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El padre Ermolachie Chisăliţă

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

El padre era algo alto de estatura, no hablaba, pero estaba, como sacerdote ves Señor. Pasaba mejor la vara, andaba rígido, por cuya causa la mala humanidad le había puesto el nombre: sacerdote Melesteu. Tenía el pelo y la barba roja y parecía más un bandolero que un sacerdote, pero ¿qué iba a hacer? El mayor mérito del padre era que se había desprendido de ser simplón y borracho. Su padre había sido porquero en la aldea y, ya que su muchacho era perezoso, malo y lento de mente, encontró que era bueno de sacerdote. Luego además de todo esto se llamaba Ermolachie Chisăliţă. Los evangelios los sabía de memoria, donde no sabía qué decir, decía ¡Señor ten misericordia de nosotros! o ponía al sacristán a decir un Padre nuestro, y él lo secundaba con ¡gagagaga! Cuando el sacerdote se equivocaba gravemente y la gente se preguntaba: «¡Oh Señor! acaso qué está diciendo», el sacristán respondía categóricamente: «Callad, vamos, ¿no veis que el padre canta en griego?». Eso imponía. Muy hermoso le quedaba el bonete al padre Ermolachie, algo sobre la nuca, porque era largo, pero le quedaba, no es broma. Pensabas que es un ruso con la cola. Cuando leía, el bonete le caía sobre los ojos y el sacerdote injuriaba feamente. En la iglesia, y no en la iglesia, poco le importaba... «¡Sí! ¡No caía!... ¡el bonete del diablo!».

Totalmente distinguido en su clase, hombre con espíritu y con mucho conocimiento del mundo, era el maestro Pintilie Buchilat. Él era muy burlón con el sacerdote porque blasfemaba en la iglesia de igual modo que no conviene ni en la tasca, además de eso él decía que el sacerdote no sabía leer. También el sacerdote, decía lo mismo acerca de él -y ambos tenían razón-. Es justo que, al lado del padre, que tocaba el cuerpo del maestro no era nada. Ponte de rodillas un sombrero y ves al maestro de verdad. Pero si aprendes, después que te guarde Dios. Hasta no eslavizar la palabra no la leía, por lo menos la cortaba. Donde no se podía apañar, se enredaba de irse los harapos.

En ocasiones Buchilat equivocaba las voces.

-¡Buchilat! Gritaba el sacerdote desde el altar.

-Oigo, padre.

-Versículo la voz séptima, ¡jodo el culo de tu madre!

-¡Eh! ¡Padre! Mira, ¡te he profanado con mi mejilla! ¡Y no se cae!

-Calla, que te rompo, decía el padre con una apostólica tranquilidad.

Sin embargo, el cargo honorífico de sacristán lo ocupaba el honorable señor Nicodim Parpalac. Muchacho con mucha ambición, hijo de sacerdote, algo simplón, no es dicho, pero sabía el Credo de memoria que, que, que... nada más. De otro modo tocaba las campanas siempre en una raya, que pensabas que ardía la aldea, o que se quemaba el bosque, y había adquirido también palizas de los hombres por el escándalo que hacía... habría dejado alegremente de ser sacristán, pero de las roscas no. En secreto podemos decir que le gustaban también las ofrendas1 ; ser visto al orgulloso Nicodim andando por los entierros y por las limosnas con Basaltirea o con Vanghelia (así decía él) tras el padre y tomando aquel aire de seriedad y orgullo que le quedaba tan bien, sobre todo cuando estaba con botas largas. Era un espectáculo envidiable.

Pero lo que hacía que el padre fuera sea el ídolo del guardabosque, el anciano Iftimie Fedeleș, era su voz, como si no se puede decir -de aparte Dios-. Esta era también la idea del alcalde de la aldea y estos dos hombres habían encontrado en verdad un punto en el que sus pensamientos, de otro modo heterogéneos, eran los mismos.

-Hiu, oye, pero terrible aúlla nuestro sacerdote, lo oigo incluso en el bosque.

-Ie -respondía con sangre fría el alcalde.

En unos maitines le sucedió al sacerdote una mujer con su voz horrorosa, como no le había ocurrido a otro sacerdote en el mundo. Él estaba en el altar. Las velas delgadas y enroscadas de cera amarilla ardían con mocos grandes al lado de los iconos y la cera corría fundida sobre el entarimado. Buchilat, gangoso, enredaba en un libro, con las gafas sobre la nariz, sin darse cuenta de que se le había encendido una manga de la túnica. Apestaba a quemado, pero él pensaba que olía a incienso. Nicodim, con el candado de la iglesia en la mano, había adormecido en una silla del coro y cantaba en sueños: ¡Señor ten misericordia de nosotros! Cuando el sobresalto le despertaba, comenzaba más fuerte, cuando adormecía hablaba más bajo. Al fondo, junto al porche, había más hombres de la corte boyarda que hablaban tenuemente entre ellos más una, más otra.

El sacerdote murmuraba bajo en el altar sin mirar siquiera al libro. ¿Quién iba a entender? De repente empezó más fuerte:

-¿Gaga gagaga?

-¡Beh! -se oyó por la ventana de la iglesia.

-¡He aquí el diablo, vamos! -dijeron los hombres en el fondo de la iglesia y lo pusieron pies en polvorosa.

