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El padre Juan

Rosario de Acuña y Villanueva



PERSONAJES (Importantes)
 

 
ISABEL DE MORGOVEJO,   de 26 años.
DOÑA MARÍA DE NORIEGA,   de 46 años.
CONSUELO,   de 28 años.
DOÑA BRAULIA,   de 50 años.
RAMÓN DE MONFORTE,   de 28 años.
LUIS BRAVO,   de 25 años.
DIEGO,   de 27 años.
DON PEDRO DE MORGOVEJO,   de 60 años.
TÍA ROSA,   de 60 años.


PERSONAJES (Secundarios)
 

 
SUÁREZ,   arquitecto.
GUARDA.
JUANA,   aldeana joven.
DIONISIA,   aldeana joven.
PEPA,   aldeana joven.
MANUEL,   aldeano joven.
ROQUE,   aldeano joven.
JUSTO,   aldeano joven.
EL PADRE JUAN,   fraile de la Orden de San Francisco.1
Hombres.
Mujeres.
Chiquillos del pueblo.
Varias voces.
Dos caballos.
Dos terneras.
Un asno.
 

La acción pasa en Asturias en la época actual.

   

Atrezo y vestuario, lo más característico de las montañas de Asturias, comprendidas entre las Peñas de Europa y Covadonga.

 


ArribaAbajoDedicatoria

Padre mío: Llegó el momento en que, vencida la imponente ascensión, mis arterias golpeaban con ciento veinte pulsaciones por minuto. A nuestras plantas se extendía un océano de montañas, cuyas crestas, como olas petrificadas, se levantaban en escalas monstruosas a 1.000 y 1.500 metros sobre el nivel del mar. Al sur, las dilatadas estepas de Castilla, con sus desolados horizontes de desierto, iban perdiéndose en límites de sesenta leguas, entre un cielo caliginoso, henchido de limbos de oro y destellos de incendio. Al norte, un inmenso telón límpido, azul, como tapiz compacto tejido con amontonados zafiros, se destacaba, lleno de magnificencias, intentando con la grandeza de su extensión subir hasta las alturas: era el mar. A mi lado había un ser valeroso, cuya respetuosa amistad, llena de abnegaciones y de fidelidades, había querido compartir conmigo los peligros y vicisitudes de cinco meses de expedición a caballo y a pie por lo más abrupto del Pirineo Cantábrico. Estábamos sobre la misma cumbre, en el remate mismo de la crestería de piedra con que se yergue, como atleta no vencido, El Evangelista, uno de los colosos de la cordillera Las Peñas de Europa, coloso que levanta sus pedrizas enormes, sus abismos inmedibles, sus ventisqueros henchidos de cientos de toneladas de nieve a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Sentíamos la felicidad de aquella elevación espantable, y el arriesgado propósito que teníamos de pasar la noche sobre aquellas cumbres, prestaba a nuestros cerebros la prodigiosa actividad de las horas de inspiración. El sol lanzó su postrer destello: todo el ocaso se tiñó de púrpura, y un rielar de luces, impregnadas con los calientes tonos de la nácar, comenzó a descender sobre nosotros, que nos vimos, por breves instantes, envueltos en aureolas de resplandeciente fulgor. Jamás el alma se había sentido más soberana de sí misma: por un momento la tierra entera nos presentó sus contornos, su historia, su principio, su fin: la aurora y el ocaso de la humanidad se desenvolvieron, con todas sus grandezas, ante nuestro pensamiento. El Cosmos surgía allí, eterno, infinito, anonadando nuestra pequeñez de átomos con sus inmensidades de Dios... Mi compañero se descubrió respetuosamente: su espíritu, capaz de comprender la majestad de la Naturaleza, había sentido la emoción religiosa; por su rostro varonil, lleno de energías juveniles sin corromper con el veneno de las prostituciones, se deslizó una lágrima: mis rodillas se doblaron en tierra, y nuestros labios murmuraron una bendición, cuya cadencia de plegaria fue repercutiendo en lejanos ecos, como si cien generaciones la hubieran pronunciado. Después el pensamiento recorrió, con su rapidez inmedible, los estrechos horizontes de la patria. Los pobladores de Levante, achicados con la herencia númida, de imaginación tan llena de colores y de fantasías, como llena de perfidias y egoísmos el alma: el septentrión, sombreado por las hecatombes civiles, cuyo vaho de sangre, aún caliente, marca en la historia rasgos de ferocidad inconcebible... Alrededor, los pueblos todos de la patria, dormidos en noche de ignorancias, luchando cruelmente por felicidades baladíes, por bienes convencionales: el odio latiendo a impulsos de la envidia y acribillando la integridad de la conciencia racional con las garfiadas de la rutina, de la superstición y de la impiedad...Más cerca de nosotros, Asturias, ¡la sin par Asturias! donde el alma se embriaga de suavidades y la imaginación se impregna de ideales, aletargada en una quietud de momia, dejándose arrastrar por el progreso en vez de iniciar el avance con sus indomables energías godas y sus austeras virtudes patriarcales: Asturias mandando la flor de sus inteligencias al nuevo mundo, y recibiendo en cambio el torrente del lujo y la molicie, como si el oro de México y de Chile, al ser traído a la patria, no sirviera más que para arrojarla en el camino de las fastuosidades... Después, más cerca, hiriendo nuestra personalidad, esos tipos intermediarios entre el mono y el hombre: la aristócrata de pueblo, mezcla de beata y de bacante que se embriaga en las romerías vestida de raso y adornada de escapularios, cuya carne, amasada con herencias del carlismo y siseos de sacristía, se dora por fuera con los barnices de la erudición y la escolástica, quedando por dentro vacía de sentido común y dignidad; el plebeyo, enriquecido con el oro americano, de ínfulas de señor y hechos de rufián; los tenderos de baja estofa; los aldeanos gazmoños... lo canallesco, alto y bajo, que mientras nos servían lo pagado o nos obsequiaban para satisfacer sus curiosidades, se permitían nombrarnos herejes, diciendo que tuvieran a mengua el ser como nosotros... Y dominando este conjunto de pequeños detalles, el Estado, representado en sus autoridades, creyendo ver en la turista entusiasta de las agrestes soledades campestres a la conspiradora de mala raza, y mandándome detener por parecerle imposible, en su alta e ilustrada civilización, que la mujer pueda vivir en el estudio y la contemplación de la Naturaleza.2


