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El país que merecemos

Sergio Ramírez





La globalización es un fenómeno que representa una integración vertiginosa de los mercados, pero también ha creado una nueva concepción de la cultura, y una nueva visión de la información. Hoy, no existen en el mundo distancias remotas, ni acontecimientos de ayer. En el siglo XVII, las coronaciones de los reyes de España se celebraban en las provincias de Centroamérica ya cuando esos reyes habían muerto, o habían enloquecido. Ahora, el poder de las imágenes nos atrapa con su presencia instantánea; todos los dramas se representan a domicilio, y todas las catástrofes entran cotidianamente en nuestra vida privada.

Según la ya vieja sentencia de Marshall McLuhan, vivimos en un mundo que se ha convertido en una aldea global. Pero sabemos por experiencia vista que se trata de un mundo de extremos violentos, donde los conflictos se suceden unos a otros sin vínculos aparentes, pero bajo una misma variada escenografía en la que pesan visiones contrastadas del mundo, fanatismos irreductibles, viejos rencores, castas que no quieren perder sus privilegios: edificios derruidos por coche bombas en Nairobi, pueblos enteros masacrados por los paramilitares en Colombia, niños que emboscan a sus compañeritos a la salida de clase, con armas de alto poder, en Arkansas; un obispo defensor de los derechos humanos asesinado a mazazos en Guatemala; guerras tribales en África que se desatan en espantosas carnicerías, y como las tormentas tropicales, se deshacen luego en el silencio. Y guerras ultramodernas transmitidas con la fanfarria de las grandes superproducciones cinematográficas: recuerden la tormenta del desierto.

Para los tiempos de la guerra fría, los conflictos en el mundo cabían bajo aquel inmenso paraguas de la confrontación de dos grandes potencias ideológicas, y dos sistemas de vida política opuestos. Las guerras secundarias, que se libraban siempre en el tercer mundo, esperaban por el gran conflicto final. Podíamos verlas en blanco y negro en los noticieros de cine, o descritas en los cables de las agencias de noticias, transmitidos por aquellos teletipos ruidosos que hoy son piezas de museo. Era un escenario de contención, sin que ninguno de los dos gigantes apocalípticos se atreviera a pulsar los botones nucleares.

Pero al fin de la guerra fría, sin aquellos amparos ideológicos, capitalismo versus comunismo, los conflictos se multiplicaron de manera diferente, como si los antagonismos de fragmentaran de pronto. Intolerancias tribales, fundamentalismos religiosos, nacionalismos a muerte, odios raciales, pureza de sangre, disputas territoriales. Ruanda, Afganistán, Bosnia Herzegovina, Kosovo. Al romperse el mapa geopolítico, a través de las fisuras se colaban los viejos conflictos soterrados, revividos en éxodos forzosos, destrucción masiva de ciudades, campos de concentración, espantosas carnicerías. Bosnia. Vecinos pacíficos que se saludaban en el supermercado, musulmanes y cristianos, empezaron a matarse sin piedad. Todo esto lo hemos visto sentados frente al televisor; el horror a domicilio. Kosovo. Huyen de la metralla serbia los albaneses. La superioridad racial serbia, como antes la superioridad racial aria. La locura con garras nos acompaña a la hora de la cena. No hay escenarios distantes.

Todo ocurre dentro de nuestra propia casa, y dentro de nuestras propias conciencias intrigadas por el siguiente capítulo de la gran telenovela global. Bandas paramilitares, pandillas de gángsteres con poder político, cúpulas de narcotraficantes que compran gobiernos enteros. El heroísmo ha dejado de ser un atributo de los buenos, para trasladarse a una frontera difusa entre el bien y el mal. Narcos benefactores, pandilleros arrojados, delincuentes comunes que secuestran con pañoletas de guerrilleros, como en las montañas de Jinotega. Los símbolos han sido trastocados.

El espectador ya sabe que hay un vengador que terminará haciendo justicia a balazos, matando a decenas de villanos y haciendo volar sus madrigueras con armas cada vez más mortíferas. El vengador justiciero empapa de sangre la pantalla, mutila, tortura, hace padecer al delincuente para que pague su culpa antes del tiro final. Un estremecimiento de gozo sacude al espectador; nuestro amor a la justicia se vuelve sádico.

