El payo y la ciudad en los sainetes de Ramón
de la Cruz y González del Castillo
Josep Maria Sala Valldaura
Universidad de Lleida
La
comparación de Los mirones en la Corte,
diálogo en prosa de Salas Barbadillo1,
con Getafe, entremés de Antonio Hurtado de
Mendoza2,
y hasta con La plazuela de Santa Cruz, entremés de
Calderón3,
resulta reveladora de la eficacia que supone introducir una mirada
ajena en la contemplación y consideración de la
ciudad. Así, mientras la piececita de Salas Barbadillo
carece de relieve crítico y casi de anécdota, el
texto de Calderón se beneficia del punto de vista de don
Gil, quien ha llegado a la capital para prevenir una mojiganga y se
pasea de puesto en puesto comentándolo todo pero sin comprar
nada. Getafe, por su lado, obtiene su grosor
crítico merced a los contrastes que hay entre el
«lindo de la corte» y «la villana guapa y
bravía»4,
que rechazará las ofertas de aquél. Con esto, el
entremés no hace más que continuar los consejos y la
visión de la comedia; por ejemplo, Del monte sale,
de Lope de Vega, donde «Tirso advertirá de la falsedad
de las pretensiones del Conde en la aldea:
Según
concluye Díez Borque, «la ciudad se
caracterizará, siempre, por lo artificial y el campo por lo
natural»6.
Al igual que en la obra de Lope o en bastantes sainetes de Cruz o
González del Castillo que utilizan el contraste entre la
petimetría y los payos, observamos en el entremés de
Antonio de Mendoza el rechazo moral de los nuevos usos desde la
perspectiva de un lugareño o lugareña. Se
acentúa, además, el contraste entre campesinos y
currutacos por el propio complejo de superioridad de la clase alta
criticada:
Un complejo de
superioridad que es, pues, objeto de ridiculización, junto
con la manera artificiosa y cursi de hablar8
o con el modo de vestir: a don Lucas, el pisaverde que pretende a
la campesina Francisca, se le llama «el
calcillas»9.
Frente a él, se valora el «brío» y la
«bizarría» (v. 179)
de ella10,
su naturalidad e incluso su honradez y buen gusto al preferir a un
carretero.
También
cabe resaltar en Getafe, porque aparecerá en el
teatro menor y en toda la literatura del siglo XVIII, la
alusión a la falta de urbanización e higiene de los
lugares y la crítica al consumismo, la cual se asocia con lo
innecesario y con la ciudad. En efecto, el entremés de
Mendoza había empezado con los comentarios de don Lucas
sobre Getafe, antes de quedar prendado de la belleza de la
labriega:
Y Antonio Hurtado
de Mendoza se servía, ante el rechazo de la campesina
Francisca, de las propias palabras del lindo enfadado, incluso
mediante el temprano galicismo «metresa», para zaherir
la inmoralidad, el lujo y la falta de formalidad de su grupo
social, claramente urbano:
De modo muy
similar a Getafe, Ramón de la Cruz
insistirá, especialmente hasta mediada la década de
los setenta, en confrontar payos y petimetres, ya sea en un
escenario rural (también en La Mancha), ya en uno urbano
(Madrid). Para ello, se valdrá de figuras tan tradicionales
e irrisorias en el teatro breve como el hidalgo de lugar, el
alcalde rural (piénsese en la serie de Juan Rana) y el payo.
Con todo, en algún caso (verbigracia, La
civilización o Las usías y las payas),
Cruz optará por subvertir la secular jerarquización
que permite la burla del campesino13
en pro de su dignificación, para así criticar mejor
las nuevas costumbres de la ciudad, lo que tiene precedentes
famosísimos en la comedia del XVII y supone pasar del
«campesino cómico» al «digno» y aun
al «ejemplar y útil», según la
clasificación de Noël Salomon14.
El pensamiento
ilustrado (Olavide, Campomanes, Jovellanos, Floridablanca...) nos
aporta numerosos ejemplos en esa dirección de dignificar a
los artesanos y labradores, por su «utilidad» y su
trabajo, y por contraste con la inutilidad y ociosidad de las
clases altas; para no ejemplificar fuera del teatro,
piénsese en Los menestrales, de Cándido
María Trigueros. Al mismo tiempo, y quizá junto con
la tradición idealizadora de la naturaleza y el campo, se
recrimina la ociosidad de la nobleza, en favor de «la
austeridad de costumbres», verdadera base de las naciones
fuertes, según Cadalso:
En este estado de
fuerza se ha aumentado, de este aumento ha venido la abundancia, de
esta abundancia se ha producido el lujo, de este lujo se ha seguido
afeminación, de esta afeminación ha nacido la
flaqueza, de la flaqueza ha dimanado su ruina15.
