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Patraña oncena


    Apolonio, por casar
con la hija de Antioco,
grandes infortunios toco
que pasó por tierra y mar.

Antíoco, Rey de la ciudad de Antioquía, siendo viudo, tenía una hija llamada Safirea, en tan extremo grado hermosa, que su gracia y gentileza sonaba por todas aquellas comarcas. Y como después de su padre estaba determinado que había de suceder en el reino, importunábanle grandes príncipes y señores de pedírsela por mujer; y como a él no le conviniese, porque no le molestasen sobre ello, puso esta pregunta a la puerta de su palacio, que decía de esta suerte:




Pregunta


    Soy el que tengo y no tengo;  5
caí sin me levantar;
de lo injusto me sostengo;
entro do no puedo entrar.

Notificando que cualquier que le declarase la sobredicha pregunta, de cualquier estado que fuese, le daría a su hija por mujer, cuando no que le cortaría la cabeza; por este respecto ninguno hubo que se atreviese a pedirla, sino fue, a cabo de mucho tiempo, el príncipe Apolonio, señor de la provincia de Tiro, que por su acutísimo ingenio alcanzó la verdad del negocio; el cual, por estar muy enamorado de la Safirea, vino delante del rey Antíoco, para declararle la pregunta, y apartándole en puridad, le dijo:

-Tú eres, Rey, el que tienes razón y no la tienes: tienes razón porque eres hombre, no la tienes por vivir bestialmente en echarte con tu hija; y eso es sostenerte injustamente y entrar donde no puedes entrar.

Admirado el Rey, viendo que había acertado, sin mostrar ninguna perturbación, dijo:

-Digno eres de muerte, Apolonio, porque no has dicho verdad; mas porque no me pintes por cruel y ser la persona que eres, yo te doy un mes de tiempo para que mejor pienses en ello.

Despedido, Apolonio, vista la presente, se embarcó para Tiro. Y Antíoco, no le hubo dado licencia que de allí a poco no se arrepintiese por ello; y de miedo que no fuese manifiesto su pecado, mandó a Taliarca, criado suyo, con otros hombres de mala vida, que fuesen tras de Apolonio, y como quiera que fuese le matasen. En este intermedio, estando Apolonio en su tierra y pensando que había declarado la pregunta al rey Antíoco y que no había cumplido su palabra en darle por mujer a su hija Safirea, a quien tanto quería y amaba, tomó una nave, la cual cargó de mucho trigo y dineros y joyas de infinita valía, y, de aborrecido, se embarcó de noche secretamente en ella con ciertos criados y familiares suyos.

Los de Tiro, habiendo sentimiento de su tan aborrecido viaje y que la causa de ello era el rey Antíoco, por no haberle querido dar a su hija por mujer, concibieron tanta tristeza por ello que, vista la presente, mandaron cesar cualquier trato que fuese de regocijo. Por lo cual la gente de la ciudad estaba puesta en gran aflicción y cuidado, por el amor de su Príncipe. Pues, como desembarcase Taliarca en el puerto de Tiro y hallase el pueblo tan triste, preguntando a un muchacho la causa de ello, le respondió:

-Amigo, ¿que no sabes tú que todo esto es porque el príncipe nuestro, Apolonio, no se sabe si es muerto o vivo? Que después que vino de Antioquía, no parece.

Con esta relación, Taliarca con sus compañeros se volvió a embarcar muy satisfecho, y, venido ante su rey Antíoco le dio aviso de lo que pasaba. Y luego inmediatamente mandó pregonar por todo su reino que cualquier que le diese vivo al príncipe Apolonio, le daría cinco mil pesantes de oro, y al que muerto o su cabeza, mil quinientos. Volviendo al príncipe Apolonio, que con su nave seguía su ventura, vino a aportar en una provincia llamada Tarcia, y desembarcando y paseándose por ella en traje de mercader, conociole, aunque en bajos vestidos iba vestido, Heliato, senador de ella, que en días pasados era estado su vasallo, y llamándole por su nombre no le quiso responder Apolonio. Heliato entonces tornó a llamar, diciendo:

-Rey Apolonio, ¿por qué quieres despreciar a quien favorecerte puede? Pues certifícote que si tú supieses lo que de ti sé, que tú me escucharías y gratificarías muy bien.

A esto respondió Apolonio:

-Si te place, amigo, por lo que debes a virtud, me digas prestamente lo que de mí sabes.

-Sé -dijo Heliato- que el rey Antíoco ha hecho pregonar por todas sus tierras, que quien le dará tu persona le promete dar cinco mil pesantes de oro, y el que tu cabeza, mil quinientos.

-Así -dijo Apolonio-, ¿y es tu pretensión de ganar eso?

Respondió Heliato:

-No plegue a Dios, señor, que tal traición cometa a quien por rey he obedecido algún día, sino lo que te suplico es que, lo más presto que puedas vacíes la Tarcia, que aunque sea señoría por sí, no podemos dejar de complacer al rey Antíoco por algunas mercedes que de él hemos recibido.

A esto respondió Apolonio:

-Si alguna gracia alcanzar de ti pretendo ha de ser esta: que me aposentes secretamente por algunos días en tu casa, a causa que vengo muy fatigado de la mar.

Heliato, atemorizado y no sabiendo cómo expelerse de tal demanda, dijo:

-Señor, mi casa y cuanto hay en ella está presta para tu servicio, sino que hay un gran inconveniente, y es que perecemos de hambre, porque está la ciudad en gran estrechura de trigo, que no tenemos ya sino para tres días, y mal podrá hacerte aquel acogimiento que mereces quien de pan carece.

-Tanto mejor -dijo Apolonio- te habías de alegrar y dar gracias a Dios que a tal coyuntura me ha traído a tu patria, porque te hago saber que traigo en mi nave cien mil hanegas de trigo, y lo desembarcaré en ella si fuese contenta la señoría de Tarcia de tenerme secreto y hospedarme en su tierra.

En oír esto Heliato, de gran gozo y alegría que concibió en su corazón se arrodilló a sus pies, queriéndoselos besar, y Apolonio, no consintiendo, alzole de tierra. Alzado, suplicole Heliato que se fuese derecho con él, que los senadores le estaban aguardando a consejo sobre la hambre que les apremiaba, y que allí notificaría su demanda y redención tan copiosa como traía para todos. Idos delante los senadores, propúsoles muy en secreto Heliato cómo aquel era el príncipe Apolonio, y si querían favorecerle en tenerle secreto en su tierra les favorecería de cien mil hanegas de trigo que traía en su nave, y estas vendidas al precio que le costaba, que era a razón de cuatro reales por hanega. Muy alegres los senadores por tan señalada merced, respondieron que eran muy contentos, que no sólo le favorecerían, pero que perderían la vida y estado por él, si menester fuese. Desembarcado el trigo, el príncipe Apolonio, como simple mercader lo quiso distribuir todo por sus manos al pueblo. Y, así, el que podía pagar, pagaba, y al que no, fiaba. Y a los pobres labradores daba para que sembrasen con tal que a la cogida se lo volviesen. Viendo los senadores tan gran misericordia y liberalidad en un hombre, le mandaron hacer una estatua riquísima de piedra mármol dorada, que en la mano tenía un manojo de espigas y en la otra dineros como que le caían de las manos, con un epigrama a los pies que decía:




Epigrama


    Este a Tarcia redimió,
y aunque se mostró ser hombre
de Apolo deriva el nombre.

Pasados algunos días, como viesen los senadores la afición y voluntad que en Apolonio había puesto el pueblo, la una por temor que no se alzase con la tierra, la otra porque no viniese a noticia del rey Antíoco que a su enemigo favorecían, determinaron de hacerlo príncipe y capitán de la mar, y darle cargo de treinta galeras que tenían. Y así, dándole parte de ello fue muy contento de recibir aquel cargo, porque de aquella suerte pretendía estar más a su salvo. Pues navegando Apolonio con sus treinta galeras, hizo tan señaladas hazañas, que de todos los cosarios era temido, y de los de Tarcia muy honrado, sino que la Fortuna le fue contraria, porque de allí a pocos días le sobrevino tan gran tormenta que se perdió toda la flota, salvo una galera que volvió a Tarcia dando noticia de tan gran desdicha y pérdida, y la capitana que dio al través en las costas de Pentopolitania, donde no se salvó sino Apolonio, que abrazado con una tabla salió a la ribera todo mojado; y estándose allí plañendo de cómo la fortuna tan ásperamente le perseguía, juntó con él un pescador, preguntándole de qué nación era y qué buena ventura le había traído en aquella provincia, dijo Apolonio:

-Has de saber, hermano mío, que soy natural de Tiro; y viniendo pasajero en las galeras de Tarcia que han perecido, abrazado en una tabla soy escapado cual me ves.

Viéndole el pescador de tan buena disposición y crianza le rogó que se fuese con él hasta su alojamiento, adonde le dejaría de sus ropas, en tanto que se enjugasen las suyas. Apolonio, agradeciéndole la merced que le hacía, siguió vuestro pescador, el cual le sustentó por algunos días, incitándole que si quería ejercitar su oficio, que no le faltaría en qué poder pasar la vida; respondiéndole Apolonio que no era de su condición, le suplicó que le enseñase el camino de la ciudad, porque quería probar su ventura. Viendo su determinación el pescador, púsole en el camino de la ciudad de Pentopolitania; y dándole dineros para el camino, le dijo:

-Mirad, amigo: parad mientes a los buenos y guardad las orejas sobre todo, y cuando no hallareis en qué pasar la vida volveos a mi pobre barquilla, que a fe de quien soy de nunca faltaros con mi poca laceria.

Apolonio, viendo su entrañable ofrecimiento, le abrazó y dándole gracias por el buen consejo que le daba, se despidió de él. Y entrando por la ciudad vio un trompeta que iba pregonando a voces muy altas:

-¡Ah, hombres!, oídme bien los que sois extranjeros y diligentes en servir, y diestros en saber algunos virtuosos ejercicios y habilidades; acudid de presto a los baños reales, porque el Rey se quiere bañar.

Apolonio, apresurando el paso, siguió al trompeta, y vistos los baños, entrose por ellos, adonde viendo al bañador lo que hacía, púsose con muy buena gracia y diligencia, en ayudarle. El bañador en verle tan servicial y de tan gentil presencia, preguntole de qué nación era. Apolonio le respondió que de Tiro y que había sido bañador en su tierra. En esto, como llegase el Rey y toda la caballería, atajose la plática que los dos tenían, y lavando el bañador al Rey, por probar su habilidad, díjole:

-Naufragio, ayúdame.

Bañado que fue el Rey, era uso a personas reales en aquella tierra, a la postre, ungirles con ciertas confecciones de ungüentos, y para esto suplicó Apolonio al bañador que le dejase hacer aquel ejercicio. Contento, fue tanta la sutileza y gracia con que Apolonio lo hizo, que el Rey estuvo admirado de él.

Después que el Rey y todos los caballeros se hubieron bañado, asentose en una cuadra que había muy encerrada y mandó que todos los extranjeros que el trompeta había llamado viniesen en su presencia. Y allí, por holgarse con ellos, como lo tenía de costumbre, había puestas cuatro joyas para quien mejor saltase y bailase, y luchase y tirase barra. Habiéndose todos probado en estas cuatro habilidades, no hubo quien mejor lo hiciese que Apolonio, y así le mandó librar el Rey las cuatro joyas. Vuelto a palacio, estando las mesas puestas para asentarse a cenar, platicando con sus caballeros, dijo:

-Júroos, en verdad, amigos míos, que estoy tan contento y satisfecho del servicio que me hizo aquel mancebo hoy en el baño, como de cuantos servicios he recibido en esta vida, y más de sus fuerzas y habilidades. ¿Sabrá ninguno de vosotros acaso de qué nación es o cómo se llama?

Respondiendo que no sabían otra cosa, sino que tenía por nombre Naufragio,

-Pues llamadme a ese Naufragio -dijo el Rey.

Idos, y venido Apolonio a palacio, por jamás quiso entrar de vergüenza delante la presencia real, a causa de estar mal vestido. Dándole al Rey noticia de esto, mandó que le diesen ricos vestidos. Parecido Apolonio delante el Rey, con aquel acatamiento que convenía, hízole asentar en una mesa que estaba enfrente de la suya, y dar de cenar de las mismas viandas que él cenaba. Apolonio, viendo la majestad del servicio de la plata y oro con que al Rey servían, estaba muy triste. En esto dijo el mayordomo al Rey:

-¿No ve el Naufragio cuán envidiosamente tiene ojos al oro y plata de Vuesa Alteza?

A estas inconsideradas palabras respondió el Rey:

-Muy mal has juzgado, antes es de pensar que aquella tristeza debe de proceder de haberse visto en alguna prosperidad, según muestra la autoridad de su persona.

Acabado que hubieron de cenar, y alzados los manteles, el Rey hizo pasar a Apolonio a su mesa y preguntándole de su estado y vida,


    Respondió con un suspiro:
Sabrás, Rey, que, por amar,
perdí mi nombre en la mar,
mi estado y nobleza en Tiro.

Dijo el Rey:

-En verdad, amigo, yo no te entiendo, si más abiertamente no te declaras.

En esta confabulación entró por la sala la infanta Silvania, hija del Rey, hermosísima en extremo grado, la cual, por ser en aquella tierra uso y costumbre de besar en el rostro al Rey y después a los que a su lado estaban, después de su padre fue a besar a Apolonio. Y como no le conociese y le viese lleno de sobrada tristeza, dijo:

-Padre y señor mío, sepa yo, si puede ser, quién es este mancebo extranjero, que tanta honra recibe y de tanta tristeza le veo rodeado.

Díjole el Rey:

-¡Oh, dulcísima y amada hija mía! Este mancebo has de saber que se llama Naufragio, y por el buen servicio que de él he recibido hoy en el baño, le he convidado a cenar. Lo que yo te mando ahora es que te sientes y, por regocijarle, te pongas a tañer y cantar un poco con tu cítara.

Contenta Silvania, por complacer al mandamiento de su padre, cantó lo siguiente:




Soneto


    Naufragio, no te quejes de Fortuna;
si de prosapia generosa vienes,
entiende que sus males y sus bienes
estables nunca son en parte una.
    Si claro ves que por razón ninguna
no rige sus mudanzas ni vaivenes,
menos razón alcanzarás, ni tienes
poder para quejarte en su tribuna.
    ¿Sabes de qué podrías tú quejarte
con justa causa y venturosa suerte,
con alegre semblante denodado,
    con espíritu sabio, moderado?
Porque más presto no quiso traerte
do amor franqueza tanto se reparte.

Acabado que hubo de tañer y cantar la infanta Silvania, todos quedaron muy satisfechos y regocijados de ver cuán agraciada y artificiosamente había tañido y cantado, sino Apolonio que ninguna señal de alegría mostraba haber recibido; por lo cual dijo el Rey:

-¿Qué es esto, Naufragio? No te entiendo: todos a uno de la música de mi hija se han contentado, y tú me parece que con callar la vituperas.

Respondiole Apolonio:

-Magnánimo Rey, pues me incitas a que diga lo que siento, has de saber que tu hija comienza a entender el arte de la música, pero no tiene alcanzada la perfección de ella.

-¿Así? -dijo el Rey-, pues por amor de mí, Naufragio, que tomes la cítara en tus manos para que todos gocemos de esa perfección que dices.

Entonces Apolonio, aunque contra su voluntad, por obedecer su real mandamiento, cantó con la cítara, respondiendo al propósito de lo que la infanta Silvania le había cantado, diciendo así:




Octava


    Dama real, agraciada, llena
de amor, piedad, favor y gentileza,
de verle sentir pena de mi pena
siente mi corazón mayor tristeza.
Alegre su semblante y vista buena,
que sólo para mí naturaleza
formó, en triste signo y aciago,
sobresaltos, perder, pasión y estrago.

Tañido y cantado que hubo Apolonio, de ver la destreza y suavidad de la música y la gracia y desenvoltura, y cuán a propósito había respondido y cantado, el Rey y los caballeros quedaron atónitos y maravillados, y mucho más la infanta Silvania, cautiva y presa de sus amores, por lo cual suplicó al padre, diciendo:

-Amantísimo y querido señor padre, si por tiempo alguna merced de tu liberalísima mano concederme pretendes, esta por tu gran clemencia no me niegues ahora, y es que a este Naufragio me des por maestro, para que su perfeccionada música deprenda.

Concediéndosela el padre, le mandó dar al Naufragio cien mil ducados para que se aderezase y pusiese en aquel estado de maestro, cual para su hija convenía; y le asignó un rico aposento, y más seis criados para que le sirviesen.

Pues como la conversación de la infanta Silvania y del maestro Apolonio fuese tanta en la demostración de la música, y ella tuviese muy encelados sus encendidos amores, teniendo un día oportunidad le suplicó muy encarecidamente que le hiciese tan señalada merced de manifestarle de qué prosapia descendía, porque sus tratos y condiciones manifestaban proceder de alto linaje. Viendo Apolonio la afectación tan grande de su demanda y las mercedes que de ella de continuo recibía, le prometió de decirle su nombre y la condición de su estado, con tal que le jurase de tenerlo secreto. Prometiéndoselo, le dijo cómo era el príncipe Apolonio, dándole particularmente relación de las desdichas que le habían sucedido y que se tenía por dichoso de ser favorecido de su real Alteza. De lo cual ella se holgó en extremo y fueron más presas y cautivas de amor sus entrañas, y como su pasión no pudiese manifestar o no quisiese, por más honestidad suya, cayó mala; de la cual enfermedad de muchos médicos fue visitada y de ninguno conocida, y del padre en extremo grado plañida.

En esta coyuntura llegaron a la corte tres príncipes muy señalados, de un ánimo conformes a pedir a la infanta Silvania por mujer, y que ella misma determinase y señalase, por quitarlos de contienda, a cuál de los tres escogía por su legítimo marido.

Ordenada su petición y venida a manos del Rey su padre, llamó a su maestro Apolonio, diciéndole:

-Toma, Naufragio, esta descripción y voluntad de estos tres príncipes que han llegado a mi corte, y preséntala a mi muy amada hija mía y discípula tuya, para que asiente y señale de su mano a cuál de estos tres escoge por marido.

Venida a manos de la infanta, tomola sin perturbación ninguna, y en ausencia de su maestro Apolonio, asentó lo siguiente:

-El que yo amo y quiero por esposo, señor padre, y suplico que me deis si pretendéis dar vida a esta hija vuestra, es el príncipe Apolonio.

Pasados algunos días, pidiéndole Apolonio el papel, para saber su determinación, respondió que no lo daría a persona de esta vida sino al Rey, su padre. Venido, pues, el Rey al aposento de su hija y sabida su voluntad, maravillado de leer tal nombre, le dijo:

-¿Qué es esto, hija? No entiendo quién es este príncipe Apolonio que de tu mano señalas por esposo.

-¡Ay! -respondió con un apasionado suspiro la Infanta-, ¿quién ha de ser, sino mi muy amado y carísimo maestro, que hasta aquí por Naufragio habéis tenido?

-Muy bien entiendo y conozco tu mal, hija mía -dijo el Rey-. Sosiégate y no te aflijas tanto, porque, si así pasa cual tú me has informado, por las virtudes y fama que de él en mis reinos se ha divulgado y extendido, desde ahora lo acepto por yerno y te lo concedo por marido.

Y con esta esperanza se despidió de ella y dio por disculpa a los príncipes que por mujer la pedían, que era imposible, por hallarse mal dispuesta, determinarse entonces su hija de señalar marido, y que, por tanto, perdonasen. Y así, se despidieron, volviéndose a sus tierras.

El Rey, no descuidándose de la salud de su hija, llamó muy en secreto a Apolonio, diciéndole:

-Yo te suplico, Naufragio, por la fe que debes a Dios y a la orden de caballería, me digas si eres tú el príncipe Apolonio.

