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El payo y la ciudad en los sainetes de Ramón de la Cruz y González del Castillo

Josep Maria Sala Valldaura


Universidad de Lleida



La comparación de Los mirones en la Corte, diálogo en prosa de Salas Barbadillo1, con Getafe, entremés de Antonio Hurtado de Mendoza2, y hasta con La plazuela de Santa Cruz, entremés de Calderón3, resulta reveladora de la eficacia que supone introducir una mirada ajena en la contemplación y consideración de la ciudad. Así, mientras la piececita de Salas Barbadillo carece de relieve crítico y casi de anécdota, el texto de Calderón se beneficia del punto de vista de don Gil, quien ha llegado a la capital para prevenir una mojiganga y se pasea de puesto en puesto comentándolo todo pero sin comprar nada. Getafe, por su lado, obtiene su grosor crítico merced a los contrastes que hay entre el «lindo de la corte» y «la villana guapa y bravía»4, que rechazará las ofertas de aquél. Con esto, el entremés no hace más que continuar los consejos y la visión de la comedia; por ejemplo, Del monte sale, de Lope de Vega, donde «Tirso advertirá de la falsedad de las pretensiones del Conde en la aldea:

TIRSO.
Pues no fíes en su amor
que sólo comer procura
la corteza a tu hermosura
y echarte a mal el honor»5.

Según concluye Díez Borque, «la ciudad se caracterizará, siempre, por lo artificial y el campo por lo natural»6. Al igual que en la obra de Lope o en bastantes sainetes de Cruz o González del Castillo que utilizan el contraste entre la petimetría y los payos, observamos en el entremés de Antonio de Mendoza el rechazo moral de los nuevos usos desde la perspectiva de un lugareño o lugareña. Se acentúa, además, el contraste entre campesinos y currutacos por el propio complejo de superioridad de la clase alta criticada:

«DOÑA CLARA.
[...] ¡Oh, qué fácil serranía!
¡Oh, qué blanda rustiquez!
Buen gusto, señor don Lucas;
ya no podrá parecer
al lado de ningún conde
ni delante de un marqués.
Más asco tengo que celos.
Seor don Lucas, quédese
con la villana y sin mí»7.

Un complejo de superioridad que es, pues, objeto de ridiculización, junto con la manera artificiosa y cursi de hablar8 o con el modo de vestir: a don Lucas, el pisaverde que pretende a la campesina Francisca, se le llama «el calcillas»9. Frente a él, se valora el «brío» y la «bizarría» (v. 179) de ella10, su naturalidad e incluso su honradez y buen gusto al preferir a un carretero.

También cabe resaltar en Getafe, porque aparecerá en el teatro menor y en toda la literatura del siglo XVIII, la alusión a la falta de urbanización e higiene de los lugares y la crítica al consumismo, la cual se asocia con lo innecesario y con la ciudad. En efecto, el entremés de Mendoza había empezado con los comentarios de don Lucas sobre Getafe, antes de quedar prendado de la belleza de la labriega:

DON LUCAS.
[...] De aquí fue natural la primer chinche.
Patria de pulgas y solar de moscas,
de sólo verte estoy, a fe de hidalgo,
asado en tejas y en adobes frito.

(vv. 49-52)11                


Y Antonio Hurtado de Mendoza se servía, ante el rechazo de la campesina Francisca, de las propias palabras del lindo enfadado, incluso mediante el temprano galicismo «metresa», para zaherir la inmoralidad, el lujo y la falta de formalidad de su grupo social, claramente urbano:

DON LUCAS.
¿Cómo, ignorante, bárbara mozuela,
al Alejandro de Madrid no admites?
¡En tu vida tendrás para confites!
Apetece, apetece un dinerante;
llevaréte a Madrid, traeréte en coche;
dirán a cuatro días:
«Allí va la metresa de don Lucas»,
que yo procuraré lo sepan todos;
que los príncipes, niña, en publicaros
en Madrid somos todos Condes Claros.
Daréte el diamantón como este puño,
y [tantos], que en tu mano azúcar-nieve,
brillen más que tus manos y ojos bellos
(¡bonitamente llego a encarecellos!).
Desde San Salvador a San Felipe
tendrás horca y cuchillo en cualquier tienda
en joyas, en vestidos, en tocados,
bien [recibidos], pero mal pagados.

