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ArribaAbajoCapítulo XX

Contribuciones


Aunque las contribuciones directas no son tan vejatorias e injustas como las indirectas, están muy lejos de ser equitativas por la desproporción con que pesan sobre el contribuyente siendo proporcionales.

Ya sabemos que decir impuesto progresivo es sembrar la alarma o inspirar desdén a los hombres de Estado, a los administradores hábiles, a los economistas clásicos, y atraerse el anatema económico, como se atraían el de la Iglesia católica en otro tiempo los que pretendían que pagasen contribución sus inmensas propiedades exentas de ella. Dícese que con impuesto progresivo la propiedad es imposible; y como sin propiedad no puede haber sociedad, la atacamos en sus fundamentos, somos visionarios, perturbadores del orden, etc., etc. Todo esto se dice y se repite, pero no hemos visto que se pruebe.

Nosotros comprendemos la importancia de la propiedad, y hasta qué punto es necesaria; pero no comprendemos que se proteja la grande perjudicando la pequeña, contra justicia, y que a esto se llame orden, y a lo que no es esto, anarquía. Devolvemos la acusación razonándola, porque esperamos probar que el impuesto proporcional ataca la pequeña propiedad, favoreciendo la grande, y el progresivo respeta a entrambas.

Los que sostienen la equidad y la necesidad de la contribución proporcional se apoyan principalmente en cinco argumentos, que son, a nuestro parecer, otros tantos errores:

1.º Falso concepto de la sociedad.

2.º Cálculo erróneo de las ventajas que se alcanzan de la sociedad en proporción que se contribuye a sus gastos.

3.º Equivocado punto de vista para apreciar la situación económica del contribuyente.

4.º Apreciación inexacta del modo de formarse los capitales y de lo que es capital.

5.º Idea inexacta del fin que deben proponerse los impuestos.

Falso concepto de la sociedad.- Contribución proporcional. ¿Qué significa esta palabra proporcional? En aritmética, ya lo sabemos, que uno es a diez como dos a veinte; pero, socialmente, ¿qué significado tiene?

Una verdad matemática ¿puede convertirse en injusticia social sin más que aplicarla? Y porque la recta es la línea más corta, ¿emprenderemos por ella nuestro camino, aunque haya un volcán o un precipicio que podemos evitar con un rodeo?

Porque el orden de los factores no altera el producto, ¿se emplearán, no digamos los hombres, pero ni aun los caballos, sin atender a los que son más propios para el tronco, para el medio o para la cabeza del tiro? Las matemáticas pueden ser, y son, un auxiliar poderoso de la ciencia social, pero no una regla de justicia, y no explicarán por qué deben pagarse de ciento diez, y no nueve o catorce: esto no lo sabe la aritmética; no hay que invocarla para dar al error autoridad de ciencia exacta y suponer que las cuentas que hemos aprendido en la escuela nos sirven para ajustar las de la sociedad, sin más que sumar y restar. Empecemos, pues, por comprender que la proposición de cuarenta cuatro y de sesenta seis puede contener (socialmente considerada) una verdad o un error, y que necesitamos más elementos que los números para saber si es verdadera o errónea.

Parece que al establecer el impuesto proporcional se ha confundido la sociedad con la asociación; y como en ésta cada uno paga dividendos pasivos y cobra activos según las acciones que tiene, se quiso aplicar la misma regla a aquélla, sin ver las diferencias esenciales que existen entre una y otra.

La asociación es voluntaria; en la sociedad nos encontramos queriendo o sin quererlo;

En la asociación se eligen los consocios y se expulsa a los que no convienen; en la sociedad no pueden elegirse los conciudadanos, y hay que vivir con todos, malos y buenos;

La asociación tiene un fin determinado y limitado, se propone hacer tal negocio o tal beneficio, no comprende sino una pequeña parte de la existencia del individuo, parte que él determina con tal o cual responsabilidad u obligación pecuniaria o personal; la sociedad extiende su poder a la existencia toda; no se trata de cobrar beneficios según el capital anticipado, sino de una serie de relaciones numerosísimas, involuntarias, que a veces dan lugar a injusticias; de acciones altamente meritorias, o en gran manera perjudiciales; de servicios prestados o recibidos que no tienen precio material. ¿Cuánto debe a la sociedad el que es salvado de la muerte con gastos en que no se repara y con peligro de los que le salvan? ¿Por cuánto son acreedores a la sociedad el pensador que en la investigación de la verdad y la demostración de la justicia consume su vida; el que la arriesga o la pierde por el cumplimiento de su deber, o por un impulso generoso y caritativo; el que acepta una existencia laboriosa de lucha y de sacrificio, fuerte contra la tentación, perseverante en la virtud, ignorada, calumniada tal vez? ¿Cuántas acciones tienen estos asociados?

Sólo desconociendo lo que es la sociedad puede confundirse con la asociación, y como si los ciudadanos fueran asociados, repartirles el dividendo pasivo de la contribución cual si se tratara de una empresa industrial. Hay que repetirlo: la proporción aritmética puede ser equitativa, puede no serlo por exceso o por defecto; no tiene por sí sola valor alguno, porque no es cuestión matemática, sino social, y los números expresan el dinero que se pagará, pero no son un principio, no establecen lo que debe pagarse.

Cálculo erróneo de las ventajas que se alcanzan de la sociedad, en proporción que se contribuye a sus gastos.- ¿Cómo se establece la proporción entre el dinero que se da para levantar las cargas sociales y las ventajas que se sacan de la sociedad? Ya se comprende la dificultad de comparar con exactitud o establecer equivalencia entre cosas tan heterogéneas, pero con la posible aproximación procuraremos compararlas.

Si el lector se hace cargo de lo que es la presión social a que dedicamos un capítulo, se anticipará a lo que vamos a decir respecto a la proporcionalidad entre la contribución que paga el pobre, el miserable y el rico, y las respectivas ventajas sociales, que crecen con la fortuna en una proporción mucho mayor que la aritmética. ¿En qué se emplean los impuestos? Principalmente:

En sostener la fuerza pública;

En administración de justicia;

En obras públicas;

En instrucción pública;

En embellecimiento y diversiones públicas;

En beneficencia pública.

El miserable no tiene bienes que proteger, y su persona es oprimida por poderes y fuerzas que no se contrarrestan con soldados ni agentes de policía: el rico tiene propiedades que la sociedad le garantiza, lo mismo que la seguridad de su persona, que pudiera atacar la violencia enfrenada por la fuerza pública.

La verdadera justicia no se administra, en parte por imperfección humana, en parte por imperfección social; la que pueden hacer los tribunales cuando penan es más fácilmente burlada por el rico cuando protege, más difícilmente alcanzada por el pobre; y como en todo caso los tribunales se ocupan casi exclusivamente en perseguir a los que de uno u otro modo se apoderan de lo ajeno, o en resolver a quién pertenecen los valores que reclama más de un dueño, como el miserable no es robado, ni propietario, la esfera de la justicia se limita para él, que no la ve más que en forma de cárcel o de presidio.

De las obras públicas, aun las vías de comunicación, que son las más ventajosas para todos, el miserable no viaja por ellas, ni puede comprar sino una mínima parte de los objetos que abarata la facilidad del transporte. ¿De qué le sirve que por el ferrocarril lleguen los pescados frescos, los frutos exquisitos de otros climas, y que puedan transportarse económicamente los coches y los caballos de regalo? Si el miserable viaja alguna vez, su asiento es, relativamente, más caro que el de los que van en salones, cars palaces o sleeping cars.

La instrucción pública, pagada por el Estado, ¿de qué le sirve al miserable? Lo poco que se le enseña en la escuela primaria no puede aprenderlo, o es como si no lo aprendiese, o tal vez peor que si no lo hubiera aprendido. La enseñanza verdaderamente útil, los profesores ilustrados, los aparatos costosos, los museos, etc., son para los ricos. Cierto es que la ciencia, en último resultado, aprovecha a todos; pero las ventajas que del saber de los otros saca el miserable son muy indirectas, y a veces se convierten en perjuicios, porque la inteligencia sin moralidad abusa de la ignorancia.

Todo lo que se gasta en ornato público, en higiene pública, en diversiones públicas, es en beneficio casi exclusivo del rico, porque el miserable no se pasea por los hermosos parques y jardines, no es capaz de admirar las bellezas artísticas, no asiste a diversiones, ni las medidas higiénicas llegan a su insalubre habitación, que nadie se cuida de sanear, como alguna epidemia que haga temer por la vida de los ricos no lleve la autoridad a visitar las casas inhabitables en que se hacina la gente de los barrios pobres.

La única partida que aprovechan los miserables es la de beneficencia oficial, y no decimos exclusivamente, como parecería a primera vista, porque no se sabe cuántos hijos de ricos habrá en las inclusas, ni cuántas personas envían a los hospitales y casas de beneficencia que tendrían que auxiliar si no las hubiera. De todos modos, comparado lo que se emplea en beneficencia para socorrer a los miserables con lo que se gasta en lujo para recreo de los ricos, y en diferentes ramos para su utilidad exclusiva o casi exclusiva, se comprenderá la proporcionalidad que resulta en los hechos sociales de las proporciones aritméticas.

Todavía hay más: el rico tiene de hecho, él solo, opción a los puestos que con fondos del Estado se retribuyen. En el ejército es oficial, y en los empleos civiles pertenece a las primeras categorías, quedándose con retiros y pensiones al dejar el servicio que no se dan a los soldados y empleados subalternos cuando ya no pueden servir o se los despide.

Equivocado punto de vista para apreciar la situación económica de los contribuyentes. - Esta equivocación consiste en fijarse en lo que los contribuyentes pagan, y no en lo que les queda. Suponiendo que la contribución proporcional sea de un 10 por 100 de las utilidades, el que posee 100 pesetas paga 10, el que 40.000 paga 4.000, y comparando 10 con 4.000, no sólo no parece perjudicado el que contribuye con las 10, sino que aun hay quien se inclina a creer que lo está el que da las 4.000, y tanto más que los que tratan y discuten estas cosas suelen ser personas para quienes dos duros es una cantidad insignificante.

Pero veamos lo que le queda a cada uno de estos dos contribuyentes: al primero 90 pesetas, al segundo 36.000; o lo que es lo mismo, la contribución no priva a éste de nada necesario ni aun de mucho superfluo, mientras que para aquél representa alguna cosa que necesitaba y no puede comprar por satisfacer el impuesto. Y esto no son ejemplos rebuscados ni exageraciones, ni teorías, sino prácticas desdichadas. Nosotros hemos oído quejarse en dorados salones, y en medio de todos los refinamientos del lujo, de lo exorbitante de las contribuciones, y hemos visto al pobre que para pagarlas tiene que privarse de calzado, de una prenda necesaria de vestir, y acaso de pan. ¿Hay proporción en el sacrificio que hacen unos y otros contribuyentes? Pues ésta es la que hay que establecer, y no la aritmética.

Apreciación inexacta de la formación de los capitales y de lo que es capital.- Que se forme el capital, que se acreciente el capital, que se aumente el capital; siempre el capital, que hasta por la etimología de la palabra con que se nombra parece el órgano más importante del cuerpo social. Nosotros queremos también que haya mucho capital, no lo tenemos por tirano; pero tampoco hemos de adorarle como ídolo, ni desconocer su esencia, su origen y su fin.

El capital de un país, es decir, los medios acumulados para producir riqueza y prosperidad, no consiste principalmente en dinero, ni aun artículos que lo valen, sino en la inteligencia, actividad y moralidad de sus habitantes. La historia lo prueba con evidencia, mostrando a España miserable cuando pasaba por ella la corriente aurífera de América, y a Inglaterra rica en las terribles crisis monetarias y económicas de las guerras con la República y el Imperio francés. Arrojad montones de oro o de artículos de gran valor en un pueblo ignorante, perezoso y desmoralizado: no le sacaréis de la miseria; poned a un pueblo activo, inteligente y moral en las peores condiciones económicas, y veréis cuán pronto se enriquece. ¡No hay que insistir sobre tan clara verdad; pero hay que sacar sus consecuencias, y sus consecuencias son: que los que atacan el capital, el verdadero capital, no son los que pretenden que los ricos paguen en una proporción mayor, sino los que abruman con impuestos a los pobres contribuyentes hasta dejarlos miserables, y a los miserables hasta sumirles en la última miseria, de modo que grandes colectividades, a consecuencia de la penuria, tengan menos inteligencia, menos actividad, menos moralidad, disminuyendo así los medios de que el país se enriquezca, prospere, y aumentando las causas de embrutecimiento y ruina. Los que atacan el capital son los que ignoran u olvidan que la miseria es una cosa muy cara de mantener. ¿De que le servía a Inglaterra (a la Inglaterra rica) arrojar sobre la clase pobre y miserable los impuestos con que la abrumaba? Prescindiendo de toda idea de humanidad y de justicia, ¿no venía la contribución de pobres a cobrar con créditos usurarios lo que a ellos se debía, y no amenazaba envolver a todo el país en la común miseria? Cifrar la prosperidad del país en nada que pueda contribuir a aumentar la pobreza y la miseria de grandes colectividades, es como pretender que se robustecería la salud buscándola en alimentos que nutren con exceso unos miembros extenuando los otros, de donde seguramente resultaría la enfermedad.

Parece que no puede haber capital si no está acumulado en pocas manos; parece que 10 capitalistas con 1.000 pesetas cada uno no pueden contribuir a la prosperidad del país tan bien y mejor que uno con 40.000 reales, y que la acumulación de riqueza, favorecida por el impuesto proporcional, se dedica toda a empresas beneficiosas, y no va una gran parte (en España la mayor) a fomentar el lujo, a dar pábulo a la holganza, a los caprichos caros, a los vicios, contribuyendo con provocaciones, contrastes dolorosos y escándalos a desmoralizar e irritar a los que arruina. Si la formación de capitales, favorecida por la contribución más ligera a medida que ellos son más fuertes, fuese un elemento de prosperidad, debieron ser muy prósperas las sociedades en que el pueblo era el único contribuyente y las clases privilegiadas nada pagaban: su miseria pone de manifiesto la relación que existe entre la injusticia y la ruina.

Idea inexacta del fin que deben proponerse los impuestos.- El Estado, órgano de la sociedad, no es un avaro sórdido, ni un ladrón cruel, que quiera dinero cueste lo que cueste, atropelle lo que atropelle, como si el enriquecerse fuera el único fin o indiferentes los medios. Si a un individuo no le es permitido aumentar su capital sino equitativamente, ¿cómo la colectividad ha de tener ese privilegio? ¿Cómo la fuerza de todos, que debe asegurar el derecho de cada uno y levantarle a esferas más elevadas, le ha de poner por debajo del egoísmo individual y de la más vulgar honradez? No: ni el Estado puede prescindir de lo que es obligatorio para cualquiera de las personas que le forman, ni dejar de tener presentes consideraciones de un orden superior.

El gran problema no es hacer observatorios astronómicos, ni palacios, ni museos, ni tender cables eléctricos, ni perforar montañas, ni abrir istmos; todas estas cosas son buenas y se reciben por añadidura; pero el objeto principal de la sociedad, su verdadero fin, es la mayor perfección de los que la componen. Para esto establece tribunales de justicia, academias, escuelas y contribuciones; el sistema tributario debe formar parte económica del sistema de perfección, que será el sistema de gobierno, cuando merezca este nombre. Todo tributo cuya recaudación desmoraliza debe rechazarse; ni tampoco se puede aceptar el que, abrumando, rebaja intelectual o moralmente, porque hay que repetirlo: el objeto de la contribución es perfeccionar a los contribuyentes, no hacerlos millonarios, y el impuesto mejor y más equitativo será el que más favorezca el bienestar general, la igualdad racional, la fraternidad, la dignidad, y coadyuve a evitar las grandes desigualdades de opulencia y miseria, tan perjudiciales para la perfección como para la dicha del hombre.

El fisco debe tener otras reglas que la de tres, y otra balanza que la que sirve en el mostrador para pesar los géneros que están a la venta, porque su ganancia, su verdadera ganancia no es pecuniaria, sino moral e intelectual. El fisco tiene que buscar datos que no sean matemáticos, y entrar en consideraciones que no sean aritméticas, para establecer proporcionalidades de justicia y verdadera conveniencia. Para esto necesita elevar su misión, comprender que la ciencia administrativa es ciencia social, y no aquella rutina burocrática que tiene por igualmente imposible remontarse a elevadas consideraciones y descender a minuciosos detalles. Entrambas cosas se necesitan, aproximándose en lo posible a la ideal perfección, para la que no hay nada incomprensible por grande, ni desdeñado por pequeño. ¿Por qué se ha de imponer igual cuota, porque realizan iguales beneficios, al hombre solo y al que sostiene una numerosa familia; al que trabaja por sí mismo la tierra de su propiedad, y al que ni aun se ocupa de cobrar la renta; al que ejerce una profesión u oficio verdaderamente útiles, y al que explota la vanidad, acaso el vivir?

A igualdad de ganancias, ¿no debe pagar más el tabernero que el labrador?

Hay que añadir a la progresión del impuesto la diferencia; es decir, las circunstancias individuales, para favorecer la honradez, la laboriosidad y el espíritu de familia, en vez de auxiliar al egoísmo, la holganza y la inmoralidad. Esto es más complicado, pero nadie tiene lo fácil como sinónimo de perfecto; y cuando todo progresa, la ciencia social no puede permanecer estacionaria, alegando imposibilidades que serían dolor y peligro si no fueran vergüenza y culpa porque son mentira. En un pueblo culto y moral, la contribución ha de ser una obra científica y justa, no empírica; un elemento de armonía, no de discordancia; un edificio levantado conforme a reglas y proporciones, y no una roca sin desbastar que con toda la fuerza social se arroja sobre los contribuyentes, sin considerar si tienen bastante fuerza para resistir el golpe o si los aplasta.

Evitemos los errores de los visionarios y de los facilistas, pero también el de los imposibilistas declarando invencibles todos los obstáculos de alguna magnitud que se oponen al progreso. La ciencia de la contribución no está a la altura de las otras ciencias; vive más de rutina y de abuso, que de trabajo inteligente, de experiencia verdadera y de justicia, notándose, como dejamos indicado, falta de equidad en los principios, de elevación en las miras y de precisión en los detalles. Los que dicen con frecuencia y desdén teorías, que en su lenguaje equivale a visiones , confunden lo práctico con lo cómodo (para ellos), y quieren que las contribuciones proporcionales e indirectas sean las columnas de Hércules, con su correspondiente non plus ultra.

Preciso es que comprendan que hay más allá, y que más allá es preciso ir, porque no puede darse por terminada obra tan imperfecta.

No desconocemos lo grave de la dificultad, porque la reforma del sistema tributario supone otras que no se harán en años o en siglos, y, por consiguiente, no puede ser completa. Lo primero que debía hacerse con la contribución antes de distribuirla bien era reducirla a sus razonables límites y esto no puede hacerse porque hay que sostener ejércitos y escuadras que absorben una gran parte de los recursos del país por lo que gastan y por lo que impiden de producir, y anacronismos tan caros y tan caros y tan inútiles como el cuerpo diplomático, y extravíos en las ideas, y depravación en las costumbres: los pueblos no incurren en error, ni cometen maldad, que no paguen, entendámoslo bien, que no paguen en dinero, sin perjuicio de lo que puedan costarles en otros conceptos.

