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El pauperismo

Concepción Arenal




ArribaAbajoIntroducción

Vamos a tratar del pauperismo; conviene primeramente definirlo.

Entendemos por PAUPERISMO la miseria permanente y generalizada en un país culto, de modo que haya una gran masa de miserables, y otra que disfruta riquezas y goza de todos los refinamientos del lujo.

Entendemos por MISERIA la falta de lo necesario fisiológico en un país y en una época dada.

No puede prescindirse del país y de la época en que se estudia la miseria al determinar si realmente existe, porque lo necesario fisiológico varía con el clima, la raza y el estado de civilización. Dormir en el suelo desnudo es un grado de pobreza a que no llega el mendigo entre nosotros; es una penalidad que pocas personas sufren por mucho tiempo sin enfermar; el más desvalido busca, y suele hallar, un poco de paja; mientras que en la casa cómoda, que ve con envidia, hay un natural del archipiélago filipino que entra en su habitación, mira con desdén la mullida cama a él destinada, se acuesta en el suelo, y allí duerme, aun en invierno, y en una de las ciudades más frías de Europa: este gusto, inconcebible para nosotros, es higiénico para él.

Si debe tenerse presente que lo necesario fisiológico es un elemento variable, tampoco se puede desconocer que existe siempre un necesario fisiológico, y que, por suave que sea el clima, dura la raza y austeros los hábitos, hay privaciones que impiden el natural completo desarrollo del hombre, alteran su salud y abrevian su vida.

En los ejércitos, en los establecimientos de beneficencia, en las prisiones, ha empezado a estudiarse cuál es ese mínimum; tal vez hay bastantes datos para determinarlo con aproximación; pero determinado o no, es lo cierto que existe; que cuando falta hay miseria, y que si esta miseria alcanza a muchos y persiste, hay pauperismo.

No cabe desconocer el mal, pero cabe esta duda: ¿tiene remedio? Muchos han respondido que no; muchos han extendido el mapa de la miseria y hecho notar que sus tintas más negras corresponden a los pueblos más cultos; han establecido como un axioma que al aumento de la riqueza correspondía fatalmente el de la miseria; y demostrando a su modo que el pauperismo era una consecuencia inevitable del progreso, daban al árbol de la ciencia este fruto maldito, lanzando un anatema sobre la civilización y dejando en el seno de la sociedad la hiel de su amargura desesperada.

Afortunadamente, este fallo desconsolador no es científico, y el corazón afligido y generoso que lo rechaza, encuentra apoyo en la inteligencia. Y ¿cómo no había de encontrarlo? Sí; bien podía afirmarse resueltamente, aun a priori, que el resultado de la mayor cultura no podía ser una suma mayor de desgracia y de injusticia; que al generalizarse la instrucción y aumentar el número de los que saben, no se había de acrecentar proporcionalmente el de los que sufren; que la igualdad escrita en los libros y consignada en los códigos no había de dar por resultado definitivo que los hombres fuesen cada vez más desiguales; y, en fin, que la supresión de los privilegios y la fraternidad más razonada y más sentida no podían abrir abismos más profundos entre las clases sociales, abismos que no se llenasen nunca, tragando perpetuamente lágrimas y sangre y la felicidad del género humano.

Se exponen hechos y números, cuadros desgarradores, desdichas inmensas, desesperaciones amenazantes. No hemos analizado nunca los males sociales como el anatómico que busca sobre el cadáver las huellas de la mortal enfermedad, o como el médico duro que desgarra tranquilo las carnes vivas y escucha los ayes con indiferencia. Los dolores humanos nos duelen, nos han dolido siempre mucho; pero el sentimiento, que compadece y aboga por los que sufren, puede y debe ser fiscal severo, mas no acusador injusto, y hay que precaverse contra la fuerte propensión a considerar como las más graves las injusticias de la época en que se vive. Que en la nuestra hay muchas e irritantes, es hecho que, lejos de negar, hemos procurado siempre demostrar; pero las injusticias son como las enfermedades: no siempre tienen mayor gravedad las que más duelen, y, por el contrario, hay dolencias tanto más temibles cuanto menos se sienten.

Los acusadores del presente, que desesperan del porvenir y echan de menos el pasado, o se lo representan como seguramente no ha sido, o el ideal de su deseo no coincide con el de la justicia. Numerosos hechos registra la historia, que revelan penalidades colectivas intolerables, que, como erupciones de la miseria desesperada, si no podían romper sus barreras, indicaban bien sus grados. Pero sobre que los trastornos pasados nos impresionan menos con su deformidad que la belleza del orden que se restablece; sobre que los ayes de los oprimidos han tenido pocos ecos en la historia; sobre que la noción del derecho estaba tan obscurecida que ni aun pensaban en invocar a éste los mismos que contra él eran perjudicados; sobre que la injusticia tenía una simetría que remedaba orden y funcionaba con una regularidad que le daba apariencias de ley natural, sobre estas circunstancias y otras, hay que añadir que en los tiempos pasados, en aquellos, sobre todo, que se echan de menos como mejores, los miserables vivían bajo la enorme presión de poderes absolutos en el orden material, y en el espiritual infalibles, que imponían como un deber, no sólo la resignación, sino hasta el silencio.

Sin duda que este silencio de los que sufren aumenta el bienestar de los que gozan en placidez tranquila, y que cuando los miserables, en vez de tener miedo, lo inspiran, se propende a dar al mal proporciones nunca vistas. Sin duda que hechos de gravedad suma revelan tendencias alarmantes; pero cierto también que las clases que no sufren se inclinan a pensar que es irremediable el sufrimiento de las otras, más bien que a hacer los sacrificios necesarios para remediarlo.

Parece que dan por hecho que la miseria generalizada y permanente es inevitable en nuestra civilización, como el frío de Enero en nuestros climas, y se resignan con esa resignación tan fácil cuando se aplica a los males ajenos. Pero las alianzas del egoísmo y la fatalidad van siendo muy difíciles; el hombre se siente cada vez más libre en todas las esferas, no cree que en el libro del destino haya escritas palabras siniestras y se hayan borrado las de razón, verdad y justicia.

Desde que hay sociedades (es decir, desde que hay hombres, en el sentido jurídico de la palabra) ha habido problema social; solamente que al principio no se sabía en absoluto, y después no se sabía bien. Hubo dificultades, cuestiones, peligros y aun cataclismos, pero no problemas. La espada, el anatema, o la combinación de entrambos medios, terminaban el conflicto. La misión de establecer la paz y el orden se confiaba a la autoridad y a la fuerza; cuando éstas eran impotentes, no había salvación posible. Se admira, y bajo muchos conceptos lo merecen, a pueblos que se han engrandecido sofocando sus internos profundos dolores; donde la miseria se amordazó, se resignó o cayó en impotencia ignominiosa; pero si se examina la caída de esas poderosas colectividades, tal vez se adquiera el convencimiento de que no habrían perecido si de la cuestión social se hubiera hecho problema es decir, un asunto que hay que estudiar y determinar conforme a reglas de razón, a leyes intelectuales, morales y económicas, a principios de justicia, en vez de resolverlo a impulso de pasiones o de sentimientos de amor o de ira, de perdón o de venganza. Envidiar a esas sociedades que no discutieron su problema social, es como felicitarlas por haber ignorado una enfermedad que las mató, y que, conocida, hubiera podido curarse. La injusticia que los pueblos llevan en sus entrañas, si es mucha, forma abscesos; y menos peligroso es que se revienten hacia fuera, que interiormente.

El abuso del poder en forma de fuerza bruta o de otra cualquiera; la explotación de los débiles por los fuertes; los padecimientos de multitudes oprimidas; la miseria generalizada y el hambre haciendo estragos, no son cosas nuevas. Lo que hay de nuevo en el asunto es que se estudia: que pensadores y filántropos, academias, tribunas, libros, periódicos, revistas, asociaciones o individuos, por cientos, por miles, meditan y buscan y proponen medios de combatir la miseria; lo que hay de nuevo es que no se resignan con ella los que la sufren: que la sienten aun los que no la padecen: que muchos, muchísimos, en situación de aprovecharse de las ventajas del que oprime, se ponen de parte de los oprimidos; lo que hay de nuevo es que acuden las inteligencias y los corazones a los grandes dolores sociales, como los habitantes de una población a los grandes incendios, sin distinción de clases; y de esta afluencia de espíritus generosos que se unen a los espíritus atribulados, y de las voces de piedad, de simpatía y de justicia que hallan infinitos ecos, resultan comprobaciones, evidencias terribles, que presentan a nuestro siglo como el más desventurado, ante los que creen que no hay dolores cuando no hay quejidos. El pueblo que sufre se parece al niño que se ha lastimado y no llora hasta que ve a su madre. Desde que la sociedad tiene entrañas de madre, sus hijos se quejan; porque el silencio de antes no era ausencia de dolor, sino convencimiento de que nadie lo compadecía. Y luego, los pueblos modernos sienten más sus desventuras porque tienen más sensibilidad; tienen más sensibilidad porque tienen más vida, comprenden mejor su derecho y reclaman más enérgicamente su justicia. De todo lo cual resalta que, con la misma suma de padecimientos, exhalan más ayes y formulan más quejas.

Conviene tener presentes estas consideraciones para entrar en el asunto con la posible calma. Harto tiende a alterarla el espectáculo de los dolores y de las injusticias, de los irritantes contrastes que ofrece nuestra época, sin añadir al mal positivo los imaginarios de «que nunca se vio semejante»; que, dadas las condiciones del mundo moderno, no tiene remedio posible; que es consecuencia fatal de la imprenta, el vapor, la electricidad, y que no hay medio entre el pauperismo y la barbarie. Del estudio del pauperismo resulta el convencimiento (para nosotros al menos) de que no está en la naturaleza de las cosas, que no es una ley ineludible de los pueblos modernos, sino un estado transitorio, como esas enfermedades de la juventud cuando el desarrollo sobrado rápido de una parte del organismo produce graves trastornos en el resto.

El mal que no está en la naturaleza de las cosas es obra de los hombres y puede ser evitado por ellos; la miseria generalizada en pueblos ricos nos parece de este número. Y no entendemos por esto que sea fácil de evitar, no. Tiene elementos variados y poderosos, raíces profundas, modos rápidos, casi invisibles, de propagarse; y arraiga de tal manera, que extirparla, si no es sobrehumana empresa, es labor que exige toda la inteligencia y recta voluntad del hombre, aplicada por espacio de mucho tiempo, tal vez por espacio de siglos.

¡De siglos! Esto parecerá inadmisible; el nuestro no puede esperar: se impacienta, se irrita, se desespera, y quiere hallar pronto un sistema, una organización que, distribuyendo la riqueza de un modo equitativo, suprima la miseria. Así se ha pedido y así se ha ofrecido, de buena fe muchas veces, sin éxito siempre; y Dios sabe el daño que han hecho estas impaciencias de enfermo abrumado y estas ofertas de curandero jactancioso.

La miseria generalizada en un país rico es un efecto de muchas causas, un problema muy complejo; reducirlo a términos sencillos sería cómodo y agradable, tanto para el que escribe, como para el que lee; con menos trabajo y menos arte, la obra aparece más bella, y con mayor facilidad se abarca el conjunto y se retiene en la memoria. Pero desconfiemos de las facilidades tratando asuntos difíciles, como de la aparente pureza del agua que no corre, y resignémonos a tristes y prolijos análisis.

Los miserables tienen circunstancias que los distinguen, y otras que les son comunes. Las diferencias bien determinadas y perceptibles se refieren principalmente al origen de la miseria, porque, cuando se prolonga por mucho tiempo o imprime carácter, tiende a identificar a los que oprime. En vez de hacer nuestras observaciones sobre grandes masas oprimidas o amenazadoras, estudiemos a los individuos que las componen; con este método los conoceremos mejor y los apreciaremos más, porque en el individuo está la persona, donde es difícil que no haya algo que interese; mientras que la masa tiene algo de informe que inclina al desprecio a todo el que no la mire con amor.

Acercándose a la cama del hospital, se sabe la historia del que la ocupa;

Entrando en la prisión, se investigan las circunstancias de los delincuentes allí encerrados;

En la casa de beneficencia se averigua por qué están allí aquellos hombres, aquellas mujeres y aquellos niños;

Observando al mendigo, se conoce si por necesidad o por gusto vive de la caridad pública;

Estudiando cómo viven esos pobres que no se sabe de qué viven; visitándolos en su vivienda inhabitable; acompañándolos en la penuria, en la enfermedad, en la muerte, se descorren muchos velos que cubren muchas injusticias, muchos dolores, muchas indignidades, muchas virtudes; y se ve lo que hace la miseria de la criatura inocente y desvalida desde que la recibe al nacer en sus harapos, hasta que la pone en la alternativa del envilecimiento o el heroísmo, y la empuja a la casa de prostitución, al presidio, o se la entrega al verdugo. La marcha por estos caminos es triste y lenta; pero hay que evitar ilusiones que conducen a precipicios o, cuando menos, retardan el fin de la jornada. Los problemas sociales no son como los matemáticos, que los resuelve uno para todos, sin que haya medio de negar la solución.

Las verdades que llegan directamente a la inteligencia, se imponen; no hay manera de que un hombre, que no es imbécil o está loco, deje de ver que dos y dos son cuatro, que el todo es mayor que la parte, etc.; pero no todas las ciencias hallan caminos tan expeditos para sus exactas afirmaciones, ni al aplicarlas se ven tan libres de obstáculos. La pasión, el error, el interés, hacen con frecuencia el ánimo impenetrable a las verdades de la ciencia social, y dificultan, cuando no imposibilitan, su aplicación. Para que la verdad sea justicia tiene que vencer la resistencia, no sólo de los obcecados, sino de los injustos, de los viciosos, de todos los que de tantos modos faltan a su deber e impiden que funcione con regularidad el organismo social. No se introduce a los hombres en un sistema como los cuerpos simples en una retorta, para que formen un compuesto en virtud de leyes conocidas e ineludibles, sino que las voluntades rectas o torcidas, las inteligencias ilustradas o incultas, y hasta las generosidades imprudentes y los dolores acerbos, introducen fuerzas perturbadoras que hacen variar la resultante anunciada.

Esto es sencillo, parece evidente y ocioso recordarlo, pero de hecho se olvida con frecuencia. ¿Cómo, si no, se propondrían sistemas y organizaciones para cambiar inmediatamente el estado social, a la manera de una decoración de teatro, y suprimir la miseria sin extirpar las causas que la producen? ¿Cómo, en vez de la evolución graduada o inevitablemente lenta del perfeccionamiento de los hombres y de las instituciones, se apelaría a la magia de ciertas palabras que, una vez pronunciadas sobre la sociedad, tuviesen el poder de transformarla?¿Cómo se consideraría a los elementos de ventura cual materias inflamables que sólo esperan el fulminante de una idea para producir el bien por explosión? Todo esto indica la tendencia a manipular la sociedad sin hacerse cargo de aquellos de sus elementos que son refractarios a la manipulación.

Cierto que la persona de corazón sufre proponiendo remedios lentos para males agudos; cierto que, además del amor a la humanidad, el amor propio padece enfrenando sus ambiciones, resignándose a una humilde tarea y a vivir sin grandes éxitos; cierto que hay mucha diferencia entre el modesto recopilador de lo que todo el mundo sabe, el intérprete del buen sentido, y el apóstol inmortal de un nuevo sistema que tiene discípulos, admiradores y fanáticos. Pero verdad también que deben parecer sospechosas al recto juicio promesas tan extraordinarias; que al corazón sano le basta inspirar aprecio, afecto: no ha menester admiración y asombro; y que las famas de relámpago distan de la verdadera luz tanto como de la verdadera gloria.

Sin duda que las maldades y los dolores, las pasiones y los fanatismos, han sido, son y serán siempre un elemento perturbador de todo bien; pero su poder se limitaría mucho si no estuviese favorecido por la ignorancia: ella es la primera y más poderosa rémora del progreso. Aunque algunas ramas de la ciencia social hayan adelantado mucho, en su conjunto está- muy atrasada, y, lo que es peor, muy poco generalizadas sus verdades, que saben un corto número de personas, cuando, como las de la higiene, deberían ser conocidas de todos.

Muchos y poderosos elementos sociales no están estudiados, y por lo común se marcha sin otro guía que un empirismo tanto más perjudicial cuanto que presume de docto. Si se conocieran bien los elementos sociales, ¿serían posibles esas utopías que se han dado como sistemas, esos sueños que tienen la pretensión de ser remedios? Tantos desvaríos de hombres eminentes ¿qué revelan, sino la ignorancia de la realidad y una atmósfera en que los errores, como las imágenes en los espejos paralelos, se reproducen indefinidamente? Hágase una comparación de lo que Gobiernos e individuos, ya asociados, ya cada uno de por sí, emplean en tiempo y en dinero para estudiar la Naturaleza y cultivar la ciencia y el arte, y los esfuerzos y las sumas que dedican al estudio metódico, continuado, verdaderamente científico, del organismo social, de su higiene, su patología y su terapéutica; de lo que constituye el cuerpo sano, definiendo bien la salud, y de las causas morbosas.

Creyendo en las armonías de la verdad y en la unidad de las ciencias, no hemos de negar la utilidad de ninguna, ni el respeto que merecen todas; pero nos parece que muchas veces se aprecian más por su brillo que por su importancia, y que se estudia con más empeño y con más medios la Astronomía que la miseria. Repetimos que la investigación de cualquiera verdad nos parece útil; pero pueden serlo más unas verdades que otras, en absoluto o según los tiempos y lugares; y hoy no creemos que tengan tanta utilidad las expediciones al polo, como las que se hiciesen a los barrios de los miserables para estudiarlos bien; y que descubrir el origen del Nilo es de menos interés que saber, por ejemplo, cuándo y cómo se usa o se abusa de la fuerza muscular de un hombre, y si hay armonía entre su bienestar, el provecho de quien la emplea y la prosperidad común.

En todo caso, cúmplenos declarar, sinceramente y a tiempo, que no poseemos ninguna panacea para la curación de las enfermedades sociales; que no vamos a decir cosas extraordinarias y nunca oídas; que no somos reveladores, ni profetas, ni menos tenemos el poder de pronunciar sobre el caos social un fiat lux que establezca instantáneamente el orden y la justicia. El que algo de esto espere no continúe leyendo, y desdeñe la obra de quien, después de haber pensado y llorado muchos años sobre los dolores del pobre, no halla medio de suprimirlos por ningún procedimiento único y sencillo.

Debemos hacer también otra declaración. En nuestro concepto, no sólo no hay remedios radicales y prontos para los grandes dolores sociales, sino que consideramos inevitable cierta cantidad de dolor en la colectividad como en el individuo, y contraproducente y peligroso pretender sustraerse a la ley del sufrimiento, como a cualquiera otra de las que están en nuestra naturaleza. Hay para el individuo una dosis de dolor, no sólo inevitable por las vicisitudes de la suerte, los afectos de su alma y hasta el organismo de su cuerpo, sino necesaria a la perfección de su espíritu. No hay que insistir sobre esto: cualquiera sabe que las grandes virtudes suponen el sufrimiento de las grandes luchas; que los grandes caracteres se forman en las grandes pruebas, y cualquiera imagina cuán poco recomendable sería la persona que no hubiese padecido nunca, ni por los propios males, ni por los ajenos. Si los componentes humanos no pueden suprimir el dolor, el compuesto, la humanidad, no lo aniquilará tampoco: disminuirlo, suavizarlo, quitarle las acritudes punzantes, los virus corrosivos; convertir sus amarguras en tónicos, y sus luchas en gimnasia que fortalezca el espíritu, esto puede y debe hacerse: nada menos, nada más.

Y no es indiferente el concepto que se forme de la existencia individual o colectiva respecto de los sufrimientos inevitables. Porque la sociedad, como el individuo, debe comprender y aceptar con firmeza sus condiciones de existencia, aprestarse virilmente a la lucha y no malgastar en la pretensión ilusoria de suprimir el dolor las fuerzas que necesita para disminuirlo.

Limitada así la esfera de las aspiraciones, porque razonablemente no parece posible extenderla, resulta:

1.º Que la extinción del pauperismo tiene que ser una cosa lenta, como el progreso que exige.

2.º Que si en ninguna esfera de la vida del hombre puede extirparse en absoluto el dolor, la económica no ha de sustraerse a la ley. En mayor o menor grado habrá siempre penuria; pero que tenga carácter individual, no colectivo; que constituya una excepción cada vez más rara: este es el problema planteado por nuestro siglo y que toda persona de corazón, de conciencia y de entendimiento puede contribuir a resolver.

Aun reducido a las dimensiones propuestas, es vasto el campo que se ofrece a la observación del que estudia la sociedad; y no sólo es muy extenso, sino, como los de batalla, doloroso de recorrer, porque en él hay sufrimientos, desmayos de la debilidad y abusos de la fuerza. Y el cuadro, además de inmenso y dolorido, aparece confuso, porque hay un encadenamiento tan complicado de causas y efectos; tantas fuerzas elementales que es preciso calcular bien, si no han de cometerse errores groseros respecto a la resultante; tantas influencias, unas ostensibles, otras ocultas; tantas inmovilidades que no se explican, y tantos movimientos cuya ley se comprende con dificultad, que la primera impresión es de aturdimiento y desconfianza de si será posible observar con exactitud y ordenar las observaciones con claridad. Pero donde el método parece más difícil suele ser más necesario, y nos esforzaremos por establecerlo estudiando pacientemente, una a una, las principales causas de la miseria, y a continuación los medios que, a nuestro parecer, deben emplearse para extirparlas, o, si tanto no es posible, para debilitar su poder. Procuraremos no incurrir en el error de esperar curaciones combatiendo síntomas; ni en otro, muy común, que ofrece un específico a males que necesitan variedad de remedios, como son varios los elementos que los producen. En las ciencias sociales puede asegurarse que las soluciones fáciles, sencillas, únicas, son ineficaces, deficientes o contraproducentes: por muy aparatosas que se ostenten, revelan datos incompletos o razonamientos imaginarios, en que no se ha tenido en cuenta más que una parte de la verdad; y, en fin, que no se ha visto bastante o que se han visto visiones.

Como en este libro hablaremos con frecuencia, no sólo de miserables, sino de pobres y de ricos, para la debida claridad diremos lo que entendemos por ricos, pobres y miserables. Conforme a la definición que hemos dado de la miseria:

MISERABLE es el que no tiene lo necesario fisiológico;

POBRE, el que tiene estrictamente lo necesario fisiológico;

RICO, el que tiene más de lo necesario fisiológico.

CLARO está que en la riqueza habrá infinitos grados; pero siquiera tenemos estos puntos fijos, que importa determinar bien, no sólo para la mejor inteligencia de lo que se diga, sino para la mayor justicia de lo que se haga.

Miserables, pobres y ricos aparecen en tropel al entendimiento, como en ciertas reuniones tumultuosas en que un caso extraordinario agrupa en la plaza pública los que en la sociedad están muy separados. Pero es necesario evitar esta confusión; y cuando se trate de un miserable, de un pobre o de un rico, tener muy presentes sus diferentes circunstancias, sin lo cual no podrán fijarse equitativamente sus respectivos deberes ni sus derechos. Discurriendo acerca de las colectividades se suman los errores cometidos en el estudio de los individuos, si acaso no se multiplican: es un escollo en que se han estrellado muchos, y contra el cual nos estrellaremos nosotros tal vez, aun sabiendo que existe y procurando evitarlo.

En cuanto a la forma de este trabajo, como ante todo deseamos la exactitud y la claridad en la especie de análisis de la miseria que nos proponemos hacer, cada uno de sus principales elementos tendrá un capítulo, en cuya primera parte se consignará el mal, procurando en la segunda indicar su remedio.






ArribaAbajoCapítulo I

Clasificación de los miserables respecto a las causas de su miseria


El pauperismo se compone de miles, de millones de personas que carecen de lo necesario fisiológico; es decir, de miserables.

Los miserables lo son:

1.º Porque no pueden trabajar:

-Falta de salud.

-Falta de aptitud.

2.º Porque no quieren trabajar.

3.º Porque malgastan la retribución suficiente del trabajo.

4.º Porque la retribución del trabajo es insuficiente.

Hay, pues, una relación necesaria entre el pauperismo y las condiciones del trabajo, la aptitud para él y el modo de invertir su remuneración; es decir, que el problema es económico-moral-intelectual.

Nos apresuramos a decir, y procuraremos probar en este libro, lo que viene a ser su resumen, a saber:

Que la situación económica de los miserables es consecuencia de su estado moral e intelectual; que aun cuando en el círculo de acciones y reacciones sociales el efecto llega a convertirse en causa, la primordial y más poderosa de la penuria que mortifica el cuerpo, es la del espíritu; que hay un necesario psicológico, como fisiológico, y que la raíz primera y más profunda de la miseria física es la espiritual.

A las cinco categorías de miserables que dejamos enumeradas, corresponden responsabilidades y moralidades muy diferentes. Son: el holgazán que se propone vivir con la hacienda ajena, y el laborioso que en vano procura acrecentar la propia; el que se labra su ruina y el que es víctima de inevitable desventura; el que merece pena y el que merecería una estatua, si el mármol se cincelara para los que, después de una lucha heroica en que faltó la vida antes que la virtud, descansan por la primera vez en la fosa común.

Entre los miserables hay nociones confusas o erróneas del deber, atonías letárgicas, embrutecimientos, iras, dolores y goces tan tristes de contemplar como el sufrimiento; hay conciencias rectas y caracteres firmes en diversos grados, que tardan en transigir con ninguna indignidad; y, por último, otros que no transigen nunca, y cuya penuria económica forma terrible y sublime contraste con su riqueza moral.

Los que padecen miseria, según la causa de ella y el modo de soportarla, varían mucho; pero hay circunstancias que les son comunes a cualquiera clase a que pertenezcan. Tales son:

1.ª Las consecuencias físicas de la falta de lo necesario fisiológico;

2.ª Tendencia a aumentar la desgracia a medida que se prolonga;

3.ª Presión social; es decir, aquel modo de pesar las cargas, la parte onerosa de la sociedad; los inconvenientes de los defectos, de las ligerezas, de los vicios, de las faltas, las severidades de la justicia, los anatemas del descrédito, todo, en fin, lo que abruma al caído: a esto llamamos presión social, a la que dedicaremos un capítulo, que merece por su importancia.

Cualquiera que sea el origen de la miseria, ya fuere resultado de un proceder injusto o insensato, de inevitable desgracia, o de acción heroica, tendrá de común estas tres circunstancias que le agravan, círculo de hierro que la oprime, ley terrible que pesa sobre ella.

Estas tres circunstancias obran sobre miles, sobre millones de criaturas; no son fatales en el sentido de su necesidad absoluta y de estar en la naturaleza de las cosas, pero mientras no desaparezcan obran fatalmente; la miseria ataca la salud y mina la vida, se aumenta prolongándose, y la presión social, mientras exista (y hoy existe), abruma.

