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El paisaje psicológico en Gabriel Miró

Ricardo Senabre





La incorporación del paisaje a la literatura es un asunto sobre el cual creemos saber más de lo que en realidad sabemos. Las sagacísimas páginas que Azorín escribió hace ochenta años1 no han tenido la continuación deseable, y, aunque contamos con estudios parciales sobre la presencia del paisaje en determinados autores2, continúa faltándonos esa gran síntesis necesaria que, dejando a un lado el descriptivismo fácil, nos ilustre acerca de esta cuestión capital. Cuando dispongamos de ese punto de partida sabremos cuál ha sido la función del paisaje en las distintas etapas de nuestra literatura, de qué manera han ido variando la mirada y la actitud del escritor y qué problemas compositivos -también qué soluciones- ha aportado a los diversos géneros el desarrollo de esta particular aplicación de la descriptio retórica3. Mientras tanto, deberemos conformarnos con ideas e impresiones un tanto vagas, y recordar, por ejemplo, que en la Edad Media y el Renacimiento el paisaje, cuando aparece4, responde a modelos compositivos tópicos, con elementos fijos establecidos previamente, o posee carácter alegórico, como en la conocida introducción a los Milagros de Berceo. Ni siquiera los libros de viajes -escasísimos- prestan atención al paisaje. La mirada escudriñadora sobre el entorno físico, la necesidad generalizada de inventariar y delimitar el marco espacial de las acciones, es una conquista tardía, que podemos situar en el primer tercio del siglo XIX. Pero, desde entonces hasta hoy, la evolución de los procedimientos ha sido considerable. Es preciso decir algo, aunque sea de modo somero, que nos ayude a entender el lugar de Miró.

Recordemos, por ejemplo, los paisajes de Pereda, que pueden servir como modelo del minucioso descriptivismo realista. Como ya advirtió sagazmente don José F. Montesinos5, los de Pereda son paisajes estáticos, fijos, sin cambios. Pereda desconoce aún la gran enseñanza del impresionismo pictórico: que las cosas no son siempre de un modo, sino que varían según la luz que reciben. Pereda sustituye la cadena de impresiones variables del contemplador, que ve un paisaje sometido a los cambios de luz y a las variaciones atmosféricas, por el inventario topográfico de objetos y accidentes del terreno, presentados como si fueran siempre iguales. Sólo en Peñas arriba hay algunos pasajes breves en que Pereda parece intuir lo que significa la descripción de un paisaje como algo cambiante6. Pero, en realidad, la introducción de la luz y sus diferentes estados como factor esencial de cualquier paisaje será obra de los autores que agrupamos bajo el marbete de noventayochistas. Al comienzo de La voluntad (1902), Azorín describe un amanecer y va mencionando los objetos a medida que van siendo descubiertos e iluminados por la luz del sol, que cambia continuamente de tonalidad: es una «lechosa claror» que poco a poco «se tiñe en verde pálido»; los caminos son «vetas blanquecinas» y el campo es todavía un «ancho manchón negruzco». Esta falta de plenitud de los colores es paralela a la falta de nitidez de los contornos, explicable si se tiene en cuenta que el paisaje contemplado está iluminado por una claridad todavía indecisa. La luz gobierna y condiciona la descripción7. El mismo año de La voluntad publica Baroja Camino de perfección, en una de cuyas abundantes descripciones paisajísticas consigna el narrador (cap. XV): «Con los cambios de luz, el paisaje se transformaba. Algunos montes parecían cortados en dos; rojos en las alturas, negros en las faldas, confundiendo su color en el color negruzco del suelo». Difícilmente se hallará una aplicación más explícita a la literatura de uno de los principios capitales del impresionismo pictórico.

Además de estas enseñanzas procedentes del terreno de la pintura, es preciso tener en cuenta otra idea muy difundida a finales del siglo XIX, a raíz de la publicación de los Fragments d'un journal intime (1883-84) de Henri-Fréderic Amiel. El gran maestro de la introspección había anotado el 31 de octubre de 1852: «Cualquier paisaje es un estado del alma, y quien lea en ambos quedará maravillado al encontrar semejanza entre los pormenores».