La noche se extendió silenciosamente: el pasado y el porvenir se fundieron con el presente en un hondo suspiro que se escapó del alma. Las estrellas rielaban con luz deslumbradora en un espacio negro, intensamente negro; la nieve de los ventisqueros lanzaba una reverberación blanquecina de matices de aurora, que extendiéndose sobre aquellas montañas, llanuras y mares, hundidos en profundidades inmensas, los cambiaba de realidad tangible en imágenes de ensueño. Parecía que el planeta se estaba deshaciendo bajo nuestras plantas, y que, separada para siempre de su rugosa corteza, iba a encontrarme pronto en el espacio sin principio ni fin, donde los soles y los universos forman, con sus vidas centenarias de siglos los segundos de la eternidad... Sobre mí flotaba algo perenne; mi pensamiento no encontraba límites. ¡Más allá! iba diciendo a medida que se alejaba desprendido radicalmente de la tierra. Entonces, padre mío, mi corazón te buscó. ¡No comprendo sin ti la inmortalidad! Sobre todos los abismos, por encima de todas las elevaciones, cuando lo eterno se me aparece como el verdadero horario de nuestro espíritu, me siento desfallecer de horror si no te llevo a mi lado. Mis ojos buscaron tu sepulcro: en aquellos horizontes sin contorno que se extendían a mi alrededor, supe encontrar la losa de piedra que, insensible a mis lágrimas, me rechaza siempre con fría dureza cuando mis labios buscan tu noble y hermosísima frente. Desde aquellas cumbres, en donde tanto poder adquiere la imaginación, me pareció más fácil romper el muro que me separa de ti, y cuando anhelosa, bajando con el pensamiento por los intersticios del sarcófago, esperaba escuchar tu acento bendito, impregnado del profundo cariño paternal que me tenías, el espectro de tu cadáver, los despojos de tu ser, rechazándome con sus asperezas de polvo y sus rigideces de hueso, tornaron mi pensamiento al vacío... ¡Entonces el amor inmenso que te guardo hizo surgir en lo infinito tu imagen adorada, llena de bondades, de indulgencias; de aquella castísima y sin igual ternura, que fue, para los días de mi vida lo que es para el caminante del desierto el oasis poblado de seculares palmas y regado por límpida corriente! Sonreías sin cesar: tu alma, donde la generosidad se instaló como soberana, me decía sin palabras: ¡Espera! ¡Y la paz de tu conciencia inmaculada parecía derramarse sobre mi corazón, que iba sintiendo esa quietud inalterable de los que nada piden ya a la sociedad humana!... En aquellos supremos instantes surgió en mi cerebro la idea de este drama que te ofrezco a continuación: veintidós días después estaba terminado. Padre mío: Recibe mi obra con benevolencia, con amor: esto será mi gloria y mi dicha. Donde quiera que sea, eres. Fuera o dentro de mí, existes. Mientras yo aliente tú alentarás en mí; o por la fe que me des subsistiendo en otra vida, o porque tu ser en herencia reside en mi ser. ¡Toda yo soy tuya, padre mío! ¡Para ti mi drama! Donde vaya mi firma, deja un beso; después de sentirlo vibrar en el alma, ¿qué más puede querer tu hija?...

Rosario de Acuña






ArribaAbajoActo I

 

Plaza de una aldea asturiana, a la derecha del espectador la casa de DOÑA BRAULIA con el carácter de «caserío» de labor: balcón-galería de madera, donde se ven colgadas panojas (mazorcas) de maíz, cebollas en rastra, ropa, cuerdas y demás enseres propios del abandono y desorden de los caseríos de Asturias; emparrado sobre la puerta; debajo, heno amontonado e instrumentos de agricultura rústica. A la izquierda del espectador, casa-palacio antigua de piedra oscura: balcón con balaustrada de piedra y encima un gran escudo heráldico, aspecto general de casa solariega; sobre la balaustrada del balcón tiestos con flores; el balcón practicable; puerta debajo del balcón. -Enfrente del espectador paisaje montuoso, mezclado de rocas y arbustos; y hacia la izquierda, una casita muy humilde con una sola puerta y ventana; por encima de ella asoma el campanario de una ermita con campana y cruz; bien vistas por el espectador; entre la casita y la casa-palacio, siempre a la izquierda, una gran puerta como de establo o corralón para encerrar ganados (practicable). Por entre los peñascales una vereda practicable para el paso de una actriz, vereda que termina en escena, último término; bastidores de bosque por entre las casas. -Telón de fondo de altas montañas, algunas cubiertas de nieve en sus picos más altos; el cielo límpido. -A la puerta de la casa-palacio, un banco de piedra. -La decoración ha de «ceñirse estrictamente» al carácter de los usos y costumbres de Asturias; al levantarse el telón ha de representarse una aldea de aquellas montañas, dependiendo en parte el éxito de la obra de la propiedad escénica con que se presente, ofreciéndose al público en ésta y las demás decoraciones, un «lugar de acción peculiar», e inequivocable de la aldea asturiana, con sus paisajes dulces, agrestes, sus caseríos pintorescos, desordenados y envueltos en vegetación. -Es de día.3

 

Escena I

 

DOÑA BRAULIA (mujer fresca y ágil aún). ISABEL (ambas vestidas al uso moderno pero sin pretensiones, con las sayas cortas, y DOÑA BRAULIA con delantal asturiano, negro, largo y redondeado por las puntas).

 

BRAULIA.-   (Apilando el heno con un rastrillo.)  Es mucho esto, que yo lo tenga que hacer todo; ayer dije a Juana que metiese esta yerba en el establo, y sí, sí; al fin tengo que recogerla yo.

ISABEL.-   (Asomándose al balcón que hay en su casa, que es la casa palacio.)  Buenos días, doña Braulia, qué afanosa anda y qué enfadada.

BRAULIA.-  Hola, ¿estás ahí burlándote ya de mí?

ISABEL.-  ¡Dios me libre de ello! pero créame, me apena verla siempre de mal humor.

BRAULIA.-   (Dejando de trabajar y volviéndose hacia el balcón.)  ¿Malhumorada, eh? ¡Si no tuviera que hacer otra cosa que lo que a ti te afana!  (Durante estas palabras ISABEL se ha puesto unas rosas en el pecho, cortadas de los tiestos.)  Si poco después de salir el sol, fueran mis trabajos engalanarme con rosas... ¡Amigo, tu buena vida es sólo para ricos!

ISABEL.-  Pues crea usted, doña Braulia, que aún no la llevo tal como mi padre quisiera, ni espero llevarla nunca mejor, aunque aumente fortuna.  (Aparte.)  No puedo menos de hacerla rabiar.

BRAULIA.-  Ahuécate con tu buena vida, y danos en cara con ella.



Escena II

 

DOÑA BRAULIA, ISABEL y DON PEDRO apareciendo por el fondo (traje de campo elegante).

 

PEDRO.-  ¿Pero, será posible que no se cruce la palabra entre mi hija y mi prima, sin que se vuelva ácida como el agraz? ¿Qué demonio traéis entre manos?

BRAULIA.-  Pues, lo de siempre, Pedro; que yo trabajo y tu hija se emperegila.

ISABEL.-   (Con tono de reproche.)  ¡Doña Braulia!

BRAULIA.-  Y que, como dice el refrán, donde no hay harina... y como por los umbrales de ésta, mi casa, no entra mucha...

PEDRO.-  El ver contentos y ricos a los demás, te saca de tus casillas, ¿verdad?

BRAULIA.-  No es eso, sino que...

PEDRO.-  Válgame Dios con esta Braulia, y qué carácter tan benditísimo tiene.  (Todo dicho con segunda intención.)  Pero, vamos a ver, ¿qué te falta?

ISABEL.-  Sobre todo, paciencia

PEDRO.-   (A ISABEL.)  A ver si te callas...

ISABEL.-  Y luego caridad...

BRAULIA.-  ¿Qué me falta? Dijeras mejor qué me sobra.

PEDRO.-   (Enumerando.)  Veamos: tienes cuatro novillas como cuatro soles, cinco cerrados de pradería que no me dejarán mentir si los hecho a su cargo una de las mejores rentas en hierba del término de Samiego; tienes dos pomaradas que se descuajan de fruta; un castañal regularcito; cinco heredades de maíz, allá abajo en el valle, junto al convento, que te cambian en buenos pesos sus panojas; un hatillo de ovejas que es lo que hay que ver, y como sal de estas parcelas, guardas en el fondo del arca algunas peluconas de antaño que, ni deudas ni enfermedades, las hicieron salir de tu rinconcito. ¿Es esto verdad?

BRAULIA.-   (Sofocada.)  ¿Y a qué viene ese inventario?

ISABEL.-  Viene, para probarla a usted que no por pobre tiene razón para su mal genio.  (En escena.) 

BRAULIA.-  Más tenéis vosotros.

PEDRO.-  Mujer, ya sé que tenemos más que tú, aunque de nombre allá nos vamos contigo, que los dos llevamos el mismo apellido ilustre de los familia de Pelayo.

ISABEL.-  Cuyo solar no está lejos de aquí, en la aldea de Morgovejo, al pie de las Peñas de Europa.

PEDRO.-  Pero, a la verdad, tu fortuna es bastante para una buena vida.

BRAULIA.-  No como la vuestra.