No extraña,
en consecuencia, que algunos ilustrados zahieran las costumbres de
Madrid, su lujo excesivo, las pretensiones de grandeza, los gastos
excesivos...:
Tal
«ambición insensata», como la define el mismo
personaje de El barón de Leandro Fernández
de Moratín, anida en los grupos sociales que aspiran a
equipararse con la vieja nobleza, sin darse cuenta de que la
verdadera nobleza procede de una conducta noble. Sin embargo, basta
con leer los Diarios de Jovellanos para cerciorarnos de
que la ciudad merecía, obviamente, la mayor estima de los
ilustrados, quienes debían coincidir con lo que dice Ayala,
al comparar su pueblo con Madrid, en La
civilización, de Ramón de la Cruz:
Pese a la
idealización poética de la aldea, pese a la
dignificación de la utilidad del campesinado, pese al
menosprecio de corte y pese a la condena moral del nuevo consumo y
del nuevo lenguaje amoroso, en la ciudad se hallan la
educación y la cultura. Según documentan bastantes
versos del propio sainetero madrileño o algunas de las
líneas de El Censor,
Madrid daba
implacablemente la pauta a las provincias, y muchos de los
lugareños que visitaban la corte se sentían intrusos
en ella y se quejaban de ser puestos continuamente en evidencia a
causa de su «rusticidad»18.
Por tanto, en un
sainete de su primera producción, La
civilización (1763), Ramón de la Cruz parece
todavía considerar el ideal ilustrado, aunque su trasfondo
tradicionalista está muy lejos del compromiso de El
alcalde proyectista19,
sainete treinta años posterior de Luciano Francisco
Comella20.
Interpretado por Ayala, el marqués de La
civilización sanciona el tópico de la alabanza
de aldea: pondera la libertad y la riqueza de sus tierras, la
honestidad de sus campesinas (a menudo, el teatro afirma que por
ello eran preferibles para casarse), y «las ideas / de
religión, de verdad, / aplicación e inocencia»
de sus moradores21.
De esta manera, enfatiza por contraste las burlas a la
«civilidad» propia de la ciudad22,
hasta convertir dicho concepto en síntesis de lo que
criticaba Cadalso («abundancia», «lujo»,
«afeminación», «flaqueza»,
«ruina»):
Los
«civilizantes» -unas petimetras, un abate...- llegan en
coche al lugar, y el autor madrileño aprovecha el asombro y
el escándalo de los lugareños para encadenar las
críticas a la petimetría. Los objetos de la
crítica serán ya siempre y sustancialmente los
mismos, en los sainetes que vuelvan a enfrentar pisaverdes y payos:
Las frioleras (1767), La presumida burlada
(1768), Los payos en Madrid (1769), Las usías y
las payas (1772), El peluquero soltero (1772), El
payo ingenuo (1772), Las escofieteras (1773), Los
usías contrahechos (1773), Las payas celosas
(1773), etcétera.
Varían, eso
sí, los motivos gracias a los cuales se encuentran los dos
grupos sociales: por ejemplo, van a Madrid «a traer
hacienda» y quedarse con los parientes unos años, en
La presumida burlada; a peinarse y «por presentarse
a la moda», en El peluquero soltero; a vender
hierbas y ramos para San Juan y San Pedro, en El payo
ingenuo; con el fin de averiguar dónde se pone la
escofieta, en Las escofieteras; a casarse fingiendo
riqueza y, después, a la boda del pariente fingidor, aunque
el rústico no haya sido invitado para que la novia no
descubra el engaño, en Los usías
contrahechos; ... El interés, el dinero o las nuevas
prendas mueven también a los payos, mucho más que en
los sainetes de González del Castillo, donde apenas se
explicita la visita a Cádiz: por «ciertas
pretensiones», por «divertirse», por comprar o
por pedir consejo a una actriz.