(vv. 93-110)12                


De modo muy similar a Getafe, Ramón de la Cruz insistirá, especialmente hasta mediada la década de los setenta, en confrontar payos y petimetres, ya sea en un escenario rural (también en La Mancha), ya en uno urbano (Madrid). Para ello, se valdrá de figuras tan tradicionales e irrisorias en el teatro breve como el hidalgo de lugar, el alcalde rural (piénsese en la serie de Juan Rana) y el payo. Con todo, en algún caso (verbigracia, La civilización o Las usías y las payas), Cruz optará por subvertir la secular jerarquización que permite la burla del campesino13 en pro de su dignificación, para así criticar mejor las nuevas costumbres de la ciudad, lo que tiene precedentes famosísimos en la comedia del XVII y supone pasar del «campesino cómico» al «digno» y aun al «ejemplar y útil», según la clasificación de Noël Salomon14.

El pensamiento ilustrado (Olavide, Campomanes, Jovellanos, Floridablanca...) nos aporta numerosos ejemplos en esa dirección de dignificar a los artesanos y labradores, por su «utilidad» y su trabajo, y por contraste con la inutilidad y ociosidad de las clases altas; para no ejemplificar fuera del teatro, piénsese en Los menestrales, de Cándido María Trigueros. Al mismo tiempo, y quizá junto con la tradición idealizadora de la naturaleza y el campo, se recrimina la ociosidad de la nobleza, en favor de «la austeridad de costumbres», verdadera base de las naciones fuertes, según Cadalso:

En este estado de fuerza se ha aumentado, de este aumento ha venido la abundancia, de esta abundancia se ha producido el lujo, de este lujo se ha seguido afeminación, de esta afeminación ha nacido la flaqueza, de la flaqueza ha dimanado su ruina15.


No extraña, en consecuencia, que algunos ilustrados zahieran las costumbres de Madrid, su lujo excesivo, las pretensiones de grandeza, los gastos excesivos...:

DON PEDRO.
[...] ¿No es cierto que allá en tu mente
El plan de vida repasas
Que has de tener? Coches, modas,
Brillantes, sedas y holandas,
Mesa para los hambrientos
Que por lo que adulan tragan...
Baile, academias, teatros,
Solemne robo de banca,
Prodigalidad, miseria,
Orgullo, bajeza y trampas.
Llamar cultura a la infame
Depravación cortesana,
Bestia a todo hombre de bien,
Y a todo acreedor, canalla...16

Tal «ambición insensata», como la define el mismo personaje de El barón de Leandro Fernández de Moratín, anida en los grupos sociales que aspiran a equipararse con la vieja nobleza, sin darse cuenta de que la verdadera nobleza procede de una conducta noble. Sin embargo, basta con leer los Diarios de Jovellanos para cerciorarnos de que la ciudad merecía, obviamente, la mayor estima de los ilustrados, quienes debían coincidir con lo que dice Ayala, al comparar su pueblo con Madrid, en La civilización, de Ramón de la Cruz:

AYALA.
[...] Decidme: Si hay quien se atreva
a decir en sus bigotes
a una corte tan excelsa
como Madrid (que es tesoro
del respeto y la grandeza)
que aún está en paños menores
de educación y de ciencias,
¿qué no diría si viese
mis estados?17

Pese a la idealización poética de la aldea, pese a la dignificación de la utilidad del campesinado, pese al menosprecio de corte y pese a la condena moral del nuevo consumo y del nuevo lenguaje amoroso, en la ciudad se hallan la educación y la cultura. Según documentan bastantes versos del propio sainetero madrileño o algunas de las líneas de El Censor,

Madrid daba implacablemente la pauta a las provincias, y muchos de los lugareños que visitaban la corte se sentían intrusos en ella y se quejaban de ser puestos continuamente en evidencia a causa de su «rusticidad»18.