Un estado de ánimo, pero, ¿de quién? ¿Del personaje que compone el texto? ¿Del personaje de una novela? ¿Del sujeto lírico encarnado en los versos de un poema? Habría que dilucidarlo en cada caso. En Camino de perfección, la gran novela de Baroja, cuando Fernando Ossorio, tras varios fracasos afectivos y una relación malsana, decide salir definitivamente de Madrid, su mirada, según registra el narrador, ve paisajes con elementos verticales que se recortan en el horizonte y que simbolizan los anhelos de elevación y perfeccionamiento del personaje:

«Veíase el pueblo, soberbia floración de piedra, y sus torres y sus pináculos destacaban, perfilándose en el azul intenso y luminoso del horizonte».


(XVI)                


Y, con parecido esquema:

«Se veía desde lejos el Hospital de la Caridad y la alta torre de la Asunción, recortándose sobre el cielo azul blanquecino luminoso».


(XIX)                


O bien:

«Veíase la ciudad destacarse lentamente sobre la colina en el azul puro del cielo, con sus torres, sus campanarios, sus cúpulas, sus largos y blancos lienzos de pared de los conventos, llenos de celosías».


(XXV)                


La relación erótica de Fernando Ossorio con Laura, de la que se dice que tenía una piel «siempre ardiente» y «los labios secos», y también que «en sus ojos se notaba algo como requemado» (cap. VI), va unida a la contemplación de paisajes en los que se ven «trigales rojizos, olivos polvorientos», «casas blancas, que parecían huesos calcinados por un sol de fuego», tierras que «vomitaban fuego» y un entorno físico «quemado por un sol de infierno» (cap. XIX). Es evidente que, al mirar, el contemplador selecciona y jerarquiza. Hay elementos posibles que no se nombran y otros que se sitúan en primer plano. Esta selección de componentes -que implica el rechazo de otros- y su ordenación, procedan de quien procedan, traduce ya una predisposición, un modo de mirar, una actitud valorativa. Digámoslo con Amiel: un estado de ánimo. En La busca (II, 2), de Baroja, hay una escena en que Manuel pasa la noche a la intemperie con un grupo de golfos cuyas conversaciones y comportamientos aún le repelen. Al despertar, sus ojos ven el paisaje brumoso del amanecer urbano «con un cielo bajo de color de cinc». A lo lejos, el Manzanares cruza «campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris». Por último anota el narrador: «Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve». Esas crestas nevadas que se elevan «por encima de Madrid», del Madrid de Manuel y su incipiente envilecimiento, representan una cima de pureza deseada y, sin embargo, inaccesible. La selección de elementos paisajísticos reproduce, una vez más, los más íntimos anhelos del personaje.