Pero, aunque procuremos conocer el pauperismo observando a los que aflige y cómo llegan a estado tan mísero y su modo de ser en él, todavía no nos habremos formado idea exacta de este deplorable fenómeno social; porque la existencia del miserable está entrelazada con la del rico, influida por él, material, moral e intelectualmente, y no puede conocerse la una desconociendo la otra. Así, por ejemplo:

En la falta de trabajo influye muchas veces el que sus productos satisfacen los caprichos del lujo, las veleidades de la moda, la fiebre de los negocios, la tiranía de la concurrencia, las brutalidades de la guerra.

En la falta de aptitud influye mucho la carencia de salud, que se perdió por falta de medios para conservarla.

En la holgazanería y el despilfarro influyen muchas veces la falta de educación y los malos ejemplos.

En la insuficiente retribución del trabajo influyen siempre la poca aptitud del trabajador por falta de instrucción, las leyes injustas y la mala organización económica y administrativa, de que resulta la falta de trabajo, su escasa retribución y la carestía de los objetos que se han de adquirir con ella.

Se ve, pues, que el estudio de la miseria es inseparable del de la riqueza; que no se puede apreciar la condición del miserable sin saber cómo está organizada la sociedad en que vivo; que sobre los que la organizan y dirigen recaen principalmente los méritos y las responsabilidades del bien y del mal que en ella se hace, y, en fin, que el estudio del pauperismo abarca el de la sociedad entera. Vasto campo que, por más que se procuro, no puede reducirse a muy estrechos límites: nos place como al que más condensar, pero mutilar, no.




ArribaAbajoCapítulo II

De los que son miserables porque no pueden trabajar por falta de salud


Si se consultan las estadísticas médicas, los que no trabajan por falta de salud no son tantos que puedan contribuir eficazmente al pauperismo; pero si se visitan las casas de los enfermos pobres, de los convalecientes y de los valetudinarios, se modificará la opinión formada sólo en vista de números que, sin la debida explicación, constituyen siempre datos incompletos.

Esto es verdad en cualquier asunto, y mucho más tratándose de pobres que en forma de cifras encasilladas aparecen de baja o de alta en los cuadros de socorros domiciliarios, hospitales y enfermerías.

Entremos en la casa del enfermo pobre, único sostén de su familia, y veremos a ésta sumida en la miseria si la enfermedad se prolonga. Primero se vende o se empeña todo lo empeñable y vendible, y se recurre a los amigos y protectores; después no hay qué empeñar ni qué vender, y la caridad, que no es la de San Pablo, se cansa, o, aunque lo sea, las personas caritativas no tienen medios de continuar remediando aquella necesidad de todos los días que se prolonga. Entonces, los niños, que iban a la escuela, dejan de ir porque no tienen ropa, están descalzos, o porque su madre necesita de su auxilio, aunque débil, para allegar algún recurso: entonces el casero apura, y de la casa habitable hay que ir a una en que no se puede vivir sin peligro para la salud y para la virtud, y donde a los malos olores corresponde la pestilencia moral de las malas palabras y de los malos ejemplos; entonces empieza a ser imposible la limpieza y muy difícil la dignidad, que se pierde alargando la mano a la limosna, si acaso no va más allá poniéndose sobre la hacienda ajena.

Una enfermedad larga del trabajador es causa frecuente de ruina y desmoralización de una familia, porque la mujer, viéndose abrumada por un peso superior a sus fuerzas, se desalienta o se exaspera; tras el orden material se altera el moral, y los hijos adquieren hábitos que los predisponen a engrosar la falange de los vagabundos y miserables.

Cuando la madre enferma, las consecuencias no aparecen siempre tan graves; pero si la enfermedad se prolonga, si hay que cuidar niños pequeños, lactar alguno, la ruina de la familia, atenida a un reducido jornal, es también inevitable.

Mas para formar idea exacta del daño que viene de la enfermedad del trabajador o de su mujer, no basta hacerse cargo de las consecuencias que en muchos casos tiene para la familia, sino considerar que, cuando ésta se desmoraliza, cada uno de sus individuos, ya forme otra, ya sostenga relaciones ilícitas con personas del otro sexo, es un foco de inmoralidad o ignorancia, y, por consiguiente, de miseria; ésta se perpetúa con el mal ejemplo y las malas condiciones; y como los proletarios justifican por su fecundidad ahora, como entre los romanos, la propiedad con que fueron así llamados, gran número de miserables son la desdichada descendencia de algunos pobres que no pudieron trabajar porque estaban enfermos.

Causas de la enfermedad del pobre.- El pobre, como el rico, puede enfermar y enferma por causas naturales imposibles de evitar, y por excesos que podía y debía haber evitado. Además de este factor común para todas las clases, la pérdida de la salud del miserable o del pobre, como la del rico, tiene causas especiales propias de su situación, y que, respecto del pobre, procuraremos analizar; tales son:

Ignorancia completa de las reglas de higiene; Malas condiciones de su habitación;

Falta del necesario abrigo;

Falta del necesario alimento;

Exceso de trabajo;

Insalubridad y peligros del trabajo.

La ignorancia de las reglas de higiene, tan general en los ricos, se gradúa entre los pobres de modo que, no sólo desatienden las precauciones más sencillas para preservar la salud, sino que en su daño son a veces parte activa, haciendo lo que indudablemente la perjudica.

Sabido es también que de las casas pobres se excluye por lo común toda idea de salubridad, siendo inhabitables muchas bajo el punto de vista higiénico. Si hubiera higiene pública, no podrían alquilarse para habitarlos edificios donde no se puede vivir sin daño; pero la miseria no tiene ediles, ni las reglas de salubridad ni de moral se aplican a esas moradas donde se apiñan gentes de condiciones y moralidades tan diferentes, confundiéndose edades y sexos, sin más respeto a la inocencia que atención a la higiene, resultando enfermedades y perversiones que pueden llamarse fatales; tan poderosas son las causas que las producen.

Que los miserables anclan mal vestidos y mal calzados, cosa es que nadie ignora; pero lo que no todos consideran es el daño que para la salud resulta del calzado y del vestido que no preservan del frío ni del agua, y de secarla con el calor del cuerpo por falta de ropa con que mudarse, y con poca y mala la interior exponerse sudando a corrientes de aire.

La alimentación insuficiente es un hecho, por desgracia, mucho más generalizada de lo que comúnmente se cree. En los campos, sus consecuencias se neutralizan muchas veces con la salubridad del aire y condiciones de vida del campesino; pero los que no se dedican a trabajos agrícolas están en su mayor parte, por falta de suficiente alimento, realmente anémicos y predispuestos a contraer enfermedades y prolongar las que sin esta circunstancia serían de corta duración.

Hay trabajos que son excesivos por el demasiado esfuerzo que requieren, o por su mucha continuación; otros resultan desproporcionados con la resistencia, porque las pérdidas que del esfuerzo resultan no se reparan con una alimentación suficiente. El trabajador en todos estos casos no vive de la renta; va gastando el capital de la vida, como decía un fisiólogo célebre, y por trabajar en malas condiciones se inutiliza para el trabajo. Hablando de los miserables, dicen algunos: «Esa gente se hacen viejos pronto»; y, en efecto, en muchos casos la vejez se anticipa, porque hay un gasto excesivo de fuerza que no se repone.

El trabajo insalubre o peligroso incapacita a muchos obreros para trabajar. Los inválidos a consecuencia de accidente suelen llamar más la atención de quien la fija en estas cosas; pero no son, ni con mucho, tantos como los que pierden la salud a consecuencia de las malas condiciones en que trabajan, sin que nadie, ni aun con frecuencia ellos mismos, señalen al mal su verdadera causa.

Que todas estas circunstancias separadas o reunidas (que a veces se reúnen) perjudican la salud o la arruinan y anticipan la muerte, no tiene duda. Pero ¿cuál es la extensión del mal? Se ignora. Sabemos los años que vive el caballo de un tranvía, pero no los que tarda en enfermar del pecho y morir el obrero que en el fondo de una mina respira continuamente los cristales microscópicos del carbón de piedra. Es imposible tratar este asunto con datos estadísticos exactos y suficientes, no decimos en España, donde no los hay de nada, mas ni aun en otros países que tienen estadística; pero todo el que ha observado trabajos manuales en general, y cierta clase de trabajadores en particular, y sabe cómo viven, se visten y se alimentan, adquiere el convencimiento de que muchos enferman, no por causas naturales, sino por la mísera situación en que se encuentran.

Ignorancia de las reglas de higiene.- Según dejamos indicado, la ignorancia en esta materia es común a ricos, pobres y miserables; pero sobre que en éstos es mayor, hace más daño porque las condiciones en que trabajan y viven exigen mayores cuidados para conservar la salud. Así, por ejemplo, una casa espaciosa no necesita tanto cuidado para ventilarse, ni ha menester tantas precauciones contra un enfriamiento el que vive en una temperatura casi constante, como el que por grandes esfuerzos se sofoca, o pasa de atizar a bordo una máquina de vapor, o de la boca de un horno de vidrio, a corrientes de aire frío.

El remedio de la ignorancia ya se sabe que está en la instrucción. Verdad es que el pobre y el miserable no evitarán, aun sabiéndolos, ciertos peligros para su salud, pero si los conociesen podrían sustraerse a muchos o atenuarlos. En las escuelas, tanto de niños como de adultos, deberían aprenderse por medio de cartillas y lecciones las reglas de higiene general; la especial para las diferentes artes y oficios se enseñaría tan sólo a los que a ellos se dedican. Por de pronto se tropieza con la ignorancia de los maestros y la falta de libros, dificultad que puede vencerse enseñando higiene a los profesores y ofreciendo premios a los autores de las mejores cartillas higiénicas. También podrían darse conferencias en las reuniones de obreros, y para esto no se necesitaba más preparación que la buena voluntad de algunas personas que quisieran instruirles.

Existe un obstáculo muy poderoso, bien lo sabemos, para que se generalicen entre los obreros los conocimientos de higiene, y es la poca importancia que en general se le da, hasta el punto de que los médicos ni la aconsejan, ni la tienen, ni la saben, porque esta asignatura suele estudiarse aún peor que las otras, lo cual no es poco decir.

De todos modos, fácil o difícil (no imposible), el remedio de los males que resultan para el obrero de ignorar las reglas higiénicas está en enseñárselas.

Malas condiciones de la habitación.- Si la higiene pública fuera más que una palabra (y cuando se afirma como hecho una mentira), se darían reglas para la construcción, no permitiéndose que las personas se almacenen en peores condiciones que las mercancías que pueden averiarse. Las ordenanzas urbanas, aun donde las hay y se cumplen, son más bien una vanidad y una hipocresía que unas reglas racionales de construcción y policía que protejan la salud. Algunas condiciones para la fachada de los edificios y la limpieza de las calles principales es todo lo que se hace para la salubridad de las poblaciones.

El propietario puede, y con frecuencia quiere, dar a su casa una altura que es un ataque permanente a la salud de los que tienen que subir, débiles o cansados, y acaso muchas veces a la propia vivienda, o a la de otros y para su servicio. En esas casas de tan excesiva altura puede dejar y deja patios que más parecen salidas de humos que medio de que entre el aire y la luz, que no entra en efecto, no ya en cantidad suficiente para la salud, pero ni aun en la necesaria para los servicios domésticos, siendo preciso hacerlos auxiliándose con luz artificial. No se exige que haya proporción entre el espacio que se cierra y los medios de alumbrarle y ventilarle, y más bien se dificultan éstos imponiendo contribución por los huecos. Para la distribución interior ninguna regla en armonía con las de higiene, ni para que no se habiten casas que es poco decir que son húmedas, porque muchas están mojadas, ni para que no se ocupen las nuevas hasta que se hayan secado. Todo queda a merced de la ignorancia y de la codicia.

Algunos pocos saben y compadecen la desgracia de tener que albergarse en tales condiciones; pero hasta que parece un peligro no se ocupan de ella las autoridades, y el público ni aun entonces. En caso de epidemia o de temor de ella, tal vez alguna comisión reconoce cierto número de habitaciones, y o no las declara inhabitables por no malquistarse con los propietarios, o si dice la verdad viene a ser como si la callara, porque los movimientos que inspira el miedo cesan con él, y porque no puede desalojarse a los miserables sin darlos mejor albergue, y no está preparado.

Para remediar este mal, que es muy grave, o siquiera atenuarle, la primera medida debe ser procurar que se conozca toda su gravedad, abriendo una información sobre el estado de las viviendas de los miserables y de su acumulación en ellas. Para informar sobre este asunto no se formarán comisiones nombradas por las autoridades, ni cuyos vocales lo sean por razón de cargo, sino que serán elegidos por los interesados, es decir, por los inquilinos que paguen de alquiler menos de una cantidad que se fije. Por este medio tal vez llegue a saberse, si no todo el mal, lo bastante para que no se prescinda de él tan en absoluto como hoy se prescinde.

Ya sabemos que las leyes solas no lo pueden todo, ni aun mucho; no obstante, algo se haría con que la ley dictase reglas higiénicas para la construcción y para la habitabilidad, relevando de la obligación legal de pagar alquiler al inquilino de una casa que, bajo el punto de vista de la higiene, no estuviera en condiciones legales. Si los comestibles averiados se tiran sin indemnizar al vendedor, y antes penándole, ¿por qué ha de ser obligatorio el pago de habitaciones que sólo por ignorancia no se califican de tan perjudiciales como los alimentos malsanos?

Las reglas higiénicas de construcción no serían uniformes, sino que, para aplicarse a países y climas diferentes, se adaptarían a las condiciones de cada uno, de modo que la protección de la salud no fuera motivo o pretexto de vejamen y dificultades.

Se dirá tal vez: -Las habitaciones más sanas serían más caras; y cuando el miserable no puede pagar apenas la que hoy ocupa, ¿cómo satisfaría el alquiler de una mejor?

Aun cuando ciertas ventajas higiénicas podrían obtenerse en muchos casos con poco aumento do coste en las construcciones, y a veces sin ninguno, no cabe duda que, dejando al constructor en las mismas condiciones que hoy tiene, no haría todas las mejoras necesarias en las viviendas sin aumentar más o menos su coste. El problema, pues, consiste en variar las condiciones, tanto técnicas como económicas, y las que llamaremos sociales.1

La modificación de las condiciones técnicas debe consistir en que el constructor tenga y aplique más ciencia, más arte y más cuidado y más buen sentido, considerando como parte esencial del problema las reglas de higiene de que hoy prescinde, y que a veces pueden atenderse con muy poco aumento de gasto y aun sin ninguno. Proscribirá todo lo superfluo, todo absolutamente; conocerá los materiales más a propósito, según las localidades, y no empleará más de los necesarios, poniéndolos en obra con arte y según los últimos adelantos, en vez de los medios rutinarios, absurdos y caros que suelen emplearse. Con esto, con estudiar bien las condiciones del suelo y del clima, y la manera de hacer la distribución de las viviendas, para que con el mínimum de gasto resulte la mayor salubridad, podrían obtenerse desde luego grandes ventajas higiénicas a muy poca costa.

Para realizar este progreso es necesario que los arquitectos y maestros de obras sepan más y practiquen mejor lo que saben; que no desdeñen aplicar su inteligencia al objeto más digno de ella, que es contribuir a mejorar física y moralmente al hombre, en el cual influyen de un modo eficaz las condiciones de la casa en que vive. La misión del arquitecto es muy elevada, y para hacerlo comprender así, y dar merecidos y necesarios estímulos de honor y de provecho, deberían abrirse certámenes y ofrecerse premios a los autores de buenos proyectos de casas higiénicas y baratas, en vez de premiar a los que proyectan edificios caros con pretensiones de monumentales, y que serán, en efecto, algún día monumento de mal gusto, de mala administración, si son públicos, y de despilfarro si privados.

Reformándose el sistema tributario como indicaremos más adelante, y es indispensable si la miseria no ha de irse extendiendo como una lepra por el territorio español, los materiales de construcción no deben quedar sujetos a los tributos que hoy pagan, como no se empleen para embellecimiento, lujo y suntuosidad de los edificios que, como materia imponible, deben sujetarse a leyes más equitativas que las que hoy rigen, y que darían por resultado aligerar el peso de la contribución respecto de las casas cuyo alquiler es módico y equitativo, con el fin de abaratarle conforme a justicia y no a aritmética, como hoy se hace. Los propietarios de casas ocupadas por pobres o por miserables que sacan a su capital el 12, el 15 o el 20 por 100, deberían ser recargados en proporción de su exorbitante ganancia, de manera que no viniera a serlo porque pagasen de contribución todo lo que excediese de un interés razonable.

Mas para hacer higiénica la casa del miserable sin aumentar su precio, no basta que la contribución pese menos sobre ella, ni se edifique mejor y con materiales más baratos; se necesita la cooperación social, el concurso voluntario de muchas buenas voluntades y rectas conciencias que, sin el apoyo del Estado o con su auxilio, contribuyan de varios modos a que no sean habitados los cuartos inhabitables y a que éstos no tengan un precio excesivo.

Personas influyentes, y sobre todo asociaciones, podrían proponerse por objeto:

Dar publicidad a las noticias que adquirieran respecto a los albergues de los miserables (muchos no viven en casas);

Por medio de la prensa, de conferencias, etc., ver de mover la mole de la indiferencia pública y de ilustrar la ignorancia;

Influir para que el legislador hiciera lo que puede y debe hacer;

Velar porque la ley se cumpliera.

El precio es una dificultad insuperable para que los que cuentan con pocos recursos puedan tener una habitación sana, y aun por las que no lo son suele exigirse un alquiler exorbitante.

Unas veces (y son las más, según la opinión de los que de estas cosas se ocupan) el capital empleado en casas muy malas produce un rédito usurario; otras no es excesivo, y no obstante, resulta serlo el alquiler que por ellas se paga. Consiste esto en que el dueño de la casa de vecindad echa la cuenta de los inquilinos morosos que le hacen perder mucho tiempo o retribuir a quien lo pierda, y de los que se van sin pagar, y como tiene que resarcirse de uno y otro, lo hace a costa de los buenos pagadores.

Esto, para cualquiera que estudie el asunto, aparece claro. ¿Es inevitable? Creemos que no, y en cierta medida podría evitarse si los buenos pagadores, asociados y protegidos por una asociación o combinando los dos medios, dieran garantías de pago de todas las habitaciones de una casa o grupo de casas, con lo cual el dueño de ellas no cobraría un sobreprecio por las eventualidades de insolvencia. Otra ventaja resultaría de otro orden superior: la de no confundir al jornalero honrado con el tramposo, con el vicioso, a veces con el criminal, siendo una gran mortificación para él y un peligro para sus hijos el trato y roce continuo con gente que les enseña malas palabras y les da malos ejemplos, sin que esta deplorable intimidad tenga otra razón que pagar u ofrecer el mismo alquiler próximamente. En las prisiones se deplora, y con razón, los males que resultan de confundir moralidades diferentes que pronto se ponen a nivel de las más bajas, y debería notarse mucho, pero mucho, que sucede algo muy parecido en las casas de vecindad, donde la miseria, haciendo las veces de ley penal injusta, impone la compañía de gente pervertidora. La asociación de inquilinos honrados que no pueden pagar sino un módico alquiler auxiliada por personas que los favoreciesen, prestaría el doble servicio de disminuir el precio de cierto número de casas y de purgarlas de gente de mal vivir. Cuando el jornalero honrado, por enfermedad o falta de trabajo, se viera imposibilitado de pagar el alquiler de su habitación, no se encontraba solo enfrente al dueño implacable o necesitado de cobrar su renta, sino que tenía a su lado a sus vecinos-consocios y a los que lo fuesen protectores; de modo que no se vería en apremiante apuro y terrible necesidad de vender o empeñar sus ropas y pobre ajuar, y, si la penuria se prolongaba, de meterse en uno de esos tugurios que hacen más triste la inacción y agravan la enfermedad. La asociación de inquilinos honrados con cierto número de protectores nos parece que daría por resultado seguro que, los que a ella pertenecieran, podrían lograr habitación más higiénica sin aumento de precio.

Si la cuestión esencialísima de casas para obreros no se mirase con la indiferencia de que hoy es objeto (en España, no en otros países); si aumentara el corto número de personas acaudaladas que construyen casas baratas, podrían realizar un gran bien, no haciendo del negocio un monstruo insaciable que pretende devorar la riqueza del rico y la miseria del miserable, sino llevando a los negocios la conciencia que debe ir a todas partes, armonizando la razonable ganancia con la humanidad, y comprendiendo y haciendo comprender lo útil y honrado del servicio mediante equitativa retribución, tan lejos del sacrificio propio como el ajeno.

Además de la especulación honrada, la desinteresada caridad ha levantado en otros países habitaciones y barrios para obreros: mediante un alquiler relativamente módico, tiene el pobre una casa higiénica, que, al cabo de algunos años, viene a ser suya. En España hay un ejemplo, por desgracia no seguido, de esta excelente obra. En Madrid, La Constructora Benéfica ha levantado en la calle de la Caridad varios grupos de casas, en parte propiedad ya de sus inquilinos, que de jornaleros han pasado a ser propietarios: el alquiler, en el cual va envuelto el precio de la finca, no es mayor, ni tan grande, como el que por una análoga pagarían a un especulador que sólo a la ganancia atendiese. Esta benéfica asociación, poco conocida, prueba contra lo que muchos creen, que en España, cuando hay voluntad de hacer cosas buenas, pueden hacerse y se hacen; y prueba también que hay pocas buenas voluntades, porque ni en la localidad donde radica ha tomado el incremento que a la capital correspondía, ni ha sido imitada en el resto de la nación. Y a pesar de la ignorancia o de la indiferencia con que entre nosotros se considera este medio, es uno de los más poderosos para mejorar la casa del obrero, no sólo directamente por lo que le proporciona, sino porque llama sobre el asunto la atención de muchas personas que no se dejan impresionar con teorías, como ellos dicen: aquel edificio higiénico y barato que insensiblemente va adquiriendo el inquilino, tiene la autoridad de un hecho, y además, cuando estas edificaciones levantadas a impulsos de la caridad tuvieran alguna importancia, influyendo en propietarios o inquilinos, en la opinión y en la ley, vendrían a hacer imposibles las covachas y zaquizamíes inmundos donde tantas míseras familias se albergan. Si las construcciones, impulsadas por la caridad y el honrado lucro, tuvieran alguna extensión, su influencia sería mayor de lo que a primera vista parece, porque la dura ley que impone al obrero el propietario se apoya en que la demanda es mayor que la oferta, en que hay más pobres y miserables que casas para ellos. Si éstas aumentasen; si, por ejemplo, en un pueblo en que hay dos mil habitaciones malsanas y caras, se hicieran doscientas higiénicas y a precios equitativos, el resultado instantáneo sería quedar desocupadas otras tantas de las peores, se verían papeles, se podría escoger, y esto, además de las influencias indirectas y de la gravitación moral que existe aun donde menos se percibe, daría por resultado mejorar y abaratar las casas de los obreros. Que éstos vayan amortizando el capital de la casa con el precio del alquiler, que se hagan propietarios, es el ideal, porque no hay mejor caja de ahorros que una casita para la vejez, que entonces no sería carga tan pesada al pobre anciano y su familia; pero que lo mejor no sea enemigo de lo bueno, y cuando no se pueda, que será muchas veces o las más, convertir los inquilinos pobres o miserables en propietarios, procúrese que estén racionalmente alojados: obra excelente hará el particular o la asociación que, sin renunciar a una remuneradora ganancia, la limita a lo justo y proporciona a los obreros habitaciones higiénicas de que hoy carecen.

Si se lograse vencer la indiferencia e ilustrar la ignorancia de los que pueden contribuir a esta buena obra, que de un modo o de otro son casi todos, como acontece a las que a todos interesan; si el Estado para dar auxilios y facilidades comprendiera que con casas racionales para los obreros necesitaría menos camas en el hospital y menor amplitud en las cárceles y presidios; si el meticuloso y egoísta supiera que de esas habitaciones inmundas, donde se aglomeran tantos elementos de enfermedad y de vicio, salen los miasmas que alteran su salud y los malhechores que atacan su hacienda y su vida, la ley, la autoridad y el público saldrían de su indiferencia, y no se necesitaba más para que en un plazo no muy largo quedasen vacías las casas inhabitables higiénicamente consideradas.

Falta del necesario abrigo.- El miserable no se abriga por falta de recursos, y si no se logra proporcionarle más, será en vano hablarle de la conveniencia del abrigo. Esto es cierto, pero no tan absoluto que en muchas ocasiones no pudiera abrigarse mejor con el mismo gasto si él y los demás atendieran, como es razón, a cosa que tanto importa.

Cuando se critica y combate el lujo, es siempre el de los ricos; pero debe notarse que también le tienen los pobres, y hasta los miserables: combatirle es la primera cosa que hay que hacer, allí donde, si no es tan ostentoso, es más absurdo y dañino, porque el miserable y el pobre le sacrifican muchas veces, lo quitan al necesario abrigo. La ignorancia (sobre todo en las mujeres) de cuánto importa, y de los medios más económicos de proporcionarle, influye mucho para que no se obtengan los resultados, si no apetecibles, al menos posibles, dados los medios de que se dispone. Así, pues, combatiendo la vanidad y la ignorancia podría, en algunas ocasiones al menos, sin mayor gasto mejor abrigo.

Hemos dicho si atendiese a cosa que tanto importa él y los demás, porque en esto, como en todo, el que está en el fondo de la sociedad y bajo su presión, necesita para levantarse en cualquier sentido, y aunque sea muy poco, ajeno auxilio, que le es debido en conciencia, porque están en mejor situación y pueden darle. Sabiendo cuánto frío tienen los miserables, viendo cómo se mojan su único traje, muchas veces nos hemos preguntado: ¿No sería posible, por medio de certámenes y recompensas, dirigir actividades inteligentes y bien intencionadas, y deseos de honrado lucro y hasta satisfacciones de amor propio, hacia el fin de hallar las soluciones más aceptables para el difícil problema de calzar al pobre y preservarle de que la lluvia empape sus ropas sin gastar mucho dinero? Y nos hemos respondido que sí. Hecho el llamamiento, más o menos, no hay duda que se respondería a él como se responde a todos los de esta clase, y algún resultado se obtendría insistiendo en premiar y honrar al que alcanzara cualquier ventaja, ya en perfección, ya en baratura. Debe notarse que una disminución de precio al parecer insignificante, permite con frecuencia adquirir a gran número de personas objetos de que carecerían si costasen un poco más. Por sencillo que esto sea, no lo saben o lo olvidan los que, para desgracia del país, le mandan, abrumándole con medidas que producen la carestía y, por consiguiente, la miseria. Aunque trataremos de las contribuciones y derechos llamados protectores en capítulos aparte, preciso es consignar en éste que uno de los medios de que el miserable tenga mejor abrigo es abaratarle, a lo cual se contribuiría eficazmente suprimiendo los recargos que paga en las aduanas, donde los empleados públicos y la fuerza pública se emplean en aumentar el precio de muchos preservativos contra la intemperie, de modo que no estén al alcance del miserable ni aun del pobre, como sucedería si se vendiesen a sus precios naturales.