¿Queremos, pues, para realizar la reforma económica, suprimir los ejércitos y los embajadores y las maldades y las locuras? Ya sabemos que esto es imposible por ahora, y por mucho tiempo, por mucho: el sistema tributario no puede ser obra perfecta en una sociedad llena de imperfecciones, y respecto de él la reforma no puede ser radical cuando en otras esferas sociales continúan los grandes abusos y los grandes errores; pero como antes de realizar el bien hay que saberle, sepamos al menos:

Que el impuesto proporcional es un paso hacia la perfección, no la perfección misma;

Que reconocida la justicia del impuesto progresivo sin impaciencias imprudentes o insensatas, ni temores nimios, podría intentarse a progresión, en escala mínima, insignificante, que fortaleciera el principio sin alarmar al egoísmo;

Que es justo proporcionar verdadera no aritméticamente la contribución, y además individualizarla, lo cual es una consecuencia aun de los principios que hoy rigen; solamente que no se ha sacado porque es más difícil, porque la Administración es ignorante y perezosa, y si bien se mira, según se cobran y señalan los impuestos, más parecen contribuciones de guerra cobradas en virtud del supuesto derecho de conquista, que tributos exigidos en el seno de la paz y con fines de justicia;

Que la forma, modo y proporcionalidad de las contribuciones no debe ser una cosa empírica, sino científica;

Que el sistema tributario no debe formar parte del sistema social, cuyo fin es afianzar la justicia y perfeccionar al hombre.

Después que todo esto sepamos bien, digamos con el inolvidable Wines: Cuando Dios nos enseña una verdad, es de esperar que nos muestre los medios de realizarla.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Malas cosechas.- Desastres


Gran concausa de miseria es la irregularidad de los trabajos en todo género de industrias, con la perniciosa influencia económica, fisiológica y moral de las alternativas de ocio y tarea excesiva. En la industria agrícola hay también irregularidad en el trabajo, y además en el fruto de él, porque la sequía y las inundaciones, los insectos, los pedriscos, y tantas causas como impiden de prosperar los frutos o los destruyen próximos a recogerse, convierten en miserables a miles de pobres. Su desdicha, menos notada que la de los obreros de las grandes poblaciones, no es menor, y el campesino desvalido se halla a veces en situaciones aún más desesperadas que el mísero habitante de las ciudades.

Ya se sabe que todos los años se pierde por completo, o en parte, la cosecha en alguna localidad, y que a veces es mala en general; se sabe que hay naufragios, inundaciones, explosiones, incendios, hundimientos, mil desdichas, pero se ignora cuántas y cuándo, propendiendo a considerarlas como casos extraordinarios, cuando son frecuentes y tal vez periódicos. El fondo de calamidades públicas es una prueba de que se reconoce oficialmente su existencia, pero no un medio de atenuarlas: este fondo, por lo exiguo, parece una burla, y por su modo de distribuirse es a veces un escándalo: allá va donde el compadrazgo le lleva, para una escuela o para otra cosa menos útil, si acaso no para alguna perjudicial, además de que lo es siempre la injusticia y la sospecha de fraude, que en muchas ocasiones tiene apariencia de ser fundada.

Lo primero que debía hacerse era una Estadística de desastres, organizándola de un modo permanente; así podría saberse la extensión, la clase de daños, y si se repiten con frecuencia y cierta regularidad: la primera ventaja sería conocer toda su extensión, que hoy apenas se sospecha. Los periódicos dicen que en tal comarca un pedrisco asoló los campos, los quemó el sol o los heló el frío; que en tal otra los frutos fueron arrastrados por la crecida de un río, o los barcos por las olas del mar; que aquí hubo huracanes e incendios, y allá insectos que destruyen las plantas, y enfermedades que matan los animales. Pero estas noticias sueltas, incompletas, inexactas, no dan idea ni aproximada de la extensión de los daños y desgracias, ni se forma de la proporción en que están unas de otras, ni de la frecuencia con que se repiten. Cuando un cuadro estadístico manifestase la intensidad del mal, a primera vista se comprendería lo ridículo del remedio o paliativo que se intenta con el fondo de calamidades públicas. Los números inducen muchas veces a error, muchas; pero otras son elocuentes, y lo serían consignando en una casilla las desgracias, las pérdidas, los daños, y en otra las cantidades destinadas a remediarlos; una tercera podría añadirse para el modo de distribuirlas, con las notas aclaratorias correspondientes. Puede asegurarse que la mayor parte de las personas se sorprenderían de la magnitud, que no sospechaban, del mal.

Una vez conocido en cuanto a su extensión, podría analizarse, y desde luego se formarían dos clases de desastres:

Unos que no se pueden evitar; otros que en todo o en parte podrían evitarse.

Un pedrisco es inevitable; pero a la sequía, que es en parte consecuencia de haber arrasado los montes, podría buscarse remedio repoblándolos; a las inundaciones estudiando el curso de las aguas; disminuir el número de los incendios dando algunas reglas de construcción que no los harían tan fáciles, etc., etc. No podemos aquí hacer más que algunas indicaciones sobre asunto que exigiría una obra especial, limitándonos a llamar la atención sobre él para que alguno que sepa y quiera lo trate.

Los desastres varían en cantidad y calidad, según las condiciones del suelo, del cielo y del mar, si se trata de costas; y esta variedad será en pocos países tan grande como en España, bañada por las tranquilas aguas del Mediterráneo y azotada por las furiosas olas del Cantábrico; cuyas mieses, que no fructifican tantas veces, ya por falta de sol, ya por falta de agua, con llanuras inmensas, y montañas escarpadísimas, y calores tropicales, y nieves eternas, y alternativas tan propias para desequilibrios fisiológicos y atmosféricos y para producir dolencias y tempestades.

Sin duda que estos inconvenientes van con muchas ventajas; pero verdad también que nuestra constitución climatológica y topográfica lleva consigo grande irregularidad y azares muy propios para favorecer el desorden y contribuir a la miseria.

Un año que llueve, dicen los naturales de ciertas comarcas, se coge en mi tierra para diez.

Prescindiendo de la exageración meridional, ocurre preguntar: ¿Y se guarda para nueve? Seguramente que no, y esas cosechas super abundantes suelen estar comidas y bebidas antes que se recojan.

Partiendo del hecho cierto de que toda irregularidad en los ingresos contribuye poderosamente a la de la vida en personas que no tengan, respecto a orden, cualidades que los pobres sólo por excepción rara pueden tener, resulta que cuantas más causas naturales contribuyan a la alternativa de penuria y abundancia, más necesario es estudiarlas.

¿Cómo, si no, se combatirán con probabilidades de éxito? Si este estudio se hiciera,56 acaso revelaría verdades que se ignoran, y entre varios fenómenos económicos, relaciones que no se sospechan. ¿Habrá alguna entre la irregularidad de las cosechas y la acumulación de la propiedad; entre esta acumulación y la miseria; entre la miseria y la ignorancia, y la inmoralidad y el crimen? Tal vez, y seguramente vale la pena de averiguarlo.

Podrá haber opiniones (o más bien pareceres, estando tan poco estudiado el asunto) respecto a los grados del mal; pero siempre se reconocerá que lo es en el orden económico la inseguridad de los ingresos, y más cuanto mayor. Para atenuarle deberían tomarse dos clases de medidas: unas que lo atacasen en su origen; otras que aminorasen sus consecuencias.

Así, por ejemplo, al pescador que está mucho tiempo sin salir al mar por lo imperfecto de su barco, se le podría guiar y auxiliar para que se proporcionara una embarcación más perfecta, que con mayor seguridad le daría más días de trabajo útil e ingresos menos precarios: además alguna manera de estimular el ahorro, de crédito cuando las economías se agotan, y de ocupación supletoria mientras no es posible dedicarse a los trabajos ordinarios. Al labrador que se arruina con la pérdida de la cosecha, casi única, enseñarle la ventaja de la variedad de cultivos y los más apropiados, con lo cual se atenuarían las malas influencias atmosféricas; y para aminorar sus inevitables consecuencias, promover el ahorro, el crédito y la variedad de trabajos a que predisponen los agrícolas.

No podemos hacer aquí sino breves indicaciones, pero bastantes, a nuestro parecer, para indicar la importancia de la Estadística de desastres y cuán fecundo pudiera ser su estudio, ya por los hechos que revelaran, ya por su enlace y consideraciones a que dieran lugar. Con este conocimiento podrían organizarse los socorros oficiales y las asociaciones de socorros mutuos; se tendrían datos para establecer estas últimas y saber hasta qué punto y en qué grado los primeros deben ser generales, provinciales o municipales. Hoy todo va a bulto, a ciegas, y se hace mal, o no se hace.

Esta falta de conocimiento y de organización produce, entre otros males, el gravísimo de que, cuando hay un desastre, las personas que desean procurar consuelo a los que aflige no saben a quién dirigirse, y en aquella perplejidad para el primero y más fuerte impulso de la compasión, el que debía aprovecharse para el socorro, el que se da mermado por el tiempo que sufrió el calor compasivo, llega tarde, o no llega; todo lo cual sirve de argumento a los ruines y egoístas para cerrar el bolsillo, como tienen cerrado el corazón a todo noble sentimiento.

Desorganización es imperfección; todo lo perfecto está organizado, y más de un instituto, preternatural, con vicios esenciales, internos y externos, vive y se perpetúa merced, en gran parte, a la organización; por eso la quisiéramos general y tan perfecta como fuese posible, para socorrer a las víctimas de todo género de desastres.

De esta organización debería excluirse absolutamente el elemento oficial. Los fondos debían custodiarlos y distribuirlos personas designadas por elección popular, y de ningún modo los que cumplieran oficialmente semejante cargo como inherente al destino que desempeñan. El Ministro de la Gobernación podrá ser caritativo y recto, cabe en lo posible, y el párroco y el alcalde no dejar nada que desear respecto a humanidad y honradez; pero también es posible que sean de los que roban y matan, de los que van a presidio o merecen ir.

Así, pues, reconociendo que los desastres son constantes, debe acudirse a ellos de una manera ordenada, normal, y por medio de una organización que tenga por base la elección popular: como estos cargos no serían lucrativos, no es probable que fueran solicitados por medio de la intriga o el fraude, y podría esperarse que los nombramientos recayesen en personas buenas, o siquiera en las medianas.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Modo de ejercer la caridad


Al considerar este sentimiento, dulce como el amor, puro como la inocencia, fuerte como la justicia, el ánimo se dilata y el alma consolada espera de la caridad la solución de todos los problemas, el remedio de todos los males. Semejante a una visión divina, aparece multitud infinita de criaturas que se han consagrado a sus semejantes, viviendo y tal vez muriendo por ellos. En todos los grandes dolores se ven abnegaciones prodigiosas para consolarlos; en todas las grandes iniquidades, virtudes que subliman hasta el cielo la naturaleza humana, cuando parece dispuesta a revolcarse eternamente en el fango sangriento de las maldades crueles.

Y sin llegar a tan superiores esferas, menos admirables, pero más comunes, están los sentimientos benévolos y compasivos, generalizados de modo que sufrir con el que sufre parece cosa tan natural en el hombre, como sentir el propio sufrimiento. En la calle, en la plaza, en medio del camino, el ¡ay! del dolor encuentra eco en todos los corazones, y la simpatía por la desventura es tal, que aun las fingidas, y sabiendo que lo son, conmueven y arrancan lágrimas. ¿Cuál es el secreto de que interesen la tragedia, el drama, la novela triste, el relato de una desgracia? La simpatía que inspiran los que padecen o han padecido. Aunque la desdicha sea supuesta, el hombre se ennoblece interesándose por ella, ejercitando sentimientos compasivos, humanos, elevándose con la participación de afectos nobles, con la reprobación de hechos viles, y por eso es tan mal síntoma para un pueblo que estén en mayoría los que van al teatro a reírse, los que no quieren ir allí a llorar.

Pues si ese amor hacia los que sufren es tan elevado, tan profundo, tan general, ¿como no basta él solo para enjugar todas las lágrimas?

A la altura de las grandes abnegaciones y de los grandes sacrificios, son pocos los que se elevan por el sentimiento de la caridad; y si se nota su influencia en el proceder de la mayoría de las personas, se ve que no es suficiente para contrarrestar los males que compadece. El desorden, la imperfección, la falta de armonía en cualquiera de sus formas, ya aparezca como enfermedades, como ignorancia, como vicio, como delito, como miseria, como dolor físico o moral, tienen una persistencia, una generalidad, una fuerza, que exige para combatirla el poder del hombre en su plenitud, en su totalidad: no basta un elemento sólo, por poderoso que sea; se necesitan todos los que la humanidad puede encaminar al bien. No es suficiente el instinto, el sentimiento; se necesita, además, la idea; es necesario que a la compasión se una el deber, y a la caridad la justicia. El ideal de la perfección humana es que, tratándose de hacer bien, se confunda lo posible con lo debido, y que, como entre los que se aman de veras, el sentimiento se confunda con la conciencia, y la abnegación no necesite sacrificio. Pero aun en este caso, si el cariño no hace distinciones, existen, no obstante, elementos diferentes que se armonizan, pero no se suprimen, y del sentimiento sin razón y de la razón sin afectos resultan esos amores que con razón se han llamado malsanos, y esa justicia empedernida que ha dado lugar a que con verdad se diga summum jus, summa injuria.

La caridad es la justicia en el amor, y el amor en la justicia; pero en toda su pureza y elevación inspira a muy pocos y hasta el punto de que, sin otro auxilio, sea remedio de grandes males, que no le hallarán sin ella ni con ella sola. Si la razón, si el derecho, si el deber es necesario que tengan una parte esencial en todas las reformas que han de dar por resultado mejorar la situación de los pobres y disminuir el número de miserables, no es menos cierto que a todos o a la mayor parte debe concurrir la caridad; es decir, aquella cooperación voluntaria y desinteresada que hace un don cualquiera en beneficio ajeno; este don podrá ser tan pequeño como una moneda de cobre, tan grande como el riesgo o el sacrificio de la vida, pero tendrán de común la espontaneidad y el desinterés: una suma, y grande, de estos impulsos espontáneos, desinteresados que se revelan por obras, es necesaria a todo verdadero progreso, que consiste en disminuir las maldades y los dolores.

Pero la caridad que en cierta medida es cooperadora necesaria a toda grande obra social, que en el fondo tiene siempre la misma divina esencia, en la forma puede variar, y lo necesita, según las circunstancias de aquellos a quienes se congra. En épocas de grandes maldades, de grandes tiranías, de opresiones abrumadoras en que el derecho aparece casi siempre pisado por la fuerza, los hombres, desesperados de triunfar de la desgracia, la aceptan como base del organismo social; la resignación es la primera de las virtudes, y el consuelo la única forma de la caridad. La desventura aparece omnipotente, imposible evitar que haga verter infinitas lágrimas; todo lo que pueden hacer las manos piadosas es enjugar algunas.

Sabemos que el dolor no puede suprimirse, que la resignación es necesaria; pero reconociendo esta verdad, que no deja de ser elemental porque algunos la nieguen, también es cierto que el imperio del dolor debe limitarse lo posible y que la resignación no debe ocupar el lugar de la esperanza. Que el hombre sufra resignado todos los males inevitables, pero que procure reducir su número, y que la caridad, que no era más que consuelo, tome en cuanto sea posible la forma de remedio. Esta es la transformación que necesita, iniciada en parte, y que debemos apresurar.

La limosna moralizadora, ya porque se incorpore al ahorro del pobre estimulándole a la economía, que es lo mismo que ejercitar su virtud, ya porque imponga como condición cierta dosis de trabajo intelectual, ya por otras circunstancias, debe ser a la vez consuelo y remedio, porque socorriendo al necesitado procura la perfección del hombre, con lo que combate su miseria material. Este es el carácter propio de la caridad de hoy; que no prescinda de enjugar las lágrimas, pero que se esfuerce para que no se derramen tantas; que sostenga hospitales, pero que procure que sea corto el número de los que necesiten ir a ellos; que visite a los encarcelados, pero que eduque y moralice a fin de que sean pocos los que infrinjan las leyes; que ampare a la mujer pecadora, pero que auxilie a la que está pura para que no caiga en el pecado. La caridad de ayer era la de la resignación; la de hoy es la de la esperanza.

El hombre caritativo de hoy tiene una misión más elevada, porque no debe mirar al objeto de sus beneficios como un ser pasivo que hay que consolar, sino también como un ser activo que hay que modificar; no basta humildemente descender hasta él, es preciso elevarle; no basta llamarle hermano por el amor de Dios, es preciso fraternizar con él por el amor del hombre; estos dos amores que son toda la ley.

Si al consuelo y al remedio de los males sociales se aplicara el lenguaje de la ciencia que se ocupa de los males físicos, diríamos que si la caridad de otros tiempos era esencialmente patológica, la de los nuestros debe ser principalmente higiénica.

A la compasión por el ser que padece debe unir el respeto a la dignidad humana, y en consecuencia, preferir el socorro a domicilio; darle en esta forma siempre que sea posible, en vez de patrocinar aglomeraciones donde los individuos se convierten en números; donde se junta a los que no puede unirse, y donde con la personalidad se pierde el decoro. Claro está que en este ramo menos que en ningún otro, se pueden introducir prontas y radicales reformas; que no se salta del pasado al porvenir sin atravesar el presente; pero al menos, que se empiece a comprender y a practicar en la medida de lo posible que así como hoy se prefieren los hospitales pequeños a los grandes, mañana se procurará que aun los de reducidas dimensiones desaparezcan, procurando que los pobres tengan casa donde puedan ser asistidos, y comprendiendo que ni el consuelo de los viejos ni la educación de los niños pueden lograrse amontonándolos.

Cuando la misión de la caridad se eleva; cuando no se limita a consolar, sino que remedia y prevé, su esfera de acción se dilata, y para mayor número de fines ha menester mayor variedad de medios. Esto hace que necesite más auxiliares, pero también que utilice más aptitudes, y que no haya nadie que no pueda prestarle algún servicio. Nadie, decimos, y podrá parecer exagerado, pero es cierto. Si se pregunta con qué puede contribuir el desvalido enfermo que sufre en una cama del hospital, responderemos que con un buen ejemplo, a veces con un alto ejemplo de resignación, más provechoso y más útil que la moneda de oro que echa en el cepillo el rico que visita el establecimiento. Y esto no lo respondemos de memoria, sino por haber visto el gran valor de un buen ejemplo dado por quien no podía dar otra cosa.

Si en el caso más desfavorable no hay mísero que no pueda dar algo, con cuánta más razón se intentará asociar a los pobres a las obras de caridad en que hoy no toman parte, lo cual los priva de un elemento de moralidad poderoso, porque no hay medio más eficaz para hacerse bueno que hacer bien. Del error de que la caridad consiste sólo en dar dinero, es consecuencia el pensar que los pobres no pueden hacer caridad. En ocasiones solemnes se revela que la hacen imponiéndose privaciones, arriesgando su vida, perdiéndola; pero es necesario no limitar al heroísmo la práctica de la caridad; es necesario que virtudes más modestas puedan tomar parte en ella es menester que en las empresas benéficas el pobre, para ser algo, no necesite ser héroe. ¿Y cómo?

El cómo depende de muchas circunstancias de tiempo y lugar; ya indicamos cuán útiles podían ser, cuán indispensables son los obreros como socios del patronato de los licenciados de presidio; en las asociaciones de salvamento se sabe los grandes servicios que hacen los pobres, y no serán muchas las empresas benéficas en que no pueden prestar alguno si se organizan con esta mira. Y así debe hacerse para que no les falta un gran elemento educador, para fraternizar verdaderamente con ellos y que fraternicen con nosotros, porque no hay cosa que más una que el bien que en unión se hace; para llevar la igualdad adonde quiera que pueda y deba ir, para que un sentimiento tan elevado y tan puro, que está en el corazón de todos los hombres, no aparezca en la práctica como el privilegio de unos pocos. Los modos de hacer bien pueden multiplicarse hasta el infinito, y como prueba de elevación y medio de elevar al pueblo es necesario que sea, no sólo objeto, sino sujeto de caridad.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

El ahorro


Es común en los que estudian los males de la sociedad, pretender curarlos con un remedio único que, cuando no sea impracticable o ineficaz, será de seguro insuficiente; porque problema tan complejo al plantearlo, si se plantea bien, no puede resolverse con una fórmula sencilla.