Por tanto, en un sainete de su primera producción, La civilización (1763), Ramón de la Cruz parece todavía considerar el ideal ilustrado, aunque su trasfondo tradicionalista está muy lejos del compromiso de El alcalde proyectista19, sainete treinta años posterior de Luciano Francisco Comella20. Interpretado por Ayala, el marqués de La civilización sanciona el tópico de la alabanza de aldea: pondera la libertad y la riqueza de sus tierras, la honestidad de sus campesinas (a menudo, el teatro afirma que por ello eran preferibles para casarse), y «las ideas / de religión, de verdad, / aplicación e inocencia» de sus moradores21. De esta manera, enfatiza por contraste las burlas a la «civilidad» propia de la ciudad22, hasta convertir dicho concepto en síntesis de lo que criticaba Cadalso («abundancia», «lujo», «afeminación», «flaqueza», «ruina»):

AYALA.
[...] y que la civilidad
pretendida es la funesta
causa de la ociosidad,
escándalo y decadencia
de los pueblos23.

Los «civilizantes» -unas petimetras, un abate...- llegan en coche al lugar, y el autor madrileño aprovecha el asombro y el escándalo de los lugareños para encadenar las críticas a la petimetría. Los objetos de la crítica serán ya siempre y sustancialmente los mismos, en los sainetes que vuelvan a enfrentar pisaverdes y payos: Las frioleras (1767), La presumida burlada (1768), Los payos en Madrid (1769), Las usías y las payas (1772), El peluquero soltero (1772), El payo ingenuo (1772), Las escofieteras (1773), Los usías contrahechos (1773), Las payas celosas (1773), etcétera.

Varían, eso sí, los motivos gracias a los cuales se encuentran los dos grupos sociales: por ejemplo, van a Madrid «a traer hacienda» y quedarse con los parientes unos años, en La presumida burlada; a peinarse y «por presentarse a la moda», en El peluquero soltero; a vender hierbas y ramos para San Juan y San Pedro, en El payo ingenuo; con el fin de averiguar dónde se pone la escofieta, en Las escofieteras; a casarse fingiendo riqueza y, después, a la boda del pariente fingidor, aunque el rústico no haya sido invitado para que la novia no descubra el engaño, en Los usías contrahechos; ... El interés, el dinero o las nuevas prendas mueven también a los payos, mucho más que en los sainetes de González del Castillo, donde apenas se explicita la visita a Cádiz: por «ciertas pretensiones», por «divertirse», por comprar o por pedir consejo a una actriz.

Los objetos criticados se repiten, pues, con atención dispar según el sainete. Así, evidentemente, Las escofieteras gira en torno a la crítica de la extravagancia de las nuevas modas24, mientras que otras piezas ponen el dedo en llagas más profundas, en cuestiones morales, o -al igual que La civilización- relacionan la condena de la apariencia exterior con la reprobación de las conductas. En textos tan breves y hasta tan codificados, la caracterización depende siempre de la presentación, por lo que el rechazo moral de un tipo o figura viene ya precedido por la burla de su indumentaria, peinado, gestos, etcétera.

Incluso este rechazo puede contextualizarse, por formar parte de la intrahistoria madrileña y de los conflictos coetáneos de que se hace eco Ramón de la Cruz. De 1767 es Las frioleras, y no resulta vana la mención de que los madrileños saben embozarse:

TABERNERA.
[...] Ya me ha dado en el olfato
que son gente de Madrid
y caballeros entrambos.
MAJA.
¡Si traen monteras!
TABERNERA.
No importa;
¿no ves que traen los zapatos
de toda moda y que saben
embozarse a ley?25

Según ha puesto de relieve Mireille Coulon, los controles por parte de los alguaciles, las identificaciones e interrogatorios abundaban en los sainetes de aquella época, a raíz del motín de Esquilache: El careo de los majos, El mal casado, El picapedrero26.

