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El peldaño gris

Milia Gayoso Manzur



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A Julio



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ArribaAbajoA modo de presentación

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Lámina

La casa de los malvones

Pleno corazón de San Telmo.

Casona colonial, inmensa y antigua, con una fachada tan ruinosa que nadie adivinaría la belleza que aún guardaba en su interior. A la entrada, bajo la gigantesca puerta, se encontraba el peldaño de mármol gris donde solían sentarse los niños del inquilinato; luego estaba el zaguán, una puerta intermedia con gastadas cortinas y después el enorme patio.

Hacia la derecha se encontraban las piezas con altísimo techo; amplias, espaciosas, tan grandes que las personas que las ocupaban fácilmente las dividían en dos ambientes. Algunas piezas eran dobles, todas tenían pisos de madera en largas varas y cielo raso de yeso dibujado donde abundaban flores y cisnes.

Hacia la izquierda estaban las plantas: suspiros, geranios, begonias, malvones y clavelinas. Al final del patio   —12→   un zaguán abierto flanqueado por altos arcos y luego, otro patio un tanto menor, con una hilera de piezas a la derecha y una simpática hilerita de baja edificación donde estaban ubicadas las cocinas, hacia la izquierda. Cada pieza tenía su correspondiente cocina, pero de todas sólo dos tenían pileta, entonces había en el patio, al lado de la pieza de doña Dominga, dos grandes piletas (una para los cubiertos y otra para las ropas) compartida entre todos. Los dos baños de la planta baja también se compartían entre todos los inquilinos y era usual ver una constante fila de potenciales usuarios al atardecer, cuando la mayoría había vuelto de sus empleos.

De la vieja construcción sobresalían la belleza de los pisos, con colores vivos y hermosos dibujos que no perdieron su esplendor con el paso de los años. Subiendo una angosta escalera de cemento se llegaba al primer piso, allí estaban ubicadas otras piezas, no tan bien edificadas como las de abajo pero tenían también una hilera de cocinas al fondo, y ya al final se encontraba la azotea, donde se tendían todas las ropas del inquilinato.

Cada pieza, cada persiana que cubría las puertas, cada peldaño blanco de mármol, llevaba el sello de quienes habitaban ese hogar.

Y cada pieza, en esa casona inmensa, tenía historias que contar.

Pero eso fue antes de que inmensos picos la derrumbaran y se posaran gigantescos pilotes para que una autopista pasara sobre aquellos maravillosos pisos con arabescos. Y en una de esas piezas, alguien amanecía escribiendo pequeñas historias, casi de su tamaño.





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ArribaAbajoEl peldaño gris

Avanzó por el zaguán oscuro con una bolsa repleta de basura. Abrió una hoja de la enorme puerta de madera que la doblaba en tamaño y salió afuera, depositó en la vereda los desperdicios al lado de una hilera de bolsas y latas enormes con un maloliente cargamento. Miró hacia la calle: serían alrededor de las diez de la noche, el viento fresco de setiembre le removió las greñas cortas y la abofeteó en la cara.

En la otra cuadra la luz del supermercado iluminaba la mitad de la calzada, mientras algunos transeúntes volvían a sus casas con pasos presurosos. Mantuvo su mano en el picaporte por largo rato, luego, sin pensarlo cerró la puerta tras de sí. «Ya está», pensó, «ahora ya no puedo volver atrás»; no podía entrar porque no tenía llave, además no tenía ganas de continuar sufriendo tanto. Se sentó largos minutos en el enorme peldaño gris situado bajo la puerta, dejó que la brisa continuara jugando con su pelo y luego se marchó a cumplir con su determinación.

En la Avenida 9 de Julio los autos pasaban como hormigas, de pronto los vio formados en interminables filas esperando el cambio de color en el semáforo, cuando de repente se abalanzaban todos en rauda carrera. Esperó   —16→   unos minutos sentada en uno de los bancos pintados de blanco de los paseos; se tocó el estómago que aún le ardía. Escupió una y otra vez, aún sentía el gusto a desinfectante en la boca (es que se lo había tomado de golpe, un trago tras otro hasta acabar con la lata triangular), después vinieron los vómitos: le zumbaron los oídos y sintió retorcerse las tripas en total rechazo al extraño brebaje. Entonces sin quererlo lo volvió a echar todo.