Los objetos
criticados se repiten, pues, con atención dispar
según el sainete. Así, evidentemente, Las
escofieteras gira en torno a la crítica de la
extravagancia de las nuevas modas24,
mientras que otras piezas ponen el dedo en llagas más
profundas, en cuestiones morales, o -al igual que La
civilización- relacionan la condena de la apariencia
exterior con la reprobación de las conductas. En textos tan
breves y hasta tan codificados, la caracterización depende
siempre de la presentación, por lo que el rechazo moral de
un tipo o figura viene ya precedido por la burla de su
indumentaria, peinado, gestos, etcétera.
Incluso este
rechazo puede contextualizarse, por formar parte de la
intrahistoria madrileña y de los conflictos
coetáneos de que se hace eco Ramón de la Cruz. De
1767 es Las frioleras, y no resulta vana la mención
de que los madrileños saben embozarse:
Según ha
puesto de relieve Mireille Coulon, los controles por parte de los
alguaciles, las identificaciones e interrogatorios abundaban en los
sainetes de aquella época, a raíz del motín de
Esquilache: El careo de los majos, El mal casado, El
picapedrero26.
En alguna
ocasión, con la legitimada y tradicionalista cólera
de quien defiende su grupo social, la burla al traje recuerda las
hipérboles de la comicidad carnavalesca que estudiara Bajtin
o la agudeza caricaturizadora de Quevedo; mediante cosificaciones y
un símil animalizador, un payo nos pide nuestra aquiescencia
con esta interrogación:
A menudo, la
sátira -intensificada por venir de un ridículo
hidalgo de lugar- a los nuevos usos ciudadanos no se limita a los
signos de representación (indumentaria, maquillaje, peinado,
expresión corporal), sino que se manifiesta verbalmente:
La
comparación con los campesinos y su llaneza
lingüística («hablar de veras / sólo por
acá se gasta»)29
es también totalmente desfavorable para los petimetres. Un
intensificador, altamente eficaz, de la mediación del payo
en la contemplación y consideración de la ciudad
radica en que él se disfrace, con lo que se exagera la
sátira a la petimetría, al «imitarse»
hiperbólicamente su ostentación, sus gestos,
conversaciones, etc.;
así ocurre en Las usías y las payas, cuando
Chinica y los demás graciosos payos dan una lección a
los pisaverdes intentando conquistar a las madamas30.
Con un doble sentimiento de superioridad por parte del espectador,
el motivo de risa es, entonces, doble, al duplicarse su objeto, y
no anda lejos de esta «bijocosidad» -patanes, los unos;
«bausanes», los otros- la burla de la falsa
hidalguía, en este sainete, en La presumida burlada
o en Los usías contrahechos. Aunque cabe ampliarla
a la condena de la hipocresía asociada con la ciudad, pues
con esta reflexión acaba la pieza que acabamos de
mencionar:
La crítica
de Ramón de la Cruz, que se extiende a la desmedida
afición a beber, parece aproximarse aquí, o en El
peluquero soltero, a la crítica ilustrada contra el
despilfarro y la ociosidad, pero los juicios negativos a la
libertad de costumbres madrileñas y la reivindicación
de la conducta tradicional (en la propia defensa del
majismo)33
coinciden con la crítica de los moralistas tradicionalistas.
Compárese, por ejemplo, con el Cajón de sastre
literato o percha del maulero maldito..., de Mariano Francisco
Nifo; la Definición del cortejo, carta
métrica, de «Benigno Natural»; hasta con
los ocios de Manuel Antonio Ramírez y
Góngora. (Las payas celosas, de Cruz, no deja de
ser una apología del matrimonio entre iguales).
El rechazo con que
las clases populares y el mundo rural recibió los nuevos
usos amorosos de las clases altas urbanas se pone por completo de
relieve en alguna comparación; así, Colasa
(interpretada por Guzmana) aceptó el brazo de un petimetre
para bajar por las escaleras de la iglesia, lo cual motiva estas
consideraciones morales:
Por eso, el payo
que pretende a Colasa saldrá «muy
mustio», nos comunicará que «escandalizada /
quedó toíta la gente»35,
y -en una parodia de la comedia de honor que no implica condena de
tal comportamiento- se lavará la afrenta con un
bofetón, afrenta que se reduce a «que quede lavada / mi mano de la inmundicia /
que ayer le pegó al tocarla»36.