En alguna ocasión, con la legitimada y tradicionalista cólera de quien defiende su grupo social, la burla al traje recuerda las hipérboles de la comicidad carnavalesca que estudiara Bajtin o la agudeza caricaturizadora de Quevedo; mediante cosificaciones y un símil animalizador, un payo nos pide nuestra aquiescencia con esta interrogación:

MERINO.
[...] ¿no os sube la mostaza
a las narices ver
que tras nuestras mozas andan
esos alfiñiques; esos
hombres de papel de estraza,
como galgos tras las liebres?27

A menudo, la sátira -intensificada por venir de un ridículo hidalgo de lugar- a los nuevos usos ciudadanos no se limita a los signos de representación (indumentaria, maquillaje, peinado, expresión corporal), sino que se manifiesta verbalmente:

RUIZ.
[...] ¡Infelices petimetres,
y qué lástima que os tengo;
pues encarecéis el pan
por gastar la harina en esto,
y sacrificáis la vista,
la bolsa, paciencia y tiempo
porque os deje calvos antes
con antes el peluquero!28

La comparación con los campesinos y su llaneza lingüística («hablar de veras / sólo por acá se gasta»)29 es también totalmente desfavorable para los petimetres. Un intensificador, altamente eficaz, de la mediación del payo en la contemplación y consideración de la ciudad radica en que él se disfrace, con lo que se exagera la sátira a la petimetría, al «imitarse» hiperbólicamente su ostentación, sus gestos, conversaciones, etc.; así ocurre en Las usías y las payas, cuando Chinica y los demás graciosos payos dan una lección a los pisaverdes intentando conquistar a las madamas30. Con un doble sentimiento de superioridad por parte del espectador, el motivo de risa es, entonces, doble, al duplicarse su objeto, y no anda lejos de esta «bijocosidad» -patanes, los unos; «bausanes», los otros- la burla de la falsa hidalguía, en este sainete, en La presumida burlada o en Los usías contrahechos. Aunque cabe ampliarla a la condena de la hipocresía asociada con la ciudad, pues con esta reflexión acaba la pieza que acabamos de mencionar:

MERINO.
Vayan, y vayamos nosostros
contentos a festejarnos,
de haber conocido a tiempo
que en el lugar en que estamos
lo más del oro, que brilla,
es aparente, o es falso31.

En realidad, «sobran bobos en Madrid» (v. 559), ya que en todas partes cuecen habas. Como sobra pobreza encubierta:

COLÁS.
[...] Que no hay lugar de más pobres
y que él sabe más de cuatro
que andan, por arrastrar coche,
toda su vida arrastrados32.

La crítica de Ramón de la Cruz, que se extiende a la desmedida afición a beber, parece aproximarse aquí, o en El peluquero soltero, a la crítica ilustrada contra el despilfarro y la ociosidad, pero los juicios negativos a la libertad de costumbres madrileñas y la reivindicación de la conducta tradicional (en la propia defensa del majismo)33 coinciden con la crítica de los moralistas tradicionalistas. Compárese, por ejemplo, con el Cajón de sastre literato o percha del maulero maldito..., de Mariano Francisco Nifo; la Definición del cortejo, carta métrica, de «Benigno Natural»; hasta con los ocios de Manuel Antonio Ramírez y Góngora. (Las payas celosas, de Cruz, no deja de ser una apología del matrimonio entre iguales).