El ahorro es uno de esos medicamentos infalibles, y con el cual se curarán las llagas sociales, aquellas al menos que tienen su origen en la miseria, y los que así piensan y escriben echan tales cuentas que, si no se equiparan a las del Gran Capitán, pueden calificarse de galanas. Según ellas, todo el mundo puede ahorrar; y no así como quiera y para cuando haya una enfermedad en la familia, o el que la sostiene carezca de trabajo o quede imposibilitado para el trabajo; además es preciso reunir un capital que produzca una renta para la vejez.

-Ahorra- le dicen al jornalero.

-Si soy muy pobre- responde.

-Aunque lo seas.

-Si estoy en la miseria.

-Aunque lo estés.

-Si tengo hambre, y la tienen mi mujer que está criando; mis hijos, que no están criados.

-Aunque la tengáis: eso no importa; lo esencial es que para cuando seas viejo, aunque mueras antes de serlo, tú cuentes con una renta y yo ahora saque a salvo mi teoría.

Y por si alguno creyere que en lo dicho hay exageración, daremos como muestra dos citas textuales.

«Las leyes se han promulgado, las instituciones están fundadas y las cajas abiertas...; la obra en conjunto existe casi perfecta, y no espera más que la cooperación del obrero, bastando por sí sola por salvarle a él y a su familia de las eventualidades más horribles: enfermedad, accidentes, vejez y muerte; el sacrificio total que exige de él como miembro de una sociedad de socorros mutuos, y para asegurarse en caso de accidente de muerte y para la vejez, asciende a la suma de 20 céntimos al día!»57 La admiración es textual también; significa ¿quién no puede ahorrar 20 céntimos diarios?, y causa la nuestra considerando cómo se prescinde de la falta de trabajo, de lo reducido del jornal en muchos casos, de lo insuficiente cuando es corto y hay mucha familia, y de tantas cosas, de tantos hechos, de la realidad, en fin, que no consiente afirmar que cualquiera familia pobre puede economizar 20 céntimos diarios, y que este sacrificio, que no lo defiende contra la falta de trabajo, libra de la miseria.

«La economía parece ser lo superfluo que se aparta después de satisfechas las necesidades; lo contrario es lo cierto; la economía debe sacarse, ANTE TODO, cuando se trata de proletarios, porque la previsión es la primera de sus necesidades.»58

Conque ya lo saben los que tienen hambre: la primera de sus necesidades no es comer, sino ahorrar. Si son proletarios, se entiende; que no siéndolo, las leyes de la Naturaleza siguen su curso y disponen que antes de hacer economías se atienda a las primeras necesidades, que no en vano se llaman primeras.

Hamlet diría: ¡Palabras, palabras! Y los libros santos dicen, «vanidad de vanidades, y todo vanidad»; hay pocas tan grandes como la de los curanderos sociales que dan por hecho lo que no puede hacerse, al menos en la escala que necesitan para extirpar de raíz el pauperismo. Y lo extraordinario no es que tales cosas se escriban, porque al cabo las ideas arrastran muchas veces al que no tiene fuerza para resistir su desordenado empuje; admira más que así, descarnadas, se aplaudan en ocasiones, y aun se premien.

El error es complejo, como la miseria, y el no haberla experimentado y el desconocer al hombre que la padece y las circunstancias que le rodean, y la comodidad de no estudiarlas, y la vanidad de aparentar que se saben, y otras muchas causas, dan por resultado la proclamación del ahorro como primogénito de la familia de las panaceas.

Por insensato se tendría en Medicina el qua escribiera Terapéutica sin saber Anatomía ni Fisiología, y no lo parece el que enseña ciencia social sin saber Psicología, y quiere organizar la sociedad ignorando los elementos que la componen.

Al proponer medidas para bien de los hombres, en pocas cosas suele notarse más, ni tanto, el desconocimiento del hombre, como cuando del ahorro se trata; y claro está que, partiendo de premisas que no son exactas, no puede llegarse a conclusiones verdaderas.

Se prescribe un medicamento de eficacia que se supone infalible; ¿es culpa del que le ordena si los enfermos no quieren tomarle? Y aunque ni la teoría, ni la práctica, comprueben semejante infalibilidad, se sigue recetando y condenando en masa, que es, como quien dice, a bulto.

Y no se crea por lo dicho que desconocemos o aminoramos las ventajas del ahorro; lejos de ser así, vemos en él algunas no mencionadas por muchos de sus fanáticos, que no suelen ver en las economías más que los recursos materiales que proporcionan: nosotros las consideramos también por su fase moral.

En efecto: el ahorro proporciona un recurso para la vejez, la enfermedad o la falta de trabajo, bien muy grande, y produce otro menos ostensible, pero mayor. Supongamos que desaparecen los ahorros depositados por los pobres, sin que les sea posible salvar nada. ¿Se habrá perdido todo cuanto hicieron para realizar aquellas economías?

No todo, ni aun lo más. Desapareció el recurso material, pero quedó el espíritu de orden, el hábito de vencerse y sacrificar el apetito a la razón; quedó la sobriedad, quedó la fuerza moral aumentada por el ejercicio de la virtud. Porque el ahorro en el pobre es una virtud, o mejor dicho, supone muchas, y puede considerarse como un certificado de buena conducta. No es sólo que deposita tal o cual cantidad: es que para reunirla ha tenido que vencer muchas tentaciones, que apartarse de malas compañías, que renunciar tal vez a la única distracción y solaz que su estado lo permite. La pensión de retiro que acumuló el anciano es también la vejez más robusta, porque fue la juventud más arreglada.

Y luego, para pobres y ricos, en cualquiera ocasión y para todo, el bien lo mismo que el mal, por pequeño que sea, tiende a formar núcleo; un exceso conduce a otro, una caída predispone a caer, y, por el contrario, venciendo un apetito se aumentan las fuerzas para triunfar del que sienta de nuevo, y las virtudes se encadenan, se armonizan y se sostienen mutuamente. Así se han visto obreros pródigos, que por una circunstancia cualquiera han realizado algunos ahorros, y con el gusto de tenerlos y el deseo de aumentarlos hacerse económicos.

De lo dicho se infiere la importancia de las Cajas escolares de ahorros, que nunca se encarecerá bastante, porque acostumbran a la economía, y empiezan desde muy temprano la gimnasia de la voluntad recta contra impulsos que tienden a torcer la del niño que por razón, por una razón cualquiera, renuncia a una golosina o un juguete, saldrá el hombre firme para el cumplimiento de su deber y la defensa de su derecho; del niño que a toda costa quiere satisfacer sus antojos, saldrá el adulto que no enfrenará sus pasiones, ni será capaz de poner coto a ninguna especie de tiranía. No hay obra social más meritoria que el establecimiento de Cajas escolares, y cuando se trata de niños pobres, sería preciso estimularlas por personas mejor acomodadas y benéficas que impusieran a su favor cantidades proporcionadas a las que ellos imponían, o mayores si era posible, que lo sería siempre, porque el valor material de los ahorros del niño pobre puede ser bien pequeño. En cambio, el moral es inmenso. Aquel espíritu de orden que arraiga; aquel hábito de sacrificar un apetito a una razón; aquella gimnasia de la voluntad recta; aquella personalidad que se forma, fortalece y manifiesta, no por genialidades caprichosas y exigencias de un empeño terco, sino por la perseverancia que realiza una difícil y grande obra, elementos son de inestimable precio, y nunca se encarecerá bastante la ventaja y el mérito de procurarlos.

Como si no imposible, es punto menos, que adquiera hábitos de economía el que los tiene de despilfarro, y venza la tentación de gastar más de lo preciso el que ha cedido a ella gran parte de su vida, el medio más eficaz para promover el ahorro es estimularle en los niños. Las Cajas escolares de ahorros, que tanto se han generalizado en otros países, son en España una rara excepción, y aun donde existen, si materialmente prosperan, que no suelen prosperar, moralmente no siempre corresponden a su objeto, porque el dinero depositado no es una economía del niño, sino un don de sus padres o abuelos, y a veces significa una importunidad en vez de una privación.

Es de la mayor importancia generalizar las Cajas escolares si se quiere que el ahorro empiece a infiltrarse en las costumbres; pero no basta decir que en la escuela hay quien le recoge y que el maestro preste este nuevo servicio; sobre todo, tratándose de niños pobres, hay que emplear iniciativas más poderosas y medios más eficaces; y decimos niños pobres, no miserables, porque los hambrientos, si por acaso tienen un perro chico, natural y razonable es que le lleven, no a la caja escolar, sino a su estómago en forma de alimento.

Tomando las cosas como están y los hombres como son, con propósito de mejorar su situación y perfeccionarlos, pero sin pretender que cambien de naturaleza, veremos que, bajo el punto de vista del ahorro, pueden clasificarse así:

1.º Los que no pueden ahorrar.

2.º Los que pueden ahorrar en diferentes grados.

3.º Los que no quieren ahorrar.

4.º Los que no pueden querer.

Antes de pasar adelante, fijemos la significación que se da a la palabra ahorro. Se entiende que es una economía que se hace y reserva para lo futuro: hasta aquí todos estamos conformes; pero si se pregunta a cuánto han de ascender las cantidades reservadas para el porvenir, y si éste ha de ser próximo o lejano, se inician las divergencias, porque los que ven en el ahorro la solución del problema del pauperismo, necesitan y exigen que el pobre ahorre:

1.º Para cuando esté enfermo.

2.º Por si se inutiliza.

3.º Para la vejez.

Pero es el caso que, aunque se partiera como de hecho positivo de la suposición gratuita de que todos pueden ahorrar para todo esto, no se resolvía el problema. ¿Y la falta de trabajo? ¿Y esta gran desdicha que aflige a obreros laboriosos y honrados, a veces en tanto número que produce un verdadero conflicto y hasta una cuestión de orden público? Es muy común, o prescindir de ella en absoluto, o tratarla incidentalmente, sin darle, ni con mucho, la importancia que tiene, como es preciso para que el ahorro (hipotético) sea el recurso de la enfermedad de la vejez y en caso de accidente que inutilice.

Apréciese bien o no en los libros, la falta de trabajo es una de las mayores desgracias del obrero, cuyas terribles proporciones revelaría una estadística exacta, hecha en todos los países muy cuidadosamente, extensiva a todo género, de trabajos y comprendiendo el tiempo suficiente para que pudieran apreciarse esos flujos y reflujos industriales que producen plétora de trabajo y carencia de él. Con tales datos, no podrían los partidarios del ahorro-panacea echar cuentas tan galanas. Procuremos ajustarlas a la realidad, y ésta es que la falta de trabajo debe considerarse como uno de los principales elementos de la miseria; como opinamos que el Estado, o en ciertos casos las empresas o los particulares, deben indemnizar al que se inutiliza trabajando, sustituimos esta eventualidad por la de la huelga forzosa; de manera que el obrero necesita ahorrar

Para cuando esté enfermo.

Para cuando carezca de trabajo.

Para la vejez.

1.º Los que no pueden ahorrar.

Vengamos a la realidad por triste que sea; no es negándola como ha de modificarse en el sentido del bien.

La realidad es que hay miles, muchos miles de miserables, cuya familia, por lo común numerosa, está hambrienta, descalza, casi desnuda y que no pueden ahorrar nada, que no pueden, entiéndase bien.

¿Qué obrera (dicen los que no conocen sin duda el hambre más que de oídas y la desnudez sino de vista), qué obrera no economiza, si quiere, tres o cuatro reales al mes? La que al terminarle ha pasado muchos días de hambre, y no tiene con que pagar la casa ni lo que debe en la tienda, etc.; la que por no poder sostener a sus padres tiene que ponerse a servir; la viuda con hijos que gana tres o cuatro reales cuando tiene trabajo, y carece de él muchas veces, y tantas y tantas otras.

¿Qué trabajador no se halla en estado de ahorrar cinco céntimos diarios? ¡Cinco céntimos diarios! Son seis reales al mes; es la comida de un día, de día y medio; acaso de dos, de tres..... ¡Y cuántos hay en que no parecen dos reales para dar un bocado de pan a cada individuo de la dilatada familia!

Hablar de ahorro a los que en tal penuria viven y sufren, más parece burla cruel que razonable consejo.

Con estas exageraciones se desacredita, no sólo la idea del ahorro, sino hasta la razón; porque al ver que apartándose tanto de ella hablan o escriben los doctos, el ignorante está dispuesto a negársela cuando la tienen.

Faltan datos estadísticos; mas para cualquiera que observe los hechos con el fin de que le revelen la verdad, y no para que sirvan de apoyo a una teoría, es evidente que hay una gran masa de trabajadoras y trabajadores sumidos en la miseria y que no pueden realizar economías.

2.º Los que pueden ahorrar, deben clasificarse según sus medios:

Una clase no podrá economizar sino para los casos de enfermedad;

Otra podrá hacer frente, no sólo a la falta de alud, sino a la de trabajo;

Y, por fin, la tercera, además de atender a estas eventualidades, acumulará un capital para la vejez.

Estas clases serán más o menos numerosas relativamente, según muchas circunstancias: la riqueza del país, el modo de distribuir los beneficios del trabajo, el que éste sea más o menos productivo, el precio de los mantenimientos, viviendas y demás cosas necesarias, el estado moral e intelectual del trabajador, del medio en que vive, etc. Desde luego se comprende que no puede haber igualdad para economizar no habiéndola para producir, ni para gastar, y que todos no pueden ponerse a cubierto de todas las eventualidades.

3.º Los que no quieren ahorrar.

Pueden, pero no ahorran muchos obreros, aunque no en el número que imaginan los autores que ven en el ahorro el áncora de salvación.

El vicio, el mal ejemplo, el hábito, la imprevisión, la vanidad, las influencias de todo género del medio en que se vive, son las principales causas que impulsan al despilfarro y apartan de una severa y difícil economía, y esto no sólo a los proletarios, sino a clases mejor acomodadas que los vaivenes de la fortuna sumen con frecuencia en la miseria.

En un excelente estudio hecho por el ingeniero francés Mr. H. de Lagrené, sobre La situación física y moral de los obreros empleados en trabajos en grande escala, hay datos que en varios conceptos tienen mucha importancia, y tanta mayor cuanto que, habiendo operarios de la localidad donde se ejecutan las obras de varias provincias de Francia y de naciones extranjeras (italianos, austriacos y belgas), pueden compararse modos de ser muy distintos. Limitándonos por el momento al asunto de este capítulo, los hechos en el estudio consignados comprueban la dificultad del ahorro, aun entre trabajadores que ganan buenos jornales, tienen buena conducta y pocas atenciones. Cita el autor como tipos de esta clase dos familias, compuestas de cuatro personas, marido, mujer y dos niños pequeños. En la primera:

Pesetas
El marido gana al año.....................................................................1.280
La mujer........................................................................................720
________
Total.........................................................................2.000
________
Los gastos ascienden a ..................................................................2.489
Déficit............................................................................................489
_________
En la segunda familia las ganancias son las mismas, pero los gastos algo menores.........................................................................................2.375
El déficit es sólo de ........................................................................375

Déficit, dice el autor, que no puede cubrirse más que por la caridad pública.

Imprudente y perjudicial sería la caridad que auxiliase a estas familias; pero su desahogo no es tanto como se podría inferir del haber de 2.000 pesetas; entre sus gastos está el de 540 anuales que dan a la mujer que tiene cuidado con los niños, porque las madres trabajan en una fábrica; los recursos quedan, pues, reducidos a cuatro pesetas diarias. No deberían gastarse más, ni aun tanto; con estos jornales, lejos de quedar empeñadas las familias, podrían realizar economías, y no lo hacen, porque en el pormenor de sus gastos que da Mr. Lagrené no figura partida alguna para socorros mutuos, cajas de retiro, ni nada, en fin, que constituya ahorro o indique previsión. Casos iguales, parecidos o análogos son muy comunes; y cuando aun entre gente de buena conducta se gasta más de lo que se debe y de lo que se puede, fácil es considerar cómo procederán los desordenados viciosos.

Censuremos tal proceder con toda la severidad que merece; mas porque los hechos sean vituperables no prescindamos de ellos, porque con anatematizarlos no se suprimen, y el hecho es que muchos pudiendo ahorrar no ahorran (en todas las clases), que el motivo es la gran dificultad que para economizar encuentran, y debe reconocerse y combatirse en vez de tratar de resolver el problema como si no existiese.

4.º Los que no pueden querer ahorrar.

Esta clase, suprimida (en los libros), es muy numerosa, y se compone de los que tienen posibilidad económica, pero no psicológica de ahorrar.

El caso, muy frecuente, se da cuando el pobre necesita una tensión fuerte y constante de su voluntad para resistir, no ya a las tentaciones del vicio, sino a la de algunos goces honestos, que serían razonables si sus recursos no fueran tan exiguos. No ha de regalarse el gusto sino con el alimento más barato y estrictamente necesario, ni la vista con espectáculos que le entretengan, ni el ánimo con cosa que le agrade, si cuesta dinero. La regla de su pobreza ha de ser severa, inflexible, y ponerse en práctica en el medio más propio para infringirla.

El ejemplo de los de cerca y de los de lejos, todo lo que se oye y sabe, le incitan a gozar, es decir, a gastar; porque, sobre que él no está educado para muchos goces espirituales y nadie se los procura gratuitos, la propensión general es a buscarlos, materiales y presentes, y ocuparse más de disfrutar en esta vida que de pensar en la otra. Anuncios de toda clase de diversiones y placeres, lícitos y no lícitos; muestras de exquisitos manjares y ricos trajes; casas magníficas; palacios suntuosos; trenes deslumbradores; el coche salón que se ve pasar desde la aldea más mísera; las relaciones de las fiestas que dan los ricos, publicadas por los periódicos que leen u oyen leer los pobres; el opulento, después de opípara comida, saboreando el aromático puro, que al lado de la chimenea y tendido en mullido sillón oye la ópera desde su casa; la relación de los miles de duros que se dan por un caballo; de los miles de reales que cuesta un perro; de los millones que se gastan en posesiones de recreo, en piedras preciosas, etc.; los caprichos, las demasías, las locuras, los desenfrenos del lujo, que, en vez de quedar ignorados o sabidos de pocos, da a los cuatro vientos la prensa periódica en lo que podría llamar Sección de insultos a la miseria y excitaciones al vicio, a la rebeldía y al crimen; todo este cúmulo de elementos que empujan a los goces materiales, obran de continuo y donde quiera sobre el que no ha de permitirse ninguno si en medio de su pobreza ha de realizar el más pequeño ahorro. Además, están allí el vecino, el pariente y el amigo, que, en mejor posición que él, no economizan nada, y le animan de palabra o con el ejemplo a procurarse el gusto de algún bocado apetitoso o el solaz de alguna diversión.

Para ser impenetrable a tantas influencias; para mantener la voluntad resistiendo inflexible; para aceptar la mortificación que resulta de esta resistencia, un día y otro día, y siempre, y todo este mal presente por un bien futuro que la distancia aminora; para este esfuerzo perseverante se necesita una especie de heroísmo que puede existir, que existe por excepción, pero que no será la regla.