Verdad y ficción pasan a ser sacudidas por los mismos estremecimientos, o a caber en las mismas certidumbres. Lo que sucede en las calles de Estados Unidos, o lo que recrean las series policíacas viene a ser lo mismo. Podemos resumirlo en aquella historia de la madre que se acerca al niño absorto frente a la pantalla de televisión, y le dice que su abuelo ha muerto. El niño, sin quitar los ojos de la pantalla, sólo pregunta: «¿Quién lo mató?».

Pero también hay otras imágenes que nos informan de la violencia. La imagen de otro niño en el desierto de Eritrea. Alguna vez se está peleando allí una guerra absurda, por una franja de arena frente al océano Índico. Mientras el ejército etíope avanza, los refugiados que cargan sus pocas pertenencias se van multiplicando. Y aquel niño moribundo queda atrás, seguramente porque su familia ha muerto. Y es el momento en que un fotógrafo alemán hace la foto. En esa foto el niño famélico de piel seca, más bien parece un anciano. El paisaje es también una piel seca, la tierra dura de las eternas sequías fragmentada como una tela de araña. Y al lado del niño, atento, paciente, vigila un buitre. El buitre sabe que sólo le toca esperar. Esa foto, ganó un premio de periodismo.

La violencia deja aquí unas aguas teñidas de sangre para entrar en otras espectrales, de la guerra a la miseria, madre terrible de todas las violencias. En este fin de siglo se nos ha enseñado que los países pobres deben esperar. Las reglas mágicas del mercado, proclama la nueva filosofía, van a resolver la miseria, la marginación, el atraso; hay que esperar. Esperar a que los ajustes monetarios, el pago cumplido de la deuda externa, el buen comportamiento financiero, el desmantelamiento de la producción agrícola, la privatización al mejor postor de todos los activos del estado, la reducción drástica de los presupuestos de educación y salud, de las pensiones de los jubilados, creen la abundancia y la prosperidad. Esta filosofía se vuelve una prédica diaria. Esperemos.

El mundo iluminado que puede seleccionarse en sesenta canales distintos de televisión, en las revistas ilustradas, en los suplementos a colores de los periódicos, queda a la mano como la fruta dorada del paraíso, no es más que estirar la mano. Automóviles fabulosos, hoteles de lujo, tarjetas de crédito que pagan por todo, vacaciones en el caribe, espectaculares equipos de sonido, ropa de marcas exclusivas. Para los más pobres, aquel es un eco demasiado lejano, pero siempre tiene una música atrayente. Para quienes pueden ser seducidos por el hedonismo de los tiempos, porque pueden comprar algo de ese paraíso a plazos, se vuelve una droga alucinógena.

Y esta filosofía proclama que han quedado abolidas las viejas reglas. La decencia, la primera de ellas. La exacerbación del individualismo, que justifica el enriquecimiento a toda costa, abre ante los pies el abismo de lo ilícito. Para enriquecerse, como manda el nuevo credo, no valen reglas. Quizás lo más graves que ha ocurrido en este cambio finisecular, es la violencia contra la conciencia. La ética ha sido demolida desde sus cimientos.

El descrédito repentino de las utopías sociales, a la caída de los muros del socialismo real, creó primero un vacío, no exento de estupor, y en seguida una sustitución virulenta. Si las luchas, los sacrificios para conseguir un mundo nuevo, sin explotación ni miseria, habían terminado en fiasco y desencanto, y en el enriquecimiento de unos pocos, ahora había que pensar en el yo, tantas veces pospuesto. Una carrera para recuperar el tiempo perdido que significó la carrera hacia el abismo ético.

De esa promesa de bienestar mientras se espera, sólo hemos alcanzado con la mano los frutos más amargos, y eso podemos advertirlo en la realidad, y en la pantalla. En los dos ámbitos, el mundo se divide frente a nuestra percepción: la oferta del paraíso del consumo, y la violencia y la miseria que se engendra en su entorno y que resultan, obviamente, contradictorios pero no excluyentes. En el mundo global, consumo y violencia están conviviendo.