No puedo detenerme mucho en estas consideraciones preliminares, pero añadiré algún caso más, entre otros posibles. Cualquiera que repase el primer libro de Antonio Machado -Soledades, de 1903- tropezará inmediatamente con unos cuantos poemas en los que aparece como motivo central un jardín con su fuente. Se ha tratado mucho acerca de estos «paisajes» de filiación modernista. En realidad, esconden algo común. En el titulado «La tarde en el jardín», por ejemplo, que figuraba en la primera edición y luego Machado suprimió, se habla de un parque en sombra, cercado por una «tapia ennegrecida», donde hay un «cipresal oscuro» y fuentes en las que «el agua duerme en las marmóreas tazas». Y hallamos más: «veredas silenciosas» donde «mil sueños resucitan / de un ayer» y «anchas alamedas» en las que «los serios mármoles meditan / inmóviles secretos verticales». Es posible que se trate de un jardín, como el título indica, pero la mirada sólo se ha detenido en rasgos que parecen propios de un cementerio. Este filtro mortuorio determina la naturaleza de todos los «paisajes» que aparecen en Soledades. Pero me he ocupado de este asunto en otro lugar8 y no es cosa de repetirme aquí. Se trataba de situar, aunque fuera sintéticamente, algunos aspectos relativos al paisaje literario y mostrar el punto a que había llegado este elemento cuando surge Miró. Dicho en términos taurinos: se trataba de colocar al toro en suerte. Una vez hecho, hay que centrarse en el escritor objeto de estas apretadas sesiones. Es un lugar común la afirmación de que Miró es un gran paisajista. Convengamos, sin embargo, en que ésta es una conclusión cuyas premisas nos faltan. No contamos, en efecto, con estudios enjundiosos acerca del paisaje en Miró. Me refiero, claro está, al paisaje como construcción literaria, como ingrediente compositivo. Hay, sí, algunos acercamientos de otra naturaleza. Se ha inventariado minuciosamente la flora y la fauna que aparecen en las obras del escritor alicantino, desde los cedros a las amapolas, desde los vencejos a los grillos9. Y, como es bien sabido, se han confrontado a menudo, al igual que ha sucedido en los casos de otros autores, los paisajes literarios con los supuestos modelos reales10, en busca de una identificación y una correspondencia alimentadas por la idea -bienintencionada, pero errónea- de que la literatura es como la fotografía, y que el rasgo decisivo para calibrar la calidad estética de un paisaje literario es su fidelidad al paisaje real que supuestamente «retrata» o «pinta». Que los paisajes de Gabriel Miró -o de cualquier otro autor- tengan o no modelos reales, poco importa desde el punto de vista artístico. Abandonemos desde ahora, por tanto, este criterio. Y, a fin de eliminar eslabones innecesarios, entremos directamente en el examen de una descripción paisajística de Miró. Se trata de un fragmento extraído del capítulo VIII de Las cerezas del cementerio que dice así:

«Le remedió mirar la sierra, que se tornaba esquiva, muy abrupta. Se alzaban macizos de peñascales amenazadores, y a su abrigo nacían jirones de hierbecitas atusadas, como húmedos terciopelos. Pronto se relajaba la ladera, hundiéndose en fragoso barranco. Hasta el abismo bajaban los frutales y la viña. Precipitábase también el camino a lo hondo; el suelo estaba tierno y alagadizo, y aspirábase una tibia humedad, un hálito de termas; la umbría era pavorosa, y de súbito brotaba la lumbre azulada y viva de la tarde de la altitud, copiada en un manso regato. Cerca alborotaba un manantial, que caía rompiéndose, doblando zarzas y junqueras invasoras, inundando la vieja raigambre de dos chopos que subían muy gentiles, y arriba, sobre el azul, se estremecían jovialmente las hojas.

Otra vez se levantaba el camino, audaz, impetuoso; parecía temblar, animado, vivo. A su lado trepaban las cepas; un liño de majuelos tiernecitos, recientes, retorcían sus verdes sarmientos en la orilla de la senda».


El fragmento posee el suficiente grado de autonomía -y por eso me he permitido segregarlo de la novela-, pero no debe olvidarse que forma parte de una unidad superior a la que inevitablemente hay que acudir para aclarar ciertos aspectos del texto. Así, por ejemplo, el pronombre inicial se refiere a Félix Valdivia, personaje central de la novela, que viaja a lomos de un jumento por la abrupta serranía.

Las primeras palabras revelan ya que el paisaje está visto desde la perspectiva de Félix. Hay una deixis gramatical («le remedió») y una construcción que anuncia la contemplación inmediata. Pero la mirada subjetiva se revela también en ciertos usos, en ciertas selecciones léxicas. Abrupto con el sentido de 'escarpado' puede aceptarse como una calificación objetiva referida exclusivamente a la configuración del terreno. En cambio, esquivo 'huraño' es un adjetivo aplicable únicamente a seres vivos. Su traslación al terreno de lo inanimado supone una valoración que no tendría, además, por qué ser compartida por otros contempladores. El aspecto «esquivo» de la sierra es una apreciación subjetiva del personaje. Son sus ojos los que nos guían en la contemplación que sigue. Dicho de otro modo: no es la descripción de un narrador, ni menos de un autor, sino de un personaje. La descripción se integra, así, en el discurso narrativo. Contra lo que se ha dicho a menudo, aquí Miró se comporta más como novelista que como escritor.