Falta del necesario alimento.- De la alimentación puede decirse como del abrigo: para que el miserable se alimente mejor es necesario que cuente con más recursos; que el jornal aumente o baje el precio de los mantenimientos: más adelante indicaremos los medios que podrían contribuir eficazmente a entrambas cosas, y por no incurrir en tantas repeticiones nos limitaremos a decir aquí que, aun dadas las desfavorables circunstancias económicas en que hoy vive el obrero, podría alimentarse menos mal si las mujeres supieran condimentar mejor la comida y elegir aquellos comestibles que, a igualdad de precio, son más nutritivos. Claro está que esto había de hacerlo comprender quien lo supiera y saberlo quien tuviera obligación de enseñarlo. Las niñas deberían aprender en las escuelas, lo cual era muy fácil, qué clase de alimentos son mejores, y la manera de condimentarlos para que sean más sanos y agradables. Pero su preparación exige reformas más radicales si ha de conseguirse por el mismo dinero más y mejor comida. Ésta es poca y mala, no sólo por falta de medios, sino por estas otras circunstancias:

La ignorancia de la mujer, de que dejamos hecha mención;

La ausencia de la mujer durante todo o la mayor parte del día, que no le permite atender

Los cuidados de la casa;

Los medios imperfectos y, por consiguiente, caros de preparar los alimentos.

Esta parte de la economía doméstica exige, como hemos dicho, una reforma radical.

A pesar de todos los idilios sociales compuestos por los que no saben lo que pasa, y cantados por los que les importa poco lo que sucede fuera del círculo en que viven; a pesar de aquello de que la mujer no es por ley de naturaleza más que esposa y madre, y su trono, y su santuario, y su mundo está en el hogar doméstico, con todas las demás cosas que a este propósito dicen los que blasonan de prácticos y prescinden de la realidad, el hecho es que las mujeres, además de esposas y madres, son trabajadoras; que necesitan salir de casa para trabajar, para ayudarse (porque el trabajo del hombre no basta), y que durante su ausencia no pueden atender a la conveniente preparación de los alimentos.

Sucede en esto lo que con muchas otras cosas: los elementos sociales no andan a compás; unos avanzan mucho, otros poco, algunos permanecen largo tiempo estacionarios, y de aquí falta de armonía y grave daño. La situación de la mujer en la sociedad ha variado, está variando, variará más cada día, dígase lo que se diga y hágase lo que se haga, y a estos cambios deben corresponder otros en la economía doméstica y en todo. Limitándonos por el momento a considerarla como cocinera, de razón es que se aplique la división de trabajo a la preparación de la comida, como se ha aplicado a la del vestido, del calzado, del pan, etc., etc. Si por regla general, que cada vez va teniendo menos excepciones, en casa no se hila, ni se teje, ni se hace el calzado, ni el pan, ¿por qué se ha de cocer el puchero? ¿por qué no se ha de comprar el potaje y la carne condimentados, como se compra el pan cocido? Aun cuando las mujeres no tuvieran que estar ausentes de su casa muchas horas, debiera hacerse así para economizar tiempo y dinero, reduciendo los gastos de local, de personal y de combustible, y adquiriendo todos los artículos más baratos, como siempre que se compra en grande. ¿No es evidente la ventaja de condimentar cuatro mil raciones en una misma cocina, por medios perfeccionados y empleando muy poca gente, en vez de prepararlas en mil cocinas, al cuidado de mil personas y con procedimientos imperfectos? Las cocinas económicas bien montadas y generalizadas, podrían contribuir eficazmente a que el obrero se alimentara mejor sin mayor gasto, dejando a la mujer más tiempo para ayudarle y atender al cuidado de la familia.

Exceso de trabajo.- El exceso de trabajo es relativo a la manera de alimentarse el trabajador, o absoluto, porque agota en poco tiempo sus fuerzas por bien que se alimente.

Tomando la sociedad en su conjunto, se observa que, al mismo tiempo que una parte de los que la componen quiere trabajar y no halla dónde, otra trabaja demasiado. En ocasiones son diferentes individuos los que no tienen trabajo o trabajan con exceso; pero otras uno mismo sufre alternativamente por huelga forzosa o tarea excesiva. ¿No valdría más que la ejecutara descansadamente distribuyéndola en todos los días del año? No está en poder del obrero, y hoy puede decirse que de nadie, ordenarlo así. Es preciso que R, cantidad de trabajo, que cuesta D, cantidad de dinero, ha de concluirse en T, días, menos si es posible, pero ni una hora más. Es preciso aprovechar la ocasión en que hay pedidos, anticiparse para obtener ventajas, suplir con la actividad la perfección, o emplearlas entrambas, etc., etc. Ya se sabe que la carrera de la industria es hoy de campanario; dos puntos fijos, el de partida y el de llegada, y para alcanzar éste, que es la venta, ir en línea recta sin reparar en lo que se encuentra al paso. La necesidad impone al industrial condiciones duras que transmite a los obreros, sin suavizarlas, unas veces porque no quiere, otras porque no puede.

Podrá causar extrañeza, o ser asunto de censura y aun de burla, que, tratando de graves males, en vez de proponer remedios inmediatos, proponemos muchas veces estudios; pero es lo cierto que para hacer bien las cosas difíciles hay que saber hacerlas, lo cual no se logra sin aprender cómo se hacen.

Para limitar en lo posible el trabajo excesivo, hay que clasificar los trabajos, porque, según su índole, pueden prolongarse más o menos sin perjuicio de la salud: esto es más difícil que hacer distinciones según la edad y el sexo de los trabajadores; pero es esencial, y tanto, que sin la debida clasificación no se puede determinar nada justo, ni aun práctico.

Otro estudio podría traer datos importantes al problema, y aun resolverle. ¿Es cierto, como algunos piensan fundándose en razones y en hechos, que al cabo de algún tiempo hacen más los que trabajan ocho horas diarias que los que trabajan doce? Los primeros días, las primeras semanas, acaso el primer año y en alguna industria aislada no; pero tomándolas en conjunto y de un modo permanente, parece probado que las fuerzas se agotan, y nadie puede emplearlas que no tiene, máxime cuando la alimentación no es propia para reponer las que se gastan con exceso. Desde luego puede asegurarse que la cantidad de trabajo no guarda proporción exacta con el tiempo empleado; de esto se convence cualquiera que observe un poco. Nosotros nos inclinamos hacia la opinión de que al cabo de algún tiempo darán tanto resultado días de ocho horas de trabajo como de doce; pero no tenemos datos bastantes para autorizar una afirmación en que podría influir el deseo; y como creemos que nadie los tiene, proponemos que se estudie el asunto, porque ninguno merece estudio más detenido.

A tantas cosas como se ensayan, a tantas como se prueban, con inmensos sacrificios de tiempo y de dinero, bien podrían agregarse algunas otras que importaba conocer bien, cuyo estudio no exigiría grandes desembolsos y que a veces podría hacerse con muy pequeño gasto.

¿No merecerían estudiarse las mejores condiciones del empleo del tiempo para la fuerza productora del hombre, tanto como las que hace más eficaz la destructora del torpedo? Prescindiendo de toda consideración de justicia y de humanidad, importa mucho saber si es más ventajoso para la industria el trabajo fisiológico que el patológico, y los estudios que sobre esto se hicieran podrían dar resultados decisivos. Toda armonía que se descubre entre elementos que parecían discordes, toda conveniencia mutua que se demuestra entre intereses que se tenían por encontrados, es un paso en la marcha del progreso, del que no se retrocede: es un bien permanente y eterno como la verdad. El sacrificio es sublime, la coacción en muchos casos necesaria; pero la armonía que resulta del conocimiento de las ventajas mutuas es el elemento más general de paz y bienestar en la esfera económica. Y la señalamos nominalmente, porque es aquella en que hay más egoísmo, y que debe confiarse más al convencimiento de lo que conviene que a la abnegación. Cierto que el hombre debe llevar a todas sus relaciones su conciencia, y no prescinde de ella nunca el que es honrado; pero no hay duda que, como productor o consumidor, está menos dispuesto a la generosidad y aun a la justicia que en otros conceptos, y que en éste importa sobre todo hacerle comprender las armonías de lo útil y lo justo. Además, el hombre, como productor y consumidor de cosas materiales, caso que esté dispuesto a sacrificar su interés, verá muchas veces que el sacrificio individual es inútil. ¿Un fabricante sube el jornal o disminuye él solo las horas de trabajo? No tarda mucho en arruinarse y cerrar la fábrica con daño de los mismos que pretendía favorecer. ¿Un comerciante abona mayor precio que el corriente? Su quiebra es segura. ¿Un comprador paga más caro un producto de lo que corre en el mercado? No logrará por eso elevar su valor en venta; podrá favorecer a una persona, no mejorar las condiciones de una industria; podrá dar una limosna, no establecer una regla. Cuando se dice que las cosas tienen su precio natural, a veces no se habla con exactitud, porque se consideran naturales elementos artificiales; pero es seguro que siempre tienen su precio lógico, es decir, consecuencia de los elementos que concurren a él. La lógica ya se sabe que es en todo una cosa muy fuerte; no se puede vencer ni con violencias ni con sacrificios, y en la esfera económica menos que en ninguna otra. Un error es muchas veces un elemento poderoso, y los resultados, por ser absurdos, no son menos positivos o inevitables mientras no se desvanece. Por eso hemos recomendado, recomendamos y recomendaremos, siempre que se presente la ocasión, el estudio de los fenómenos sociales para que toda reforma se apoye en la razón, único modo de que no pase de un cambio de utilidad dudosa y duración pasajera; por eso sería necesario estudiar el trabajo fisiológico y el patológico; el excesivo y el moderado, o investigar si el más sano es también el más útil.

Además de la clasificación que pudiéramos llamar higiénica de los trabajos, según que pueden prolongarse más o monos sin perjuicio de la salud, hay que hacer la económica y distinguir:

1.º Las industrias que, dejando poca ganancia, no permiten disminuir las horas de trabajo sin reducir el jornal;

2.º Las industrias que dejan mucha o suficiente ganancia para aumentar el número de operarios sin rebajar el jornal;

3.º Las industrias en que se emplea mucho trabajo en adornos que no lucen, o que con frecuencia afean el objeto a que se aplican por el mal gusto con que están dispuestos.

En el primer caso debería estudiarse si una reducción de trabajo, aunque exigiese la correspondiente de jornal, sería preferible para el obrero, a quien un exceso de trabajo agobia; pero, en general, no hay que esperar mucho en la práctica inmediata del resultado de estos estudios, porque la disminución de una parte del salario es un mal más tangible o inmediato para el trabajador que el paulatino aniquilamiento de sus fuerzas.

Remedio más eficaz e inmediato (si quisiera emplearse) sería usar procedimientos racionales y aparatos perfeccionados, como se emplean en otros países, y con los cuales se hace más y mejor con menos esfuerzo material del hombre, cuya fatiga se disminuye sin que sea preciso reducir su retribución, y aun con la posibilidad de aumentarla.

Los procedimientos empleados en España para trabajar son, por lo común, tan primitivos, la inteligencia auxilia y suple tan poco a la fuerza, que ésta se prodiga, y con ella la salud la vida de hombres, mujeres y niños; hay cuadros verdaderamente desgarradores, de hombres abrumados, de mujeres que se aniquilan, por treinta cuartos o una peseta, en trabajos brutales, y que podrían hacer más y mejor sin excesivo esfuerzo, con sólo tener los medios auxiliares usados en todo el mundo que merece el nombre de civilizado. Y estos cuadros no son excepciones que lamenta rara vez el observador amante de la justicia y de la humanidad, sino que se ofrecen de continuo, y por todas partes, al que no pasa indiferente al lado de los que trabajan más de lo que pueden, porque otros no hacen para aliviarlos lo que podían y debían hacer.

Para aliviar al trabajador que prodiga su fuerza porque no le dan medios racionales de auxiliarla, es preciso:

Generalizar el conocimiento de estos medios;

Estimular su empleo;

Imponerle cuando sea posible.

Deben escribirse manuales y cartillas con las necesarias láminas, a fin de dar a conocer los mejores procedimientos para auxiliar la fuerza y economizarla en todo género de trabajo, y en especial de los más duros. Estas cartillas y manuales se venderán muy baratos, y aun se distribuirán gratis a centros de reunión, como asociaciones de obreros, y a personas en aptitud de popularizar sus conocimientos, como los maestros. Deben formarse museos, tantos como fuere posible, donde haya aparatos, herramientas o modelos de los más precisos y generalizados medios de auxiliar la fuerza. Además de las explicaciones escritas y de la publicidad indicada, debería aumentarla la prensa periódica insertando breves y claras explicaciones, y dándolas en conferencias las personas que saben de estas cosas o pueden fácilmente aprenderlas. Porque no se necesitan grandes y extensos conocimientos; cada cual puede comunicar los que tenga, que, por limitados que fueron, siempre serán útiles a tantos como carecen de ellos en un país donde, por rara excepción, se emplea la fuerza del hombre de la manera más descansada para él y más ventajosa para la sociedad.

Y ¿quién va a hacer estas cosas? ¿El Gobierno? ¿Las corporaciones? ¿Los particulares? Todos, como en toda grande obra social. La parte que cada cual tome variará según los países; pero no hay ninguno donde la ley lo pueda todo o no pueda nada. En España, desgraciadamente, todos los poderes son débiles, porque no hay que tomar como fuerzas las convulsiones de la arbitrariedad; pero, en fin, hay que operar con los medios que tenemos, pocos o muchos, en la inteligencia de que, empleándolos se aumentan.

El Ministerio de Fomento, que premia caballos cuya velocidad en la carrera no influye poco ni mucho para mejorar la raza de los nuestros; que compra libros para favorecer a los autores; que da comisiones para que los favorecidos viajen a costa del país o se paseen por él; que paga tanto personal para la poca labor que hace; que emprende obras públicas con miras particulares; que subvenciona y auxilia, con poco criterio a veces, que malgasta y despilfarra de tantos modos; el Ministerio de Fomento, ¿no había de hallar fondos para formar en Madrid y en las capitales de provincia museos que reunieran los instrumentos o aparatos más perfeccionados y de uso más general para utilizar mejor la fuerza del hombre? ¿No podría ofrecer premios a los autores de manuales y cartillas que se propusieran el mismo objeto, y a las personas que las primeras emplearan medios perfeccionados para auxiliar los trabajos duros? ¿No podría de mil modos, directos o indirectos, llamar la atención sobre un problema de que nadie se ocupa, y con esto sólo contribuir poderosamente a resolverle? Estas medidas y otras análogas no exigían grandes recursos pecuniarios; bastaba saber y querer, como querer y saber debían los que pueden.

Las Academias, las Sociedades de Amigos del País, y tantas corporaciones como en públicos certámenes ofrecen premios por tratar asuntos más o menos interesantes, por cantar hechos o narrarlos, ¿no podrían hacer algo por el pobre obrero, por la pobre mujer, por el pobre niño, cuyas fuerzas se agotan porque, en vez de trabajar de una manera racional, trabaja brutalmente? Mucho harían todas estas actividades si dirigiesen una parte de su esfuerzo en el sentido que indicamos.

A generalizar el conocimiento de medios de auxiliar el trabajo perfeccionado, a estimular su empleo, hemos añadido imponerle cuando sea posible. Lo es en muchos casos, directa o indirectamente. En las obras públicas debería consignarse como condición, en muchos casos, el empleo de ciertos medios que hacen el trabajo menos rudo, advirtiendo que esta imposición sería muy ventajosa para los mismos que obligaba, que podrían economizar dinero al mismo tiempo que el trabajador economizaba fuerzas.

Respecto a las industrias o empresas, dejan suficiente ganancia para aumentar el número de operarios, y, no obstante, abruman con un trabajo excesivo a los obreros que emplean; éstos, asociándose, podrían obligarlas a proceder más equitativo: de la asociación y de la huelga trataremos en capítulo aparte.

Desgraciadamente, apenas hay entre nosotros iniciativa individual, espíritu de asociación y de resistencia perseverante que no degenere en protesta tumultuaria; pero aun en países en que todo esto existe en mayor grado, la ley tuvo que intervenir, y con más motivo debería hacerlo en España.

Un hombre está abrumado de trabajo en una industria o empresa que deja grandes ganancias; esto es público, fácil de probar, y no obstante, el trabajador tiene que aceptar condiciones duras, inicuas, porque otros diez, otros ciento, otros mil, las aceptarán si él las rechaza. ¿No es en estos casos de toda necesidad y de toda justicia que la ley diga: no se trabajará más de diez o doce horas? ¿Tan poco les parece a los que no trabajan ni dos, ni una? ¿Cuándo comen esos hombres? ¿Cuándo descansan? ¿Cuándo tienen un rato de racional distracción? Y nadie responde a la pregunta, ni apenas hay quien la haga, porque, si muchos la hicieran, habría que responder necesariamente.

Como ejemplo de estos abusos de la fuerza económica, y no seguramente como modelo, citaremos uno que está muy a la vista aunque no se vea. Las empresas de los tranvías de Madrid, que realizan pingües ganancias, tienen su personal agobiado de trabajo. Subid en un coche a las ocho de la mañana, a las doce del día y de la noche, y veis al mismo hombre cobrando o guiando, y al encuartero, un pobre muchacho, esperando al sol canicular, o con agua y frío, sin una garita donde guarecerse, mal vestido y mal calzado, y trabajando más los días de fiesta y de función, para que se divierta ese público que tan ciego e indiferente pasa por delante de ésta como de otras víctimas. ¿No es de urgencia y de estricta justicia que el Estado, que hace una concesión la cual constituye el monopolio de una empresa; que sabe y puede justificar que esta empresa realiza grandes ganancias, ponga coto a su codicia inhumana, y proteja a esos hombres, a esos niños, de modo que tengan tiempo para el necesario descanso? Ellos no pueden defenderse; la necesidad y la concurrencia los rinde a discreción ante un enemigo que los aniquila si la ley no los ampara.

Otras veces el Estado no deja hacer, y deja pasar, según la regla que ha pretendido formular la libertad, y es tantas veces fórmula de anarquía y despotismo; el Estado, con su mala administración y sus abusos de poder, exige de las industrias y de las empresas lo que sobraría para aumentar el número de trabajadores y disminuir el excesivo trabajo. Así, por ejemplo (aun menos digno de ser modelo que el servicio de los tranvías), en los puertos hay un capitán, como si fueran compañías y fortalezas, con un sueldo a veces de ministro y más, y un segundo y un tercero, y cuartos y quintos, según la importancia de la localidad, todos bien retribuidos, y cuya ocupación consiste en molestar a los navegantes y vejarlos, a tanto la vejación y la molestia. Hay además un administrador de Aduanas con muchos empleados, y un jefe de carabineros con su correspondiente tropa, y prácticos, organizados del peor modo posible para el que los necesita o los paga sin necesitarlos, y sanidad, etc., etc. Todos estos hombres, que no trabajan y se ocupan en poner obstáculos al trabajo de los demás, viven con desahogo, algunos se enriquecen a costa del país en general y de la navegación en particular, que, a título de derechos y de torcidos, paga grandes sumas, con las que tenía de sobra para aumentar el número de tripulantes y disminuir las horas de un trabajo abrumador.2 ¡Qué contraste el del pobre marinero, que no tiene tiempo para el preciso descanso, que pierde la salud y abrevia la vida, y la turba de parásitos que a costa de él la pasan descansada, y aun regalada, usando y abusando del poder que les da la rutina, la ignorancia y la inmoralidad!

Así, pues, el Estado debe en muchos casos contribuir eficazmente a disminuir el trabajo excesivo, ya promulgando leyes, ya reformando una administración cuyos abusos hacen imposible toda prosperidad y toda justicia.

Indicaremos, por último, que hay muchas industrias y especulaciones en que se emplea trabajo inútil para la comodidad, para la belleza y para el lucro, y esto de muchos y diversos modos.

La pobre costurera, en una prenda de vestir, está haciendo pespuntes que no se han de ver.

El desdichado cajista de imprenta, que vela hasta la madrugada para que el público pueda saber muy temprano los escándalos y los crímenes de la noche, y si tal hombre político conferenció en ella con tal otro, y el color del vestido que llevó al baile la marquesa X, y si a la duquesa Z se le descompuso el coche y tuvo que apearse mientras iban por otro,3 con otras cosas igualmente amenas o interesantes.

El dependiente del comercio que está abierto hasta las diez de la noche, que después que cierra necesita poner en orden los objetos que no ha tenido tiempo de arreglar, y que al día siguiente tiene que madrugar. Estas y otras víctimas no lo son del egoísmo, sino de la ligereza, de la indiferencia, muchas veces del mal gusto.

Con frecuencia se afean los objetos recargándolos de adornos, y los pespuntes y cadenetas en prendas que no se ven o en forros, podrían suprimirse o disminuirse, etc., etc. La noticia de los escándalos, crímenes, intrigas y necedades que se hacen o se dicen, podría, sin perjuicio de nadie, circular algunas horas más tarde. Las compras podían hacerse hasta las primeras horas de la noche sin daño de nadie, y aun con provecho de todos, porque el dependiente del comercio tendría tiempo para descansar, el principal ahorraba luz, y el comprador no andaba por la calle a horas en que es más higiénico estar en casa o en la cama, sin contar con que de día se ve mejor lo que se compra.

En estos y análogos casos, a la ley le es dado hacer algo, pero la menor parte, correspondiendo la mayor al público; y como muestra de lo que puede hacer y ejemplo, citaremos aquella numerosa asociación de señoras inglesas que se comprometieron a no comprar nada en tienda que no se cerrara temprano. Con esta determinación llevada a cabo y que ningún sacrificio les imponía, hicieron un bien inmenso a gran número de muchachas a quienes faltaba tiempo para el preciso descanso, porque, después de cerrar la tienda y arreglarla, tenían que ir a su pobre casa, muy distante de la tienda de lujo donde despachaban.

Esto es una prueba de que muchas veces, con muy poco trabajo, casi sin trabajo alguno, se puede hacer mucho bien con sólo prestar atención a las cosas que están mal y salir de la indiferencia respecto a los que sufren y podían ser aliviados.

La ley debería intervenir para que no se trabajara durante las altas horas de la noche sino en los casos de necesidad. Bien sabemos que ciertos servicios, como los de vigilancia nocturna, tienen que hacerse de noche, y que el movimiento de transportes por las vías férreas y los marítimos no pueden interrumpirse, etc., etc.; pero si los trabajos de noche se limitasen a los indispensables, se reducirían mucho con beneficio inmenso de los trabajadores. Y decimos inmenso con propiedad, porque no sólo es fatigoso y malsano el trabajo nocturno, aunque estuviera en mejores condiciones que tienen los locales en que se ejecuta, sino que produce un trastorno en el género de vida que hace anormal, en perjuicio del buen orden y de las buenas costumbres.

El público, como consumidor, tiene muchos medios de influir en las condiciones de la producción. Así, por ejemplo, un gran número de suscriptores podían convenirse en preferir el periódico que no hiciera trasnochar a los operarios, como la tienda que se cerrase temprano.

El descanso del domingo, tan necesario para el que trabaja toda la semana, ordenado en vano en nombre de la religión, podría protegerse en nombre de la humanidad por la opinión y por, la ley. Cierto que hay trabajos que no pueden interrumpirse completamente, pero hay pocos que no se puedan disminuir, y ninguno debería organizarse sin que, a ser posible, el trabajador tuviera cada seis días uno de descanso, la mitad del domingo si no podía ser todo, o bien otro día de la semana. El público, más o menos directa y eficazmente, podía contribuir al descanso del domingo, como, por ejemplo, no comprando en las tiendas que no cerrasen los días festivos o no se cerraran temprano, eximiendo a los carteros de la obligación de llevarles la correspondencia los domingos, etc., etc. Según las circunstancias y las localidades, habría mil medios de procurar descanso, o al menos disminución de labor, a muchos miles de hombres y mujeres para quienes todos los días del año son igualmente de trabajo. Si se supiera bien lo que esto significa, no se miraría con tan glacial indiferencia.

El exceso de trabajo inútil para la comodidad y para la belleza, y aun a veces con perjuicio de la última, tiene más difícil remedio; pero algún lenitivo podría aplicársele desde luego por las personas que directamente se entienden con los trabajadores para ciertos productos que consumen, y cuyo trabajo podían aliviar, sin disminuir el salario, suprimiendo lo que no procura utilidad ni embellece. A este bien se contribuiría mucho generalizando las reglas del buen gusto, de verdadera belleza que hoy saben y enseñan tan pocos.

Así, por diferentes medios, podría disminuirse el exceso de trabajo, que depende en gran parte de abusos o imperfecciones de que trataremos en otros capítulos; porque, si todo tiene influencia en todo, es imposible llevar al análisis la simultaneidad de los efectos.

Insalubridad y peligros del trabajo.- Los peligros del trabajo son más conocidos que la insalubridad. El marinero que se ahoga, el obrero que se cae del andamio, el que sepulta un hundimiento o destroza una explosión, si no impresionan por desgracia, ni ocupan mucho, no pasan tan desapercibidos como los que se envenenan lentamente, perdiendo la salud y anticipando la vejez.

Los trabajos insalubres merecen una atención especial; y aunque, desgraciadamente, por de pronto su estudio no sería un remedio, sino un dato en muchos casos, en algunos podría mejorarse desde luego la situación del trabajador: de todos modos es necesario conocerla para aliviarla.

Hay muchos trabajos que son mortales porque se prolongan, y tal vez serían inofensivos si el trabajador dedicara a ellos menos tiempo. La ley que prohíbe la venta de venenos parece que estaba en el caso de no permitir esta especie de intoxicación; y el principio de justicia por el cual el hombre no puede contratar nada contra su dignidad, debiera extenderse a los que contratan contra su salud y su vida; pero el obrero las vende a veces bien baratas y el contrato es válido; el comprador, que en último resultado es la sociedad, llama derecho a su cruel proceder.

El estudio del tiempo que en los trabajos insalubres puede permanecer el hombre sin daño de su salud, y cómo se ataca ésta y la vida prolongándolos, constituiría una lección tan triste como necesaria para todos, tanto los sacrificados como los sacrificadores. Sería bueno que el minero, el fundidor de cobre, el que manipula albayalde, el que trabaja a grandes presiones bajo del agua, y tantos y tantos como pierden la vida cuando imaginan ganarla, supieran a punto fijo, y por medio de explicaciones claras, la cantidad y calidad del daño que reciben, y cómo es indefectible no variando las condiciones que aceptan. La estadística, cuadro fúnebre de salud perdida y muerte anticipada, les pondría de manifiesto el riesgo que corrían, y algunos, acaso muchos, no darían su vida o la venderían más cara.