Miseria y violencia. En Nicaragua, estamos llegando al fin de siglo bajo ese doble signo. No creo bajo ningún punto que este sea un país marcado para la violencia por una especie de destino genético, o de una condena histórica; que seamos intolerantes, pendencieros, violentos por naturaleza, marcados para matarnos a tiros, y terminar resolviendo las disputas agrarias en masacres, como la de Las Plazuelas de Acoyapa. Esa es una imagen disminuida que hemos creado de nosotros mismos, a través de frases desconsoladas: país irredento, país sin remedio. Había que recordar también que con el mismo dramatismo que nos hemos desgarrado en guerras, también nos hemos reconciliado, y que después del último conflicto padecido, miles de familias campesinas viven ahora en paz.

Pero la verdad es que a lo largo de nuestra historia, por lo menos desde principios del siglo XIX, hemos conocido pocos momentos que no sean de confrontación, o de conflicto; pocos períodos en que no hallamos vivido en estado de excepción, o de emergencia, agregando a esta trágica lista las catástrofes naturales. Llegamos al final de este siglo con cuentas en rojo. Hemos desagregado, en lugar de agregar, como un edificio que en lugar de ser construido por épocas, es dinamitado por épocas, y la tarea se comienza siempre de nuevo a partir de los escombros.

Si los nicaragüenses de entonces hubieran podido estar sentados frente a una pantalla de televisión viendo por el noticiero de las diez de la noche la guerra de Cerda y Argüello, muy al principio de nuestro camino republicano, habrían tenido pocas esperanzas en el futuro, como ahora. Habrían visto los crímenes de la isla de La Pelona, por ejemplo. Los trescientos presos asesinados en el Gran Lago y tirados por la borda del barco que los llevaba al presidio. Una noche aparecieron de pie, frente a la costa de Granada, como si salieran caminando entre las olas a la luz de la luna. Volvían. Los sicarios les habían atado piedras a los cadáveres para que se hundieran, sin advertir que era piedra pómez, que por su liviandad les permitió flotar y aparecer ellos mismos como la evidencia del crimen que quería ser ocultado desde el poder.

Todo un período de nuestra historia en el siglo XIX se conoce como el período de la anarquía, el que va de la guerra de Cerda y Argüello a la Guerra Nacional contra los filibusteros. Hay más de veinte guerra en nuestra cuenta. El terremoto que destruyó Managua en 1972, abre un período ininterrumpido de conflicto. Terremotos, guerras, éxodos, huracanes, exilios, sequías, maremotos, erupciones.

Pero insisto en que no debemos olvidar que también hemos sido capaces de sobreponernos a la tragedia, y conseguir la paz, cuando más difícil parecía, y que hemos sido capaces de buscar la reconciliación, cuando lucía imposible lograrla. Es el rasero de la tragedia el que muchas veces nos iguala, y nos hace recapacitar, y ceder. Ceder, que es quizás nuestra cualidad más difícil.

La violencia que nos asalta en la vida cotidiana, no depende tampoco de una disposición genética a ser violentos, de un carácter irredimible. Los secuestros en el campo, los asaltos en las calles, la creciente inseguridad en los hogares, los índices de drogadicción, la prostitución, el alcoholismo, no son más que los signos de una creciente situación de pobreza, de la marginalidad, y el desempleo. La multitud de pordioseros en los semáforos no depende de la malignidad de los padres que mandan a pedir a sus niños, ni de quienes alquilan a otros sus criaturas con defectos físicos para que salgan a pedir con ellos.