«Se alzaban macizos de peñascales amenazadores, y a su abrigo nacían jirones de hierbecitas atusadas, como húmedos terciopelos».


La frase contrapone un elemento de la naturaleza de imponente aspecto y léxicamente magnificado (de peñas se ha pasado a peñascos, de ahí a conjuntos o peñascales agrupados, además, en macizos) a otro frágil y delicado, cuya pequeñez está subrayada igualmente por procedimientos léxicos y morfológicos: el uso de jirones 'fragmentos, pedazos pequeños' y el diminutivo hierbecitas. Naturalmente, de lo que se trata es de representar, mediante la selección de ciertos elementos del paisaje, el contraste entre la inmensidad del lugar y la pequeñez del contemplador. Al mismo tiempo, la mirada comienza una trayectoria descendente a partir del punto más elevado -donde se sitúan los «peñascales»- que continuará en los párrafos siguientes. Observemos cómo se ordena el movimiento de caída: «se relajaba» [la ladera], «hundiéndose», «bajaban», «precipitábase». Es un movimiento acelerado, como corresponde a un descenso brusco, que va desde la acción de 'relajarse' hasta la de 'precipitarse', y que repercute en idéntico sentido en los términos que designan los elementos del paisaje: primero se habla de una ladera, luego de un barranco y por último del abismo. Más adelante ya sólo queda un término genérico: lo hondo. No olvidemos tampoco qué hay en ese terreno que se hunde: «[...] los frutales y la viña»; por un lado, y «el camino», por otro. Luego habrá que volver sobre estos elementos.

No sólo desciende la mirada; lo hace también el personaje, que describirá ahora lo que hay en el fondo; algo imposible desde arriba, porque la distancia y el carácter «fragoso», intrincado, del barranco lo hubieran impedido. Aunque no se diga explícitamente, el personaje desciende. Una vez más, la descripción se supedita a la acción, lo que constituye -insisto- un rasgo propio de novelista, hecho sobre el que algunos críticos que han opuesto reservas al carácter narrativo de Miró deberían reflexionar.

El descenso llega hasta el fondo del barranco, anunciado por un aumento de la humedad y por una oscuridad calificada de «pavorosa» que sugiere un auténtico «descensus ad inferos». Pero, de pronto, una luz procedente de arriba, del exterior -repárese en la expresión: «de la altitud»- penetra hasta las profundidades y espejea en una suave corriente de agua. Cerca hay un bullicioso manantial que arrasa hierbas y arbustos y proporciona la energía suficiente a dos chopos para que se eleven. La mirada asciende hacia el cielo y todo cambia: el camino se levanta, emerge de la profundidad del barranco y, frente a la viña que antes se hundía hacia el abismo, unas cepas nuevas, ordenadamente dispuestas, trepan junto al camino.

Hay, así, dos movimientos que vertebran este paisaje: uno descendente y otro ascendente. La elevación desde el fondo, la salvación del hundimiento parece producirse en ese lugar en que unas aguas vivificadoras transformaban la caída en ascenso. Si hubiera que representar gráficamente este paisaje dinámico podríamos trazar dos rayas oblicuas que confluyeran en la parte inferior, donde la oscuridad es vencida por la luz y las breñas por el agua impetuosa. Ahora podemos entender algo que quedó en penumbra: por qué «le remedió» al personaje la contemplación del paisaje descrito. Para empezar, porque representa el triunfo del ascenso sobre la caída, de la luz sobre la oscuridad, del impulso y la fuerza sobre el abandono. En ese momento, la naturaleza es para Félix Valdivia algo más que un marco: constituye una enseñanza. Pero, además, la contemplación del paisaje está precedida, en la novela, por una conversación que produce un momentáneo desaliento en el hiperestésico Félix Valdivia, que, extasiado por el magnífico paisaje que se extiende ante él, dice a sus compañeros de viaje:

«¿No sentís una alegría muy suave, una salud intensa, nueva, como algo vivo que os anda por el corazón? ¿Verdad que parece que respiremos y que comamos pino y espliego y de ese trigo aún verde, revuelto de tan vicioso, y que bebamos con los ojos azul, inmensidad, silencio?... ¿No os sucede lo mismo?».