PEDRO.-  ¿Y quieres que por ser bastante ricos, vivamos mi hija y yo como patanes? Nuestra hacienda es de las mejores de Asturias.

ISABEL.-  No siendo la de doña María Noriega de Monforte.  (Con doble intención.) 

BRAULIA.-   (Con ira.)  ¿Por qué no acabas la frase? -que será también mía...

PEDRO.-  Vaya, y aunque así fuera, ¿que tenemos con eso?  (Enfadado.) 

BRAULIA.-  Tenemos... tenemos... nada hombre. ¿Parece que no te gusta mucho el parentesco que vas a adquirir?

ISABEL.-   (Con altivez.)  Mi padre, doña Braulia, no tiene por qué sentir el ser consuegro de doña María, al admitir al hijo de esta señora por esposo mío; mi padre, pues, está orgulloso del parentesco.

BRAULIA.-  A pesar de todo, ¿eh?

PEDRO.-   (Con dignidad y mal humor.)  Sí; a pesar de todo.

BRAULIA.-  Bien, bien; allá vosotros, que en la conciencia sólo entra Dios y el confesor; pero si mi hija Consuelo tuviera la mala idea de querer para marido a otro como vuestro Ramón, yo, cristiana, católica, apostólica, romana, a macha y martillo, no estaría tan satisfecha de ser su suegra.

ISABEL.-  ¿Qué quiere usted decir?

PEDRO.-   (Interponiéndose entre ISABEL y BRAULIA.)  Vamos, vamos dentro; no agriar la cuestión.



Escena III

 

BRAULIA, PEDRO e ISABEL y CONSUELO. Entra ésta en escena saliendo de su casa. Traje de aldeana asturiana, pero con cierto modernismo, alguna riqueza y serio.

 

CONSUELO.-  ¿Quieres que yo te lo explique?

PEDRO.-  Vámonos, Isabel.

ISABEL.-  No, padre; es menester que termine esta ene mistad que nuestras dos primas y Diego tienen contra nosotros. Vale más una guerra franca que una amistad traicionera.

CONSUELO.-  ¿Traicionera? Dura es la palabra; pero, al fin, la admito, y vamos a explicaciones.

BRAULIA.-  A ti no te las pidieran.

CONSUELO.-  Las daré mejor que usted.  (A ISABEL.)  ¿Quieres saber por qué ni nosotras ni ninguna familia de esta cristiana aldea, admitiríamos el parentesco con Ramón? Pues bien debe alcanzártese si conoces a tu prometido, porque es un hereje, impío, blasfemo, ateo, hijo de satanás, según tiene su alma de empedernida, y cerrada a la verdadera religión

ISABEL.-  ¡Consuelo!

CONSUELO.-  ¿No querías saber la verdad? Pues hela ahí.

PEDRO.-  Mira lo que hablas; yo soy tan cristiano como vosotras, y Ramón va a ser dentro de quince días mi yerno.

BRAULIA.-  Eso es lo que falta saber, si eres buen cristiano.

ISABEL.-  ¡No consiento que insulte usted a mi padre!  (Con energía.) 



Escena IV

 

BRAULIA, DON PEDRO, ISABEL, CONSUELO y JUANA, con una cesta de yerba en la cabeza, vestida de aldeana humilde.

 

JUANA.-  Pongo esta yerba en el establo.  (Descarga la cesta, y se queda esperando junto a la puerta de casa de BRAULIA.) 

PEDRO.-  Acabemos esta enojosa cuestión; iros a vuestras faenas.

ISABEL.-  Y dejadnos, que no tenéis que dar cuentas de nuestras almas.

BRAULIA.-  Eso ya lo dije yo.

CONSUELO.-  Pero tenéis que darla vosotros de vuestro ejemplo.

ISABEL.-  Palabras del último sermón.  (Con ironía.) 

CONSUELO.-  ¡Renegada!  (Se van BRAULIA, CONSUELO y JUANA, entrando en la casa.) 



Escena V

 

ISABEL y DON PEDRO.

 

PEDRO.-   (Sentándose en el banco de piedra.)  ¡Qué terrible es la envidia, y cuán enojosa nuestra situación!

ISABEL.-  Padre, ¿por qué ese desaliento? *¿Acaso encuentra alguna razón en lo dicho por Consuelo?

PEDRO.-   (Mirando a todas partes.)  Estamos solos, hija mía; a qué disimular mi profunda pena. Cuando tu madre te dejó niña, hice el juramento de dedicarte mi vida entera, honrando la memoria de aquella santa, al educarte y quererte.

ISABEL.-  Y así he salido yo de mimada, ¿verdad?

PEDRO.-  No; tú eres buena. Conseguí hacerte sencilla, ilustrada, pues mi deseo no fue verte ciudadana inútil, sino aldeana honrada.

ISABEL.-   (Interrumpiendo a su padre, con tono doctoral y cariñoso.)  Trabajadora, mujer de su casa, con ciertos conocimientos de buena ley, sin coqueterías...  (Cambiando de tono.)  y ya ve usted, como sé que no tengo abuela...

PEDRO.-  No bromees, hija; hablamos en serio.

ISABEL.-  Pero si yo no quiero hablar en serio cosas que le entristecen. ¿Quiere usted que siga la historia? Pues oiga, y verá cómo sé la pena que le aqueja. Quedamos en mi educación; consiguió hacer de mí lo que quería. Cuando me llevaba a Oviedo o Gijón, me aburría *aquella vida de ciudad en que todo oprime, desde el aire hasta los afectos, *mis vaquitas, mis libros, mis flores, mis fiestas de las romerías, del magosto, de la deshoja, me llamaban a la aldea, *sintiendo sólo haberla dejado por algunos meses. *¿Se acuerda usted cuando me llevó a Madrid?

PEDRO.-  Si no te saco de allí te mueres.

ISABEL.-  Yo aspiraba con fuerza, y nada, cuanto más afán por aire menos entraba en mis pulmones. ¡Qué horror de ciudades!

PEDRO.-  Llamamos al médico...

ISABEL.-  Y dijo: «Vuelvan a la aldea, al aire libre, al sol; entre aquellos raudales de salud que emiten los bosques y la montaña.» Cuando volvimos tenía fiebre: en Madrid no la notaba. Allí, padre, deben tener todos fiebre, sin que ninguno lo note.

PEDRO.-  *Y, sin embargo, estabas alegre, hermosa.

ISABEL.-  *¡Ah, sí! Con la alegría de la demencia. *¡Dios nos libre de ella!*

PEDRO.-  Hice cuanto pude para aclimatarte a Madrid, donde nombre y fortuna nos guardaban un buen lugar.

ISABEL.-  No pude acostumbrarme. *Madrid es un vene no demasiado activo para tomarle de pronto. Cuando se compara el esplendor de estos días con la reverberación extenuadora de aquellas noches; esta dulce alegría de un hogar sano y alegre, con aquellas mutuosidades lóbregas del hogar ciudadano, el alma se estremece de gozo y de gratitud, pensando en mi bendito padre que de tal modo me hizo distinguir lo falso de lo verdadero.*

PEDRO.-  ¿Eres feliz, verdad?

ISABEL.-  ¿Lo duda usted?

PEDRO.-  ¿Lo serás después?

ISABEL, Henos aquí en el punto culminante.

PEDRO.-  Sí, hija mía, ¿A qué negarlo? *Será, acaso, vejez que invade el alma; serán restos de una educación religiosa, no por lejana olvidada, pero *cuando pienso en Ramón tengo miedo.

ISABEL.-   (Sentándose al lado de PEDRO.)  Hablemos claro, ¿por qué?

PEDRO.-  ¡Qué sé yo! Lo que se siente no se explica.

ISABEL.-  *¿Serán, acaso, influencias de nuestras primas? ¿Será que su alma asturiana se aferra a las supersticiones del montañés?

