EL PADRE JUAN, fraile de la Orden
de San Francisco.1
Hombres.
Mujeres.
Chiquillos del pueblo.
Varias voces.
Dos caballos.
Dos terneras.
Un asno.
La acción pasa en Asturias en la época
actual.
Atrezo y vestuario, lo más característico de
las montañas de Asturias, comprendidas entre las
Peñas de Europa y Covadonga.
Dedicatoria
Padre mío:
Llegó el momento en que, vencida la imponente
ascensión, mis arterias golpeaban con ciento veinte
pulsaciones por minuto. A nuestras plantas se extendía
un océano de montañas, cuyas crestas, como olas
petrificadas, se levantaban en escalas monstruosas a 1.000 y 1.500
metros sobre el nivel del mar. Al sur, las dilatadas estepas de
Castilla, con sus desolados horizontes de desierto, iban
perdiéndose en límites de sesenta leguas, entre un
cielo caliginoso, henchido de limbos de oro y destellos de
incendio. Al norte, un inmenso telón límpido, azul,
como tapiz compacto tejido con amontonados zafiros, se destacaba,
lleno de magnificencias, intentando con la grandeza de su
extensión subir hasta las alturas: era el mar. A mi lado
había un ser valeroso, cuya respetuosa amistad, llena de
abnegaciones y de fidelidades, había querido compartir
conmigo los peligros y vicisitudes de cinco meses de
expedición a caballo y a pie por lo más abrupto del
Pirineo Cantábrico. Estábamos sobre la misma cumbre,
en el remate mismo de la crestería de piedra con que se
yergue, como atleta no vencido, El Evangelista, uno de los
colosos de la cordillera Las Peñas de Europa,
coloso que levanta sus pedrizas enormes, sus abismos inmedibles,
sus ventisqueros henchidos de cientos de toneladas de nieve a 2.600
metros sobre el nivel del mar. Sentíamos la felicidad de
aquella elevación espantable, y el arriesgado
propósito que teníamos de pasar la noche sobre
aquellas cumbres, prestaba a nuestros cerebros la prodigiosa
actividad de las horas de inspiración. El sol lanzó
su postrer destello: todo el ocaso se tiñó de
púrpura, y un rielar de luces, impregnadas con los calientes
tonos de la nácar, comenzó a descender sobre
nosotros, que nos vimos, por breves instantes, envueltos en
aureolas de resplandeciente fulgor. Jamás el alma se
había sentido más soberana de sí misma: por un
momento la tierra entera nos presentó sus contornos, su
historia, su principio, su fin: la aurora y el ocaso de la
humanidad se desenvolvieron, con todas sus grandezas, ante nuestro
pensamiento. El Cosmos surgía allí, eterno, infinito,
anonadando nuestra pequeñez de átomos con sus
inmensidades de Dios... Mi compañero se descubrió
respetuosamente: su espíritu, capaz de comprender la
majestad de la Naturaleza, había sentido la emoción
religiosa; por su rostro varonil, lleno de energías
juveniles sin corromper con el veneno de las prostituciones, se
deslizó una lágrima: mis rodillas se doblaron en
tierra, y nuestros labios murmuraron una bendición, cuya
cadencia de plegaria fue repercutiendo en lejanos ecos, como si
cien generaciones la hubieran pronunciado. Después el
pensamiento recorrió, con su rapidez inmedible, los
estrechos horizontes de la patria. Los pobladores de Levante,
achicados con la herencia númida, de imaginación tan
llena de colores y de fantasías, como llena de perfidias y
egoísmos el alma: el septentrión, sombreado por las
hecatombes civiles, cuyo vaho de sangre, aún caliente, marca
en la historia rasgos de ferocidad inconcebible... Alrededor, los
pueblos todos de la patria, dormidos en noche de ignorancias,
luchando cruelmente por felicidades baladíes, por bienes
convencionales: el odio latiendo a impulsos de la envidia y
acribillando la integridad de la conciencia racional con las
garfiadas de la rutina, de la superstición y de la
impiedad...Más cerca de nosotros, Asturias, ¡la sin
par Asturias! donde el alma se embriaga de suavidades y la
imaginación se impregna de ideales, aletargada en una
quietud de momia, dejándose arrastrar por el progreso en vez
de iniciar el avance con sus indomables energías godas y sus
austeras virtudes patriarcales: Asturias mandando la flor de sus
inteligencias al nuevo mundo, y recibiendo en cambio el torrente
del lujo y la molicie, como si el oro de México y de Chile,
al ser traído a la patria, no sirviera más que para
arrojarla en el camino de las fastuosidades... Después,
más cerca, hiriendo nuestra personalidad, esos tipos
intermediarios entre el mono y el hombre: la aristócrata de
pueblo, mezcla de beata y de bacante que se embriaga en las
romerías vestida de raso y adornada de escapularios, cuya
carne, amasada con herencias del carlismo y siseos de
sacristía, se dora por fuera con los barnices de la
erudición y la escolástica, quedando por dentro
vacía de sentido común y dignidad; el plebeyo,
enriquecido con el oro americano, de ínfulas de señor
y hechos de rufián; los tenderos de baja estofa; los
aldeanos gazmoños... lo canallesco, alto y bajo, que
mientras nos servían lo pagado o nos obsequiaban para
satisfacer sus curiosidades, se permitían nombrarnos
herejes, diciendo que tuvieran a mengua el ser como nosotros... Y
dominando este conjunto de pequeños detalles, el Estado,
representado en sus autoridades, creyendo ver en la turista
entusiasta de las agrestes soledades campestres a la conspiradora
de mala raza, y mandándome detener por parecerle imposible,
en su alta e ilustrada civilización, que la mujer
pueda vivir en el estudio y la contemplación de la
Naturaleza.2
La noche se
extendió silenciosamente: el pasado y el porvenir se
fundieron con el presente en un hondo suspiro que se escapó
del alma. Las estrellas rielaban con luz deslumbradora en un
espacio negro, intensamente negro; la nieve de los ventisqueros
lanzaba una reverberación blanquecina de matices de aurora,
que extendiéndose sobre aquellas montañas, llanuras y
mares, hundidos en profundidades inmensas, los cambiaba de realidad
tangible en imágenes de ensueño. Parecía que
el planeta se estaba deshaciendo bajo nuestras plantas, y que,
separada para siempre de su rugosa corteza, iba a encontrarme
pronto en el espacio sin principio ni fin, donde los soles y los
universos forman, con sus vidas centenarias de siglos los segundos
de la eternidad... Sobre mí flotaba algo perenne; mi
pensamiento no encontraba límites. ¡Más
allá! iba diciendo a medida que se alejaba desprendido
radicalmente de la tierra. Entonces, padre mío, mi
corazón te buscó. ¡No comprendo sin ti la
inmortalidad! Sobre todos los abismos, por encima de todas las
elevaciones, cuando lo eterno se me aparece como el verdadero
horario de nuestro espíritu, me siento desfallecer de horror
si no te llevo a mi lado. Mis ojos buscaron tu sepulcro: en
aquellos horizontes sin contorno que se extendían a mi
alrededor, supe encontrar la losa de piedra que, insensible a mis
lágrimas, me rechaza siempre con fría dureza cuando
mis labios buscan tu noble y hermosísima frente. Desde
aquellas cumbres, en donde tanto poder adquiere la
imaginación, me pareció más fácil
romper el muro que me separa de ti, y cuando anhelosa, bajando con
el pensamiento por los intersticios del sarcófago, esperaba
escuchar tu acento bendito, impregnado del profundo cariño
paternal que me tenías, el espectro de tu cadáver,
los despojos de tu ser, rechazándome con sus asperezas de
polvo y sus rigideces de hueso, tornaron mi pensamiento al
vacío... ¡Entonces el amor inmenso que te guardo hizo
surgir en lo infinito tu imagen adorada, llena de bondades, de
indulgencias; de aquella castísima y sin igual ternura, que
fue, para los días de mi vida lo que es para el caminante
del desierto el oasis poblado de seculares palmas y regado por
límpida corriente! Sonreías sin cesar: tu alma, donde
la generosidad se instaló como soberana, me decía sin
palabras: ¡Espera! ¡Y la paz de tu conciencia
inmaculada parecía derramarse sobre mi corazón, que
iba sintiendo esa quietud inalterable de los que nada piden ya a la
sociedad humana!... En aquellos supremos instantes surgió en
mi cerebro la idea de este drama que te ofrezco a
continuación: veintidós días después
estaba terminado. Padre mío: Recibe mi obra con
benevolencia, con amor: esto será mi gloria y mi dicha.