Miró los autos que pasaban uno tras otro, esperó la quietud mientras la luz daba rojo, y al mismo tiempo del cambio al verde salió al paso de los autos. Cerró los ojos y escuchó mil insultos de los conductores que la esquivaron peligrosamente; cuando terminaron de pasar los autos aún estaba allí, parada en medio de la avenida. Caminó hacia otro largo banco y se sentó a llorar impotente: ni siquiera la muerte la quería. En sus oídos retumbaron las voces que le gritaban: «¿Te querés morir?», «Andate a otro lado infeliz», «¿Estás loco desgraciado?». Su vaquero desgastado, la camisa a cuadros y su pelo corto la hacían aparentar un muchachito, ocultando a una niña de once años asustada y marchita.

Secas las lágrimas volvió a caminar sin rumbo por la ciudad enorme e indiferente. Nadie la molestó porque así como los conductores, los diferentes grupos de muchachos que recorrían las calles o tomaban cerveza en los bares instalados en las veredas, la confundieron con un muchachito moreno y triste, recién llegado del interior.

Caminó sin prisa hacia algún lado, sin saber precisamente dónde. ¿Adónde iría?, sin darse cuenta se encontró a media cuadra de la casa donde trabaja limpiando por las mañanas. Vio en la vereda a dos señoras: su madre y su patrona que la esperaban con la preocupación reflejada en el rostro. La primera pensó en una simple fuga, pero la   —17→   segunda, conocedora de sus sufrimientos adivinó en parte lo que había ocurrido y trató de darle un poco de seguridad y el afecto ausente, en un abrazo.

Con pasos vacilantes y la rabia apretada en la garganta, volvió a traspasar el peldaño gris y la enorme puerta colonial.

Las primeras luces del día la encontraron con los ojos abiertos y fijos en el blanco yeso del techo.



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ArribaAbajoDon Segundo

Lámina

No importaban el sol, la lluvia o las olas bravas en los días de tormenta. Incluso muchas veces no importaron sus achaques si se trataba de hacerle un favor a alguien más enfermo que él, que precisaba con urgencia pasar al otro lado del río. Fueron casi treinta años trabajando de pasero, haciendo pasar gente desde Villa Hayes hacia Piquete Cué o saliendo al paso de los barcos o lanchas que venían del norte y traían pasajeros.

Por aquella época no existía aún el Puente sobre el río, en Remanso, entonces el cruce del río Paraguay se hacía por balsa y por canoa. Las balsas «Villa Florida» y «Villa Hayes» hacían pasar de una orilla a otra los automóviles, transganados y los colectivos de pasajeros, pero para esto cumplían un horario que se prolongaba sólo hasta las ocho de la noche, entonces, si de pronto alguien llegaba hasta el puerto de Villa Hayes y necesitaba pasar   —20→   al otro lado esa misma noche, pagaba su tarifa y el pasero, desafiando el sueño o el frío, cruzaba hacia Piquete Cué para «llamar a la balsa», que «dormía» allí hasta su primera salida a las cinco de la mañana, y ésta, cobrando una tarifa especial, venía a buscar al pasajero que a veces era un estanciero, un militar, o un transganado repleto de vacas mugientes.

Muchas veces llovía y había tormenta, pero él, sin inmutarse, tomaba su largo capote, sus dos remos y partía contento a cumplir su misión. Generalmente la balsa llegaba antes de que él volviera. Más de una vez tuvo algún percance por el camino, pero siempre sorteó todas las dificultades y regresó a casa.

Conocía todos los recovecos del río y sus misterios, amaba y cuidaba de sus canoas como si fueran personas: «Sirena», «Campeón» y «Halcón» siempre estaban bien pintadas, limpias y desaguadas para que el agua no estropeara los maderos o el calafate. De tanto en tanto las sacaba a la orilla y panza para arriba eran reparadas por completo; un trozo de tabla aquí, estopa y bleque allá, para que quedara como nueva. Y con asientos anchos para que los pasajeros viajaran cómodos. Los remos estaban siempre lisos y parejos, pero más tarde fueron reemplazados por un motor fuera de borda que le ahorró el esfuerzo de los últimos años.