Para volver al
sainete La civilización, ya que en él
aparece por primera vez tal crítica del cortejo, la
coincidencia de Ramón de la Cruz con el moralismo
tradicionalista era ya patente. Según señala Pedro
Álvarez de Miranda, los «civilizantes»
en nombre de la civilidad
tratan de imponer costumbres absolutamente nuevas a los
rústicos campesinos (el cortejo, las modas, la prensa, las
botillerías), hasta que, colmada la paciencia de los
aldeanos por el hecho de que también se pretenda
civilizar a la Iglesia, deciden echar de allí a
estacazos a sus educadores37.
Se asocia, pues,
el chichisbeo, el esnobismo, las modas, el nuevo consumo urbanos
con la corrupción de las costumbres38.
El viejo valor de la discreción de la mujer es defendido por
Ramón de la Cruz, a contrario39
y de modo muy directo:
La
«civilidad», concluye el autor, no es más que
«desvergüenza», y hay que preservar al pueblo del
consumo, que ha llevado a tanta gente de la ciudad a la miseria.
Incluso en un lugar vecino al que figura ser el de La
civilización, el mero hecho de haber regalado un
hidalgo a su mujer un vestido de tela ha acarreado las siguientes
consecuencias:
No sé si
cabe distinguir los grandes puertos de las otras ciudades
españolas, aunque coincidan historiadores actuales (Gonzalo
Anes, R. Carr, Jorge Campos, Ramón Solís...) y
viajeros del dieciocho en notar una verdadera burguesía
comerciante en Cádiz (Peyron o Bourgoing, por ejemplo). De
comparar Madrid, en que se sitúan y se estrenan tantos
sainetes de Ramón de la Cruz, con Cádiz, donde
desarrolla su actividad teatral Juan Ignacio González del
Castillo, ésta presenta
la imagen de una ciudad más
burguesa que Madrid, con una clase media acomodada, más
numerosa, enriquecida por el comercio e influida por las ideas de
los extranjeros establecidos y arraigados en ella42.
Como su
compañero madrileño, González del Castillo
insiste en que no todo lo que reluce en Cádiz es oro, y la
afición a los toros puede representar empeñar el
colchón, vestir bien equivaler a no comer, y tampoco faltan
mujeres que no se conforman con las modestas ganancias de su
marido. Sin que se distingan pelantrines de jornaleros, los payos
de González del Castillo se comportan como descendientes de
los que ya hacían reír en los entremeses del siglo
XVI, porque, en la ciudad o en el campo, continúan
enfrentándose a situaciones que ni conocen ni entienden. Su
ignorancia o inocencia, al igual que su presentación
indumentaria, conducta, gestos, etc., son causa de la superioridad
burlona del público43.
Se inscriben, por tanto, dentro de la tradición del
bobo, y, como tales, mueven a risa por su cortedad,
bestialidad, llaneza, tozudez, o por su falta de competencia
lingüística (literariedad, prevaricación
idiomática). Tampoco el hidalgo de lugar -pensemos en don
Marcos Boliche Cochinchina y Chupamesas, de Los jugadores-
recibe un tratamiento más piadoso por parte del sainetista
gaditano.
González
del Castillo utiliza al payo con el fin de enfatizar o comentar
aspectos de la vida urbana. Así, el payo Benito puede
subrayar positivamente la majeza de Lora44,
e incluso se rastrean huellas claras del menosprecio de corte y
alabanza de aldea, lo que es digno de ser resaltado teniendo en
cuenta la casi general condición de bobo con que es
caricaturizado el labrador: no porque en la ciudad ignoren el
precio de «la comida de las bestias», según
ocurre en El payo de la carta, pues cabe interpretarlo
hasta como una obviedad fruto de la cultura urbana y un recurso
cómico contra el rústico, sino porque en la urbe
reina el engaño y la estafa, la gazmoñería y
la hipocresía religiosa. En efecto, el dinero genera
hipocresía y delincuencia, ante lo que el payo Pedro
concluye:
Si el campesino
Benito no resulta tan ridiculizado en La feria del Puerto
se debe a que, de este modo, su asombro es más eficaz
críticamente. Le ofrecen toda clase de pelendengues, incluso
«cuernos de todos tamaños», en una indirecta
mofa de la costumbre del cortejo y de los adornos en la
indumentaria masculina; la moral que se conserva en el campo,
obviamente, queda así revalorizada (aunque el final de
Felipa la Chiclanera tampoco augura un buen futuro al
novio de la protagonista):
Muy probablemente
se explica este tipo de comicidad en las lindes de lo
ridículo, tal como lo hace Hans Robert Jauss,
apoyándose en Ritter y en Plessner:
La facultad
solutiva que lo cómico tiene deriva del contrasentido de
normas o planos de existencia diferentes, pero a condición
de que no entren en conflicto ni por igual ni de manera serial,
sino que, de modo imprevisto, introduzcan, en el juego, la
futilidad limitada por la seriedad normativa, afirmándola o
-según la variante que O. Marquard hace de la fórmula
de Ritter- «haciendo visible lo fútil en lo
oficialmente vigente, y lo vigente, en lo oficialmente
fútil»47.