Donde quiera que sea, eres. Fuera o dentro de mí,
existes. Mientras yo aliente tú alentarás en
mí; o por la fe que me des subsistiendo en otra vida, o
porque tu ser en herencia reside en mi ser. ¡Toda yo soy
tuya, padre mío! ¡Para ti mi drama! Donde vaya mi
firma, deja un beso; después de sentirlo vibrar en el alma,
¿qué más puede querer tu hija?...
Rosario de
Acuña
Acto I
Plaza de una aldea asturiana, a la derecha del espectador
la casa de DOÑA
BRAULIA con el carácter de
«caserío» de labor: balcón-galería
de madera, donde se ven colgadas panojas (mazorcas) de maíz,
cebollas en rastra, ropa, cuerdas y demás enseres propios
del abandono y desorden de los caseríos de Asturias;
emparrado sobre la puerta; debajo, heno amontonado e instrumentos
de agricultura rústica. A la izquierda del espectador,
casa-palacio antigua de piedra oscura: balcón con
balaustrada de piedra y encima un gran escudo heráldico,
aspecto general de casa solariega; sobre la balaustrada del
balcón tiestos con flores; el balcón practicable;
puerta debajo del balcón. -Enfrente del espectador paisaje
montuoso, mezclado de rocas y arbustos; y hacia la izquierda, una
casita muy humilde con una sola puerta y ventana; por encima de
ella asoma el campanario de una ermita con campana y cruz; bien
vistas por el espectador; entre la casita y la casa-palacio,
siempre a la izquierda, una gran puerta como de establo o
corralón para encerrar ganados (practicable). Por entre los
peñascales una vereda practicable para el paso de una
actriz, vereda que termina en escena, último término;
bastidores de bosque por entre las casas. -Telón de fondo de
altas montañas, algunas cubiertas de nieve en sus picos
más altos; el cielo límpido. -A la puerta de la
casa-palacio, un banco de piedra. -La decoración ha de
«ceñirse estrictamente» al carácter de
los usos y costumbres de Asturias; al levantarse el telón ha
de representarse una aldea de aquellas montañas, dependiendo
en parte el éxito de la obra de la propiedad escénica
con que se presente, ofreciéndose al público en
ésta y las demás decoraciones, un «lugar de
acción peculiar», e inequivocable de la aldea
asturiana, con sus paisajes dulces, agrestes, sus caseríos
pintorescos, desordenados y envueltos en vegetación. -Es de
día.3
Escena
I
DOÑA
BRAULIA (mujer fresca y ágil aún).
ISABEL (ambas vestidas al
uso moderno pero sin pretensiones, con las sayas cortas, y
DOÑA BRAULIA con
delantal asturiano, negro, largo y redondeado por las
puntas).
BRAULIA.- (Apilando el heno con un
rastrillo.) Es mucho esto, que yo lo tenga que hacer
todo; ayer dije a Juana que metiese esta yerba en el establo, y
sí, sí; al fin tengo que recogerla yo.
ISABEL.- (Asomándose al
balcón que hay en su casa, que es la casa
palacio.) Buenos días, doña Braulia,
qué afanosa anda y qué enfadada.
BRAULIA.- Hola, ¿estás ahí
burlándote ya de mí?
ISABEL.- ¡Dios me libre de ello! pero
créame, me apena verla siempre de mal humor.
BRAULIA.- (Dejando de trabajar y
volviéndose hacia el balcón.)
¿Malhumorada, eh? ¡Si no tuviera que hacer otra cosa
que lo que a ti te afana! (Durante estas palabras
ISABEL se ha puesto unas
rosas en el pecho, cortadas de los tiestos.) Si poco
después de salir el sol, fueran mis trabajos engalanarme con
rosas... ¡Amigo, tu buena vida es sólo para ricos!
ISABEL.- Pues crea usted, doña Braulia,
que aún no la llevo tal como mi padre quisiera, ni espero
llevarla nunca mejor, aunque aumente fortuna.
(Aparte.) No puedo menos de hacerla
rabiar.
BRAULIA.- Ahuécate con tu buena vida, y
danos en cara con ella.
Escena
II
DOÑA
BRAULIA, ISABEL y
DON PEDRO apareciendo por
el fondo (traje de campo elegante).
PEDRO.- ¿Pero, será posible que no
se cruce la palabra entre mi hija y mi prima, sin que se vuelva
ácida como el agraz? ¿Qué demonio
traéis entre manos?
BRAULIA.- Pues, lo de siempre, Pedro; que yo
trabajo y tu hija se emperegila.
ISABEL.- (Con tono de
reproche.) ¡Doña Braulia!
BRAULIA.- Y que, como dice el refrán,
donde no hay harina... y como por los umbrales de ésta, mi
casa, no entra mucha...
PEDRO.- El ver contentos y ricos a los
demás, te saca de tus casillas, ¿verdad?
BRAULIA.- No es eso, sino que...
PEDRO.- Válgame Dios con esta Braulia, y
qué carácter tan benditísimo tiene.
(Todo dicho con segunda
intención.) Pero, vamos a ver,
¿qué te falta?
ISABEL.- Sobre todo, paciencia
PEDRO.- (A ISABEL.) A ver si te
callas...
ISABEL.- Y luego caridad...
BRAULIA.- ¿Qué me falta? Dijeras
mejor qué me sobra.
PEDRO.- (Enumerando.) Veamos: tienes cuatro
novillas como cuatro soles, cinco cerrados de pradería que
no me dejarán mentir si los hecho a su cargo una de las
mejores rentas en hierba del término de Samiego; tienes dos
pomaradas que se descuajan de fruta; un castañal
regularcito; cinco heredades de maíz, allá abajo en
el valle, junto al convento, que te cambian en buenos pesos sus
panojas; un hatillo de ovejas que es lo que hay que ver, y como sal
de estas parcelas, guardas en el fondo del arca algunas peluconas
de antaño que, ni deudas ni enfermedades, las hicieron salir
de tu rinconcito. ¿Es esto verdad?
BRAULIA.- (Sofocada.) ¿Y a qué
viene ese inventario?
ISABEL.- Viene, para probarla a usted que no por
pobre tiene razón para su mal genio. (En
escena.)
BRAULIA.- Más tenéis vosotros.
PEDRO.- Mujer, ya sé que tenemos
más que tú, aunque de nombre allá nos vamos
contigo, que los dos llevamos el mismo apellido ilustre de los
familia de Pelayo.
ISABEL.- Cuyo solar no está lejos de
aquí, en la aldea de Morgovejo, al pie de las Peñas
de Europa.
PEDRO.- Pero, a la verdad, tu fortuna es
bastante para una buena vida.
BRAULIA.- No como la vuestra.
PEDRO.- ¿Y quieres que por ser bastante
ricos, vivamos mi hija y yo como patanes? Nuestra hacienda es de
las mejores de Asturias.
ISABEL.- No siendo la de doña
María Noriega de Monforte. (Con doble
intención.)
BRAULIA.- (Con
ira.) ¿Por qué no acabas la frase?
-que será también mía...