PEDRO.-  *Es lo que quieras, pero es; no puedo discutir contigo, no puedo convencerte; pero ¡ay! las penas están en el corazón. ¿Cómo con tus razones quitar mis sentimientos?

ISABEL.-  *¿Será posible, padre mío, que su claro juicio, que tan bien supo educarme, se cierre de tal modo a la reflexión?* Vamos a ver, ¿qué es Ramón?

PEDRO.-  Un joven ingeniero, noble, rico, cultísimo, simpático.

ISABEL.-  ¿Qué germina allá en su frente? ¿qué alienta en su corazón? ¿cuáles son sus costumbres?

PEDRO.-  ¿Y te niego yo sus admirables excelencias?

ISABEL.-  *¿No hay en su inteligencia ideales sublimes?

PEDRO.-  *Sí; no puedo negarlo.

ISABEL.-  *¿No hay en su corazón arranques generosísimos?

PEDRO.-  *¡Ah, sí! En esto raya en lo heroico.

ISABEL.-  *¿Hay, acaso, en su vida horas viciosas o impuras?

PEDRO.-  *No, hasta el punto de causar asombro que, un joven, educado en Madrid, conserve la juventud vigorosa y las costumbres sencillas.

ISABEL.-  ¿Pues, entonces?

PEDRO.-  Te dije que no discutiéramos, ¡pero su ateísmo completo!¡su libertad absoluta de pensar! ¡su falta, de fe!

ISABEL.-  ¡Mientras crea en mí! ¿le hace falta otra religión?  (Con energía.) 

PEDRO.-  ¡Isabel!

ISABEL.-  Hablemos de una vez para siempre:¿usted qué es? un hombre honrado, sobre todo; ¿necesitó usted llamarse moro o judío, para ser el modelo de los esposos, de los padres, de los caballeros?...

PEDRO.-  No, es cierto; mas por lo mismo, no me sobra hacer lo que hago, ir a misa, a confesar...

ISABEL.-  ¡Por un hábito! responda en conciencia: cree de absoluta necesidad, para ser como es, llamarse católico, ¿sí o no?

PEDRO.-  No...

ISABEL.-  Pues, entonces, ¿qué queda de todo eso? *¡Una sombra, una ilusión, un espejismo!

PEDRO.-  Un ejemplo: un motivo edificante que evita el escándalo aquí, en estas aldeas pacíficas, donde casi todos los habitantes no usaron aún de su razón para discernir el bien del mal sin la ayuda de las creencias religiosas

ISABEL.-  *Dijera usted de la superstición, y hablara con propiedad.

PEDRO.-  *¡Hija!

ISABEL.-  Bien: le concedo la necesidad de ser un poco hipócrita en estas aldeas, pero cuando haya dos motivos: o debilidad moral, por edad, o debilidad social por pobreza; Ramón es joven, es inmensamente rico; es fuerte de ambos modos...

PEDRO.-  No le va mal con su defensora.

ISABEL.-  Ya sabe usted cuánto le amo.

PEDRO.-  Adelante.

ISABEL.-  Ramón no puede ser hipócrita; debe dar el ejemplo de la verdad.

PEDRO.-  ¡La verdad! ¡aquí en este mundo!

ISABEL.-  Sí, padre, la verdad es de todos los mundos (son firmeza y austeridad.)  (Se levanta.) 

PEDRO.-  ¡Toda tú, eres de él!

ISABEL.-  ¿Y le pesa a usted? Los buenos esposos, ¿no han de tener sus almas desposadas?

PEDRO.-  ¡Oh! sí, serás su esposa, que en cuanto a alcurnia ilustre nada le falta; tiene nobles apellidos, genealogía bien limpia.

ISABEL.-  Y esto le consuela, ¿verdad?

PEDRO.-  *¿Cómo, si no, habría de enlazarse con una descendiente de la familia de Pelayo?

ISABEL.-  Convengamos en que se da usted por vencido.

PEDRO.-  ¡Quiera Dios que no te equivoques, que no tenga razón el Padre Juan al decir que las virtudes de un librepensador son ardides del diablo para seducirnos!  (Levantándose con violencia.) 

ISABEL.-  Padre mío, le harán dudar a usted también.  (Volviéndose hacia el foro.)  ¿Qué hombre es ese fraile que de tal modo pervierte la noción del bien y del mal? *¡Oh, fraile impío! ¡de dónde saliste! ¡qué atmósfera llevas en derredor tuyo que hasta mi padre llegó a envenenarse!

PEDRO.-  No te exaltes; te quiero mucho y tu felicidad es lo primero.

ISABEL.-  Pues bien, basta de dudas y de penas; Ramón será mi esposo, según estaba convenido, mediante el matrimonio civil; el religioso le hicieron nuestras almas al darse juramento de amor; después, todos pasaremos una temporada en Andalucía, y cuando volvamos a nuestra amada aldea, Ramón a realizar sus proyectos, yo a secundarlos, estas buenas gentes ya no se acordarán de lo que llaman nuestras herejías  (Durante la mitad del parlamento de ISABEL, DIEGO aparece por la vereda del último término y entra en escena con las últimas palabras de ISABEL.) 



Escena VI

 

DON PEDRO, ISABEL, DIEGO, éste último en traje de asturiano rico.

 

DIEGO.-  Buenos días.

PEDRO.-  Dios te los conserve buenos, Diego.

DIEGO.-  ¿Se espera a Ramón? Según me dijo Consuelo, hoy llega de Madrid, con ese amigote suyo, Luis Bravo, el que estuvo por acá el último verano... Buen par... salvo quien sepa más que yo para apreciarlos.

PEDRO.-  No sé qué te hicieron don Ramón, ni don Luis.

DIEGO.-  A mí, nada; por más que si fuéramos a cuenta porque ellos tengan don y din, y sea yo un aldeanote a la buena de Dios, aunque no muy pobre, no deberían así, sin más ni más, hacerse tan extraños de mí y de los mozos de la aldea.

PEDRO.-  Ramón te estima y te respeta como a todos.

DIEGO.-  Eso de que me estima y me respeta, sépalo él, en cuanto a tratar conmigo, siempre lo hace desde alto a abajo, y esto sería menester ser un bodoque para no conocerlo.

ISABEL.-  ¿Quieres acaso tratar con él de igual a igual? ¿qué estudios hiciste? ¿qué eres?

DIEGO.-  Poco a poco, que ya sé muy bien que él es un señor sabio, muy leído, etc.; pero, ¡qué diablo! no nos vamos tan lejos, sino porque él tuvo monises para embucharse de libros.

PEDRO.-  Después de todo no te debe a ti nada.

ISABEL.-  Y espero que no volverás a ocuparte de él en nuestra presencia.

DIEGO.-  Descuiden ustedes

ISABEL.-  Vamos adentro, padre.  (Se van por la puerta de su casa.) 



Escena VII

 

DIEGO, luego TÍA ROSA (traje muy característico de asturiana, con montera sobre el pañuelo anudado a la barba: todo en colores oscuros).

 

DIEGO.-  ¿Y creerán los dos que creemos en su buena fe? (Valientes hipócritas! por todo pasan con tal de pescar los millones de Ramón... del canalla que se complace en rebajarnos a todos los de la aldea con sus cacareados conocimientos... ¡Vive Dios! ¡pensar que aquí en tierra bendita va a arraigar semejante familia de herejes!)

ROSA.-   (Cruza la escena llevando del ronzal a un borriquillo cargado de panojas, talegos como de patatas, pollos, etc.; se acerca a la caseta humilde, ata el borrico a la ventana y comienza a descargarlo mientras habla; la carga metida en un serón.)  ¡Diego! ¿quieres ayudarme a descargar el burro?

DIEGO.-   (Acudiendo y la ayuda; unan los actores la acción a la palabra.)  Buena colecta se ha hecho, tía Rosa; el Padre Juan no estará descontento.