El que es muy pobre necesita para ahorrar ser activo, muy activo; en una lucha, la más brava de todas, la lucha consigo mismo; cuando sufre las consecuencias de no haber ahorrado, es pasivo, cede, y tiene para la resignación una fuerza que no se sospechaba, y aun que suele estar en razón inversa de la que desplegó para el combate. No ya individuos, razas enteras hay que defienden peor la vida, pero mueren mejor que otras más enérgicas para la lucha. Y si estas razas se comparasen con reflexión, tal vez se hallara más de una analogía entre ellas y los que se abstienen por economizar y los que prefieren sufrir las consecuencias de no haberse abstenido. Y al preferirlas, ¿obran en razón? ¿Les mortifica más, es para ellos un mal mayor la lucha continua que las consecuencias de la derrota? ¿Quién lo sabe? Si hay alguno, no serán los que recetan al pobre economías, como aquel médico que mandaba sanguijuelas en las piernas al inválido que las tenía amputadas. ¡Qué de problemas y de dudas cuando se quiere penetrar en el fondo de las cosas! ¡Qué de facilidades y de afirmaciones cuando se ven los asuntos nada más que por la superficie!

«El obrero, dice Mr. Barón, es refractario al ahorro.....

.....................................................................................................

»Allá (Inglaterra), como aquí (Francia), todo el mundo reconoce hoy que el seguro es un instrumento de ahorro perfeccionado; pero en los dos países se reconoce también que los que tienen más necesidad de ahorrar son los que menos aprovechan estos establecimientos (de seguros).»

Este convencimiento de todo el mundo, recuerda el de aquel que se dolía de que precisamente en invierno, que era la estación que el sol hace más falta, era cuando estaba menos tiempo sobre el horizonte.

De todos modos, aunque el ahorro sea un bien indiscutible, cueste lo que cueste, hay que convencerse de que, cuando necesita un esfuerzo extraordinario y constante, sólo por excepción, es posible, y que hay, como decíamos, además de la imposibilidad económica, la psicológica.

Además, hay casos en que el esfuerzo heroico (bien puede calificarse de tal) para ahorrar no es razonable porque no es higiénico, haciéndose las economías a costa de fuerzas que no se reparan. Recordamos la frase de cierto ahorrador exagerado que había hecho un capital privándose de lo preciso y a costa de la salud: Le quité al cuerpo lo que le debía, y ahora que se lo doy no lo quiere.

«Los obreros italianos y austriacos (dice Mr. de Lagrené en su estudio citado) son generalmente más sobrios (que los franceses) y envían sus economías a la familia cada dos o tres meses..... Esta alimentación nos parece insuficiente; así es que el obrero italiano es más flojo que el francés, y tal vez les traería más cuenta a los contratistas pagar un poco más las horas de trabajo en el aire comprimido, de modo que pudieran hacerle trabajadores franceses.»

Recordamos un particular (en España) que empleaba obreros españoles e ingleses, y encarecía el trabajo de éstos doble, al decir suyo, del de los españoles: averiguada la causa, era que comían mejor, y cuando se hizo que comieran lo mismo, resultó el trabajo igual. Parece excusado, pero no lo es, insistir sobre esto, porque hay gentes que todo quieren sacrificarlo al ahorro, hasta la fuerza y la salud del que lo hace. Entre nosotros, la mayoría de los obreros trabajan poco porque no comen lo suficiente. ¿Qué significa la necesidad de darles vino cuando se les exige un trabajo extraordinario? Que las fuerzas mermadas han menester estímulos, que no las repararán seguramente, pero que las vigorizan por algunas horas.

En España, la sobriedad del pueblo, cuando no está viciado, es muy favorable al ahorro, pero hay otras muchas circunstancias que le imposibilitan o dificultan. La pobreza, la poca inteligencia y escasa cultura, la falta de moralidad, de seguridad y de facilidad para depositar los ahorros, y tantos obstáculos, tentaciones y malos ejemplos que se ven por todas partes.

Tanta gente como vive alegremente, y gasta y triunfa sin pensar en mañana; tantos como se enriquecen, no por la economía, sino por la picardía; el premio gordo que seduce; la Caja de ahorros, que, en los pocos pueblos donde existe, da un interés mínimo, y más propio para rechazar que para atraer a los imponentes; la carencia, en la inmensa mayoría de los pueblos, de establecimientos donde con facilidad y seguridad puedan depositarse las economías: los escarmientos frecuentes que el fraude y la impericia dan a los que de buena fe les confían sus caudales; esta atmósfera de inmoralidad, de insensatez, de barullo espiritual en que vivimos; la indiferencia, que no tiene reprobación para el mal ni aplauso para el bien, y deja sin apoyo el buen propósito y sin freno el mal proceder, todo influye para que en España la virtud del ahorro halle obstáculos mucho mayores que en pueblos más ilustrados y morales.

- II -

Lo dicho respecto a los obstáculos económicos y psicológicos que encuentra el ahorro, ha de servir, no para declararle imposible, sino para apreciar en su verdadero valor las dificultades, único modo de vencerlas cuando no son invencibles. No es raro, después de haber juzgado una cosa fácil, declararla impracticable, sin razón para lo uno ni para lo otro; procuremos evitar las ilusiones y el no dar como argumentos los desengaños.

A pesar de condiciones muy desfavorables, hay en España pobres que ahorran; aumentar su número es el fin que debemos proponernos, y al que podrán contribuir las reglas y observaciones siguientes:

1.ª Dar al ahorro la mayor variedad posible de razonables formas y combinaciones, para que se adapte a los medios, hábitos, y hasta a los gustos del que le realiza. Es un error perjudicialísimo el de quererle ajustar a un patrón, a un patrón dado, sin tener en cuenta las ideas, que no son las mismas, y las circunstancias, que varían. Las exageraciones en este sentido se han acentuado mucho. Porque el heredero del que a su muerte deja un capital en una compañía de seguros sobre la vida le mate (se han dado varios casos), no hay que anatematizar esta forma del ahorro, y aun declararla ilegal como se llegó a declarar en Francia. La codiciosa impaciencia, de un malvado lo mismo puede impulsar al crimen para entrar en posesión de una póliza, que de casas o tierras, billetes de banco, centenes o títulos al portador. Por otra parte, tampoco debe declararse, como lo hacen algunos hombres de estado y publicistas, el ahorro impuesto en forma de renta vitalicia, como sistema egoísta, y destructor de la familia; hay muchas personas a las que esta forma puede convenir, o porque no tengan descendientes, o por otras razones. Si se investigara cuidadosamente, se vería que los que abandonan la familia o la desatienden no son por lo común gente previsora que economiza para procurarse una renta para la vejez, y sin necesidad de mucha observación se ven centenares y miles de obreros viejos, abandonados de la familia que con tantas privaciones criaron, o carga pesadísima para ella, porque el hijo no puede atender a los suyos y a su padre: si éste tuviera una renta, por pequeña que fuese, de otro modo se le miraría. Ya que la cuestión se mira (y bien mirada) bajo el punto de vista moral, debe tenerse en cuenta al tratarla una fase esencial de ella, y ver al obrero viejo abandonado o desdeñado, y tal vez maltratado de los suyos; a la nuera que llora el pan que come, considerando que se lo quita a sus hijos, que está en peligro de alegrarse de que desaparezca tan intolerable carga.....

Repetimos que no convienen los exclusivismos, ni dar normas fijas y las mismas a la forma del ahorro, sino, por el contrario, dejarle la mayor amplitud posible para que se adapte a las circunstancias del que la realiza.

2 ª Promover la creación de Cajas de ahorros, que hoy constituyen una excepción, en vez de ser la regla en todas las poblaciones de alguna importancia. Además, es preciso procurar que den un rédito mayor, porque el mezquino que hoy abonan, en vez de atraer, retrae al pobre. ¡Tantos esfuerzos, privaciones y sacrificios para tan mezquino resultado! Aun así, dicen, sobra dinero; cierto, pero no es el de los pobres, y para que no sobre, y porque no se sabe qué hacer de él, en Madrid, por ejemplo, se reduce el interés; de modo que el pobre, después de haber sostenido con la clase media tantas y tan difíciles competencias, encuentra una insostenible al depositar sus economías. Decimos insostenible porque lo es moralmente. La persona bien acomodada, a quien los ahorros no cuestan sacrificios, esfuerzos heroicos, puede contentarse con un 3 por 100, que no ha menester para acudir a ninguna verdadera necesidad; mas para las apremiantes del pobre, ¡cuán mísero recurso es el reducido rédito de aquellos fondos que con tanto trabajo reunió! A España podría aplicarse mejor lo que de Francia decía Mr. Abont: «El hombre muy rico no ahorra porque no tiene necesidad de ahorrar; el pobre no ahorra porque apenas gana lo necesario; si por casualidad se ve dueño de algunas pesetas se inclina a malgastarlas, porque, si las guarda, su pobreza no disminuirá de una manera apreciable. Predicadle economía, y responderá: -¿Para qué? Esto no vale la pena.»

Tal es la respuesta sin réplica que puede dar en muchos, en muchísimos casos, el obrero español en estado de realizar algunas economías; no vale la pena de hacerlas visto lo poco que reditúan, y por eso es de capital importancia hacer que reditúen más. Como dejamos indicado, en Madrid se disminuye el rédito de la Caja de ahorros porque sobra dinero y para retraer de llevarlo a ella; de modo que su tendencia, diametralmente opuesta a lo que debiera ser, es repulsiva en vez de ser atractiva, con la circunstancia agravantísima que repele a los que debía atraer, a los pobres, y no a la gente bien o regularmente acomodada.

¿Qué hacer para remediar mal tan grave? El limitar la cantidad que se admite está visto que no basta, porque se multiplican las imposiciones pertenecientes a un mismo dueño, y aunque tengan muchos, la institución no corresponde a su objeto. Los ricos, las personas bien o regularmente acomodadas, tienen tiempo y medios de buscar colocación ventajosa para sus economías o de esperarla por algún tiempo sin grave perjuicio, y, sobre todo, sin el peligro que desaparezcan, pero el pobre se halla en circunstancias completamente opuestas Hay, pues, que adaptar la institución a su objeto, y para que lo indique claramente, cambiar o modificar hasta el nombre, llamando Cajas de ahorros de pobres a las que hoy reciben el dinero de cualquiera que le presenta.

¿Y cómo se investigará la categoría económica del imponente? ¿Serán menester certificados, que suelen ser mentira, expedientes, que son largos, y se opondrán obstáculos en el camino del ahorro, que debe dejarse expedito? De ningún modo. Un artículo del reglamento de la Caja, en que se prohíba recibir depósitos de personas cuyo haber pase de la cantidad que se fije; la declaración del imponente, que se consignará en la libreta, de su categoría económica y la privación de réditos al que respecto a ella no diga la verdad, bastarán para alejar del establecimiento a los que no fueran pobres. ¿Y cómo se averigua en una gran ciudad los que lo son o no? Muy fácilmente, al menos en la medida necesaria. La calle y la clase de habitación que debe declarar el imponente, son ya un indicio de su fortuna, además de su traje, su manera de presentarse, de expresarse, etc., etc. Cuando haya sospechas, o sin haberlas, se hacen algunas investigaciones, y con un imponente que pierda los réditos, o más si ha lugar, que puede haberle a mayor pena, si no por estafa, por engaño, es seguro que habría escarmiento, y no les ocurriría a los señores llevar sus ahorros a la caja de los pobres: insistimos en que no llegaría el caso de recurrir a sanción penal, bastando el peligro de la pérdida del rédito para no ir a buscarle donde la ley lo prohíbe.

Esta medida podrá no ser buena o ser mala; no tenemos ningún empeño en defenderla; búsquese y plantéese otra mejor; lo que principalmente nos proponemos es llamar la atención sobre el grave mal de que los ahorros de la gente acomodada venga a ser causa de que los pobres se retraigan de ahorrar por el mezquino rédito que devengan sus economías.

Ya sabemos que las Cajas de ahorros tienen, para ciertos autores, una importancia bastante secundaria. « Si, pues, he saludado con alegría los notables progresos de esta institución, dice Mr. A. Barón,59 si proclamo todos los servicios que ha prestado y está llamada a prestar, principalmente en el sentido de promover en las clases pobres el espíritu de orden y de economía, debo reconocer que es insuficiente para asegurar a los obreros lo que más necesitan: garantía para el porvenir, protección del ahorro contra ellos mismos, y crédito.

»Muy buena para el presente, ignora el porvenir y no se ocupa de él.»

El que lleva sus economías a la Caja de ahorros privándose de goces presentes, es sin duda porque piensa en el porvenir; pero puede ser próximo, y parece que no hay más porvenir que el remoto, la Caja de retiro, que pondrá al obrero a cubierto de la miseria en la vejez, para lo cual, si es preciso, debe aceptarla durante su juventud. Como la Caja de ahorros está abierta mientras en ella tiene fondos, no los defiende contra él mismo, y se necesita la de retiro, cerrada hasta que llega el plazo, si no llega antes la muerte. Verdad es que en otra parte dice el mismo autor:60 «Así pues, y principalmente para mejorar la condición del obrero, importa dejarle la libre disposición de sus economías: sin duda los habrá que las pierdan, pero son los inconvenientes de la libertad en todo.» y Mr. Barón quiere modificar la ley de 1868, no en cuanto protege contra todo acreedor las cantidades depositadas para asegurarse una renta vitalicia, sino respecto a la facultad que no tiene y quiere dar al imponente de disponer de ellas con objeto de especular, de remediarse en una situación apurada, etc., etc. Entonces empeña la póliza, y el mismo establecimiento donde está asegurado, como tiene buena garantía, le presta sobre ella a un módico interés; luego, cuando mejora de situación, si está apurado o ha hecho un negocio lucrativo, paga atrasos, réditos, y devolviendo lo que se le prestó, restablece las cosas como estaban, y sin perder derecho alguno a la pensión de retiro. Ya se comprende que si estas cuentas salen alguna vez, las más no saldrán, y que toda aquella seguridad que pueden tener los obreros de asegurar el pan para la vejez, sin más que ser un poco previsores, se viene al suelo como castillo de naipes. Además, los fondos depositados en las Cajas de retiro están hoy a cubierto de todo derecho que pueda tener un acreedor contra el imponente; pero si éste los saca, no han de llevar fuera de la Caja la inmunidad que en ella tenían; y sin disentir aquí su justicia, observaremos que es una ventaja de cuya pérdida puede, en casos, resultar perjuicio pecuniario. Para el caso de tener que hacer uso de las economías, la posesión de cosa que pueda fácilmente venderse o la libreta de la Caja de ahorros es lo mejor, porque es dinero que se tiene inmediatamente y sin réditos, lo cual no sucede con el empeño propuesto de las pólizas mediante un interés.

Aunque pudiéramos discutir a fondo el asunto haciendo un libro en vez de un capítulo, las conclusiones vendrían a ser las mismas: conveniencia de dar al ahorro el destino más en armonía con la situación del que lo hace, y exageración de ver en él remedio eficaz a todos los males económicos; ya deje de ser propiedad del que le hace hasta la vejez, ya pueda disponer de él en cualquiera época de la vida, declarando conveniente lo que se había calificado de perjudicial y peligroso, tan cierto es, que en la ciencia social, cuando hay error, llega un punto en que no puede haber lógica, y en un intervalo lúcido de realidad aparece la contradicción.

3.ª Recibir en las dependencias del Estado (las de Correos son las más adecuadas) toda cantidad, por mínima que sea y de la manera más cómoda y expedita para el imponente; hay que apresurarse a recoger el óbolo que economiza el pobre y darle todo género de facilidades para que no ceda a la tentación de gastarle. Puede estudiarse con provecho lo que se hace en Inglaterra, modificando lo que sea conveniente.

4.º Dar una garantía especial a los ahorros de que el Estado sea recaudador, depositario o tenga en cualquier concepto, de modo que el capital e intereses estén a cubierto de todas las oscilaciones que sufra el crédito público, y la seguridad del uno y el pago de los otros sea atención preferente y no se atienda a ninguna, a ninguna absolutamente, mientras ésta no esté cubierta; esto es esencial.

5.ª Cualquiera que sea la combinación que se adopte para recibir en depósito los ahorros del pobre, no se le impondrá como condición que los ha de perder si no continúa cumpliendo con éstos o los otros compromisos; prívesele de ciertas ventajas si falta a ellos, pero que pierda absolutamente cuanto economizó, nunca. Cuando se combina, como en ciertas empresas, el ahorro obligatorio (al que se añade un tanto proporcional) y la condición de perder lo impuesto si se retira antes de la edad o sale del servicio de la compañía, esta pérdida constituye una verdadera expoliación; que la empresa no le abone al dejarla lo que había impuesto por él, está bien; pero que retenga lo que el obrero abonó, está mal, muy mal, y la ley no debe sancionarlo. Es libre, dicen, de aceptar o no estas condiciones; cierto, como lo es de comer o morirse de hambre. La ley no debe sancionar nunca la injusticia confiada en que la rechazarán los que han de ser víctimas de ella, porque podrá faltarles el poder y aun la voluntad.

El hecho de que a veces se practica así en otros países no es razón, y en ella solamente hemos de fundarnos para imitar como personas y no como monos. Aunque lo ahorrado se gaste (tal vez por necesidad), aunque no se continúe (tal vez por imposibilidad), del esfuerzo que se hizo para realizarle queda más o menos, pero siempre algo, en el espíritu, y a veces podrá ser como el germen de otros mayores y más perseverantes.

6.º El ahorro ha de ser voluntario, porque sobre que la coacción le quita toda su moralidad, sobre que rebaja a los mismos que intenta proteger, coadyuvando a la miseria espiritual que conduce a la material, en la práctica no se llena ni aun el fin económico. Cuando se obliga a obreros y patronos a que depositen una cantidad en la Caja de ahorros, resulta que sale toda del jornal diminuido en la proporción que el que lo paga contribuye al ahorro. Impuesto éste viene a imponerse con él la condición de trabajar siempre para la misma persona, compañía o empresa, lo cual equivale a constituir una especie de esclavitud si no quieren perderse las cantidades economizadas. Y aunque en muchos casos no se pierdan de derecho, de hecho suelen perderse por la dificultad de realizarlas y las complicaciones que surgen.

De todo esto hay ejemplos en Alemania, donde el socialismo autoritario obliga a veces al ahorro, y el mal resultado (aun económico) de esta imposición se denuncia por los mismos escritores alemanes, por aquellos al menos que no, ha contaminado la peste despótica que impulsa a tratar a las naciones como se mandan regimientos. No se tomen, pues, ejemplos de Alemania, ni de parte alguna, cuando no pueden ser modelos, y empléense para el ahorro todo género de racionales estímulos, pero nunca la coacción. La idea de recurrir a ella como remedio eficaz contra el pauperismo es, en gran parte, consecuencia de no considerar más que los grandes centros industriales, las compañías, empresas o particulares que emplean centenares o miles de obreros, prescindiendo del gran número de los que en campos, ciudades y villas se emplean, ya en pequeños grupos, ya uno a uno y para trabajos eventuales.

Hay muchas categorías económicas que no pueden contribuir de una manera directa y permanente a que los obreros hagan economías de consideración, de lo cual se convence cualquiera que observa:

1.º Los que cuentan con un capital muy reducido, emplean un número corto de jornaleros y son poco menos pobres que ellos.

2.º Los que necesitan operarios una sola vez.

3.º Los que necesitan operarios durante meses o días nada más.

4.º Los que emplean a un trabajador solamente horas.