PEDRO.- Vaya, y aunque así fuera,
¿que tenemos con eso?
(Enfadado.)
BRAULIA.- Tenemos... tenemos... nada hombre.
¿Parece que no te gusta mucho el parentesco que vas a
adquirir?
ISABEL.- (Con
altivez.) Mi padre, doña Braulia, no tiene
por qué sentir el ser consuegro de doña María,
al admitir al hijo de esta señora por esposo mío; mi
padre, pues, está orgulloso del parentesco.
BRAULIA.- A pesar de todo, ¿eh?
PEDRO.- (Con dignidad y mal
humor.) Sí; a pesar de todo.
BRAULIA.- Bien, bien; allá vosotros, que
en la conciencia sólo entra Dios y el confesor; pero si mi
hija Consuelo tuviera la mala idea de querer para marido a otro
como vuestro Ramón, yo, cristiana, católica,
apostólica, romana, a macha y martillo, no estaría
tan satisfecha de ser su suegra.
ISABEL.- ¿Qué quiere usted
decir?
PEDRO.- (Interponiéndose
entre ISABEL y
BRAULIA.)
Vamos, vamos dentro; no agriar la cuestión.
Escena
III
BRAULIA,
PEDRO e ISABEL y CONSUELO. Entra ésta en escena
saliendo de su casa. Traje de aldeana asturiana, pero con cierto
modernismo, alguna riqueza y serio.
CONSUELO.- ¿Quieres que yo te lo
explique?
PEDRO.- Vámonos, Isabel.
ISABEL.- No, padre; es menester que termine esta
ene mistad que nuestras dos primas y Diego tienen contra nosotros.
Vale más una guerra franca que una amistad traicionera.
CONSUELO.- ¿Traicionera? Dura es la
palabra; pero, al fin, la admito, y vamos a explicaciones.
BRAULIA.- A ti no te las pidieran.
CONSUELO.- Las daré mejor que usted.
(A ISABEL.)
¿Quieres saber por qué ni nosotras ni ninguna familia
de esta cristiana aldea, admitiríamos el parentesco con
Ramón? Pues bien debe alcanzártese si conoces a tu
prometido, porque es un hereje, impío, blasfemo, ateo, hijo
de satanás, según tiene su alma de empedernida, y
cerrada a la verdadera religión
ISABEL.- ¡Consuelo!
CONSUELO.- ¿No querías saber la
verdad? Pues hela ahí.
PEDRO.- Mira lo que hablas; yo soy tan cristiano
como vosotras, y Ramón va a ser dentro de quince días
mi yerno.
BRAULIA.- Eso es lo que falta saber, si eres
buen cristiano.
ISABEL.- ¡No consiento que insulte usted a
mi padre! (Con energía.)
Escena
IV
BRAULIA,
DON PEDRO, ISABEL, CONSUELO y JUANA, con una cesta de yerba en la
cabeza, vestida de aldeana humilde.
JUANA.- Pongo esta yerba en el establo.
(Descarga la cesta, y se queda esperando junto a la
puerta de casa de BRAULIA.)
PEDRO.- Acabemos esta enojosa cuestión;
iros a vuestras faenas.
ISABEL.- Y dejadnos, que no tenéis que
dar cuentas de nuestras almas.
BRAULIA.- Eso ya lo dije yo.
CONSUELO.- Pero tenéis que darla vosotros
de vuestro ejemplo.
ISABEL.- Palabras del último
sermón. (Con
ironía.)
CONSUELO.- ¡Renegada! (Se
van BRAULIA, CONSUELO y JUANA, entrando en la
casa.)
Escena
V
ISABEL y
DON PEDRO.
PEDRO.- (Sentándose en el
banco de piedra.) ¡Qué terrible es la
envidia, y cuán enojosa nuestra situación!
ISABEL.- Padre, ¿por qué ese
desaliento? *¿Acaso encuentra alguna razón en lo
dicho por Consuelo?
PEDRO.- (Mirando a todas
partes.) Estamos solos, hija mía; a
qué disimular mi profunda pena. Cuando tu madre te
dejó niña, hice el juramento de dedicarte mi vida
entera, honrando la memoria de aquella santa, al educarte y
quererte.
ISABEL.- Y así he salido yo de mimada,
¿verdad?
PEDRO.- No; tú eres buena.
Conseguí hacerte sencilla, ilustrada, pues mi deseo no fue
verte ciudadana inútil, sino aldeana honrada.
ISABEL.- (Interrumpiendo a su
padre, con tono doctoral y cariñoso.)
Trabajadora, mujer de su casa, con ciertos conocimientos de buena
ley, sin coqueterías... (Cambiando de
tono.) y ya ve usted, como sé que no tengo
abuela...
PEDRO.- No bromees, hija; hablamos en serio.
ISABEL.- Pero si yo no quiero hablar en serio
cosas que le entristecen. ¿Quiere usted que siga la
historia? Pues oiga, y verá cómo sé la pena
que le aqueja. Quedamos en mi educación; consiguió
hacer de mí lo que quería. Cuando me llevaba a Oviedo
o Gijón, me aburría *aquella vida de ciudad en que
todo oprime, desde el aire hasta los afectos, *mis vaquitas, mis
libros, mis flores, mis fiestas de las romerías, del
magosto, de la deshoja, me llamaban a la aldea, *sintiendo
sólo haberla dejado por algunos meses. *¿Se acuerda
usted cuando me llevó a Madrid?
PEDRO.- Si no te saco de allí te
mueres.
ISABEL.- Yo aspiraba con fuerza, y nada, cuanto
más afán por aire menos entraba en mis pulmones.
¡Qué horror de ciudades!
PEDRO.- Llamamos al médico...
ISABEL.- Y dijo: «Vuelvan a la aldea, al
aire libre, al sol; entre aquellos raudales de salud que emiten los
bosques y la montaña.» Cuando volvimos tenía
fiebre: en Madrid no la notaba. Allí, padre, deben tener
todos fiebre, sin que ninguno lo note.
PEDRO.- *Y, sin embargo, estabas alegre,
hermosa.
ISABEL.- *¡Ah, sí! Con la
alegría de la demencia. *¡Dios nos libre de ella!*
PEDRO.- Hice cuanto pude para aclimatarte a
Madrid, donde nombre y fortuna nos guardaban un buen lugar.
ISABEL.- No pude acostumbrarme. *Madrid es un
vene no demasiado activo para tomarle de pronto. Cuando se compara
el esplendor de estos días con la reverberación
extenuadora de aquellas noches; esta dulce alegría de un
hogar sano y alegre, con aquellas mutuosidades lóbregas del
hogar ciudadano, el alma se estremece de gozo y de gratitud,
pensando en mi bendito padre que de tal modo me hizo distinguir lo
falso de lo verdadero.*
PEDRO.- ¿Eres feliz, verdad?
ISABEL.- ¿Lo duda usted?
PEDRO.- ¿Lo serás
después?
ISABEL, Henos
aquí en el punto culminante.
PEDRO.- Sí, hija mía, ¿A
qué negarlo? *Será, acaso, vejez que invade el alma;
serán restos de una educación religiosa, no por
lejana olvidada, pero *cuando pienso en Ramón tengo
miedo.
ISABEL.- (Sentándose al
lado de PEDRO.) Hablemos claro,
¿por qué?
PEDRO.- ¡Qué sé yo! Lo que
se siente no se explica.
ISABEL.- *¿Serán, acaso,
influencias de nuestras primas? ¿Será que su alma
asturiana se aferra a las supersticiones del
montañés?
PEDRO.- *Es lo que quieras, pero es; no puedo
discutir contigo, no puedo convencerte; pero ¡ay! las penas
están en el corazón. ¿Cómo con tus
razones quitar mis sentimientos?
ISABEL.- *¿Será posible, padre
mío, que su claro juicio, que tan bien supo educarme, se
cierre de tal modo a la reflexión?* Vamos a ver,
¿qué es Ramón?