La sociedad, cuando supiese lo que en su seno pasa; cuando fuera público y de todos conocido el número de víctimas que su descuido y su egoísmo inmola cada año, sentiría peso en la conciencia y conmovidas las entrañas, no osando hacer a la luz de la razón y de la justicia lo que, hoy realiza en las tinieblas de la indiferencia y de la ignorancia.

Clasificados los trabajos insalubres según los grados de insalubridad y causas que la producen, deberían enseñarle los medios de evitarla o atenuarla, y hacerlos obligatorios siempre que fuera posible. Uno de estos medios sería limitar el tiempo del trabajo malsano y en la proporción que lo es. Ya comprendemos que en muchos casos no podría guardarse esta proporción; pero siempre sería bueno saberla, para cuando las circunstancias permitieran utilizar este importante dato. Téngase en cuenta que si el obrero no dedicara más que dos, tres o cuatro horas al trabajo insalubre, no quería esto decir que el resto del día hubiera de estar holgando; con variar de ocupación podría conciliarse, muchas veces al menos, la higiene del trabajador y el interés del que le emplea. Hay tanta ignorancia y descuido como egoísmo y dureza en muchos males que se hacen, porque a su acción no se opone el más pequeño obstáculo, ni se hace luz respecto a su intensidad.

Si se generalizara el conocimiento de los trabajos que perjudican a la salud, de cómo perjudican, de los medios de evitar o atenuar el perjuicio; si la ley prestara a la justicia el apoyo que puede y debe prestar, sin pretender lo imposible ni detenerse ante lo dificultoso, si la opinión pública dejara de apoyar con la complicidad de su indiferencia lo que debía combatir; si los obreros y las personas que por ellos se interesan se asociaran para hacer triunfar la razón cuando la tuvieran, se podría intentar algo desde luego, y con el tiempo se podría hacer mucho.

Por más cuidado que se tenga, por más precauciones que se tomen, no es posible suprimir en absoluto el daño que resultará de los trabajos peligrosos, ya porque no se pueden evitar muchos males aunque se prevean, ya porque el familiarizarse con los peligros y la imprevisión y el descuido son cosas que están en la naturaleza humana. No se logrará que no haya ninguna desgracia en cierta clase de trabajos; pero podría reducirse mucho el número, y en algunos evitarlos completamente. ¿Por qué medios? Por los mismos que indicamos respecto a los trabajos insalubres:

Conocimiento del mal;

Medios de evitarle;

Responsabilidad de los que, debiendo, no ponen en práctica estos medios;

Auxilio de la opinión pública;

Cooperación activa de los trabajadores asociados y sostenidos por personas ilustradas y benéficas;

Cuando sea posible y justo, además de la responsabilidad criminal a que haya lugar, la civil; y ésta aunque no se exija aquélla, que suele en la práctica resultar bastante ilusoria.

Este último punto le trataremos con más extensión en el capítulo De los inválidos del trabajo y de los que mueren trabajando, indicando aquí solamente que a disminuir su número contribuiría el hacer efectivas responsabilidades que hoy nadie exige: nadie, ni la opinión, ni la ley, ni la conciencia.

Empleando todos los medios que quedan explicados o indicados, los trabajadores dejarían de trabajar a veces por falta de salud; pero ésta se alteraría por circunstancias generales y naturales, no por las especiales, sociales podríamos decir, en que el miserable vive.

Para los casos de enfermedad inevitable la asociación es el único remedio eficaz que respeta la dignidad del obrero; estrecha, en vez de aflojar, los lazos de familia; evita su ruina y que la miseria entre en casa del pobre con la enfermedad.

¿Y el hospital? ¡Oh! El hospital es un triste recurso, una desdichada necesidad: como las ambulancias en la guerra, prueba que hay lucha, hostilidad continua, y que los que caen se socorren a veces como se puede, a veces como se quiero, por lo común de cualquier modo. Hoy no se puede prescindir de esa aglomeración antihigiénica y antihumana; pero un día vendrá en que para pintar nuestra época, después de enaltecerla como merece por lo mucho que trabaja y por lo mucho que ama, añadirá la historia: «Pero era todavía tan imperfecta aquella sociedad, que necesitaba hospitales.»

Pero aunque el hospital, y el hospital español, no fuese una desdicha para el pobre enfermo, a veces tan grande como su dolencia, el desamparo y la ruina de las familias no se evita recogiendo a los dolientes.

Los socorros a domicilio son otro paliativo insuficiente, y que además exigen para distribuirse una inteligencia, una caridad y una moralidad que dudamos que en el grado suficiente existan en ninguna parte, y que de seguro no se hallan en España. Aquí, donde se ven tantas cosas vergonzosas y repugnantes, hay pocas que lo sean tanto como la manera muy frecuente de distribuir el dinero que se da para los pobres. Pero aunque la distribución fuera equitativa no evitaría lo insuficiente del socorro, que, cuando más, atiende a las necesidades del enfermo. Este socorro, que al cabo es una limosna, no deja de humillar al que la recibe aunque se dé con más miramientos que suelen tenerse al darla; lo cual es otro inconveniente grave, porque la dignidad es cosa esencial en el hombre, en todo hombre; y si bien se considera, necesita más aquel a quien la fortuna ha favorecido poco.

Para que la enfermedad a poco que se prolongue no sea causa de humillación y de ruina, el único recurso es la asociación bien organizada y con suficientes recursos, de modo que el enfermo reciba, no sólo la asistencia como tal, sino un diario con que atender a las necesidades de su familia. En otros países se han generalizado (aunque no tanto como debieran) estas asociaciones; en España es tan corto su número y tan poca su importancia, que más pueden considerarse como indicación de necesidad que como eficaz remedio. Como no tenemos espíritu de asociación, es necesario promoverle; y como nuestros obreros disponen de tan pocos recursos hay que auxiliarlos asociándose a ellos para contribuir y, en caso necesario, dirigir o aconsejar, sin aprovecharse de las ventajas materiales a que tienen derecho como socios. Sin algunos o muchos (según las circunstancias) de esta clase, los socorros mutuos para caso de enfermedad difícilmente podrán bastar para atender al enfermo y a su familia, porque, lo repetimos, nuestros obreros, en general, pueden hacer muy pocas economías. Pero este auxilio que se incorpora a ellos es obra en alto grado excelente, porque los estimula y llega al necesitado, socorriéndole sin humillarle.

Las asociaciones de socorros mutuos para casos de enfermedad no debieran limitarse a los hombres, porque la falta de salud de la mujer es a veces causa de tanta o mayor ruina que la dolencia del marido del padre. Así se reconoce y empieza a practicarse en los países donde la mujer va teniendo alguna más personalidad; entre nosotros no se comprende aún, por regla general, la importancia económica de la mujer, claramente formulada en la ley de gananciales pero cuya idea no ha penetrado bien en las costumbres y en la opinión.

Cuando asociaciones del género de la que nos ocupa, bien organizadas, ofrecen garantías de estabilidad y moralidad, podrían recibir auxilios de los municipios: los fondos que en ellas se invirtieran darían mejor resultado que los empleados en socorros a domicilio, y además disminuirían las estancias en el hospital y los gastos consiguientes, y los males y grandes peligros a veces que resultan de la aglomeración.

Hemos dicho lo que nos parece esencial para que la miseria no engendre enfermedad ni la enfermedad miseria.




ArribaAbajoCapítulo III

De los que son miserables porque no quieren trabajar


I.- Los que por no querer trabajar se ven sumidos en la miseria, tienen en su desdicha y en su culpa varios grados, y se extravían por diferentes caminos. Es el mendigo, el vago, el que se ignora cómo vive y el que se sabe que allega recursos por medios que condena la moral o penan las leyes.

La culpa del holgazán puede ser toda suya, o tener parte en ella los que le han dado mal ejemplo o le privaron de aquella dirección y estímulos necesarios para vencer la repugnancia que tenía a trabajar. Esta repugnancia es mayor o menor, pero existe casi siempre en la primer edad.

Pero ya el holgazán lo sea por falta de educación o porque no quiso recibirla, las diferencias de origen desaparecen cuando la ociosidad ha formado hábito y las variedades dependen de circunstancias exteriores y personales del pobre o del miserable que se niega a trabajar. Si la vida es fácil y la caridad irreflexiva, el perezoso irá viviendo de ella, burlando los reglamentos (si los hay) una veces, y otras teniendo que sufrir sus rigores. Si halla grandes dificultades para conseguir lo más necesario, y aunque falto de dignidad tiene conciencia y respeto a las leyes, se arrastrará con hambre y desnudez por la vía pública y las escaleras del hospital. Si desconociendo o pisando sus deberes rechaza a la vez las privaciones y el trabajo y quiere vivir cómodamente del ajeno, entonces, en hostilidad más o menos grave, pero abierta, con la moral y las leyes, vive de vicios, de faltas, de delitos o de crímenes; es encubridor, cómplice o autor de pequeños hurtos o de grandes robos; se detiene en la ratería o llega al asesinato. Cuando el impulso de la infracción legal no está en pasiones violentas, si se estudian cuidadosamente los antecedentes del reo, muchas veces se halla en el delincuente un hombre que no quiso trabajar.

Además de los holgazanes que viven de mendicidad, de vicio, de vagancia, cuyo número total asciende a centenares de miles en cualquiera país cuyo territorio no sea muy extenso, hay otros cuya miseria remedia en parte su familia, sacrificada por ellos. La infeliz madre, la desventurada mujer, los pobres hijos, trabajan más allá de sus fuerzas para que el holgazán viva en miseria descansada y viciosa, viéndole fumar y beber cuando los suyos y él mismo carecen de pan. Estos holgazanes no infringen reglamentos ni leyes escritas, aunque pisan los de la moral, y honrados legalmente y execrables, la estadística del vicio ni del crimen no los enumera, pero la sociedad sufre las consecuencias de su mal vivir y de su gran número.

Como decíamos más arriba, el trabajo necesario para el cuerpo y el espíritu del hombre no suele ser espontáneo en el niño, o, lo que es lo mismo, la educación tiene, por lo común, que contribuir más o menos en la primera edad a que se formen hábitos de trabajo.

Importa mucho no desconocer este hecho observando mal otros, equivocando con la inclinación al trabajo la actividad de los niños, y suponiendo que porque no pueden estarse quietos propenden a no estar ociosos. Lo natural en los niños es el juego, la actividad empleada a su capricho, sin más regla que su voluntad, ni más objeto que su gusto, no el trabajo, que es esfuerzo razonable y continuado para conseguir un fin útil. La actividad de los niños puede volverse hacia el trabajo, y se vuelve, pero hay que volverla.

Es tan raro que un niño trabajo espontáneamente, como que, bien dirigido, sea refractario al trabajo y no adquiera hábitos de laboriosidad, lo cual demuestra la importancia de la educación.

No es proporcionado a ella el interés que inspira y las precauciones que se toman para que no se descuide. Miles de niños entregados a la vagancia bajo todas sus formas, se habitúan a ella; sus padres no quieren o no pueden evitar el daño, o acaso, viviendo en la ociosidad, la enseñan con el ejemplo. Por regla general, los hombres holgazanes han sido niños y muchachos cuya educación se descuidó bajo el punto de vista que nos ocupa, y este descuido es la causa que más influye en que haya tantos que prefieren la miseria al trabajo. Semejante preferencia no se concibe a primera vista, pero reflexionando se comprende. La inacción debilita, enerva en mayor grado a medida que más se prolonga, de modo que cuando llega a ser un hábito exige una extraordinaria energía si ha de combatirse: el hombre que conserva su vigor considera como una especie de locura aquella apatía, sin reflexionar que la ociosidad prolongada aumenta el obstáculo, y en la misma proporción disminuye los medios de vencerle. Cierto género de instrucción descuidada en la infancia puede, hasta cierto punto, darse en la edad madura, resarciendo en parte el tiempo perdido; a los adultos iletrados con más o menos dificultad se les enseñan las primeras letras; a los holgazanes adultos no se les enseña a trabajar, porque no quieren aprender.

Agréguese que no hay medio entre contraer el hábito de trabajar y el de estar ocioso; que es preciso elegir entre educar para el trabajo o favorecer la ociosidad.

Pero una tarea excesiva y prematura, entro otros inconvenientes puede tener el de hacer odioso el trabajo, porque no es fácil hacer habitual lo que es abrumador. El trabajo del niño ha de graduarse, no sólo a sus fuerzas físicas, sino y más principalmente a las espirituales, dejando a la necesaria agilidad de su ánimo aquella variedad que necesita para desarrollarse: una labor puede ser excesiva y hasta mortal, siendo al parecer ligera por lo monótona. Estos desventurados niños para los cuales se suprime la infancia, y que encerrados en fábricas o en talleres pierden la robustez o la salud, es muy fácil que tomen horror al trabajo, que lo miren como su verdugo y que en resistirse a él empleen su fuerza de hombres, considerando la holganza como una especie de emancipación.

A los hombres que no son muy laboriosos también los retraen a veces de trabajar las malas condiciones del trabajo. Edificios mal ventilados, con calor sofocante en el verano o intenso frío en el invierno; aglomeración de gente; emanaciones malsanas, acaso mefíticas; humedad, lobreguez, falta de luz, respiración artificial, peligros para la salud y para la vida, todo esto hay en muchos trabajos que han de ser repulsivos al que no sienta gran inclinación a trabajar. ¿Y la retribución compensará estas desventajas, ayudando a vencer la pereza o la repugnancia, en casos muy justificada? Según. Los obreros, como los sacos de trigo o las pipas de aceite, sufren, puede decirse, la ley de la oferta y la demanda. ¿Hay muchos? Se les paga poco. ¿Hay pocos? Se les paga más, prescindiendo de si el trabajo es repulsivo o atractivo, higiénico o pernicioso para la salud.

Estas circunstancias favorecerán en muchos casos la holgazanería, no siendo extraño, sino muy natural, que los que tienen alguna inclinación a estar ociosos la fortifiquen al ver tareas tan ingratas.

La corta retribución del trabajo ha de retraer a muchos de trabajar. Hay obreros bien pagados; pero hay otros cuyo jornal no basta a cubrir sus necesidades, y que, aun trabajando, no pueden salir de la categoría de miserables. Las mujeres, con excepciones muy raras, están en este caso. El hecho es bien conocido, y no se necesita reflexionar mucho sobre él para persuadirse de su importancia. ¿Puede extrañarse que la persona que, trabajando cuanto puede y más allá de sus fuerzas, no gana lo suficiente para vivir deje de trabajar? Lo extraño es que haya centenares y miles y millones de criaturas que trabajen así, y que la ociosidad no se generalice más por esta causa.

La comparación de lo que se retribuyen algunos trabajos y se da por otros puede también inclinar a la ociosidad, que pretenda autorizarse con un sentimiento de justicia. El trabajador intelectual tiende a desdeñar al mecánico, y éste a creer que no trabajando con las manos no se hace nada. Con esto, propensión o creencia, ¿no habrá muchos obreros que se hastíen del trabajo, considerando las pingües ganancias y grandes sueldos de industriales, comerciantes, banqueros, empleados, etc., y lo poco que ganan ellos, que, a su parecer, son verdaderamente los únicos trabajadores? ¿No se desalentarán viendo cuán descansadamente se allegan medios de gozar de lo superfluo, y que con abrumadora fatiga ni aun pueden proveer a lo necesario? La desigualdad de las retribuciones, cuando pasa de ciertos límites, ha de ser aliada de la ociosidad; otra es el ejemplo: además del que pueda ver el niño o el mozo en su familia, fuera de ella y por todas partes ve gente ociosa y regalada que vive a costa de trabajadores mal retribuidos. ¡Qué extraño que muchos de éstos, no pudiendo salir de miserables aun trabajando, se entreguen al ocio y desciendan hasta los últimos grados de la miseria!

II.- La índole del mal indica la clase de remedio

En la infancia, educación encaminada a formar hábitos de trabajo, haciéndole atractivo para los niños, en vez de repulsivo que hoy es y muchas veces abrumador.

A la juventud y a la edad madura, no ofrecerle el mal ejemplo de tanto ocioso regalado y reluciente como se paga o se tolera, o introducir reformas en la administración y en el sistema tributario, de que nos ocupamos en otro lugar.

Mejorar cuanto sea posible los trabajos malsanos, y establecer en todos las reglas de higiene compatibles con su índole.

Combatir la excesiva desigualdad de retribuciones, para que la exasperación o el desaliento no empujen a la ociosidad.

En las huelgas forzosas procurar a toda costa alguna ocupación, para que la falta de trabajo no haga adquirir hábito de holganza.

Dar a la mujer los derechos de que injustamente se la priva, sujetándola, si está casada, a la tutela de su marido, y amparándola contra él, con la ley y la opinión, cuando, entregado a la holganza, vive a costa de su desventurada familia.

Dar los socorros con prudencia y conocimiento de las circunstancias del socorrido, como diremos en el capítulo de la mendicidad, para que el holgazán no reciba limosna y la necesidad le apremie, ya que el deber no lo obliga.




ArribaAbajoCapítulo IV

De los que son miserables porque la retribución de su trabajo es insuficiente


Carestía.- Hay miles, millones de trabajadores, entre los que pueden contarse la casi totalidad de las mujeres, a quienes el trabajo no redime de la miseria, o sólo momentáneamente, siendo su equilibrio económico tan inestable que a la menor oscilación se rompe.

El que califique de exagerada esta proposición observe cómo viven multitud de obreros, y se convencerá de que aun en las condiciones más favorables, cuando tienen salud y trabajo, están en la miseria, porque carecen de lo necesario fisiológico, es decir, de aquellos recursos para sostener la vida, cuya falta la abrevia.4

En efecto: la vivienda es malsana por lóbrega o por calurosa, por desabrigada o por húmeda, o por carecer de espacio suficiente para el número de personas que alberga. La alimentación es escasa y de no buena calidad, o en absoluto, o relativamente al género de trabajo. El vestido tampoco es suficiente para preservar de la intemperie, y el calzado deja aún más que desear, siendo muy frecuente que la humedad se seque con el calor del cuerpo porque hay poca ropa que mudar y poca lumbre con qué calentarse. En cuanto a medios de cultivar la inteligencia y perfeccionarse, falta hasta la idea de ellos.

Decíamos que para cerciorarse de todo esto bastaba observar cómo viven multitud de trabajadores, y casi todas las obreras; pero ni aun esto es necesario: con saber el precio de los artículos de primera necesidad, de los alquileres de las casas y el valor de los jornales, se comprende la penuria constante en que viven la mayor parte de los obreros y obreras.

El jornal no es alto o bajo en absoluto porque se dé por él una cantidad mayor o menor de dinero, sino relativamente al precio que tienen los artículos de primera necesidad y las habitaciones. Prescindiendo, pues, de las pesetas que gana un hombre y de los céntimos que gana una mujer, diremos que su jornal es insuficiente, siempre que con él no puede proporcionarse lo necesario.

Muchos trabajadores que trabajan se hallan en verdadera miseria, que los conduce a la miseria extrema al menor contratiempo. Se habla de la imprevisión del pobre, de su descuido, de su despilfarro, y que no tiene economía ni realiza ahorros. Más adelante examinaremos estos cargos, que con frecuencia no pasan de declamaciones, y por ahora basta hacer constar que los que no ganan para cubrir sus necesidades fisiológicas nada pueden economizar, y, por consiguiente, una enfermedad, algunos días sin trabajo, cualquier incidente desfavorable, hallándolos sin recursos, los sume en la mayor penuria. Esta es la única que suele calificarse de miseria por los que la miran de lejos, y aun por los que la sufren: tan acostumbrados están todos a considerarlas privaciones del trabajador como ley del trabajo, y a no hacer mención de ellas sino cuando llegan a un grado intolerable y atacan enérgica y directamente a la vida. Mientras la dilatada familia del trabajador no pide limosna ni recurre a la beneficencia oficial; mientras la mujer que trabaja con máquina puede hacerla pespuntear y tiene obra, aunque el insuficiente alimento y lo malsano de la habitación vayan socavando su existencia, no se la supone sumida en la miseria: ésta hace mayores estragos de lo que comúnmente se cree, porque las estadísticas dejan fuera del cuadro a muchos que en realidad están dentro de él.

Como la insuficiencia del jornal resulta de la corta cantidad de numerario con que se remunera, o del alto precio de los artículos de primera necesidad, las causas de la penuria del obrero son:

Los objetos de imprescindible consumo caros;

El trabajo barato.

Las causas de la carestía son tantas que nos haremos cargo sólo de las principales, ya por, no abusar de la paciencia del lector con interminables y áridos análisis si no son absolutamente precisos, ya porque de los detalles sobrado minuciosos puede resultar confusión más bien que claridad.

Examinaremos en este capítulo por qué los artículos de primera necesidad están caros, dejando para el siguiente el estudio de las causas que rebajan el precio del trabajo manual.

Causas más directas y poderosas de carestía

Los derechos protectores o fiscales.- Cuando son excesivos crean industrias preternaturales que venden muy caros sus productos, o éstos tienen precios exorbitantes por lo que pagan al importarse en un país que no puede producirlos o sólo en cantidad insuficiente. El contrabando, ese inmoral compensador, sabido es que corrige en cierta medida los desaciertos económicos de los Gobiernos, hasta el punto de que personas muy competentes en la materia afirman que sin él no podría vivir la industria en general: tanto es el trastorno producido por las prohibiciones, exigencias y vejámenes de todo género con que se infringen las leyes de la producción. Pero el contrabando, que moralmente considerado es un mal y debe por esta razón proscribirse en absoluto, aunque económicamente parezca un remedio, ni aun en apariencia puede serlo eficaz respecto a los artículos de primera necesidad, que, siendo de mucho volumen, ofrecen mayores dificultades para la introducción fraudulenta. Fardos de tabaco, de sedería, de paño, de artículos de lujo que varían según el estado de la industria, se introducen fácilmente, dejando una pingüe ganancia al que los sustrae a los derechos fiscales o protectores; pero el trigo, el maíz, las patatas, las carnes, el carbón, la madera de construcción, el hierro, etcétera, etc., son cosas que valen poco relativamente a su peso o volumen, y hay mayor dificultad y menos interés en sustraerlos a las exacciones de la aduana. Así, pues, los que apenas pueden procurarse lo necesario reciben el perjuicio de la inmoralidad del contrabando, cuyas ventajas económicas aprovechan casi exclusivamente a los consumidores de lo superfluo.

Es indecible el trastorno y grande el aumento de precio que resulta del desacuerdo y hostilidad entre las leyes económicas y las fiscales y protectoras, que favorecen la producción donde es más cara, o la recargan de modo que resulta a un precio subido. Cuando se trata de cosas que no son indispensables, el absurdo es perjudicial; pero extendido a las de primera necesidad para el alimento, el vestido y el calzado, es irritante, y en ciertos países y ocasiones verdaderamente homicida.

El mísero consumidor no sólo tiene que pagar el sobreprecio, consecuencia de derechos protectores o fiscales, sino que contribuir, y en gran proporción, a mantener la fuerza armada de mar y tierra necesaria para cobrarlas, y a los empleados de las aduanas en que se cobra. Hay un pueblo hambriento, llegan cereales del extranjero, y los miserables, no sólo pagan una cantidad exorbitante por la introducción, sino buques de guerra y una multitud de hombres armados, cuyo único oficio es asegurar la carestía. ¿De qué vale la fertilidad de los campos, la riqueza de los montes, la inagotable fecundidad de las minas, el genio y la perseverancia para perfeccionar la producción y facilitar el transporte? A veces todo esto vale muy poco; en ocasiones nada para el consumidor pobre, que ve sobreponerse una tarifa a los esfuerzos inteligentes de los hombres y a las leyes de a Naturaleza, y paga caros objetos que deberían tener un precio módico.

Imperfección de la industria.- Esta es una causa permanente, general y poderosa de carestía. Cuando se produce con poca inteligencia, empleando medios imperfectos, semibárbaros, bárbaros absolutamente en muchos casos, los productos tienen que resultar a precios muy subidos.

La tierra que arañan las mulas con un arado primitivo, cuya mies segada a mano se lleva en malos carros, por malos caminos, se trilla con caballerías y un mal trillo, se limpia con palas esperando el viento, y permanece a la intemperie semanas o meses; esta tierra, por fértil que se la suponga, ¿cómo ha de producir tan barato como aquellas que se cultivan bien, y donde para todas las operaciones se emplean máquinas y aparatos perfeccionados? ¿Cómo no ha de resultar cara la casa cuyos materiales se extraen, se transportan, se manipulan y se ponen en obra de la manera más primitiva y costosa?

Citamos la producción de cereales y la construcción de viviendas por ser cosas muy conocidas y fácil de convencerse de cómo se hacen estos trabajos y cómo deberían hacerse para obtener el trigo y las habitaciones a precios más reducidos.

Lo dicho de estas industrias, desgraciadamente puede aplicarse en mayor o menor grado a las demás, y el atraso de todas ha de aumentar el precio de sus productos.

Imperfección del sistema tributario.- Imperfección decimos, y deberíamos decir injusticia, porque, tratándose de cargas públicas y del modo de levantarlas, lo imperfecto viene a ser lo injusto.

Las contribuciones indirectas gravan de una manera desproporcionada los artículos de primera necesidad.

La tierra donde se produjeron, el ganado que la abona, la industria que la cultiva, las que transportan sus productos y los manipulan, el comercio que los vende, todos pagan contribución, que, naturalmente, produce un sobreprecio, al que hay que añadir el pesado tributo que se impone al consumidor, y que no está, como los demás tributos, en proporción de lo que se produce, se gana o se posee, sino de lo que se consume, cosas que pueden ser, no sólo diferentes, sino opuestas.

Las contribuciones indirectas son inadmisibles en justicia, por:

Caras para recaudarse;

Desmoralizadoras;

Desproporcionadas a los medios del que las paga.

Caras en su recaudación.- La contribución indirecta exige necesariamente un numeroso personal para recaudarse, y otro aún más numeroso para asegurar la cobranza, que, ya se haga en la aduana, ya en la puerta, lleva consigo reconocimientos minuciosos, multiplicadas operaciones y gran vigilancia, a fin de contrarrestar al defraudador, que ya emplea la astucia, ya recurre a la fuerza. Este mal podrá disminuirse algo, poco; siempre será compañero de una contribución esencialmente escudriñadora y tentadora, que pone en incesante pugna al que ha de pagarla con el que la cobra. A la contribución directa no es posible sustraerse, ni aun dejar de pagarla conforme a lo que dispone la ley, si hay buen orden en la administración: los datos tienen cierta fijeza, pueden comprobarse; los fraudes dejan huella permanente; el empleo de la violencia no es posible. Todo lo contrario sucede respecto de la contribución indirecta, exigida, no según la riqueza del contribuyente, sino de un objeto de su propiedad que no es imponible sino en tanto que es percibido; que puede sustraerse a la vista del recaudador; que una vez desaparecido no deja rastro de su ilegal desaparición, y que, siendo ésta a veces de gran interés, constituye el modo de vivir de hombres que por la astucia o por la fuerza sustraen a la contribución la materia imponible, y constituyen la falange de contrabandistas, que exige un ejército para combatirlos y que nunca logra vencerlos.