Respondió:

-No puedo dejar de decir la verdad por el juramento que me ha hecho Vuestra Real Alteza: sepa que lo soy, y presto y aparejado para hacer su mandamiento.

-Lo que yo mando -dijo el Rey- no es otra cosa sino que tengas por bien de casarte con mi hija, porque esta es su voluntad y mía, siendo tú de ello contento.

Agradeciéndole tan señalada merced Apolonio, queriéndose arrodillar para besarle las manos, el Rey le abrazó con los brazos abiertos, no consintiendo que se arrodillase, sino que dándole su bendición y el parabién, se fue al aposento de su hija. Y dándole parte de su casamiento, por ser la cosa que ella más deseaba, en breves días se levantó de la cama y fueron ordenadas las bodas con mucha solemnidad y honra. Pero la noche antes que se velasen, el príncipe Apolonio determinó de ir al baño con aquella autoridad y regocijo que el Rey, su suegro, acostumbraba, con los más principales del reino. Ya que se hubo bañado diose a conocer al bañador, por tener ocasión de gratificarle el bien que por él había conseguido, el cual, como le conociese, se le arrodilló delante suplicándole que le concediese alguna merced. Y así, se la concedió que, vista la presente, le mandó que dejase de ser bañador y fuese su camarero, y camarera su mujer de la infanta Silvania; y para ello les proveyó de veinte mil ducados.

Venido el día de las bodas, fueron celebradas con abundancia de manjares, y máscaras y danzas: en fin, como a personas reales. En las cuales se hurtaron ciertas piezas riquísimas de plata y oro, y por bien que hicieron sus diligencias y pesquisas no pudieron descubrir quién había sido el ladrón, porque fue tan astuto y cosario que, vista la presente, se embarcó con ellas, y le pasó en su barca el pescador que hospedó al príncipe Apolonio, dándole a entender que era platero, y que por no darle el precio conveniente de las piezas el príncipe Apolonio, se volvía a su tierra.

Pues como le hubiese desembarcado y el ladrón no tuviese dineros para poderle pagar su pasaje, le dio un tazoncillo de plata. El bueno del pescador, con sus limpias y sanas entrañas, le tomó, y volviendo muy alegre y contento a su casa, lo encomendó a su mujer que lo guardase.

Pasados algunos años, viviendo descansadamente el príncipe Apolonio, su amada y querida mujer Silvania se sintió preñada, con la cual nueva y regocijo condujo a su padre que jurasen a su marido Apolonio por Rey de Pentopolitania, para que reinase después de sus días. Contento, fue su coronación con riquísima suntuosidad celebrada, haciendo por tres días continuas luminarias y fiestas, y a la fin de ellos llegaron, en una nave que surgió en el puerto, unos embajadores del reino de Antioquía y de Tiro con grandísimo aparato, supremamente ataviados. Y parecidos en la sala real, y postrados delante del rey Apolonio, con la competente ceremonia que eran obligados y su estado merecía, los de Antioquía relataron su embajada, diciendo cómo, por justicia divina, el rey Antíoco era muerto súbitamente con un rayo que descendió del cielo, y a su hija, la infanta Safirea la comprendió, de tal suerte que por la misericordia de Dios vivió seis días, en los cuales ordenó su alma e hizo testamento, dejando por heredero y sucesor de todo su reino «a ti, el príncipe Apolonio, por el amor que le mostraste tener, poniéndote en riesgo de perder la vida, en declaración de la pregunta. El cual testamento teniendo por bueno y válido los más principales de la tierra, han determinado hacerte la presente embajada, para que lo más presto que fuese posible, por pacificación del reino, vayas a tomar la posesión de él, si servido fueses». Acabando los de Antioquía, los de Tiro le propusieron cómo por la muerte del rey de Antioquía, Taliarca, por quererse apoderar de la tierra, fue expelido y lanzado de ella a fuerza de armas por los más principales del reino, y con el amotinamiento de la gente que le seguía, apañando ciertos bajeles que estaban en el puerto, se fue para Tiro.

-Y hallando el pueblo discorde por causa de tu real ausencia, se puso a defender la mayor parte, y echó de la ciudad los que menos y poco podían, y se apoderó de Tiro, haciéndose señor absoluto de tu reinado. Por tanto, los afligidos y desterrados pobretes de tus vasallos, sabiendo que asistías en Pentopolitania, te hacen la presente embajada, suplicándote que mires que es gran negligencia tuya no recobrar tu estado y redimir aquellos que por tuyos se nombran y tienen.

Oídas las dos partes, el rey Apolonio los hizo alzar de tierra, y con un semblante grave y amoroso los abrazó a todos igualmente; y dándoles respuesta que todo se remediaría, los mandó aposentar en muy ricos aposentos. Y de todo lo sucedido dio parte al Rey, su suegro, y que su voluntad era de ir a tomar posesión de Antioquía y recobrar su reino de Tiro. A esto le respondió que le parecía bien, y que no dejase de hacer todas las provisiones que para tal hecho fuesen necesarias. Con esta liberal respuesta, luego proveyó que cualquier galera, o nave o bajel que fuese competente para guerra se hallase dentro de un mes en el puerto de Pentopolitania.

En esta sazón, el pescador, teniendo necesidad de dineros vino a la ciudad trayendo el tazoncillo que le dio el ladrón. Y mostrándoselo a un platero para que se lo comprase, como ya estuviesen todos sobre aviso, luego fue preso y llevado delante el juez, y confesando la verdad, sentenciado que le diesen quinientos azotes y le desorejasen y fuese guardado para poner al remo. El rey Apolonio, viniendo a visitar la cárcel para librar los condenados por sus sentencias y reconocer los que estaban elegidos para las galeras, haciéndoles que pasasen delante de él vino a pasar el pescador; y como le conociese, preguntole la causa de su prisión; contándosela por extenso, vino a pedirle que hubiese misericordia de él en que no fuese afrentado, ni quitadas las orejas. Esto respondió el rey Apolonio:

-Razón tienes, por cierto, que, pues tuviste cuidado en que yo guardase las mías, que yo guarde las tuyas.

Con tan señaladas palabras, viniéndole a conocer el pescador, se le arrodilló delante y le besó las manos. Y el Rey le mandó soltar, vista la presente, y le hizo que fuese su capitán y patrón de su galera real.

Pasados algunos meses y días, fue juntada la flota de número de noventa velas y seis mil combatientes. Con tan buen apercibimiento y aparejo, mostrose muy satisfecho y contento el rey Apolonio, sino que le molestaba la importunación de la Reina, su mujer, que determinaba de embarcarse con él. Y como se lo hubiese desviado en diversas veces por causa de su preñez, recaudó con su padre que se lo mandase a su marido, que no tuviese pesadumbre de llevarla consigo, pues que primero y principalmente había de ir al reino de Antioquía para ser coronado y recibido por señor, y que allí se podría quedar entre tanto que fuese a conquistar a Tiro. Con mandárselo su suegro, no pudiendo en ninguna manera contradecirle, hizo labrar una riquísima corona de oro, y aderezar una muy suntuosa nave para la Reina, su mujer, poniendo en ella todo lo necesario, así partera como ama, la cual fue la mujer del pescador, que entonces criaba, y otras cosas convenientes, por si acaso el parto le hubiese de tomar en la mar.

Embarcado el rey Apolonio y la Reina su mujer con los embajadores y capitanes y gente de pelea, y despedido del Rey su suegro, empezó de hacer su viaje con muy próspero tiempo. Pero, al cabo de veinte días, habiendo navegado por la mar adelante, tomole tan gran fortuna y levantose tan recia tormenta, que toda la flota fue esparcida, para poder salvarse. Y la Reina, de aquel sobresalto y enojo concebido, allí en la nave malparió una niña de siete meses, y tuvo el parto tan mortalísimo, que se traspasó de tal manera que, teniéndola por muerta, todos los de la nave lloraban, y estaban puestos en admirable y sobrada tristeza.

Sosegada ya la bravosa y pestífera fortuna, y juntada toda la armada sin haber perdido ninguna cosa, dándole noticia al rey Apolonio de la desdicha tan grande que le había sucedido a la Reina su mujer, pasó de presto a la nave, y viéndola de aquella suerte, rasgó sus vestiduras, y abrazándola decía:

-¡Oh, amada y carísima mujer mía! ¿Tan desacertada y breve había de ser nuestra despedida? Harto os excusaba yo este triste y amargo viaje para mí, en el cual veo que habéis perdido la vida, perdiendo toda mi gloria y descanso.

En esto, los grandes que allí se hallaron, lo consolaron lo mejor que pudieron, y el patrón de la nave le propuso que trabajase su Alteza, lo más presto que pudiese, de echar a la Reina, pues era muerta, de la nave, antes que la mar hiciese algún movimiento, y se viese en algún peligro la armada. Vista su justa demanda, luego el Rey proveyó que le hiciesen un ataúd a la Reina muy bien embetunado. Y puesta allí dentro, con sus ricos vestidos que llevaba y su corona de oro en la cabeza, mandó, porque más presto fuese vista a donde quiera que aportase, que en el ataúd, en derecho de su rostro, hiciesen una rejuela; y puso en él mil ducados en oro, con una plancha de plomo escrita, que decía: «El que hallara el presente cuerpo, por el hallazgo tomará los quinientos ducados; los otros para que sea enterrado con aquella honra y solemnidad que a una reina se le debe.»

Echado el ataúd, siguiendo su ventura por las marítimas ondas, vino a aportar en la provincia de Éfeso, adonde saliendo unos médicos de la ciudad, para buscar ciertas hierbas junto a la marina, vieron el ataúd, que estaba cerca de tierra. Juntando con él y sacándole del agua, de ver por la rejuela tanta majestad estuvieron muy maravillados, los cuales determinaron de llevarle a un rico monasterio de monjas, que de allí muy cerquita estaba. Así que, llevado y quitada la tabla de encima, y leída la plancha, como la mirase y tentase el pulso el más sagaz y sapientísimo de todos, conoció que no era muerta aquella mujer. Por donde mandó de presto que la sacasen del ataúd y la pusiesen encima de una alfombra, y que le hiciesen grandísimo fuego a los lados para que las venas se le escalentasen y la sangre volviese en sí y diese virtud a los espíritus vitales. Hecho esto mandó luego que le aderezasen un lecho muy bien compuesto; y de allí a poco rato, la hizo despojar de sus ricos vestidos; y desnuda como su madre la parió, en él acostada, con ciertos ungüentos escalentados, con aceites de mucha virtud y fragancia, la empezó de ungir por todo su cuerpo. Con esto, a cabo de rato, tornando en sí la Reina empezó de abrir los ojos; y, reconociéndose, dijo, enderezando las palabras al médico que la estaba ungiendo:

-Di, hombre atrevido, ¿quién te dio a ti tanta licencia para que mi real persona tocases? Digno eres de ser gravísimamente castigado.

-Antes no -respondió el médico-, sino de Vuestra Real Alteza gratificado, habiéndole restituido la vida.

En esto, la prioresa y todas las monjas que estaban presentes, la consolaron y la dieron muchas sustancias que aparejadas le tenían; y la manifestaron de la suerte que aquellos médicos la habían hallado a la marina. Y dándole la plancha para que viese lo que en ella se contenía, vista, mandó luego que los quinientos ducados se diesen a los médicos, y los otros fuesen para el monasterio, y que sus ricos vestidos y corona real guardasen; y que su determinación era, si servidas eran, de quedarse y hacer vida con ellas, hasta que Dios fuese servido y su marido supiese de ella. Cuanto mandó las monjas, vista la presente, lo cumplieron, agradeciéndole mucho su voluntad en querer quedarse en su compañía, y que la aceptaban por señora en el monasterio, y mandadora de aquella santa casa.

Prosiguiendo su navegación el rey Apolonio, vino a tomar puerto, en breves días, en Tarcia, adonde no consintió que le hiciesen ningún recibimiento, sino que, muy en secreto, encargó carísimamente a Heliato su hija con el ama que la criaba, que era la mujer del pescador, dejando copia de dineros y joyas para que fuese enseñada, así en letras como en todo género de música, llamándola Politania, y volviéndose a embarcar, por sus jornadas contadas llegó a la ciudad de Antioquía. Y allí no pudo excusar que no le hiciesen, como nuevo poseedor y señor del reino, grandísimas fiestas y regocijos. Y fue coronado por Rey, y entregada toda la recámara y tesoro del rey Antíoco y de la infanta Safirea; a donde se detuvo forzosamente casi doce años en hacer justicia, reconocer sus fortalezas, y arreglar la república, y acrecentar sus huestes y naves y galeras, para ir por mar y tierra contra Tiro.

En este entretenimiento habíase criado Politania en bajos y honestos vestidos, en compañía del ama, la más hermosa y agraciada hembra que se pudiese hallar en toda Tarcia, penetrando en letras y en música muy admirablemente, juntamente con Lucina, hija de Heliato y Dionisia, su mujer. Y por haberse criado juntas estas doncellas, de los más del pueblo eran tenidas por hermanas, y por tal se tenían ellas. El ama, de ver que en tanto tiempo ningunas nuevas habían sabido del rey Apolonio, de pura imaginación que fuese muerto, cayó mala, y viéndose ya para morir llamó a Politania para darle su bendición y despedirse de ella; y besándola por dos o tres veces en el rostro, con abundantísimas lágrimas, le dijo:

-Oye bien mis palabras, amada hija mía Politania, y en tu corazón las conserva. Dime, ¿quién piensas que es tu padre y madre?

Respondiéndole:

-Señora, ¿quién ha de ser mi padre, sino Heliato, y mi madre Dionisia, a quien hasta el día de hoy he obedecido y reverenciado?

Entonces, con un entrañable suspiro, le dijo el ama:

-¡Ay, hija, cuán engañada vives! Has de saber que tu padre es el rey Apolonio, y tu madre Silvania, hija del Rey de Pentopolitania, que por eso te pusieron ese nombre que tienes. Y en tu nacimiento murió tu madre en una nave que venía, y puesta en un ataúd, con riquísimas joyas, fue echada en la mar; y tu padre pasó por aquí con grandísima flota a recobrar su principado de Tiro, habrá sus doce años, dejándonos encomendadas a este honrado senador llamado Heliato, so cuyo dominio hemos estado hasta el día de hoy. Todo esto te he descubierto, hija, para que te tengas en reputación de cuya prosapia desciendes, y estés sobre aviso que si después de mi muerte te sobreviniese algún infortunio en desacato y deshonra de tu persona, que desciendas de presto a la plaza, adonde hallarás una estatua riquísima de mármol dorada, que es la misma figura de tu padre, que los senadores de esta ciudad le hicieron por cierto socorro que les hizo, y te abraces con ella dando voces y diciendo: «¡Señores, catad que soy hija de quien es esta estatua!» Los ciudadanos no puede ser menos que, conociendo el beneficio de tu padre, no te favorezcan.

Y acabadas de decir semejantes palabras, dio el ama el espíritu a Dios, y Politania infinitísimas lágrimas por sus rubicundos ojos; la cual fue enterrada con mucha honra en un rico sepulcro, y de Politania con mil ofrendas y sacrificios de cada día visitado.

Y como fuese alabada su hermosura por su buena plática y conversación de algunas señoras del pueblo, y Lucina vituperada, concibió Dionisia tan gran odio contra Politania, que de noche ni de día no pensaba sino de qué manera le podría dar la muerte. En fin, que para efectuar su mal pensamiento tomó un esclavo que tenía, llamado Estrangulo, no estando Heliato en la ciudad, y púsole una mañana en su cámara, diciéndole:

-Mira, si tú, cuando fueres con Politania al sepulcro de su ama, al pasar del puente le dieres tal rempujón que caiga en el río, y fenezcan allí sus días, yo te doy fe y palabra de hacerte que seas franco.

Prometiéndoselo el esclavo, se fue. Lucina, como aún no se era levantada, y, por bajo que se lo dijo, alcanzó a entender el negocio, levantose disimuladamente, y por el amor que le tenía a Politania le descubrió lo sobredicho, rogándole que por la vida no descubriese quién se lo había descubierto, y que dejase de salir de casa si quería tener segura la vida.

Alcanzando ya por este aviso Politania la mala voluntad que Dionisia la tenía, y que ninguna cosa de bueno se podía ya esperar de ella, aprovechose del consejo del ama, y es que, saliendo acompañada con el esclavo, antes de llegar al puente, habiendo de pasar por la plaza, estando en derecho de la estatua de su padre, se abrazó con ella, diciendo:

-¡Oh, ilustres ciudadanos! Sabed que soy hija de quien es la estatua presente, y soy condenada a muerte injustamente si vosotros no me socorréis!

Oyendo semejante novedad, acudieron hacia ella mucha de la gente que en la plaza habitaba, y principalmente un senador llamado Teófilo, viendo que el esclavo huía, mandó que lo prendiesen, y trayéndoselo delante, le dijo:

-Dime, doncella, ¿a quién representa esa estatua, para que tú tengas osadía de decir que es la estatua de tu padre?

Respondió:

-Al rey Apolonio, del cual sin duda soy hija, y he sabido, por providencia de Dios, que por manos de ese esclavo que tenéis preso había de morir a mala muerte. En esto, juntó con ella Teófilo, diciendo:

-Deja, hija, de hoy más de abrazarte con la estatua de tu padre, que nosotros te favoreceremos con tu justicia. Ven conmigo.

Y llevada delante los senadores, y presupuesta la causa y confesando el esclavo la verdad, enviaron por Heliato, el cual atestiguó que era hija del rey Apolonio, que se la dejó encomendada cuando por allí con su armada pasó; y que, en cuanto al insulto del esclavo, que él ninguna cosa sabía. Y así lo confesó el esclavo, sino que Dionisia su mujer le había inducido que matase a Politania, prometiéndole libertad. Oídas las partes, los senadores al esclavo mandaron dar cien azotes de muerte, y Dionisia que fuese desterrada por seis años de la ciudad, y depositaron a Politania en poder de Teófilo para que la tuviese en aquel estado que merecía.

Estando Politania en poder de Teófilo, enamorose de ella un hijo suyo, dicho Serafino. Y compitiendo en su pecho el amor y la majestad de ella, vivía con grandísima desconfianza de poder gozar de sus amores, en tanto que la osadía le dio un remedio para menoscabo de sus tiernos años, y fue que, como Teófilo tuviese, riberas de la mar, ciertas granjas y casería, para poderse en ella holgar algunos días, ordenó con su mujer, para dar algún pasatiempo y recreo a Politania, de irse con todos los de su casa en semejante lugar. Idos, Serafino, secretamente, concertó con unos amigos suyos pescadores que disfrazados con máscaras entrasen en la casería de su padre y se llevasen a Politania. Dicho y hecho semejante caso, embarcáronse todos con ella en un batel que tenían aparejado y navegando a remo y vela valerosísimamente para llegar a cierta isla que tenían concertado, encontraron con dos fustas de cosarios, donde les fue forzado defenderse por no ser cautivos. Y de tal manera pelearon que todos fueron muertos y echados en la mar, sino tan solamente Politania, que de verla tan hermosa era grandísima la competencia entre ellos por quien gozaría primero de su hermosura; y de otra parte era gran lástima de oír las rogarias que llorando Politania les hacía, con que no violasen su persona, porque había prometido a Dios castidad. Y así determinaron, convencidos de sus lágrimas, por quitarse de contienda, de conceder a sus ruegos y de venderla por esclava. Y con esta determinación hicieron su viaje a la ciudad de Éfeso.