El rechazo con que las clases populares y el mundo rural recibió los nuevos usos amorosos de las clases altas urbanas se pone por completo de relieve en alguna comparación; así, Colasa (interpretada por Guzmana) aceptó el brazo de un petimetre para bajar por las escaleras de la iglesia, lo cual motiva estas consideraciones morales:

GUZMANA.
Yo discurrí que era bueno;
como en Madrid se estilaba.
SORIANO.
¿Qué, te parece que allí
es bueno cuanto se halla?
GUZMANA.
Pero ¿es pecado, es pecado
que yo la mano agarrara
de aquel señor?
POLONIA.
¡Qué sabemos!
GUZMANA.
Pues ¿y por qué se la agarran
las otras? ¿No son mujeres?
MERINO.
Es que, por distintas causas,
lo que escándalo en los pobres
suele en los ricos ser gala34.

Por eso, el payo que pretende a Colasa saldrá «muy mustio», nos comunicará que «escandalizada / quedó toíta la gente»35, y -en una parodia de la comedia de honor que no implica condena de tal comportamiento- se lavará la afrenta con un bofetón, afrenta que se reduce a «que quede lavada / mi mano de la inmundicia / que ayer le pegó al tocarla»36.

Para volver al sainete La civilización, ya que en él aparece por primera vez tal crítica del cortejo, la coincidencia de Ramón de la Cruz con el moralismo tradicionalista era ya patente. Según señala Pedro Álvarez de Miranda, los «civilizantes»

en nombre de la civilidad tratan de imponer costumbres absolutamente nuevas a los rústicos campesinos (el cortejo, las modas, la prensa, las botillerías), hasta que, colmada la paciencia de los aldeanos por el hecho de que también se pretenda civilizar a la Iglesia, deciden echar de allí a estacazos a sus educadores37.


Se asocia, pues, el chichisbeo, el esnobismo, las modas, el nuevo consumo urbanos con la corrupción de las costumbres38. El viejo valor de la discreción de la mujer es defendido por Ramón de la Cruz, a contrario39 y de modo muy directo:

GARCÍA.
Una de las propiedades
desta política nueva
es reírse de las cosas
que usaron nuestras abuelas.
Y aunque sean excelentes,
en viendo que algo semejan
á la antigüedad los usos
hacer burla manifiesta40.

La «civilidad», concluye el autor, no es más que «desvergüenza», y hay que preservar al pueblo del consumo, que ha llevado a tanta gente de la ciudad a la miseria. Incluso en un lugar vecino al que figura ser el de La civilización, el mero hecho de haber regalado un hidalgo a su mujer un vestido de tela ha acarreado las siguientes consecuencias:

FELIPE.
[...] de tal manera,
que si usted ve ese lugar,
es una corte pequeña
en el trato y el adorno;
pero cocinas, bodegas
y trojes, son el más triste
retrato de la miseria41.

No sé si cabe distinguir los grandes puertos de las otras ciudades españolas, aunque coincidan historiadores actuales (Gonzalo Anes, R. Carr, Jorge Campos, Ramón Solís...) y viajeros del dieciocho en notar una verdadera burguesía comerciante en Cádiz (Peyron o Bourgoing, por ejemplo). De comparar Madrid, en que se sitúan y se estrenan tantos sainetes de Ramón de la Cruz, con Cádiz, donde desarrolla su actividad teatral Juan Ignacio González del Castillo, ésta presenta

la imagen de una ciudad más burguesa que Madrid, con una clase media acomodada, más numerosa, enriquecida por el comercio e influida por las ideas de los extranjeros establecidos y arraigados en ella42.