«No les sucedía lo mismo», anota el narrador. Y el arriero dice: «Si recorriese esto como nosotros, bien se hartaría de comer con los ojos el candeal y todo eso que se le antojaba».

Félix, que ha creído por un momento que los otros compartirían su afán de comunión, ve derrumbarse su ingenua pretensión. Y anota el narrador: «A Félix se le apagó su venturoso ardimiento, como si su ánima también se hubiera entrado debajo de unos árboles espesos». Esta es la situación anímica en que, como se dice al principio del fragmento, «le remedió mirar la sierra». No exactamente -habría que matizar- la sierra, sino los elementos del paisaje serrano que su pupila recoge. Conviene hablar ahora de esa selección, porque no existe únicamente un doble movimiento de caída y ascenso, sino una serie de ingredientes del paisaje que participan de ese dinamismo. Podría decirse que todos ellos forman parte de la zona geográfica en que se sitúa la novela. Pero también hay otros elementos -muchos más- en ese lugar que ni siquiera aparecen mencionados. El escritor puede contar con un paisaje real para introducirlo en un relato, pero, antes de nada, escribe a partir de una tradición, de unos recuerdos de lector. La literatura se nutre esencialmente de literatura, o de lo que se asimila como tal. Aquí hay un camino que desciende hacia un abismo pavoroso y que después sube con ímpetu flanqueado por símbolos de juventud y fuerza. Pero es difícil topar con una utilización literaria del camino que sea enteramente neutra. Una dilatadísima tradición literaria, que va desde la Biblia (Salmos, I, 6) hasta la introducción a los Milagros de Berceo y las Coplas de Jorge Manrique, hace cristalizar una equivalencia metafórica entre el camino y la vida humana. Toda la literatura religiosa y ascética posterior ha utilizado la imagen. El «camino de perfección» teresiano no es únicamente la vía para llegar a Dios; para el cristiano es su propia vida. Lo que en el lenguaje común es un recorrido físico constituye para el escritor religioso un proceso espiritual que se identifica con su misma existencia.

También descienden hacia el «abismo» -y no olvidemos que el infierno es un «abismo» y un «precipicio» oscuro en algunos lugares del Nuevo Testamento (Lucas, 8, 31-33)- «los frutales y la viña». Pero la viña es, desde la Biblia y en la tradición del lenguaje religioso, un símbolo de vida pujante y fecunda (Salmos, 79, 9-13) y a veces se orienta en un sentido más específicamente teológico (Juan, 15, 2, o bien Isaías, 5, 1-7). El «camino» y la «viña» que se hunden en el «abismo» son elementos fácilmente asociables a las representaciones estereotipadas de la caída irreversible, del hundimiento definitivo del ser humano.