Sus ochenta y pico de años parecían cincuenta por su vitalidad y su elegancia. En su físico sobresalían sus hermosos ojos verdes y en su personalidad, su amabilidad. Ser un pasajero en su canoa era un verdadero placer porque siempre tenía una conversación amena y la palabra justa para todos los momentos. Además del río con sus ruidos y sus silencios, cultivó la amistad de seres de todo tipo.

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En la orilla del río amarraba sus tres canoas a pilotes fabricados con troncos de diferentes árboles. Si el tiempo estaba inestable, él se levantaba una y otra vez a verificar que no se hubieran soltado las amarras o que las canoas no chocaran entre sí agitadas por el viento.

Cierta vez, fabricó sus pilotes del fino tronco de un sauce llorón que había traído de la isla San Francisco. Y ocurrió el dulce milagro de que el tronco sin raíz, convertido en un largo palo hundido en la orilla, metida en el agua en la zona plana donde atracaba sus canoas, echó brotes verdes. Decenas de hojitas verdes fueron poblando día a día el flaco tronco de aquel sauce dormido.



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ArribaAbajoEl angelito de yeso

-El angelito habla, doña Zoila, le digo que habla.

-Pero no mi hijo, cómo va a hablar un angelito de yeso, es sólo tu imaginación. Las voces nacen en tu cabeza y no en la boca del angelito inmóvil, no puede ser. Es imposible.

-Pero doña Zoila, lo que pasa que ese no es un angelito cualquiera, es uno muy especial. Ya sé que es de yeso pintado, pero habla y es mi mejor amigo, ocurre que es muy inteligente y sabe que si habla delante de la gente mayor, las va a asustar y lo van a derribar con un pico de albañil o un martillo, porque las personas mayores no entienden de estas cosas y van a decir que es obra del demonio. Eso es, los grandes no entienden de nada, creen que los pájaros no hablan, que a las plantas no les duele cuando les cortan un gajo, que las mamás de los animalitos no lloran cuando les quitan sus cachorros. Los grandes creen que solamente las personas sienten y pueden hablar, decir cosas, contar historias.

-Celsito, ¿cuándo empezó a hablar contigo ese angelito?

-Hace como dos meses doña Zoila. Un sábado yo estaba distraído en el Catecismo y la profesora me mandó a arrodillarme delante del Jesús Crucificado que está al   —24→   costado del altar. Me arrodillé allí durante muchísimo tiempo. La profesora se olvidó de mí, todos se fueron y comenzó a oscurecer. Entonces escuché hablar a alguien, con una vocecita fina y dulce como la de los pajaritos. «Andate ya a tu casa» -me dijo-. «Andate ya a tu casa antes de que sea de noche».

Busqué a quien me hablaba y me di cuenta que era el angelito pintado en blanco y azul que está al lado de Jesús. Nos hicimos amigos, lo visito casi todos los días y hablamos horas y horas. El cura ya me pilló que hablo con él y dijo (ni él me cree), que hablo solo. Lo que sucede es que él tampoco escucha la voz de mi amigo. Le llamo Miguel, y ¡sabe tantas cosas!, hasta me está ayudando con el catecismo. Mamá tampoco me cree, doña Zoila, por eso le estoy pidiendo que usted hable con ella y le convenza para que no me prohíba ir hasta la iglesia para hablar con Miguel. El sábado pasado me acompañó hasta la clase de catecismo y le dijo a la maestra que no me deje entrar dentro de la iglesia. Dele doña Zoila, le voy a cuidar su canasto de chipa y vaya a hablar con mi mamá. ¡Dele doña Zoila!

-¿Y qué es lo que querés que yo le diga a tu mamá, Celsito? ¿Que tu amiguito de yeso habla? No le puedo decir eso Celsito, se va a reír en mi cara y ya no me va a comprar las chipas para tu merienda.

