «El destierro al que me veo sometido no podrá causarme más daño. Ni siquiera si la muerte adviene y me sorprende en el destierro piense nadie que he muerto por ello, pues he conocido otros dolores mayores que este».

Para la eficacia del argumento es fundamental el orden lógico-retórico de la construcción:

1.º Enorme desgracia del destierro (seis versos iniciales de cada estancia)

  • 2.º Propositio

  • «si muero desterrado...» (estancia 2)
  • «cuando ya el mal viniere...» (estancia 3)
  • «y al fin de tal jornada...» (estancia 4)
  • 3.º Tesis

  • «no piensen que muero por ello» (estancia 2)
  • «aquí me ha de hallar (dispuesto)» (estancia 3)
  • «no me espantaré de miedo» (estancia 4)
  • 4.º Conclusio

  • «porque tengo mayor causa para morir» (estancia 2)
  • «porque he vivido dolores mayores que la muerte» (estancia 3)
  • «porque mi desventura un día me quitó el bien y el miedo» (estancia 4)

Refuerza mi tesis respecto al argumento retórico implícito en las tres estrofas la presencia de un adversario frente al que el argumento oratorio está construido y al que el orador-poeta implícitamente se dirige. Su argumento está dirigido en forma de prevención, así lo señala en dos de las estancias, a quienes pueden pensar («tengo sola una pena si muero en el destierro, que piensen...») o bien que el poeta ha muerto de dolor por el destierro (estancia 2) o bien que presuman de haberle causado miedo («¿presumen de espantarme... sepan...» en la estancia 3). Es esa opinión y falsa explicación posible que de su muerte hagan los demás (y posiblemente el Emperador), lo que preocupa al poeta, y origina todo el argumento, que es de desplante orgulloso frente a tal interpretación de su hipotético final desgraciado.

Contempladas, pues, las tres estrofas en su conjunto como tres argumentos retóricos sobre el mismo tema, el sentido de la Canción se aclara y puede interpretarse toda ella a esa luz. Garcilaso orgullosamente argumenta que el mal del destierro no es el que le habrá causado la muerte, si esta llega, y lo dirige hacia el público que pudiera pensar eso.

Concluida la triple argumentatio (estrofas 2-3-4) vuelve en la estrofa 5 al mismo Danubio del comienzo, para enviar a sus aguas «sus razones» (vean que el término puede ser contiguo a argumentos, como traducción del técnico rationes; aunque B. Morros lo asimila a «palabras», se puede atestiguar un uso constante en la época y en el propio Garcilaso de razones como argumentos), con el temor de que quizá sean inútiles o mueran en ellas (siendo el río sordo a ellas), pero quizá alguien las encuentre y, si son un error, las entierre finalmente.

Garcilaso, ya en la conclusión o envío, última estrofa, ve la posible inutilidad del argumento, que quizá muera en las aguas, pero mejor suerte es esa que haber callado, como ocurrió con otros poemas que se han muerto en su boca. Y la razón de ese silencio queda a una explicación posterior, allá, cuando pueda hacerse, al otro lado de la muerte:


Quién tiene culpa en esto,
allá lo entenderás de mí muy presto


(vv. 72-73)                


El referente de «quién» puede ofrecer dos interpretaciones. Interpreto esto como pronombre demostrativo cuyo antecedente referido es el silencio, las palabras muertas en la boca, que han sido los versos no salidos a la luz. Menos plausible, en el conjunto de esta obra y desde esta interpretación es la posibilidad de que ese silencio refiera al obligado secreto de amante. Es más plausible la autocensura a la que se ha sometido por el temor al poder de quien ha resultado culpable de su destierro. De ese modo, incluso muriendo en el Danubio, anegadas y sin virtual eficacia, tendrán mejor suerte que las que han muerto en su boca, censuradas por él mismo. Será allá, en el reino de la muerte adonde han ido las palabras muertas en el Danubio, según indica Rivers, donde se explicará el verdadero motivo de tales silencios, lo cual refuerza la posibilidad de la lectura del referente político de ese «quién» culpable, que no sería otro que el temor a recibir un castigo mayor del Emperador, causante no solo del destierro, sino de la autocensura a que se ve sometido y que ha convertido en no nacidos tantos versos.