Teófilo, amargo y congojoso de ver el osado atrevimiento que habían tenido en llevarle a Politania de dentro de su casería, hizo grandísimas diligencias y pesquisas por saber quién podían ser los tan desvergonzados y atrevidos. No faltó quien le dijo que su hijo Serafino había urdido y tramado tan estupendo caso. Airado mucho más en extremo grado, pidiendo auxilio y favor a los otros senadores, despidió barcas y bajeles por la mar adelante, porque fuese preso y traído a Tarcia; y él, con mucha gente de caballo, empezó a seguir la costa de mar. Y siguiéndola, hallaron en la arena tendidos, que el agua los había echado, a dos pescadores heridos y muertos, y más adelante a su hijo Serafino, y el batel sin remo ni nada, que las despedidas barcas lo habían topado en alta mar. Maravillados de lo que podía ser aquello, vinieron a considerar que habrían peleado con algunos contrarios y los habían maltratado de aquella suerte, y por bien que buscaron a Politania por dos o tres días, como no la hallasen, presumiendo que también era fallecida como los otros, con determinación y consejo del pueblo hicieron una sepultura de mármol, abierta a los pies de la estatua del rey Apolonio, y Politania de la misma piedra, muy naturalmente esculpida, como que salía de ella, y se abrazaba con su padre, con este letrero que decía:


    Si Politania murió,
su desdicha, muerte o gloria
viva está en nuestra memoria.

Los cosarios, tomando puerto sobre seguro en Éfeso, después de muchas cosas que traían para vender, sacaron y dieron en poder de corredor a Politania, para que fuese vendida por esclava a quien más daría por ella. Y de ver su gentileza, codicioso Lenio, rico mesonero de la Putería, porque le hubiese de ganar con otras mujeres, dijo de tal suerte en ella que hubo de quedar en su poder. Librada, pues, Politania por esclava de Lenio, y traída a su casa, como le diese relación a qué propósito y fin la había comprado, postrósele a sus pies con entrañables lágrimas llorando, que mirase por amor de Dios que era doncella y que había prometido castidad, que en tan vituperable y deshonesto lugar no fuese puesta; y que justa su conciencia lo que le podía ganar cada día en tan sucio ejercicio tasase, que ella se obligaba de ganárselo con otras virtuosas habilidades que sabía, con que le comprase una guitarrilla y sonajas, y le mandase cortar un sayuelo y zaragüelles de diversas colores, al uso truhanesco. Contento Lenio y convencido de sus lágrimas, le cortó sayuelo y zaragüelles, comprándole los instrumentos que pedía, y de esta suerte, como tuviese linda voz y fuese destrísima en la música, a todo el pueblo era muy acepta y agradable, y entre caballeros y gentileshombres llamada «la Truhanilla», acudiendo con lo que tasado le tenía su amo Lenio.

Pasados catorce o quince años en que ya el rey Apolonio hubo en este tiempo alcanzado de ser Rey de Antioquía, y conquistado su reino de Tiro de poder de Taliarca, castigando los rebeldes, dejó por visorrey de la tierra a su camarero juntamente con su mujer, que era el bañador que arriba dijimos; y se embarcó con sus naves y galeras, endrezando su camino para Antioquía; y tomando allí puerto, fue muy bien recibido, adonde depositó por visorrey al pescador, prometiéndole de enviar a su mujer, que en Tarcia por ama de su hija Politania había quedado. Y, así, se despidió de Antioquía, llegando a Tarcia con su flota, adonde de los senadores fue realmente hospedado. Y antes que de su hija pidiese, de los más principales de ellos, cargados de luto, fue una noche visitado, y de Teófilo, medio llorando, narrada la muerte del ama y desdichado fin de su hija Politania y de su hijo Serafino; de la cual nueva el rey Apolonio recibió en extrema manera grandísimo enojo, tanto, que juró sobre su corona en todos los días de su vida no afeitarse la barba, ni quitarse el cabello, ni cortarse las uñas, ni vestir oro ni seda, ni oír cosa que de pasatiempo fuese. A los cuales suplicó que le mostrasen, para más satisfacción suya, en qué parte estaba enterrada su hija. Mostrándosela, las palabras lastimosas que decía abrazándose con el bulto de su hija Politania, que estaba hecho de mármol junto de su estatua, eran para romper las entrañas. A donde, consolándole lo mejor que pudieron, se retrajo en un oscuro aposento, mandándose cortar para él y a sus criados paños de luto, y entapizar su nave toda de negro. Y, en breves días, se embarcó para Pentopolitania. Y navegando, a cabo de días, levantose tan contrario viento, que hubieron de tomar, más por fuerza que por grado, puerto en la playa de Éfeso. Y como fuese de noche y viesen por los muros de la ciudad grandes luminarias encendidas, y sintiesen repicar campanas y otros diferentes instrumentos de músicas, viniendo a preguntar a cierto marinero de la playa la causa de tan sobrado regocijo, les respondió:

-Que aquello se hacía cada año en celebración y memoria del nacimiento de su príncipe Palimedo.

En oírlo el rey Apolonio, luego se retiró en el más oscuro retraimiento de la nave, dando licencia a todos sus capitanes que quisiesen salir en tierra, que saliesen, para haberse de holgar mucho enhorabuena, excepto sus criados; y que sin eso les mandaba, a pena de la vida, que ninguno fuese osado de entrar adonde él estaba sin que él primero no les llamase.

En esto, el marinero, espantado de ver tan grueso ejército, fuese corriendo a dar aviso a su príncipe Palimedo, el cual, pensando que fuesen algunos contrarios y enemigos suyos, tocando al arma, mandó poner a punto de guerra toda su gente y enviar sus espías, las cuales supieron y dieron noticia a su Príncipe que no era sino el rey Apolonio que la controversia de vientos le había traído en aquellas partes con toda su flota, y que no cumplía temer de ninguna cosa. Y así, por la mañana desembarcaron los capitanes y les salió a recibir el príncipe Palimedo con toda su honra que fue posible, y les rogó que fuesen aquel día sus convidados. Aceptando tan señaladas mercedes, con la cortesía acostumbrada, fue hecho el convite muy solemne y copioso. Sabiéndolo «la Truhanilla», no faltó en semejante fiesta, adonde tañendo y cantando, hizo maravillas sobremesa; y le valió aquel día más de docientos ducados que le estrenaron todos aquellos capitanes. Pues como fuesen alzados los manteles, y el príncipe Palimedo les preguntase la causa de la tristeza de su rey Apolonio, por extenso se la contaron, y de todos fue suplicado, que él en persona quisiese entrar en su nave, para ver si le podría dar algún alivio en su tan sobrada tristeza. Concediéndoles tan justa demanda, proveyó que a «la Truhanilla» de presto le cortasen riquísimos vestidos de seda y oro al uso y traje de truhanes, y aparejar con diversidad de manjares una cena real, y cabalgando con todos los capitanes y los más principales de la ciudad, vino a la playa, adonde todos se embarcaron para ver las naves y galeras; y el príncipe Palimedo, con tres caballeros suyos más privados, se entró en la nave del rey Apolonio, y saliéndole los pajes al encuentro, le preguntaron quién era o qué es lo que mandaba. Respondioles:

-Sabed, hermanos, que soy el príncipe Palimedo, señor de esta ciudad de Éfeso, y lo que mando es que entréis a vuestro rey Apolonio, haciéndole saber cómo vengo aquí para besarle las manos.

-¿Las manos, señor? -respondió el uno de ellos-. La vida nos costaría, si tal hiciésemos.

-¿Por qué? -dijo Palimedo.

-Porque señor nos tiene mandado que el primero que entrara en su aposento sin él llamarle, será condenado a muerte.

-Pues yo quiero ser el condenado -dijo el príncipe Palimedo.

Y alzando la antepuerta, como el rey Apolonio lo sintiese, dijo:

-¿Quién es el tan aborrecido de la vida, que así osa entrar en mi acatamiento sin yo llamarle?

Respondió el príncipe Palimedo:

-Es el que besa tus reales manos, y ruega al omnipotente Dios que te consuele, el Príncipe de Éfeso.

En esto alzose de donde estaba asentado el rey Apolonio, y con la debida cortesía le hizo asentar cabe sí, y después de muchas pláticas ya pasadas, le rogó el Príncipe muy encarecidamente que quisiese salir en tierra, para recibir una cena real que le tenía aparejada. El rey Apolonio se la desvió, diciendo que había jurado sobre su corona de no salir en tierra hasta llegar en Pentopolitania.

-Si es así -replicó el Príncipe-, Vuestra Alteza puede hacerme estas mercedes sin perjuicio de su juramento: y es que la quiera recibir aquí dentro de su nave, y esto no creo que se me puede negar en ninguna manera.

Viendo el Rey su tan entrañable voluntad, se lo concedió. Y despidiéndose de él, luego el Príncipe salido a tierra, proveyó que la cena buena y aparejada fuese puesta en la nave; advirtiendo a «la Truhanilla» que a la postre de la cena entrase cantando y tañendo alguna consolatoria canción aplicada para aquel Rey que estaba triste, que él le prometía, si en alguna cosa le contentaba, hacerla libre.

Con este preparatorio, venida la noche, y asentados el rey Apolonio y el príncipe Palimedo a la mesa, fue distribuida la cena por sus criados y gentileshombres con tan solemne concierto, que el Rey quedó más maravillado que contento. Y estando ya en el postrer servicio, entró «la Truhanilla» con sus sonajas de plata, muy agraciadamente, cantando y tañendo la presente canción, atribuida al rey Apolonio, diciendo así:




Canción


    Alégrate, gran señor,
de lo que Dios manda, ordena;
cata que a veces la pena
vuelve en gozo muy mayor.
    Lo que nosotros juzgamos
que nos es daño o desdén,
de allí a veces sale el bien
y el mal, del que más gozamos.
    Da gracias al Hacedor,
si algún mal en ti disuena;
cata que a veces la pena
vuelve en gozo muy mayor.

Fue tan apacible y acepta esta canción al rey Apolonio que, mostrando algún contentamiento, le mandó dar cien escudos. Y, preguntándole de su estado y vida, y de qué nación era, dejó las sonajas, y tomando una guitarrilla, dio respuesta a su demanda cantando este romance:




Romance


    En la tierra fui engendrada,
de dentro la mar nacida,
y en mi triste nacimiento
mi madre fue fallecida.
Echáronla por la mar
en un ataúd metida,
con ricas ropas, corona
como Reina esclarecida.
Después, para me criar,
en la Tarcia fui traída;
allí me dejó mi padre
en bajo traje vestida,
a un ama encomendada
por quien fuese sostenida,
y por manos de Heliato,
doctrinada y bien regida.
Siendo de catorce años,
que es edad lenta y florida,
el ama que me criara
murió, dejome afligida;
y Dionisia, la mujer
de Heliato, combatida
de envidia de verme hermosa
más que su hija querida,
concertó con un esclavo
que diese fin a mi vida;
y abrazada con la estatua,
que en la Tarcia está esculpida,
de mi padre, fui librada
de la muerte dolorida,
so el amparo de Teófilo
fui puesta y constituida.
Allí, ya que la fortuna
me tenía combatida,
el amor me combatió
sin causa de él conocida;
y es que Serafino, hijo
de Teófilo, perdida
la confianza de haberme
por mujer, por ser tenida
hija del Rey, me hurtó
estando en vergel metida.
En un batel me embarcaron
sin poder ser socorrida;
yendo la mar adelante
de cosarios fui prendida,
Serafino muerto, y todos
los de esta traición urdida;
después en Éfeso puesta
y por esclava vendida,
y de Lenio, el mesonero,
fui comprada y poseída.
Y aqueste es, señor, mi amo
al cual estoy ofrecida
darle cierta cuantidad
cada día; y si cumplida
no se la doy, ha de ser
mi virginidad perdida,
y puesto mi cuerpo en venta
con otras de mala vida.
Mira, magnánimo Rey,
en qué afán estoy metida.
Pues te he dado relación
de mi linaje y caída,
da remedio que no sea
en tal vicio sometida.

A todo este romance estuvo muy atento el rey Apolonio, y destilando casi algunas lágrimas por sus ojos, del gozo que iba concibiendo en venir a considerar que «la Truhanilla» aquella era su hija, acabado que hubo, preguntándole su nombre, y respondiendo que se llamaba Politania, se alzó con los brazos abiertos, y abrazándola, le dijo:

-Vos sois, sin duda, Politania, mi hija, a quien por muerta en mi pensamiento tenía.

Ella entonces, con profundísima humildad se le arrodilló delante, y le besó las manos, y él le dio su bendición, y suplicó al príncipe Palimedo que luego descendiese a la ciudad, para que le mandase cortar a su hija ropas de brocado, y apercibir riquísimas joyas, porque aquella noche quería que quedase en la nave con él, y que en la mañana le prometía desembarcar juntamente con ella, y pasear por la ciudad, pues Dios le había hecho tan señalada merced de cobrar su hija. El Príncipe, muy alegre, vuelto a la ciudad, hizo cortar las ropas aquella noche, y aderezar el día siguiente las joyas, y una hacanea blanca para Politania, y un valeroso caballo ricamente enjaezado para el rey Apolonio, y llamar a Lenio, el mesonero, para pagarle todo lo que le había costado «la Truhanilla»; y como no quisiese, le mandó con gran riguridad echar preso en la cárcel.

Viniendo, pues, a desembarcar el rey Apolonio con su hija Politania, muy ricamente aderezada, dispararon todos los bajeles a un tiempo la artillería, que no parecía sino hundirse la tierra; y puesta en su hacanea, y el Rey en el caballo, endrezando su vía hacia la ciudad, dispararon las trompetas y ministriles y atabales, que era gloria de oír y mirar el concierto y aderezo de los caballeros y capitanes, y más de la gente que acudía por ver a «la Truhanilla» en tanta majestad puesta. Y como esta nueva se extendiese entre la gente plebeya, que «la Truhanilla» era hija del rey Apolonio, llegaron estas nuevas al monasterio donde estaba su mujer la reina Silvania, la cual, del gozo concebido, en congregación de todas las monjas se fue al coro, adonde dieron gracias a Dios de la conservación de su hija y marido, y cantaron el Te Deum laudamus. Y de consejo de la Reina y de las más ancianas y sabias, enviaron un embajador, hombre de muchas letras y de grande autoridad, al príncipe Palimedo, suplicándole que les hiciese tan señalada merced en hacer venir al monasterio al rey Apolonio y a su hija Politania, para poder considerar y ver las maravillas de Dios. Venido el embajador a palacio, aguardó que hubiesen acabado de comer, y teniendo oportunidad, le suplicó al príncipe Palimedo lo que las devotas religiosas le habían suplicado. Y visto su tan buen deseo, le dio palabra que él trabajaría que visitasen aquella tan santa casa a la tardecita, cuando el sol fuese de caída.

Con tan buena respuesta, las monjas tuvieron por bien que la Reina no saliese a recibir al Rey, su marido, sino que se retrajese en su cámara, vistiéndose las ropas riquísimas que traía cuando la pusieron en el ataúd, y su corona de oro en la cabeza, y de allí no se moviese hasta en tanto que la prioresa entrase por ella. Con esta ordenación, viniendo el rey Apolonio y la infanta Politania y el príncipe Palimedo al monasterio, saliéronles a recibir las monjas, suplicándoles que tan solamente los tres en lo íntimo de la casa entrasen, por más honestidad de su religión. Concediendo a su demanda, entráronles con gran afabilidad en un cuadro que tenían muy aderezado y compuesto, adonde le dieron al rey Apolonio el parabién de haber hallado a su hija; y a ella abrazándola y besándola, que Dios la dotase de su bendita gracia. A cabo de rato sacaron tres platos, los dos de riquísima colación, y el uno con la plancha de plomo que hallaron en el ataúd de la Reina. Los de la colación dieron al Príncipe y a la Infanta, y el de la plancha al rey Apolonio. Y como el Rey la mirase y tuviese en sus manos, con los ojos medio llorosos, les dijo:

-Mejor colación que esta no me podíais dar, reverendísimas madres, y sabed que aunque me habéis lastimado con la demostración de esta plancha, de otra parte he recibido gran contentamiento en saber que tenéis aquí depositado el cuerpo de mi mujer. Lo que yo os ruego es que me lo mostréis.

En esto levantose la prioresa, diciendo:

-Por servir a Vuesa Real Alteza estamos prestas y aparejadas. Aguarde un tantico.

Y entrándose donde estaba la Reina muy hermosamente compuesta, la sacó en presencia del Rey. Y como el Rey la viese, casi fuera de sí, se alzó de donde estaba asentado, y se la fue a abrazar, con los brazos abiertos, diciendo:

-¡Oh, dulcísima y amada mujer mía! ¿Y es posible, descanso mío, que seáis vos, la que por muerta tenía?

-Yo soy -dijo la Reina-, a quien Dios por su infinita misericordia, ha hecho tantas mercedes, de aportarme a esta tan santa casa, y volver en vuestra compañía.

La infanta Politania, entendiendo que aquella era su madre, arrodillándose en tierra, le besó las manos, y la Reina la abrazó con muy sobrada alegría.

El príncipe Palimedo, viendo tan buena coyuntura para pedir lo que ya por muchos días en su corazón encerrado y oculto tenía, se arrodilló a los pies del rey Apolonio, suplicándole le diese a la infanta Politania por mujer. El rey Apolonio se lo prometió, dándole en dote el principado de Tiro y el reino de Antioquía, con tal que a las monjas les respondiese cada año mil ducados, por tiempo de diez años, en gratificación del servicio y compañía que le habían hecho a la Reina, su mujer. Y la Reina les dio la corona de oro que en la cabeza traía; y así, se despidió de todas, abrazándolas con abundantísimas lágrimas.

Salidos a cabalgar, como los criados y capitanes del rey Apolonio vieron salir aquella tan hermosa dama, reconociéndola, decían:

-¿Esta no es la Reina? Ella me parece.

Unos «no es», otros «sí es», en sentir y gozar de su apacible y dulce habla, y que el Rey, trayéndola de la mano, le ayudó a cabalgar en la hacanea de la Infanta, lo creyeron y estuvieron muy maravillados. Cabalgando el Rey, y el príncipe Palimedo con la infanta Politania a las ancas de su cuartago, vinieron a palacio, adonde era excesiva gloria ver con qué placer y contentamiento, de uno en uno, los criados se arrodillaban delante la Reina y le querían besar las manos; y ella, no consintiendo, les abrazaba, haciéndoles mil mercedes.

De allí a pocos días fueron ordenadas las bodas del príncipe Palimedo y la infanta Politania, con real preparatorio; en las cuales hubo gran sarao de damas, y danzas y regocijos, y máscaras y torneos. Y como a Lenio el mesonero, que en la cárcel estaba, llegase a su noticia que su esclava «la Truhanilla» era hija del rey Apolonio y que había casado con su Príncipe y señor, determinó en semejante regocijo de hacer una petición a la infanta Politania para que le alcanzase perdón del Príncipe, su marido, y fuese librado de la cárcel. Hecha y venida a manos de la infanta Politania, compadeciéndose de él, recaudó con el Príncipe, su marido, que le soltase; y sin eso, que le diese doblado precio de aquello que pagó a los cosarios por ella, y más los doscientos ducados que los capitanes le dieron, y los ciento que en la nave le dio su padre, pues que justamente eran todos de él, siendo aún esclava suya. Y para esto le hicieron venir delante de ella y se arrodilló y le besó las manos por tan sobradas mercedes como le había alcanzado.

Acabadas las fiestas tan solemnes de las bodas, determinándose de ir el rey Apolonio con la Reina su mujer, Silvania, con toda la flota, y a verse con el Rey, su suegro, que ya muy cansado de días estaba, y a regir y gobernar su reino, como era de razón, se despidió del príncipe Palimedo, su yerno, y de la infanta Politania, su hija, con mil sollozos y lágrimas paternales; los cuales los acompañaron con toda la caballería de la ciudad de Éfeso hasta el puerto. Pues al embarcar era de oír el estruendo de la artillería, y el ver jugar las banderas por el placer que concebían en recobrar la Reina que ya por muerta tenían. Embarcados, en breve tiempo llegaron en Pentopolitania, y allí el suegro les salió a recibir con grandísimo gozo por gozar de la vista de su yerno el rey Apolonio y de su hija tan amada, al cabo de veinte años que no los había visto. Y de esta tan sobrada alegría cayó malo y murió. Y quedó el rey Apolonio poseedor y rey universal de toda la Pentopolitania. Y nosotros algún tanto contentos de lo que en su apacible historia hemos oído.