Estas condiciones inevitables de la contribución indirecta hacen su recaudación extraordinariamente cara, o imponen la necesidad de aumentarla en la proporción del 10, del 20 o del 30 por 100 en que se disminuye su producto líquido.

Otro gravamen que resulta de ella es el mucho tiempo que hace perder al contribuyente en registros, reconocimientos, o esperándolos, y el deterioro a veces de la mercancía, con perjuicios gravísimos, todo lo cual viene a traducirse en carestía.

El Gobierno, que por medio de las contribuciones indirectas aumenta el precio de las mercancías de una manera innecesaria, tiene que aumentar en la misma proporción el sueldo de sus empleados, los gastos que exige el material y personal de los ejércitos y de todas las dependencias del Estado; y con toda esta complicada máquina de carestía no logra más que disminuir el valor del dinero que recauda y aumentar el de los servicios que retribuye. Éste es, para decirlo brevemente, el resultado que, bajo el punto de vista del fisco, producen las contribuciones indirectas.

Desmoralizan.- Aunque las contribuciones indirectas se recaudasen con economía y se repartieran con equidad, debieran rechazarse por lo que desmoralizan, siendo una excitación continua, general y muy fuerte a que falten a su deber miles de hombres que no la resisten. Como todo lo que desmoraliza, empobrece; toda contribución desmoralizadora debe desecharse hasta por el que prescinda de la moralidad y no se ocupe más que de la riqueza.

Los fraudes a que dan lugar las contribuciones indirectas son tantos y tan diversos, que su sola enumeración ocuparía más tiempo y espacio del que podemos dedicarle, no siendo, por otra parte, necesario entrar en pormenores que cualquiera puede imaginar una vez que se penetre bien de la índole de las contribuciones indirectas, ya el fisco las exija en la aduana, a la entrada de las poblaciones, o recibiendo de éstas una cantidad convenida que ellas se proporcionan estableciendo derechos sobre ciertos artículos de consumo, o arrendando el monopolio de su venta. En todas estas combinaciones, y en todas las que puedan hacerse, entran como factores comunes:

Interés en el fraude;

Excitación continua a defraudar;

Impunidad probable;

Tolerancia de la opinión;

Absolución de la conciencia;

Complicidad de los funcionarios públicos.

El interés en el fraude es evidente, siendo grande a veces por lo subidos que son los derechos fiscales respecto de algunos artículos, o la diferencia de su precio natural y el que exigen los que han comprado el derecho exclusivo de venderlos. Un obrero que trabaja todo el día gana menos que empleando algunas horas en sustraer un artículo al pago de derechos; y si no tiene trabajo, no es raro que recurra a este modo de vivir, como puede verse por el mayor número de fraudes cuando hay falta de trabajo, y por la clase de los defraudadores.5 Éstos pueden ser auxiliados, y lo son a veces, por sus hijos de corta edad; de modo que el oficio resulta bastante lucrativo relativamente a los que le ejercen.

Al lado del interés está la excitación continua, porque es constante la diferencia grande de precio, según que la mercancía paga o no derechos.

La impunidad del fraude varía mucho según los países; pero aun en los mejor administrados es bastante para alentar a los defraudadores, cuya tendencia, como la de todos los que infringen la ley, es a echar cuentas galanas, olvidándose de los que sufren los rigores, para no pensar más que en los que se burlan de ella.

La tolerancia de la opinión respecto a esta clase de fraudes estimula a cometerlos. En Francia cantan los contrabandistas:


«Château, maison, cabanne,
Nous sont ouverts partout;
Si la loi nous condamne,
Le peuple nous absout



Y en España, y en todas partes, sucede lo mismo, o cosa muy parecida.

Además de absolver, el pueblo (entendiendo por pueblo la totalidad de los individuos que componen una nación) compra sin escrúpulo los artículos de contrabando con tal que sean más baratos, y las personas honradas, que rechazarían indignadas la idea de complicidad en otro fraude, la tienen en éste. Lo cual no impide que, cuando llega el caso, contribuyan a penarle si tal es su oficio, y que el magistrado, fumando su cigarro de contrabando, firme la sentencia que condena a presidio a un contrabandista.6

La conciencia sólo excepcionalmente es más severa que la opinión; y sin que nada arguya, se introducen sin pagar derechos cuantos artículos pueden sustraerse a la vigilancia de los empleados y, lo que es peor, sobornándolos.

La complicidad de los funcionarios públicos puede decirse general; y ¿cómo no lo ha de ser, estando encomendada la vigilancia a miles de subalternos, con sueldo corto y la tentación constante de una ganancia pingüe si faltan a un deber que no se lo parece y a que pueden faltar, por regla general, impunemente? En todas partes se acusa a los empleados en puertas, a los de aduanas, a los individuos del resguardo; y aunque algunas acusaciones serán injustas, muchas tienen que ser fundadas atendido lo continuo y fuerte de la tentación, los pocos motivos para combatirla y lo desproporcionados que suelen ser los gastos de aquellos a quienes se acusa con sus medios legales de subsistencia. A veces no es un sentimiento vil y egoísta, sino elevado y humano, el que impulsa a la complicidad con los defraudadores. El que pretendió sustraer la mercancía al pago de derechos es descubierto; el que le descubre tiene el deber de entregarle a los tribunales, de perderle, como se dice (desgraciadamente con exactitud), porque tiene una pena bastante grave en muchos casos; el funcionario se hace cargo de su desgracia, de la de su inocente familia; considera que al cabo no es un ladrón, no quita nada a nadie; no hace más que sustraer su mercancía a un recargo exorbitante para venderla más barata; tiene mujer o hijos que van a quedar abandonados, etc., etc., y se mueve a compasión, y por humanidad falta a su deber; y en estos casos, que son más frecuentes de lo que se piensa, cuanto mejor es el hombre, más expuesta se halla la integridad del empleado. ¿Qué pensar de instituciones que, en vez de armonizar los buenos sentimientos, los ponen en pugna con problemas insolubles para la conciencia y conflictos de que es imposible salvar la moralidad? Hay que pensar que son un cáncer para la moral del país que las sostiene, y en tal caso están las contribuciones indirectas.

Porque todos estos males no son transitorios y limitados, sino permanentes y extensivos al territorio donde miles, muchos miles de empleados en puertas y aduanas, y militares del resguardo terrestre y marítimo, de contrabandistas de todas categorías, desde el miserable que se expone a ir a presidio por un exiguo jornal, al opulento que impunemente comercia en grande con la conciencia de los funcionarios y la pobreza de sus subalternos, forman una red que se extiende a todo el país, y entre cuyas mallas queda la moralidad.

Queda porque las tolerancias de la opinión, y de los tribunales en ciertos casos, no pueden purificar el fraude ni invalidar el precepto de que las leyes obligan en conciencia, cuando no preceptúan nada contra la conciencia, y en este caso se hallan las leyes fiscales por regla general: hacen pagar un precio exagerado, pero no mandan hacer nada que honradamente no puedan hacer los que desobedecen. Por eso al infringirlas se predisponen los infractores a hollar otras sagradas; por eso socavan sordamente la moralidad. La pendiente resbaladiza en que se pone el que falta a la ley que no manda nada contra la conciencia, se ha expresado en España de una manera enérgica y exacta con este dicho popular: «Dámele contrabandista, y te le daré ladrón.»

No se proporcionan a la fortuna, y aun suelen estar en razón inversa de ella.- Así sucede, en efecto, con las contribuciones indirectas, cuya base no es la riqueza, sino el consumo. Se dice: «Cada uno consume, y, por consiguiente, paga, en proporción de lo que tiene»; lo cual es un sofisma para el que no se pare a reflexionar, y un absurdo para el que reflexiona.

Primeramente, no es cierto que cada uno gasta en proporción que tiene, porque todo el mundo conoce estas tres categorías:

Los que gastan más de lo que tienen;

Los que gastan todo lo que tienen;

Los que gastan menos de lo que tienen.

Es evidente que estos últimos sustraen legalmente una parte de su riqueza a la contribución; y como suelen ser los más ricos los que pueden estar en este caso, la injusticia resulta más clara. El que aumenta su capital en proporción que ahorra, se exime del pago de una contribución que se suprime respecto a aquella parte de la riqueza que mejor podía pagarla, porque no es indispensable para su poseedor.

Pero esta injusticia radical, que invalida moralmente, y en razón hace insostenible los impuestos de consumos, no es la única, ni, con ser tan grande, la mayor. Se exime de la contribución toda la riqueza que no se gasta, y una parte, a veces la mayor parte de lo que se gasta, si no se emplea en los objetos principalmente recargados por la contribución. Ésta, buscando el mayor número de contribuyentes, pesa más, sobre los artículos de primera necesidad de que en proporción a su gasto total hacen menos consumo los que gozan de bienestar y tienen lujo; por manera que sustraen legalmente al impuesto, no sólo todo lo que ahorran, sino una parte de lo que gastan.

Si las personas ricas o bien acomodadas no sólo pueden eximir del impuesto sus economías y lo que emplean en gran número de objetos, en cambio los pobres pagan por todo lo que tienen, porque lo gastan casi todo, en los artículos más recargados. Se dice que es una contribución que no paga el que no quiere, porque con no comprar se está seguro de no contribuir; como si fuera voluntario el comer y alumbrarse, y posible vivir sin las cosas de primera necesidad. Como éstas son esenciales para la vida, el muy pobre se limita a ellas, lleva a sus hijos descalzos y desnudos, pero les da de comer; cuantos más tiene es más pobre y paga más contribución indirecta, de lo cual puede cerciorarse cualquiera que ajuste la cuenta de ingresos y gastos, comparándolos, no ya de un opulento y un miserable, sino de dos jornaleros pobres, uno que tenga poca familia, otro que la tiene dilatada, y se ve precisado a emplear todo su haber en los artículos más gravados por el impuesto.

Las contribuciones de consumos son impuestos progresivos en razón inversa, es decir, que hacen pagar más (en muchos casos) al que menos tiene, y nunca son proporcionales a la fortuna del que las paga; siendo esto cierto, lo es también que contra razón se defienden y contra justicia se establecen.

Los argumentos con que pretenden legitimarlas sus partidarios pueden reducirse a uno: la mayor facilidad para cobrarlas; pero si se admite como bueno, la sociedad que tal hace y es consecuente, debe prepararse a absolver muchas malas acciones que pena, porque sus autores alegarán también que son cómodas para ellos.

Otros motivos se exponen que parecen burlas, y aun irritantes sarcasmos; pero nos haremos cargo solamente de la facilidad. El pobre y el miserable, que son los que principalmente pagan estas contribuciones, son imprevisores, gastarían lo que habían de pagar de una vez; no sería posible cobrar de ellos directamente una cuota fija, pero el impuesto que va envuelto en el precio del artículo tienen que pagarlo, y lo pagan insensiblemente. Si hay insensibilidad, nos parece que está en los que cobran, no en los que pagan; y aun suponiendo que no comprendan y razonen las causas de la carestía, sienten la escasez y el hambre: algo sospechan lo que contribuyen a ella las contribuciones indirectas, cuando son frecuentes las protestas. Pero, en fin, si no protestan, es porque no saben hacer valer la justicia, no porque no la tengan, y el aprovecharse de su ignorancia para vejarlos no nos parece la misión del Estado. ¿Cómo éste puede llamar fácil un impuesto tan caro y tan complicado para recaudarse, y tan inmoral y desproporcionado?

El Estado parece que prescinde de toda consideración, de todo derecho, para no tener en cuenta más que este hecho: La contribución de consumos produce mucho. ¿Cómo? Esto no le importa. Pues debe importar, porque es muy importante. Debía saber que hasta el desvalido que socorre la caridad privada o la beneficencia pública, al emplear la limosna, deja una parte de ella para el fisco; debe saber que, cuando hay un gran desastre en una comarca, se exime a los propietarios que han perdido sus frutos, sus ganados, etc., de la contribución directa; pero la indirecta no tiene entrañas, y en los grandes desastres de la industria y en la falta de cosecha y de trabajo, espía traidoramente al mísero obrero, y le arranca alguna de las monedas que tan angustiado cuenta temiendo que no sean bastantes para comprar un pan.

Las contribuciones parecían en otro tiempo establecidas por un hombre que, viendo por dónde iba, se extraviaba de propósito; hoy por un ciego que exige a bulto: debemos aspirar a que se repartan por quien vea y quiera ir por el buen camino. A un jornalero que gana poco y tiene muchos hijos; a quien conocidamente no baste su escaso jornal para atender a las necesidades de la familia, no debe exigírselo contribución, para que el Estado tenga que darle con una mano lo que le saca con obra, devolverle en forma de socorro lo que cobró como tributo, mermado por el sueldo y los fraudes de los que recaudan las contribuciones y distribuyen los socorros. ¿Ha calculado bien la sociedad lo que saca líquido de la contribución exigida a la pobreza y a la miseria? Aunque para hacer la cuenta prescinda de injusticias y dolores; aunque no atienda más que al dinero, a la subvención invisible, pero positiva, del vicio, a lo que cuestan hospitales, inclusas, casas de beneficencia y pensiones, vería que no es buen cálculo establecer tributos que contribuyen a convertir los pobres en miserables y reducen éstos a la necesidad extrema.

Los hombres de Administración que pretenden serlo de Estado, y parece no saben más que aritmética elemental, dicen que esto son teorías, que para ellos es sinónimo de sueños, y que, en buenos principios administrativos, todos deben contribuir a levantar las cargas públicas. Cierto, y que todos contribuyen; y hágase lo que se haga, ahora y por mucho tiempo, los pobres y los miserables contribuirán por mayor suma de la que corresponde a las ventajas que de la sociedad sacan. Y sucederá así porque, aunque se supriman las contribuciones indirectas, los pobres y los miserables pagarán gran parte de las que se imponen a los propietarios o industriales, y se incorpora al alquiler de la casa, al precio de los mantenimientos, vestidos, etc., etc., aún saldrán recargados y perjudicados, pero no tanto como ahora lo están.

En cuanto a las cargas públicas, convendría formarse de ellas un concepto menos oficinesco y más exacto, y aun sustituir ese nombre por el de obra social, que da más exacta idea de la cosa. Tantos miles de obreros como trabajan con peligro de su vida o de su salud, como arrostran intemperies, sufren mortificaciones en labores desagradables, penosas, arriesgadas, ¿no contribuyen a la sociedad con mayor suma de beneficios que los miles de personas que no dan más que algunas monedas de que no sabrían qué hacer si no hubiese quien penosamente transformara su valor en cosas útiles o necesarias? Tomando en masa los ricos, los pobres y los miserables, y añadiendo a las dos últimas clases algunos pensadores desinteresados, y hombres de acción activos e inteligentes, puede decirse con toda verdad que no son mayores contribuyentes los que la Administración califica de tales, y que los ricos son los que contribuyen menos a la obra social.

Así, pues, las contribuciones indirectas que tan directa y eficazmente contribuyen a la carestía deben suprimirse, porque, como dejamos dicho, y a nuestro parecer probado, son caras en su recaudación, injustas en su repartición y constituyen un elemento poderoso de inmoralidad.

La contribución directa influye también en la carestía, pero no de un modo tan inmediato; y por esto, y para mayor claridad y por su mucha importancia, le dedicaremos un capítulo especial.

Trabas y gravámenes.- Los derechos fiscales y protectores y las contribuciones indirectas, no sólo contribuyen a la carestía de la manera que hemos dicho, sino por la que favorecen todo género de fraudes y usuras coartando la libertad. Las reglas establecidas son tan absurdas, tan tiránicas, que aplicadas con rigor harían casi imposible el tráfico; constituyen lo que podría llamarse el derecho de vejación, y para que los que pueden no le ejerzan en toda su plenitud hay que hacer grandes sacrificios pecuniarios, con los cuales se logra perder menos tiempo: como todavía se pierde mucho y el ganado es a costa de dinero, el precio de los transportes aumenta, y, por consiguiente, el de los objetos transportados. Contribuye también a subirle la necesidad de pagar encargados que llenen la multitud de requisitos y formalidades que el Fisco exige, constituyendo con ellos un verdadero laberinto, de donde no se sale sino con hilo de oro.

El monopolio, la usura, el fraude, florecen bajo la protección de la tiranía económica y de la arbitrariedad administrativa, y los que tal estado de cosas defienden en teoría y realizan en la práctica, ignoran sin duda hasta qué punto hace caro el comercio la falta de libertad.

La ociosidad.- Aunque hablamos de ella en otro capítulo con la extensión que su maléfica influencia merece, debemos recordar aquí que la gran masa de ociosos, vagos y semivagos son otros tantos elementos que faltan a la producción, concausas de escasez, y ya se sabe que todo lo que escasea sube de precio.

Excesiva ganancia del comercio.- Calificamos de semivagos en otro capítulo a muchos comerciantes al por menor, y en éste tenemos que ocuparnos de ellos también por lo que contribuyen a la carestía. Los fanáticos de la libertad (que los tiene como todas las cosas grandes) creen que ella sola basta para establecer, por medio de la concurrencia, el mínimum de precio compatible con una remuneración proporcionada al capital y trabajo empleados. Los hechos no demuestran la verdad constante de esta regla económica, cuyas infinitas excepciones le quitan el carácter de ley. La concurrencia unas veces rebaja hasta el límite económico el precio de los artículos; pero otras, cuando la ganancia es mucha, se aumenta el número de los que venden y de los intermedios entre el productor y el consumidor. Hay comercios que emplean un personal dos, tres, veinte, cuarenta veces más numeroso del que necesitan, cuyos operarios están sin trabajar una gran parte o la mayor del día, y que tienen que mantenerse, y se mantienen, a costa del consumidor, que ha de pagar mucho las pocas ventas del mercader. El éxito de las asociaciones cooperativas ha puesto en relieve cómo aumenta el precio de las cosas por la excesiva ganancia de intermedios codiciosos o en excesivo número, y cómo el precio natural no es el precio corriente. La diferencia es tanta, que nunca se encarecerán bastante los beneficios de dichas asociaciones; pero, por grande que sea el incremento que han tomado en algunos países, en general puede decirse que la mayor parte de los compradores no se aprovechan de sus beneficios.

Si cuando el comercio realiza ganancias excesivas es en grave perjuicio de los consumidores bien acomodados que pueden comprar al por mayor, el daño se gradúa mucho respecto a los pobres, que compran pequeñas cantidades, peor pesadas y medidas, de inferior calidad y a mayor precio, no pudiendo hacer acopios cuando los artículos bajan, y contribuyendo a encarecerlos con su demanda constante, periódica, inevitable cuando tienden a la alza.

- II -

1.º No se demuestra con más claridad para nuestra inteligencia que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, que se ha probado que los derechos llamados protectores de la industria lo son, no de ella, sino del fraude, del soborno, de la carestía, siendo causa del contrabando, que lo es a su vez de inmoralidad, delitos y crímenes.

Es verdaderamente desconsolador que después de tantos libros de tantos pensadores profundos, después de tantos argumentos sin réplica y pruebas evidentes, naciones tan cultas como la Francia subvencionen la extracción de azúcar de remolacha, y tan prácticas como los Estados Unidos impongan fuertes derechos de entrada a los hierros y otros artículos manufacturados.

Lo que hay que hacer en este asunto no es ilustrarle, porque lo está mucho; no es decir cosas nuevas, sino dar la necesaria publicidad a las que se han dicho, para que los errores económicos no busquen y hallen apoyo en la masa, a quien tanto perjudican. Y en esta masa ignorante respecto a los asuntos económicos están la mayoría de las personas instruidas en otros conceptos. La economía política, que mejor se llamaría social, o no forma parte del programa de estudios, o si está se le da poca importancia; o si merecía alguna por la iniciativa del profesor, el alumno, cuando deja de serlo, olvida lo que aprendió en el aula: esta es la regla. Así se explica cómo sobre esta trama de ignorancia general teja el error y el interés bastardo la tela en que quedan envueltos y son sacrificados intereses legítimos Y grandes elementos de prosperidad.

Hombres hay entre nosotros, muy beneméritos ciertamente, que por la libertad de comercio, y no es inútil su esfuerzo perseverante, porque, aunque lento, el progreso es perceptible. Para apresurarle era necesario prestarles eficaz apoyo personal o pecuniario, según los medios de cada uno, a fin de que en conferencias, periódicos y cartillas llegase a ser popular la verdad, único medio seguro de extirpar el error.

Sin abandonar la propaganda contra los derechos protectores en general, convendría que una asociación se dirigiera en particular contra los que pesan sobre los artículos de primera necesidad, y especialmente sobre los cereales. Hace años clamamos, y en desierto como acontecernos suele, contra esta ley inicua;7 y como la reforma no se ha hecho; como la rapacidad fiscal continúa dando la mano a la llamada protección de la industria agrícola, que es protección de la carestía; como una mala cosecha dará a la miseria, que ya es grande, horribles proporciones, vamos a reproducir algo de lo que entonces dijimos:

«Pronto hará un año que, conocido el resultado de la cosecha, que fue en general muy mala, y conocidas también otras causas de miseria, previeron que iba a ser muy grande todos los que se ocupan de los miserables y los compadecen. No deben ser muchos en España a juzgar por los resultados; o su actividad fue poca, o han encontrado tantas actividades para el mal, y tan invencibles inercias para el bien, que éste no ha podido realizarse. El hecho es que en vano clamaron unos cuantos incansables para clamar en desierto; ninguna de las medidas indicadas para combatir el hambre que amenazaba se adoptó, y el hambre vino, y la vieron impasibles los que no la tienen y en vez de remediarla la agravan. Los periódicos han traído casos de muerte inmediata por falta de alimento, citando comarcas cuyos habitantes, buscaban con ansia alimentos que nunca lo habían sido más que de animales y son impropios para alimentar al hombre. La emigración ha tomado proporciones nunca vistas, no limitándose ya a la que puede llamarse de la pobreza. Empezó la emigración de la miseria. El litoral de Levante envía sus hijos al África, y las provincias fronterizas de Francia y Portugal, a estas dos naciones. La última llega a reclamar por la vía diplomática respecto al gran número de miserables que van de España, cuyo Gobierno recomienda a las autoridades que dificulten la autorización para pasar la frontera portuguesa. En Cataluña se reclutan colonos para las posesiones francesas de Oceanía, y cualquiera que sea el objeto de la colonización8 no se haría con catalanes si no tuvieran hambre. En Galicia, por la mayor densidad da población y por otras causas, la miseria ha tomado proporciones que la compasión no puede mirar sin dolor, y sin cólera el sentimiento de justicia. El Diario de Lugo, describiendo el angustioso espectáculo que presenció el primer día que repartieron socorros, dice que pasaban de dos mil los pordioseros, y en un radio relativamente corto se calcula que pasan de veinte mil las personas que son víctimas de la miseria. En la provincia de Lugo, en Abril último, el número de defunciones ha excedido al de nacimientos. Las personas que saben algo de fisiología y del natural incremento de la población gallega, comprenderán hasta qué punto estará asolada por el hambre para que decrezca en vez de aumentar rápidamente.

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»El Gobierno, semejante a un usurero de los más sórdidos, cuenta cuánto podrían valerle los derechos -¡qué derechos!- que la miseria paga en las aduanas por donde entra el grano que viene del extranjero;9 los representantes del país votan la contribución del hambre, como se la ha llamado ya; el mísero pueblo, haraposo y hambriento, paga esos soldados, y esos empleados bien vestidos y bien mantenidos, para que no dejen entrar el grano sino con un sobreprecio que no puede satisfacer.

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»Tenemos, pues, Irlanda, aquella de los peores tiempos, en que el hambre hacía víctimas cuando el Gobierno inglés no permitía entrar cereales hasta que estaban a un precio exorbitante. Tenemos Irlanda en Poniente y en Levante, al Norte y al Mediodía; pero no hay Cobden, porque no hay Liga, y no hay Liga, ¿por qué? Yo os diré por qué, sin balbucear disculpas ni decir la verdad a media voz. No hay Liga porque no hay humanidad, ni sentimiento de justicia; porque no nos afligimos al ver a nuestros hermanos muertos de hambre; porque no nos indignamos al considerar el destino que se da a esos millones que han echado por fuerza en las arcas del Tesoro miles de manos descarnadas por la miseria; porque la conciencia no nos remuerde y no interponemos el veto de la opinión pública entre la multitud hambrienta y la despiadada rapacidad fiscal. Por eso hay Orovios y Cos-Gayones. ¿Qué más da un nombre que otro? ¡El Gobierno! ¿Por ventura debe pedirse a los Gobiernos lo que no pueden dar, puesto que por muy rara excepción lo han dado alguna vez? A los Gobiernos no hay que pedirles que hagan bien, sino obligarles a que lo hagan. El hecho está bien demostrado por la historia, y tiene explicación aunque no sea de este lugar el darla. Cuando decimos obligar, ya se comprende que no hablamos de coacción física, sino moral.»

Esta era la situación de hace cinco años,10 y será tal vez agravada la del primero en que la cosecha sea mala. Ya porque la carestía de los cereales es la más perjudicial de todas, ya porque sería menos imposible conmover la mole agitándola con la vista de los cuadros del hambre, ya porque cuanto más se dividen los obstáculos son más fáciles de vencer, desearíamos que se formara una asociación con el único fin de combatir los derechos de importación sobre cereales.

2.º La imperfección de la industria es un mal grave que tiene profundísimas raíces, y si no es incurable (porque no creemos que ninguno social lo sea) es de larga y difícil curación. Conviene comprenderlo así para buscar remedios apropiados a la dolencia y considerar como tales los que ni siquiera son paliativos.

La industria exige cada vez más inteligencia, y las nuestras desdeñan, por lo general, dedicarse a producir cosas materiales. Quieren ser abogados, médicos, diputados, ministros, y tienen desvío por las empresas de la industria. Un industrial o comerciante, aunque sea muy humilde, si reúne algunos ahorros, en vez de emplearlos en la mejora de su establecimiento y en dar a su hijo educación apropiada, de modo que haga progresar su industria, piensa en darle estudios, es decir, en que sea abogado, boticario o médico, porque para ser industrial le parece que no se necesita estudiar. De esta común preocupación resulta que entre nosotros, por lo general, la industria está en manos de gente que sabe poco, que discurre apenas y sale de ellas como tiene que salir, atrasada y grosera. Mientras la cultura esté divorciada de la industria, como (salvas excepciones que dan brillantes resultados) lo está entre nosotros, hará sólo obra tosca y pagará poco al obrero.