2) ¿Una canción garcilasiana con argumento político? Sí. La interpretación que he dado es plenamente acorde con el horizonte del género «canción» en la época de Garcilaso. Ha dificultado mucho verlo así tanto la ordenación que hizo Boscán en la princeps de 1543 agrupando los sonetos y las canciones como géneros de imitación petrarquista y desplazando los de imitación clásica a otro grupo (oda, elegía, epístolas y églogas). En la carta a la Duquesa de Soma, Boscán deja patente que «este segundo libro terná otras cosas hechas al modo italiano, las quales serán sonetos y canciones, que las trobas de esta arte assí han sido llamadas siempre»20. Tanto Claudio Guillén como Begoña López Bueno han dado argumentos muy sólidos sobre la arbitrariedad o al menos convencionalidad de tal agrupación y su dependencia del interés de Boscán por señalar la versificación de tipo italiano y el nuevo «modo de escribir». Por eso mismo tal esquema no debería extremarse hasta el punto de ocultar que la contigüidad entre la canción y el modo italiano que Boscán traza es más estratégica que nocional, y cumple bien a los intereses de mostrar una situación de coyuntura del momento21. A esa agrupación de Boscán, al adjetivo petrarquista o «italiana» que se añade comúnmente al sustantivo «canción», incluso a la idea, que ha llevado a su extremo Antonio Prieto22 en su edición al concebir la obra toda de Garcilaso como un cancionero petrarquista, todo ello ha llevado el género canción, cuya forma métrica y su molde externo sí es de imitación italiana, a concebirse también temáticamente y en su dimensión genérica separado de la tradición clásica.

Pero la concepción de los géneros según evidenció Guillén para la relación de sátira y epístola en el propio Garcilaso y según han reforzado las investigaciones de B. López Bueno, no era tan estanca y además fructificaban en los poemas sincretismos muy notables, lo que también es evidencia para la Ode ad Florem Gnidi23. Si los géneros renacentistas según advirtió Toffanin y glosa Claudio Guillén, eran de una «sorprendente libertad arquitectónica»24, y si eso puede verse muy bien en la mixtura de tonos, temas, motivos y formas de la epístola y la sátira, igualmente ha podido verse para la canción, en su relación con la oda, tesis principal de la revisión que B. López Bueno ha llevado a cabo del sistema de géneros en el XVI, a la luz, pero no solo ahí, de la intervención de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso25.

B. López Bueno ha analizado cómo Herrera establece no solamente una polaridad épica/lírica, sino a una equiparación implícita de lo lírico con la canción, englobando las dos nociones en un campo genérico que Herrera considera en continuidad desde los grecolatinos a su tiempo. Precisamente la impronta ovidiana, ya comentada arriba, del tema del destierro en el Danubio favorece ese entronque clásico y en ese caso la vecindad de la canción garcilasiana con los géneros de la elegía y la epístola, que son los respectivos de Tristia y de las Pónticas. La canción no solamente es considerada por Herrera en el más alto rango poético, sino que confluyen en ella varias tradiciones: la inscripción del género en la línea de la antigua oda o bien de la epístola, si el referente garcilasiano es Ovidio, como parece también plausible. Lo que es seguro es su asignación a diversos temas y formas, puesto que la canción, como dice explícitamente Herrera en su comentario al género, «se acomoda a varios números y a todos los argumentos» (la cursiva es nuestra). En la canción por consiguiente confluirían las dos tradiciones, la clásica grecolatina y la medieval renacentista, Ovidio y Horacio con el Dante y Trissino. Dentro del ámbito de la Mélica (equivalente al concepto actual de lírica) parece clara la polaridad canción/elegía, una polaridad que ordena, según hace ver B. López Bueno, un sistema de géneros muy coherente, que sin embargo permite que la canción ofrezca una modalidad celebrativa, un registro público, un estilo sublime y una métrica en estancias26. También la confluencia del modelo ovidiano ha podido en Garcilaso colaborar para un sincretismo real de las opciones latinas de oda y epístola.