Por esta
razón, las salidas a escena de los respectivos payos en
El lugareño en Cádiz, La feria del Puerto y
El robo de la pupila en la feria del Puerto permiten el
reírse-de para así intensificar la
crítica moral mediante el reírse-con. De
paso que la superioridad del espectador se re-actualiza ante la
literariedad48
y las prevaricaciones -o la tacañería- del payo, se
simpatiza con aquél por medio de la alabanza de
Cádiz, sus mujeres y su condición cosmopolita;
verbigracia:
En otras
cuestiones, la mirada de los payos de González del Castillo
descubre parecidos motivos de crítica que la ofrecida desde
la visión de los campesinos en la obra de Ramón de la
Cruz. Por ejemplo, un efecto cómico que permite la costumbre
de peinar en casa a las madamas provoca la risa y el contraste
entre la cultura petimetril y la rústica; tal
irrisión podría muy bien proceder de Cruz, aunque la
cita se haya extraído de cuando chocan el lugareño en
Cádiz y el peluquero cargado de polvos:
Otro tanto ocurre
con la ridiculización de los vestidos. En una doble mofa,
González del Castillo se hace eco de los cambios de las
bogas indumentarias, pues el citado hidalgo ridículo, don
Marcos, aparenta «un petimetre de pueblo,
en donde las modas andan atrasadas»51.
Como Ramón
de la Cruz, el autor gaditano desaprueba la excesiva franqueza (el
llamado despejo, o también desenvoltura,
marcialidad) de las mujeres, que se apoyan en los hombres y
les dan la mano, una nueva costumbre que se vincula también
con Cádiz y que fue asimismo objeto de reprensión por
parte del teatro de los ilustrados; por ejemplo, en La
mojigata, de Leandro Fernández de Moratín.
González del Castillo busca la crítica moral de las
clases altas de ciudad y la risa, mediante la
exageración:
Se trata del mismo
punto de vista que el expuesto por Cruz en Las usías y
las payas. Como en este sainete, también
González del Castillo abomina del cortejo y su naturaleza
inmoral, situando en mejor posición ética a los payos
que a los pisaverdes, al derrotar Benito a don Líquido y el
matrimonio al adulterio53.
En el sainetero
gaditano, la burla del consumo urbano adquiere alguna referencia
nueva y muy acertada desde el punto de vista literario, pues no se
relaciona, por ejemplo, con la afeminación, la falta de
virilidad (en el petimetre), sino que es vinculado con lo infantil
a partir del sema en común de «innecesario». Lo
que se vende en los puestos de la feria es «frioleras»,
«bagatelas / buenas para los muchachos», y de
ahí el razonamiento y hasta la razón del payo, con el
acierto de equiparar la puerilidad y la chochez:
No sé si
hay que conectar una mayor crítica por parte de
González del Castillo a la conducta de las mujeres, con la
tradición misógina y las libertades entremesiles. Sea
como sea, resultan muy duros los juicios -que debían sin
duda, no lo olvidemos, buscar el aplauso y la aprobación del
público popular y el masculino- que un bobo rústico
recuerda:
Quizá
también sea más escasa la estima que merece la gente
de la ciudad en las piezas de González del Castillo que en
las de Cruz. En Los jugadores, dos majas decentes comentan
la general irracionalidad57;
darían la razón a un Bartolo capaz de ironizar pese a
su condición de simple:
La idea, con todo,
aparecía ya en Ramón de la Cruz, pues Los payos
en Madrid -que González del Castillo tuvo presente en
su El lugareño en Cádiz- recoge un
comentario similar; refiriéndose a los mulos, el payo
Pechoseco afirma: «De éstos hay
en Madrid muchos»59.