ROSA.-  No fue mal día para la comunidad: ¡si todos los legos del convento hicieran por recoger siquiera la mitad de lo que esta pobre sierva de Dios, humilde santera de las ermitas de Santa Cruz y de Santa Rita!...

DIEGO.-  He aquí unos buenos pollos.

ROSA.-  Son de la tía Sancha; los ofreció si su hijo salía libre de quintas, y como se libró...

DIEGO.-  Ricos jamones...

ROSA.-  Son de doña Remigia, esa santa mujer, tan distinta de esa hereje Noriega...

DIEGO.-  Tía Rosa, en cuanto a lo de santa, dicen que si está separada de su marido, es porque la encontró con un tal González.

ROSA.-  ¡Bah! Historias viejas y en todo caso calumnias; ello es que doña Remigia es una santa y una sabia. ¡Si la oyeras hablar en latín con el Padre Juan!...

DIEGO.-  ¿Y qué relaciones tiene?...

ROSA.-  Siempre con canónigos, obispos y condeses.

DIEGO.-  Tía Rosa, se dice condes.

ROSA.-  ¡Igual da! Es una bendición la tal doña Remigia; en donde cae, ya está alborotado el cotarro.

DIEGO.-  Como aún está fresca de carnes...

ROSA.-  Calla, mala lengua.

DIEGO.-  Lo que está a la vista...

ROSA.-  Es una santa y una sabia, en una pieza.

DIEGO.-   (Terminan de descargar.)  Y, ¿nada más?

ROSA.-  Y lo mejor.  (Le enseña un pañuelo lleno de monedas.)  Y estas perrucas, que si no va mal la cuenta, importan tres duretes; son las ofrendas de las dos ermitas.

DIEGO.-  ¿Aún hay religión?

ROSA.-  ¡Vaya! ¡A Dios gracias, y a esos buenos frailes que han avivado nuestra fe! Y pese a todos los endemoniados que, como dice el Padre Juan, han caído sobre la aldea para probarnos.



Escena VIII

 

TÍA ROSA, DIEGO, DOÑA BRAULIA, CONSUELO y JUANA, ésta última con un cesto de manzanas.

 

CONSUELO.-   (Se acerca a donde está TÍA ROSA, y mira la carga del burro extendida en el suelo.)  Buena colecta.

ROSA.-  No es maleja.  (Comienza a meter todo en la casa, primero el burro y después lo que traía.) 

BRAULIA.-   (Al ver a DIEGO.)  Hola, ¿estabas ahí? ¿vino ya Ramón?

DIEGO.-  Aún no, pero no deben tardar; anoche harían jornada en Framosa, y para las siete leguas que hay desde allí, a medio día llegarán; con sus caballos pronto las andan.

CONSUELO.-   (A JUANA.)  Lleva esas manzanas al Padre Juan y vuelve, que hay que encerrar el ganado.  (JUANA se va.) 

BRAULIA.-   (A DIEGO.)  Verdaderamente está al fin del mundo nuestra aldea.

DIEGO.-  Ya ve usted, a quince leguas de la primer carretera, y a más de veinticinco del primer ferrocarril.

CONSUELO.-  Lo que no bastó para librarla del pecado... ¡En mala hora se les ocurrió a esas gentes posarse aquí!

BRAULIA.-  Sin embargo, Ramón es bueno; para mí la culpa la tiene su madre, y el condenado masón de su padre, que con sus ejemplos de impiedad le corrompieron.

DIEGO.-  La madre, quiá, es el hijo.

CONSUELO.-  Para mí, tal para cual, y dignos de los dos esos de enfrente; te aseguro que desde que doña María se estableció de hecho en El Espinoso, no tengo una hora de sosiego.

BRAULIA.-  Tampoco yo.

DIEGO.-  Sin embargo, hasta ahora, no se metieron mucho entre nosotros.

CONSUELO.-  ¡Que no!

BRAULIA.-  ¿Te parece poco lo que hacen? ¿Se puede vivir con un ejemplo como el suyo? No oyen una mala misa.

CONSUELO.-  No entran una vez en la iglesia.

DIEGO.-  Doña María hace caridades.

BRAULIA.-  ¡Hipocresías!

CONSUELO.-  Por hipocresía y por miedo.

DIEGO.-  ¿Por miedo?

CONSUELO.-  Claro: ella sabe muy bien que aquí no se los traga; que en todas las casas se les mira por lo que son, y a fuerza de limosnas, de tirar el dinero, quieren ganarse simpatías

BRAULIA.-  ¿Querrás creer que cuando la comunidad de franciscanos vino hace dos años a establecerse en el concejo, tuvo el atrevimiento de negarles unos terrenos que la pedían para hacer la vaqueriza del convento?

DIEGO.-  Pues no sabía; eso lo haría Ramón.

BRAULIA.-  El hijo y la madre.

CONSUELO.-  El Padre Juan fue el encargado por la comunidad de presentarles la demanda, y ¡asómbrate! recibió al reverendo...

BRAULIA.-  En el corralón.

CONSUELO.-  En la portalada; ni siquiera los consintió entrar en la casa.

DIEGO.-  ¡Qué gentuza!

BRAULIA.-  ¡Al Padre Juan! ¡A ese santo varón, que nos lleva desde el confesionario por el camino del cielo!

CONSUELO.-  Pues a mí me contó Pepa, una de las criadas de El Espinoso, otra cosa más horripilante.

BRAULIA.-  ¿El qué, el qué?  (Con afán.) 

CONSUELO.-  Que apenas salieron de El Espinoso los frailes, entró su ama en el gabinete y, sin más ni más, se dejó caer con un soponcio.

DIEGO.-  ¡Hola!

CONSUELO.-  Que el desmayo la duró una hora, y que cuando Ramón ya estaba asustado volvió en sí diciendo: «¡el fraile! huyamos, huyamos.»

DIEGO.-  ¡Hola, hola!

BRAULIA.-  ¿Y te lo contó así Pepa?

CONSUELO.-  Así mismo.

DIEGO.-  Y ¿qué sería?

BRAULIA.-  ¿Qué había de ser?¡Los diablos que tiene en el cuerpo, que se le revolvieron al verse delante del fraile!

CONSUELO.-  Eso mismo pensé yo.  (A DIEGO.)  ¿Crees tú que el demonio puede resistir la presencia de un santo?

DIEGO.-  No digo que no: cuando yo estuve en Arteijo, allá en La Coruña...

CONSUELO.-  Sí, cuando fuiste a llevar aquel encargo del Padre Juan.

DIEGO.-  Bien claro vi cómo se retorcían los endemoniados, y endemoniadas, en cuanto los metían en el santuario y los rociaban con agua de la pililla.

BRAULIA.-  Y por cierto que ahora caigo en una cosa.

CONSUELO.-  ¿En qué?

BRAULIA.-  Que siempre que doña María se encuentra casualmente, con un fraile, huye de su presencia.

CONSUELO.-  Naturalmente; si esto es más claro que la luz.

DIEGO.-  Pues nada, que tienen ustedes razón, son una familia de endemoniados. *De Ramón ya lo sabía, porque un hombre tan orgulloso como él, no puede ser sino el demonio; pero de doña María... ¡la he visto hacer algunas cosas!... Cuando la viruela invadió el concejo, ella era la mejor enfermera; ella paga a todos los pobres los derechos de iglesia, cuando hay bodas, bautizos o entierros; en una ocasión la he visto quitarse los zuecos, para dárselos a un viejecito que iba con los pies en el agua, y una vez la vi coger una macona de panojas que llevaba una chiquilla con gran trabajo, y con sus manos tan blancas, cargarla a la cabeza e ir andando media legua.* ¡Pero doña María hace obras tan buenas!

BRAULIA.-  ¡Bah! ¡Pamplinas!

CONSUELO.-  Lo que yo te dije; afán de hacerse querer, y miedo a las justas iras de todos nosotros, adictos de la Santa Iglesia.