PEDRO.- Un joven ingeniero, noble, rico,
cultísimo, simpático.
ISABEL.- ¿Qué germina allá
en su frente? ¿qué alienta en su corazón?
¿cuáles son sus costumbres?
PEDRO.- ¿Y te niego yo sus admirables
excelencias?
ISABEL.- *¿No hay en su inteligencia
ideales sublimes?
PEDRO.- *Sí; no puedo negarlo.
ISABEL.- *¿No hay en su corazón
arranques generosísimos?
PEDRO.- *¡Ah, sí! En esto raya en
lo heroico.
ISABEL.- *¿Hay, acaso, en su vida horas
viciosas o impuras?
PEDRO.- *No, hasta el punto de causar asombro
que, un joven, educado en Madrid, conserve la juventud vigorosa y
las costumbres sencillas.
ISABEL.- ¿Pues, entonces?
PEDRO.- Te dije que no discutiéramos,
¡pero su ateísmo completo!¡su libertad absoluta
de pensar! ¡su falta, de fe!
ISABEL.- ¡Mientras crea en mí!
¿le hace falta otra religión? (Con
energía.)
PEDRO.- ¡Isabel!
ISABEL.- Hablemos de una vez para
siempre:¿usted qué es? un hombre honrado, sobre todo;
¿necesitó usted llamarse moro o judío, para
ser el modelo de los esposos, de los padres, de los
caballeros?...
PEDRO.- No, es cierto; mas por lo mismo, no me
sobra hacer lo que hago, ir a misa, a confesar...
ISABEL.- ¡Por un hábito! responda
en conciencia: cree de absoluta necesidad, para ser como es,
llamarse católico, ¿sí o no?
PEDRO.- No...
ISABEL.- Pues, entonces, ¿qué
queda de todo eso? *¡Una sombra, una ilusión, un
espejismo!
PEDRO.- Un ejemplo: un motivo edificante que
evita el escándalo aquí, en estas aldeas
pacíficas, donde casi todos los habitantes no usaron
aún de su razón para discernir el bien del mal sin la
ayuda de las creencias religiosas
ISABEL.- *Dijera usted de la
superstición, y hablara con propiedad.
PEDRO.- *¡Hija!
ISABEL.- Bien: le concedo la necesidad de ser un
poco hipócrita en estas aldeas, pero cuando haya dos
motivos: o debilidad moral, por edad, o debilidad social por
pobreza; Ramón es joven, es inmensamente rico; es fuerte de
ambos modos...
PEDRO.- No le va mal con su defensora.
ISABEL.- Ya sabe usted cuánto le amo.
PEDRO.- Adelante.
ISABEL.- Ramón no puede ser
hipócrita; debe dar el ejemplo de la verdad.
PEDRO.- ¡La verdad! ¡aquí en
este mundo!
ISABEL.- Sí, padre, la verdad es de todos
los mundos (son firmeza y austeridad.) (Se
levanta.)
PEDRO.- ¡Toda tú, eres de
él!
ISABEL.- ¿Y le pesa a usted? Los buenos
esposos, ¿no han de tener sus almas desposadas?
PEDRO.- ¡Oh! sí, serás su
esposa, que en cuanto a alcurnia ilustre nada le falta; tiene
nobles apellidos, genealogía bien limpia.
ISABEL.- Y esto le consuela, ¿verdad?
PEDRO.- *¿Cómo, si no,
habría de enlazarse con una descendiente de la familia de
Pelayo?
ISABEL.- Convengamos en que se da usted por
vencido.
PEDRO.- ¡Quiera Dios que no te equivoques,
que no tenga razón el Padre Juan al decir que las virtudes
de un librepensador son ardides del diablo para seducirnos!
(Levantándose con
violencia.)
ISABEL.- Padre mío, le harán dudar
a usted también. (Volviéndose hacia el
foro.) ¿Qué hombre es ese fraile que
de tal modo pervierte la noción del bien y del mal?
*¡Oh, fraile impío! ¡de dónde saliste!
¡qué atmósfera llevas en derredor tuyo que
hasta mi padre llegó a envenenarse!
PEDRO.- No te exaltes; te quiero mucho y tu
felicidad es lo primero.
ISABEL.- Pues bien, basta de dudas y de penas;
Ramón será mi esposo, según estaba convenido,
mediante el matrimonio civil; el religioso le hicieron nuestras
almas al darse juramento de amor; después, todos pasaremos
una temporada en Andalucía, y cuando volvamos a nuestra
amada aldea, Ramón a realizar sus proyectos, yo a
secundarlos, estas buenas gentes ya no se acordarán de lo
que llaman nuestras herejías (Durante la mitad
del parlamento de ISABEL,
DIEGO aparece por la
vereda del último término y entra en escena con las
últimas palabras de ISABEL.)
Escena
VI
DON PEDRO,
ISABEL, DIEGO, éste último en
traje de asturiano rico.
DIEGO.- Buenos días.
PEDRO.- Dios te los conserve buenos, Diego.
DIEGO.- ¿Se espera a Ramón?
Según me dijo Consuelo, hoy llega de Madrid, con ese amigote
suyo, Luis Bravo, el que estuvo por acá el último
verano... Buen par... salvo quien sepa más que yo para
apreciarlos.
PEDRO.- No sé qué te hicieron don
Ramón, ni don Luis.
DIEGO.- A mí, nada; por más que si
fuéramos a cuenta porque ellos tengan don y
din, y sea yo un aldeanote a la buena de Dios, aunque no
muy pobre, no deberían así, sin más ni
más, hacerse tan extraños de mí y de los mozos
de la aldea.
PEDRO.- Ramón te estima y te respeta como
a todos.
DIEGO.- Eso de que me estima y me respeta,
sépalo él, en cuanto a tratar conmigo, siempre lo
hace desde alto a abajo, y esto sería menester ser un
bodoque para no conocerlo.
ISABEL.- ¿Quieres acaso tratar con
él de igual a igual? ¿qué estudios hiciste?
¿qué eres?
DIEGO.- Poco a poco, que ya sé muy bien
que él es un señor sabio, muy leído, etc.;
pero, ¡qué diablo! no nos vamos tan lejos, sino porque
él tuvo monises para embucharse de libros.
PEDRO.- Después de todo no te debe a ti
nada.
ISABEL.- Y espero que no volverás a
ocuparte de él en nuestra presencia.
DIEGO.- Descuiden ustedes
ISABEL.- Vamos adentro, padre. (Se
van por la puerta de su casa.)
Escena
VII
DIEGO, luego
TÍA ROSA (traje muy
característico de asturiana, con montera sobre el
pañuelo anudado a la barba: todo en colores
oscuros).
DIEGO.- ¿Y creerán los dos que
creemos en su buena fe? (Valientes hipócritas! por todo
pasan con tal de pescar los millones de Ramón... del canalla
que se complace en rebajarnos a todos los de la aldea con sus
cacareados conocimientos... ¡Vive Dios! ¡pensar que
aquí en tierra bendita va a arraigar semejante familia de
herejes!)
ROSA.- (Cruza la escena llevando
del ronzal a un borriquillo cargado de panojas, talegos como de
patatas, pollos, etc.; se acerca a la caseta humilde, ata el
borrico a la ventana y comienza a descargarlo mientras habla; la
carga metida en un serón.) ¡Diego!
¿quieres ayudarme a descargar el burro?
DIEGO.- (Acudiendo y la ayuda;
unan los actores la acción a la palabra.)
Buena colecta se ha hecho, tía Rosa; el Padre Juan no
estará descontento.
ROSA.- No fue mal día para la comunidad:
¡si todos los legos del convento hicieran por recoger
siquiera la mitad de lo que esta pobre sierva de Dios, humilde
santera de las ermitas de Santa Cruz y de Santa Rita!...