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Patraña docena


   A un ciego de un retrete
hurtaron cierto dinero,
y a otro su compañero
diez ducados de un bonete.

Era un ciego tan avariento, que por su sobrada mezquindez iba solo por la ciudad, sin llevar mozo que le guiase, y al comer, comía donde le tomaba la hambre, por ahorrar de costa y no comer tanto; y para recogerse de noche, tenía alquilada una pobre casilla, en la cual a la noche, cuando se retraía, se encerraba en ella sin lumbre, como aquel que no la había menester; y cerradas las puertas, desenvainaba de una espadilla corta que tenía, y por reconocer si había alguno, daba cuchilladas y estocadas por los rincones y bajo de la cama, diciendo:

-¡Ladrones, bellacos, esperad, aguardad! ¿Ahí estáis?

Y viendo que no había nadie, sacaba de una cajuela que tenía un talegón de reales, y hacía reseña por retozar y regocijarse con ellos, y ver si le faltaba alguno. Tantas veces continuaba este avaricioso ejercicio, que hubo de ello sentimiento un vecino suyo, el cual hizo un agujero en la pared para ver lo que podía ser aquello de dar cuchilladas por casa; y como viniese la noche y el ciego siguiese su necia y acostumbrada costumbre de acuchillar en el aire, y él no pudiese ver ninguna cosa, a causa que estaba a oscuras, estúvose quedo y escuchando, y a cabo de rato sintió contar reales, y después cerrar una cajita. Por lo cual, determinó por la mañana, no estando el ciego en casa, de entrar por el terrado y hurtarle los dineros. Quitados que se los hubo, la noche venidera estuvo acechando por ver lo que haría el ciego.

Pues, como los hallase menos, maldecíase, y quejábase de su mala suerte, diciendo:

-¡Ay, dineros míos de mi corazón!, ¿y dónde estáis vosotros ahora? Habiéndoos ganado en oraciones, por lo cual os llamaba benditos, no habíais de sufrir que me maldijese.

En que con estas quejas y otras se acostó en su cama. Levantándose por la mañana, al salir de casa el ladrón fuele detrás por ver si se iba a quejar a la justicia, y vio que encontró con otro ciego que era su compadre, y contándole cómo le habían hurtado los dineros, respondió:

-¡Osadas, compadre, que no me los hurten a mí como a vos!

Dijo el otro:

-¿Por qué?

Respondió:

-Porque los traigo conmigo.

Y en oír que el ciego decía que los traía consigo, juntó más con ellos el ladrón para oírlo mejor. El otro, importunándole que le dijese dónde, díjole:

-Compadre, habéis de saber que los llevo en el aforro de mi bonete.

No lo hubo acabado de decir, cuando el ladrón apañó del bonete y dio de huir. El ciego, en sentir que le quitaron el bonete, apañó del otro ciego, diciendo que le volviese su bonete que le había hurtado. El otro, diciendo que mentía, sobre esto vinieron a tal competencia que se dieron de palos, y el ladrón se fue con los dineros de los dos ciegos.




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Patraña trecena


    Una niña a Feliciano
hurtaron, y él en persona
de boca de una leona
cobró otra por su mano.

Feliciano, hombre de mucha autoridad y dotado de los bienes de fortuna, teniendo una hija de teta, que le criaban fuera de la ciudad, se la hurtó un hermano suyo pobre, y la echó a dos leguas de despoblado entre unas zarzas, por respecto que, si aquella niña vivía, era imposible heredar los bienes de Feliciano.

Quiso Dios que yendo Erasístrato, riquísimo labrador, a su majada, sintió llorar la dicha niña; por donde hallándola, la llevó a su mujer, la cual criaba otra niña de la misma edad, y le puso por nombre Zarcina, pues entre zarzas la halló su marido.

Feliciano, por bien que hizo sus diligencias, por ninguna vía pudo hallar ni descubrir rastro de su hija, sino que a cabo de tiempo, parió su mujer, Roselia, un hijo, del cual parto murió; y quedando el hijo le puso por nombre Roselio, el mismo nombre de la madre. Y como el hermano que pretendía heredar lo supiese, de puro enojo, de allí a pocos días murió. Quedando viudo Feliciano, dándose a caza de monte, siguiose que un día, como la mujer de Erasístrato tuviese a la puerta de la majada su hija propia encima de un poyo y la niña adoptiva en sus pechos, vino una leona recién parida, y en verla dio de huir, y la leona apañó de su hija; del cual espanto de allí a pocos días murió.

Feliciano, habiendo salido a caza, encontrando con la leona, de golpe de escopeta la hizo quedar a mal de su grado. Pensando que llevaba algún animal muerto atravesado en su boca, y juntando con ella, vio que era una niña muy hermosa; el cual la llevó a su posada; y por haberla tomado de la boca de la leona, la puso por nombre Leonarda. Así que trastocados de hijas los padres, que el uno tiene la del otro sin saberlo, siendo de edad proporcionada ya para haberlas de casar, Erasístrato vínose a su casa propia, que tenía dentro de la ciudad; y como Roselio viese a Zarcina, se enamoró de ella, en tanto que escondidamente se dieron palabra de casarse el uno con el otro. Viniendo a noticia de Feliciano, tomó a su hijo Roselio, notificándole que si tal cosa había pasado, que se hubiese prometido con Zarcina, que le desheredaría de todos sus bienes. Negándoselo Roselio, dijo Feliciano:

-Ahora te conviene, pues, hijo mío, que te cases con Leonarda, y hacerte he donación de todas mis posesiones; y esto es lo que a ti cumple, y a mi honra.

Otorgándoselo Roselio, fue casado con Leonarda.

Sabiendo esto Zarcina, dio parte a Erasístrato cómo Roselio estaba prometido con ella antes que se casase con Leonarda. Viniendo Erasístrato a dar parte de lo que pasara a Feliciano, por jamás le quiso creer, sino que desabridamente le envió de su casa. Pero el buen viejo de Erasístrato púsolo por justicia, y visto el pleito mal parado, determinó Feliciano de enviar a su hijo en Macedonia. Llegado, tomó amistad con un gentilhombre dicho Corineo, el cual, teniendo amores secretos con madama Crisolora, mujer de Triburcio, rico ciudadano, le dio parte de ellos y despendía por su respeto liberalmente. Feliciano, importunado de Leonarda y también por apremiarle de su demasiado despender, tuvo por bien de enviarle a llamar. Venido en saberlo Erasístrato, dio aviso a Feliciano cómo el proceso contra Roselio tenía cerrado, y que lo quería enviar a la corte, que procurase de defenderlo.

En este intermedio sucedió que fueron descubiertos los amores de Corineo por un pariente de madama Crisolora, al cual desafió en campo, acusándole de mal caballero y a ella de adúltera. Aceptándolo Corineo, por defensión de la dama, escogió el tiempo y su contrario las armas, y pensando que era falsa su querella, descubriose a un grande amigo suyo nigromante por ver qué remedio le podía dar para que saliese con su honra; el cual le respondió, que si tenía algún amigo que entrase por él en batalla, que él le remediaría de presto. Diciendo que sí, el cual era Roselio, viniéronse los dos en breve tiempo a casa de Feliciano. Recibidos por Roselio, y sabido a lo que venían, fue muy contento de aceptar el desafío, por donde les hizo honroso recibimiento en su casa.

Venido el día de su partida, el nigromante les mandó que se trastocasen los vestidos, y él después, con su arte mágica, les trastrocó los gestos, de tal manera, que Roselio parecía Corineo, y Corineo Roselio. Estando ya trastocados, dijo Roselio a Corineo:

-Pues ves, amigo, en qué riesgo de perder la vida me pongo por sacarte de afrenta, es menester que me saques tú de otra; y es que en días pasados di fe y palabra de casarme con Zarcina, hija adoptiva de un rico labrador, llamado Erasístrato. Y porque sé que, de hora en hora, está aguardando el proceso para que me haya de casar con ella, te suplico que si te tomaren por mí concedas en el matrimonio; pues que de su parte ni de la mía, no pienso que puedes perder, hermano mío, ninguna cosa.

Contento, despidiose Roselio de su padre Feliciano y de su mujer Leonarda, y fuese con el nigromante a Macedonia.

Pues como quedase Corineo en cuenta de Roselio en casa de Feliciano, para mejor guardar la lealtad a su amigo, al punto que se acostaba con Leonarda, desenvainaba de su espada, y la ponía entre los dos en medio de la cama. Admirada ella de tal novedad, fuelo a decir a Feliciano. Pues como Feliciano le diese reprensión por ello y a qué respeto hacía semejante extrañeza, respondió que era por causa de un voto que había ofrecido a Dios cuando vino de Macedonia, y que no se fatigase que muy presto lo habría cumplido. Estando el negocio de esta manera, llegó el proceso de la corte contra Roselio, mandando que, vista la presente, se casase con Zarcina, o, si no, que le cortasen la cabeza. Presentado por Erasístrato delante del juez, proveyó con un alguacil que fuese preso. Yendo Erasístrato con el alguacil, encontraron a Corineo que iba con un paje; y preso, diole parte el alguacil de lo que pasaba; a lo cual respondió Corineo que mirase lo que quería Erasístrato de él, que él estaba presto a lo que mandase, porque a Leonarda él juraba a los cuatro Evangelios que no la tenía por mujer, ni a ella en todos los días de su vida se había juntado. Entonces, dijo Erasístrato que pues así era lo llevase a su posada, y con auto de notario y buenos testigos se desposase con Zarcina. Contentos, fueron su camino.

A cabo de días, no fue hecho esto tan secreto que Leonarda lo vino a saber, y Roselio llegó de Macedonia, habiendo vencido al contrario de Corineo. Restituido en su propio rostro, y asimismo Corineo, con la ciencia y sutileza del nigromante; y tocando a su puerta sintió cómo reñían con su amigo Corineo, su padre Feliciano y su mujer, sobre el casamiento de Zarcina. Y, maravillándose de verle en otro gesto, entró Roselio dándose a conocer. Y, declarándoles la siguiente maraña, y a qué respecto se había hecho aquello, y notificando a Corineo que estaba fuera de trabajo, se vinieron a abrazar; y asimismo le dijo Corineo cómo se había desposado con Zarcina. Maravillados de tal caso, dijo Roselio:

-Señor padre, con esto que habréis oído pienso que serán acabados todos nuestros pleitos y satisfecho cumplidamente Erasístrato.

Respondió Feliciano:

-Por mí contento soy, hijo, pero, porque más sanamente seamos todos satisfechos, llamen a Erasístrato.

Llamado, dándole parte cumplidamente de todo lo que pasaba, y por abonarle tanto a Corineo y evitar pendencias, fue contento el bueno de Erasístrato, replicando que se tuviese por dichoso Corineo de haberse casado con Zarcina, porque según sus tratos y condiciones mostraba ser de linaje. Oyendo esto Feliciano, dijo:

-¡Cómo!, ¿no es vuestra hija?

Respondiendo Erasístrato que no, preguntole de qué suerte vino en su poder. Habiéndoselo contado, pidiole si los pañales en que iba envuelta la niña se podían ver. Diciendo que sí, rogole que fuese por ellos, y juntamente trajese a Zarcina.

Traídos, vino a conocer por ellos que Zarcina era su hija, y abrazándola, le dio su bendición. Erasístrato, de ver y oír tan extraño caso, lloraba de sus ojos, diciendo:

-¡Así pluguiese a Dios, señor Feliciano, que yo hallase una hija que perdí! Pero, es por demás lo que digo, que sus tiernecitas carnes fueron vianda de ferocísimos animales.

Preguntándole de qué manera, contó Erasístrato cómo una leona se la llevó de su majada, del cual espanto fue muerta su mujer. Dijo entonces Feliciano:

-¿Qué señas me daréis vos de ella?

Respondió:

-Señor, una águila de oro que llevaba en el cuello.

Díjole Feliciano:

-Mirad si es esa que lleva Leonarda en sus pechos.

Mirándola y respondiendo que sí, dijo Feliciano:

-Pues también es ella vuestra hija.

Abrazado el honrado viejo con Leonarda, diole su bendición, y preguntándole que le contase el venturoso suceso de venir en su poder, se lo contó: cómo saliendo a caza encontró con la leona, y de un golpe de escopeta, la mató, y por tomar la niña de su boca la llamó Leonarda. En esto, Corineo vino a descubrirse cómo era hijo de Erasístrato, que habían pasado diez años que no le había visto.

Así que, todos alegres y regocijados, ordenaron las bodas y fueron casados hermano y hermana con otro hermano y hermana, y vivieron honradamente a servicio de Dios.

De este cuento pasado hay hecha comedia, que se llama La Feliciana.




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Patraña catorcena


    A un muy honrado abad
sin doblez, sabio, sincero,
le sacó su cocinero
de una gran necesidad.

Queriendo cierto Rey quitar el abadiado a un muy honrado abad y dar a otro, por ciertos revolvedores, llamole y díjole:

-Reverendo padre, porque soy informado que no sois tan docto cual conviene y el estado vuestro requiere, por pacificación de mi reino y descargo de mi conciencia, os quiero preguntar tres preguntas, las cuales, si por vos me son declaradas, haréis dos cosas: la una, hacer que queden mentirosas las personas que tal os han levantado; la otra, que os confirmaré para toda vuestra vida el abadiado; Y si no, habréis que perdonar.

A lo cual respondió el abad:

-Diga Vuestra Alteza, que yo haré toda mi posibilidad de haberlas de declarar.

-Pues, ¡sus! -dijo el Rey-. La primera que quiero que me declaréis es que me digáis yo cuánto valgo; y la segunda, que adónde está el medio del mundo; y la tercera, qué es lo que yo pienso. Y porque no penséis que os quiero apremiar que me las declaréis de improviso, andad, que un mes os doy de tiempo para pensar en ello.

Vuelto el abad a su monasterio, por bien que miró sus libros y diversos autores, por jamás halló para las tres preguntas respuesta que suficiente fuese. Con esta imaginación, como fuese por el monasterio argumentando entre sí mismo muy elevado, díjole un día su cocinero:

-¿Qué es lo que tiene su paternidad?

Celándoselo el abad, tornó a replicar el cocinero, diciendo:

-No deje de decírmelo, señor, porque a veces, debajo de ruin capa yace buen bebedor; y las chicas piedras suelen mover las grandes carretas.

Tanto se lo importunó que se lo hubo de decir. Dicho, dijo el cocinero:

-Vuestra paternidad haga una cosa; y es que me preste sus ropas, y rapareme esta barba, y como le semejo algún tanto, y vaya de par de noche en la presencia del Rey, no se dará acato del engaño. Así que, teniéndome por su paternidad, yo le prometo de sacarle de trabajo, a fe de quien soy.

Concediéndoselo el abad, vistiose vuestro cocinero de sus ropas, y con su criado detrás, con toda aquella ceremonia que convenía, vino en presencia del Rey. El Rey, como le vio, hízole asentar cabe sí, diciendo:

-Pues, ¿qué hay de nuevo, abad?

Respondió el cocinero:

-Vengo delante de Vuestra Alteza para satisfacer por mi honra.

-¿Así? -dijo el Rey-. Veamos qué respuestas traéis a mis tres preguntas.

Respondió el cocinero:

-Primeramente, a lo que me preguntó Vuestra Alteza que cuánto valía, digo que vale veintinueve dineros, porque Cristo valió treinta. Lo segundo, que dónde está el medio del mundo, es a donde tiene su Alteza los pies; la causa que como sea redondo como bola, adonde pusieren el pie es el medio de él; y esto no se me puede negar. Lo tercero, que dice Vuestra Alteza que diga qué es lo que piensa, es que cree hablar con el abad, y está hablando con su cocinero.

Admirado el Rey de esto, dijo:

-¿Que eso pasa en verdad?

Respondió:

-Sí, señor, que soy su cocinero; que para semejantes preguntas era yo suficiente, y no mi señor el abad.

Viendo el Rey la osadía y viveza del cocinero, no sólo le confirmó la abadía al abad para todos los días de su vida, pero hízole infinitísimas mercedes al cocinero.




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Patraña quincena


    Finea en haber perdido
casa, estado y pasatiempo,
Pedro se llamó, y por tiempo,
fue juez de su marido.

En la ciudad de Candía residía un rico y viudo mercader, dicho Herodiano, el cual tenía una hija llamada Finea, y por casarla a su contentamiento y honra, la dio por mujer a Casiodoro, mancebo también mercadante, natural de Ferrara, con cuantas riquezas y posesiones tenía, con tal pacto y condición, que le había de sustentar todos los días de su vida. Contento Casiodoro, y hechas sus bodas como a tales personas convenían, a cabo de tiempo se fue para Ferrara, a causa de reducir sus negocios con algunos mercaderes de su patria.

Pues, como se holgase Casiodoro entre sus parientes y amigos, y se alabase un día en lonja que había casado mucho a su contentamiento y con hermosa y buena mujer, respondió Falacio, otro mercader de Candía, que estaba presente:

-Calle, señor, que muchas veces la mujer es buena, por no tener quien la recueste.

Por entonces Casiodoro calló como prudente, y, despedidos todos de la conversación, tomó aparte a vuestro Falacio, y díjole:

-Señor, ¿a qué respecto quisiste poner mácula en mi mujer?

Respondió:

-Yo no la puse, por cierto. Pero por eso no me desdigo de lo dicho; y es que pondré a perder cien ducados, si recuestándola no le hago hacer lo que infinitísimas han hecho.

Casiodoro diciendo que no, y él que sí, vinieron a poner sobre esto sus apuestas, y a recibirlo por auto de notario.

Concertados los inocentísimos mercaderes, vista la presente, se partió Falacio para la ciudad de Candía; y llegado, púsose a pasear muy requebradamente por donde estaba Finea, la mujer de Casiodoro, infinitísimas veces. Y como la hallase tan honesta y retraída, que, por ninguna vía del mundo le pudiese hablar ni ver a la ventana, supo que una vieja, dicha Crispina, tenía entrada y salida en su casa; a la cual, por bien que le ofreció dinero y joyas, porque manifestase a Finea su pena nunca lo pudo acabar con ella. Viendo Falacio que por aquí ningún remedio tenía, volvió la hoja, y fue que le prometió diez ducados con que le diese algunas señales de su persona, y asimismo señas de la entrada y salida de su cámara y lecho. Crispina, codiciosa del dinero, estando un día espulgando a Finea, vio que tenía un lunar en las espaldas, del cual, sin haber sentimiento, le cortó ciertos cabellos, los cuales dio a Falacio, con las señas de su aposento y cama, recibiendo los diez ducados ofrecidos.

Falacio, con esto muy satisfecho y contento, se volvió a Ferrara, y dando a Casiodoro las señas de las entradas y salidas de su cámara, afirmó que había dormido con su mujer Finea, y que, por mayor verificación y testimonio le daba cabellos de su persona, que le había cortado de un lunar que tenía en las espaldas; los cuales, como los viese Casiodoro y abiertamente conociese que le decía verdad, estuvo un rato suspenso, sin poder hablar, y a la postre, dijo:

-Ahora conozco, señor Falacio, que hay en mujeres muy poco que fiar: yo he perdido en esta contienda dineros y honra; y, pues tan locamente la puse en riesgo de cien ducados, no tengo a quien culpar, sino a mí mismo. Lo que yo más le suplico de este negocio es que esté secreta esta demencia mía.

Y así le dio fe Falacio de tenerlo secreto.

Casiodoro, lo más presto que pudo, resumió sus tratos, y a cabo de días se embarcó para Candía, y en su pensamiento de continuo, iba imaginando si en llegando mataría o no mataría a su mujer; y, por el grande amor que le tenía, determinó de no matarla, sino de hacer lo que adelante se dirá. En fin, que llegado a Candía, le salió a recibir Herodiano su suegro y Finea su mujer, con aquella alegría que acostumbran a recibir las buenas y fieles mujeres a sus deseados maridos. Y con el mal concepto que tenía ya Casiodoro de su mujer en sus entrañas concebido, fingió un día, estando sobremesa delante de su suegro, que por haber alabado la bondad y hermosura de su mujer a ciertas parientas suyas, les había dado palabra del primer viaje que hiciese de llevarla a Ferrara, para que gozasen de su vista y conversación; y, por tanto, le suplicaba que de ello fuese contenta.