DIEGO.-  Eso será de fijo, porque como dijo el padre Juan en un sermón: «Caridad sin religión es caridad del diablo, que corrompe al que la recibe y hunde más en los infiernos a quien la hace.»

BRAULIA.-  Y ya ves tú que religión la suya. ¡Se van a casar por detrás de la iglesia!

DIEGO.-  ¡Por detrás de la iglesia!

CONSUELO.-  ¿Te desayunas ahora con ello?

ROSA.-   (Sale por la puerta de su casa, que es por donde se marchó y viene al primer término, terciando en la conversación.)  ¿Se habla de los herejes?

BRAULIA.-  No sabes, Rosa, que va a casarse Ramón con nuestra prima al modo de los brutos.

ROSA.-  ¿Cómo es eso?

DIEGO.-  Pues ayuntándose...

ROSA.-  Jesús, María y José,  (Se persigna.)  qué barbaridad; ¿y lo consienten las leyes?

CONSUELO.-  Eso no lo sé, pero así van a hacerlo.

DIEGO.-  Van a casarse de ese modo que llaman por lo civil, que es, como si dijéramos, por lo nulo; un amancebamiento a ciencia y paciencia de las gentes.

BRAULIA.-  ¡Qué escándalo, Dios mío! Suceder esto en Samiego, a dos pasos, como quien dice, de la Santa Virgen de Covadonga.

ROSA.-  Y a las puertas del convento de San Francisco.

DIEGO.-  Pues, anda, que la víspera de casarse, van a solemnizar el matrimonio de un modo que dejará memoria en la aldea.

ROSA.-  ¿Eso más?

CONSUELO.-  Es cosa sabida: ese día se colocará la primera piedra de esas escuelas y asilos que van a construirse con el nombre de ella.

DIEGO.-  Sí, Villa Isabel; una agrupación de casas o cosa parecida.

BRAULIA.-  ¡Enfrente del convento las obras del diablo!

CONSUELO.-  Y esa odiosa Isabel dicen que las inaugura con paleta de plata.

DIEGO.-  Además, se va a dar comida a los pobres del concejo durante ocho días.

BRAULIA.-  Y aún hay más que no sabéis; me lo dijo ayer el alcalde, que está, como nosotros, escandalizado. Doña María solemniza el matrimonio librando de quintas a los mozos de la aldea que entren este año y dotando a las mozas de veinte con seis mil reales a cada una.

CONSUELO.-  Miedo, miedo y miedo...

BRAULIA.-  O remordimiento por consentir un concubinato.

DIEGO.-  Y el tal Ramón irá luciendo en la fiesta su mejor caballo.  (Con ira.)  ¡Cuando pienso en el poco coraje de los mozos! ¡Si ellos quisieran, ya les daríamos boda!

CONSUELO.-  Si todos tuvieran tu sangre valenciana.

TÍA ROSA.-  No quieren, porque no hay quien los empuje.

BRAULIA.-  Tú eres un mandria.

DIEGO.-  ¡Doña Braulia!

CONSUELO.-  Tiene razón mi madre; ¿te parece que si les hablaras a la conciencia y con maña, el que más y el menos dejaría de creerse en el deber de arrojar de la aldea a esa gente?

DIEGO.-  Si por mí fuera...

CONSUELO.-  Pues que no quede por ti.

DIEGO.-  ¡Son tan ricos!

BRAULIA.-  Y, ¿les debes tú algo?

DIEGO.-  ¡Deberles yo!  (Durante este diálogo han salido por la derecha último término MANUEL y ROQUE, JUANA y DIONISIA, guiando dos terneras, cruzan la escena y meten las terneras por la puerta del establo, a la izquierda.) 

CONSUELO.-  Pues, entonces, a ello yo te ayudaré; ¿no soy tu novia?  (Estas últimas palabras aparte.)  Anda, así nos perdonará Dios nuestra caída, que sirviendo a la Iglesia se rescatan los pecados.  (Durante estas últimas palabras MANUEL ha vuelto a salir por la puerta del establo, dejándola cerrada y se han acercado a primer término, figurando hablar con TÍA ROSA y DOÑA BRAULIA.) 

DIEGO.-   (A CONSUELO.)  Si pudiéramos...

CONSUELO.-  Con sangre fría y astucia.

DIEGO.-  Eso no me falta.



Escena IX

 

DOÑA BRAULIA, CONSUELO, DIEGO, TÍA ROSA, MANUEL, ROQUE, DIONISIA y JUANA. (Todos éstos con trajes asturianos.)

 

MANUEL.-   (A DOÑA BRAULIA.)  No lo permita Dios.

ROQUE.-  Pero, después de todo, a nosotros, ¿qué?

JUANA.-  Y eso lo dice mi novio; no en mis días me casaré con tal mal cristiano.  (MANUEL, durante estas frases, figura que ha hablado con DIEGO y CONSUELO.) 

MANUEL.-  Tienes razón, Diego; es menester darles un escarmiento.

DIEGO.-  Seamos hombres de fe. Doña Remigia, esa señora tan principal de la villa, bien claro lo decía hablando con el Padre Juan. -«Lo primero la fe; que no se pierda la fe y que perezca todo.»

CONSUELO.-   (A todos.)  Y luego, que ya veis: si se llega a realizar esa boda sin que antes sufran un disgusto gordo, ¿en dónde estaría la Providencia?

DIEGO.-  Nosotros tenemos que representarla.

BRAULIA.-  En nuestras manos ha puesto Dios su castigo.

TÍA ROSA.-  Seremos malos cristianos si no cumplimos sus designios.

MANUEL.-  Pues yo, si tú diriges, voy donde vayas.  (A DIEGO.) 

JUANA.-  Y también Roque, que ya está convencido.

DIONISIA.-  En cuanto a los demás, no se quedarán en zaga. ¡A ver si esa señoritica de Isabel deja sus aires de reina!

DIEGO.-   (Aparte.)  Lo que tenéis vosotras es envidia.  (Alto.)  Bien; pues por mí no quedará.

CONSUELO.-  Yo haré lo que pueda, pero por bajo de cuerda; ya sabéis que somos parientes de Isabel.

BRAULIA.-  Y como le tocará algo...

MANUEL.-  Pues mandad y ya veréis.

DIONISIA.-  Piedras ni gritos no han de faltar, que para eso, las mujeres.

DIEGO.-  Pues tú, Manuel, diles a los mozos de qué se trata y reunámonos en algún sitio para ponernos de acuerdo; tú, Dionisia, a las mozas.

TÍA ROSA.-  Ya sabéis que mi casa está a vuestra disposición.

DIEGO.-  Está muy cerca de ésa  (Señalando a la de DON PEDRO.) , y no conviene.

CONSUELO.-  Que vayan a la tuya; después de todo, ¿a ti qué?

DIEGO.-  A mí nada, pero si luego se sabe de dónde partió el golpe... Y como en estas cosas el empezar no es concluir...

BRAULIA.-  ¿Y doña Remigia? ¿Para qué serviría con sus grandes relaciones, sino para sacarnos del atolladero?

CONSUELO.-  ¡No seas cobarde!  (A DIEGO.) 

DIEGO.-  Pues, bien; mañana a la noche, en mi casa; pasado mañana es la romería en la ermita de nuestra patrona.

TÍA ROSA.-  Santa Rita.

DIEGO.-  Tal vez sea buena ocasión para mostrarles nuestro desagrado.

BRAULIA.-  Y poco hemos de poder o esos Noriegas saldrán para siempre de la aldea.

ROQUE.-  Pues convenido.

DIONISIA.-  Hasta mañana a la noche, en tu casa.

JUANA.-   (A DIONISIA.)  Que no vuelva a decir el Padre Juan que somos tibias.

BRAULIA.-   (A las mujeres.)  Ya lo sabéis; para fundar aquí la Santa Hermandad de hijas de San Francisco sólo hace falta probar nuestra fe.