Aunque vendría muy bien a mi interpretación de la Canción III, los argumentos de Herrera que favorecen ese sincretismo del género canción y su permeabilidad con la oda clásica, y que han sido analizados con un pormenor en el que no puedo detenerme en esos estudios citados de B. López Bueno a los que remito al lector interesado en los detalles, esos argumentos de Herrera, digo, no parecen hechos solamente a la medida de las canciones de Garcilaso, pero tampoco al margen de ellas, puesto que en las Anotaciones se vierten. Y no solamente porque las fuentes develadas por Bienvenido Morros del pasaje herreriano, en concreto Trissino, Minturno y Ruscelli, fueran conformes a esta interpretación, aunque son muy significativas las ampliaciones que impone Herrera, sino porque cómo ha mostrado A. Gargano y recoge el propio Bienvenido Morros en el estudio introductorio a su edición de Garcilaso, puede seguirse en poetas italianos mismos contemporáneos de Garcilaso todo un proceso de asimilación de los Carmina de Horacio, a los que llamaron odas, y que vinieron a ampliar y dignificar la tradición de la canción de origen petrarquista. Y no cualesquiera poetas, puesto que el Bembo y el Tasso estuvieron en ese gozne27.

Es hora de caminar hacia unas conclusiones. Para el asunto que nos ha reunido aquí, el de la canonicidad, no puede dejar de decirse que se sigue una u otra jerarquía, ya en la época de Garcilaso, pero con una prolongación posterior (y no siempre en el mismo sentido) para sus canciones según vinieran de la emulación de la musa italiana o pudieran inscribirse en una tradición clásica de mayor relieve, como quiere y argumenta muy bien Fernando de Herrera.

Las Historias Literarias no han querido siempre seguir esa senda señalada, ya digo que no solo por Herrera sino por la evidente permeabilidad interna de ciertos subgéneros de lo que hoy conocemos como lírica, y han querido concebir las canciones de Garcilaso dentro de musa petrarquista, que es la que había servido para canonizar a Garcilaso desde la mirada de Boscán y sus valedores (y para denostarlo desde la mirada nacionalista de Ticknor y Amador de los Ríos). Esta adscripción ha supuesto notable incomodidad para interpretar desde ella el sentido de al menos, las canciones III y IV. Si a eso añadimos que la V se sabe oda, tenemos que tan solo dos de las en principio cinco canciones, la Primera y la Segunda estarían en ese lugar de continuidad petrarquista. Para las otras hay otro lugar posible. Pero ese lugar no es el vacío, sino un momento muy peculiar de la cultura de los géneros que llamamos hoy líricos, en que el Renacimiento está produciendo un particular sincretismo de varias tradiciones formales y tonales, románicas y clásicas, que permite además a los poetas situados en la primera mitad del XVI que un género como la canción (del mismo modo que la epístola) sea cauce para diferentes necesidades expresivas, temas y habilidades, aunque en el esquema métrico se siga una tradición románica. Concebir los géneros como paradigmas cerrados, que actúen invitando solo a una «selección» y por tanto alternativa, y no a una combinación, puede llevar no únicamente a provocar lecturas ad hoc de ciertos poemas (como una lectura petrarquista-amorosa de la Canción III), también puede llevar a una jerarquía propia que contemple el corpus garcilasiano a la sola luz de tales realizaciones, para canonizarlo o para denostarlo, según vimos, y postergando ese otro Garcilaso que fue posible y necesario en aquel momento apasionante de nuestra historia literaria.





 
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