Estas categorías, que comprenden multitud de patronos y obreros, no pueden comprometerse a dar cuotas fijas para el ahorro, cualquiera que sea su forma.

Los pequeños industriales, de los que muchos se arruinan, otros viven nada más, siendo los menos los que se enriquecen, no es posible que contribuyan a formar un capital de reserva a los pocos jornales que emplean; sería un aumento de jornal que supone ganancias que no realizan, una estabilidad que su establecimiento no tiene y la constante concurrencia de todos los obreros, y siempre los mismos, a su taller.

Hay multitud de trabajadores empleados por gran número de personas, pocos días en el año o pocas horas al día, y es materialmente imposible que cada cual contribuya a la pensión de retiro, de la costurera, del carpintero, del reparador, del cerrajero, del albañil, del esterero, del que trae a casa efectos de consumo o los produce por su cuenta, aunque sea muy pobre, de la planchadora, de la lavandera, del que viene a limpiar la chimenea, arreglar el jardín, cultivar la huerta, cortar leña, coger fruta, etc., etcétera. Sería interminable la lista de los que nos prestan servicios durante pocos días al año, o pocas horas, o pocos minutos al día, y a los cuales no podemos dar (económicamente hablando) más que el equivalente del servicio que nos prestan, y si pudiéramos asegurarle el tanto por ciento para la Caja de ahorros de retiro, nos meteríamos en un laberinto económico sin salida, o por mejor decir, no podríamos ni aun meternos; tan imposible es intentar nada en este sentido.

Se emplean gran número de operarios, pero no de un modo permanente para trabajos de campo, según las estaciones; para reparar desastres producidos por incendios, inundaciones, etcétera; para obras públicas, y también pagados por contratistas a veces sin capital ni responsabilidad, y que piden prestado el poco dinero que anticipan para la obra.

En ninguno de estos casos, ni en otros muchos análogos, puede el que paga al trabajador abrirle una cuenta y formarle una libreta donde reconozca deberle una cantidad en concepto de pensión para cuando se retire. Este reconocimiento, cuando haya posibilidad y voluntad de hacerle o de que se exija por fuerza, supone dos cosas:

Medios suficientes para cumplir el compromiso;

Estabilidad del personal con el que el compromiso se contrae.

En efecto: ¿qué valdría señalar un tanto por ciento, en concepto de retiro, al trabajador que emplea una persona insolvente o que muere, y con ella la industria que hacía prosperar, una empresa que no ofrece garantías o que aun ofreciéndolas quiebra? El resultado en muchos casos no sería otro que disminuir del jornal la cantidad consignada para el ahorro, y que luego ésta no pudiera realizarse. La obligación de depositar esta parte en un establecimiento seguro daría lugar a gastos onerosos, complicaciones, cuentas imposibles de ajustar, que embrollaría la ignorancia de los mismos interesados en aclararlas y su malicia; con frecuencia los interesados en cumplir la ley contribuirían a burlarla prefiriendo a una ventaja futura el más pequeño aumento de jornal presente: de todo esto hay ejemplos.

La falta de fijeza del personal a favor del que se consignase el tanto por ciento para el ahorro es una dificultad insuperable, como se comprende en la práctica. Así, por ejemplo, la Compañía del ferrocarril del Norte de Francia dice expresamente en su reglamento de pensiones de retiro:

«Art. 17. El presente reglamento no es aplicable a los que prestan sus servicios en los trabajos de líneas en construcción

El motivo de este acuerdo es bien claro. ¿Cómo la Compañía ha de contraer compromisos con personas cuyos servicios son eventuales, que van, vuelven y se marchan otra vez; que tendrá que despedir en un plazo no largo, cuya moralidad no halla medio de investigar, ni de corregir en caso de que lo necesite, y que, faltando a sus compromisos, darán lugar a gastos y trabajos improductivos? La razón que ha dictado el art. 17 dictará siempre medidas análogas respecto a los trabajadores no permanentes.

Resta examinar el caso más favorable, pero no el más común, de que los jornaleros trabajen constantemente en una fábrica o taller, cuyo dueño ofrezca garantías para asegurarles un tanto por ciento de su jornal con destino al ahorro.

¿Podrá hacerla? ¿Querrá?

Aunque sea un fuerte capitalista, es posible que no saque de su industria más que un interés módico, y que no le sea posible continuarla en condiciones aceptables si a los gastos de producción se añade un tanto por ciento más con destino a las pensiones de retiro de los obreros. Si puede señalarlas, es posible, y aun probable, que no quiera; y seguro que la ley sería impotente para obligarle a que lo hiciese, teniendo el medio sencillo de restar del jornal todo lo que diese para el ahorro, en el nombre aparecería esta cantidad como un suplemento de salario, en realidad sería una parte del salario mismo. Las razones del orden económico, como las del orden moral, prueban que ni para el ahorro ni para nada puede suplirse la armonía con la coacción. No rectifica la voluntad el que la aniquila, y esclava, nunca jamás será fecunda para el bien.

7.º En todas partes, pero más en un país pobre y con hábitos de despilfarro, es conveniente, y aun indispensable, estimular el ahorro por varios medios, siendo el más eficaz añadir a la cantidad economizada e impuesta una proporcional, o por otro medio aumentar el fondo de reserva, como hacerse socio de una asociación para casos de enfermedad y no recurrir nunca a ella estando enfermo; suscriptor de una empresa benéfica que construya casas para pobres, y a cuya propiedad ellos solos tendrán derechos, etc., etc. Los particulares caritativos y las asociaciones tienen aquí un vasto campo en que ejercer su benéfica influencia. El discurso encareciendo las ventajas del ahorro, que sería letra muerta, tal vez se vivifique con la promesa de algún don y con añadir a las buenas razones los amores de las obras, uniendo, en la forma que se pueda y mejor parezca, el presente de la caridad al producto de la economía. Llevando en una mano el donativo será más fácil conducir con la otra al pobre por el camino de las economías, tan espinoso para él; cuando saca más de lo que pone, se esfuerza a poner: no hay cosa que más ni que tanto le anime. Nunca se encarecerán bastante las ventajas de este auxilio que anima a trabajar y economizar en vez de ser estímulo de despilfarro y holganza, como sucede a menudo con la limosna, y además, no rebaja como ella al que lo recibe incorporado a sus ahorros, que a la vez que un recurso son un mérito.

8.º Siempre que haya posibilidad debe preferirse el ahorro que establece los lazos entre los que economizan al que los deja aislados; combinándose con la asociación, tiene un empleo con ventaja ostensible, inmediata, y un carácter humano. Así, por ejemplo, un obrero que economiza una peseta al mes para cuando le falte la salud, puede llevarla a la Caja de ahorros, o darla a una asociación cuyo objeto sea socorrer a los socios enfermos. Este último es muy preferible, porque palpa el bien que resulta de su economía, ve al consocio que libra de la miseria, del abandono; si la asociación está bien organizada, no se limita al socorro mutuo material, sino que presta otros servicios, como auxiliar, a la familia del enfermo para su asistencia cuando lo necesite, cuidar de que el médico y el boticario cumplan bien, y acompañar a la última morada a los socios difuntos, cosas todas que moralizan al que hace el servicio y al que le recibe, estableciendo lazos de gratitud y de afectos, y no sólo relaciones de material interés.

Cuando sea posible (y esforzarse para que lo sea), combinar las Cajas de ahorros con las de préstamos; así, además de bajar el interés, se establecerían lazos de fraternidad, dando al que economiza una alta idea de la importancia del ahorro, no sólo por los recursos que lo proporcionará algún día, sino por los que ofrece al necesitado que remedia con un anticipo a razonable interés que le salva, en vez del usurario que le arruinaría indefectiblemente. Es de la mayor importancia por medio del ahorro, y por todos los medios, establecer armonías entre los hombres, procurar la moralidad de todas sus acciones y ponerla de manifiesto, porque, sabiendo el mal que evitan y el bien que hacen, se moralizan y dignifican.

Los Montes de Piedad tienen acres censores, porque, en efecto, el rédito que a veces llevan más tiene de usurario que de piadoso. Trabájese, pues, para reducirlo; que desaparezca el lujo, el despilfarro, el desorden en su administración; que el fraude se castigue severamente; pero condenarlos en principio no nos parece razonable, porque puede ser muy ventajosa la combinación de los que ahorran y se contentan con un rédito moderado, y los que no pueden sin ruina pagarle muy crecido por las cantidades que reciben a préstamo.

Los Montes de Piedad, añaden sus adversarios, más que para remediar a los pobres, sirven para sacar de apuros a gente viciosa y despilfarrada, que lleva a ellos sus alhajas, sus valores, etc., etc. en prueba de lo cual citan el valor de los empeños. El hecho puede y suele ser cierto, pero las consecuencias que de él se sacan son erróneas. Primeramente, hay mucha gente que no es viciosa, mucha que se ve en la necesidad de empeñar alhajas que, lejos de perjudicar, benefician a los pobres, porque Montes hay (probablemente los más) que no podrían sostenerse con sólo los empeños de muy poco valor, que dan mucho que hacer, abultan y necesitan más local y trabajo de conservación, se venden peor y dejan poca utilidad. Además, como la gente viciosa y despilfarrada no dejará de serlo porque no haya Montes de Piedad donde llevar sus alhajas, e irán a los usureros, que son peores, mucho peores que los que recurren a ellos, la competencia que se les haga siempre será útil bajo el punto de vista de la moralidad. Creemos, pues, muy recomendable la combinación de las Cajas de ahorro y las de préstamos, y más aun en España, donde es tan difícil imponer pequeñas cantidades (y aun grandes) con seguridad.

9.º En los países en que el crédito oscila a merced de las revoluciones, las revueltas, o simplemente de los vaivenes políticos, no es prudente imponer los ahorros en fondos públicos: por haberlo hecho así, más de una asociación de obreros ha perdido gran parte de su capital. Esto determina unas veces su decadencia, otras su ruina, y en todo caso desacredita la previsión y retrae de economizar. En España, el estado del crédito público dificulta en gran manera la beneficiosa imposición de los ahorros que en otros países facilita. El mal es grave, pero desconociéndole se aumentan sus estragos, y más vale reconocerlo como obstáculo que deplorarle como causa de ruina.

10. Siempre que sea posible, procurar al ahorro un empleo que proporcione mayor satisfacción y estimule la actividad del que le hace, de modo que incorporado, digámoslo así con ella, acentúe la personalidad del hombre, en vez de reducirle al papel pasivo de cobrar un rédito, o esperar el aumento de capital del trabajo o inteligencia de otros. A veces, el mejor empleo de las economías sería mejorar las condiciones de la industria, y no se hace por ignorancia del labrador o del industrial a quien debía inculcarse que no hay Caja de ahorros tan productiva como perfeccionar los procedimientos industriales; pero tiene que saber cómo, y para este empleo del ahorro tan lucrativo, tan seguro, tan ventajoso, propio para alentar y realzar al que le realiza, se encuentra por lo común el obstáculo de la ignorancia, que a toda costa es preciso combatir. El estimular el ahorro dando a su empleo una forma más atractiva y que se armonice con los gustos del que le hace, tiene mucha importancia y podrá ofrecer menos dificultades. Así, por ejemplo, el rédito que devenga una cantidad impuesta no complace tanto como ver crecer una ternera que se reproduce, ir adquiriendo la propiedad de la casa en que se habita, del carro que se guía, del barco que se tripula. Cuando, por medio de los seguros, el ahorro empleado de estos o análogos modos se pone a cubierto de toda eventualidad desgraciada, su mayor atractivo la sirve de poderoso estímulo: en España debía, muy especialmente, promoverse en esta forma por el estado del crédito público y por la frecuencia con que los particulares abusan del que tienen sin merecerlo.

11. Siempre que haya elementos morales e intelectuales, destinar el ahorro o una parte a la formación de asociaciones cooperativas de consumo y de producción cuando fuere posible; esto último ofrece grandes dificultades, y no debe intentarse sin grandes y muy evidentes elementos de éxito. La industria es cada vez más, y será por mucho tiempo, una carrera de campanario llena de obstáculos, peligros, caídas, catástrofes, y hay que mirarse mucho antes de exponer a tantos azares el ahorro del pobre.

12. Promover las Cajas de ahorros escolares, dar como premios libretas, y esto no sólo a los niños, sino, siempre que haya oportunidad, a los hombres también. Se hace, pero en muy corta escala, y convendría generalizar este medio de crear buenos hábitos y dar estímulos eficaces, que lo es mucho para esforzarse a tener más, poseer algo. Cualquiera que haya observado y recuerde, sabe de personas que nunca se habían privado de nada para ahorrar, y viéndose dueñas de algunos fondos, por aumentarlos, ser más económicas, y, aun exagerando esta propensión, hacerse cicatero desde que posee algo o posee más el que era generoso cuando tenía poco o nada. Una de las causas de la imprevisión y despilfarro de los proletarios, es que no tienen idea, ni menos experiencia, de la satisfacción que produce la propiedad: esta propensión natural se halla atrofiada en ellos, como otras, por falta de uso, y era preciso despertarla desde la edad primera y educarla toda la vida. Además de las circunstancias peculiares al ahorro, hay una general a todas las acciones humanas: la ley que las dispone a ser núcleo, si malas, de mal, de bien si buenas. En las corrientes, un cuerpo que se detiene sirve de apoyo al que se le agrega, y los dos a otro, y otro a muchos, de manera que, según los casos, producen obstrucción perjudicial o defensa útil. En el curso de la vida acontece lo propio: el bien lo mismo que el mal, tiende a aumentarse con los elementos afines, porque ni el mal ni el bien son extraños a la naturaleza humana, y su campo de actividad es esfera de atracción. Esta ley, aplicable a todos los procederes del hombre, debe tenerse muy presente cuando de estimular el ahorro se trata, porque el haber despilfarrado es motivo para continuar; el haber ahorrado para seguir ahorrando, y un don oportuno puede servir de núcleo a futuras economías y determinar una dirección ordenada.

13. Por medio de conferencias, folletos y secciones dedicadas a este objeto en los periódicos era necesario familiarizar al pueblo con la idea del ahorro, porque ni la idea tiene, explicando muy clara y minuciosamente las diferentes combinaciones que pueden emplearse para hacerle fructífero, y que al cabo de tantos años producirán tal renta o formarán tal capital, los reales o las pesetas que depositó cada semana o cada mes. Esta explicación, muy circunstanciada, repetida y publicada, es de más importancia de lo que imaginan muchas personas que no saben lo que ignora la gente del pueblo y el trabajo que le cuesta aprender, en confirmación de lo cual citaremos dos hechos notables.

En 1850 se fundaba en Francia la Caja de retiro para la vejez, y en 1880 las Cámaras sindicales obreras de Toulouse pedían al Ministro del Interior que se fundasen. En 1868 se fundaba la Caja de seguros para los que se inutilizan o mueren trabajando, y en 1880, un Congreso regional de obreros reunido en Lille, pedía que los legisladores estudiasen una ley para asegurar a los obreros en caso de accidentes durante la ejecución de los trabajos.

Si esto acontece a obreros que deben suponerse menos ignorantes que la masa, ¿qué no sucederá con ésta? Cuanto se haga será poco para instruirla, y que sepa al menos las cosas que más la interesan.

14. El ahorro, como todo gran progreso social, es obra de la sociedad, y tiene que penetrar en las ideas y en las costumbres. Y las leyes, ¿en qué medida? ¿En qué forma han de promoverlo y auxiliarle? Cuestión es ésta en que están divididos los pareceres, queriendo unos que el Estado no haga nada, y otros que haga demasiado.

Para el caso, entendemos por Estado el Gobierno; porque pretender que la provincia o el Municipio se comprometan a añadir un tanto proporcional a las cantidades ahorradas, aunque tal medida fuese admisible en la esencia, no lo sería en la forma; las de esta clase no pueden tener carácter local. En efecto: un Ayunta miento muy pobre, podría tener en su término minas o establecimientos industriales de mucha importancia; y si los miles de obreros que emplean quieren imponer sus economías atraídos por la ventaja del tanto proporcional que añada el Municipio, éste se vería agobiado con un peso superior a sus fuerzas: tal carga, caso de llevarse, ha de repartirse, ser nacional, no provincial ni municipal. ¿Pero la nación debe levantarla y comprometerse a añadir una cantidad proporcional a la que se imponga en la Caja de retiro? Creemos que no, y razonaremos nuestra opinión.

La cantidad que el Estado añade a la impuesta en la Caja de retiro sale de los fondos públicos.

Los fondos públicos están formados por las contribuciones que pagan todos, y si son indirectas, muy especialmente por los pobres.

Entre los pobres hay miles y millones que, si pueden hacer alguna economía, apenas les bastará para caso de enfermedad, a lo sumo para ponerse a cubierto de la miseria cuando les falte trabajo, y que no pueden asegurarse en la Caja de retiro, y que, según la opinión que impugnamos, deberían contribuir a sus larguezas, y contribuyen, porque en alguna parte ha pasado a ser hecho. Así, por ejemplo, en Francia, la Caja de retiro puede decirse que añade un tanto proporcional a las cantidades impuestas, porque abona un 5 por 100 de interés, que no es ni con mucho el corriente, y desde 1874 a 1881 al Tesoro, es decir, los contribuyentes, había tenido que suplir por valor de veinte millones de francos. ¿Y a favor de quién se había hecho este sacrificio? No de los obreros que figuran directamente entre los imponentes en número insignificante, sino de la gente bien acomodada, como se patentiza por la importancia de las imposiciones, que ascendían, término medio, a 815 francos cada una.

De manera que los más pobres han de contribuir para aumentar el capital o la renta de los que lo son menos o están bien acomodados.

Cuando la injusticia aparece tan evidente, el error en que se funda está refutado por ella.

El Estado debe limitarse a dar al ahorro del pobre facilidades y seguridad; prestarle servicios por medio de sus empleados y garantía con su crédito; pero de ningún modo subvencionarle en ésta o en la otra forma. Cuando más, para sus empleados de corto sueldo, puede añadir en la Caja de retiro una cantidad proporcionada a la que ellos impongan, que equivale a un sobresueldo a favor de los económicos, y muy justo, porque los empleados subalternos están en España muy mal retribuídos.

Hemos dicho ahorro del pobre y de los empleados de corto sueldo, porque la gente rica o bien acomodada puede y debe buscar el medio de asegurar y hacer fructificar sus economías sin protección especial de los poderes públicos que necesita la inmensa mayoría de los obreros. La tutela no es ciertamente un ideal, pero es una necesidad cuando hay menores, y menores son, económicamente hablando, los que sólo a costa de grandes sacrificios pueden hacer pequeñas economías que no saben cómo asegurar ni hacer valer, y a cuya imposición no pueden dedicar apenas tiempo; como para ellos, además de ser dinero es tentación, porque está expuesta a muchas la moneda economizada que no pasa pronto del bolsillo a la Caja de ahorros o de retiro.

Hay que insistir, pues, y encarecer la necesidad (si ha de promoverse el ahorro) de que el Gobierno haga lo que el de Inglaterra, recibiendo en todas partes las pequeñas economías por medio de sus empleados en Correos, previa su organización; de modo que forman un Cuerpo con seguridad, más retribución y mejor fama.

Pero esto no basta; es preciso que la Caja de retiro de los obreros sea una institución nacional regida por el Gobierno. A los que clamen que esto es socialismo, les responderemos con el ejemplo (en este caso modelo) de la individualista Inglaterra, donde por la iniciativa de Gladstone se promulgó hace años, en el de 1864, una ley para facilitar la adquisición de cortas rentas sobre el Estado y asegurar el pago (en caso de muerte) de las cantidades impuestas.