La industria exige una actividad grande, cada vez mayor, para no quedarse atrás en el continuo progreso, tanto de la perfección como de la baratura; y las actividades en España se dan a las milicia, a la política o a la banca; arriesgan la vida, la tranquilidad o la honra por grados, empleos o negocios lucrativos, y no se aplican a la transformación de la materia bruta.

La industria exige espíritu de orden, perseverancia, parsimonia, economía, dotes raras entre los españoles, que por lo común ni son dados al ahorro, ni perseveran en las empresas que no son aventuras, y cuya fuerza, más bien que continua, es explosiva, como la de la pólvora.

La industria necesita inteligencia o instrucción, ciencia o aplicaciones de ella, y en España se sabe poco, y eso poco es en una esfera muy distante de la industrial, o no se piensa en aplicarlo a ella.

Podríamos continuar enumerando las condiciones que son indispensables para el progreso industrial y que nos faltan; pero basta lo dicho y la más ligera observación de los hechos para convencerse de que nuestro atraso industrial tiene raíces profundas en nuestro modo de ser. La ineptitud española para las empresas industriales y mercantiles está patente por todas partes: en las tiendas y almacenes llenos de productos de otros países; en los puertos, donde acuden barcos ingleses o noruegos a traernos lo que podíamos ir a buscar; en las obras públicas, que pagamos para que sean propiedad de los franceses, y en el gran número de extranjeros que ejercen en España industrias, o se ponen al frente de empresas industriales.

A mal tan grave se da como remedio lo que sirve para aumentarle, la protección; ella asegura la venta de los productos de inferior calidad, suprime el estímulo para mejorarlos, y manteniendo un ejército que defienda la carestía, queda la ignorancia y la pereza en posesión de un mercado que explota, perpetuando el atraso: ella encarece las primeras materias que vienen del extranjero, la maquinaria y medios auxiliares, las sustancias alimenticias, y oponiendo por todas partes trabas y obstáculos, es concausa poderosa de nuestra inferioridad industrial.

Hay, pues, que apresurar cuanto sea posible el movimiento iniciado hacia la libertad de comercio; todo lo que se haga en su favor contribuirá al incremento de aquellas industrias para las que tengamos mejores condiciones naturales.

Abierto este campo, desbrozado de aranceles, reglamentos, vistas y carabineros, es necesario echar en él la semilla de una educación industrial bajo estas bases:

Que los operarios se instruyan y discurran;

Que las personas ilustradas que discurren no desdeñen ni desconozcan las operaciones manuales.

Ya hemos indicado que las escuelas llamadas de Artes y Oficios, sobre ser pocas, están en general mal organizadas: se dan en ellas conocimientos teóricos, y no se enseña nada práctico; a veces Álgebra, y nada de manejos de herramientas o aparatos, ni aun el conocimiento de ellos.

En la Institución libre de enseñanza se ha iniciado la reforma, y los alumnos, al par de la teoría, se ejercitan en la práctica, simultanean el trabajo psicológico con el manual, reciben lecciones de Geología en las montañas y de Mecánica en los talleres. Este es el camino: indicado está por los que, desdeñados o calumniados, van delante, y más tarde o más temprano serán seguidos (y en parte lo son ya) por sus mismos calumniadores. Hay que educar las nuevas generaciones para la industria, facilitarles los modos de aprender, estimularlas para que aprendan, empezando por preparar, remunerar y honrar a los maestros que en este género de conocimientos los instruyan.

La industria agrícola debiera ser objeto de una atención preferente, ya porque las condiciones de suelo y clima suprimen o disminuyen en muchos casos las luchas desesperadas de la competencia, que tan fatales suelen ser para el operario, ya porque los productos están menos sujetos a las oscilaciones que fuerzan el trabajo o le paralizan. Además, como la agricultura está entre nosotros tan atrasada, los medios que se emplearan para mejorarla, siendo propios, darían resultados evidentes que alentarían a los desconfiados amigos de la rutina.

Pocos estímulos damos al estudio de las ciencias y de las artes; pero la industria carece aún más de ellos: no tiene pensionados en el extranjero, ni premios en la patria, porque no merecen este nombre algunas cruces dadas en ciertos días que marca el calendario, y que, por lo común, sirven más a la vanidad que al mérito.

Aunque pedimos a los poderes públicos remoción de obstáculos y medidas propias para promover los progresos de la industria, la inferioridad de la nuestra, que tiene raíces profundas en la historia y quién sabe si en la raza, no se remedia con medidas gubernativas ni con leyes aisladas de la opinión; y mientras las corrientes de ésta no varíen, mientras la ignorancia, el desdén y la inercia no se combatan con el saber, el aprecio y la actividad, nuestros establecimientos serán pocos y malos, y los operarios que empleen no estarán, por lo general, bien retribuidos.

3.º Las contribuciones indirectas con causa tan directa y eficaz de carestía, deben desaparecer: ya sabemos las dificultades con que se lucha para sustituirlas, hijas del egoísmo, y sobre todo de la ignorancia; pero es necesario combatirla generalizando los buenos principios, popularizando la razón y combatiendo el argumento de que es bueno lo contra ella establecido porque se hace en los pueblos más cultos, como si la delación comprada, porque se practique en Inglaterra, fuese un elemento de justicia.

4.º Las trabas y gravámenes y la reglamentación son males grandes por sí mismos, y que se agravan mucho por empleados holgazanes o que quieren sacar un sobresueldo por cumplir con su obligación. Las leyes y disposiciones absurdas son núcleo de todo género de injusticias, y alrededor de ellas se agrupan y toman cuerpo todo género de arbitrariedades y lucrativas vejaciones. Para extirparlas de raíz no hay más que la libertad de comercio; pero algo podrían limitarse si los comerciantes y empresarios de transportes terrestres y marítimos formasen una liga contra los explotadores de reglamentos y de leyes, y, dando publicidad a sus consecuencias, apresurarían su caída y aminorarían sus estragos: escribimos estragos sabiendo el valor de la palabra y creyendo que está bien apropiada. Si hubiera unión entre los que comercian y transportan, no serían vejados uno a uno y en tan gran escala como hoy lo son. Un armador dice: « El puerto de Barcelona es muy caro; me cuesta seis u ocho mil duros anuales.» Cualquiera supone que se trata de mantenimientos, medios de descarga, comisiones, etc., etc.; pero el que está en el secreto sabe que esta carestía sui géneris se refiere a las vejaciones oficiales que se evitan, en parte, con dinero. Si estas y otras cosas análogas combatieran, no individual, sino colectivamente; si se publicaran un día y otro día y siempre, iría despertando la dormida opinión pública, abriría los ojos a la luz de la verdad, y si no remedio, alivio tendrían males cuya intensidad no se concibe sino en la obscuridad y el silencio. Hay entre los españoles mas fatalismo árabe que resignación cristiana, y tendencia a considerar irremediable todo daño, y más si parte de la esfera oficial: porque la opinión pública es poco, se tiene en nada, formándose el círculo vicioso de que no se recurre a ella porque es débil, y que es débil porque no se la ejercita invocándola.

Mientras este modo de ser no cambie; mientras la especulación honrada no se una contra la especulación inmoral, las trabas y gravámenes se elevarán al. cuadrado, al cubo, a la quinta potencia, contribuyendo a la carestía; porque todo mal que no lleva en su misino exceso el remedio (y éste no le lleva), si no se le pone coto, aumenta.

5.º La ociosidad, que se extiende por todo el territorio, que arrastra galas o harapos, libreas, togas, uniformes o cadenas, es mal que, no ya para extirparle, sino para minorarle, necesitaba combatirse con fuerzas poderosas. Era menester una asociación de trabajadores, intelectuales y manuales, donde el artista estuviera al lado de metafísico, y el artesano con el jurisconsulto y todos reunidos, en espíritu de actividad productora, atacaran por cuantos medios les sugiriese su ingenio, su conveniencia y su justicia a los ociosos, cualquiera que fuese su clase y categoría. Los principales esfuerzos deberían dirigirse a los jóvenes, y sobre todo a los niños, para que aprendieran a mirar al ocioso como un ser despreciable y perjudicial, derrochador de la vida y de los altos dones que recibió para embellecerla, honrarla, hacerla útil, y emplea contra sí propio y contra la sociedad, de quien es repugnante parásito. A la juventud y a la niñez hay que dirigirse para combatir errores y formar hábitos, porque el que le tiene de holgar y honrar holgazanes, difícil es que se limpie de la lepra moral que le cubre.

Debería también intentarse a toda costa modificar la administración y organización de los institutos armados, que son a la vez almacén, plantel y refugio de holgazanes.

¡Ardua empresa! Cierto; pero si se empezara llamar la atención de los que trabajan sobre el gran número de ociosos que tienen que mantener, y esto un día y otro, y un mes y otro mes, se empezarían a fijar en el asunto, y sólo con esto se habría dado un gran paso.

6.º La excesiva ganancia del comercio es efecto de muchas causas, una de ellas los vejámenes que sufre y de los que se resarce a costa del consumidor, de modo que con extirparlos o aminorarlos se reducirían los precios.

El sobrado número de vendedores es en parte consecuencia de la holgazanería, de modo que combatiéndola, se disminuirían. Los que no quieren trabajar, buscan un empleo o procuran poner un trato. Ya es antiguo el dicho de que vale más libra de trato que arroba de trabajo. Con esto y los hábitos de usura que hay en todo país atrasado y falto de actividad y moralidad, se comprende la naturaleza del mal y la dificultad de remediarle. La libertad de las transacciones le aminoraría; por eso debe trabajarse a fin de lograrla, por ser de eficacia directa y relativamente más breve que cambiar ideas y hábitos, encaminando hacia el bien energías que atienden más al lucro que a la equidad.

Aquella parte de la carestía que es consecuencia de la excesiva ganancia del comercio y del gran número de innecesarios intermedios entre el productor y el consumidor, se combate eficaz y directamente con las sociedades cooperativas de consumo.

No nos detendremos a encarecer sus ventajas, ya generalmente conocidas, limitándonos a indicar con dolor y franqueza los obstáculos que entre nosotros encuentran para prosperar. Estos obstáculos son:

La falta de espíritu de asociación;

La ignorancia;

La pereza;

La inmoralidad.

Algunas sociedades cooperativas han fracasado por mala administración, por desidia de los que estaban interesados en que fuese buena, por falta de los conocimientos indispensables para hacer las compras con ventaja; otras por fraudes, y hasta por fugarse con los fondos el que los tenía. Como entre nosotros el espíritu de asociación es tan débil, no resiste a tales escarmientos, y cada tentativa inútil cierra el camino a nuevas empresas.

A los obstáculos señalados arriba, hay que añadir uno: la contribución de consumos. Hay artículos tan recargados, que pagando todos los derechos que devengan salen tan caros, y aún más, comprados directamente al productor que proveyéndose en casa del comerciante. ¿Cómo se ingenia éste? Fácil es de comprender, siendo esta circunstancia otra razón más para suprimir la contribución de consumos.

¿Cómo los pobres y los miserables han de combatir solos tan poderosos obstáculos y aprontar el capital indispensable para los anticipos? Se comprende la dificultad, la imposibilidad en muchos casos. La clase más ilustrada y acomodada es la que puede y debe tomar la iniciativa, asociándose a los pobres y miserables para procurarlos ventajas que podrían serlo para todos, pero que no pueden lograr los que carecen de recursos pecuniarios o intelectuales. La dificultad está en vencer la pereza y encontrar algunos auxiliares honrados; es grande, pero no hay otra.

Otro medio menos eficaz, pero más fácil, podría adoptarse, ya para conseguir desde luego alguna ventaja, ya para preparar otras mayores fomentando el espíritu de asociación en empresa muy sencilla, ya para perseguir a los vendedores al menudeo, que son los que más explotan la miseria y sostienen los precios exagerados. Una asociación de consumo podría simplificarse hasta el último límite reduciéndola a este objeto y compromiso:

Comprar una cantidad dada (en mínimum) a un comerciante dado, con una rebaja dada de los precios corrientes al por menor.

Eligiendo los comerciantes que tuvieran mejores condiciones de moralidad, inteligencia y pecuniarias, es indudable que se obtendrían grandes rebajas en los precios; y si este procedimiento tan sencillo se generalizara, los compradores saldrían muy beneficiados, disminuyendo el número de expendedores al menudeo, que, en vez de ser perjudiciales vendiendo, podrían ser útiles trabajando.

Como conclusión y complemento a lo dicho, sentaremos este principio:

Toda injusticia, toda inmoralidad, todo error se convierte directa o indirectamente en carestía.




ArribaAbajoCapítulo V

De los que son miserables porque la retribución de su trabajo es insuficiente. (Continuación.)


Trabajo barato.

Para gran desdicha, las causas determinantes de que las cosas necesarias resulten caras contribuyen poderosamente a que el trabajo esté barato; y si cualquiera de las dos circunstancias determinaría la penuria, reunidas producen la miseria.

En efecto, cuando se produce caro no es posible pagar bien a los operarios en general, y los menos hábiles, los que se sustituyen con facilidad, aquellos de que hay siempre más que se necesitan, son los que sufren las rebajas imposibles de realizar en la maquinaria, primeras materias, combustible, etc., etc.

No hay datos estadísticos para saber ni aun aproximadamente el número de obreros que reciben por su trabajo una remuneración insuficiente para proveer a la subsistencia suya y de su familia;11 pero cualquiera que se ocupe de estas cosas y conoce familias de obreros, sabe que hay un gran número cuyo jornal es insuficiente.

Para no formar cálculos equivocados con números que se tienen por exactos y no lo son, conviene tener presente, entre otras, dos circunstancias:

1.ª Que cuando se toma el jornal medio, ya sea en una población, ya en un establecimiento fabril industrial, y por este dato se juzga de la situación de la clase obrera, se comete un error, porque arriba y en medio hay jornales elevados, a veces participaciones en las ganancias, que constituyen una utilidad considerable, sin que por eso la clase ínfima de trabajadores dejen de estar en la miseria.

2.ª Que es muy común al echar las cuentas al obrero sumarle jornales de 10, 12, 14 o 16 reales, sin restar los días que no tiene trabajo, los que está enfermo y los festivos, que tal vez dejan reducida su ganancia a la mitad o menos.

Sentamos como un hecho, desgraciadamente cierto y evidente para todos los que saben cómo viven los obreros, que hay miles, muchos miles de ellos, cuyo jornal es insuficiente para atender a sus necesidades y obligaciones. Compárense los jornales de otros países, de Francia o Inglaterra, por ejemplo, y el precio de las viviendas y mantenimiento con los de España, y resultará el convencimiento de que el obrero español es de los más desdichados, el que está en peores condiciones económicas de los pueblos que merecen el nombre de cultos. Las causas de este mal gravísimo son muchas; señalaremos las más directas y poderosas:

Atraso de la industria.- Consecuencia de él es que la mayor parte de los trabajos manuales que se hacen en España son de los que no exigen destreza, y que, por consiguiente, están poco retribuidos: aquí se hace mucha obra material que en gran parte ejecutan las máquinas en otros países, y la retribución del obrero disminuye con su importancia técnica, y sobre todo con la facilidad de hallar quien lo sustituya, porque, en general, cuando se despide un bracero, hay dos, cuatro, diez, que se ofrecen a ocupar el puesto que deja.

Fijémonos en cualquiera de las primeras materias que se exportan de España para volver elaboradas, el hierro, por ejemplo, y nos convenceremos de la exactitud de lo dicho. Se lleva a Inglaterra una tonelada, cuya extracción y embarque representa el bajo jornal de cierto número de braceros; esta tonelada vuelve convertida en limas, tijeras, máquinas, muelles, etc., y representa el trabajo de obreros más hábiles y mejor retribuidos. Como son miles y miles de toneladas las que salen de España en estas condiciones, resulta que es una causa general, permanente y poderosa del precio ínfimo del trabajo manual el que éste no ejecute más que la obra tosca, que por serio, y porque hace cualquiera, se paga mal.

Poca aptitud del trabajador.- Además del gran número de industrias que no existen en España, cuyos operarios diestros están bien retribuidos, en las que tenemos se nota por lo común gran inferioridad respecto a las extranjeras, efecto de muchas causas, siendo una la poca destreza del obrero: esto depende en parte de la falta de educación o instrucción del hombre, y en parte de la escasa o mal dirigida instrucción industrial. Las escuelas (pocas) establecidas con este nombre, corresponden mal a él; no se adquieren, ni en teoría ni en práctica, los conocimientos necesarios para que salgan de allí obreros aptos que, perfeccionando la obra puedan mejorar su situación económica.

Los derechos protectores hacen sostenible la competencia entre ciertos Productos nacionales y los superiores extranjeros; pero esto no mejora la condición del operario, según erróneamente le hacen creer, antes le perjudica: como consumidor, paga, y muy cara, la protección de otras industrias; y en la suya, si hay grandes utilidades, son para el patrono, que, merced a la superabundante oferta de brazos poco hábiles, puede tenerlos a menos precio.

Poca consideración que inspira el obrero.- La condición económica del trabajador mal retribuido suele ser en parte consecuencia de la condición social del ciudadano poco considerado y de la intelectual del hombre sin cultura.

Una de las causas de que el obrero esté mal retribuido es que inspira poco aprecio, tiene poca personalidad y confusa idea de su derecho, y tal vez errónea de los medios de hacerle valer.

El bracero inspira escasa consideración a las clases bien acomodadas, porque hay mucha desigualdad entre él y ellas. En el fondo de todo aprecio y simpatía existe un grado necesario de semejanza. Formemos una escala de todos los seres animados, desde el infusorio al hombre, y notaremos que a medida que más se elevan en ella, es decir, que más se parecen a nosotros, nos interesan más; y no se explica de otro modo la indiferencia con que se aplasta un gusano y la compasión que nos da ver sufrir a un perro. Sin duda que la cuestión es muy compleja, y que el hábito, ciertas ideas, ciertos errores, el atractivo de la hermosura o la repulsión del temor, pueden influir y neutralizar en parte ciertos efectos de la semejanza, pero en parte nada más, porque su influencia, si no decisiva, es siempre poderosa para determinar la simpatía.

El poder de la belleza es grande; pero aunque recree el ánimo y hasta le eleve, no basta para inspirar afectos. Una bellísima flor se admira, pero no se ama; y el perro más feo es querido de su dueño, que, tal vez pobre, le da pan quedándose con hambre.

Los afectos que sentimos por los animales cuando están exentos de interés y preocupación, crecen a medida que ellos, por sus sentimientos o inteligencia, se aproximan a nosotros, es decir, que se nos parecen más. Y ¿cómo llamamos a las criaturas que nos inspiran respeto, aquellas por quienes estamos dispuestos a vencer nuestros apetitos egoístas y en las que reconocemos derechos que nos imponen deberes en ocasiones muy penosos de cumplir? El lenguaje vulgar tiene aquí exacta significación y mucha filosofía, indicando con una palabra las condiciones que una criatura necesita para que se considere como persona, como sujeto de derecho, objeto de deber y causa de simpatía. Decir semejante es decir hombre; la humanidad es semejanza, y en ella se apoyan y de ella parten leyes, preceptos religiosos, reglas morales, impulsos afectivos y reciprocidad de benévolos sentimientos.

Si no cabe duda de que apreciamos y amamos a los hombres por semejantes, también es cierto que nos inspiran más aprecio y afecto a medida que se nos asemejan más. En igualdad de todas las otras circunstancias, no nos interesa tanto un salvaje de las razas menos afines a la nuestra, como un individuo que pertenece a ella, y entre los que la componen aumenta la benevolencia con la analogía. En esa especie de liga tácita que forman los individuos de una misma clase, en la mayor propensión a favorecerse y amarse, pueden entrar muchos elementos morales y sociales, pero seguramente es uno de ellos la mayor semejanza que entre sí tienen.

Esto se ve mejor en aquellos pueblos en que hay desigualdades grandes, y donde las castas, la esclavitud y la servidumbre establecen diferencias que parecen esenciales. El embrutecimiento y la cultura, la humillación y la soberbia, la energía y la debilidad, no pueden ser armónicos; ni los hombres entre quienes existen tales contrastes estarán unidos por afectos benévolos: el temor por un lado, el abuso de la fuerza por otro, son los únicos lazos que existen entre los que moral o intelectualmente se desemejan en sumo grado.

La inferioridad, cuando es grande, cuando parece esencial, determina sentimientos muy distintos de los que mutuamente se inspiran los que se tienen por iguales. Cuando un amo de esclavos es duro, cruel con ellos, depende en parte de que no los considera como semejantes. Por eso desgarra sus carnes con el látigo, y su corazón rompiendo los lazos de familia, sin remordimiento, y aun muy persuadido de que está en su derecho, porque aquellas criaturas son de otra especie, en su concepto.

Sin llegar a tal extremo, aun en pueblos en que existe igualdad ante la ley, pero en que hay grandes desigualdades intelectuales y económicas, ¿no podemos observar cierto desdeñoso desvío que no predispone a la benevolencia, entre los que dicen: esa gente no discurre, no siente, no prevé, etc., y los calificados de imprevisores, brutos o insensibles? Es casi infinito el número de juicios equivocados y de injusticias que mutuamente se hacen las clases separadas por grandes diferencias, superpuestas, no armonizadas, y cuyos individuos, tolerándose por necesidad, mirándose por el prisma de la pasión y el error, se desconocen porque no se aproximan, se odian porque se desconocen y se acusan porque se odian.

Ha de tenerse en cuenta que la desigualdad exagerada influye en los sentimientos de dos modos: creando grandes diferencias que perturban la armonía, y sirviendo de obstáculo para que se vean las semejanzas armónicas. Los defectos, los vicios, los delitos, todos los impulsos malévolos puestos por obra, como son de suyo perturbadores y repulsivos, se codean y se notan, estén abajo o arriba; y por alejadas que se hallen las clases, llega a conocimiento de todas el mal que hace cada una. El lujo insolente, la suciedad descuidada, la altanería y la abyección, la hipocresía y el cinismo, la violencia acompasada o tumultuosa, los ataques a la propiedad arteros o brutales, todas estas cosas y otras que dañan, indignan y afligen, son pregonadas por la trompeta del escándalo. Pero las buenas acciones y las virtudes que en todas las clases existen pasan desapercibidas para las que se hallan muy alejadas. Desconocen sus méritos, ni aun pueden sospecharlos, ignorando mutuamente su manera de ser, que juzgan por apariencias engañosas. Sobre que los buenos procederes, lejos de producir rozamientos y ruidos en la sociedad, se deslizan calladamente haciendo bien, y los que le realizan son los menos dispuestos a pregonarle; sobre que existen méritos que ignora el mismo que los tiene, y cree que no hay ninguno en el cumplimiento de un deber a que no comprende que se pueda faltar, sucede, además, que halla mayor número de ecos el vituperio que el elogio, y que la voz pública grita más cuando dice a las clases apartadas entre sí lo que contribuye a alejarlas, que aquello que las podría aproximar.

En ocasiones solemnes, en peligros graves, hay circunstancias en que se aproximan los que están más distantes, en que se prescinde de diferencias, en que desaparece el marqués, el abogado, el albañil, el labrador: no queda más que el hombre, y callan las vanidades y los odios, y hablan el sentimiento y la conciencia. En estas aproximaciones se ven semejanzas no sospechadas, y se sienten simpatías y se reparan injusticias. Pero tales casos excepcionales no pueden destruir el efecto de la regla, que es un alejamiento auxiliar de la malevolencia entre los que ocupan los extremos de la escala social.

Se ha dicho hace ya tiempo que la aristocracia no tenía entrañas. ¿Por qué? Porque se creía de otra especie que la plebe, y porque realmente era muy distinta. Sin igualdad en el grado necesario, no puede haber fraternidad: se escribirá en los libros o en las banderas; pero no estando grabada en el corazón de los hombres, si se llaman hermanos será por hábito y casi necesariamente, o por hipocresía. Tocqueville cita a este propósito cierta carta de madame de Sevigné, una mujer vehemente y tierna, que da noticia a su hija, con un gracejo cruel, de la frecuencia de las ejecuciones capitales, en que los plebeyos morían a manos del verdugo, y a veces horriblemente torturados. ¿Habría hablado en el mismo tono si las víctimas hubieran sido de su clase, gente distinguida, caballeros principales? Seguramente que no: así no se habla de semejantes, sino de chusma abyecta y despreciable, con la cual se cree no tener nada o poco de común. Y esta cita no es rebuscada; la historia está llena de documentos, y los Códigos de leyes que prueban los diferentes sentimientos que inspiran los hombres según sus clases, cuando entre éstas hay diferencias muy grandes. Aun sin recurrir a la historia, observando lo que alrededor de nosotros pasa, podremos comprobar esta verdad con numerosos hechos, y tal vez con los propios sentimientos, si con sinceridad los analizamos. Posible es que tengamos mayor simpatía con las personas de nuestra clase, que no estemos exentos de prevenciones respecto a los de abajo o a los de arriba, que nos hallemos más dispuestos a favorecer a los que tienen una posición más parecida a la nuestra, y que tengamos por más prójimos a los más próximos.

No estamos de acuerdo con los filósofos moralistas que consideran la simpatía y el sentimiento como base de la moral y, por consiguiente, del derecho; pero tampoco con los que niegan al sentimiento y a la simpatía la parte que les corresponde en las determinaciones de la conciencia, en las costumbres, las leyes y los destinos humanos. La manera de ser del individuo y de la colectividad es la del hombre, del hombre completo, con todos los elementos de su naturaleza; y cuando se la quiere mutilar con sistemas, cuando se prescinde de la razón o de los afectos para explicar las determinaciones o señalar los deberes, cuando se da preponderancia a causas que no la tienen, o se supone sucesivo lo que es simultáneo, tanto como se desconozca la verdad se prescindirá de la justicia.

Aunque la simpatía no sea base de la moral ni la exclusiva causa determinante de las acciones del hombre; aunque el sentimiento es influido por la razón, a su vez influye en ella de modo que en los afectos hallamos la influencia de las ideas, y en las ideas la de los afectos.

Que lo sentido influye en lo pensado, y lo que pensamos en lo que sentimos, cosa es que no puede negar nadie que analice sus determinaciones. Si nos fuese indiferente en absoluto ver en peligro de muerte a un hombre, y a todos les sucediera lo mismo respecto a los demás, ¿tendría poder bastante la razón para persuadirnos que era un deber la molestia, el trabajo y hasta el sacrificio para auxiliar al que peligraba? Los raciocinios, ¿no se estrellarían contra el brutal qué me importa del egoísmo, de todos los egoísmos, que hacían de la conciencia pública como una montaña de hielo? ¿Qué idea se formaría del mal cuando no entrase en ella el daño que se deplora, el dolor que se compadece? ¿No es permitido dudar de que la inteligencia sola llegase a discernir el mal del bien si el hombre no sintiera absolutamente nada los padecimientos del hambre y le impresionaran lo mismo los ayes del dolor que la expresión placentera de la dicha? ¿Qué medios tendría el entendimiento solo para persuadir a la humanidad insensible de que el sacrificio y la abnegación no eran una ridiculez y una locura? ¿A qué se aplicarían las formas de la razón? ¿No les faltaría materia? ¿No permanecerían en una inmovilidad abstracta, o se agitarían en el vacío? No buscarían en vano un punto de apoyo para la palanca que intentara mover el mundo moral? Pero no existiría mundo moral, ni humanidad, que no se concibe sin sentimiento como sin inteligencia. Esas mutilaciones imposibles no deben tenerse en cuenta sino para condenarlas con el espíritu de sistema que las imagina.