El suegro, vista su justa demanda, hizo que su hija se lo concediese. Para esto, en breve tiempo, aderezó Casiodoro su nave cargada de mercaderías, y embarcada su mujer en ella, hizo alzar vela, siguiendo su viaje. Ya que a doscientas millas estuvo, mandó a los marineros que tomasen tierra en una isla desierta, fingiendo que estaba deseoso de holgarse en ella; y así, desembarcó de la nave. Después de haber comido tan solamente él y su mujer, y debajo de un árbol, para descansar un poco se recostaron encima de una alfombra y almohada que de la nave mandó que sacase un criado suyo. No fue echada Finea tan presto, cuanto luego en un punto fue adormida. Casiodoro, cuan astutamente pudo, se levantó, dejándola durmiendo, y se embarcó, mandando alzar vela a los marineros a la vuelta de Ferrara, adonde despachadas sus mercaderías, se volvió para Candía, y dio a entender a su suegro que su hija Finea era muerta de cierta enfermedad que le tomó.

Volviendo a Finea, como se despertase y se viese sola debajo de aquel árbol asentada, empezó a decir:

-¡Ay, reina de los ángeles, madre de Dios y abogada mía, y de los tristes pecadores y desconsolados, no me desamparéis en este paso que me veo puesta! ¿En qué yerro soy caída, cuitada de mí, para que mi marido Casiodoro en este desierto me dejase?

Cansada la triste señora de lamentar y destilar lágrimas por sus rubicundos ojos, y trastear el bosque y orilla de la mar, se tornó a sentar de donde levantádose había; y, sacando fuerzas de flaqueza, sacó hilo y aguja y unas tijeras de un estuche que traía, y de la saya se cortó lo mejor que supo un capotenico y caperuza y zaragüelles, y dejando el traje femenil, se vistió en hábito de hombre, para mejor defensión de su castidad; y encomendándose al glorioso San Pedro, porque era su abogado, determinó llamarse de su nombre.

Pues, yendo el afligido Pedro -porque de aquí adelante así le llamaremos- por aquel desierto, determinando de buscar su ventura, caminó tres días y tres noches sin ver persona nacida, sustentándose de las hierbas que mejor gusto y sabor hallaba; y de continuo oraba y alzaba de rato en rato los ojos al cielo, pidiendo a Dios que usase con ella de misericordia. Y como a las buenas nunca Dios olvida ni desampara, estando en esto Pedro, vio asomar una navecilla, por donde, de presto puso en un palo una hazaleja, y alzándola en alto, hizo sus señas para que se llegase a tierra. Llegada, los pasajeros y patrón de ella preguntáronle qué era la causa que así tan solo iba por aquella isla despoblada; a los cuales respondió que había escapado de cierta nave, que había dado al través bien lejos de allí, y que les suplicaba, por amor de Dios, que lo llevasen a tierra firme. Contentos, recogieron a Pedro en la nave, la cual iba para el reino de Chipre, cargada de muy ricas mercaderías. Y siendo cerca del puerto, al punto que quisieron entrar en él, tomoles tan gran fortuna que les fue forzado de lanzar mucha ropa en la mar para poder salvarse. Entrados y desembarcadas sus mercaderías, era tanta la competencia que entre los mercaderes había sobre lo que había de perder cada uno, que hubieron de venir a juicio delante del Rey; y aun allí, no pudiéndose conformar en ninguna manera, dijo Pedro, porque sabía muy bien escribir y contar:

-Si manda Vuestra Alteza y me da licencia, yo trabajaré, con mi poco saber, de apaciguar estos señores de mercaderes.

Dada por el Rey, de presto y con gran facilidad, mostró a cada uno lo que había de perder, según la ropa que traía. Vista por los mercaderes tan clara y abiertamente la cuenta como les había mostrado, se fueron muy satisfechos. El Rey de Chipre, enamorado de la habilidad y presteza de Pedro, le dijo que si se quería asentar con él que se holgaría en extremo. A lo cual respondió Pedro: «que era muy contento y le besaba sus reales manos por tan señaladas mercedes».

Y así, el Rey lo recibió en su servicio y mandó que fuese su secretario real y contador mayor de todo su reino.

Dejemos ahora a Pedro con su buena ventura. Tornemos a Casiodoro, el cual, como pretendiese que Finea, su mujer, sería muerta en aquel desierto, empezó a dar de mala a su suegro Herodiano, negándole la sustentación prometida, y sobre esto vinieron a pleito; y ultra que le pedía Herodiano la sustentación suya, vínole a pedir también que le diese razón de su hija, porque él no creía que fuese muerta, como él le había dado a entender. Así que, dejando al suegro con el yerno en su pleito, porque ya los pleitos de sí son largos.

En este comedio, el Rey de la misma ciudad de Candía se partió con una nave a visitar la casa santa de Jerusalén, por haberlo en cierta enfermedad prometido. Pues, volviendo de este tan santo romeraje, vino a pasar por la ciudad de Chipre, adonde desembarcó, para holgarse algunos días. Y el Rey le hizo solemne recibimiento, y muchas galas y fiestas. En esto, como viese Pedro que tenía linda oportunidad para volver a su tierra, dijo al Rey de Candía cómo era su vasallo, y que le rogaba, por amor de Dios, cuando a lance le viniese, le suplicase al Rey de Chipre que se lo diese para su servicio. Prometiéndoselo, vino un día que, estando los dos reyes juntos, y el Rey de Chipre le alabase que tenía de su reino un criado llamado Pedro, muy hábil y experto en toda cosa, se lo pidió por merced para servicio de su real persona; a lo cual respondió el Rey de Chipre:

-Gran don me ha pedido Vuestra Alteza, pero no puedo dejar de otorgárselo, por más grande que fuese. Llámenle, y si él es contento, vaya mucho enhorabuena.

Llamado Pedro, y dada noticia de lo que pasaba, respondió:

-Merced me haría, y muy señalada, Vuestra Alteza, si tal licencia otorgarme quisiese, porque ya puede pensar que todo hombre naturalmente desea volver a su patria.

Viendo su voluntad, dióselo al Rey de Candía, dando a Pedro grandísimos dones. En esto, Pedro se arrodilló delante los reyes, besándoles las manos. Y de allí a pocos días el Rey de Candía aderezó su partida; y, embarcando juntamente con Pedro, después de haberse despedido del Rey de Chipre, siguió la nave su viaje; el cual fue tan bueno que en breve tiempo llegaron a Candía; y fue recibido el Rey de los suyos con aquella honra y acatamiento cual eran obligados y a tal señor pertenecía. A cabo de seis días murió el regente de su cancillería, por lo cual dio semejante dignidad a Pedro, y él la aceptó, en cuenta de grandes mercedes, dándole infinitísimas gracias por ello.

Pues, como Pedro fuese regente y por su sagacidad y prudencia hiciese grandes justicias, vínole la causa de su padre y marido entre manos. Venidos y comparecidos delante de él, y oída la petición de su padre Herodiano, que pedía a Casiodoro, su marido, la sustentación que le negaba, y más que le diese certificatoria en qué parte y de qué enfermedad era muerta su hija Finea, proveyó, vista la obligación, que Casiodoro le diese a Herodiano un tanto cada día para su sustentación, y que, vista la presente, le pagase lo que hasta allí debía; y también que dentro de cuatro meses le diese, por auto y testigos de fe y de creer, adónde y de qué enfermedad era muerta su mujer Finea.

Pasados que fueron los cuatro meses, como no diese razón de lo proveído Casiodoro, tornole a convenir Herodiano delante de Pedro el regente. Y visto por él la poca razón que daba ni tenía en semejante caso, mandó que lo prendiesen y pusiesen en la cárcel a Casiodoro. Puesto, viendo que por jamás en las confesiones había querido otorgar la verdad, mandó que le diesen tormento, fingiendo que tenía testigos recibidos contra él. Casiodoro, atemorizado de los tormentos, vista la presente, confesó toda la verdad, de cómo por haber alabado la bondad de su mujer y Falacio vituperado, diciendo que pondría cien ducados si no dormía con ella, y él haberlos puesto, y el otro ganado, determinó, por el mucho amor que le tenía, de no matarla, sino que la dejó en una isla desierta para que allí de hambre pereciese; y que aquello era sin falta la verdad de lo que le había acontecido con su mujer Finea. Oído por Pedro semejante caso, hizo que lo volviesen a la cárcel y luego mandó prender a Falacio, el cual, por sus tormentos, vino a otorgar que no había dormido con Finea, sino que por ganar los cien ducados había dado diez a Crispina, porque le dio señas de su persona y de su aposento y cama, con las cuales había ganado a Casiodoro. Admirado de esto Pedro, mandole poner en la prisión, y tomar a Crispina, la cual, habiendo confesado la verdad, hizo sentenciar, publicando su delito; y a Falacio dio por sentencia que restituyese los cien ducados y el interés de ellos según el tiempo que los había tenido, y más, que fuese desterrado perpetuamente de su patria.

Hecho todo esto, secretamente se hizo cortar riquísimas ropas de mujer, y mandó soltar a Casiodoro; y para un día señalado aderezó un magnífico y generoso convite, en el cual convidó al Rey, y a su padre Herodiano y a su marido Casiodoro. Y después de haber comido, suplicándoles que se aguardasen un poco, se entró en su retrete, adonde se aderezó de mujer como naturalmente lo era; y salida delante del Rey, y su padre y marido, mandando que todos los criados se saliesen fuera de la sala, se vino a descubrir cómo ella era Finea, hija de Herodiano y mujer de Casiodoro; y relató en presencia del Rey todo el suceso de sus trabajos acontecidos por respecto de la inocencia de su marido; y que, por haber llegado en aquel estado, daba muchas gracias a Dios y a su Alteza, y que, si servido era, aquel mismo le suplicaba que diese a su marido. El Rey, atónito y maravillado de semejante caso, fue contento, con tal condición, que no pudiese oír su marido ni determinar causa ninguna sin que primero no estuviese ella presente. Y le hizo, sin eso, de ver su bondad y fortaleza, infinitísimas mercedes. Y de esta suerte vivió honradamente Finea con su marido Casiodoro, con muchos alegres y prósperos años, en la ciudad de Candía.

De este cuento pasado hay hecha comedia, que se llama Eufemia.




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Patraña dieciséis


    Quiso Astiages, por su suerte,
del nieto ser homicida,
y Harpago, por darle vida,
a su hijo dio la muerte.

En la provincia de Media residía un rey valerosísimo y esforzado, llamado Astiages, el cual tenía una hija, dicha Mandane. Este rey, por diversas noches, soñó que por la parte natural de su hija veía nacer una vid con un sarmiento que cubría casi toda la Asia, para lo cual consultó todos los adivinos de su reino, los cuales le dijeron y declararon con sus interpretaciones, que su hija había de parir un niño que por tiempos sería rey, y le desprivaría del reino. Él, porque tal no fuese ni aconteciese, acordó de no casar a su hija Mandane con varón que fuese de linaje. Y así, vista la presente, la envió a Persia, para que casase con Cambises, hombre de mediano estado; mas con toda diligencia de continuo vivía receloso, y más cuando supo que estaba preñada; por lo cual mandó que fuese venida a su corte; y puesta en su íntimo palacio, le puso guardas para que le avisasen cuando el parto le tomase. Llegada la hora del parir, parió un muy hermoso niño, el cual mandó que Harpago, un criado suyo de quien mucho se fiaba, vista la presente, lo llevase fuera de la ciudad, y que sin redención ninguna lo matase. Harpago, tomado que hubo el infante, no lo quiso matar, por respecto que, si el Rey moría no quedase el reino sin heredero, sino que lo dio a un pastor suyo, para que en una selva desierta lo echase. Echado que fue, el pastor, viniendo a su aldea, halló a su mujer recién parida de un niño muerto; y de verla tan congojada, contó lo que le había acontecido con el nieto del Rey, y de cómo le dejaba en la selva desierta. En oírlo la mujer, tantos ruegos y sumisiones le hizo, que le indujo a que fuese por él. Ido, trájoselo; y, puesto en sus brazos, holgose tanto que, olvidado el dolor de su hijo perdido, rogaba a su marido que se lo dejase criar, que por ser hijo de quien era y nieto de rey, no podría ser sino muy bien gratificada.

El pastor, no consintiendo, dijo:

-¡Oh, mujer!, no querría que Harpago enviase a la selva a ver si he cumplido su mandamiento.

Conociendo que tenía razón su marido, quitole los paños reales que el niño traía, y púsoselos a su hijo muerto, y mandole llevar a la selva desierta que decía. Apenas lo hubo echado, cuando criados de parte del Rey vinieron para ver si el pastor había hecho lo que Harpago le había mandado, al cual dieron relación que lo habían hallado muerto en la selva.

Pues, criándose el infante en poder del pastor, púsole por nombre Ciro, porque Cira se llamaba su mujer. Siendo ya de edad de diez años, jugando con otros muchachos a un cierto juego que ellos concertaron, alzáronle por rey, y todos le obedecían y besaban las manos. Uno hubo, que no le quiso obedecer, por lo cual mandó que le azotasen. Fueron tales los azotes, que sabiéndolo el padre del muchacho se fue a quejar al rey Astiages, despojándoselo delante porque viese cuán mal parado estaba. El Rey, admirado de semejante caso, y notificado quién tal había hecho, mandó llamar al pastor, y al infante con él; y preguntando que quién le había dado tal licencia y atrevimiento de castigar de tal manera hijo de ninguno, respondió el infante con rostro sereno:

-Sepa Vuestra Alteza que yo ninguna culpa tengo de ello, porque, jugando, me alzaron y dieron dominio de rey, y juraron de obedecerme; y como este no quisiese hacer mi mandamiento, le mandé azotar, porque conociese qué cosa es ser desobediente a su rey. Y si de esto, señor, merezco pena alguna, aparejado estoy, como obediente vasallo, a lo que mandase.

Maravillado el Rey de cuán osada y concertadamente había propuesto su razón, estándole mirando en el rostro, vio que le parecía algún tanto retrato de su hija Mandane, y más cuando le vino a la memoria del sueño que soñado había, por lo cual dijo al pastor:

-¿Cúyo hijo es este muchacho?

Respondiendo que suyo, mandó que le diesen tormento hasta que dijese la verdad. El pastor, de miedo, entonces confesó todo lo que le había sucedido con el infante. Y confiriendo el Rey el tiempo del muchacho con el día que le mandara echar, conoció claramente ser su nieto, y que el sueño que los magos le habían declarado, que con haber sido rey de los muchachos, se había cumplido, y que de allí adelante podía vivir sin temor. Mas por eso no dejó de concebir gran odio contra Harpago, porque no había hecho su mandamiento de matar a su nieto. Y por vengarse de él, secretamente le mandó matar un hijo que tenía, y mandóselo guisar en diversos manjares; y dándoselo en la mesa, al mejor que estaba comiendo, preguntole si le sabía bien; respondiendo que sí, díjole:

-Pues tu hijo es el que comes, Harpago, y ese es el castigo que merecen los criados que no hacen lo que les manda su rey.

Fue tanto el dolor que Harpago en su ánimo concibió, que luego propuso, en cualquier manera que fuese, vengarse de su rey Astiages.

Pasaron algunos años con esta disimulación. Y el Rey, a cabo de días, envió a Ciro, su nieto, en Persia, adonde en ejercicios del arte militar se criaba; y hacía grandes proezas y hazañas; y tenía ganada la voluntad a todos por su buena crianza y afable conversación. Harpago, que de continuo en su pecho revolvía de qué modo poderse vengar, escribió una carta a Ciro, diciendo:

-Que se acordase de cómo su abuelo, el rey Astiages, en ser nacido le quería matar, y que él le dio la vida, y que por habérsela procurado, le había hecho matar a un solo hijo que tenía, y dado en manjar, y que por no poder oírle ni verle lo tenía desterrado de su corte; y si determinaba de poseer el reino, como de derecho le provenía, que allegase mucha gente de armas y viniese sobre Media, que él le prometía con todos los medos, cuando en campaña fuese, de pasarse a su parte.

Escrita esta carta, porque pudiese llevarla el portador de ella libre y seguramente, porque estaban los pasos todos tomados por el Rey, púsola dentro de una liebre, y al que la llevaba, en traje de cazador, con sus redes al cuello. Y así pasó de esta manera en Persia, y dio la carta en manos de Ciro. Vista su buena intención de Harpago, luego aderezó y allegó infinita infantería, y vino sobre el rey Astiages, su abuelo. El Rey, olvidado de la injuria que por su mano Harpago tenía recibida, diole el cargo de la batalla, para que saliese al encuentro de Ciro. Harpago, en verse con él, se pasó con todos los medos de su parte. Indignado el Rey de semejante traición, juntó muy gran hueste y vino sobre Ciro y Harpago; y llevándolos de vencida, a los soldados que iban huyendo salían las madres y sus mujeres al encuentro, que volviesen a la batalla; y viendo que no querían, alzándose las madres sus faldas y mostrando sus vergüenzas, a voces altas decían:

-¿Qué es esto? ¿Otra vez queréis entrar en los vientres de vuestras madres?

Los soldados de vergüenza de esto, volvieron a la batalla con grande ánimo, por donde fue preso el rey Astiages, y su campo roto, y vencida toda su gente. Y quedando Ciro por rey y señor, no le quitó otra cosa que el reino, y lo depositó en un castillo muy bien guardado, y repartió grandes dones con todos sus vasallos, e hizo muchas mercedes a su tan buen amigo Harpago. Y desde entonces feneció la monarquía de los medos, y pasola Ciro a los persas.




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Patraña diecisiete


    Julián, por ser cabido
y amado del rey de Tracia,
cupo a Estacio tal desgracia
que en carbón fue convertido.

El rey de Tracia, yendo un día a caza de monte, fue ausentado de los suyos por seguir acosadamente a un ciervo; donde hallándose solo en un áspero bosque, y la noche que venía con abundantísima agua, sonó por dos o tres veces su bocina; y viendo que no era oído de ninguno determinó de seguir por donde al caballo mejor le pareciese caminar. Con esta determinación, habiendo caminado un grandísimo rato, cerró la noche y perdió el tino; donde parándose en el desierto y mirando a todas partes, vio una lumbre muy lejos, a la cual encaminó su caballo; y llegando a donde la lumbre estaba, vio que era una majada, en la cual habitaban marido y mujer y un hijo llamado Julián, de edad de quince años. Y pidiendo si había posada, les suplicó que le acogiesen por amor de Dios aquella noche. Dijéronle que eran muy contentos. Descabalgado que hubo, el hijo Julián le descalzó las espuelas y tomó a cargo de pensar el caballo, el buen hombre de hacer fuego y enjugarle la ropa, y la mujer de guisarle de cenar.

Pues como estuviesen cenando, y el Rey viese a Julián cuán bien criado y servicial era, díjole al padre:

-Decidme, señor, ¿por qué tenéis este mozo aquí perdido? Dejadlo que vaya a ver el mundo algún poco de tiempo, que no puede perder nada por ello.

En esto respondió la madre, diciendo:

-No nos miente tal, por amor de Dios, señor, que ya una vez semonos quiso ir con una escobeta a la guerra, y de puras lágrimas mías le hice que se quedase.

Dijo entonces el Rey:

-Certifícoos, pues, padres honrados, que es mozo para servir delante de un rey; y si el rey de Tracia, vuestro señor, lo sabe, pasa peligro que no os lo pida para su servicio.