CONSUELO.-  El cielo no se gana sin méritos.

JUANA.-  Mal año va a ser para los herejes  (Se van JUANA, DIONISIA, MANUEL y ROQUE hablando aparentemente con gran entusiasmo. Por la derecha. TÍA ROSA con ellos.) 

DIEGO.-   (A CONSUELO aparte.)  ¿Estás contenta?

CONSUELO.-   (A DIEGO aparte.)  Sí, aunque bien pensado, sólo hiciste tu deber.

DIEGO.-  Siempre arisca; adiós.  (Se va por la izquierda. BRAULIA, durante este corto diálogo y monólogo se ha ido con los aldeanos y aldeanas y figura estar hablando con ellos antes de que se marchen.) 

CONSUELO.-   (En primer término sola, refiriéndose a DIEGO.)  ¡Imbécil! ¡Creerá acaso que su rústica ignorancia satisface mi corazón! ¡Ah, Isabel!  (Con el ademán hacia la casa de don PEDRO.)  ¡No gozarás de tu dicha; te odio porque te ama Ramón! ¡A él... a él... también le odio! ¡Sólo el Padre Juan me dio consuelos! ¡Ese fraile sabe mucho! ¡Sabe hacernos llegar hasta Dios con las pasiones de la tierra!

BRAULIA.-   (Acercándose a primer término, después de haberse marchado el grupo de aldeanos.)  Me parece que se va a hacer algo bueno.  (Frotándose las manos.) ¡Vaya una alegría que tengo!  (Aparece DOÑA MARÍA por la vereda entre los peñascales; último término.) 

CONSUELO.-  Ahí viene doña María; vámonos.  (Se van, entrando en su casa.) 



Escena X

 

DOÑA MARÍA NORIEGA (el traje de la actriz moderno, pero severo y modesto; peinada con sencillez; su figura ha de destacarse en lo alto de la vereda, con un carácter austero y simpático), después ISABEL.

 

MARÍA.-   (Poniéndose la mano delante de los ojos y mirando hacia la torre y campanario de la ermita.)  No le veo aún; verdad que mi vista está cansada, pero si estuviera cerca, mi corazón sabría adivinarlo. ¡Hijo mío!... ¡La cruz, la campana, la iglesia! ¡Siempre delante de mí sus enemigos! *¡Le busco anhelosa por la subida de la vega y encuentro esos emblemas de tortura, de superstición y de errores!* ¡Qué presentimientos más tristes cruzan a veces por mi alma!¿Venceréis al fin, espectros de dolor y de sombra? ¡Si Ramón quisiera salir de aquí! ¡Pero no quiere! ¡Es el héroe obscuro de la moderna edad! ¡Héroe sin legión, pero héroe! ¡Encariñado con su ideal, fiando en sí mismo, tranquilo por el porvenir! ¡El héroe!¡que no sea el mártir!... Aún no viene. ¿Le esperará Isabel con la misma impaciencia que yo? Veamos.  (Desciende por la vereda a escena y se acerca a la puerta de casa de DON PEDRO, llamando.)  ¡Isabel!  (Más alto.)  ¡Isabel!

ISABEL.-   (La voz desde sitio alto.)  Allá voy; estoy esperando a Ramón; desde el palomar se ve todo el valle y allá lejos asoman dos jinetes, ellos son; ya voy.

MARÍA.-  Le esperaba; *¡cuánto le ama! Tendré que repartir mi cariño entre dos hijos. ¡Ay, de las madres que no saben abdicar a tiempo!*

ISABEL.-   (Entrando.)  Doña María...

MARÍA.-  Hija mía, ¿por qué no me llamas madre?

ISABEL.-   (La besa.)  Si usted quiere... *la mía era una santa y usted lo es también... poco pierdo en el cambio.*

MARÍA.-  ¿Vienen ya?

ISABEL.-  Sí, pero aún están lejos; ¿viene usted a esperarle?

MARÍA.-  Aunque sólo hace un mes que Ramón se fue a Madrid, a comprar tus galas de desposada, ya me parece que hizo un siglo.

ISABEL.-  De aquí en adelante no nos separaremos más; juntos siempre.

MARÍA.-  *Eso no es justo.

ISABEL.-  *¿Por qué?

MARÍA.-  *La vejez hace mal tercio a la juventud.

ISABEL.-  *Convenido, cuando se empeña en hacerla vieja... pero usted y mi padre saben muy bien guardar su sitio; dan más amor que exigen, y cuando los padres son tan buenos, cuando no estorban nunca, justo es que las alegrías de los jóvenes hijos, sus felicidades, iluminen como rosada aurora el melancólico crepúsculo de la vejez.*

MARÍA.-  Eres un ángel.

ISABEL.-  No, soy hija de un hombre honrado: ¿no dice el evangelio: «Por el fruto conoceréis el árbol.»?

MARÍA.-   (Con horror.)  ¡Oh!  (Pausa.)  Cada vez estoy más contenta de que hayas elegido a Ramón.

ISABEL.-  Gracias por la delicadeza, madre; nacimos para comprendernos; su alma y la mía tomaron vida en un mismo ecuador de sentimientos; *para alzar mi inteligencia hasta la suya me bastó docilidad, «Lee ese libro, me decía» y en vez de arrojarle con el usual desdén femenino, estudiaba todas sus páginas teniendo orgullo en contestarle: «He aquí el libro que me diste, sé lo que encierra.» Así, poco a poco, llegó un día en que nuestras inteligencias se hallaron tan unidas como nuestros corazones.*

MARÍA.-  La boda se hizo precisa.

ISABEL.-  *Mi amor es tan puro madre, que si de pronto la eternidad se extendiera entre nosotros sin que sus labios de esposo dejaran en mi frente el beso de amor, me veríais sonreír tranquila;* las órbitas de nuestro destino no pueden romperse nunca; cuando el corazón y la inteligencia se unen, la muerte es una separación momentánea. ¡Los mundos nuevos debe crearlos el amor de dos almas semejantes!

MARÍA.-  Al oírte, evocas en mí el recuerdo de aquellas mujeres godas tan apasionadas como enérgicas, tan castas como inteligentes.

ISABEL.-   (Con graciosa coquetería.)  Sangre hay en mis venas de su raza, y en estas montañas no se degenera mucho.

MARÍA.-   (Sentándose.)  ¿Y ese amor, no estuvo inquieto nunca por el porvenir de Ramón?

ISABEL.-  Sí, madre; en medio de mi dicha, un hálito frío, áspero, como el soplo que baja desde los ventisqueros de Pena Vieja, se da a correr por mis venas, y con escalofrío de muerte hunde mis venturas en abismo de dolores; *entonces mis ojos se llenan de lágrimas, mis labios murmuran una maldición, y mis manos se crispan con deseo de venganza.*

MARÍA.-  ¿Y no diste nunca forma a ese temor?  (Con ansiedad.) 

ISABEL.-  En mi corazón resuena un nombre, ¡el Padre Juan!

MARÍA.-   (Levantándose.)  ¡Hija!

ISABEL.-  Ese nombre está aquí luego, ¡le oigo en todas partes! Ya sabe usted que es el árbitro del concejo; la vejez del cura párroco le han entregado de hecho, si no de derecho, la dirección de la feligresía.

MARÍA.-  Pero Ramón no se mete con él.

ISABEL.-  Ramón no es hipócrita; no oculta sus ideales, sus creencias; obra según piensa, piensa racionalmente; su moral es la eterna moral de amor *puesta en práctica aquí, en la tierra, ejerciendo una caridad tiernísima, y ostentando una tolerancia sin límites... *¿A qué decirle a usted lo que es? ¿no es su retrato, e hijo de aquel masón ilustre fundador de una logia, allá en América?* El Padre Juan no puede menos de ser irreconciliable enemigo de Ramón.