Tomando el hombre como es, con inteligencia y sentimientos que mutuamente se influyen, la desigualdad exagerada que entibia los afectos de las clases habrá de influir en sus ideas, y el modo de pensar y de sentir, en las costumbres, las leyes y la organización social. A menos semejanzas corresponderán menos simpatías, menos disposiciones benévolas, menos lazos espontáneos, y mayor necesidad de basar el orden, no en la armonía, sino en el cálculo, el temor y la fuerza. Los afectos disminuyen o suprimen muchos rozamientos y evitan muchas explosiones. Es claro que si todos los hombres se amasen verdaderamente, sin leyes se realizaría el bien de todos y desaparecería de la sociedad toda injusticia: es un ideal a que no es probable que se llegue; pero no es un sueño, porque puede realizarse y se va realizando en cierta medida, y porque en acercarse a él está la perfección y prosperidad de los pueblos. Estos se hacen la guerra por muchas causas: una es porque no se aman; luego se aborrecen porque se hacen la guerra y porque se la han hecho. En las clases de un mismo pueblo, cuando hay entre ellas desigualdades que constituyen diferencias exageradas, sucede algo parecido: porque están lejos y no se asemejan, no simpatizan; porque no simpatizan no se hacen justicia, y porque no se hacen justicia son mutuamente injustas; y como existen entre ellas relaciones necesarias, es más fácil que sean contra derecho que basadas en la equidad. En el mundo moral, como en el mundo físico, toda fuerza en acción produce un efecto, y el hombre, todo hombre, es una fuerza en acción. Por miserable que sea y por insignificante que parezca, tiene un poder: le tiene el mísero que da lástima, la ramera que da escándalo, el bandido que da miedo. La sociedad es una serie de acciones y reacciones morales o intelectuales en que toman parte todos sus individuos, y no hay nadie que no influya y no sea influido en este incesante movimiento. Ya se comprende la ventaja y aun la necesidad de que sea ordenado, y que las partes de ese: todo, que no son, que no pueden ser extrañas unas a otras, tengan ideas y sentimientos análogos, ya que tienen un destino, hasta cierto punto, común.

Puede haber y hay excepciones honrosas, fraternidades individuales entro personas muy desiguales; pero las clases, cuando distan mucho, se aprecian y se aman poco, y menos cuanto más se alejan.

Es posible que alguno suponga que nos salimos del asunto; pero estamos muy dentro y muy hondo en él. Entre la masa rica y la miserable hay profundas diferencias que de la esfera intelectual y afectiva pasan a la económica, influyendo en la distribución de la riqueza y de las utilidades del trabajo.

A los ricos les parece natural y justo trabajar poco o nada, ganar bastante o mucho, y que los miserables tengan hambre cuando no tienen trabajo y coman escasamente cuando trabajan.

Les parece natural y justo hacer un presupuesto muy elevado de sus gastos indispensables, aquellos de que absolutamente pueden prescindir; y que el salario de los miserables se atenga a las leyes de la oferta y la demanda, subiendo cuando hay pocos, bajando cuando hay muchos; sin considerar que los hombres no son sacos de trigo; que, muchos o pocos, necesitan un mínimum para vivir que no está relacionado con las leyes económicas, sino con las fisiológicas, y que, cuando no le tienen, sufren, enferman y mueren.

Les parece natural y justo holgar o trabajar sin fatigarse, y que los miserables agoten sus fuerzas trabajando.

Les parece natural y justo no economizar gasto para precaverse de los agentes exteriores perjudiciales o molestos, y que a los miserables, por economía, se los dedique a trabajos insalubres sin precaución alguna, sacrificando su salud y en ocasiones su vida.

Les parece natural y justo comer el pescado que representa, no sólo trabajo, sino peligro de la vida; dar apenas con qué sustentarla al pescador, y cuando muere en el mar no ocuparse de lo que será de su viuda, de sus hijos o de su madre.

Les parece natural y justo que el rédito del capital y la retribución del trabajo más o menos inteligente dedicado a las empresas industriales no estén en proporción con lo que se paga el trabajo manual; como si el dinero y la inteligencia sirvieran de algo sin la cooperación del obrero.

Les parece natural y justo que la gente limpia, instruida y con buenas formas goce, y que la gente sucia, ignorante y grosera sufra.

Les parece natural y justo que ellos, previsores, instruidos y prudentes, se aprovechen de la imprevisión, de la imprudencia y de la ignorancia de los miserables.

Les parece natural y justo que en toda empresa, no sólo el mayor provecho, sino toda la honra, sea para el que la manda o dirige, y que los que siguen u obedecen no tengan palma, ni gloria, ni posteridad, aunque sean mártires o héroes.

Todas esas cosas les parecen, nos parecen, naturales y justas y necesarias, como se lo parecía la esclavitud en la antigüedad, no sólo al vulgo de los que la explotaban, sino a los grandes hombres de Estado y a los profundos filósofos: parecen justas y naturales por la gran diferencia que media entre ricos y miserables, porque, cuando la desigualdad se gradúa, podrán fraternizar algunos individuos, pero no fraternizan las clases. Hay desdén, desvío, dureza, injusticia, todo, sin que se aperciban de ello los desdeñosos o injustos, que lo son las más veces de buena fe, considerando la suerte de los que están muy abajo y muy lejos tan inevitable y fatal como el rigor de las estaciones.

¿Cómo nacen, viven y mueren los miserables? Un corto número de personas bien acomodadas lo estudia, lo sabe y lo siente; la mayoría, o no piensa en ellos, o supone que están como pueden y deben estar, pareciéndole muy lógico que el carro de la civilización marche como el de ciertos ídolos, destrozando con sus ruedas numerosas víctimas. Con tales disposiciones, las superioridades reales se creen en derecho y tienen poder para exigir y alcanzar ventajas exageradas. Por regla general, muy general, siempre que se desprecia se oprime, y siempre que se oprime se explota.12

Falta de personalidad del obrero.- La falta de personalidad de gran número de trabajadores, a quienes con desdichada exactitud se llama masas, es un poderoso elemento de la depreciación de su trabajo; para él puede decirse que en cierto modo existe la esclavitud: no es personal, no le hace esclavo de los hombres, pero sí de las cosas. el amo no tiene un nombre de pila y un apellido de familia; el tirano se llama hambre, frío, concurrencia; pero hay que obedecerle diga lo que diga, y someterse mande lo que mande. Se dirá que todos nos sometemos a las exigencias de nuestra situación; que pueden variar con ella, pero que siempre suponen esfuerzos, abstenciones, una voluntad que se contiene, se contraría o se dirige. Cierto; pero los hombres libres se someten por razón a cosas razonables, y los esclavos por necesidad a cosas absurdas; la diferencia es esencial, y con disfraz o sin él, hay esclavitud siempre que el hombre sigue por fuerza (por una fuerza, sea la que quiera) un camino que en razón no debía seguir.

Es un progreso y no lo desconocemos, felicitándonos de él, que la tiranía pase de los hombres a las cosas; pero no hay que exagerar las ventajas del cambio, ni creer suprimida la esencia porque ha variado la forma, ni imaginarse que, habiendo desaparecido la tiranía personal, no pueda existir más o menos graduada la colectiva.

Puesto que hay esclavos, y los miserables lo son, hay tiranos.

Decir la tiranía de las cosas es una manera de expresarse abreviada, no exacta, para significar la de las colectividades cuando se trata de fenómenos que se realizan en la sociedad sin, ser naturalmente necesarios.

Que la esclavitud sea una relación necesaria, una ley natural, parece cosa imposible de sostener ya; de manera que es obra social, y la responsabilidad no dejará de existir porque no pese sobre un individuo determinado.

Insistimos en que hay progreso en esta transformación; mas dada la naturaleza humana (y no debemos desconocerla por humanidad), de la tiranía personal a la libertad no podía irse sin pasar por la tiranía colectiva; pero debe comprenderse que estamos en ella: porque haya aumentado el número de los emancipados y disminuido el de los esclavos, éstos son todavía bastantes.

Los que no han tratado y compadecido mucho a los miserables; los que no saben cómo nacen, cómo crecen, cómo viven, cómo son, juzgarán que exageramos al afirmar que hay esclavos. ¿No tienen los mismos derechos que los demás hombres? ¿No tienen abiertas las escuelas para aprender, la Bolsa para negociar, la carrera militar para acreditar su valor? ¿No pueden ser sabios, capitalistas y héroes? ¿No lo han sido algunos que salieron de las últimas filas del pueblo? Sí; alguno entre millones, y éste tal vez no saldría de entre los miserables, sino de entre los pobres; porque ni para estos hechos hay estadísticas, ni cosa tan esencial como la diferencia entre la pobreza y la miseria pasa de un matiz imperceptible para el mayor número de los que influyen en la marcha de las sociedades. Pero los que distinguen la pobreza de la miseria y han estudiado bien ésta, saben que esclaviza fatalmente a los que abruma; que abre un abismo entre ellos y la sociedad culta y bien acomodada, formando una verdadera casta no establecida por ninguna ley, pero de cuya existencia no puede dudarse observando las casas donde se albergan, las fábricas, los talleres, los campos donde trabajan, las tabernas donde se embriagan, las prisiones donde se recluyen y el hospital en que mueren. Considérese que esa masa de hombres han sido niños. El niño del miserable, apenas nace, se siente mortificado por las necesidades materiales no satisfechas; tiene hambre, tiene frío, y las más veces se encuentra en soledad y abandono: su madre es demasiado pobre para dedicarle el tiempo que necesita; demasiado desgraciada para congratularse de que haya nacido: su padre no se felicita de una nueva existencia que es una nueva carga, y los dos se van de casa a fin de ganar lo indispensable para no morirse de hambre: ella vuelve deprisa, él acaso no vuelve; prefiere cualquiera compañía, por peligrosa que sea, al hogar lóbrego, reducido, malsano, sucio, donde la cama está sin hacer, los niños sin asear, la comida, cuando la hay, sin condimentar, y donde todo se resiente de la prolongada ausencia de la mujer. Allí donde el pan escasea, donde el bienestar no se conoce, hay más lágrimas y blasfemias que caricias y palabras de consuelo; y allí crecen esos niños, cuya vista inspira el dolor profundo que J. Janin ha expresado de una manera tan conmovedora, diciendo que al contemplarlos ocurre la idea de que no se han reído nunca. Estos desventurados inocentes vegetan en abandono moral y físico; para ellos la vida es y no puede ser otra cosa que la mortificación de las necesidades materiales no satisfechas o el gusto de satisfacerlas.

Importa mucho fijarse bien en esta verdad: La carencia prolongada de lo necesario fisiológico embrutece indefectiblemente, porque la mortificación de la necesidad no satisfecha embarga el pensamiento, volviéndole hacia los objetos materiales que pueden satisfacerla. Los que esto lean no tendrán experiencia de lo que es la privación material por efecto de la miseria; pero tal vez la conozcan por efecto de una enfermedad: tal vez recuerden que la sed patológica no los dejaba pensar más que en agua, y el hambre de la convalecencia les hacía esperar con ansia la hora de comer; tal vez recuerden que ellos, personas educadas, cultas, espirituales, elevadas, descendían a la preocupación brutal del alimento y la bebida porque estaban bajo el imperio de una necesidad física no satisfecha. Y cuando una situación parecida se prolongue; cuando constituya la vida; cuando falta fuego y ropa para combatir el frío, alimento para combatir el hambre, como al niño miserable, ¿qué sucederá? Lo que a él le sucede: que se embrutece, sintiendo dolorosamente la carencia de lo necesario y que su vida viene a ser sufrimiento de necesidades que no se satisfacen, ansia de satisfacerlas, placer de haberlas satisfecho. ¡Qué vida!

Así crece, educado por los que han crecido como él, y en una atmósfera de brutalidad que pudiera llamarse fisiológica: tal vez no recibe instrucción literaria; pero si tiene alguna es inútil, quién sabe si perjudicial, porque aprender a leer no es aprenderá discurrir, y para el que está embrutecido la facultad de combinar letras sin comprender ideas viene a ser un instrumento mecánico de que no puede hacer uso para elevar su espíritu. Apenas tiene alguna fuerza física, sus padres se ven en la necesidad de apresurarse a utilizarla. ¿Cuál es su aptitud? ¿Cuál su inclinación? Nadie lo pregunta ni lo sabe; ni aunque se supiera serviría para dirigirle por el camino más conveniente. El hambre hará veces de vocación, y será llamado donde le admitan. Por ventura, puede escoger. ¿Y en qué condiciones trabajará? En las que le impongan. ¿Cómo rechazarlas, y tratar él, que tiene necesidad, con los que tienen dinero y cientos o miles de hombres que aspiran al puesto que deje vacío y aceptarán las condiciones que él no admita?

Pruebas de la tiranía de la necesidad se ven por todas partes. En Madrid se presentan al Ayuntamiento cierto número de operarios pidiendo que no se exijan condiciones de seguridad para que su trabajo no ofrezca los peligros causa de tantas desgracias. ¿Cómo así? Porque los dueños de las obras, si no se puede trabajar de la manera bárbara o inhumana que tienen en uso, amenazan con paralizarlas, y el obrero, entre la seguridad de morirse de hambre y la eventualidad de perecer de una caída, prefiere ésta; y como no puede esperar, y como no encuentra apoyo en la ley ni en la autoridad, ni hay opinión pública, ni humanidad, ni nada público más que escándalo, pide contra sí un mal para evitar otro mayor. Niño, joven o adulto, el hambre impone a su trabajo condiciones que no puede rehusar. Sucio, haraposo, privado de lo necesario, ve que otros gozan, y quiere gozar. ¿Cuáles serán sus goces? Fácil es adivinar por su manera de ser, por los ejemplos que ve y por los recursos de que dispone. ¿Adónde fue su abuelo y va su padre? ¿Dónde puede ir el que sea admitido, sucio, y que se complazca grosero? ¿Qué pasatiempos están al alcance de su inteligencia y de su bolsillo? Una bebida alcohólica, una baraja mugrienta, tal vez, una mujer perdida. La distracción para él está tocando al vicio; dichoso, meritorio, admirable, si se detiene ante el límite. Si no le pasa, sigue su via crucis heroicamente honrado, pero inevitablemente embrutecido, y a merced de las crisis mercantiles o industriales, golpeado contra las privaciones, como el bulto, no sujeto, que los vaivenes del barco hacen chocar contra la obra muerta. ¡Si al menos fuese tan inerte como él! Pero la semejanza se limita a verse arrastrados entrambos por una fuerza exterior, sin tener en sí otra que la contrarreste o neutralice. El miserable no sabe por qué sucede lo que sucede, ni cómo podría evitar o modificar las situaciones que le abruman. Si tiene poca conciencia y poca paciencia, infringe las leyes escritas, se pone en lucha con la sociedad; si no, sufre su suerte abatido y humillado, adhiriéndose cuando más a alguna tumultuosa huelga, o tomando parte en un motín sin saber si lo que pide es hacedero, si con ello empeora su suerte, sin distinguir entra reunirse y asociarse, ni tener medios, ni aun idea de conquistar su personalidad.

¡Cómo! se dirá. ¿El miserable no es persona? ¿No tiene derechos de ciudadano, y puede votar diputados, y en ocasiones hasta emperadores o reyes? Sí; va a las urnas como a las huelgas; tiene voto sin opinión, o individualidad sin personalidad. ¿Sabéis cuándo la adquiere? Si enferma y va al hospital, si delinque gravemente y va a la cárcel. Entonces el médico, el juez o el fiscal le tratan como a un hombre, que no invoca en vano, o que no necesita invocarlas, las leyes de la humanidad y las penales.13 Y hemos dicho si delinque gravemente, porque si su falta es ligera, si es solamente reo de mendicidad o vagancia en las temporadas en que se persiguen, será posible, y aun probable, que su personalidad desaparezca ante medidas gubernativas que le condenen sin forma de juicio, o leyes que parecen hechas sin él, hasta tal punto conculcan el derecho.

Respétese o no, el del miserable, cuando delinque o enferma, como estas situaciones son excepcionales, consideremos las normales, y veremos que, aun cuando tenga personalidad patológica o jurídica, no se concluye de aquí que socialmente sea persona, ni se le considere como tal. Observando su modo de ser, se le ve dominado por la fatalidad de las necesidades materiales, y cómo la penuria económica produce la moral y la intelectual. En la íntima relación que existe entre el cuerpo y el alma, tan absurdo es buscar el bien prescindiendo de las necesidades físicas, como de las espirituales: que el hombre moral e intelectual influye en el hombre material, es sabido; y si el vicio, el crimen y la locura no pueden dar por resultado el trabajo inteligente, la economía y el ahorro, tampoco el hambre producirá la elevación del espíritu, ni la dignidad. Más adelante nos detendremos a comparar el pauperismo material y el intelectual, y sus estrechas relaciones; por el momento nos limitaremos a afirmar que existen.

Basta considerar que la retribución y condiciones del trabajo del miserable no se proporcionan a sus necesidades, a su fatiga, a su merecimiento, a ninguna ley equitativa ni moral, sino a la económica de la oferta y la demanda, para ver claramente que es tratado como cosa y no como persona.

Si se dice que las leyes económicas así lo exigen, y que es en vano revolverse contra ellas por ignorancia o dolerse por humanidad, responderemos que en todo fenómeno, sea físico, moral, intelectual o social, hay que estudiar la fuerza intrínseca propia del objeto que se estudia, y la de aquellos que le rodean e influyen en él, para saber su modo natural de acción, su ley. Así como los astrónomos no deducen la ley del movimiento de los astros por la energía impulsiva que observen en uno, sino que tienen en cuenta las modificaciones que le impone la masa y proximidad mayor o menor de otros, así los economistas deben tener en cuenta todos los elementos que entran en las relaciones necesarias, para no llamar ley a un error, a una verdad incompleta, a una injusticia.

Que la ley económica de la oferta y la demanda no es tal ley, si se la quiero aplicar al trabajo del hombre sin modificación alguna, es cosa que puede comprenderse observando algunos hechos.

La concurrencia no produce siempre los efectos señalados en la teoría. Cierto es que rebaja el salario del obrero en algunos casos hasta reducirle a lo puramente indispensable para sostener sus fuerzas cuando trabaja, y aun a menos; cierto, demasiado cierto, que reduce la retribución de la obrera, mermándola hasta el punto de que no gane para comer mal aun cuando trabaje; pero siempre que las reglas del cambio se aplican lo mismo a los hombres que a las mercancías, es, hay que repetirlo, porque los hombres son considerados como cosas, porque se hallan en una situación anormal; así como es señal de que está enfermo cuando las leyes físicas obran sobre su cuerpo sin ser modificadas por las fisiológicas, por la vida. Puede verse que la concurrencia, en muchos casos, en vez de abaratar el producto hasta el mínimum económico, deja el precio mucho más alto, aumentándose el número de los vendedores o de las manos intermedias innecesarias entre el productor y el consumidor. ¿Por qué? Porque la regla encuentra egoísmos, cálculos, errores, inteligencias, fuerzas, personas, en fin, que la modifican.

En España se realiza hoy un hecho muy digno de notarse: el número de los abogados y de los médicos ha aumentando en términos, que se dice que hay un abogado para cada pleito, y un médico para cada enfermo. El dicho claro está que es una exageración; pero no cabe duda de que acaso la mayor parte de los abogados no tienen clientes, que muchos médicos no encuentran enfermos, y el número excesivo de jóvenes que se dedican a estas carreras ha llamado la atención o inspirado temores por razones que no son de este lugar. Según la regla económica de la oferta y la demanda, ¿qué debía suceder? Que la retribución de esas clases bajase. ¿Qué ha sucedido? Que esa retribución se ha aumentado. ¿Por qué? Porque el elemento económico no ha obrado en virtud de su sola fuerza, sino modificándose en virtud de la influencia de otros elementos morales e intelectuales. Los abogados y los médicos, sobre todo los últimos, han subido en consideración social, y no podían bajar en estipendio. Ha aumentado el precio de los comestibles, el de las habitaciones, las exigencias del lujo, que en muchos casos vienen a convertirse en necesidades para el que trata con el público y tiene que contemporizar con sus opiniones. El abogado y el médico tienen que vivir en una casa decente, vestir con decencia y comer regularmente, por lo cual necesitan cobrar más y cobran, aunque haya algunos o muchos que no ganen nada. ¿Cómo viven? Es cuenta suya; la de los trabajadores es cobrar conforme a su merecimiento y a las necesidades de su clase. Y aquí hablamos del común, que los que se distinguen por mérito o habilidad se hacen pagar en ocasiones poco menos que si fueran tenores.

Hechos análogos hay muchos en todas partes; pero hemos citado éste Porque prueba de una manera evidente que la regla económica de la oferta y la demanda, cuando se trata de salarios, no es una relación necesaria; no es una ley sino cuando, en vez de encontrar con personas que reaccionan contra ella, obra sobre individualidades inertes, intelectualmente hablando, que se dejan aplastar por el rodillo económico, como se dejan mojar por la lluvia y tostar por el sol.

De modo que si la regla de la oferta y la demanda aparece como ley para muchos obreros, la ley de bronce, que decía Lasalle, y rebaja excesivamente su salario prescindiendo de sus necesidades, es efecto y prueba de que no tienen personalidad. Por eso hemos dicho que podían en cierta manera considerarse como esclavos, siendo la falta de personalidad el signo característico de la esclavitud.

Exceso de población.- Esta causa, de que nos ocuparemos más detenidamente en el capítulo de la falta de trabajo, contribuye a depreciarle, ofreciéndole en desproporción con la demanda, cuando, según dejamos dicho, el poco aprecio en que se tiene al obrero y su falta de personalidad no combaten la tendencia a equipararle a las cosas que se pagan menos cuanto más abundan.

Gustos, costumbres.- Los gustos extravagantes o depravados, los caprichos pueriles, las opiniones erróneas y la carencia de ideas influyen, y mucho, en la injusta retribución del trabajo. Un sastre, una modista de moda, se pagan más que un mecánico notable; una bailarina más que un maestro; un cómico más que un magistrado; un cantante más que un ministro; y mientras que un novelista inmoral gana mucho dinero, un pensador profundo carece de lo necesario. Los embaucadores de todo género, los que propalan errores y mentiras, suelen estar mejor retribuidos que los apóstoles de la verdad. Descendiendo más en la escala social, la injusticia es menos perceptible, pero no menos cierta, y la inmoralidad, el error y el capricho influyen en que no se distribuya equitativamente el salario entre los obreros. Ellos mismos contribuyen al daño, y de su miserable peculio proporcionan pingües ganancias al saltimbanquis, al histrión, al tabernero, al curandero, al torero, a mil variedades de charlatanes y estafadores, moralmente hablando. Los mismos que se quejan de la injusta proporción en que se retribuya el trabajo, contribuyen a ella más o menos, y será muy raro el que en este asunto no peque y pueda tirar la primera piedra. La producción se ajusta a los pedidos, y éstos a los gustos y necesidades, verdaderas o ficticias, del consumidor; de modo que las imperfecciones de éste salen al mercado en forma de demandas absurdas, de estancamiento de productos que debían venderse, de precios exagerados o ínfimos que influyen en el de los salarios de una manera poco equitativa.

Falta de equidad e inteligencia en lo que al trabajo se refiere.- El obrero que se tiene por honrado, y lo es en otros conceptos, como trabajador suele dejar mucho que desear, puesto que trabaja lo menos que puede, descuida las herramientas y desperdicia los materiales. En su ignorancia, supone que ningún interés tiene en conducirse de otro modo, sin notar que de su jornal sale el más crecido del capataz o sobrestante.

Por corto que sea el número de operarios, es indispensable para hacerlos trabajar la vigilancia de uno que no trabaja, y con suprimirle podría aumentarse el jornal de los trabajadores, más o menos, según los casos, pero siempre bastante. Esto aun en los trabajos de muy poca importancia, porque, en cuanto tienen alguna, además del capataz o sobrestante está el contratista, esa rueda indispensable de toda obra, que se enriquece con la miseria del obrero.

-¿De quién es aquella casa que se está haciendo con tanto lujo?

-Del contratista de un pequeño túnel.

-¿Y las familias de los que murieron en él? -No sé; pedirán limosna.

-¿Y los obreros despedidos?

-Buscan trabajo, que no encuentran.

-¿Estarán en la miseria?

-Sin duda.14

Casos como éste se ven por todas partes; el contratista, que es una calamidad para el obrero, es una necesidad para la obra, y tienen que recurrir a él aun los que deploran su onerosa intervención. La causa está en la poca moralidad del obrero, que no trabaja si no se le vigila, podría decirse si no se le acosa, y en su falta de inteligencia para formar, asociado, un conjunto armónico en que las ganancias se distribuyeran de un modo equitativo en vez de una masa que se explota.

La participación en las ganancias siempre que sea posible, y lo sería en la mayor parte de los casos, aumentaría los beneficios de la industria, las ventajas de toda obra, mejorando la condición económica del obrero; pero esto no puede conseguirse mientras no se eleve su nivel moral o intelectual. La contrata, la empresa, cualquier nombre que tenga, mientras no forme parte de ella, reducirá hasta el mínimum posible su jornal.

Falta de espíritu de asociación.- Aunque, según queda indicado, trataremos de la asociación en capítulo aparte, conviene hacer notar en éste que el aislamiento deja al obrero débil enfrente a fuerzas que le arrollan. A veces las condiciones económicas del trabajo no permiten que sea más retribuido; por otras, si en vez de ofrecerlo individual lo ofreciera colectivamente, si en vez de presentarse uno a uno haciéndose una competencia desastrosa llegaran los operarios reunidos para tratar en nombre de todos, podrían sacar para cada uno las ventajas compatibles con la situación económica de su trabajo. Y esto aun en las condiciones más desfavorables, cuando sólo se trata de un jornal; que para la participación en las ganancias indispensable es reunir y armonizar las fuerzas, es decir, asociarse.