Todo es parte de un cuadro de descomposición que se nutre del desempleo masivo, de la falta de oportunidades, del analfabetismo, de la ignorancia colectiva que es la peor de las marginalidades. En los periódicos los mejores espacios están dedicados a los asaltos a mano armada, los crímenes, las estafas, las violaciones, los incestos, los abusos contra los menores, las agresiones contra las mujeres, la corrupción. Los juzgados, las estaciones de policía, los hospitales, las morgues, se vuelven el teatro donde se representan los dramas más atractivos para la noticia. Las familias desgarradas y desarticuladas quedan atrapadas en la vorágine de la violencia, y pasan a ser noticia. Son los rostros de los más pobres los que vemos en esas noticias, son los más pobres los que nutren las gacetillas sobre suicidios, homicidios, lesiones, agresiones, bochinches, los que aparecen en las camas de hospital, o sin nombre en las gavetas de la morgue. Una niña prostituta de diez años, es noticia. Un niño capturado por robo a los doce años, es noticia. Los niños siguen estando en la foto.

Y la corrupción está en la foto. Quizás nunca hemos sido tan pobres en nuestra historia, pero quizás nunca hemos tenido menos esperanza como ahora, y quizás nunca hemos estado desprovistos de una brújula ética como ahora. La principal violencia que sufrimos, es, por tanto, la violencia ética, y esa la vemos reflejada todos los días en la información que recibimos. Y la manifestación más importante de esa violencia ética es la corrupción, no como la actitud esporádica de un grupo de individuos, sino como una conducta que afecta al cuerpo social y busca de manera solapada una carta de legitimidad en la conciencia individual, y en la colectiva. Ese es el mayor daño.

Frente a los ojos del ciudadano los actos de corrupción no tienen castigo. Negocios ilícitos a la sombra del estado, tajadas en las privatizaciones, apropiación de bienes públicos, licitaciones amañadas, provecho de los créditos bancarios para una camarilla aprovechada. Basta hacer una lista de lo que leemos todos los días en los periódicos. Que al otro lado de la frontera, en Honduras, un ministro ha ido a la cárcel bajo sentencia judicial por aprovecharse de su cargo para comprar tierras estatales, nos parece una noticia de otra galaxia.

La gente común adquiere la certeza de que hay una raya insalvable que traza los privilegios de la impunidad, privilegios que se vuelven naturales. Ningún escándalo de corrupción dura ya tres días seguidos en las primeras planas, y desaparece para ser ocultado por el siguiente. Pero ningún escándalo de corrupción dura hasta completar el sumario en los juzgados, si es que llega a los juzgados. La gente común transforma entonces su sentimiento de indefensión, en impotencia, y la impotencia, muchas veces en cinismo. ¿Si los otros pueden, porqué no yo? Y esa deserción ética en la conciencia, es la que concede al fenómeno de la corrupción un carácter orgánico. Actos de corrupción grandes y pequeños, tejidos en una maraña. Grandes robos, pequeñas raterías. Grandes rateros, pequeños ladrones.

Pero junto a la violencia contra la ética, está también la violencia contra la democracia, que desarticula la perspectiva de futuro del país. Tenemos una institucionalidad frágil que necesita ser fortalecida para librarla de los riesgos del autoritarismo, que siempre nos amenaza desde el fondo de nuestro pasado. También de esa violencia tenemos noticia todos los días. La inoperancia de las instituciones, el miedo a emitir leyes justas y el temor a dar sentencias justas, el desprecio a las resoluciones de los organismos de control. El desprecio a las leyes y a la constitución, la retórica que ampara la falsedad, la falta de transparencia en la conducta política, las promesas incumplidas a los desmovilizados que dan paso a los conflictos agrarios, los acuerdos que no se respetan, como en el caso de los hospitales, el irrespeto al estatuto de autonomía de la costa atlántica que ha creado un nuevo conflicto armado. Y la búsqueda de pactos para repartir cuotas congeladas de poder, es también otra forma de corrupción, y de perversión pública.

La sustancia cotidiana de la realidad se expresa en las noticias diarias. Sería absurdo pretender que los hechos de violencia y descomposición se oculten. Todo es parte del mismo cuadro. El país entero es una página roja, una crónica amarilla. Mientras esos hechos se den, los medios de comunicación van a reflejarlos. Podemos discutir sobre el estilo, sobre los énfasis y el gusto al presentarlos; debemos insistir en la creación de una cultura de la información distinta, en un mayor rigor profesional, en una mejor ética del periodismo, pero eso no variará la esencia de la información. En definitiva, hay que cambiar al país, para que cambien las informaciones.