Respondió el padre:

-Calle, señor, que se quiere burlar de nosotros. Dejemos eso aparte, y vámonos a dormir, que es gran noche, y vuesa merced pienso yo que vendrá cansado.

Dijo el Rey:

-Tenéis razón, padre.

Y así, se fueron todos a dormir.

Venida la mañana, ya que esclarecer quería el alba, vierais venir, de pie y de caballo, en busca del Rey mucha gente; y como preguntasen a Julián, que estaba a la puerta de la majada, si había visto un caballero de esta y de esta suerte, y él respondiese que estaba durmiendo, entrados en su cámara, en verle, todos se arrodillaron delante de él, y besaron las manos de alegría y placer que concibieron por haberle hallado. Como Julián lo viese, fuelo a decir de presto a su padre y madre, que el huésped que habían hospedado era el rey de Tracia; por lo cual fueron corriendo a besarle las manos, y que les perdonase si no le habían hecho aquel acogimiento y honra que merecía. En esto, el Rey los alzó de tierra y los abrazó, suplicándoles que a su hijo Julián se lo diesen para su servicio. Contentos y dichosos por ello, le aderezaron de las mejores ropas que pudieron; y el rey de Tracia, despidiéndose de ellos, se fue para su ciudad, acompañado de todos sus caballeros.

A cabo de tiempo, por ser ya de muchos días Estacio, gentilhombre copero suyo, instituyó a Julián en su lugar. Pues, como viese Estacio que el Rey no se acordaba de él en darle otra dignidad, como pretendía, y que Julián privaba tanto en tan poco tiempo, de envidia que le tuvo ordenó una malicia; y fue que, tomando a Julián en puridad, le dijo:

-Mira, hermano, de esto que te quiero avisar no me lo debes de tomar a mal, sino agradecérmelo en grandísima manera, porque como eres novicio en el cargo que te ha dado el Rey, y mozo y no experimentado, caes en un grandísimo yerro en hablar rostro a rostro con el Rey; y le tienes, según yo he oído, amohinado, por hederte un poco la boca. Por eso, cuando hablases con él, desvía cuanto pudieses el aliento; y créeme.

Julián, con sanísimas entrañas y sin caer en malicia ninguna ni en algún engaño, cuando hablaba con el Rey desviaba cuanto era posible su rostro. Estacio, viendo que Julián hacía lo que él le tenía aconsejado, tomó al Rey en secreto, y díjole:

-Porque conozca Vuestra Alteza cuán poco hay que fiar en hijos de villanos, y que siempre tiran a su natural, esto muy claramente se ha mostrado en vuestro querido Julián.

El Rey, admirado de lo que podía ser aquello, le dijo:

-¿Cómo, qué es lo que ha hecho?

Respondió:

-Sabrá Vuestra Alteza que va publicando que le hiede la boca que no hay quien lo sufra. Pero, si no me cree, tenga mientes en ello, y verá cuando le sirve cómo desvía su rostro del de Vuestra Alteza.

Teniendo sentimiento el Rey de lo que Julián hacía y que Estacio le había enseñado, lo que él no se daba acato, vista la presente, determinó de hacerle matar. Y porque no le viese morir, por el amor que le tenía, fuese un día a holgar fuera de la ciudad, adonde unos leñateros solían hacer carbón, y apartándolos en secreto, les dijo:

-Mirad, buenos hombres, si mañana enviara aquí un criado mío que os diga: «¿Habéis hecho lo que el rey os ha mandado?», echádmelo vivo y calzado adonde soléis hacer el carbón, y muera allí, porque es cosa que me cumple.

Volviendo el Rey a su palacio, por la mañana dijo a Julián que fuese adonde hacían aquellos leñateros el carbón, y les dijese si habían hecho lo que el Rey les había mandado. Yendo Julián, como tenía de costumbre por la mañana de rezar ciertas devociones, y se le hubiesen olvidado, pasando por la iglesia, entrose en ella para haberlas de rezar. Estacio, como supiese lo que el Rey tenía ordenado, codicioso de ver efectuado su deseo, fuese derecho a los leñateros, y sin darse acato del daño que le podría sobrevenir, dijo:

-Buenos hombres, ¿habéis hecho lo que el Rey os ha mandado?

No lo hubo acabado de decir cuando ya le hubieron dado un porrazo en la cabeza y metido en el hoyo del carbón. Salido Julián de la iglesia de rezar sus devociones, como fuese a los leñateros a decirles que si habían hecho lo que el Rey les había mandado, diciendo que sí, volviose a decir al Rey que ya habían hecho su mandamiento. Espantado el Rey de pensar qué podía ser aquello, aguardando que anocheciese, y viendo que Estacio no parecía, llamó a Julián, pensando no fuese aquello algún juicio de Dios, diciéndole:

-Ven acá, ¿Estacio díjote por alguna vía o manera que yo estaba quejoso de ti?

Respondió:

-Sepa Vuestra Alteza que lo que él me dijo fue que cuando le servía a la mesa desviase mi rostro, porque le había dicho Vuestra Alteza que a mí me hedía la boca.

Entonces el Rey, dándose con la mano en la frente, conoció el engaño y malicia de Estacio, y que los leñateros le habían quemado, y que Dios le había dado el pago que merecía; por donde desde entonces amó mucho más a Julián.




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Patraña dieciocho


    Porque decía Claudino:
«¡Dios os guarde de mal hombre!»
Filemo, por propio nombre
se enojaba de contino.

Claudino, sastre, teniendo otro vecino calcetero delante su casa, llamado Filemo, cada mañana que le saludaba, después de «¡Buenos días!» y «¡Buenas noches!», le decía:

-¡Dios os guarde de mal hombre y mala mujer, señor compadre!

Tantas veces se lo dijo, que le respondió:

-¿Qué me puede hacer a mí mal hombre, ni mala mujer, sabiéndome yo guardar? ¡Andá de ahí, no me lo digáis más, si me queréis tener por amigo!

Por lo cual Claudino calló, y a cabo de días, amprole sobre una buena prenda dos ducados sin haberlos menester, los cuales le volvió el mismo día.

Después, de allí a dos semanas, volviole a suplicar que le prestase cinco ducados, y Filemo se los prestó, no queriendo tomarle prenda ninguna; los cuales le volvió pasados tres días. Y de allí a muy poco tiempo le volvió a pedir prestadas diez piezas de oro, y también se las dejó. Pasado un mes, pasados dos, pasados tres, viendo Filemo que no le volvía sus dineros, díjole un día:

-Señor vecino, ¿por qué no se acuerda de volverme aquellos dineros, viendo con cuánta voluntad se los presté?

A lo cual respondió Claudino:

-¿Qué dineros o qué haca? Ya os los he vuelto; no sé qué os decís.

-¡Señor compadre! -dijo Filemo-, no me los habéis vuelto, ni tal me podéis vos probar por cierto; pero yo tengo el merecido por no quereros tomar prenda. Bien, la justicia lo averiguará todo. ¡Andá con Dios!

Ido, sin perder punto, le envió a citar por tres veces; y a la primera citación fingió Claudino que le habían robado la ropa de su botica, y su capa juntamente, y que por este respecto no salía de casa. Cuando vino la postrera citación, díjole a Filemo:

-Señor vecino, ya veis que por no tener capa días ha que no salgo de casa. Si queréis que comparezca delante del juez, prestadme alguna capa de las vuestras sobradas, para que salgamos de este negocio.

El Filemo, contento, prestósela. Venidos a juicio, habiendo hecho Filemo su demanda, respondió Claudino que si le había dejado dineros, que ya se los había vuelto buena y cortésmente:

-Pero mire vuestra señoría cuán mal hombre es este que, si a mano viene, dirá que la capa que yo traigo es suya.

Respondió Filemo:

-Sí, que es mía.

Dijo Claudino:

-¿Veis si digo yo verdad, señor?

Entonces dijo el juez:

-Jurad aquí, ¿vos debéisle los diez ducados?

Respondió Claudino:

-Juro, señor, que así es la capa suya como yo le debo los dineros.

Por donde dio por libre el juez a Claudino, y Filemo se fue a su casa muy congojado. Y a la noche, toma Claudino la capa de Filemo, y los diez ducados, y fuese a su posada, diciendo:

-¡Buenas noches, señor compadre! No os alteréis por verme; sosegaos, por amor de Dios. Primero y principalmente, veis aquí vuestra capa, y más los diez ducados. Todo esto no lo he tramado sino porque conozcáis qué es lo que puede hacer un mal hombre y una mala mujer.

Entonces Filemo le abrazó, agradeciéndole desde allí adelante el aviso que le daba.




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Patraña diecinueve


    Tancredo causó, y Febea
que a Brandiana culpasen,
dos hermanos peleasen
sin cometer cosa fea.

En el reino de Escocia hubo un rey llamado Aquileyo, mancebo y de buena fama, el cual cayó malo de cierta enfermedad que Dios fue servido que tuviese; y viniendo al paso de la muerte, prometió que si Dios le libraba de aquella aflicción y le restituía en su sanidad pasada, de hacerse monje y servirle todos los días de su vida en religión. Fue, pues, el caso que en breve tiempo estuvo bueno; y para efectuar lo prometido, llamó a un hermano suyo que tenía, dicho Calimedes, que ya muchos años había que era casado, y tenía una hija llamada por nombre Brandiana; y lo depositó en su silla y estado real, y hizo jurar por Rey de los grandes de su reinado, y él se puso monje en el abadiado de Santa Flor.

Pues como Calimedes asistiese por rey de Escocia, y sus grandezas y liberalidades se manifestasen que usaba, no tan solamente con sus vasallos, mas con todos los extranjeros, y por otra parte las virtudes y gracias de su hija Brandiana, acudieron a su corte innumerables y grandes señores, entre los cuales vinieron dos hermanos, hijos del rey de Bretaña, el uno llamado Ricardo, y el otro Dulcido, y el hijo del duque de Albania, dicho Tancredo. Ricardo, como viese que era igual en grado de la infanta Brandiana, púsose a servirla de tal manera, que hizo por su servicio en la corte infinitísimas fiestas, así de torneos como de justas y otras galas, saliendo siempre con su honra, por ser esforzado caballero; por lo cual la Reina y el rey Calimedes se holgaban de ello, y le tenían en reputación de hijo, y le hacían muchos favores y mercedes de cada día.

De otra parte, Tancredo no había dejado de servir con toda su posibilidad, a la infanta Brandiana. Y, conociendo el poco fruto que sacaba de ello, y cuán favorecido era Ricardo, quiso probar por otra parte si alcanzaría aquello que tanto deseaba; y fue que se puso a requebrar a Febea, doncella muy amada y querida de la infanta Brandiana, de tal manera que en breves días alcanzó de ella cuanto quiso, y las más noches dormía con ella a su contento, porque secretamente subía por cierto lugar oculto, con una escalera de cuerdas, a la media noche, cuando todo hombre sosegaba. Con estos amores tuvo oportunidad de rogar a Febea que no dejase de dar un tiento a Brandiana cómo él noche y día penaba por sus amores, y que si ella acababa que le favoreciese, y por cualquier vía casase con ella, que de su parte le prometía siete mil ducados en dote. Concediéndoselo Febea, de una parte rehusaba por no ser ingrata contra sí misma en perder su nuevo amante, y de otra la esforzaba el dote prometido. En fin, que convencida del interés se lo dijo a Brandiana; mas como Brandiana tenía en su corazón a Ricardo, no hizo caso de Tancredo, antes amenazó a Febea si tal negocio más le boquease.

Habida la desabrida respuesta, Tancredo trabó de más continua amistad con Ricardo, y le dijo un día en secreto:

-Señor Ricardo, por la amistad que nos tenemos, yo querría que entendieses, como claramente entiendes y sabes, el mucho tiempo que sirvo a Brandiana; y pues se sabe que mis trabajos y servicios son para casarme con ella, y el Rey, según tengo entendido, ningún desvío dará en ello, querría que dejases de hacerme contraste, y que no fueses tras lo incierto.

Ricardo le respondió:

-Maravillado estoy de ti, Tancredo, que antes que yo bien la quisiese tú la amases, ni que por tal respecto la hubieses tan solamente mirado; pero dejemos eso aparte. Ya sabes el amor que Brandiana me tiene, que de solo ser mi mujer se precia; y porque desengañado quedes, has de saber que de su misma boca le he oído decir que ver no te puede.

-¡Ay! -dijo Tancredo-, en gran error siento que te ha puesto el amor ciego. Pero, si te sientes ser amado de ella, como tú dices y pretendes, vengamos a la prueba y dime qué favores te ha hecho desde que la sirves, que yo te diré los míos; y al que más y mejores los habrá recibido, aquel permanezca en su servicio.

Contento Ricardo, con juramento que hicieron, a ley de buenos caballeros, de tenerse secretos, empezó a decir:

-Has de saber, Tancredo, que Brandiana me ha jurado que no ha de ser otro su esposo ni marido, sino yo; y, por más certidumbre me ha dado este anillo de su mano; y, cuando su padre en esto no venga bien, me ha dado palabra de irse conmigo a Bretaña.

Respondió Tancredo:

-Si con eso presumes tenerte por seguro, yo te diré cosa que cuando la sepas me tendrás por más dichoso que tú; y es que no pasa noche de esta vida que no duermo con ella.

En oír esto, Ricardo le dijo que no podía creer semejante cosa. Respondió Tancredo:

-¿Tanta confianza pones en mujeres? Pues aguarda, yo te lo haré ver la noche venidera con tus propios ojos.

Concertados, fuese Tancredo a Febea, diciendo:

-Amiga y señora de mi corazón, de parecer sería, si tú quisieses, que por quitarme de la fantasía a Brandiana me hicieses una señalada merced: que la noche siguiente, cuando venga a dormir contigo, yo trabajaré de venir tardecillo, que tú te adereces y te pongas las ropas de Brandiana, y hagas el posible de remedarla, así en habla como en el gesto, porque imaginando que tú eres ella, mi deseo podrá ser que se me quite.

Contenta y deseosa de lo dicho, fuese Febea a negociar lo concertado. Y Tancredo llamó a Ricardo para la noche concertada, y Ricardo avisó a su hermano Dulcido, señalándole el lugar adonde había de estar en atalaya por si algo le sucediese y le hubiese menester para defensión suya.

Venidos los dos competidores a las espaldas del aposento de la Infanta, y Ricardo puesto en lugar secreto para ser testigo de vista de lo dicho, Tancredo haciendo sus señas acostumbradas, salió Febea a unos corredores con una ropa blanca finísima con franjas de oro y barras de brocado, hecha a mil maravillas, y sus tocas de oro, que era el mismo aderezo que Brandiana solía llevar aquellos días. Y echada su escalera, Tancredo subió arriba, al cual Febea recibió con los brazos abiertos; y besándola como solía acostumbrar, Tancredo dijo a voces muy altas, porque Ricardo lo sintiese:

-¡Oh, infanta y señora mía!, en todos los días de mi vida podré pagar a Vuestra Alteza las mercedes que me hace.

Y por lo que Tancredo decía, y él con su codiciosa vista miraba con la claridad de la luna, creyó Ricardo que fuese Brandiana; y fuera de su acuerdo, desenvainó de su espada, y poniendo el pomo en tierra para echarse sobre ella, acudió Dulcido, su hermano, y le trabó del brazo, diciendo:

-¿Qué es esto, Ricardo? Y, ¿has perdido el seso, que una mujer te ha de hacer salir de quicios? ¿No sabes que todas son variables? Y pues por tus ojos has visto su falsedad, guarda las armas para contra ella, acusando al Rey su padre tan gran bellaquería.

Respondió Ricardo:

-Nunca Dios tal quiera, hermano, que a la que en algún tiempo he querido bien en tanto mal y peligro la viese, sino que, en fin, yo quiero tomar tu consejo. ¡Vamos, y dejémoslas para quien son!

Idos, Ricardo, como perfecto enamorado, que lo visto tenía fijado en su corazón y alma, el otro día siguiente levantose muy de mañana, antes que esclareciese el día, y fuese a media legua de la ciudad, y sobre un peñasco que estaba junto a la mar, llamó a un cierto pastor que vio, y razonando con él le dijo:

-Hermano, un placer me harás: que vayas a la corte del rey Calimedes, y des aviso cómo Ricardo, que soy yo, él mismo se ha tomado la muerte por sus manos por la poca fidelidad que le ha guardado Brandiana.

Y en acabar de decir semejantes palabras se lanzó en la mar, y el pastor tomó el camino para la corte.

No fue dentro Ricardo en la mar, cuando se halló arrepiso, y como supiese bien nadar, nadando vino a salir junto al abadiado de Santa Flor, adonde le acogieron los monjes, diciendo que había escapado de una nave que cerquita de allí había dado al través.

Volviendo a su hermano Dulcido, en hallar menos por la mañana a Ricardo, los extremos tan grandes que hacía ponían lástima y terror a los caballeros. Y el Rey y la Reina, por el amor que le tenían, estaban en gran tristeza puestos, y no menos los grandes de su corte, y Brandiana más que todos, aunque lo disimulaba.

Estando en estas cuitas y aflicciones, llegó el pastor a la corte, notificando cómo a Ricardo él le había visto ahogar por respecto de Brandiana. Dulcido, con estas tan tristes nuevas, considerando que Brandiana había sido la causa de la muerte de su hermano, armose en blanco, y estando en la sala real el Rey y la Reina y Brandiana, con los más principales caballeros suyos, entrando por ella, dijo a voces muy altas, enderezando su plática al Rey:

-Ha de saber tu real Alteza que la muerte de mi hermano Ricardo ha sido por causa de tu hija Brandiana, por haberla visto holgar con un caballero de tu corte; el cual, por ser noche, yo no conocí, ni mi hermano quiso decirme su nombre; pero esto que digo yo lo haré bueno en batalla con la espada en la mano.

Fue tanta la turbación que puso Dulcido, que unos a otros se estaban mirando sin saber qué responderle, sino tan solamente el Rey, que le respondió:

-Mirad, caballero, por lo que propuesto habéis; aunque es contra mi hija, no dejaré de guardar la ley que está puesta en ese caso contra las mujeres. Id en buen hora, que para este efecto nombro desde aquí por jueces a Tancredo, hijo del duque de Albania, y al conde de Flandes; y si dentro de un mes no se hallase caballero que vuelva por ella, yo le daré el castigo que merece.

Y así, mandó pregonar que cualquier que venciese a Dulcido le daría a su hija por mujer.

Sonó tanto este negocio, que en breves días fue publicado por diversas provincias, sin hallarse caballero que osase salir en batalla con Dulcido, por ser hombre muy robusto y esforzado.

Viniendo a noticia de Ricardo, que estaba en el monasterio de Santa Flor, a causa que el monje Aquileyo, tío de Brandiana, se fatigaba de ver a su sobrina puesta en tal aprieto, le suplicó que le proveyese de armas y caballo, que pues caballero no había que tomase tal empresa, que él se obligaba, con la ayuda de Dios, de vencer a Dulcido. No lo hubo dicho tan presto cuanto el monje Aquileyo le hizo proveer de todo lo necesario muy ricamente.

Despedido Ricardo de todos los monjes, y suplicado que rogasen por él en sus oraciones, no es de dejar en olvido lo que por el camino entre sí mismo iba vacilando, y parándose de rato en rato, diciendo:

-No creo que hay caballero en el mundo tan inconsiderado como yo que, así, tan ligeramente, y sin más pensar en ello, tomase a cargo una empresa como esta. ¿Qué es esto, Ricardo?, ¿qué haces?, ¿dónde vas?, ¿duermes o velas?, ¿estás en ti o fuera de tu acuerdo? Considerar debes, y mucho sobre pensado, que si entras en esta batalla, que para librar a Brandiana has de vencer o matar a tu propio y carnal hermano; y si por mi desdicha, que siempre lo ha de ser de una manera o de otra, quede Dulcido, sea vencido o muerto, seremos yo y Brandiana vasallos de la triste y aborrecida muerte.