-Mamá me va a prohibir por siempre ir a la iglesia, doña Zoila, me va a hacer dejar el catecismo y Miguel se va a morir de tristeza porque no va a tener con quien hablar. Por favor, doña Zoila, no sea mala, no sea malita.

-Bueno mi hijo, cuidame un rato las chipas y voy a hablar con tu mamá. Le voy a decir que lo que te pasa, ocurre nomás luego cuando se es chico, eso de que las cosas, los animales y las plantas hablen; y le voy a contar también que cuando yo era chica hablaba con una raíz seca de picanilla que parecía un gato y que la raíz me contaba hermosas historias de luciérnagas amarillas.



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ArribaAbajoEl último beso

Lámina

La pieza cinco tenía tres habitantes, pero sólo dos estaban constantemente en ella. En realidad la pieza cinco constaba de dos contiguas, que alquilaba el matrimonio Sáenz. Él, un policía que casi nunca estaba en casa, sólo algunas veces por la noche, algunas medias mañanas o ciertas tardes de lluvia, durante un momento para traer medialunas de hojaldre.

Ella era delgada, morena, con un enorme lunar sobre los labios, se llamaba Alejandra y estaba muy enferma. Su marido solía prepararle la comida antes de salir y hervía algún trozo de carne para su dama de compañía: Jacky, una perra bouldog. Jacky llenaba el vacío producido por la ausencia de hijos y era su alegría. La perra comía los bifes que Alejandra a duras penas podía prepararse; dormía en su cama, usaba sus colonias y tenía un bien muy codiciado por su vecinita: una pequeña frazadita de lana.

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No era el trozo de alguna vieja frazada, sino una frazadita en tamaño pequeño, con ribetes y a cuadritos, como corresponde. Desde que la vio, su deseo de posesión le quitó el sueño hasta que logró ganársela después de muchas insinuaciones de que sus muñecas tiritaban de frío por las noches. Namibia solía pasar largas horas con Alejandra, peinándola (lo cual agradaba muchísimo a la primera) o intentando sacarle un enorme y profundo barrito negro instalado cerca de su lunar. Pero esto fue siempre imposible, la impureza estaba muy profunda, muy metida en la piel amarillenta y ajada por la enfermedad.

A veces la niña le ayudaba a poner orden en sus habitaciones que generalmente estaban muy arregladas, quizás porque el policía lo acomodaba antes de salir o porque Alejandra se pasaba el día en la cama. De vez en cuando aparecía una hermana de ella a ayudarla, pero las visitas no eran muy frecuentes; en realidad su única compañía cierta era Jacky. Desde que alquilaron las piezas Alejandra salió afuera en ocasiones muy escasas y si lo hacía era para ir al médico o para pasear a la perra por la cuadra alguna mañana soleada, lo cual le representaba un gran esfuerzo porque el animal tenía más fuerza que ella y prácticamente la arrastraba tras de sí.

El policía no le simpatizaba en absoluto a la vecinita, porque ésta consideraba que él no la cuidaba lo suficiente. Una tarde, al volver del colegio ya no la encontró, la habían llevado al hospital. Namibia no sabía con certeza qué le sucedía, porque las veces que le preguntaba por su enfermedad sólo respondía que estaba enferma de la panza.

Se la llevaron al hospital porque tuvo hemorragia, o sea, una hemorragia mayor de la que estuvo soportando durante un año, y que fue acabando con sus fuerzas.   —27→   Pasaron muchos días y ella no volvió. Jacky quedó encerrada durante tres días, arañando las persianas, ladrando tristemente hasta que se la llevaron a algún lugar el policía y una misteriosa acompañante. Mientras, la frazadita de lana continuó cobijando a Ana Carolina, la muñeca negra de trapo y a la rubiecita Mariana.

Una tarde, la madre de Namibia y otras vecinas fueron a visitar a Alejandra. Ésta le envió un beso enorme a la niña. Esa noche de julio fue muy fría y el viento de invierno le trajo un leve golpecito en la cara. Sólo al día siguiente supo que aquello fue el último beso que le envió Alejandra, antes de expirar consumida por un terrible cáncer en el útero. Ella se fue a las once y el beso llegó como a las diez y media.



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