MARÍA.-   (Tapándose la cara.)  ¡Qué horror!

ISABEL.-  Acaso la descubrí lo que usted no adivinó.

MARÍA.-   (Serenándose.)  No es eso... Veo el peligro como tú: *Esta aldea, poblada de criaturas ignorantes, sin más entendimiento que el de la astucia y la malicia, era terreno fértil para desarrollar la epidemia moral del fanatismo

ISABEL.-  *Bajo la influencia de nuestro cura párroco, cuya máxima moral era sencilla, amar al prójimo, se contenían los odios, las envidias, las soberbias y la evolución a la nueva edad, acaso, acaso se hubiera hecho sin grandes violencias...

MARÍA.-  *Vinieron los frailes...

ISABEL.-  *La discordia se encendió: la religión perdió sus piedades para recuperar sus venganzas.

ISABEL.-  *Hoy, todo se compra desde el confesonario: el pecado no impone sus dolores a nadie que sirva bien a la Iglesia.

MARÍA.-  *Los odios, las envidias, los orgullos, todo el nidal de pasiones bastardas que aún guarda la naturaleza humana, las acoge Dios con piedad, cuando el fraile ruega por el delincuente, y un culto pueril, lleno de sutilezas monjiles, de innobles farsas, entretiene los ocios de la mujer exigiéndola servilmente el camino del beaterío.

ISABEL.-  *Nuestros pueblos son un semillero de rencillas, cuentos, calumnias, pequeñas maldades, e ínterin los bienes conventuales aumentan, desde los púlpitos se toma carácter de apóstol, y una enemistad sorda, mezcla de rencor y cobardía, late con rumores de culebra en torno de todos nosotros, cambiando la fe de las almas en repugnante esperanza de recompensas.

MARÍA.-  Ramón es el centro de todas las iras... ¡si pudiéramos arrancarlo de aquí!

ISABEL.-  Nuestros miedos de mujer no llegan a su alma: aferrado a su ideal, quiere ser el astro de luz que ilumine con resplandores de progreso su amada Asturias.

MARÍA.-  ¿Y qué hacer?

ISABEL.-  Defenderlo, si llega el peligro; después vengarle.



Escena XI

 

DOÑA MARÍA, ISABEL, DON PEDRO, luego RAMÓN y LUIS y luego DOÑA BRAULIA y CONSUELO.

 

PEDRO.-   (Desde dentro.)  Isabel, Isabel, ya llegan.

CHIQUILLOS.-   (Entran varios en escena por la izquierda gritando; los CHIQUILLOS se paran al ver a DOÑA MARÍA y se van por la derecha. Aparecen por la izquierda RAMÓN y LUIS en dos caballos precedidos de un guarda con uniforme de tal; al llegar a la mitad de la escena desmontan y el guarda se lleva los caballos. RAMÓN y LUIS en elegante traje de camino con botas de montar.)  ¡Los señoriticos! ¡los señoriticos!

RAMÓN.-   (Abrazando a su madre.)  Madre mía.  (Dando las dos manos con mucho cariño a ISABEL.)  Isabel.

PEDRO.-   (Entrando.)  ¡Hola, los viajeros!

LUIS.-   (Dando la mano a DOÑA MARÍA.)  Salud para todos,  (Volviéndose hacia el grupo que forman ISABEL y RAMÓN.)  y felicidad para los novios;  (A DOÑA MARÍA aparte.) ; ya me tiene usted aquí, a sus órdenes.

MARÍA.-   (Aparte a LUIS.)  Gracias.

LUIS.-   (A todos.)  Hecho un señor abogado.

PEDRO.-  ¿Conque abogado ya, eh?

ISABEL.-  Que sea enhorabuena.  (Dirigiéndose a DOÑA MARÍA.)  Mire usted qué sortija.  (Se refiere a una en un estuche que durante el diálogo que RAMÓN e ISABEL han sostenido, éste le ha entregado. LUIS ínterin pasa a hablar con DON PEDRO.) 

RAMÓN.-  Y ésta para ti.  (Con tono de cariño enfático.) 

MARÍA.-  ¡Hijo!  (Con cariño le abraza.) 

RAMÓN.-  Y cuenta que no puedo traerte lo que viene para Isabel.

PEDRO.-  Siempre habrás hecho locuras en las tiendas de Madrid.

LUIS.-  Le trae a usted...

RAMÓN.-   (Interrumpiéndole.)  Vaya, ¿te callarás?

MARÍA.-  Dilo tú.

RAMÓN.-  Pues, es... es...

ISABEL.-  ¿Hablarás?

RAMÓN.-  Un traje de asturiana.  (Durante estas palabras, DOÑA BRAULIA y CONSUELO han salido de su casa, quedando a la puerta, y oyen las últimas palabras.) 

LUIS.-  Una preciosidad.

CONSUELO.-   (Entrando, aparte.)  ¡Una preciosidad!  (Alto.)  Bien venidos.

ISABEL.-   (Aparte.)  Ya salieron las nubes.

RAMÓN.-  Salud. ¿Y las novillas, y los maizales?

BRAULIA.-  Bien... bien...

RAMÓN.-   (A CONSUELO.)  Y tú pareces triste; ¿estás mala?

CONSUELO.-  Me duele la cabeza... ¿Traes las vistas de la novia?

PEDRO.-  La trae un traje de asturiana.

RAMÓN.-  Para que lo estrene en la romería de Santa Rita.

CONSUELO.-  Me alegro.

ISABEL.-   (Aparte.)  ¡Hipócrita!

RAMÓN.-   (A ISABEL.)  ¿Qué tienen tus primas?

ISABEL.-   (Aparte a RAMÓN.)  Nada; lo de siempre.

LUIS.-   (Aparte solo.)  Sí; una indigestión de envidia con fiebre de convento.



Escena XII

 

Dichos y DIEGO, JUANA y GUARDA en el fondo.

 

DIEGO.-   (Entrando.)  ¿Estorbo?...

RAMÓN.-  Qué has de estorbar hombre; ¿dónde estorba lo bueno?  (Con segunda intención.)  ¿Qué tal?

DIEGO.-  Sin novedad; y a usted, a lo que parece, no te fue mal entre nosotros, cuando vuelve.

LUIS.-   (Aparte.)  Si creerá este animal que vuelvo por ellos.  (Alto.) 

PEDRO.-  Pues ya lo vé usted, estoy aquí.  (Con ISABEL, RAMÓN, BRAULIA y MARÍA, ha formado un grupo como si se conversaran.)  Conque a la romería con armas y bagajes.

RAMÓN.-  Pasado mañana.

CONSUELO.-   (A DIEGO.)  Van a la romería, no hay que perder la ocasión.

DIEGO.-   (A CONSUELO.)  Enterado.

MARÍA.-  Donde ahora vamos, es a comer.  (A PEDRO e ISABEL.)  ¿Supongo que seréis de los nuestros?

PEDRO.-  Ésta  (Por ISABEL.)  que vaya; yo tengo que hacer.

MARÍA.-   (A BRAULIA y CONSUELO.)  ¿Queréis venir?

CONSUELO.-  No.

BRAULIA.-  Gracias.

ISABEL.-  Hasta luego.  (A DON PEDRO.) 

DIEGO.-   (Disponiéndose a marchar.)  Apetito y buen humor.

RAMÓN.-  Si quieres, también coges en la mesa.

DIEGO.-  Gracias.

MARÍA.-   (A LUIS.)  Su brazo, no quiero privar a los novios de su dicha; id delante hijos míos.  (Se dan el brazo ISABEL y RAMÓN, yéndose por la derecha; los siguen DON LUIS y DOÑA MARÍA del brazo; DON PEDRO entra en su casa.) 

CONSUELO.-   (A BRAULIA y a DIEGO.)  Todos en la romería; yo ahora voy a ver al Padre Juan.



 
 
FIN DEL ACTO I
 
 


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