Nicodim, cuando abrió los ojos, olió la hediondez de la túnica de Buchilat, pensó que quemaba la iglesia, aulló tremendamente y huyó.

Buchilat dio al candelero, lo volcó... Tinieblas. -¡Bah! A la ventana, Nicodim aullaba, Buchilat sintió cómo lo quema alguien la mano y empezó a correr.

El sacerdote cogió en las tinieblas la zamarra y se la puso por miedo. No tuvo tiempo de darse cuenta, puso los regazos de la zamarra en la cabeza y embistió hacia la puerta.

-Por la ventana: ¡Bah! -Cuando iba a salir por la puerta, Nicodim dice:

-Olvídame, olvida, rápido vuelve a la puerta y cierra con candado.

-Por la ventana: ¡Beh! -El sacerdote sacudía la puerta, los hombres cogían robusta, para no dejar al diablo que huya...

-¡Mira, vamos! Habría fulminado la cruz de Dios, Necurat, cómo me arde la manga -dice con terror Buchilat.

-Y además cómo apestaba en la iglesia -dijo Nicodim-, pensabas que alguien había dado fuego a la iglesia.

-¡Impío! ¡La hediondez del infierno!

-¡Chiu! El sacerdote está en la iglesia.

-Empujad, vamos, no dejad la puerta. Por la ventana de la iglesia: ¡Beh!

-¡Pintilie! ¡Ve y toca la campana, yo corro a tasca para llamar hombres!

-Traed combustible, me, prendamos la iglesia.

-¡Chiu! El sacerdote está en la iglesia.

¡Oh, musa! Enséñame a cantar esta trágica escena, ved al pequeño Buchilat saltando para llegar a la soga de la campana y tirándolo todo en saltos, ved al boyero alarmando a la aldea y despertándola con la carraca, como en el monasterio. El sacerdote aullaba en la iglesia que caía el enlucido de las paredes.

Y quién, oh, musa, nombra los nombre aquellos ilustres de aquellos que, para dar fuego a la iglesia, ¿se había reunido en el cementerio? Delante iba con un palo largo el valiente Mitruţă Buruiană. A él le seguían, con palos, los tremendos y los sabios Ftoma de Culbeci y el magnánimo Toader Zurgalău. ¿Y a quién más divisa mi ojo en las brillantes filas? ¿Acaso no es aquel el terrible Dămian Cușmălungă? Y acaso ¿quién te supera en hechos brillantes a ti, de carneros recolector Curcă? Y os vi también a vosotros por el camino de la grandeza, a ti, entre todos los perspicaces con más cabeza Văsălie Cotcodac, y a ti, Neagule de Șolomon.

He aquí el parecido de una figura imperecedera en las figuras humanas y pasajeras, como de un chorizo hecho con dulzura entre morcillas grandes, brilla un joven valiente en la oscurecida multitud. Joven lleno de esperanza, él saluda con entusiasmo el peligro y la feliz victoria. Él contaba apenas doce rosas y en la conformidad de su traje era muy hermoso. Las botas largas y extensas de su padre le daban un aspecto heroico y lleno de dignidad, el pellico metido hasta el suelo y el gorro parecía un pajar sobre una cabeza de pavo. Pero ¿acaso traicionaremos su dulce nombre? Quién no lo adivina -¿acaso la historia no le va a marcar en sus páginas, si no tiene otra cosa que hacer?... Así pues ¿por qué?

-¡Ah! ¡Di! tú, envidioso, ¡tocaste la campana para que vinieran los hombres para que me peguen! Eh, quédate, gran, deja que te voy a dar yo. ¡Poc! Y di, yo soy demonio, ¿tienes?... ¡Dale!... Eh deja que te voy a dar yo a ti demonio. ¡Poc!

El pobre Buchilat paralizado por los golpes del sacerdote, se hubiera hecho rosquilla, pero no tenía donde, demasiado corto era, solo caía como un tapón de corcho. El sacerdote lo hubiera roto en pedazos si hubiera tenido algo que romper, pero así... donde golpeaba le parecía que no le daba nada, así de insignificante era el pobre maestro.

Podría escribir un capítulo con el subtítulo: Cómo el padre Ermolachie creyó hacer suficiente honor, para realzar la clase y forma en la que este venerable hombre intentó golpear a toda la aldea por deshonraba hecha, sin que la aldea lo sienta. Primero pensó leer oraciones para el descanso de las almas e invocar la cólera de Dios sobre la aldea. Pero le vino a la mente temprano que el Señor preferiría buscar asuntos que escuchar al padre. Sobre la ineficacia de sus dulzuras religiosas estaba convencido. Después incluso habría puesto al padre Ermolachie a aquella para que leyese las maldiciones de san Vasile, ¿acaso hubiera podido? Él no sabía leer.

Los versos del padre Ermolachie:

A UN PARPAGAI

Pájaro con orgullosas voces

no eres tú de nuestras narices.

Sino de narices boyardas,

papagayo, te ajustas.

Porque en sacerdotal casa

ni tú sacerdote, ni tú mesa,

y luego yo no mi doy maíz

para comer al papagayo.

Debajo, la siguiente nota:

estas trovas, según las he

inventado yo, Ermolapie Pisăliţă,

ayer, se cantaba con voz anciana.



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