Prolongación innecesaria del aprendizaje.- Si se estudiara detenidamente la condición del aprendiz, se explicarían y se disculparían muchos defectos y faltas del obrero. Un niño entra en casa de un industrial para que le enseñe un oficio, y empieza por ser su criado. Va a recados, a llevar obra, a traer material, a cuanto ocurre; y cuando los padres preguntan si no es ya tiempo de que gane algo, les responden que no sabe nada, y es cierto: lo que no suele ser verdad es que sea por holgazanería o torpeza, sino porque no le enseñan. Como en el taller es no sólo criado del amo, sino de los oficiales y aun de los aprendices mayores que él; como le tratan mal, la estancia allí no tiene ningún atractivo; en la calle encuentra distracciones, y cuando sale tarda en volver. Dicen que se hace un pillete, a lo cual contribuyen, más que los pasatiempos de fuera, las conversaciones de dentro, y las máximas inmorales, y las palabras soeces, y el relato de aventuras que le enseñan lo que no debía saber nunca, o siquiera no tan pronto. Al cabo de tiempo, y de grandes privaciones y miserias, olvida lo que aprendió en la escuela, aprende el oficio y empieza a ganar algo. Pasa más tiempo, y adquiere mayor destreza, hace la misma labor que los oficiales, acaso trabaja tan bien como el maestro, y continúa, no obstante, en su categoría de aprendiz y cobrando como tal. Como el maestro tiene mucho interés en prolongar esta situación, se prolonga a veces mucho, desmoralizando con la injusticia al que es víctima de ella; disminuyendo directamente su jornal, o indirectamente el de los oficiales, que no se han de pagar mucho cuando hay quien por muy poco hace lo mismo que ellos hacen.

Obra a destajo.- Tal vez parezca extraño que señalemos como concausa que en ocasiones contribuye a depreciar el trabajo el que se paga según la labor ejecutada, sistema encomiado por los que no consideran más que sus ventajas: no las negaremos; pero hay que hacerse cargo también de los inconvenientes, y ya debieron sospechar sus encomiadores que los tenía cuando con tal insistencia se han pronunciado contra él las asociaciones de obreros más prácticas y disciplinadas, las trade's unions inglesas.

No condenamos en absoluto la obra a destajo, procurando huir siempre de absolutas, que muchas veces dan a las proposiciones económicas apariencias científicas y realidades erróneas. Hay casos en que el sistema en cuestión es ventajoso, o en que es el único posible económicamente hablando; pero en otros sucede poco más o menos lo siguiente. El patrón, maestro o empresario ve que los obreros a jornal (de 10 reales, por ejemplo) hacen poco, y les propone trabajar a destajo; aceptan, se aplican, se esfuerzan, en ocasiones se agotan, y sacan 30 o 40 reales diarios. Esta ganancia excesiva produce lo que podría llamarse escándalo económico, no dura, no puede durar, y se va rebajando el precio de la unidad de obra hasta dejarle reducido (si las circunstancias favorecen) de modo que la hecha a destajo no produce al día más que los 10 reales del anterior jornal, que ya sólo pueden ganar los obreros más inteligentes y activos, resultando rebajado para los otros. Este hecho, que se repite una y otra y muchas veces, explica la prevención que muchos obreros tienen por el trabajo a destajo, y los que no ven en él más que ventajas es porque no le han considerado por todas sus fases.

Entran en una fábrica, y observan un operario que recibe una retribución según las unidades de obra, una prima si pasan de cierto número, otra mayor si excede de aquél, etc., etc., de manera que saca un jornal excesivamente alto. Perfectamente: aquí los economistas dan la mano a la flor del socialismo, a cada capacidad según sus obras. Pero esta voz de triunfo va seguida del grito de angustia vae victis!, y aquí los vencidos son los obreros medianos, la mayoría, que no puede seguir a los más hábiles en su carrera de campanario y ve mermada su retribución. Pero los más hábiles, ¿cuánto tiempo resisten esa tensión anormal de trabajo tan intenso? No se sabe; no hay datos todavía para calcular el daño que ha empezado a observarse ya, y los mismos que encarecen en absoluto la obra a destajo confiesan que, en ocasiones, es excesiva la intensidad del trabajo, aunque éste no se prolongue por muchas horas. No será imposible que con el tiempo resulte, como alguna vez ha resultado ya, que los obreros sabían más Fisiología que los economistas.

Falta de moralidad general.- La desmoralización de todas las clases influye a veces indirecta, otras directamente, en la retribución del obrero; y aunque alguno considere la afirmación exagerada o absurda, podría escribirse una obra, y voluminosa, sobre el asunto: nosotros nos limitaremos a indicar algún hecho en comprobación de lo dicho y para poner al lector que no lo esté en camino de observar otros análogos y sacar consecuencias.

Hay una subasta; se presenta un rematante de buena fe que quiere trabajar y cumplir las condiciones de la contrata, por lo cual no puede hacer rebaja, o muy poca; pero he aquí que un enjambre de primistas, que ni saben ni quieren trabajar, hacen su depósito, y le amenazan con rebajas y una competencia imposible de sostener; entonces transige, se ajusta y regatea el precio de la retirada, que varía según la cuantía del negocio; queda un solo postor; la subasta es mentira, y verdad cierto número de primas cuyo importe asciende a miles de reales, o de duros, a veces muchos, según el negocio. Este podrá dar para todo, pero a veces no da, y el contratista, que empezó por hacer un desembolso, tiene que resarcirse como pueda, que suele ser a costa de los braceros, cuyo jornal disminuye.

Un armador tiene que comprar en los puertos el tiempo que le harán perder si no le paga, compra que le cuesta al año miles de duros, con los cuales podría aumentar la retribución de los marineros, etc., etc.

- II -

1.º y 2.º Todo lo que hemos dicho en el capítulo anterior respecto a la imperfección de la industria, puede aplicarse en éste a su atraso y a la poca destreza del obrero, porque, cuando éste trabaja mal en una empresa mal montada, produce caro y gana poco por regla general.

3.º y 4.º La poca consideración que inspira el obrero y su falta de personalidad, mal gravísimo, no tiene más que un remedio lento, pero cuya eficacia podría aumentarse contribuyendo los que pueden y deben a su educación o ilustración. La mayoría, la inmensa mayoría de la clase media, desprecia a los obreros y los teme alternativamente; son el animal de carga en los tiempos normales, y la fiera que rompió la jaula el día de motín o de revolución. Dice que los trata como son; pero si hay en esto algo de verdad, no es menos cierto que los hombres son también como los tratan.

Unos adulan al pueblo para que se deje convertir en escalón para encumbrarlos; otros le insultan y le calumnian, y apenas nadie le enseña y procura dignificarle para que, en la esfera económica lo mismo que en la política, su libertad no sea una mentira y su soberanía un escarnio. Que sus pocos verdaderos amigos, bien pocos, procuren hacer prosélitos para la misión necesaria y difícil de instruir y educar al obrero, dándole más ideas y mejores formas. Que la cosa no es imposible lo demuestra el hecho de que donde quiera que se trabaja en este sentido se saca fruto. A las almas generosas puede hablarse de abnegación y de piedad, a los espíritus rectos de justicia; pero a la mayoría, a las masas de abajo, hay que hacerlas comprender que cuando discurran, hablen y se vistan mejor las pagarán más; y a los de arriba, que no les conviene hacer fieras fiándose en las jaulas, porque las rejas se rompen, es seguro que un día u otro se romperán; y aunque no se rompieran, todo bien considerado va costando más trabajo asegurarlas que costaría el que no fueran precisas. Los viejos solos aun pueden hacer cálculos egoístas; pero los que tienen hijos y nietos y les dejan bienes de fortuna, debieran procurar no legarles la terrible herencia de grandes catástrofes sociales, inevitables si las multitudes no tienen personalidad que se respete y en la medida de lo posible se pague; personalidad que si parece un obstáculo al poder, será un dique contra la anarquía: todos los desbordamientos se verifican con fuerzas brutas o inconscientes.

5.º El exceso de población no es cosa absoluta, sino relativa a los medios de sustentarla, y dados los que hoy tenemos en España, sobra gente, que en parte emigra y en parte establece competencias en ciertos trabajos que contribuyen a rebajar el jornal. El equilibrio entre la población y los medios de subsistencia puede decirse que no existe en ningún pueblo: o tienen en su modo de ser social o físico algún mal profundo que no les permite multiplicarse y se despueblan si no reciben de afuera quien llene los vacíos que deja la muerte, o crecen de modo que no pueden vivir donde nacen, y emigran. Como la emigración, además de inconvenientes, ofrece dificultades que no todos pueden vencer, coincide con ella un exceso de población relativamente al trabajo que se necesita, y cuyo precio baja por consiguiente. La emigración, que en ningún país es un remedio, menos que en otro debe aconsejarse en el nuestro, donde hay tantas provincias tan despobladas y tanto que hacer, y no se hace aun en aquellas cuya población es más densa. Lo que hay que aconsejar y lo que debía emprenderse eran las muchas obras públicas que faltan porque el dinero que había de gastarse en ellas se despilfarra, se roba, se gasta en mantener parásitos; eran las industrias cuyos productos vienen del Extranjero; eran las mejoras del suelo y un cultivo racional o intenso: entonces no habría superabundancia de trabajadores y se pagarían mejor.

6.º La influencia de los gustos y las costumbres es como la atmósfera, que nos envuelve por todas partes. Cuando esta influencia es buena, contribuye al orden; cuando es mala, como sucede entre nosotros, le perturba, enriqueciendo a los que debía empobrecer o tal vez penar, y empobreciendo a los trabajadores de toda clase, que debían estar mejor retribuidos. Si pidiéramos que se mejoraran las costumbres para que los trabajadores recibieran retribución más proporcionada a su merecimiento, daríamos lugar con nuestra candidez a que nos comparasen a los niños que piden la Luna.

Pero si el intento de mejorar las costumbres de una manera eficaz y que diese pronto resultado sería vano, la depuración del gusto podría intentarse con más esperanza de éxito, aunque lento, ya se sabe. Dirigir las diversiones, como dejamos indicado, por el camino de la moral y del arte; generalizar los buenos principios de éste, para que la belleza recibiera culto como divinidad y no como ídolo abigarrado y deforme; dar a las mujeres una educación intelectual más elevada que las hiciera complacerse en cosas serias, verdaderas y bellas, sería combatir la puerilidad caprichosa y el gusto pervertido, que se alía tantas veces con una retribución injusta del trabajo.

7.º Para remediar el daño que resulta para el trabajador de su falta de equidad como tal, no hay otro remedio que ilustrar su inteligencia, demostrándole que es mal para todos, pero muy principalmente para él, la necesidad de vigilantes, sobrestantes y contratistas, cuyo salario sale del suyo y es mucho más crecido. Decimos que no hay otro medio que dirigirse a su interés, porque dado el estado de su conciencia y la hostilidad que por lo común existe entre las clases como el trabajador manual cree que los que le mandan trabajar le explotan, no tiene el menor escrúpulo en reducir la explotación cuanto esté en su mano y trabajar lo menos que pueda. El mismo que no hurtaría una peseta, que se indignaría con que se le supusiera capaz de hurtarla, quita dos, cuatro, veinte, las que valga el trabajo que debía hacer y no hace. Siendo esta disposición de ánimo y de conciencia general, teniendo hondas raíces que sólo el tiempo podrá extirpar, no queda más recurso que dirigirse al interés. Puede demostrarse que la hostilidad entre las clases perjudica a todas, y en este caso principalmente al trabajador manual, que por vengarse de los que le explotan resulta más explotado, teniendo que hacer el trabajo indispensable, sin el cual la obra sería imposible, económicamente hablando, por una retribución mermada por la del sobrestante, contratista, etc., etc. Ya sabemos la desventaja que hay, aun para el provecho material, de hablar al interés en vez de hablar a la conciencia; ésta percibe directa o instantáneamente; aquél necesita tiempo y rodeos para comprender, y acaso comprende mal. Del deber imperativo al interés calculado, de decir: «Héme aquí», a responder: «No sé si me convendrá ir», ¡qué diferencia! Pero hay que aceptarla como un hecho inevitable y recurrir a la persuasión, porque los preceptos, y más en esta esfera, son resortes muy gastados.

Ahora bien; la persuasión exige siempre un mínimum de conocimiento del asunto en el que ha de ser persuadido, así como un objeto el más perceptible y determinado necesita un mínimum de luz para ser visto, y este mínimum de conocimiento hay muchos cientos y muchos miles de obreros que carecen de él, y, lo que aún es peor, están muy mal dispuestos para adquirirle. Lo que a su parecer necesitan, no son ideas ni consejos, sino pesetas; y o son fatalistas que se creen predestinados para sufrir, o ilusos que imaginan poner fin a su miseria con un golpe de mano. Tal es, en resumen, la situación de ánimo del obrero: los que le compadecen y aun le aman, y aun los que le tomen, deben esforzarse para que varíe, para que comprendan la razón y su interés bien entendido, que está, no en trabajar poco y mal, con perjuicio del dueño de la obra, sino en hacer mucho y bien con ventaja de los dos. En tomar precauciones para que no le exploten hará bien; en querer explotar el que se halla en tan desventajosas condiciones, hace mal y muy en su daño.

8.º La falta de espíritu de asociación en España no es peculiar de la clase obrera, pero a ella perjudica más que a otra alguna, porque, cuanto un hombre es más débil, halla mayor ventaja en la unión, que, si no siempre, en muchos casos constituye la fuerza. Decimos no siempre, y es lo primero que hay que hacer saber a los obreros para desvanecer el error, tan común en ellos, de que un absurdo es razonable, y un imposible cosa hacedera, porque se reúnan centenares o miles de personas a quererla y a pedirla. Según queda indicado, consagraremos un capítulo especial a la asociación, pero insistiremos siempre en su gran importancia; y como tiene mucha para todos, las personas acomodadas deberían tomar la iniciativa y el ejemplo, que es el mejor medio de propaganda. Pero además de las ventajas que es común procurar con la asociación según su objeto, debería haber un fin superior y común a todas, y este fin debería ser la aproximación de las clases, que al asociarse separadamente aumentan la distancia que los separa, los agravios que las irritan y el encono con que se odian. La asociación por las clases se convierte fácilmente en arma de guerra, si no lo es desde un principio; la asociación en que las clases se confundieran serían un medio de concordia, un elemento de paz. Como la ciencia social no existe; como sin ella se tienen prácticas y opiniones erróneas, se tiene por únicamente practicable y razonable lo absurdo y peligroso de acentuar las diferencias y divisiones, multiplicándolas por la asociación. Desafiamos a que se nos muestre una, una sola en que los pobres y los miserables no puedan auxiliar a los ricos, y éstos a aquéllos. Hay algunas, como las que se proponen auxiliar a los náufragos, en que entran socios e diferentes clases sociales: los pobres no suelen dar dinero, pero dan sus fuerzas, y muchas veces su vida, y no son pocos los que se premian como héroes o se lloran como víctimas.

Ya hemos dicho en otra parte, tratando del patronato de los licenciados de presidio, cuán útil, cuán indispensable es que formen parte de él los pobres, y cuánto más serviría al que la sociedad rechaza un socio que le protegiera n el taller, que la protección del más acaudalado patrono. Sin la necesidad de abreviar la tarea que nos hemos impuesto, ya sobrado larga, iríamos enumerando los servicios que ricos y pobres asociados pueden prestarse mutuamente y a la sociedad, siendo los beneficios del orden espiritual los más dignos de aprecio, como lo son de que a toda costa se procuren. Como toda asociación racional se propone un objeto útil, los individuos que la componen comunican por su lado mejor, y en aquellas relaciones especiales forman de sí mutuamente buena idea y simpatizan: no hay cosa que más una que trabajar juntos en hacer bien. Entremezclándose así las diferentes clases, es evidente que se disminuirían muchos rozamientos, se amortiguarían muchos golpes y se ilustrarían muchas ignorancias. Y cuando decimos ignorancias, no hablamos sólo de los de abajo, sino también de los de arriba, que las hay también muy grandes, de la humanidad, de la vida, de la sociedad, de que no se conoce por lo común más que la superficie de un limitado espacio.

En la asociación compuesta, si podemos llamarla así, unos elementos servirían de contrapeso a otros, en casos de freno, haciendo compensación de las exageraciones en un sentido por las que tendieran al opuesto. En la asociación como generalmente hoy existe, simple, homogénea, cuando hay error o pasión, se precipita con la fuerza de todos sin que haya nada que la contenga.

Si de la asociación de trabajadores que se propusieran aumentar el jornal formasen parte personas más acomodadas o ilustradas, ¡cuántos auxilios materiales o intelectuales podrían prestar, cuántos golpes en vago y perjuicios evitarían, en forma de huelgas cuando no pueden dar resultado, o de motines que le tienen fatal para los que se amotinan! La falta de espíritu de asociación, que deja tantas veces al obrero solo y débil como una molécula que cualquier fuerza aplasta o aventa, es un mal de que, como todos los suyos, no le es dado curarse solo. A la clase que sabe más toca auxiliarla con iniciativas que no pueden venir de él, y cooperaciones que, si no en el orden legal, en el moral le son debidas, porque el deber está en proporción del poder.

9.º En la prolongación innecesaria del aprendizaje no puede influir directamente la ley; es un contrato que, como otros, tiene la apariencia, aunque no la realidad, de hacerse libremente por ambas partes. En las reacciones fuertes, como la que se verificó contra los gremios, al suprimir lo mucho malo que tenían, se ha destruido también lo bueno, que era la asociación y los títulos de capacidad. La asociación se reorganizará, tarde o temprano, de un modo o de otro, como se va reorganizando en otros países; pero los títulos de capacidad tememos que de ningún modo se restablezcan. Y al decir tememos, es porque no nos parece en nada incompatible la libertad con el orden, antes forma parte de él; y aunque todo el mundo pudiese abrir relojería, no vemos inconveniente, sino mucho beneficio, en que hubiera relojeros examinados. Con la variedad y vuelo de las industrias hay un gran número en que los exámenes no son necesarios ni aun posibles, y están en sus productos; pero en otras serían muy útiles, teniendo, entre muchas ventajas, la de que el operario que probara su aptitud de oficial no sería ya considerado como aprendiz. Cuestión de nombre, se dirá; el patrón podría continuar dándole la ley; pero los nombres, que al cabo significan cosas, no son tan indiferentes como a veces se cree, y ganando el aprendiz en consideración era camino para que ganase en dinero. Como por este medio no es probable que los aprendices lleguen a ser pagados al par de los oficiales, aunque hacen ya el mismo trabajo, no les queda otro medio que asociarse para resistir a las exigencias de los maestros cuando son injustos. Debían ser auxiliados (en algunos países van siéndolo ya) por asociaciones que los protegen de imposiciones codiciosas o contra sus impaciencias poco razonables; asociaciones que, no teniendo más interés que el de la justicia, pueden contribuir a realizarla.

10. Si los obreros estudiaran lo que podría llamarse la génesis del destajo, tendrían mucho adelantado para poner coto a sus abusos cuando los tiene, porque repetimos que no siempre es abusivo: el exceso de trabajo que con frecuencia hay que lamentar en él, viene de haber trabajado demasiado poco, y la depreciación que a veces resulta del jornal es en parte consecuencia de haber cobrado con exceso en proporción a la labor que se hacía. A esta falta de equidad hay que agregar la de conocimiento, y determinado así el origen del mal, se indica la naturaleza del remedio.

Hay que generalizar algunas ideas de Higiene y Fisiología con relación a la intensidad del trabajo, que puede ser excesiva, y a veces lo es, aunque no dure muchas horas, por la tensión de espíritu que exige y la necesidad de no distraerse ni un momento de la tarea. Ya sea por esta causa, por un esfuerzo muscular excesivo, o por condiciones antihigiénicas del que trabaja, que le hacen muy dañoso si se prolonga, los obreros debieran saber a lo que se exponen cuando trabajan todo lo que pueden, que es en realidad más de lo que pueden, hecho que los de París expresan de una manera gráfica y terrible diciendo que el obrero se devora a sí mismo, y los nuestros que se mata trabajando. En efecto, hay en muchos casos un suicidio lento, inconsciente, pero positivo, en esos trabajos patológicos que se prolongan más allá de las fuerzas, y son en parte consecuencia de lo que anteriormente se holgó. En los trabajos malsanos o que prolongados atacan la salud, la ley debiera terminantemente limitar el tiempo, con lo cual a veces pondría un límite al destajo antihigiénico y antieconómico; pero en la mayoría de los casos no puede ser obra de la ley, sino de los interesados, el no usar de la fuerza de modo que la aniquilen y rebajando excesivamente el jornal del que no tiene tanta. Mas para esto, además del conocimiento de lo que se perjudican, han de saber las condiciones económicas de toda obra, y el de que en toda relación entre hombres, si ha de ser armónica, se necesita un mínimum de equidad; si falta, viene la fuerza a encadenar lo que no se armonizó, fuerza que personifica un polizonte, un soldado, un patrón o un maestro, cualquiera, y el obrero porque faltó a la ley escrita va a la cárcel, o porque faltó a la ley económica o moral va al taller o a la mina, y trabaja más, o a menos precio del que trabajaría si no se propusiera holgar o ganar demasiado. Para que el destajo no tienda a rebajar el jornal medio, es menester que los trabajadores medianos, la mayoría, hagan un trabajo remunerador, el que deben hacer. La tendencia natural, y en cierta medida justa, es a pagar a cada uno según lo que hace; y para que por una pendiente resbaladiza la mayoría de los que no pueden hacer tanto como los más fuertes o más hábiles quede reducida a un jornal inferior, al preciso para cubrir sus necesidades, es indispensable cierto grado de inteligencia y moralidad en los obreros, para que comprendan su verdadero interés, que no intenten explotar para no ser explotados, y que, según las diversas y variadísimas combinaciones de las industrias y circunstancias locales, se asocien en pequeños o grandes grupos, que resistan mejor que el individuo las imposiciones de arriba, y tengan medios de obligar a los de abajo a trabajar lo que deben, único medio seguro de que no venga la coacción del contratista o la rebaja con que los abruma el competidor más hábil que hace la obra a destajo. Sin oponerse al principio de remuneración proporcionada al trabajo, hay que hacer de modo que la cantidad media de éste, la normal posible en la mayoría de los casos, se pague lo necesario, aunque otros merezcan y obtengan más, y que éstos, por ganar jornal mayor, no hagan esfuerzos que les cuesten la salud o la vida.

11. La inmoralidad general, esta miseria de la conciencia pública, es como la miseria material, efecto de muchas causas: sólo para enumerarlas con breve explicación se necesitaba un libro, y otro más voluminoso para investigar si habría algún medio de combatirlas. ¡Qué de resortes gastados, qué de sentimientos dormidos, qué de ideas erróneas, qué de apatías mortecinas, qué montaña de hielo formada con aguas inmundas se levanta y cierra el paso a la más intrépida y buena voluntad! Pero la voluntad buena no retrocede, y antes y ahora y después y siempre, ante el espectáculo del mal está la aspiración al bien, la esperanza de realizarle, la, protesta que en forma de amonestación y ejemplo es el anatema perenne, eterno, de toda maldad.

El buen ejemplo es la práctica del deber, la amonestación su teoría, que, la misma en la esencia, debe adaptarse en la forma a la disposición de ánimo de aquellos a quienes se dirige. Sin convertir en libro este capítulo ya demasiado largo, no podemos extendernos mucho sobre la materia; pero no le terminaremos sin algunas consideraciones, por si de algo pueden servir a los que de un modo o de otro tienen cura de almas y procuran encaminarlas hacia la virtud.

El espíritu humano tiene muchos resortes, y no hay duda que son unos u otros más sensibles y fuertes, según las épocas. ¿Cuáles se tocarán en la nuestra con más probabilidad de éxito? Éste es el estudio previo que conviene hacer.

El mal moral consiste en deberes que no se cumplen y en derechos que no se ejercitan. Siendo el deber y el derecho correlativos y recíprocos, parece que debía ser indiferente proclamar el uno o el otro; pero en la práctica no son los hombres tan buenos lógicos, y a medida de sus pasiones o de sus errores miran con frecuencia sus derechos y sus deberes por prismas diferentes que agrandan unos y disminuyen otros. Y no sólo los individuos, colectividades numerosas, según pertenecen a clases, escuelas o partidos diferentes, hacen resaltar más el derecho que el deber.

A un pueblo muy moralizado puede hablársele principalmente del deber propio, cuyo cumplimiento lleva en sí la realización del derecho ajeno; pero cuando la inmoralidad es grande y la dignidad poca, débil o extraviado el sentimiento religioso, y excepcional el del honor, hay que tocar, no los resortes más nobles, sino los únicos que suenan; proceder como si dijéramos por vía de apremio, y dando a los unos idea clara del derecho y de los medios de realizarle, obligar al cumplimiento del deberá los que no le cumplen sino obligados. El mismo que es sordo a la voz de los deberes, puede ser un elemento moralizador ejerciendo sus derechos e impidiendo que otro falte a lo que es debido; y cuando son miles y millones los que este impedimento imponen, el mal halla obstáculos insuperables. Ya sabemos que esto no basta para moralizar a un pueblo; que todos necesitan cierto número de personas que cumplan lo que deban espontáneamente, y otras que hagan más de la obligación; pero unas y otras se ven aisladas o contrariadas en medio de la inmoralidad general, y hallarían apoyo, un fuerte apoyo, en el ejercicio generalizado y constante del derecho.

Cualquiera puede observar un fenómeno frecuente entre nosotros. Viene un extranjero y realiza acciones altamente inmorales que no intentaría, que no le ocurrirían siquiera en su país, y esto de mil maneras, en asuntos graves y otros de poca importancia. Aquí es un francés que en su país respetaba el límite de la propiedad ajena aunque no estuviera cercado, y aquí rompe setos, salta paredes, dispara un arma que lleva sin licencia y caza gallinas que mete en el morral; allá un alemán, que en su tierra respetaba la fruta que pendía sobre el camino, y en la nuestra coge la que lejos de él está defendida por paredes; en otra parte, un inglés, que para no pagar la avería hecha por un barco procura, y quién sabe si consigue, el soborno, que él mismo asegura no intentaría ni remotamente en Inglaterra, etc., etc. En estos casos y otros mil análogos, ¿se han transformado los extranjeros al pasar la frontera española? Seguramente que no. ¿El deber no es subjetivo, no le lleva el hombre donde quiera que va inseparable de él? Seguramente que sí; pero cuando el derecho ajeno no vigila para que se cumpla, es muy frecuente que se falte a él. ¿En qué se parece, moralmente hablando, un inglés en la India a un inglés en Inglaterra? Pues la diferencia enorme, horrible puede decirse puesto que ha dado lugar a tantos horrores, estriba principalmente en que al deber propio le falta la coacción del derecho ajeno, y se hace mal porque impunemente puede hacerse. Todo el que trata con gente que no puede hacer o no hace valer su derecho, se desmoraliza si no es de una bondad excepcional, como puede verse en los que tienen autoridad sobre esclavos, penados, soldados o locos.

Como todo esto nos parece exacto, y como es también cierto que por causas que no está en poder de nadie suprimir los hombres están más dispuestos a pedir lo que les es debido que a cumplir lo que deben, creemos que el medio más eficaz de combatir la inmoralidad sería enseñar el derecho, excitar a su realización y obligar así al cumplimiento del deber.

Bien entendido que no se califiquen de derechos los sueños, los delirios ni los errores.



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