Esto no es todo. En el fondo oscuro del barranco hay una luz que también hace pensar en conocidos pasajes de textos religiosos. En primer lugar, Lucas, 1, 5: «La luz luce en las tinieblas»; pero también Pablo, 1 Tim., 6, 16, donde Dios «habita una luz inaccesible». Esta luz aparece «copiada en un manso regato», según fórmula frecuentísima en Miró, muy probablemente aprendida en Juan Ramón Jiménez. Recordemos de pasada algunos casos: en Las cerezas del cementerio, III, «[...] butaquitas [...] cuyos dorados pies [...] se copiaban en las losas de mármol»; en XIII: «[...] todo se copiaba, dorado y trémulo, dentro de las aguas»; en Dentro del cercado, VIII, «[...] la balsa del huerto [...] copiaba un trozo de cielo estrellado»; en Libro de Sigüenza hay «una finca que se copiaba toda en la paz de las aguas azules»; en Del vivir, X, «[...] se copia el sol en un aguazal limpio». Hay muchos pasajes análogos. Pero, por lo que se refiere al que nos ocupa, adviértase que el regato proviene de un manantial de agua alborotadora -digamos, para estar más a tono con las connotaciones del pasaje, de agua viva- que abre camino a la corriente venciendo la oposición de las hierbas «invasoras». Es preciso recordar el agua como fuente de vida -rasgo presente ya en los ríos del paraíso terrenal, pero también en el propio Miró, que más adelante (cap. XVIII) describe la «madre agua» de un fresco venero- así como en multitud de textos religiosos donde, con variantes, se repite esta idea. Ya en Prisciliano, por ejemplo, leemos: «Caminad a la ley del Señor para que, como el árbol plantado junto a las corrientes de las aguas, también vosotros, regados con las fuentes de la divina palabra, deis fruto maduro»11. La eficacia del agua nutritiva y fecundadora en los árboles es tan frecuente que en muchas ocasiones el árbol se convierte en símbolo del ser humano. En el Tercer abecedario espiritual de fray Francisco de Osuna12 se lee: «E si quieres que el árbol de tu cuerpo fructifique, plántalo cerca del corrimiento de las aguas de tus ojos, y en su tiempo dará fruto». Y más a la mano, santa Teresa (Moradas primeras, cap. 2): «[...] Esta fuente adonde está plantado este árbol de nuestras almas». (La cita de Santa Teresa no se hace aquí a humo de pajas. Es bien sabido que ciertos libros de la escritora constituyen una lectura fundamental para Miró). Menciono la equivalencia entre árbol y persona, que llega hasta la poesía de nuestro siglo, porque en el paisaje de Miró el renacimiento de la naturaleza va unido a la presencia de esos dos chopos viejos que, bañados por el agua, se yerguen rejuvenecidos («subían muy gentiles», como los «frescos y gentiles chopos» de otro lugar de la obra (XIII) o los «gentiles chopos» de «Las águilas», en Corpus y otros cuentos) rumbo al «azul»; es decir, al cielo. El camino que «trepa» va unido a signos de renacimiento, de modo que, tras la caída, el «camino» emprende, bañado por las aguas puras y vivificadoras, una vida nueva. Y esta visión «remedia» el decaído ánimo de Félix Valdivia y conforta su espíritu.

La naturaleza está vista, pues, a través de un personaje, de un temperamento, de un estado de ánimo. Un poco más adelante, en la misma novela (cap. XII), hay un breve pasaje que no me resisto a recordar, aunque sea fugazmente. Después de internarse en «el oleaje de los trigos» donde a Félix «le parecía hallarse en sitio cerrado y hondo», el narrador anota: «Apareció el suelo de peña, y luego mullido de pastura, y vio los chopos ribereños, joviales y trémulos, y encima el azul magnífico, un cielo de felicidad». Como en el paisaje anterior, pasar de un «sitio cerrado y hondo» a otro en que los chopos se yerguen hacia el cielo es reconfortante. Por eso el narrador continúa, pecando tal vez de ser demasiado explícito: «Félix se recuperaba a sí mismo. Le enternecieron los chopos, árboles solitarios aunque los viera entre muchos». Es exactamente la forma de visión: seleccionar un elemento -en este caso, los chopos- «entre muchos». El ojo ve sólo aquello que necesita, lo que le es más afín, lo que le permite establecer asociaciones con el estado de ánimo propio.