A propósito de esta ley, decía Luis Blanc: «Hay en Inglaterra dos clases de Compañías de seguros sobre la vida, y que importa no confundir: unas que reciben el dinero del rico, y otras el del pobre. Las primeras ofrecen garantías que están lejos de prestar las segundas, de donde resulta que los fondos del rico están seguros y los del pobre no: dar a éste la seguridad para sus economías que tiene el acaudalado, tal es el objeto del bill de Mr. Gladstone. Lo que propone es que el Estado conceda su protección sin imponerla a los que la necesitan, dejando a aquellos a quienes no es necesario el cuidado de protegerse a sí mismos.»

Esto no es socialismo, sino razón, y está conforme con las buenas teorías de que el Estado debe hacer aquel bien que no pueden hacer los individuos. En efecto: una Compañía que especula con los ahorros del pobre (y para especular los recoge) no puede darle el rédito ni la seguridad que el Gobierno, y si quiebra, al desastre económico, que ya en sí tiene las más terribles consecuencias, hay que añadir el moral, porque el escarmiento retrae del ahorro y se sustituye la virtud de la economía (en el pobre es muy grande) por el desorden del despilfarro. Como el Gobierno no debe especular ni regalar, y no será fácil ni aun posible montar las Cajas de retiro de modo que no resulte déficit ni ganancia, ésta, que aunque sea pequeña debe haberla, podría sortearse entre los impositores; no somos amigos de dar a la suerte más de lo que ella se toma (que ya es demasiado), sino porque no vemos mejor medio de distribuir las cortas ganancias que la Caja de retiro pudiera dejar. La limitación del capital para que no sirvan para la gente bien acomodada, no nos parece buen medio; es preferible limitar la cantidad que de una vez se imponga, y sobre todo excluir a los que en el orden económico pasen de cierta categoría. El Estado sea el banquero de los pobres, mas no de los ricos, que pueden tener otro sin inconveniente,

Desvanecer ilusiones.

Apartar obstáculos.

Formar desde la infancia buenos hábitos por medio de las Cajas escolares.

Dar estímulos morales con los buenos ejemplos materiales, aumentando con dones las cantidades que se economizan.

Procurar que el ahorro del pobre devengue un interés que no le retraiga de imponerle.

Y por parte del Gobierno, recoger por medio de sus empleados las cantidades ahorradas, aun las más cortas, simplificando los procedimientos para evitar lentitudes y pérdidas de tiempo, y constituir la Caja de retiro nacional, para que el pobre, economizando toda la vida, pueda contar al fin de ella con una pequeña renta, con un capitalito, o dejárselo a su familia.

Tales son, en resumen, los medios que deben emplearse para promover el ahorro, cuya importancia moral es aún mucho mayor que la económica.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Desigualdad excesiva, presión social


- I -

Miserables y opulentos.- La igualdad absoluta es una quimera; la desigualdad excesiva un daño grave, y más según la época y condiciones del país que no la limita.61

Las doctrinas, las creencias, las opiniones, los hechos, tienen en la sociedad un valor absoluto y otro relativo, según las circunstancias en que aparecen; y estos valores varían tanto, que el absoluto, el permanente, hay momentos históricos en que desaparece, como los cuerpos ligeros que se sumergen durante la tempestad.

Se comprende que, cuando coincida el máximo del valor relativo de un hecho o de una doctrina con el absoluto, su influencia, buena o mala, será la mayor que pueda ser. Este es el caso de hoy respecto de la excesiva desigualdad, que, siendo un mal en absoluto, económico, moral e intelectualmente considerada, lo es todavía más con relación a una época en que se predica la igualdad, y se concede en parte, y se desea con ansia en todo; y el decir «con ansia» no es decir demasiado, ni aun encarecer bastante el afán con que hoy quiere cada hombre igualarse a todos los otros. Si penetramos un poco en los sentimientos de las masas, veremos que, para ellas, no hay conquista tan preciosa como la de la igualdad, sea que a ésta sacrifiquen todas las demás ventajas, o que las resuma todas. Este anhelo está excitado, no sólo por razones, sino por sofismas y esperanzas; en la esfera jurídica los hombres son iguales, o van siéndolo, y cuando el derecho los iguala, no aceptan resignados tanta desigualdad de hecho.

En el estado salvaje, ya se sabe, existe el máximo de igualdad, que va disminuyendo con la civilización, y a medida que ésta se perfecciona, las diferencias se acentúan; hablándose hoy tanto de igualdad y deseándola con la vehemencia con que jamás se deseó, existen mayores desigualdades que nunca. ¿Cuándo hubo las que hoy pueden observarse entre un ranchero y un oficial facultativo; entre el que engrasa la máquina, o es automático apéndice de ella, y el eminente mecánico; entre el vendedor ambulante y el que sostiene vastas relaciones mercantiles; entre el mozo que limpia el polvo de un gabinete de física, o de historia natural, de un observatorio astronómico, y el profesor que penetra los obscuros misterios de la Naturaleza, induce de la constitución de nuestro globo su modo de ser pasado, y sabe la organización de los animales microscópicos y de los astros que giran a millones de leguas; entre el que no pensó nunca lo que debe a los otros y le es debido, y el que medita sobre la filosofía del derecho; entre el que se mueva sin sospechar siquiera qué relaciones armónicas y qué antagonismos tienen los que viven en la misma sociedad, y el que profundiza todos los problemas sociales; entre el que lleva espuertas de tierra en una obra, y el ingeniero que la dirige; entro el que casi no reflexiona jamás, y el que vive meditando las grandes cuestiones de la Cosmología, la Psicología y la Metafísica?

Desigualdades de tal magnitud, que parecen inconmensurables, no existieron nunca, porque nunca la inteligencia humana se elevó a la altura en que hoy se halla, coincidiendo esta elevación de la inteligencia con el embrutecimiento de numerosas colectividades a que con desdichada propiedad se llaman masas: tanta es su inercia intelectual.

Y esta desigualdad enorme no es un hecho aislado ni un accidente fortuito; no es el genio que acá y allá se eleva por inspiración, como se ha elevado siempre sobre las multitudes; no es el sabio, cuya soledad acompañan, cuando más, un corto número de discípulos; son miles de hombres que influyen directa y generalmente en la vida social; que llevan por todas partes su superioridad y ventajas, e imprimen direcciones, y allanan obstáculos, o los crean; y esto un día y otro día, y en todas las esferas de la actividad humana, y en cuanto puede tener influencia social.

El que está en el último grado de la escala intelectual de sociedades cultas sin participar de su altura; el que es miserable económica, intelectual y moralmente; el que ha sido llamado salvaje de la civilización, es más desdichado que el de los bosques; además de la resistencia física que le falta, la desigualdad le abruma. En toda sociedad hay armonías y antagonismos, y en la vida social todo hombre recibe auxilios y sostiene combates. ¿Y qué condiciones llevan al combate esas masas desheredadas que, miserables, tienen que luchar con la riqueza; ignorantes, con la ciencia; embrutecidas y degradadas, con los entendimientos que se elevan a las mayores alturas intelectuales? La lucha del pobre es siempre por la existencia, y la del miserable que combate con fuerzas tan desiguales, sólo por excepción rara, y aun diríamos prodigiosa, puede conducir a la victoria. Es de notar que la esfera que tiene primero que atravesar para llegar a otras más elevadas es la económica, campo de luchas encarnizadas y de egoísmos implacables, donde resuena siempre el terrible grito: ¡ay de los vencidos! Y vencidos son siempre los que, por la desigualdad de armas, no pueden vencer.

La situación del miserable no es sólo consecuencia de su escasez de recursos absoluta, sino de la relativa; de la desigualdad exagerada, por la que el rico, el inteligente, el poderoso, tiene mil medios de abrumar al despreciado, pobre e ignorante. La desigualdad excesiva toma mil formas, pero es siempre perjudicial, tiránica, pone en relación elementos que no pueden armonizarse y produce choques entre cuerpos de, desigual resistencia. Estos choques, que podían y debían amortiguarse, suelen hacerse más rudos, porque es frecuente ver la miseria moral unida a la material riqueza, ya por el ansia de acumularla sin reparar en los medios, ya por el modo de emplearla. Las grandes riquezas brindan ociosidad, regalos, goces, y si no se arroja la copa del placer resueltamente, la depravación se bebe en ella: es de notar la semejanza que tiene, con la miseria moral del menesteroso, la del gran señor corrompido. Aquél se embruteció por la falta de lo necesario, éste por el abuso de lo superfluo; refractario al trabajo, abandonando la cultura del espíritu, es incapaz de sus goces, y reduciéndose a los de la materia, y cuando más a los de la imaginación, llega indefectiblemente, y llega pronto, la hora del hastío y de la monotonía, propicia al mal hábito. Toda la variedad en la vida del potentado ocioso y pervertido, no es más que aparente; cambia de traje, de coche, de habitación, de pasatiempos, de espectáculos; pero el que ofrece él mismo poco o nada varía, porque sus resortes se gastan y va siendo insensible a todos los estímulos. Aquel aparato complicado y costoso de su existencia exterior no logra embellecer su vida íntima; los objetos le ofrecen goces variados e infinitos, pero el sujeto no se halla en situación de utilizarlos; son como manjares apetitosos para estómago enfermo. No puede evitar el hastío quien no trabaja, ni el malestar, ni el mal hacer el que se hastía; el opulento, en medio de la riqueza, carece de recursos, espiritualmente hablando. Es limitado el campo de los placeres materiales si se lo compara al de los deseos: sólo la verdad, la virtud y la belleza tienen horizontes infinitos. El que a ellos no se dirige, rico o pobre, se arrastra por las miserias del mundo moral, tiene homogeneidad de existencia, falta de resortes, de elementos varios, de vida, que se estanca o se congela, produciendo un muro de hielo, o emanaciones mefíticas, según las circunstancias.

En el rico que se afana por aumentar su riqueza sin reparar en los medios, la miseria moral presenta otra fase. Lo que en el tipo anterior era atonía, en éste es fiebre; a la falta de ideas sustituye una idea fija; pero la existencia, por activa, no deja de ser monótona; si hay variedad, es aparente, y positiva la pobreza de recursos intelectuales y morales; esto es bien sabido y exactamente expresado cuando se dice de un millonario: ¡Es un miserable!

Lo son, en efecto, el derrochador inmoral, el avaro sin entrañas, y su miseria elegante se combina con la andrajosa, en daño de la sociedad.

El lujo que insulta, la dureza que irrita, la corrupción que seduce, el cálculo que explota, encienden cóleras, impulsan crueldades, sobornan conciencias y determinan situaciones en que el menesteroso puede ser una fiera que ha roto la jaula, o un instrumento vil: se humilla abatido, se somete cobarde, se rebela iracundo, se vende infame, cuando hay quien lo aguijonea, le oprime o lo compra. La historia ofrece muchos ejemplos de la mutua fatal influencia de la desigualdad excesiva: de las masas de abajo, mal aconsejadas por el hambre, y las de arriba, que trastorna la excesiva hartura; no hay género de extravío y de prostitución que no favorezca un estado social en que estos contrastes se acentúan y generalizan.

El grande elemento de fuerza, de inmortalidad de nuestra civilización, está en las clases medias, distantes de los extremos, que piensan y trabajan, compuestas de diferencias que se armonizan, de fuerzas que se equilibran, de desigualdades que no son esenciales, el gran peligro de nuestra civilización está en las clases extremas, en las diferencias que no pueden armonizarse sino para el mal, en las fuerzas cuya tendencia es a romper todo equilibrio; en todo género de miserias, explotables y explotadas por todo género de opulencias.

Hasta la ciencia y la inteligencia pueden convertirse, y se convierten muchas veces, en daño, cuando dan sus oráculos a una masa embrutecida que seducen, que fascinan, y por la que también son fascinadas y arrastradas. Pocas veces deja de haber excitación en la elevación del pensamiento, y es raro que no se descompongan más o menos las ideas que fermentan: por eso el genio necesita el contrapeso del buen sentido; y cuando hay millones de criaturas que carecen de él, contribuyen con su credulidad, con su entusiasmo, con sus iras, con sus dolores, a extraviar a los mismos que las extravían. Una extravagancia, una vanidad, una idea errónea, un sentimiento compasivo, una aspiración generosa, imposible de realizar, ¿podrían convertirse en sistemas, en especie de monomanías sociales, sin la desigualdad del talento y la instrucción, que brillan, y la ignorancia embrutecida, a quien toda luz deslumbra, dando por resultado que no vea nada o vea visiones? Si en el orden económico la opulencia tiene medios de abrumar a la miseria, si en el moral se dañan mutuamente, no es menos cierto que, en el intelectual, la desigualdad extrema de la inteligencia cultivada y la suma ignorancia es un peligro para entrambas, pero en especial para los miserables, sobre quienes recaen principalmente las consecuencias prácticas de las teorías erróneas.

Y si aun las inteligencias bien intencionadas están más expuestas a extraviarse y extraviar, marchando entre grandes desigualdades intelectuales, ¿qué no sucederá con las egoístas, deplorables máquinas para explotar la gran mina de la ignorancia? Estas máquinas reciben varias formas y nombres: se llaman religión, libertad, orden, igualdad, prosperidad, justicia, y se perforan con ellas las entrañas sociales, enriqueciéndose con el filón dolorido. El salvaje de los bosques lucha, es verdad, pero con fieras que son inferiores a él; el salvaje de la civilización tiene a veces que pelear con fieras que le son superiores, y además están disfrazadas: no se concibe ferocidad mayor que la de quien emplea la inteligencia en sacrificar a los que con ella debía redimir. La fiera docta es un monstruoso engendro de la desigualdad excesiva.

La miseria material o intelectual que se extiende a numerosas colectividades produce otro gran daño, siendo firme punto de apoyo para las medianías de todas clases: cualquiera, sin ser superior, se encumbra por el ínfimo nivel a que están multitudes ignorantes y embrutecidas, que no pueden distinguir la medianía del talento, ni éste del genio: tan distantes se hallan aún del buen sentido. De aquí resultan influencias sociales permanentes sin solidez y poderosas sin elevación. Este mal es muy grave: la superioridad real es hasta cierto punto una garantía; puede torcerse y rebajarse; se abusa de ella como de todo; pero es raro que de alguna manera no sea beneficiosa, y que siempre infrinja impíamente su ley, que es hacer bien. El mérito verdadero, en medio de sus desfallecimientos, de sus aberraciones, de sus apostasías, aun suele dejar caer sobre las llagas de la humanidad algunas gotas del bálsamo con que fue ungido y enviarle un rayo de luz; pero la inferioridad que aparece en las alturas sociales, no por elevación propia, sino por depresión ajena, con ideas limitadas, tiene pretensiones sin límites, y es un escollo para la moralidad la posición superior a los merecimientos: escollo en que se estrellan muchos a quienes las alturas sociales producen vértigo, y que faltan a su deber porque no están donde deben.

Cuando en grandes masas hay excesivas desigualdades, a los votos sin opinión de abajo corresponden los engrandecimientos sin mérito de arriba. Y decimos votos, prescindiendo de si la ley lo concede o no al miserable, porque hoy todo el mundo vota alguna vez de algún modo, y si los sufragios no se reciben en la urna, so recogen en una gorra mugrienta; si no salen de los comicios, salen de las tabernas, o de las barricadas, en aclamación entusiasta, en reprobación acre, en quejido lastimero, o por la boca de un fusil.

En una época en que se proclama la igualdad, en que se ansía, coincidiendo estas aspiraciones con la mayor desigualdad intelectual y económica, bien puede decirse que la igualdad parece un sarcasmo, es un peligro, una causa constante de perturbación, aumentando la miseria que extravía e irrita. La irrita porque hoy, con la publicidad y la continua comunicación de los hombres, las noticias, como las imágenes en los espejos paralelos, se multiplican indefinidamente, y los contrastes tienen un relieve que los hace más patentes. No es un corto número de reyes o de señores, que en sus palacios o en sus castillos gozan comodidades de que sólo un número corto de miserables tiene noticia y ninguno clara idea, no. Los periódicos dan descripción circunstanciada de las funciones y banquetes de los ricos, al lado de cuyo lujo parecería miseria la antigua esplendidez: la luz, que compite con la del sol, reflejándose en espejos y mármoles, oro y plata, raso, terciopelo y piedras preciosas; los acordes de la música, los perfumes de plantas exóticas, la variedad y delicadeza de los manjares, todo se describe en impresos que lee todo el mundo; y los que carecen de lo más necesario saben adonde puede llegar y llega el goce de lo superfluo; esto se repito uno y otro día, y meses, y años. El hambriento ve los platos regalados al través de cristales que valen una fortuna; el desnudo y descalzo, las pieles de los que van en coche; el que se muere de frío pasa por las cuadras en que hay termómetros para que los caballos estén a una temperatura igual y agradable; y esto sucede a centenares, a miles, a millones de criaturas, porque la aglomeración de las grandes ciudades multiplica los contrastes: los periódicos llevan adonde quiera la noticia de que en tal parte la gente no tiene que comer, de que en tal otra se ostentan riquezas que dejan atrás las de las mil y una noches, y los caminos de hierro dan en los últimos miserables rincones el espectáculo de sus coches suntuosos. Cuando el afán de igualdad llega a todas partes, el hecho de las mayores desigualdades aparece donde quiera y del modo más propio para poner a prueba la resignación. Así puede decirse que es continuo y general el choque producido por el conocimiento o la vista de los goces y la mortificación de las privaciones.

La miseria mental no es, por desgracia, sentida. El ignorante no aspira a instruirse, como el pobre a ser rico, y de esta circunstancia resulta que, cuando la igualdad se ansía, y la desigualdad se palpa y se siente, siendo la intelectual tan grande, ni se hallan razones para resignarse con la parte de mal inevitable, ni recursos para remediar el que puede evitarse, y apenas hay medio entre la inacción apática y la actividad violenta y desatentada.

No somos niveladores. La desigualdad, en cierta medida, es necesaria, es un bien; en cierta proporción es un mal inevitable, pero en cierto grado es un mal que puede evitarse. Si limitar este mal sería siempre un bien, parece una necesidad cuando tiene, además de su valor absoluto, el relativo al medio social en que se presenta.

La ley dice a los ciudadanos: «Sois iguales.» La disposición de ánimo dice: «Queremos ser iguales.» Las ideas de justicia, como suelen comprenderlas los perjudicados con la desigualdad, dicen: «Debéis ser en todo iguales.» Y los hechos dicen y hacen sentir que nunca, en pueblos en que no hay castas, llegó a tan alto grado la desigualdad entre los primeros y los últimos; debiendo notar que son colectividades numerosas las que componen los últimos y los primeros, bastante numerosas para que los odios, los egoísmos y los errores se hallen en la fermentación de las grandes colectividades.

En tal estado de cosas no puede haber situaciones económicas equitativas, ni equilibrios estables; la sociedad, como la tierra, lleva en su seno materias inflamadas o inflamables, y una circunstancia cualquiera determina su explosión.

- II -

Presión social.- Todo hombre en sociedad recibe auxilios y halla obstáculos; según son más los primeros que los segundos, estará beneficiado o perjudicado. A veces, los que proclaman inmejorable el actual orden de cosas desde el seno de la abundancia o del lujo, predican resignación a la miseria, encarecen las ventajas que halla en un pueblo culto el menos favorecido de sus individuos, y hacen comparaciones entre los salvajes y los miserables, que resultan ser muy ventajosas para éstos. Debe decirse, en honor de la verdad, que sus adversarios los han llevado a este terreno. Nosotros no los seguiremos, por entender que, entrando en él, nos saldríamos de la cuestión: la cuestión no es comparar a un parisiense con un hotentote, sino a los españoles, los franceses o los ingleses entre sí, y ver las ventajas que sacan de la sociedad, según el lugar que ocupan en ella, y cómo estas ventajas disminuyen a medida que se desciende en la escala social.