Como su compañero madrileño, González del Castillo insiste en que no todo lo que reluce en Cádiz es oro, y la afición a los toros puede representar empeñar el colchón, vestir bien equivaler a no comer, y tampoco faltan mujeres que no se conforman con las modestas ganancias de su marido. Sin que se distingan pelantrines de jornaleros, los payos de González del Castillo se comportan como descendientes de los que ya hacían reír en los entremeses del siglo XVI, porque, en la ciudad o en el campo, continúan enfrentándose a situaciones que ni conocen ni entienden. Su ignorancia o inocencia, al igual que su presentación indumentaria, conducta, gestos, etc., son causa de la superioridad burlona del público43. Se inscriben, por tanto, dentro de la tradición del bobo, y, como tales, mueven a risa por su cortedad, bestialidad, llaneza, tozudez, o por su falta de competencia lingüística (literariedad, prevaricación idiomática). Tampoco el hidalgo de lugar -pensemos en don Marcos Boliche Cochinchina y Chupamesas, de Los jugadores- recibe un tratamiento más piadoso por parte del sainetista gaditano.

González del Castillo utiliza al payo con el fin de enfatizar o comentar aspectos de la vida urbana. Así, el payo Benito puede subrayar positivamente la majeza de Lora44, e incluso se rastrean huellas claras del menosprecio de corte y alabanza de aldea, lo que es digno de ser resaltado teniendo en cuenta la casi general condición de bobo con que es caricaturizado el labrador: no porque en la ciudad ignoren el precio de «la comida de las bestias», según ocurre en El payo de la carta, pues cabe interpretarlo hasta como una obviedad fruto de la cultura urbana y un recurso cómico contra el rústico, sino porque en la urbe reina el engaño y la estafa, la gazmoñería y la hipocresía religiosa. En efecto, el dinero genera hipocresía y delincuencia, ante lo que el payo Pedro concluye:

PEDRO.
[...] No estoy más en este pueblo.
Desde aquí voy a embarcarme.
¿Éste es Cádiz? Más bien quiero
ser en mi tierra un borrico
que en esta ciudad camello45.

Si el campesino Benito no resulta tan ridiculizado en La feria del Puerto se debe a que, de este modo, su asombro es más eficaz críticamente. Le ofrecen toda clase de pelendengues, incluso «cuernos de todos tamaños», en una indirecta mofa de la costumbre del cortejo y de los adornos en la indumentaria masculina; la moral que se conserva en el campo, obviamente, queda así revalorizada (aunque el final de Felipa la Chiclanera tampoco augura un buen futuro al novio de la protagonista):

BENITO.
Y yo me voy a mi tierra,
que no quiero pueblo donde
se vendan las cornamentas46.

Muy probablemente se explica este tipo de comicidad en las lindes de lo ridículo, tal como lo hace Hans Robert Jauss, apoyándose en Ritter y en Plessner:

La facultad solutiva que lo cómico tiene deriva del contrasentido de normas o planos de existencia diferentes, pero a condición de que no entren en conflicto ni por igual ni de manera serial, sino que, de modo imprevisto, introduzcan, en el juego, la futilidad limitada por la seriedad normativa, afirmándola o -según la variante que O. Marquard hace de la fórmula de Ritter- «haciendo visible lo fútil en lo oficialmente vigente, y lo vigente, en lo oficialmente fútil»47.


Por esta razón, las salidas a escena de los respectivos payos en El lugareño en Cádiz, La feria del Puerto y El robo de la pupila en la feria del Puerto permiten el reírse-de para así intensificar la crítica moral mediante el reírse-con. De paso que la superioridad del espectador se re-actualiza ante la literariedad48 y las prevaricaciones -o la tacañería- del payo, se simpatiza con aquél por medio de la alabanza de Cádiz, sus mujeres y su condición cosmopolita; verbigracia:

PEDRO.

 (Saliendo.) 

¡Válgame Dios, qué zuidad
tan jermosa! Aquí hay flamencos,
moros, y otras mil naciones
que al hablar parecen perros.
Pero ¡qué lindas muchachas
he visto! Vaya; si encuentro
en donde comer de balde,
nunca me vuelvo a mi pueblo49.