La intuición de que el paisaje es, en buena medida, creación del contemplador aparece ya en Del vivir (VI) donde a Sigüenza «la rambla se le antojó un ser apesarado, con la condenación eterna de arrastrarse seca en estío, cubierta de aguas gruesas, sucias, en días invernales por la campaña solitaria». Y añade a renglón seguido el narrador: «Cosas, lugares, paisajes, miran, expresan grandemente. Acaso ese mirar y esa expresión irradian del alma que los contempla». Si esto es así en el personaje que contempla, en el autor que compone las asociaciones se mezclan con los recuerdos literarios, con los ecos de otras voces conservadas en la memoria y que forman parte de los materiales de la escritura. Los paisajes no son psicológicos tan sólo en el sentido de que su contemplación y descripción se hallan condicionados por la psicología del personaje. En otro estrato psicológico se transparentó también a veces la silueta del autor.

Hay otras descripciones de paisaje que no se incrustan entre las visiones de un personaje determinado, sino que forman parte del marco, del escenario de las acciones establecido desde el principio. Podríamos llamarlos, para diferenciarlos de los otros, «paisajes objetivos» -denominación sumamente insatisfactoria, que debe entenderse con la mayor cautela-, para indicar que están fuera de la contemplación de un personaje determinado y corresponden al terreno de operaciones del narrador omnisciente. ¿Qué sucede en estos paisajes? Podemos tratar de analizarlo examinando, aunque sea con mayor rapidez, otro texto:

«La mano de membrana vieja del campanero se agarra al nudo de la soga, y principia a tirar como de un fuelle de herrería. La soga sube por el fosco de una verja y de una lápida sudada de sepultura; y traspasa la nave y todo el cuello moreno de la torre. El tirón remueve los hombros de madera de la esquila del alba, que estaba durmiendo en el último cigoñal. Se tuerce, se va doblando, y cabecea y canta. Tiene un tono infantil y fresco. A su lado tiembla un alboroto de pájaros que se marchan a ganarse la vida. El cielo acaba de rasgarse tiernamente como la piel de una fruta; y le sale un zumo de color de rosa. En la delgada herida aparecen los contornos de la ciudad; después, la felpa negra de los pinares; y se cincela la dulce forma de dos colinas hermanas. Está deshilándose la niebla que la noche ha tejido en el carcavón; y se desnuda un prado, nuevecito del relente, y un camino que retoza muy contento».


El fragmento aquí reproducido es el comienzo de una de las «estampas rurales» -la titulada «Las campanas»- incluidas en el volumen El ángel, el molino, el caracol del faro (1921). No insistiré ahora en la disposición del texto, que es claramente ascendente: tras la mención de la mano que aferra la soga, la mirada sigue el recorrido de ésta y se detiene en lo alto del campanario para pasar desde allí, atraída por el movimiento de los pájaros que huyen, a contemplar el cielo. Sí subrayaré, en cambio, que se trata de una escena de amanecer y que el rasgo estilístico esencial reside en el uso de una serie continua de imágenes antropomórficas: hay una «lápida sudada», se habla del «cuello moreno de la torre» y de los «hombros de madera» de la campana, que recibe el tirón cuando «estaba durmiendo», después de lo cual «cabecea y canta» con un «tono infantil y fresco». La prosopopeya retórica de la primera parte del texto repercutirá en la segunda de un modo muy particular, como ya se verá.

El otro hecho sobre el que conviene llamar la atención es el uso de fórmulas reiteradas en otras obras del autor, lo que acredita una indudable fidelidad a los hallazgos expresivos que configuran el peculiar estilo de Miró. El «alboroto de pájaros» aparece ya, por ejemplo, en Dentro del cercado (4.ª parte) y en un contexto similar: «Entre el alboroto de pájaros y niños se oía clara, fina, beatísima la campanita de un monasterio de monjas». En «Campos de Tarragona» (1913), estampa incorporada al Libro de Sigüenza, unos olmos «dejan su sombra y un alboroto de pájaros en la ventana de un aposento». Como variantes, otra estampa del mismo libro («La tía pobre», 1919) ofrece «los alborotos de los gorriones» y «Doña Elisa y la eternidad» (en Años y leguas) «un alboroto de golondrinas». Más tarde, en Nuestro Padre San Daniel (IV, 10) aparecerá también este «alboroto de pájaros». No es preciso acudir a un inventario minucioso para acreditar la permanencia de la fórmula.