En fin, conociendo justísimamente que por haber dado parte de sus negocios a su hermano Dulcido era tan gran daño sobrevenido, determinó de proseguir su determinado viaje.

Y entrando en el campo, adonde cada día comparecían el Rey y los jueces, y la infanta Brandiana, cargada de luto, en un tablado entapizado de negro, y Dulcido armado de todas sus armas, dio su carta a los jueces, relatando cómo venía para defender la honra de la infanta Brandiana. Y asignándoles el lugar y el puesto, comenzaron los dos a proseguir su batalla, de tal manera, que a los primeros encuentros rompieron los dos sus lanzas. Y del encuentro cayó el caballo de Dulcido en tierra, de la cual caída toda la gente se alegraba, pensando que juntaría presto con él el caballero no conocido; pero Ricardo no quiso sino aguardar que recobrase el caballo, porque el amor de su hermano le convencía de no ejecutar en él su ira. Alzado que se hubo el caballo de Dulcido, echaron mano a sus espadas, y de ver con cuánto ánimo y esfuerzo se combatían, estaba el pueblo espantado; la cual pelea duró tanto sin conocerse mejoría entre los dos, que la noche los hubo de despartir, y cada uno irse a reposar a su posada.

En esto, Febea, como se diese acato de la maraña pasada, y que Tancredo era causa de la infamia de Brandiana, por evitar la muerte de aquellos dos caballeros, que estaban sin culpa, se fue secretamente derecho al abadiado de Santa Flor, y arrodillada a los pies del monje Aquileyo, le confesó por extenso toda la verdad; y le suplicó que del rey Calimedes su hermano, para Tancredo y a ella les hubiese perdón, y que de Tancredo se cobrase el dote que le había prometido. El monje se lo prometió y mandó que del monasterio no se partiese. Y vista la presente, se partió para la corte y descubrió a su hermano Calimedes el hecho cómo pasaba, y que su hija era sin culpa, y que Tancredo y Febea eran los inventores de tan gran desasosiego y que, por tanto, le suplicaba que les hiciese merced de las vidas. Contento el Rey, por satisfacción de él y de la honra de su hija, hizo tomar presos a Tancredo y a Febea, y puestos en su tablado para un asignado día, mandó que cada uno por sí publicase su maldad y falso testimonio. Hecho esto, proveyó que el caballero extranjero que había vuelto por su hija fuese traído delante de él.

Como Ricardo lo supiese, armose en blanco, ni más ni menos como si hubiera de salir a la batalla. Y venido ante la presencia real, en quitarse el almete, fue conocido que era Ricardo, y del Rey abrazado con los brazos abiertos, y asimismo de su hermano y de los grandes que presentes se hallaron. Sonó tanto este regocijo y contentamiento de saber que Ricardo era vivo y que era el caballero extranjero que había peleado con Dulcido, que la Reina con la infanta Brandiana, riquísimamente ataviadas, vinieron en la presencia del Rey, para ver y agradecer a Ricardo en el riesgo que se había puesto por salvar su honra. Y el Rey, por cumplir su palabra, cual había prometido, suplicó a su hermano el monje Aquileyo que desposase, en presencia del pueblo, a Ricardo y Brandiana. Desposados, arrodillose Ricardo delante del Rey, suplicándole que soltase a Tancredo y a Febea; lo cual el Rey no pudo dejar de hacerlo; y así les soltó y perdonó; pero a Tancredo con esta condición: que fuese luego desterrado de su corte, dando fianzas de los siete mil ducados para el dote de Febea, como le tenía ofrecidos. Y así fue cumplido todo. Y de allí a pocos días fueron ordenadas las bodas de Ricardo y Brandiana.




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Patraña veinte


    La mala madrastra hizo
que culpasen su entenado,
y tuviesen por finado
su hijo con un hechizo.

Fue un honrado hombre que vivía de sus rentas en la ciudad de Nápoles, llamado Firmiano, el cual tenía un hijo mancebo, por nombre Machabelo, que estudiaba para médico. Muerta la madre, su padre se casó; y esta segunda mujer, dicha Cavina, parió otro hijo que le pusieron por nombre Modesto. Y siendo de edad de diez años, y ella se hallase descontenta, por ser su marido anciano de días, se enamoró de Machabelo su entenado, de tal manera, que fatigada con la poca paciencia del amor libidinoso, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había. Y para efectuar su apetito fingió de sentirse estar mala, y puesta en su cama, envió a llamar a Machabelo. No tardó el mancebo de obedecer el mandamiento de su madrastra, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara, y tentándole el pulso, le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, le comenzó de hablar lo siguiente:

-La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él, tú solo eres, porque esos tus ojos entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas; por lo cual te ruego que hayas mancilla de quien por tu causa muere. Y pues ves con cuánta razón te amo, cumple mi deseo, pues estás ahora solo conmigo.

Machabelo, cuando aquesto oyó, turbado de tan repentino mal, como quier que se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció responder con la severidad presta de su negativa, antes le prometió, diciendo que se esforzase hasta que su padre se fuese a una heredad que tenía. Diciendo esto, apartose de la mortal vista de su madrastra. Pero ella, como no tuviese paciencia de esperar siquiera a que el marido por su determinación se fuese, fingiendo lo que a ella le pareció, persuadió que se fuese a su heredad, que estaba bien lejos de la ciudad. Partido que fue, Cavina, con su locura apresurada, viendo que había lugar para curar el cuerpo y enfermar el alma, llamó a Machabelo, y demandole con mucha instancia que cumpliese con ella lo prometido. Pero Machabelo, escusándose, diciendo ahora una cosa y después otra, apartándose de su abominable vista, viendo ella manifiestamente que le negaba la promesa, en un punto mudó su nefando amor en odio mortal. Y no hallando en su sucio pensamiento otro mejor consejo que privar de la vida a Machabelo, llamó luego a un esclavo que tenía, llamado Ganejo, aparejado para toda maldad y engaño, rogándole que le comprase veneno mortal para matar a Machabelo, que le había requerido de amores, dándole a entender que más quería que muriese de aquella suerte, que no que su señor Firmiano pusiese las manos en él. Traído el veneno y astutamente revuelto con vino, fue aparejado para matar a Machabelo.

En tanto que la mala hembra guardaba tiempo y oportunidad para podérselo dar, acaso Modesto, su hijo propio, viniendo de la escuela muerto de sed, bebió de aquel veneno que acaso halló en un vaso de plata, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí estaba. No hubo acabado de beber, cuando cayó en tierra muerto sin vida. Viendo los de casa la arrebatada muerte de Modesto, comenzaron a dar grandes voces y clamores, y la madre juntamente con ellos. Y conociendo el caso del veneno mortal la mala mujer, ejemplo único de malicia de las malas madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo de su marido, no dejó de procurar sobre un daño otro peor; y fue que despachó de presto un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo. Cuando Firmiano oyó semejantes nuevas, vino de presto a la ciudad, y entrando por casa, luego ella, con gran temeridad comenzó de acusar y decir que su hijo Modesto era muerto con la ponzoña de Machabelo. Y la mentirosa en este caso no mentía, porque Modesto había prevenido la muerte que estaba ya destinada y aparejada para Machabelo; pero ella fingía que Modesto era muerto por maldad de Machabelo, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de la forzar. Y no contenta con esto, añadió que, porque le dijo que lo diría a su padre, la quiso matar con un puñal.

Entonces, el afligido Firmiano, herido de la muerte de los dos hijos, y convencido de las lágrimas de su mujer, regando su cara con las suyas propias, se lanzó en casa de la justicia; y allí, llorando, con muchos ruegos, trabajaba que sentenciasen a su hijo Machabelo, diciendo que había cometido crimen de incesto, ensuciando la cama de su padre, y que era homicida, habiendo muerto a su hermano. Finalmente, que la autoridad de su persona y la fama que tenía convenció al juez, dejada la orden y dilación del juzgar, que a Machabelo lo sentenciasen luego, según el delito. Mas como el abogado se hallase presente, no consintió en ello, sino que, derechamente, y por las leyes antiguas y vía ordinaria el proceso se hiciese, y oídas las partes, y bien negociado el negocio, civilmente fuese la sentencia pronunciada. Este consejo plugo a todos, y luego mandaron llamar a cabildo; los cuales venidos, y presente Firmiano y Machabelo el reo, después de muchas preguntas que les hicieron, tuvieron información cómo un esclavo de casa, dicho Ganejo, sabía cómo había pasado aquel hecho. Llamado, atestiguó que Machabelo, por estar enojado de su madrastra, destempló con sus propias manos la ponzoña, y que se la dio, para que se la diese a Modesto; pero él, sospechando que el crimen se descubriría, no quiso tomar aquel cargo, y que no sabía más. Machabelo respondió a esto que el atrevido esclavo mentía como un grandísimo bellaco, y antes, su madrastra presumía él que, por no haber concedido a su malvado deseo, lo había ordenado para dárselo a beber. El padre, no dando crédito a lo que decía Machabelo, pugnaba la ejecución de la justicia. Ninguno de los jueces quedó tan justo y tan derecho que al acusado no le pronunciasen que muriese. Y como ya los votos de todos fuesen iguales, y viniese el votar al más viejo hombre, y de mucha autoridad, letrado y médico, dijo a todos en esta manera:

-Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que, por mi edad vosotros, señores, me tengáis en alguna reputación. Y por esto no consentiré que Machabelo, con falso testigo haya de perecer, ni menos quiero permitir que vosotros que jurasteis de juzgar bien y fielmente, seáis engañados por un esclavo. Así que oíd ahora, señores, y conoceréis cómo pasa este negocio. Este ladrón de esclavo vino a mi casa muy diligente para comprar ponzoña que luego matase, y ofreciome cinco ducados de oro y de buen peso porque se la diese, diciendo que la había menester para un enfermo, el cual estaba muy fatigado de su enfermedad de hidropesía, de la cual no podía sanar, y deseaba morir por librarse del tormento que pasaba. Yo, considerando que este malvado decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes siendo cierto que procuraba alguna traición, dile aquel brebaje; pero mirando a la verdad que se podría saber, no quise recibir el precio, sino con esta condición: que puse los ducados en un saquillo y mandé que los sellase con un anillo, que es aquel que en la mano lleva, de cobre, dándole a entender que por ser noche no los podía reconocer bien, que a la mañana los haría pesar y mirar a un cambiador. Y de esta manera, los selló, y por más certificación veis aquí el saquillo en vuestra presencia. Véalo él y conozca su sello, porque la verdad es esta que pasa sin falta.

Entonces tomole un gran miedo y temblor al bellaco del esclavo, y la boca medio cerrada, tartamudeando, comenzó a decir ciertas mentiras y necedades, y siempre negando, con grandísima constancia, no dejaba de acusar al médico que no decía la verdad; el cual, por la honestidad y autoridad suya, se levantó y arremetió al esclavo; y ayudándole, le quitaron el anillo de cobre, el cual puesto y mirado con el sello que estaba en el saquillo, fue conocido que era aquel. Y por tanto, luego fueron aparejados géneros de tormentos; pero él, obstinado, nunca quiso confesar la verdad. Entonces dijo el médico:

-Por Dios, señores, yo no sufriré que contra derecho condenéis a muerte al inocente de Machabelo, ni tampoco que este esclavo, burlando de nuestro juicio, escape de pena; porque yo daré evidente argumento de este negocio, el cual es este, señores: que como este malvado pensase comprar ponzoña mortal, y no creyese que a mi oficio convenía dar a ninguno causa de muerte, porque la medicina no fue hallada ni ordenada para matar a ninguno, sino para dar vida a los hombres, temiendo que si yo negase de darle la ponzoña, quizá por mala respuesta le daría camino de su maldad en irse a otra parte, y quizá se la darían, o por ventura con algún cuchillo u otro linaje de arma acabaría la traición que había comenzado, acordé de darle, no ponzoña mortal, sino otra confección soñolienta, que da sueño semejante a la muerte. Pero si es verdad que Modesto, el muchacho, bebió aquel brebaje que por mis manos fue destemplado, él es vivo y reposa y duerme.

No hubo acabado de decir semejantes palabras, cuando con ímpetu y alegría llegaron dos criados de Firmiano, diciendo cómo Modesto había tornado en sí y estaba bueno y sano. En esto proveyeron los del consejo que Modesto fuese traído delante de ellos, y venido, ya podéis pensar el padre, Firmiano, con qué abrazos recibiría a su hijo, que ya por muerto lo tenía llorado, y con qué gozo suplicaba a los jueces que diesen por libre a Machabelo, pues era sin culpa. En esto mandaron callar a todos, y, admirados del caso, y con recto juicio y confesada la verdad por el esclavo, dieron por sentencia que el esclavo fuese ahorcado, y la madrastra desterrada perpetuamente del reino, y al médico, que justamente tomase los cinco ducados. Y así, Firmiano, muy contento y satisfecho, se volvió a su posada con sus dos hijos, Modesto y Machabelo, conociendo la maldad de Cavina, su mujer; y protestó que nunca se vería en cubierto con ella en todos los días de su vida.




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Patraña veintiuna


    Geroncia, reina, por ser
en bondad fértil, benigna,
vino a pobre peregrina,
después tornó en su poder.

En la provincia de Inglaterra reinaba un rey llamado Marcelo, el cual tenía una mujer de muy santa vida, por nombre Geroncia. Este Rey hizo voto, por cierta enfermedad que tuvo, de visitar la casa santa de Jerusalén, y vino a consultar su partida con la Reina, su mujer; y ordenó que en tanto que él estuviese fuera del reino, que todos la obedeciesen y tuviesen por señora absoluta, y a un hermano suyo, dicho Pompeo, que tuviese cargo de ella, así en servirla como en mirar en el provecho del reino, obedeciendo siempre su mandamiento en cuanto ella mandase.

Partido que fue el Rey, el hermano Pompeo, a cabo de tiempo, pensó una grandísima maldad en su corazón; y fue que requirió de amores a su cuñada la Reina, dándole a entender con cartas falsificatorias que el Rey era muerto, y que él la haría mejor tratamiento que su marido, y que podían reinar de allí adelante muy pacíficamente, como señores naturales.

La Reina, como mujer de santa vida y de gran entendimiento, no quiso dar crédito a las cartas, ni señalarse por viuda, ni a su requerimiento darle respuesta mala ni buena, pensando que lo hacía por probarla. Y como fuese de grandísima discreción dotada, consideró que si de verdad se lo decía, que no dejaría de tornarla a recuestar otra vez. Y así fue, que, de allí a muy pocos días, tornó Pompeo a pedirle a la Reina su amor deshonesto. Ella, no consintiendo, y por quitar tal ocasión, secretamente habló con algunos grandes de su reino, y mandoles que para cierto día viniesen a palacio, y que a su cuñado Pompeo le prendiesen y fuese puesto en prisión, sin decirles la causa ni por qué respecto lo hacía; lo cual así hecho, cuantos había en la ciudad lo tuvieron a maravilla, y pensaban por qué razón la Reina lo mandara prender, mayormente por cuanto había quedado en lugar y custodia de ella.

En fin, que a cabo de un año y medio, tuvo cartas la Reina cómo su marido el Rey era vivo, y avisó de su venida; la cual, vista la presente, se fue a la cárcel secretamente donde estaba preso su cuñado Pompeo, y díjole:

-Sábete de cierto que, tu hermano y mi señor marido, el Rey, será aquí muy presto, y porque no tome ningún pesar ni sospecha de tu prisión, te quiero soltar de ella con que calles tu maldad, que yo te prometo, a fe de quien soy, de tener celada mi injuria.

De lo cual Pompeo le dio infinitísimas gracias diciendo que en todos los días de su vida le bastaría a pagar tan señaladas mercedes.

En esto, le mandó dar la Reina muy ricos vestidos, y a todos sus criados riquísima librea, con que saliese a recibir al Rey, su hermano. Pero Pompeo, con otra traición grande que tenía encerrada en su corazón, no quiso aderezarse ni consintió vestir sus criados; porque, al cabo de seis días, salieron todos a recibir su Rey con gran aparato y triunfo, sino Pompeo, que salió mal vestido y peor encabalgado.

El Rey, viéndole de aquella suerte, díjole:

-¿Qué es esto, hermano, cómo venís así? ¿Hay alguna novedad en mi casa?

Respondió Pompeo:

-Sábete, hermano, que después que te fuiste de aquí hasta el día de hoy nunca he salido de la cárcel, en la cual la Reina me mandó poner.

Y el Rey demandándole el por qué, respondió que la Reina le había acometido de adulterio y juntamente inducido que se alzasen con la tierra, porque ella había sabido que su marido era muerto; y que por no haber consentido en semejante caso le había hecho aprisionar, y que si soltado le había, era con pacto que no le dijese nada.

El Rey, enojado de lo que Pompeo le dijo, en ser a palacio, por jamás quiso dar audiencia a la Reina, su mujer, sino que mandó a dos lacayos suyos, hombres de mala vida, llamados Robledo y Lobatón que, vista la presente, la llevasen con los más bajos vestidos que tenía al bosque Fragoso, y allí la matasen. Los cuales siendo en el bosque, por ser Lobatón tan grandísimo bellaco, acordó de echarse con la Reina antes de matarla. No pareciéndole bien a Robledo, por no consentir en ello, echaron mano a las espadas, y sacudiéndose, por su desdicha, fue muerto Robledo.

La Reina, que algún tanto se había desviado de ellos, en ver que Lobatón quedó vencedor, y que se venía para ella con la espada arrancada, estúvose queda, pensando que quería dar fin a su vida, y como forzase de revolverse con ella, empezó con sus fuerzas femeniles a defenderse y a proclamar a Dios y a la Virgen sin mancilla, y a dar voces, permitiendo antes ser muerta que perder su castidad; las cuales daba tan grandes, que fueron oídas del marqués de Delia, que había desembarcado de una nave por holgarse en aquel bosque que estaba cerquita de la mar, y acudiendo con sus criados vio a Lobatón abrazado con ella, de tal manera que, conociendo la traición, le dio de puñaladas y le mató. Y preguntando a la Reina quién era y por qué causa había aportado en aquel bosque, le respondió que se llamaba la doncella Clariquea, que fue hurtada de casa de su padre, y que traída por fuerza en aquel bosque, la quería deshonrar aquel traidor que por sus manos había muerto; y que determinaba de no dejarle, sino servirle todos los días de su vida por el favor recibido.

El Marqués, aceptando su ofrecimiento, se embarcó con ella y toda su gente; y en llegando a su marquesado, que estaba en las partes de Francia, la presentó a su mujer, la Marquesa, contándole de la suerte que la había hallado, y diciéndole:

-Tráigote, señora, una doncella para tu servicio, la más honesta y hermosa que formar pudo naturaleza, según por sus obras podrás ver.

La Marquesa, en verla, respondió que le placía, y que por tal la aceptaba; y así, le dio que tuviese cargo de criar y adoctrinar un hijo que tenía de edad de dos años, con el cual Clariquea comía y dormía, sin dejarle un solo momento.

Este Marqués tenía un hermano, dicho Fabricio, el cual, enamorado de la Reina, que Clariquea se hacía llamar, un día, teniendo oportunidad, le descubrió su determinada intención. Clariquea, como esto oyese, desvióselo en gran manera, diciendo que si más le importunaba sobre caso tan feo que se lo diría al Marqués y a la Marquesa. Fabricio, viendo que no podía acabar con ella lo que tanto deseaba, pensó en su corazón, para vengarse de ella, una grandísima maldad; y fue que estando durmiendo una tarde Clariquea con el infante su criado encima de una cama, tomó un cuchillo y degolló al niño, su sobrino, y metió el cuchillo junto a Clariquea; y cuando ella se despertó y vio el infante degollado, dio muy grandes voces, a las cuales acudió el Marqués y la Marquesa, y viendo su hijo muerto comenzaron de hacer grandísimos llantos. Estando en esto entró Fabricio y comenzó de herir muy malamente a Clariquea con las manos, diciendo al Marqués:

-¿En qué piensas, hermano? ¿Matote a tu hijo y no la puedes luego matar? ¿Tú no ves el cuchillo en sus faldas, todo sangriento, con que le mató?