En otras cuestiones, la mirada de los payos de González del Castillo descubre parecidos motivos de crítica que la ofrecida desde la visión de los campesinos en la obra de Ramón de la Cruz. Por ejemplo, un efecto cómico que permite la costumbre de peinar en casa a las madamas provoca la risa y el contraste entre la cultura petimetril y la rústica; tal irrisión podría muy bien proceder de Cruz, aunque la cita se haya extraído de cuando chocan el lugareño en Cádiz y el peluquero cargado de polvos:

PEDRO.
[...] Éste será tahonero
que andará buscando al macho
por esas calles50.

Otro tanto ocurre con la ridiculización de los vestidos. En una doble mofa, González del Castillo se hace eco de los cambios de las bogas indumentarias, pues el citado hidalgo ridículo, don Marcos, aparenta «un petimetre de pueblo, en donde las modas andan atrasadas»51.

Como Ramón de la Cruz, el autor gaditano desaprueba la excesiva franqueza (el llamado despejo, o también desenvoltura, marcialidad) de las mujeres, que se apoyan en los hombres y les dan la mano, una nueva costumbre que se vincula también con Cádiz y que fue asimismo objeto de reprensión por parte del teatro de los ilustrados; por ejemplo, en La mojigata, de Leandro Fernández de Moratín. González del Castillo busca la crítica moral de las clases altas de ciudad y la risa, mediante la exageración:

BENITO.
En aquesta tierra
deben, por lo irregular,
nacer las mujeres ciegas.
BLAS.
¿Por qué, hombre?
BENITO.
Porque toas,
paráas o andando, se pegan
lo mismo que garrapatas
al señorón que las lleva52.

Se trata del mismo punto de vista que el expuesto por Cruz en Las usías y las payas. Como en este sainete, también González del Castillo abomina del cortejo y su naturaleza inmoral, situando en mejor posición ética a los payos que a los pisaverdes, al derrotar Benito a don Líquido y el matrimonio al adulterio53.

En el sainetero gaditano, la burla del consumo urbano adquiere alguna referencia nueva y muy acertada desde el punto de vista literario, pues no se relaciona, por ejemplo, con la afeminación, la falta de virilidad (en el petimetre), sino que es vinculado con lo infantil a partir del sema en común de «innecesario». Lo que se vende en los puestos de la feria es «frioleras», «bagatelas / buenas para los muchachos», y de ahí el razonamiento y hasta la razón del payo, con el acierto de equiparar la puerilidad y la chochez:

BENITO.
Vaya, vaya; que esta feria
debe causar a las gentes
como en mi pueblo a las viejas,
que a los ochenta años tornan
a jugar con las muñecas54.

No sé si hay que conectar una mayor crítica por parte de González del Castillo a la conducta de las mujeres, con la tradición misógina y las libertades entremesiles. Sea como sea, resultan muy duros los juicios -que debían sin duda, no lo olvidemos, buscar el aplauso y la aprobación del público popular y el masculino- que un bobo rústico recuerda:

BLAS.
Porque dice: «En esta tierra
tiene tan malditos ojos
cierta casta de mozuelas,
que aun la plata, si la miran,
se pone al instante negra»55.

Y así apostilla el propio payo la pregunta de su amo Marcos sobre si la muchacha es doncella:

BLAS.
No es, no es, que aquí se casan
las mujeres muy pequeñas56.

Quizá también sea más escasa la estima que merece la gente de la ciudad en las piezas de González del Castillo que en las de Cruz. En Los jugadores, dos majas decentes comentan la general irracionalidad57; darían la razón a un Bartolo capaz de ironizar pese a su condición de simple:

BARTOLO.
No habrá pocos por acá
que lleven vellón a cuestas
por jartarse de vellones
a fuerza de su paciencia.
ANTONIO.
Por fin, andaluces brutos.
BARTOLO.
Tampoco, de esa cosecha
aquí abundan58.

La idea, con todo, aparecía ya en Ramón de la Cruz, pues Los payos en Madrid -que González del Castillo tuvo presente en su El lugareño en Cádiz- recoge un comentario similar; refiriéndose a los mulos, el payo Pechoseco afirma: «De éstos hay en Madrid muchos»59.