DIEGO.- He aquí unos buenos pollos.
ROSA.- Son de la tía Sancha; los
ofreció si su hijo salía libre de quintas, y como se
libró...
DIEGO.- Ricos jamones...
ROSA.- Son de doña Remigia, esa santa
mujer, tan distinta de esa hereje Noriega...
DIEGO.- Tía Rosa, en cuanto a lo de
santa, dicen que si está separada de su marido, es
porque la encontró con un tal González.
ROSA.- ¡Bah! Historias viejas y en todo
caso calumnias; ello es que doña Remigia es una santa y una
sabia. ¡Si la oyeras hablar en latín con el Padre
Juan!...
DIEGO.- ¿Y qué relaciones
tiene?...
ROSA.- Siempre con canónigos, obispos y
condeses.
DIEGO.- Tía Rosa, se dice condes.
ROSA.- ¡Igual da! Es una bendición
la tal doña Remigia; en donde cae, ya está alborotado
el cotarro.
DIEGO.- Como aún está fresca de
carnes...
ROSA.- Calla, mala lengua.
DIEGO.- Lo que está a la vista...
ROSA.- Es una santa y una sabia, en una
pieza.
DIEGO.- (Terminan de
descargar.) Y, ¿nada más?
ROSA.- Y lo mejor. (Le
enseña un pañuelo lleno de monedas.) Y
estas perrucas, que si no va mal la cuenta, importan tres duretes;
son las ofrendas de las dos ermitas.
DIEGO.- ¿Aún hay
religión?
ROSA.- ¡Vaya! ¡A Dios gracias, y a
esos buenos frailes que han avivado nuestra fe! Y pese a todos los
endemoniados que, como dice el Padre Juan, han caído sobre
la aldea para probarnos.
Escena
VIII
TÍA ROSA,
DIEGO, DOÑA BRAULIA, CONSUELO y JUANA, ésta última con
un cesto de manzanas.
CONSUELO.- (Se acerca a donde
está TÍA
ROSA, y mira la carga del burro extendida en el
suelo.) Buena colecta.
ROSA.- No es maleja. (Comienza a
meter todo en la casa, primero el burro y después lo que
traía.)
BRAULIA.- (Al ver a DIEGO.) Hola,
¿estabas ahí? ¿vino ya Ramón?
DIEGO.- Aún no, pero no deben tardar;
anoche harían jornada en Framosa, y para las siete leguas
que hay desde allí, a medio día llegarán; con
sus caballos pronto las andan.
CONSUELO.- (A JUANA.) Lleva esas
manzanas al Padre Juan y vuelve, que hay que encerrar el ganado.
(JUANA se
va.)
BRAULIA.- (A DIEGO.) Verdaderamente
está al fin del mundo nuestra aldea.
DIEGO.- Ya ve usted, a quince leguas de la
primer carretera, y a más de veinticinco del primer
ferrocarril.
CONSUELO.- Lo que no bastó para librarla
del pecado... ¡En mala hora se les ocurrió a esas
gentes posarse aquí!
BRAULIA.- Sin embargo, Ramón es bueno;
para mí la culpa la tiene su madre, y el condenado
masón de su padre, que con sus ejemplos de impiedad le
corrompieron.
DIEGO.- La madre, quiá, es el hijo.
CONSUELO.- Para mí, tal para cual, y
dignos de los dos esos de enfrente; te aseguro que desde que
doña María se estableció de hecho en El
Espinoso, no tengo una hora de sosiego.
BRAULIA.- Tampoco yo.
DIEGO.- Sin embargo, hasta ahora, no se metieron
mucho entre nosotros.
CONSUELO.- ¡Que no!
BRAULIA.- ¿Te parece poco lo que hacen?
¿Se puede vivir con un ejemplo como el suyo? No oyen una
mala misa.
CONSUELO.- No entran una vez en la iglesia.
DIEGO.- Doña María hace
caridades.
BRAULIA.- ¡Hipocresías!
CONSUELO.- Por hipocresía y por
miedo.
DIEGO.- ¿Por miedo?
CONSUELO.- Claro: ella sabe muy bien que
aquí no se los traga; que en todas las casas se les mira por
lo que son, y a fuerza de limosnas, de tirar el dinero, quieren
ganarse simpatías
BRAULIA.- ¿Querrás creer que
cuando la comunidad de franciscanos vino hace dos años a
establecerse en el concejo, tuvo el atrevimiento de negarles unos
terrenos que la pedían para hacer la vaqueriza del
convento?
DIEGO.- Pues no sabía; eso lo
haría Ramón.
BRAULIA.- El hijo y la madre.
CONSUELO.- El Padre Juan fue el encargado por la
comunidad de presentarles la demanda, y ¡asómbrate!
recibió al reverendo...
BRAULIA.- En el corralón.
CONSUELO.- En la portalada; ni siquiera los
consintió entrar en la casa.
DIEGO.- ¡Qué gentuza!
BRAULIA.- ¡Al Padre Juan! ¡A ese
santo varón, que nos lleva desde el confesionario por el
camino del cielo!
CONSUELO.- Pues a mí me contó
Pepa, una de las criadas de El Espinoso, otra cosa más
horripilante.
BRAULIA.- ¿El qué, el qué?
(Con afán.)
CONSUELO.- Que apenas salieron de El Espinoso
los frailes, entró su ama en el gabinete y, sin más
ni más, se dejó caer con un soponcio.
DIEGO.- ¡Hola!
CONSUELO.- Que el desmayo la duró una
hora, y que cuando Ramón ya estaba asustado volvió en
sí diciendo: «¡el fraile! huyamos,
huyamos.»
DIEGO.- ¡Hola, hola!
BRAULIA.- ¿Y te lo contó
así Pepa?
CONSUELO.- Así mismo.
DIEGO.- Y ¿qué sería?
BRAULIA.- ¿Qué había de
ser?¡Los diablos que tiene en el cuerpo, que se le
revolvieron al verse delante del fraile!
CONSUELO.- Eso mismo pensé yo.
(A DIEGO.) ¿Crees
tú que el demonio puede resistir la presencia de un
santo?
DIEGO.- No digo que no: cuando yo estuve en
Arteijo, allá en La Coruña...
CONSUELO.- Sí, cuando fuiste a llevar
aquel encargo del Padre Juan.
DIEGO.- Bien claro vi cómo se
retorcían los endemoniados, y endemoniadas, en cuanto los
metían en el santuario y los rociaban con agua de la
pililla.
BRAULIA.- Y por cierto que ahora caigo en una
cosa.
CONSUELO.- ¿En qué?
BRAULIA.- Que siempre que doña
María se encuentra casualmente, con un fraile, huye de su
presencia.
CONSUELO.- Naturalmente; si esto es más
claro que la luz.
DIEGO.- Pues nada, que tienen ustedes
razón, son una familia de endemoniados. *De Ramón ya
lo sabía, porque un hombre tan orgulloso como él, no
puede ser sino el demonio; pero de doña María...
¡la he visto hacer algunas cosas!... Cuando la viruela
invadió el concejo, ella era la mejor enfermera; ella paga a
todos los pobres los derechos de iglesia, cuando hay bodas,
bautizos o entierros; en una ocasión la he visto quitarse
los zuecos, para dárselos a un viejecito que iba con los
pies en el agua, y una vez la vi coger una macona de panojas que
llevaba una chiquilla con gran trabajo, y con sus manos tan
blancas, cargarla a la cabeza e ir andando media legua.*
¡Pero doña María hace obras tan buenas!
BRAULIA.- ¡Bah! ¡Pamplinas!
CONSUELO.- Lo que yo te dije; afán de
hacerse querer, y miedo a las justas iras de todos nosotros,
adictos de la Santa Iglesia.