Pero está también la otra Nicaragua que no merece titulares sensacionalistas. La Nicaragua de los miles de desmovilizados de la Resistencia y del Ejército que viven en paz en el campo, en los barrios, y que nos dieron ejemplo sólido de reconciliación. La Nicaragua de los miles de maestros mal pagados, de los trabajadores de la salud que luchan por condiciones dignas de trabajo. La Nicaragua de los honrados, los más anónimos de todos, que viven de su trabajo diario, y la de los desempleados que rebuscan todos los días, con dignidad, su sustento. La Nicaragua de quienes se esfuerzan por el progreso de sus municipios, de sus barrios, de sus comunidades, por ampliar los servicios de salud y educación.

Y la Nicaragua de quienes se preocupan por los destinos de su país. Los que opinan, porque si algo hemos ganado sin retroceso es el derecho de opinar; la Nicaragua de quienes se organizan, debaten, reflexionan; la de quienes se preocupan por el respeto a los derechos humanos, por la dignidad y los derechos de la mujer, por el futuro de los niños; la de los que construyen espacios de opinión y espacios de creación artística; la de quienes trabajan por preservar el patrimonio histórico y cultural de Nicaragua; la de quienes publican libros, revistas, y exponen sus obras. Esa cultura que casi en silencio ocurre todos los días, y que sigue siendo la fuente primordial de nuestra identidad nacional.

La violencia no representa una condena eterna para nuestra sociedad. Nuestra aspiración a la modernidad, que significa un país capaz de desarrollar racionalmente sus recursos naturales, aprovechar sus riquezas, y distribuir el ingreso equitativamente, significa a la vez, altos niveles de educación y entrenamiento tecnológico, y significa tolerancia, y cultura democrática; y con ello, instituciones sólidas, y respeto a la institucionalidad.

En el siglo XXI, que ya entra, el fenómeno de la globalización paradójicamente impondrá, como ya lo está haciendo, un mundo dividido no sólo entre los que tienen y no tienen, sino, más dramático aún, entre los que saben y no saben. Dominar el conocimiento, estar al día, participar de las claves tecnológicas del desarrollo significará la integración, o el ostracismo; y el ostracismo de la ignorancia llevará aún a mayor pobreza. Sin educación, veremos el avance de la humanidad como espectadores, a través de las pantallas que siempre estarán allí, pero no seremos ni actores, ni partícipes. La violencia de la ignorancia será entonces más patética aún.

Un país, como el nuestro, que quiera verse en un espejo diferente en el siglo que entra, debería ya a estas alturas haciendo un replanteamiento radical de su sistema educativo, e invirtiendo en la educación. Asegurando, para empezar, una base amplia e indiscriminada de escolaridad y vinculando la educación al proceso de desarrollo económico y a sus metas, creando los eslabones tecnológicos para insertar al país dentro de una nueva dimensión de aplicación del conocimiento al trabajo. Y al mismo tiempo, vinculando todo el proceso educativo a la democracia, educando para la tolerancia, para la solidaridad, para la participación. Educando para buscar en el individuo lo mejor de sí mismo, potenciar sus aptitudes creativas, y convertir la inteligencia en la mejor herramienta de la prosperidad. Nuestro mejor patrimonio, desperdiciado, es la inteligencia.

Este sería el mejor camino hacia el bienestar compartido y la convivencia democrática. La violencia sería entonces, un asunto del pasado lejano, como el autoritarismo. Y los medios de comunicación tendrían, obviamente, una agenda diferente, donde la violencia engendrada por la miseria y los graves desajustes sociales, y la corrupción engendrada por la falta de controles democráticos en la gestión pública, ya no tendrían cabida. Y porque entonces habríamos recuperado los fundamentos éticos y humanistas de la sociedad.

Quizás pueda sonar utópico. Pero al país hay que reconstruirlo en sus fundamentos éticos desde la recuperación de la utopía. Porque no se puede vivir sin creer.

Managua, 12 de agosto de 1998.





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