El Marqués, con grande enojo, mandó, vista la presente, que viva la quemasen.

La Marquesa, conmovida de compasión de ver las salvas y juras que hacía que en tal muerte ninguna cosa sabía, suplicó al Marqués que no le diese tan cruda muerte, sino que la echasen a la isla Desafortunada, adonde eran echados algunos que eran condenados a muerte para usar de misericordia con ellos, y que allí se moriría de hambre. Y así, con un batel la llevaron a Clariquea a la isla Desafortunada y la dejaron sola, como el Marqués mandado lo tenía. Y el cuchillo hizo colgar encima de la puerta de la ciudad, con su letrero escrito manifestando el caso que había acontecido.

La pobre Reina, que Clariquea se decía, viéndose sola en aquella isla y sin compañía humana ni tener de qué comer, como buena cristiana que era suplicaba de continuo a Dios que la favoreciese, y para defensión del sol se hizo de palmas un sombrero y de una saya una esclavina; y, con un palo a modo de bordón, peregrinaba por la orilla del mar; y comía de las mejores hierbas que hallar podía.

Aconteció que, estando un día debajo de un umbroso fresno, vio pelear una culebra con un ferocísimo lagarto, el cual quedando muerto y la culebra malherida, mascaba de una hierba y se ponía en las heridas, y luego en un punto quedaban sanas. Admirada de la virtud de semejante hierba, en irse la culebra, cogió cuanta pudo hallar por aquella isla, hinchiendo un saquillo que tenía. Y a cabo de tres días aportó por allí una nave pasajera, y ella con sus señas hizo que se llegasen a tierra; y suplicando al patrón de ella que la trajese a poblado, por la pasión de Dios, para que no pereciese allí de hambre, siendo contento, la trajo y la dejó en el marquesado de Delia.

La pobre Peregrina, que entonces así se hacía llamar, posando en un hospital, estúvose allí más de dos años, haciendo con sus oraciones y con la virtud de la hierba, infinitísimas curas, así de grandes enfermedades como de heridas mortales.

En este tiempo aconteció que Fabricio, el hermano del marqués de Delia, pasando por la puerta donde estaba colgado el cuchillo, con el grande ímpetu del aire que corría, cayó y le dio en mitad de la cabeza; de la cual herida vino a estar tan malo, que ya desamparado de los médicos, teniendo noticia el Marqués de las curas que hacía la pobre Peregrina, acordó de enviar por ella, y suplicándole que si curaba a su hermano Fabricio que le haría grandes y señaladas mercedes, respondió que sí haría, con la ayuda de Dios, pero que había de confesar y comulgar primero, y si pecado de homicidio o de infamia tenía, que había de pedir perdón a la parte y satisfacer si algo debía, que de otra suerte no ponía manos en cura ninguna.

Como se lo dijeron a Fabricio, pensaba entre sí mismo:

-¡Oh, mezquino de mí!, y ¿cómo manifestaré tan grandísima traición a mi hermano?

En fin, determinado para alcanzar salud, así del alma como del cuerpo, llamó al Marqués y a la Marquesa, y dijo:

-Hermano mío, ruégote por la pasión de Dios que me perdones, pues cometí contra ti la mayor traición que hombre del mundo hizo; y fue que enamorado de Clariquea, requiriéndola por dos o tres veces, y viendo que por ninguna manera quería conceder a mi carnal apetito, por vengarme de ella le maté a tu hijo, y sobrino mío, en la cama donde le hallaste muerto, con el mismo cuchillo que por permisión divina estoy herido ahora, para que en ella ejecutases sentencia de muerte.

Cuando el Marqués y la Marquesa oyeron esto, fueron muy maravillados y recibieron muy gran pesar, y lloraron mucho por ello; y a la Marquesa le pesaba mucho en extremo de cómo pensaba que Clariquea era muerta sin culpa. Y allí, vista la presente, el hermano y su cuñada le perdonaron por amor de Dios.

Entonces, sabiendo la pobre Peregrina su confesión, tomó en cura a Fabricio, que en breves días estuvo sano. Y ofreciéndole que pidiese lo que por bien tuviese, no pidió otra cosa sino que su señoría la mandase llevar a Londres, ciudad de Inglaterra, porque había oído decir que había en ella muchos enfermos. Luego el Marqués hizo aderezar un bergantín muy bien proveído, y mandó al patrón que la llevase a Londres; y a ella le dio muchos dineros y joyas.

Venida en Inglaterra la pobre Peregrina, llegó a sazón que Pompeo, el hermano del Rey su marido, oía misa; y fue casado con la princesa de Hungría con condición que había de regir por Rey. Y este concierto se hizo a causa que su marido Marcelo no tenía heredero, ni se quería casar por no saber si Geroncia, su mujer, era muerta o viva, por no haber hallado muertos en el bosque Fragoso, sino a Robledo y a Lobatón.

Y como estas bodas fuesen tan solemnes y regocijadas, fue ordenado un torneo, en el cual quiso tornear Pompeo; y permitió Dios que fuese herido de una herida mortal. Y vino en tal extremo, que no dándole vida los médicos, tuvieron por bien de llamar a la pobre Peregrina. Y puesto en su poder, mandó que confesase y comulgase, y si algún pecado de infamia y homicidio tenía, pidiese perdón al ofendido si pretendía estar sano. Pompeo, por alcanzar misericordia de Dios y sanidad, como deseaba, confesó a su hermano el Rey la traición y falso testimonio que levantó a la Reina, su cuñada, por haberla requerido de amores, y ella no haber consentido en tan enorme pecado; y que, por tanto le suplicaba le perdonase por Dios. El Rey le perdonó, vista la presente, y así la pobre Peregrina, en breves días a Pompeo le dio por sano. Y ofreciéndole el Rey que pidiese lo que mandase de su reino por su trabajo, le pidió por merced que se casase con ella. El Rey, sonriéndose de tal demanda, y diciendo que no podía en ninguna manera, respondió la Peregrina:

-Verdad dices, Rey, que no puedes, siendo ya tú mi señor y marido; y no te espantes, que yo soy tu casta y limpia mujer Geroncia, la que mandaste matar a Robledo y Lobatón, por creer el falso testimonio que Pompeo testificó contra mí, como él mismo ha confesado por su boca; de lo cual yo te perdono, y te suplico, por aquel Señor que murió en la cruz por salvar a los tristes pecadores, que acabemos nuestras cansadas vidas en su santo servicio, y el reino quede en poder de tu hermano Pompeo.

El Rey, admirado y contento de lo que su mujer Geroncia le propuso, con los brazos abiertos la abrazó de sobrada alegría, y de allí a pocos días se encerraron cada uno en su monasterio, adonde acabaron sus vidas muy santamente.




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Patraña veintidós


    Por Urbino, Federico
con Antonia no casó,
y a causa de esto llegó
a ser pobre, después rico.

Habitaba en la ciudad de Roma un procónsul llamado Sergio, el cual, teniendo un hijo que se decía Urbino, determinó de enviarle a estudiar al estudio de Bolonia. Hecho su preparatorio, cual a su estado convenía, enviole con cartas favorables encomendado a Guillermo, rico mercadante boloñense, muy grande amigo suyo, para que le favoreciese y mirase por él, como si fuese su hijo propio. Recibido Urbino romano por Guillermo, aposentole en su casa con aquel acatamiento cual a su honra pertenecía, y por respecto de cuyo hijo era, le puso en compañía de su hijo Federico, en una rica y espaciosa estancia.

Pues como estos dos mancebos, Urbino y Federico, se amasen en extremo grado, que el uno no sabía vivir sin el otro, y fuesen de una misma complexión y estatura, y se semejasen tanto que algunos los tuviesen por hermanos, determinó Guillermo de un mismo paño ricamente vestirlos, y de esta forma fueron diversos años al estudio, penetrando mucho en letras.

Pues como ya fuesen de edad de quince años, y se desmandasen algún tanto en los tráfagos y bullicios mundanos, Urbino se enamoró de una hija de un rico ciudadano, llamada la gentil Antonia y, siendo muy callado y vergonzoso, por no poder dar fin a su deseo ni descubrir su amoroso efecto, iba muy decaído, que no parecía ser el que solía. Federico, congojado de su fatiga, por bien que le molestaba que le descubriese su pena, por jamás lo pudo acabar con él. En este comedio viniéronle a tratar casamiento a Guillermo de su hijo Federico con la gentil Antonia, del cual matrimonio fue contento él y su hijo Federico.

Pues como se aderezasen los desposorios, y a noticia de Urbino viniese, acrecentó su mal en tan excesivo grado que de la cama no se movía. Sabiéndolo Federico, vínole a visitar, diciendo:

-Ahora que más te habías de alegrar, amigo y hermano mío, de mi bien, y gozar de mi alegría y descanso, te veo con mayor tristeza. ¿Qué es esto? ¿No me dirás de qué te sientes? ¿Qué es tu fatiga y cuidado?

A lo cual Urbino respondió con un grandísimo suspiro:

-¡Ay, Federico, de este mal fácilmente me podrías tú remediar, si quisieses!

-¿Cómo, si quiero? -dijo Federico-. Dime tú de qué manera, que aunque sepa sangrarme de la mejor vena de mi cuerpo, me sangraré por tu salud y vida.

Dijo Urbino:

-Tu tan amigable ofrecimiento, hermano Federico, me da ánimo y osadía a que te descubra mi grave enfermedad. Has de saber que estoy preso de amores de la agraciada y gentil Antonia, que hasta aquí lo he tenido siempre oculto en mi apasionado pecho, y ahora por tu importunidad te lo he descubierto.

-Bien me place -dijo Federico-, de saber de donde depende tu fatiga y mal tan excesivo, y mucho más cierto me hubiera placido, si antes que se tratara en casamiento me dieras parte de ello para no dar palabra, como di a mi padre, de tomarla por mujer. Pero vengamos al remate, y sepamos de qué manera, como arriba dijiste, está en mi mano el remedio para remediarte, y hágase luego.

-De esta -dijo Urbino-: Tú te has de desposar mañana, placiendo a Dios, como está concertado, y has de salir ataviado de las ropas que te ha hecho tu padre de este nuestro aposento. Entregármelas has en mi poder, para que yo me vista de ellas y tú te pondrás en mi cama, y por serte tan semejante en forma y estatura y gesto, fácilmente podrá pasar el engaño, y venga en efecto que sea mi mujer la gentil Antonia.

Contento Federico, cuando vino la noche de los desposorios, se puso en la cama de Urbino, y Urbino se fue a desposar con la gentil Antonia. Y como la noche es encubridora de muchas faltas de naturaleza, todo hombre se pensaba que fuese Federico el desposado.

Desposados Urbino y la gentil Antonia, después de la cena, por las suplicaciones que Urbino hizo, tuvieron por bien padre y madre de la desposada que durmiesen los dos juntos aquella noche. Venida la mañana y levantado Urbino del costado de su querida Antonia, vista la presente, se fue a dar gracias a Federico de su contentamiento, al cual halló en la cama. Y allí los dos determinaron de llamar a Guillermo, para descubrirle lo que entre los dos había pasado.

Pues como se lo dijesen, aunque no hizo demostración ninguna, concibió en sí tanto enojo que apenas hubiera caído de su estado de ver que su hijo había querido perder tan buena suerte; y por ser Antonia de tan ilustre parentela, presumía, como era de razón, que se habían de afrentar de semejante caso todos sus deudos. Pero disimulando cuanto pudo todas estas causas, sacando fuerzas de su tan prudentísima ancianidad, dijo lo siguiente:

-Hijos, bien siento y conozco cuanto sentir se debe que la verdadera amistad de vosotros ha sido parte de hacer semejante trastrueco, y que estéis vosotros de ello tan contentos. Yo, muy más que pagado, mas no satisfecha Antonia ni los padres de ella.

-Pues para eso -dijo Federico-, señor padre, le hemos llamado y dado parte de esto, que en satisfacción de nosotros sea relatador de lo dicho y disculpe nuestro yerro, si yerro le ha parecido.

Contento Guillermo, vino a notificar por extenso la presente maraña a los padres de Antonia, abonando mucho en extremo a Urbino, manifestando cómo era hijo de Sergio, procónsul romano, y que se tuviesen por muy honrados de tenerle por yerno; los cuales, aunque lo tomaron muy cuesta arriba, viendo que había dormido con Antonia y que no se podía hacer más en ello, publicaron el contento con la lengua, celando mortalísimo rencor en su corazón contra Guillermo, presuponiendo que él había sido el trazador de todo lo contenido. Con esta respuesta, Guillermo, vista la presente, escribió sus cartas a Sergio romano, dándole noticia de lo que había pasado con su hijo, y que no dejase de venir, lo más presto que pudiese, para que fuesen celebradas con la gentil Antonia sus bodas. Recibidas las cartas por Sergio, con las más ricas joyas que pudo, en breve tiempo llegó a Bolonia; adonde después de celebradas las bodas se llevó a Roma su hijo y nuera, la gentil Antonia.

Guillermo, del enojo concebido de lo que su hijo había hecho, de allí a pocos días enfermó de una gravísima enfermedad, de la cual murió. Y como la muerte sea descubridora de la riqueza o pobreza de los hombres, a la fin de sus días apoderáronse tantos acreedores en las posesiones y bienes de Guillermo, que, con gran crueldad y favores de los deudos de Antonia, como le tenían mala voluntad, no le dejaron en que el hijo Federico pudiese sostenerse ni pasar la vida.

Pues como Federico se viese pobre hubo, más por fuerza que de grado, de desamparar su patria. Y determinando de irse derecho a Roma, por el camino ladrones le robaron lo poco que llevaba, y le fue forzado de puerta en puerta pedir por Dios, para pasar su camino y pobre vida. Llegado a Roma, informándose de la posada de su tan amado y querido Urbino, púsose a la puerta, aguardando que cabalgase o saliese de ella, porque vergüenza le constreñía de no dársele a conocer por palabras manifiestas, sino tan solamente con la presencia y objeto de su cara.

Así que, saliendo Urbino a caballo de su casa, parósele delante Federico con la más piadosa postura que pudo, franqueándole el rostro porque mejor le conociese, pidiendo por amor de Dios, que le favoreciese. Urbino estúvolo mirando, como aquel que le quería conocer y no se daba acato de dónde, por donde mandó a un criado suyo que le diese un julio. Viniéndoselo a dar, Federico no lo quiso recibir, sino que, aborrecido de la vida, viendo que no lo había conocido, se salió de la ciudad de Roma, y a donde más áspero y solitario camino pudo hallar, enderezó su vía. En fin, tanto caminó que aportó en un lugar muy desierto, donde había una cueva muy oscura, y allí propuso de descansar y acabar su tan penada vida, comiendo de las hierbas del campo.

En esta sazón y tiempo hurtaron dos ladrones de casa de un riquísimo mercader una cajuela de joyas, los cuales, por no ser descubiertos del hurto que habían hecho, se salieron de la ciudad y vinieron a la cueva que Federico habitaba, la cual muchas veces les había servido para semejantes tratos.

Pues como viniesen a la cueva y descargasen su cajuela, por ser muy honda y oscura y el día empezaba a esclarecer, no se dieron ningún acato de Federico, que estaba dentro y los estuviese mirando. Y así, muy a su placer y sosegadamente, sacaron de ella infinitísimas joyas, y empezaron a repartirlas y a hacer entre ellos partes iguales. Viniendo a la postre una joya impar muy riquísima, por decir el uno:

-Esa a mí me conviene, porque yo entré en la casa.

Y el otro:

-No, sino a mí, porque yo te descubrí en qué estancia estaba la cajuela.

Vinieron a reñir de tal manera que mató el uno al otro, y el vivo apañó todas las joyas y se fue. Habiendo sentimiento del hurto en casa del mercader, despacharon por diversas vías gente de a pie y de caballo, para si podían haber algún rastro de él. Y como de aquella cueva tuviesen noticia, viniendo a reconocerla, llegaron al punto que Federico estaba mirando al ladrón muerto, apiadándose de él; por donde le dijeron, conociendo la cajuela:

-¡Daca, ladrón! ¿Qué son de las joyas que estaban aquí dentro?

Federico, excusando que no era ladrón, asieron de él; y preguntándole quién había muerto aquel hombre, respondió, determinado de acabar la vida tan trabajosa que pasaba:

-Yo le maté, señores.

-¿Vos? -dijeron ellos-. Pues, ¡sus!, vaya preso a la ciudad.

Llevado que fue delante el juez, jamás por tormentos quiso confesar qué sabía del hurto, sino que él había muerto el hombre. Cerrado ya su proceso en cuanto al homicidio, y estándole leyendo la sentencia delante el juez, hallose por suerte Urbino presente, y como le estuviese mirando y dudase si era Federico o no, llamándole por su nombre le respondió, y a otras preguntas que por más certificación le hizo. Siendo cierto Urbino que su amigo Federico era el condenado, con una voz alta y presurosa, dijo al juez:

-¡No condenéis a este inocente, porque yo soy sin falta, señor, el que mató al hombre que culpáis que este ha muerto!

Federico respondiendo que no era verdad, sino que él le había muerto, Urbino afirmando que no, sino que él era el matador y no Federico, estaba el juez confuso y admirado de ver tan extraño caso, que no sabía qué determinarse. En esta competencia, hallándose presente el mismo ladrón que lo había muerto, condoliéndose que aquellos dos honrados hombres sin tener culpa muriesen, acusándole la conciencia, dijo a voces muy altas:

-¡Señor juez, óigame! Vuesa señoría sabrá que ni él lo mató ni este otro le mató, sino que yo soy sin falta el que ha muerto el hombre; y porque más crédito se me dé de esto, púsose la mano en el seno y sacó de las joyas que estaban en la cajuela.

A esto respondió el juez:

-Ser tú el ladrón claramente lo manifiestas, pero el matador, ¿de qué suerte?

-De esta -dijo el ladrón-: Sabrá vuesa señoría, que yo y ese muerto, los dos juntamente, hicimos el hurto, y al repartir de las joyas junto a la cueva donde le hallasteis finado, vinimos en tal diferencia que reñimos y le maté.

Entonces respondió Federico:

-Dice verdad, que yo le vi por mis ojos en la cueva donde estaba.

Dijo el juez:

-Pues si es verdad, ¿a qué fin dijiste que tú le habías muerto?

Respondió:

-Señor, por dar fin a mis tan aborrecidos días.

Y volviéndose a Urbino, dijo:

-Y a vos, ¿qué causa os movió para haceros culpante?

Respondió Urbino:

-A mí, muy grande, señor, por librar a Federico, amigo mío, de la muerte, cual él a mí me libró en días pasados.

-Y tú, ladrón, veamos -dijo el juez-, ¿quién te forzó a decir la verdad?

Respondió:

-Señor, la piedad y conciencia de ver competir dos hombres por pagar una muerte que no la debían.

-Así -dijo el juez-, pues yo doy por sentencia que vos, Urbino, os llevéis a vuestro amigo Federico a vuestra posada; y tú, ladrón, por la bondad que en ti tan amorosa cupo, te perdono y te hago merced de la vida, con que tengas cárcel perpetua.

La cual sentencia fue muy loada por todo el pueblo. Y Urbino se llevó a su amigo Federico a su casa, adonde le mandó cortar ricos vestidos y casó con una hermana que tenía, repartiendo con él de los bienes de fortuna. Y vivieron largos años muy alegres y prósperamente, como buenos y leales amigos.








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Disculpa


De Joan Timoneda a los paniagudos de la Prudencia y Colegiales del provechoso Silencio

   Pío lector, si mandares
leyendo mis invenciones
en Prosa, Verso o Cantares,
suplícote me perdones
si descuidillos hallares.
   No mires si vo elegante,
pero debes mirar
que es para más sublimar
pedir perdón el errante
y, el que es sabio, perdonar.




 
 
FIN
 
 



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