DIEGO.- Eso será de fijo, porque como
dijo el padre Juan en un sermón: «Caridad sin
religión es caridad del diablo, que corrompe al que la
recibe y hunde más en los infiernos a quien la
hace.»
BRAULIA.- Y ya ves tú que religión
la suya. ¡Se van a casar por detrás de la iglesia!
DIEGO.- ¡Por detrás de la
iglesia!
CONSUELO.- ¿Te desayunas ahora con
ello?
ROSA.- (Sale por la puerta de su
casa, que es por donde se marchó y viene al primer
término, terciando en la
conversación.) ¿Se habla de los
herejes?
BRAULIA.- No sabes, Rosa, que va a casarse
Ramón con nuestra prima al modo de los brutos.
ROSA.- ¿Cómo es eso?
DIEGO.- Pues ayuntándose...
ROSA.- Jesús, María y José,
(Se persigna.) qué barbaridad;
¿y lo consienten las leyes?
CONSUELO.- Eso no lo sé, pero así
van a hacerlo.
DIEGO.- Van a casarse de ese modo que llaman por
lo civil, que es, como si dijéramos, por lo nulo; un
amancebamiento a ciencia y paciencia de las gentes.
BRAULIA.- ¡Qué escándalo,
Dios mío! Suceder esto en Samiego, a dos pasos, como quien
dice, de la Santa Virgen de Covadonga.
ROSA.- Y a las puertas del convento de San
Francisco.
DIEGO.- Pues, anda, que la víspera de
casarse, van a solemnizar el matrimonio de un modo que
dejará memoria en la aldea.
ROSA.- ¿Eso más?
CONSUELO.- Es cosa sabida: ese día se
colocará la primera piedra de esas escuelas y asilos que van
a construirse con el nombre de ella.
DIEGO.- Sí, Villa Isabel; una
agrupación de casas o cosa parecida.
BRAULIA.- ¡Enfrente del convento las obras
del diablo!
CONSUELO.- Y esa odiosa Isabel dicen que las
inaugura con paleta de plata.
DIEGO.- Además, se va a dar comida a los
pobres del concejo durante ocho días.
BRAULIA.- Y aún hay más que no
sabéis; me lo dijo ayer el alcalde, que está, como
nosotros, escandalizado. Doña María solemniza el
matrimonio librando de quintas a los mozos de la aldea que entren
este año y dotando a las mozas de veinte con seis mil reales
a cada una.
CONSUELO.- Miedo, miedo y miedo...
BRAULIA.- O remordimiento por consentir un
concubinato.
DIEGO.- Y el tal Ramón irá
luciendo en la fiesta su mejor caballo. (Con
ira.) ¡Cuando pienso en el poco coraje de los
mozos! ¡Si ellos quisieran, ya les daríamos boda!
CONSUELO.- Si todos tuvieran tu sangre
valenciana.
TÍA
ROSA.- No quieren, porque no hay quien los empuje.
BRAULIA.- Tú eres un mandria.
DIEGO.- ¡Doña Braulia!
CONSUELO.- Tiene razón mi madre;
¿te parece que si les hablaras a la conciencia y con
maña, el que más y el menos dejaría de creerse
en el deber de arrojar de la aldea a esa gente?
DIEGO.- Si por mí fuera...
CONSUELO.- Pues que no quede por ti.
DIEGO.- ¡Son tan ricos!
BRAULIA.- Y, ¿les debes tú
algo?
DIEGO.- ¡Deberles yo!
(Durante este diálogo han salido por la
derecha último término MANUEL y ROQUE, JUANA y DIONISIA, guiando dos terneras, cruzan
la escena y meten las terneras por la puerta del establo, a la
izquierda.)
CONSUELO.- Pues, entonces, a ello yo te
ayudaré; ¿no soy tu novia? (Estas
últimas palabras aparte.) Anda, así
nos perdonará Dios nuestra caída, que sirviendo a la
Iglesia se rescatan los pecados. (Durante estas
últimas palabras MANUEL ha vuelto a salir por la puerta
del establo, dejándola cerrada y se han acercado a primer
término, figurando hablar con TÍA ROSA y DOÑA
BRAULIA.)
DIEGO.- (A CONSUELO.) Si
pudiéramos...
CONSUELO.- Con sangre fría y astucia.
DIEGO.- Eso no me falta.
Escena
IX
DOÑA
BRAULIA, CONSUELO,
DIEGO, TÍA ROSA, MANUEL, ROQUE, DIONISIA y JUANA. (Todos éstos con trajes
asturianos.)
MANUEL.- (A DOÑA BRAULIA.)
No lo permita Dios.
ROQUE.- Pero, después de todo, a
nosotros, ¿qué?
JUANA.- Y eso lo dice mi novio; no en mis
días me casaré con tal mal cristiano.
(MANUEL,
durante estas frases, figura que ha hablado con DIEGO y CONSUELO.)
MANUEL.- Tienes razón, Diego; es menester
darles un escarmiento.
DIEGO.- Seamos hombres de fe. Doña
Remigia, esa señora tan principal de la villa, bien claro lo
decía hablando con el Padre Juan. -«Lo primero la fe;
que no se pierda la fe y que perezca todo.»
CONSUELO.- (A
todos.) Y luego, que ya veis: si se llega a realizar
esa boda sin que antes sufran un disgusto gordo, ¿en
dónde estaría la Providencia?
DIEGO.- Nosotros tenemos que representarla.
BRAULIA.- En nuestras manos ha puesto Dios su
castigo.
TÍA
ROSA.- Seremos malos cristianos si no cumplimos sus
designios.
MANUEL.- Pues yo, si tú diriges, voy
donde vayas. (A DIEGO.)
JUANA.- Y también Roque, que ya
está convencido.
DIONISIA.- En cuanto a los demás, no se
quedarán en zaga. ¡A ver si esa señoritica de
Isabel deja sus aires de reina!
DIEGO.- (Aparte.)
Lo que tenéis vosotras es envidia.
(Alto.) Bien; pues por mí no
quedará.
CONSUELO.- Yo haré lo que pueda, pero por
bajo de cuerda; ya sabéis que somos parientes de Isabel.
BRAULIA.- Y como le tocará algo...
MANUEL.- Pues mandad y ya veréis.
DIONISIA.- Piedras ni gritos no han de faltar,
que para eso, las mujeres.
DIEGO.- Pues tú, Manuel, diles a los
mozos de qué se trata y reunámonos en algún
sitio para ponernos de acuerdo; tú, Dionisia, a las
mozas.
TÍA
ROSA.- Ya sabéis que mi casa está a
vuestra disposición.
DIEGO.- Está muy cerca de ésa
(Señalando a la de DON PEDRO.) , y no
conviene.
CONSUELO.- Que vayan a la tuya; después
de todo, ¿a ti qué?
DIEGO.- A mí nada, pero si luego se sabe
de dónde partió el golpe... Y como en estas cosas el
empezar no es concluir...
BRAULIA.- ¿Y doña Remigia?
¿Para qué serviría con sus grandes relaciones,
sino para sacarnos del atolladero?
CONSUELO.- ¡No seas cobarde!
(A DIEGO.)
DIEGO.- Pues, bien; mañana a la noche, en
mi casa; pasado mañana es la romería en la ermita de
nuestra patrona.
TÍA
ROSA.- Santa Rita.
DIEGO.- Tal vez sea buena ocasión para
mostrarles nuestro desagrado.
BRAULIA.- Y poco hemos de poder o esos Noriegas
saldrán para siempre de la aldea.
ROQUE.- Pues convenido.
DIONISIA.- Hasta mañana a la noche, en tu
casa.
JUANA.- (A DIONISIA.) Que no
vuelva a decir el Padre Juan que somos tibias.
BRAULIA.- (A las mujeres.)
Ya lo sabéis; para fundar aquí la
Santa Hermandad de hijas de San Francisco sólo hace falta
probar nuestra fe.