Dejando a un lado
la siempre resbaladiza comparación entre el sainetero
madrileño y el gaditano, al menos se constata cómo el
tema de las nuevas costumbres urbanas interesa en el teatro breve
de la segunda mitad del siglo XVIII. Es una prueba del proceso de
acercamiento del género a las circunstancias
históricas, en la misma base que dio lugar al auge del
costumbrismo. Desde la buena perspectiva de su distanciamiento, la
mirada del payo sirve para defender el casticismo, la
tradición mejor representada por la majeza de los barrios
populares de Madrid o Cádiz. En alguna ocasión, esta
función primordial obliga a que la figura del payo resulte
más verosímil, pero sólo en parte cabe afirmar
que «du type rustaud
et benêt au personnage ingénu, le paysan a
changé de visage»60.
Al menos, González del Castillo ha heredado la imagen del
payo propia de la tradición entremesil, y en buena parte,
también Ramón de la Cruz, aunque haya podido tener
influencias de Favart, Molière o Marivaux61.
Tampoco hay que prescindir de la tradición cómica
española que había dignificado el labriego,
«sostenido -de acuerdo con Américo Castro62-
por su ejecutoria de cristiano viejo»:
El labrador como
persona honrada, fiel a su condición y status, es una lección
para el público urbano contra el deseo de cambiar y ascender
de clase social63.
(La
tradición teatral es compleja: baste con recordar el
tratamiento de esta figura, invirtiendo la caracterización
digna que recibía en las obras de Lope de Vega, en el
entremés de Cervantes, El retablo de las
maravillas64.)
Predomina, pues,
en el teatro menor de finales del XVIII el rústico
ridículo, de quien nos reímos, pero su utilidad en la
crítica moral y de las apariencias, del consumo, nos lleva a
reírnos con él, a protestar y hasta a mostrar cierta
solidaridad con su comportamiento ético, por muy
ridículos que sean su lenguaje y expresión corporal y
desde de la comodidad de nuestra superioridad -al fin y al cabo
urbana- como espectadores. Aplicamos así y verificamos las
reflexiones sobre este particular de Hans Robert Jauss65.
Por otro lado,
dentro de la «atmósfera de
Carnaval»66,
pienso que el payo, también el que actúa en
el escenario sainetesco de las postrimerías del siglo XVIII,
no es sino una forma y una función atenuada,
litótica, del antiguo loco (bufón, enano,
etc.). Éste es el fundamento último que le permite
actuar como «mediador entre la imagen y el espectador»,
entre la ciudad y nosotros. En palabras de Robert Klein:
Comentar los
acontecimientos y sacar de ellos la lección es una
función del loco tan antigua y esencial como las otras dos
examinadas hasta ahora: servir de espejo a la humanidad y encarnar
lo infrahumano67.
Dada la
función mediadora de payos y payas, coincide su mirada con
la visión de los moralistas tradicionalistas o con el punto
de vista de los ilustrados (así, El alcalde
proyectista, de Comella), y, de manera mucho más clara,
con las observaciones del público que aplaude sus gracias.
Pero si el bobo rústico de Cruz o de González del
Castillo forma parte de las figuras seculares es porque no ha
habido grandes cambios en el tópico del menosprecio de corte
y alabanza de aldea, o en el de la idealización del campo, o
en el de la ciudad como lugar de perdición, o en el miedo a
lo nuevo tanto en relación con la moda como en
relación con las costumbres... No es oro todo lo que reluce,
escribíamos a propósito de Cádiz visto por su
sainetero, y en Madrid
no es oro todo lo que reluce [...],
y muchas de estas cortesías son socarronerías: ni
fíe en galas, ni en gracias, ni en apariencias, ni en
presencias, ni en riquezas exteriores, si no sabe los oficios
interiores a que se ganaron68.
Así nos
guiaba y avisaba Antonio Liñán y Verdugo, ya en 1620.
El sainete, como el entremés, transita por esa ubicua,
quizás eterna calle de la Hipocresía que tan bien y
también recorrieron Quevedo o Gracián.