¿Por qué se sube y se baja en ésta?

¿Hasta dónde llegan las consecuencias de ocupar los últimos o los primeros escalones?

Si, ateniéndonos al lugar que ocupan los que componen la sociedad, la suponemos dividida en tres zonas, veremos que en la del medio es fácil permanecer, no ofrece dificultad insuperable subir, y sólo baja el que no procura sostenerse; en la superior se hallan muchos medios para elevarse más y para no descender; en la inferior todo contribuye a que se baje, todo dificulta la elevación, y el llegar a los grados superiores es punto menos que imposible.

Y ¿qué condiciones se exigen para colocar a los hombres en circunstancias tan diferentes, que basta a los unos extender los brazos para tomar vuelo, y se sienten otros oprimidos por una fuerza que los abate y abruma? ¿En qué se funda la clasificación que tales consecuencias produce? Se ha fundado, so funda y se fundará en el nacimiento, que para la gran mayoría de los hombres decide del lugar que ocuparán toda la vida. Unos piensan que en esto hay justicia, aunque incomprensible; otros juzgan que es injusto o casual; mas para todos está el hecho, brutal o providencial, pero evidente, de que la gran mayoría de los hombres viven y mueren donde nacen. Los hay que por culpa descienden, los hay que por méritos se elevan; pero ¡cuántas culpas necesita cometer el que pertenece a una familia rica para morir en la miseria, y cuántos méritos para salir de ella el hijo de un miserable!

Así, pues, el nacimiento (salvas excepciones, que pueden ser numerosas, pero que no invalidan la regla) es el que clasifica, y las consecuencias de esta clasificación serán graves, y pueden ser terribles, para el que se encuentra colocado en el lugar ínfimo de la escala.

Primeramente, tiene más probabilidad de morir en la infancia, porque los hijos de los miserables62 pagan mayor tributo a la muerte; y de seguro llorará sin que nadie lo acalle, y sufrirá más que si perteneciera a una familia bien acomodada. Rodeado de tentaciones y de malos ejemplos, son para él virtudes difíciles las acciones espontáneas en niños más afortunados. Estos, que nunca tienen hambre ni frío, ¿qué mérito contraen al respetar la prenda de vestir que ven colgada en la tienda, el manjar apetitoso que no devoran con los ojos?

Llega la edad de las pasiones, que hallan al joven miserable como barco sin timón en mar borrascoso: instrucción, dignidad, buenos ejemplos, idea del honor, probablemente religión; todo le falta para hacer callar la voz tentadora.

Si comete una falta que en el rico sería atenuada o se ocultaría, él halla rigor inexorable por la brutalidad del padre o por la severidad de la ley; siendo tan fácil, tan disculpable a veces, que se aparte del buen camino, una vez desviado encuentra menos auxilios para volver a él que motivos para extraviarse sin remedio.

La vida, tan fácil para otros, él ha de ganarla. ¿Se indica con esta palabra que la tiene perdida, o que la perderá si no se esfuerza mucho? Bien puede ser: porque el descuido o la imprudencia, que en otro se repara con facilidad, en él puede y aun suele ser irreparable. El joven bien acomodado pierde uno o dos años, retrasa su carrera, la varía o permanece ocioso, sin que la ley le persiga ni la opinión le repruebe; el joven miserable que vive un par de años sin trabajar, está irremisiblemente perdido. Forma una familia. ¡Qué de dificultades, de luchas para sostenerla! El hijo, que al nacer llena de alegría la casa del rico, es en la suya una carga pesadísima, porque exige cuidados que no pueden dársele, medios que faltan, y pone a duras pruebas el amor del padre, que, hambriento, parte uno y otro día con sus hijos la escasa ración. En medio de la suciedad y de los harapos, es un cuadro sublime la comida de la familia miserable, en que cada pedazo de pan es una hostia consagrada por la abnegación. En este sacrificio constante o ignorado, ¡cuán alta está la virtud y en qué peligro! ¡Cuántos opulentos que acusan al miserable de no hacer bastante por sus hijos, son incapaces de hacer, y aun de comprender, la mitad de lo que aquél ha hecho por ellos! En todo caso el sostenimiento de la familia, que en unos no exige esfuerzo alguno, y en otros es un trabajo llevadero, constituye para el miserable un peso a veces superior a sus fuerzas y que le abruma.

Niño, joven y hombre, halla abiertos pocos caminos, y penosísimos, con obstáculos renacientes y tinieblas que no tiene medio de disipar.

Hay ciencia; no puede adquirirla. Hay prosperidad; no participa de ella. Hay derechos; los suyos están mermados por las leyes o por su incapacidad de utilizarlos. Hay poesía; para él sólo existe la prosa de una realidad abrumadora. Hay espectáculos, en que brillan a porfía las Bellas artes; él no tiene más que el de su desventura, o, al distraerse de ella, alguno que contribuirá a que sea mayor. Lo que para otros son estímulos, se convierten para él en tentaciones; en medio del progreso permanece estacionario, retrógrado, y más fácilmente comprende la fatalidad que la Providencia.

Proporcionalmente a las ventajas que saca, a las comodidades de que goza, a los medios de que dispone, paga más contribución, mayor precio por cuanto consume, por la casa en que vive, y hasta por el carruaje, si alguna vez viaja. Su falta de crédito le pone bajo las garras de la usura; sus harapos le hacen sospechoso a la policía. Encuentra pocos elementos para relaciones armónicas que puedan serle útiles, porque sus pares, los que no se retraen de intimar con él, se hallan en igual situación, y nada bueno puede resultar de poner en común miserias físicas y mentales. Para luchar con tantas fuerzas hostiles encuentra donde quiera desventajas y escarmientos, alguien que en mejor posición y con mejores armas le vence. Si la patria le llama para que la defienda, si derrama su sangre, si arriesga su vida, si la pierde, su cuerpo se arroja a la ancha zanja, su nombre al olvido, y los ascensos, las distinciones y la gloria son para los que ocupan puestos más elevados, en que el mérito puede verse y el sacrificio recompensarse. Hay miles, millones de criaturas, que, con derechos (escritos) de hombres, viven en condiciones irracionales de que hoy no pueden salir; y al cúmulo de ligaduras que las sujetan y de pesos que las oprimen, hemos dado el nombra de presión social, presión terrible que exagera las faltas, que mengua los merecimientos, que esteriliza los esfuerzos, que incita los apetitos, que comprime las nobles facultades, y que hasta mutila al hombre moral, relevándolo ignominiosamente de parte de sus deberes.

Nosotros no admitimos cuarto estado; no vemos división marcada de clases; pero observamos situaciones esencialmente diferentes en colectividades numerosas, a quienes se habla de derechos ilusorios y de igualdades mentidas.

Se consigna la igualdad en la Constitución, y se reconocen a todos los ciudadanos todos los derechos civiles y políticos. ¿Y después? Después, el que tiene hambre puede ser capitalista; el que no sabe leer puede ser profesor; el que va descalzo puede ser diputado, ministro. ¡Puede! Al lado de esta posibilidad ilusoria están las imposibilidades reales, las contradicciones desdichadas, los peligros evidentes de suponer abiertos caminos que están cerrados.

Y que la presión social abruma a miles de criaturas, es cosa que, si no confiesan, reconocen los que de ella se ocupan, ya lo hagan con amor compasivo o con frialdad hostil: si se prescinde de esos momentos fugaces, en que adula al pueblo la ambición que le necesita o el miedo que le teme. ¿Cómo se trata del pauperismo cuando se discute alguna ley o se propone alguna medida para mejorar la condición de los miserables? Reflexionando sobre lo que se dice, se hace o se proyecta. ¿Quién no ve que, tácita o expresamente, parten todos de la suposición de tutela, de patronato, de dirección, de auxilio, de socorro dado a masas que se hallan en un estado mísero, del que por sí mismas no pueden salir? La instrucción gratuita, como una limosna; obligatoria, como dirigida a quien desconoce lo que le conviene; el derecho al trabajo, que supone entre otras cosas la incapacidad para hallarlo; la fijación legal de las horas que ha de durar, como si el trabajador estuviera imposibilitado (y suele estarlo) de estipular las condiciones con que lo ofrece; las contribuciones indirectas, cuya injusticia se excusa con el despilfarro y la imprevisión de aquellos sobre que principalmente pesan, etc., etc.: cuantas medidas se proponen o se adoptan respecto a los miserables tienen carácter de protección o de represión, y prueban que se considera en ellos una fuerza sin razón, o una razón sin fuerza; es decir, una incapacidad.

Y la tiene en efecto. ¿Quién, hablando sinceramente, dirá que los miserables pueden salir de la situación en que se hallan sin ajeno auxilio, ni aun vivir en ella sin recibir socorro? ¿Quién dirá que saben por dónde les viene su desdicha, ni que tienen medios de conjurarla? ¿Quién dirá que no es preciso instruirlos, moralizarlos, sostenerlos moral, y a veces físicamente, procurar que se asocien, que economicen, recogerles sus ahorros, apartarlos de los peligros a que ciegamente se lanzan, y de las diversiones, que son su mayor peligro? ¿Quién dirá que, sin perseverante, inteligente y caritativo esfuerzo ajeno, pueden mejorar la condición propia? ¿Quién dirá que, si se estudian, si se compadecen, si se consuelan sus dolores, el estudio siempre, el consuelo y la compasión las más veces, no los vienen de afuera? ¿Quién dirá que, aun en los momentos en que aparecen omnipotentes, no es ilusorio su poder y hasta su personalidad, puesto que no hay en ellos mente que agito la mole, y que no saben moverse sino detrás de alguno que los guía o los extravía?

No creemos que razonablemente puedan contradecirse estas afirmaciones; y si son ciertas, ¿no lo es también que una parte de la sociedad ejerce presión sobre la otra, puesto que la incapacita para moverse por sí misma y se halla en el caso de esos enfermos que, necesitando quien los auxilie para todo, exclaman: «No me puedo valer»? Los miserables no pueden valerse.

Tal vez se responda que la sociedad los auxilia, y que, lejos de haber presión social, hay solicitud, y benevolencia, y justicia y caridad social, lo cual hasta cierto punto es cierto; pero hasta cierto punto nada más, porque mientras no se armonicen con la sociedad, mientras no sean una parte suya activa e inteligente, que no necesite tutela ni especial protección, ni ella ha cumplido todos sus deberes, ni realizado los posibles y necesarios progresos. Penélope destejía por la noche lo que tejía por el día; la sociedad deshace con frecuencia con una mano lo que ha hecho con la otra, y despliega grandes recursos y esfuerzos para levantar a los mismos que arroja por tierra.

¿Quién derribó a los millones de caídos? ¿Sus vicios, sus delitos, sus culpas? No hay tantas en ningún país; y si las hubiera, no podrían cometerse sin que más o menos directamente la mayoría tomase parte en ellas. Pero no: la esfera de la culpa es mucho menos extensa que la de la desgracia, y los caídos, la mayor parte, no han podido evitar la caída; puede decirse que nacen ya en el suelo e imposibilitados de levantarse.

Y ¿por qué así? ¿Es error, es egoísmo, es ignorancia? Las tres cosas. Pero, ¿cuál época será la responsable: ésta en que vivimos, la anterior, las que la han precedido? Todas, que se van legando el mal y el bien en proporciones varias: benditas y maldecidas herencias que es inevitable aceptar sin distinción, porque no pueden recibirse a beneficio de inventario. Que se vea el mal en toda su extensión, sin ocultar la parte más mínima, es conveniente, es preciso; pero sería injusto exigir toda la responsabilidad a quien sólo tiene una parte, y no la mayor. ¿Puede nuestra generación, por más que piense, sienta y trabaje, purificar tantas impurezas, levantar a tantos caídos, convertir verdaderamente en personas dignas y libres a los esclavos que en vano emancipa la ley, cuando no lo son de los hombres, sino de las cosas? Pero las cosas es una manera de decir abreviada, que significa, o leyes naturales, o condiciones históricas, o la combinación de entrambos elementos; y hay que distinguir los persistentes y eternos, que sólo pueden variar en la forma, de aquellos que en la esencia pueden ser modificados, y huir de dos escollos en que se da con mucha frecuencia: llamar imposible a lo difícil, y tener lo dificultoso por fácil.

Que la presión social existe, es un hecho.

Que puede disminuirse, es una verdad.

Que si no se combate crece, constituyendo dolores, peligros, un estado de injusticia permanente, no nos parece dudoso para nadie que reflexione con ánimo sereno. Si las fuerzas sociales y su dirección pudieran medirse como las de una máquina, se vería que impulsan, en sentido de elevar a los que están por encima de cierto nivel; y a los que están por debajo, los oprimen, haciéndoles descender cada vez más, si con grande esfuerzo no se contrarresta esa tendencia. Hay que aspirar a que nadie está bajo esa línea, sujeto a esa presión abrumadora; y que si hay algunos, sean individuos por culpa suya, y no masas por complicidad social.

- III -

A las medidas indicadas hasta aquí, que más o menos directamente tienden a limitar la desigualdad excesiva, y, por tanto, la extensión de la opulencia y de la miseria, añadiríamos las siguientes:

1.ª Todo el que trabaja por su mano la tierra, tendrá derecho a comprarla por su justo valor, estableciendo para la compra trámites sencillos y gratuitos, y tomando las necesarias y no difíciles precauciones, a fin de que no haya fraudes, es decir, que la expropiación no pueda hacerse sino a favor del que cultiva la tierra por sí mismo.

En vez del despojo, medio histórico por el cual se ha liquidado en tiempos más inmorales que el nuestro, evitemos cuanto sea posible la acumulación, y recurramos a la expropiación, que no ataca a la propiedad, sino que la transforma de modo que no se convierta en daño de quien la garantiza y la defiende con riesgo y pérdida de la vida a veces. Ni los opulentos ni sus hijos son los que pelean con los ladrones, y no hay para qué encarecer la injusticia de volver contra los pobres esta propiedad que, no siendo suya, aseguran con peligro de sus personas. El principio en que se apoya la ley de expropiación es que, en justicia, no debe garantizarse la forma de una propiedad que se convierte en daño del que la garantiza. ¿El propietario puede defenderla solo? Seguramente que no. Pues los que la defienden tienen derecho a condicionar esta defensa equitativamente, y es equitativo que su defendida no se transforme en víbora que muerde el pecho, que le da calor y vida. ¿Qué más puede exigir en razón el propietario de la sociedad, que le defiende como nunca lo estuvo, que, cuando la propiedad es perjudicial en la forma que tiene, no haga más que variarla, dándole el equivalente de la cosa que le priva?

Pero la expropiación por causa de utilidad pública sólo se la considera justa en aquellos casos en que una finca sirve de obstáculo a una obra pública, y no se comprende en el sentido lato que debe tener generalizando la aplicación de su principio. La sociedad no tiene menos interés justo en que la propiedad no se acumule exageradamente, en que la tierra sea del que la cultiva, el barco del que le tripula, que en hacer un camino, un canal o un puerto. No hay obra pública más útil que la buena distribución de la riqueza, y el evitar que el instrumento de trabajo se convierta en medio de explotar al trabajador, de oprimirle, de aniquilarle a veces. Para evitar en lo posible estos males, y aplicando a ellos la ley de expropiación por utilidad pública, es poco llamarla así: debe denominarse de necesidad, de justicia pública, de humanidad, porque es inhumano el no hacer cuanto equitativamente sea dado para evitar que la posesión de unos terrones o de unas piedras puestas en obra sea más respetable que el bienestar, la dignidad, a veces la salud, la vida y, lo que es más, la moralidad de los hombres.

La expropiación por utilidad pública respecto a los dueños de la tierra y a favor de los que la cultivan, no puede aplicarse en justicia a los industriales, muchos creadores de la industria que ejercen, todos trabajadores en ella, y a quienes no se podría expropiar sin injusticia y daño social consiguiente, En la tierra no está más que un valor, por el cual se puede dar al dueño su equivalente; en el establecimiento industrial está el talento, la perseverancia, el riesgo, a veces el genio del propietario. No pueden establecerse equivalencias pecuniarias equitativas sin su consentimiento; no puede en justicia ser expropiado forzosamente ni en conveniencia social, porque, ¿cómo se arriesgaría nadie a una empresa que puede salir mal, cómo haría los grandes esfuerzos que a veces necesita para que salga bien, si, después que se veía próspera, reclamaban en virtud de la ley sus beneficios los que nada habían aventurado en ella?

En las empresas industriales, la copropiedad o la adquisición de la propiedad, y el que se generalice, no puede ser consecuencia de una ley, sino que depende de la moralidad y cultura de los trabajadores. De esto hay ejemplos, los bastantes para comprender que, cuando el obrero se eleva intelectual y moralmente, puede convertirse de explotado en partícipe. En la Unión Norteamericana, en algunos Estados especialmente, los empleados de los infinitos establecimientos de crédito es raro que no sean accionistas, y los tripulantes de los barcos que no tengan parte en las ganancias; y si hay algunos que no participan de ellas, son los marineros, no los capitanes, pilotos y contramaestres, en prueba de que no hay mejor remedio contra la explotación que la cultura y la moralidad.

2.ª Siempre que un pueblo pueda pagar una finca cualquiera que destine a uso común verdaderamente, este uso debe considerarse de utilidad pública. Aquí hay que añadir y deplorar que, haciéndose la ilusión de que avanzaban, muchos países, y España entre otros, han dado un paso atrás vendiendo los propios de los pueblos, medida que directa y eficazmente ha contribuido (en numerosas comarcas al menos) a aumentar la penuria de los miserables y la riqueza de los opulentos.

Aunque sea grosero el error, muchos caen en el de suponer que se parecen la propiedad en común y el comunismo. El comunismo es la negación de la propiedad; el tenerla en común es una forma de ella, forma favorable a la igualdad y, por consiguiente, contraria a la miseria suma y a la excesiva riqueza. Las ventajas de tener bienes en común son grandes, muy grandes, y deben procurarse siempre que no resulten mayores inconvenientes, como la destrucción de la cosa poseída, o que se saque de ella utilidad muy escasa y grandemente desproporcionada a su valor. Y decimos grandemente, porque, si no hay una desproporción muy grande entre lo que utilizan todos y el valor de la finca utilizada, todavía el bien de poseerla en común puede ser mayor que el daño de no administrarla tan bien como si perteneciese a uno sólo.

Los hombres suponen que siempre que andan avanzan, y no es cierto: a veces se extravían, y después de una larga y penosa jornada se encuentran más atrás del punto de partida; y lo peor es que para deshacer el camino andado hay más dificultades que hubo para emprenderle. Tal acontece con la venta generalizada, ciega y fraudulenta en muchísimos casos, ha dado por resultado enriquecer a hombres morales que aprovecharon la inmoralidad de la Administración para despojar a los pueblos. No pretendemos volver muchos siglos atrás, ni establecer el mir ruso, la marca germánica, el allmende suizo o la dessa de la isla de Java; ya sabemos que la propiedad, toda la propiedad colectiva, es incompatible con una civilización adelantada; pero esto no obsta para que los pueblos puedan poseer algo en común, con ventaja de los pobres y de los miserable. Se dice que lo cuidan muy mal, y en muchos casos se dice verdad; pero esto podría haberse ido remediando con el progreso de la cultura, y el haberlos privado del gran recurso que muchos tenían en la pradería y el monte común es daño sin remedio.