CONSUELO.- El cielo no se gana sin
méritos.
JUANA.- Mal año va a ser para los herejes
(Se van JUANA, DIONISIA, MANUEL y ROQUE hablando aparentemente con gran
entusiasmo. Por la derecha. TÍA ROSA con
ellos.)
DIEGO.- (A CONSUELO aparte.)
¿Estás contenta?
CONSUELO.- (A DIEGO aparte.)
Sí, aunque bien pensado, sólo hiciste tu deber.
DIEGO.- Siempre arisca; adiós.
(Se va por la izquierda. BRAULIA, durante este corto
diálogo y monólogo se ha ido con los aldeanos y
aldeanas y figura estar hablando con ellos antes de que se
marchen.)
CONSUELO.- (En primer
término sola, refiriéndose a DIEGO.)
¡Imbécil! ¡Creerá acaso que su
rústica ignorancia satisface mi corazón! ¡Ah,
Isabel! (Con el ademán hacia la casa de don
PEDRO.)
¡No gozarás de tu dicha; te odio porque te ama
Ramón! ¡A él... a él... también
le odio! ¡Sólo el Padre Juan me dio consuelos!
¡Ese fraile sabe mucho! ¡Sabe hacernos llegar hasta
Dios con las pasiones de la tierra!
BRAULIA.- (Acercándose a
primer término, después de haberse marchado el grupo
de aldeanos.) Me parece que se va a hacer algo
bueno. (Frotándose las
manos.) ¡Vaya una alegría que tengo!
(Aparece DOÑA MARÍA por la vereda
entre los peñascales; último
término.)
CONSUELO.- Ahí viene doña
María; vámonos. (Se van, entrando en su
casa.)
Escena
X
DOÑA MARÍA
NORIEGA (el traje de la actriz moderno, pero severo y
modesto; peinada con sencillez; su figura ha de destacarse en lo
alto de la vereda, con un carácter austero y
simpático), después ISABEL.
MARÍA.- (Poniéndose
la mano delante de los ojos y mirando hacia la torre y campanario
de la ermita.) No le veo aún; verdad que mi
vista está cansada, pero si estuviera cerca, mi
corazón sabría adivinarlo. ¡Hijo mío!...
¡La cruz, la campana, la iglesia! ¡Siempre delante de
mí sus enemigos! *¡Le busco anhelosa por la subida de
la vega y encuentro esos emblemas de tortura, de
superstición y de errores!* ¡Qué
presentimientos más tristes cruzan a veces por mi
alma!¿Venceréis al fin, espectros de dolor y de
sombra? ¡Si Ramón quisiera salir de aquí!
¡Pero no quiere! ¡Es el héroe obscuro de la
moderna edad! ¡Héroe sin legión, pero
héroe! ¡Encariñado con su ideal, fiando en
sí mismo, tranquilo por el porvenir! ¡El
héroe!¡que no sea el mártir!... Aún no
viene. ¿Le esperará Isabel con la misma impaciencia
que yo? Veamos. (Desciende por la vereda a escena y
se acerca a la puerta de casa de DON PEDRO, llamando.)
¡Isabel! (Más alto.)
¡Isabel!
ISABEL.- (La voz desde sitio
alto.) Allá voy; estoy esperando a
Ramón; desde el palomar se ve todo el valle y allá
lejos asoman dos jinetes, ellos son; ya voy.
MARÍA.- Le esperaba;
*¡cuánto le ama! Tendré que repartir mi
cariño entre dos hijos. ¡Ay, de las madres que no
saben abdicar a tiempo!*
ISABEL.- (Entrando.) Doña
María...
MARÍA.- Hija mía, ¿por
qué no me llamas madre?
ISABEL.- (La besa.)
Si usted quiere... *la mía era una santa y usted lo es
también... poco pierdo en el cambio.*
MARÍA.- ¿Vienen ya?
ISABEL.- Sí, pero aún están
lejos; ¿viene usted a esperarle?
MARÍA.- Aunque sólo hace un mes
que Ramón se fue a Madrid, a comprar tus galas de desposada,
ya me parece que hizo un siglo.
ISABEL.- De aquí en adelante no nos
separaremos más; juntos siempre.
MARÍA.- *Eso no es justo.
ISABEL.- *¿Por qué?
MARÍA.- *La vejez hace mal tercio a la
juventud.
ISABEL.- *Convenido, cuando se empeña en
hacerla vieja... pero usted y mi padre saben muy bien guardar su
sitio; dan más amor que exigen, y cuando los padres son tan
buenos, cuando no estorban nunca, justo es que las alegrías
de los jóvenes hijos, sus felicidades, iluminen como rosada
aurora el melancólico crepúsculo de la vejez.*
MARÍA.- Eres un ángel.
ISABEL.- No, soy hija de un hombre honrado:
¿no dice el evangelio: «Por el fruto conoceréis
el árbol.»?
MARÍA.- (Con
horror.) ¡Oh!
(Pausa.) Cada vez estoy más
contenta de que hayas elegido a Ramón.
ISABEL.- Gracias por la delicadeza, madre;
nacimos para comprendernos; su alma y la mía tomaron vida en
un mismo ecuador de sentimientos; *para alzar mi inteligencia hasta
la suya me bastó docilidad, «Lee ese libro, me
decía» y en vez de arrojarle con el usual
desdén femenino, estudiaba todas sus páginas teniendo
orgullo en contestarle: «He aquí el libro que me
diste, sé lo que encierra.» Así, poco a poco,
llegó un día en que nuestras inteligencias se
hallaron tan unidas como nuestros corazones.*
MARÍA.- La boda se hizo precisa.
ISABEL.- *Mi amor es tan puro madre, que si de
pronto la eternidad se extendiera entre nosotros sin que sus labios
de esposo dejaran en mi frente el beso de amor, me veríais
sonreír tranquila;* las órbitas de nuestro destino no
pueden romperse nunca; cuando el corazón y la inteligencia
se unen, la muerte es una separación momentánea.
¡Los mundos nuevos debe crearlos el amor de dos almas
semejantes!
MARÍA.- Al oírte, evocas en
mí el recuerdo de aquellas mujeres godas tan apasionadas
como enérgicas, tan castas como inteligentes.
ISABEL.- (Con graciosa
coquetería.) Sangre hay en mis venas de su
raza, y en estas montañas no se degenera mucho.
MARÍA.- (Sentándose.) ¿Y ese
amor, no estuvo inquieto nunca por el porvenir de Ramón?
ISABEL.- Sí, madre; en medio de mi dicha,
un hálito frío, áspero, como el soplo que baja
desde los ventisqueros de Pena Vieja, se da a correr por
mis venas, y con escalofrío de muerte hunde mis venturas en
abismo de dolores; *entonces mis ojos se llenan de lágrimas,
mis labios murmuran una maldición, y mis manos se crispan
con deseo de venganza.*
MARÍA.- ¿Y no diste nunca forma a
ese temor? (Con ansiedad.)
ISABEL.- En mi corazón resuena un nombre,
¡el Padre Juan!
MARÍA.- (Levantándose.)
¡Hija!
ISABEL.- Ese nombre está aquí
luego, ¡le oigo en todas partes! Ya sabe usted que es el
árbitro del concejo; la vejez del cura párroco le han
entregado de hecho, si no de derecho, la dirección de la
feligresía.
MARÍA.- Pero Ramón no se mete con
él.
ISABEL.- Ramón no es hipócrita; no
oculta sus ideales, sus creencias; obra según piensa, piensa
racionalmente; su moral es la eterna moral de amor *puesta en
práctica aquí, en la tierra, ejerciendo una caridad
tiernísima, y ostentando una tolerancia sin
límites... *¿A qué decirle a usted lo que es?
¿no es su retrato, e hijo de aquel masón ilustre
fundador de una logia, allá en América?* El Padre
Juan no puede menos de ser irreconciliable enemigo de
Ramón.