También la visión del amanecer como un nacimiento coadyuva a la humanización de los objetos. El «tono infantil y fresco» de la «esquila del alba» es una apreciación que aparece en Nuestro Padre San Daniel (III, 2): «La esquila tocaba infantilmente. Voz de niña». El procedimiento tiene amplia tradición en la obra de Miró. Ya en Del vivir (III) se lee: «Eran vocecitas de campana que se precipitaban de la torre, retozonas [...] Cruzaban sobre el pueblo [...] y, cristalinas, menuditas, puras, subían al cielo». Pero acaso el precedente más próximo al texto que nos ocupa se halla en Dentro del cercado (II, 6), donde figura una descripción de un amanecer que comienza así:

«Estaba naciendo la mañana, muy pálida, quietecita, blanda y húmeda de nieblas [...] Todo semejaba aguardar que el sol, como una mano bondadosa de padre, se alzara y abriera las puertas del día».


Y continúa un poco más adelante, para indicar que los rayos del sol atraviesan la niebla matutina: «Después, unos dedos de luz rasgaron el cielo: por sus delgadas heridas bajaron unas cuerdas o caminos vaporosos, candidos y vivos». Importa aquí, más que lo que se describe, la selección de los elementos imaginativos. Y conviene destacar que en estas líneas hallamos, incluidas en el mismo enunciado, la noción 'rasgarse el cielo' y la acuñación «delgadas heridas». Pero el pasaje de «Las campanas», que recoge, en efecto, ingredientes y hallazgos expresivos ensayados antes, es, sin embargo, de construcción más compleja, porque todo él constituye el portentoso desarrollo de un símil alimentado por modelos literarios. La estructura comparativa que establece una ecuación entre amanecer y nacimiento, presente en muchas descripciones de Miró -y en una dilatadísima tradición literaria- sufre aquí una ampliación analógica que la selección léxica delata. Basta sumar algunas fórmulas expresivas. Es cierto que el lector puede atender únicamente a la traducción nocional de las imágenes: la niebla comienza a disiparse y los rayos de un sol incipiente iluminan una parte del paisaje -los árboles, las colinas-, como corresponde al proceso real de la luz que se alza sobre el terreno contemplado. Pero el autor no emplea estas palabras, sino otras. El cielo «acaba de rasgarse», y lo que deja brotar es un «zumo de color de rosa». Súbitamente se acumulan las imágenes empleadas una y otra vez -sobre todo en la tradición de la literatura erótica- para referirse inequívocamente al cuerpo femenino. La «dulce forma de dos colinas hermanas» recupera la imagen que ha llegado hasta nuestros días con innumerables variantes13, y algo parecido cabe decir de la «herida»14 e incluso de la «felpa»15. El paisaje es un cuerpo desnudo que se abre para «alumbrar». Si el alba es un nacimiento, su aparición equivale a un parto de la tierra (de la mítica madre-tierra, habría que decir). La imagen subyacente del alumbramiento es la que ha determinado la selección -sin duda inconsciente, porque de otro modo se hubiera resuelto en correspondencias más ajustadas- de un léxico profundamente impregnado de valores significativos de amplia tradición libresca vinculados a las representaciones literarias del cuerpo femenino y del parto. Esta imagen oculta, este símil no explícito -y probablemente no buscado-, operante en la mente del escritor en el momento de componer el pasaje, ha dejado sus huellas en la superficie del texto. En este caso la visión del paisaje no traduce los sentimientos o el estado de ánimo de un narrador o de un personaje, sino que delata la presencia de un autor con la memoria henchida de recuerdos de lectura que se entrecruzan y condicionan la visión de las cosas y el mismo acto creador.

Sí. No basta decir que Miró es un gran paisajista. Hay mucho más que explorar en la obra del escritor alicantino, singularísima en el variado panorama de la literatura de nuestro siglo.





 
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