Dejando a un lado la siempre resbaladiza comparación entre el sainetero madrileño y el gaditano, al menos se constata cómo el tema de las nuevas costumbres urbanas interesa en el teatro breve de la segunda mitad del siglo XVIII. Es una prueba del proceso de acercamiento del género a las circunstancias históricas, en la misma base que dio lugar al auge del costumbrismo. Desde la buena perspectiva de su distanciamiento, la mirada del payo sirve para defender el casticismo, la tradición mejor representada por la majeza de los barrios populares de Madrid o Cádiz. En alguna ocasión, esta función primordial obliga a que la figura del payo resulte más verosímil, pero sólo en parte cabe afirmar que «du type rustaud et benêt au personnage ingénu, le paysan a changé de visage»60. Al menos, González del Castillo ha heredado la imagen del payo propia de la tradición entremesil, y en buena parte, también Ramón de la Cruz, aunque haya podido tener influencias de Favart, Molière o Marivaux61. Tampoco hay que prescindir de la tradición cómica española que había dignificado el labriego, «sostenido -de acuerdo con Américo Castro62- por su ejecutoria de cristiano viejo»:

El labrador como persona honrada, fiel a su condición y status, es una lección para el público urbano contra el deseo de cambiar y ascender de clase social63.


(La tradición teatral es compleja: baste con recordar el tratamiento de esta figura, invirtiendo la caracterización digna que recibía en las obras de Lope de Vega, en el entremés de Cervantes, El retablo de las maravillas64.)

Predomina, pues, en el teatro menor de finales del XVIII el rústico ridículo, de quien nos reímos, pero su utilidad en la crítica moral y de las apariencias, del consumo, nos lleva a reírnos con él, a protestar y hasta a mostrar cierta solidaridad con su comportamiento ético, por muy ridículos que sean su lenguaje y expresión corporal y desde de la comodidad de nuestra superioridad -al fin y al cabo urbana- como espectadores. Aplicamos así y verificamos las reflexiones sobre este particular de Hans Robert Jauss65.

Por otro lado, dentro de la «atmósfera de Carnaval»66, pienso que el payo, también el que actúa en el escenario sainetesco de las postrimerías del siglo XVIII, no es sino una forma y una función atenuada, litótica, del antiguo loco (bufón, enano, etc.). Éste es el fundamento último que le permite actuar como «mediador entre la imagen y el espectador», entre la ciudad y nosotros. En palabras de Robert Klein:

Comentar los acontecimientos y sacar de ellos la lección es una función del loco tan antigua y esencial como las otras dos examinadas hasta ahora: servir de espejo a la humanidad y encarnar lo infrahumano67.


Dada la función mediadora de payos y payas, coincide su mirada con la visión de los moralistas tradicionalistas o con el punto de vista de los ilustrados (así, El alcalde proyectista, de Comella), y, de manera mucho más clara, con las observaciones del público que aplaude sus gracias. Pero si el bobo rústico de Cruz o de González del Castillo forma parte de las figuras seculares es porque no ha habido grandes cambios en el tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea, o en el de la idealización del campo, o en el de la ciudad como lugar de perdición, o en el miedo a lo nuevo tanto en relación con la moda como en relación con las costumbres... No es oro todo lo que reluce, escribíamos a propósito de Cádiz visto por su sainetero, y en Madrid

no es oro todo lo que reluce [...], y muchas de estas cortesías son socarronerías: ni fíe en galas, ni en gracias, ni en apariencias, ni en presencias, ni en riquezas exteriores, si no sabe los oficios interiores a que se ganaron68.


Así nos guiaba y avisaba Antonio Liñán y Verdugo, ya en 1620. El sainete, como el entremés, transita por esa ubicua, quizás eterna calle de la Hipocresía que tan bien y también recorrieron Quevedo o Gracián.





 
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