3.ª Las obras públicas como caminos, canales, etc., sólo por ignorancia u olvido de la justa conveniencia pueden ser propiedad de particulares o compañías: nos falta tiempo para enumerar siquiera todos los males que de este olvido resultan, y sólo indicaremos que desde los precios de billetes, según las clases, hasta la omnipotencia de los propietarios del ferrocarril, todo es en daño de los pobres por la desproporción que hay entre lo que cuesta su asiento y lo que se paga por él, y más aún por la acumulación de riqueza que resulta de las obras públicas en poder de particulares, acumulación que con frecuencia favorece y es favorecida por medios que reprueba la honradez, aun la legal. Bien puede decirse que los ferrocarriles propiedad particular son un ataque permanente a los buenos principios de gobierno, una concausa de acumulación indebida de riqueza y del correspondiente aumento de miseria. Este daño, que es el que debemos considerar principalmente al tratar del pauperismo, no es el único grave que produce el ser propiedad particular la que debiera ser del Estado. Si de cerca se observa, se notará una lucha constante de elementos imposibles de armonizar, en que, según las circunstancias, triunfa el interés del público o de las compañías, que unas veces hacen cuanto les acomoda, y otras sufren la dictadura del Estado, que para proteger la seguridad de los viajeros, ora las obliga a adoptar un freno, vista la imposibilidad de que se entiendan entre sí sobre este punto, ora les impone tarifas en nombre de la pública utilidad. Aunque las manifestaciones sean menos ostensibles, el conflicto es constante, y prueba con evidencia lo perjudicial de hacer propiedad particular lo que debe ser del público; pero si este conflicto no existiera y el servicio se hiciese con toda la equidad imaginable, ningún país que atento a su conveniencia evite la acumulación de la riqueza por todos los medios justos, debe fomentarla enajenando las vías de comunicación; si los señores de la tierra la oprimían, los señores de los caminos no contribuirán a la emancipación de los siervos de hoy, que son los miserables.

4.ª Considerando como grave daño toda acumulación excesiva de riqueza, debe mencionarse la que allegan ciertas asociaciones religiosas que adquieren grandes propiedades; y como reciben y compran, y no venden, acumulan hasta el punto de hacer inevitables las diferentes liquidaciones sociales de que han sido objeto. Muchos creen que es muy sencillo el problema resolviéndole por las reglas generales, pero, o no pueden aplicarse, o se vuelven contra el principio en que se fundan. Cuando esto sucede, es prueba que la cuestión está mal planteada y que hay en ella elementos que no se han tenido en cuenta.

Hay error en pensar que toda ley que influye eficazmente en la distribución de la propiedad puede aplicarse a todo pueblo a la misma hora y con igual resultado: lo contrario es cierto; sucede a veces que, para lograr igual fin, hay que emplear diferentes medios. Por ejemplo: la acumulación de la propiedad que generalmente se disminuye suprimiendo los mayorazgos y dejando al propietario libertad de disponer de sus bienes, combinada con las preocupaciones y vanidades aristocráticas, da por resultado que se convierta en medio de acumular bienes en cabeza del primogénito que conserva el nombre y el lustre de la familia. En Cataluña sucede algo parecido con el ereu.

Del mismo modo, un clero que no codicie bienes mundanos, o esté en un país ilustrado que no le dé sino aquellos que bastan para lograr sus fines espirituales, no necesita legislación especial; pero, si sucede todo lo contrario, debe ser objeto de ella.

Las asociaciones autorizadas deben tener buen fin, y buenos medios y adecuados a los fines que se proponen. ¿Es medio adecuado al fin espiritual la posesión de grandes bienes materiales? Al contrario, es contraproducente, como puede notarse viendo cuánto decae la misión espiritual desde el momento que no emplea medios adecuados. ¿Por ventura se sostiene el dogma comprando casas, tierras y papel? Esta incongruencia no incumbe al Estado, que debe dejar a cada comunión los medios de sostenerse y extenderse, siempre que con ellos no introduzca elementos perturbadores de la buena moral y del buen gobierno. No entraremos en otro género de consideraciones que no se refieren directamente a la propiedad acumulada; pero conviene reflexionar si los que en todo se ponen fuera de la ley natural, los que no tienen familia, ni patria, ni personalidad completa, puesto que aniquilan su voluntad por el voto de obediencia, deben reclamar su personalidad jurídica completa, como los demás ciudadanos, en cuanto son miembros de la asociación, que moralmente los mutila, o es necesario establecer sobre ellos reglas excepcionales, como lo es su posición. Los ejércitos permanentes han hecho necesarias leyes militares; la forma de la propiedad que tienen los comerciantes, hace indispensables códigos de comercio sin que por eso militares63 ni comerciantes reclamen con justicia y se digan fuera de la ley: dentro del derecho común están o deben estar como hombres, pero en aquellas relaciones especiales de su profesión que la sociedad necesita, y con justicia les impone reglas especiales también.

El que tiene una propiedad que constituye un peligro, una fábrica de nitro-glicerina, un depósito de dinamita o de pólvora, no debe quejarse de injusticia porque se condicione de una manera determinada el empleo de su capital, y la fabricación y acopio de sus productos.

Por motivos muy diferentes, pero que concuerdan con los que determinan las medidas a que aludimos, en que constituyen razones, debiera condicionarse de un modo especial el derecho de propiedad de las asociaciones religiosas, a fin de evitar la acumulación, único modo práctico de evitar el despojo. De despojos y acumulaciones ofrece muchos ejemplos la historia, y de medidas de los estados regidos por los reyes más piadosos, cuyo objeto era limitar en lo posible la facilidad con que por medios espirituales se logran bienes temporales.

Se dice que aquí o allá no se ponen trabas al derecho de poseer de las asociaciones religiosas, ni se ve la necesidad de hacerlo; necesidad absoluta puede no existir; la vida de las sociedades, como la de los individuos, es compatible con muchas enfermedades; pero suponiendo que no haya ni aun conveniencias grandes, será porque esos países tendrán menos elementos de abuso y la ley no necesitará combatirlos, o tal vez porque no ha pasado bastante tiempo para que se pongan de manifiesto los inconvenientes de juzgar que de la igualdad y de la libertad, pasadas a ciegas como un rodillo, puede no resultar la justicia; ésta debe condicionar todos los organismos sociales, mas para llegar a ella han de emplearse medios diferentes cuando varían esencialmente las circunstancias.

Que las circunstancias de las corporaciones religiosas, como propietarias, son especialísimas, es cosa indudable para cualquiera que las conozca. Prescindiendo de todas las demás, que son muchas, nos haremos cargo de estas dos solamente:

Facilidad y derecho de la asociación para recibir y adquirir, prohibición de enajenar;

Aptitud y grandes medios de los individuos para allegar riquezas, de que no pueden disponer en ningún caso.

De la primera circunstancia resulta necesariamente la acumulación; recibiendo o comprando siempre, y no dando ni vendiendo nunca, por poco que se compre y se reciba, en un plazo más corto o más largo deben acumularse grandes riquezas. La segunda concurre al mismo resultado exagerándole; la actividad del individuo para allegar riquezas contrasta con la imposibilidad de disponer de valor alguno, aunque vea grandes dolores, inmensos desastres y los compadezca.

Es, por lo tanto, lógico que la asociación religiosa, cuyos individuos no tienen familia ni patria, no pueda ser propietaria, que sea jornalera, ajustándose a los principios que invoca, explota e infringe. Ya sabemos que las asociaciones religiosas poseerán a pesar de la ley que lo prohíbe; pero al menos que no posean conforme a la ley, con lo que, si no se suprime el mal, se aminora.

5.ª Siempre que por resolución judicial, administrativa, o en cualquier concepto, el Estado disponga la venta de bienes, ésta debe hacerse en pequeños lotes, prefiriendo a los compradores no propietarios o que tengan menos propiedad, y dándoles facilidades para el pago. En otros países, aun podrían alegarse algunas razones contra ésta y otras medidas análogas, si bien donde quiera creemos que las ventajas exceden mucho a los inconvenientes; en España no vemos ninguno, porque los grandes terratenientes no hacen nada por el progreso de la agricultura.

6.ª Hay economistas encomiadores de la herencia, en términos que, al leerlos, diríase es una institución casi divina y en alto grado cooperadora al progreso humano; según ellos, qué de estímulo ofrece a la actividad, qué de apoyos a la perseverancia. Cabe la duda de si la confunden con la libertad de disponer de los bienes por testamento, porque, de otro modo, apenas se concibe cómo se ven sólo beneficiosas maravillas en cosa que tiene tan graves inconvenientes.

De la libertad de disponer de los bienes por testamento puede abusarse como de todas; la ley debe, en cuanto sea posible, evitar el abuso; pero el uso es bueno y hay que distinguirle de la herencia, poder ciego que acumula riquezas al acaso, y altamente perjudicial si no se le señalan límites más estrechos de los que hoy tiene; y esto sin intentar lo imposible, poniéndose en lucha con la Naturaleza.

Cuando no hubiese testamento, debería limitarse la herencia a los descendientes y ascendientes directos y a los hermanos, que son los que constituyen verdaderamente la familia, negando a los demás parientes la cualidad de herederos; el heredero del que muere sin testar y no tiene padres, abuelos, hijos, nietos, ni hermanos, debe ser el Estado; nada hay en esto de violento, ni de injusto, ni de atentatorio a la propiedad, puesto que el propietario puede disponer de sus bienes a favor de sus parientes más remotos, como de cualquier extraño, y ya sabe que, si no lo hace, se entiende ser su voluntad que le herede la patria donde ha vivido, prosperado, hallado protección para su derecho y auxilio para sus empresas. Aunque bajo el punto de vista fiscal no produjera nada, bajo el moral importa mucho suprimir la herencia fuera de la familia constituida verdaderamente por los padres, los abuelos, los hijos, nietos y hermanos, y donde el cariño quita o puede atenuar la esencial inmoralidad de la herencia, que consiste en esto: recibir una riqueza d a cuya formación no se ha contribuido con el trabajo; mejorar de situación porque otro se muere y verse tentado de continuo por el interés a desear que se muera. Cuando hay cariño, él neutraliza o destruye estas abominaciones del egoísmo, y apenas se concibe que de padres a hijos el deseo de heredarlos haga desear su muerte, aunque no pueda asegurarse que, si la herencia es cuantiosa, no contribuya a consolar de la pérdida del ascendiente; decimos ascendiente porque el cariño en la familia, como los cuerpos graves, baja con más facilidad que sube. Le hemos supuesto en hermanos y nietos, suficiente para atenuar los efectos de la codicia, dándole un poder, acaso mayor que tiene, porque no respondemos de que todos los nietos sientan la muerte del abuelo que los hace ricos. Como quiera que sea, la herencia natural no va más allá de donde llega el cariño, y el cariño llega, cuando mucho, al límite marcado, fuera del cual la ley da derechos sin consultar a la justicia y con perjuicio de la moralidad. ¿Puede darse cosa más inmoral y repugnante que la holgazanería, y el vicio que sostiene la esperanza de una herencia; más absurda que recibir bienes cuantiosos porque murió abintestado una persona que no se conocía, de quien tal vez no se tenía noticia; más impía que el acecho del pariente codicioso que calcula con impaciencia el tiempo que podrá vivir el viejo tío opulento, cuya arca abre regocijado el heredero antes do que se cierre su ataúd? ¿Por qué la ley ha de dar pábulo a los malos instintos, y establecer un régimen económico que perturba tan hondamente el orden moral? Repetimos que sin otro propósito, y sólo en nombre de la moralidad, debe limitarse la herencia a los ascendientes y descendientes directos, añadiendo los hermanos, que es lo que constituye en realidad la familia; si el cariño va más allá, la libertad de testar puede satisfacerle.

Es deplorable que cuando debe perseguirse la ociosidad, y evitarse en cuanto fuera dado la acumulación de bienes, la ley favorezca uno y otro, extendiéndose la esfera de la herencia tanto más allá de lo que racional y moralmente debe ir.

Aunque de paso, por no corresponder a nuestro asunto directamente, debemos advertir la libertad de testar, como todas, debe estar condicionada por la justicia; que nadie pueda poner de sus bienes prescindiendo de sus obligaciones, y que el que tiene padres pobres o hijos que aún no pueden ganar el sustento según su clase, vaya a dejarlos en la miseria, legando sus bienes a un extraño, tal vez a una ramera.

En la contribución que se impone a las herencias, algo parece que se ve de la justicia con que pueden limitarse; pero el principio debiera recibir extensión mayor y la regla no aplicarse a ciegas, sin tener en cuenta la calidad y situación del heredero, lo mismo si es rico fuerte y con aventajada posición social, que si es pobre, menor o enfermo, y sin establecer la progresión en el impuesto cuya equidad, tratándose de herencias, aparece más en relieve.

No pretendemos que con estas medidas u otras análogas se extirpe el mal de raíz; pero sí que todas contribuirían a que se aminorase, que es a lo que toda persona circunspecta y práctica debe aspirar: los males de la sociedad que pueden curarse, no se curan sino aliviándose. Es arrogancia, a veces insensatez, decir si es dado o no extirpar un mal de raíz. ¿Puede disminuirse aunque sea poco, muy poco? ¿Sí? Pues a procurar que disminuya. Este es el trabajo adecuado a la razón y obligatorio para la conciencia: lo demás es obra del tiempo.




ArribaCapítulo XXV

Cooperación internacional


La Internacional de trabajadores debía en origen a la idea de que no se hiciesen una competencia desesperada los de diferentes países. Lejos de limitarse a ella, quiso abarcar otra y otra, y muchas y tantas, que pretendía abarcar la sociedad entera, las sociedades todas, y no dejar en ellas nada como estaba, y manipularlas en el tumulto de todas las pasiones y la obscuridad de todas las ignorancias. Aunque los engañados sean miles, millones, tienen que ceder como si fuera uno solo ante la omnipotencia del desengaño; pero cuando el error es de millones y de miles, más que nunca conviene analizarlo, porque es raro que no contenga alguna parte de verdad.

En otra parte64 hemos indicado la parte humana razonable, progresiva que podía observarse en La Internacional a través de sinrazones y salvajismo; aquí nos limitaremos a indicar que hay mucha razón para protestar contra la concurrencia sin límite; para dolerse de que los obreros de un país, aceptando condiciones inaceptables, obliguen a que las acepten también los obreros de todo el mundo, y para ver si es posible, con la cooperación de todos los pueblos, disminuir el mal, ya que extirparle no sea hacedero.

Medidas hay, y muchas, que, por justas que sean, no pueden tomarse en un país aisladamente; la competencia industrial viene a ser una guerra que, como todas, obliga a usar armas iguales a las que usa el enemigo, aunque sean de mala ley.

¿Por qué no se organizan en A los trabajos industriales de modo que no se confundan los sexos, cortando así causas poderosas de inmoralidad? Porque esto complicaría el mecanismo de la producción, la haría más cara; y como en T no se tomaban medidas análogas, no sería posible competir con sus productos.

¿Por qué no se señala un mínimum al número de tripulantes de los barcos que navegan en alta mar, para que el exceso de fatiga no sea muchas veces causa de naufragio? Porque la nación que tripula menos fleta más barato: el buque y el cargamento están asegurados; los hombres..... sobra población.

¿Por qué no se ponen muchas industrias en condiciones higiénicas? Porque las análogas del Extranjero no lo están, y no sería posible competir con ellos haciendo esos desembolsos, etcétera, etc.

Así la equidad propone una medida, y la concurrencia la rechaza diciendo: hay que cerrar la fábrica; ante esta amenaza terrible, la voz que reclama justicia enmudece.

Una persona, compadecida de las tristes condiciones en que estaban los operarios de una fábrica, se lo hizo presente al dueño, que contestó: Yo hago industria y no filantropía; horrible respuesta, que si no verbal, mentalmente, y sobre todo con los hechos, dan muchos industriales (no todos, porque los hay humanos y dignos); respuesta con cuyo espíritu tienen que conformarse en la práctica muchas veces aun los mejores mientras la humanidad y la concurrencia estén en pugna.

Cierto quela concurrencia, causa a veces de inhumanidades, otras sirve de pretexto; pero en la anarquía actual no puede saberse hasta dónde llega la codicia cruel o la necesidad imprescindible. Hay muchos casos en que, consultados los obreros, suponiendo que fuesen ilustrados, respecto a mejorar las condiciones antihigiénicas en que trabajan, optarían por no cambiarlas, por lo que decíamos antes: Habría que cerrar la fábrica.

El Derecho de gentes, por no comprenderse bien, se limita a un número corto de relaciones, prescindiendo de otras de suma importancia. No importa más proscribir el filo de los sables, que pocas veces se usa, y las balas de fusil explosivas, que probablemente no serían prácticas, que sanear ciertos trabajos homicidas y ordenar moralmente la anarquía de ciertas industrias corruptoras. Hay personas que no conciben el Derecho de gentes sino de uniforme, y convendría que le comprendieran de blusa, porque las relaciones del trabajo son más y de mayor importancia que las de la guerra a mano armada.

No pretendemos que hoy ni mañana se reúna un Congreso internacional para suprimir el trabajo de los niños en las fábricas de todo el mundo, y sanear y moralizar el de los hombres; aun con buena y firme voluntad y amplios poderes, no podrían resolver nada práctico por falta de datos; reunirlos es el trabajo previo e indispensable. ¿Cómo?

Hay exposiciones de la industria en que se exponen además trabajos científicos, artísticos, todo, menos la condición del trabajador. Los Jurados internacionales distribuyen medallas y menciones honoríficas, premian la perfección de la obra, pero ignoran la suerte del operario, tan desdichada a veces como es brillante el producto. Está bien, muy bien que se muestren a todo el mundo los resultados; pero está mal, muy mal, que se prescinda de los medios cuando no son mecánicos; que no se sepa cuántos obreros deforma un artículo perfeccionado; cuántos sacrifica un producto barato, y cuántos desmoraliza una combinación ingeniosa.

A las asociaciones internacionales que con elevado objeto científico y humanitario existen es necesario añadir una que se proponga investigar las condiciones en que trabajan los obreros de todo el mundo, ya bajo el punto de vista del salario, ya de la higiene y de la moral. Esta investigación proyectará negras sombras sobre el brillante cuadro de la industria, será el reverso sin desbastar de la cincelada medalla, y en medio del coro de alegrías, voz doliente, si acaso no acrisadora. El crimen ha congregado a los hombres de todos los países, que le estudian y se proponen corregirle y evitarle; ¿la miseria del que trabaja no merecerá tanto? ¿No se investigará la situación del obrero en todo el mundo? ¿No se llevarán estos datos a un fondo común para que, comparados, guíen por un camino que no se emprende o que se anda a obscuras?65

Si ha habido ya varios Congresos penitenciarios internacionales, ¿no podrán reunirse Congresos del pauperismo? Basta quererlo y convencerse de la importancia de sus trabajos y de cuanto urge dar al Derecho de gentes su carácter verdadero, su carácter humano, en vez del diplomático y militar que hoy tiene.

Que los que pueden, quieran; que aquellas personas constituidas en un poder cualquiera, político, moral e intelectual, unan sus esfuerzos para estudiar la condición del obrero miserable en todos pueblos civilizados; que se comuniquen el resultado de sus estudios; que le discutan y le publiquen; que tengan periódicos y reuniones, y cuando hayan ilustrado la opinión, e influido en ella, serán posibles tratados internacionales que proclamen leyes de humanidad aplicadas a la industria.




 
 
FIN