MARÍA.- (Tapándose
la cara.) ¡Qué horror!
ISABEL.- Acaso la descubrí lo que usted
no adivinó.
MARÍA.- (Serenándose.) No es eso... Veo
el peligro como tú: *Esta aldea, poblada de criaturas
ignorantes, sin más entendimiento que el de la astucia y la
malicia, era terreno fértil para desarrollar la epidemia
moral del fanatismo
ISABEL.- *Bajo la influencia de nuestro cura
párroco, cuya máxima moral era sencilla, amar al
prójimo, se contenían los odios, las envidias,
las soberbias y la evolución a la nueva edad, acaso, acaso
se hubiera hecho sin grandes violencias...
MARÍA.- *Vinieron los frailes...
ISABEL.- *La discordia se encendió: la
religión perdió sus piedades para recuperar sus
venganzas.
ISABEL.- *Hoy, todo se compra desde el
confesonario: el pecado no impone sus dolores a nadie que sirva
bien a la Iglesia.
MARÍA.- *Los odios, las envidias, los
orgullos, todo el nidal de pasiones bastardas que aún guarda
la naturaleza humana, las acoge Dios con piedad, cuando el fraile
ruega por el delincuente, y un culto pueril, lleno de sutilezas
monjiles, de innobles farsas, entretiene los ocios de la mujer
exigiéndola servilmente el camino del beaterío.
ISABEL.- *Nuestros pueblos son un semillero de
rencillas, cuentos, calumnias, pequeñas maldades, e
ínterin los bienes conventuales aumentan, desde los
púlpitos se toma carácter de apóstol, y una
enemistad sorda, mezcla de rencor y cobardía, late con
rumores de culebra en torno de todos nosotros, cambiando la fe de
las almas en repugnante esperanza de recompensas.
MARÍA.- Ramón es el centro de
todas las iras... ¡si pudiéramos arrancarlo de
aquí!
ISABEL.- Nuestros miedos de mujer no llegan a su
alma: aferrado a su ideal, quiere ser el astro de luz que ilumine
con resplandores de progreso su amada Asturias.
MARÍA.- ¿Y qué hacer?
ISABEL.- Defenderlo, si llega el peligro;
después vengarle.
Escena
XI
DOÑA
MARÍA, ISABEL, DON PEDRO, luego RAMÓN y LUIS y luego DOÑA BRAULIA y CONSUELO.
PEDRO.- (Desde
dentro.) Isabel, Isabel, ya llegan.
CHIQUILLOS.- (Entran varios en
escena por la izquierda gritando; los CHIQUILLOS se paran al ver a
DOÑA MARÍA y
se van por la derecha. Aparecen por la izquierda RAMÓN y LUIS en dos caballos precedidos de un
guarda con uniforme de tal; al llegar a la mitad de la escena
desmontan y el guarda se lleva los caballos. RAMÓN y LUIS en elegante traje de camino con
botas de montar.) ¡Los señoriticos!
¡los señoriticos!
RAMÓN.- (Abrazando a su
madre.) Madre mía. (Dando las
dos manos con mucho cariño a ISABEL.) Isabel.
PEDRO.- (Entrando.)
¡Hola, los viajeros!
LUIS.- (Dando la mano a
DOÑA
MARÍA.) Salud para todos,
(Volviéndose hacia el grupo que forman
ISABEL y RAMÓN.) y
felicidad para los novios; (A DOÑA MARÍA
aparte.) ; ya me tiene usted aquí, a sus
órdenes.
MARÍA.- (Aparte a
LUIS.)
Gracias.
LUIS.- (A todos.)
Hecho un señor abogado.
PEDRO.- ¿Conque abogado ya, eh?
ISABEL.- Que sea enhorabuena.
(Dirigiéndose a DOÑA
MARÍA.) Mire usted qué sortija.
(Se refiere a una en un estuche que durante el
diálogo que RAMÓN e ISABEL han sostenido, éste le
ha entregado. LUIS
ínterin pasa a hablar con DON PEDRO.)
RAMÓN.- Y ésta para ti.
(Con tono de cariño
enfático.)
MARÍA.- ¡Hijo! (Con
cariño le abraza.)
RAMÓN.- Y cuenta que no puedo traerte lo
que viene para Isabel.
PEDRO.- Siempre habrás hecho locuras en
las tiendas de Madrid.
LUIS.- Le trae a usted...
RAMÓN.- (Interrumpiéndole.) Vaya,
¿te callarás?
MARÍA.- Dilo tú.
RAMÓN.- Pues, es... es...
ISABEL.- ¿Hablarás?
RAMÓN.- Un traje de asturiana.
(Durante estas palabras, DOÑA BRAULIA y CONSUELO han salido de su casa,
quedando a la puerta, y oyen las últimas
palabras.)
LUIS.- Una preciosidad.
CONSUELO.- (Entrando,
aparte.) ¡Una preciosidad!
(Alto.) Bien venidos.
ISABEL.- (Aparte.)
Ya salieron las nubes.
RAMÓN.- Salud. ¿Y las novillas, y
los maizales?
BRAULIA.- Bien... bien...
RAMÓN.- (A CONSUELO.) Y tú
pareces triste; ¿estás mala?
CONSUELO.- Me duele la cabeza... ¿Traes
las vistas de la novia?
PEDRO.- La trae un traje de asturiana.
RAMÓN.- Para que lo estrene en la
romería de Santa Rita.
CONSUELO.- Me alegro.
ISABEL.- (Aparte.)
¡Hipócrita!
RAMÓN.- (A ISABEL.)
¿Qué tienen tus primas?
ISABEL.- (Aparte a RAMÓN.) Nada; lo
de siempre.
LUIS.- (Aparte
solo.) Sí; una indigestión de envidia
con fiebre de convento.
Escena
XII
Dichos y DIEGO,
JUANA y GUARDA en el fondo.
DIEGO.- (Entrando.)
¿Estorbo?...
RAMÓN.- Qué has de estorbar
hombre; ¿dónde estorba lo bueno? (Con
segunda intención.) ¿Qué
tal?
DIEGO.- Sin novedad; y a usted, a lo que parece,
no te fue mal entre nosotros, cuando vuelve.
LUIS.- (Aparte.) Si
creerá este animal que vuelvo por ellos.
(Alto.)
PEDRO.- Pues ya lo vé usted, estoy
aquí. (Con ISABEL, RAMÓN, BRAULIA y MARÍA, ha formado un grupo como
si se conversaran.) Conque a la romería con
armas y bagajes.
RAMÓN.- Pasado mañana.
CONSUELO.- (A DIEGO.) Van a la
romería, no hay que perder la ocasión.
DIEGO.- (A CONSUELO.)
Enterado.
MARÍA.- Donde ahora vamos, es a comer.
(A PEDRO e
ISABEL.)
¿Supongo que seréis de los nuestros?
PEDRO.- Ésta (Por
ISABEL.)
que vaya; yo tengo que hacer.
MARÍA.- (A BRAULIA y CONSUELO.)
¿Queréis venir?
CONSUELO.- No.
BRAULIA.- Gracias.
ISABEL.- Hasta luego. (A
DON
PEDRO.)
DIEGO.- (Disponiéndose a
marchar.) Apetito y buen humor.
RAMÓN.- Si quieres, también coges
en la mesa.
DIEGO.- Gracias.
MARÍA.- (A LUIS.) Su brazo, no
quiero privar a los novios de su dicha; id delante hijos
míos. (Se dan el brazo ISABEL y RAMÓN, yéndose por la
derecha; los siguen DON
LUIS y DOÑA
MARÍA del brazo; DON PEDRO entra en su
casa.)
CONSUELO.- (A BRAULIA y a DIEGO.) Todos en la
romería; yo ahora voy a ver al Padre Juan.