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El Pensador Mexicano al excelentísimo señor general del ejército imperial americano don Agustín de Iturbide

José Joaquín Fernández de Lizardi





Excelentísimo señor:

Cuando por momentos crece la opinión en favor de vuestra excelencia, deseando sentarlo en el trono de Anáhuac, cuando se oye vuestra excelencia proclamar en todas partes: Agustín I, emperador de la América, cuando ésta no tiene otra cosa con qué premiar el singular mérito de vuestra excelencia, sino partiendo su soberanía con su libertador y, en fin, cuando nos acaba vuestra excelencia de hacer felices, es puntualmente cuando quiere hacernos desgraciados, anunciándonos que desea separarse del gobierno...

No será tal, ¡vive Dios! No, no lo conseguirá vuestra excelencia aunque lo desee, ni habrá un solo americano que lo consienta, porque ahora siete meses era vuestra excelencia suyo, y hoy es de la nación que ha libertado: a ella pertenece y no a sí propio.

Vuestra excelencia mismo nos indica esta verdad cuando en su tierna y laudable Proclama de 27 de septiembre nos dice: «Ya sabéis el modo de ser libres, a vosotros toca señalar el de ser felices», pues para ser felices es necesario que vuestra excelencia no se aparte de nosotros.

No, señor, o emperador o nada; y si no es vuestra excelencia emperador, maldita sea nuestra independencia. No queremos ser libres si vuestra excelencia no ha de estar al frente de sus paisanos.

La América no es una nación fatua, no es una nación bárbara ni ingrata, desea recompensar vuestros servicios, y no quiere sino que seáis quien empuñe el cetro de su gobierno.

Renunciasteis, generoso Iturbide, aun los tres galones de coronel, jamás quisisteis ni aun el título de excelencia, contento sólo con libertar a vuestra patria, ansiáis, como el inmortal Was[h]ington, con recomendamos la ley, y después retiraros a descansar al seno de vuestra ilustre familia; pero perezca mi patria, y confúndase entre las naciones esclavas si tal permite... No, hombre grande, no héroe americano, tú no mereces tal olvido, y si mi patria no te pone en el trono de Moctezuma, ella será la parte más ingrata del globo habitado.

Salga por las prensas quien fuere tu enemigo, quien se oponga a esta gloriosa idea, pretexte tu Plan de Iguala y cuanto quiera para hacer ver que no te corresponde la corona, yo le probaré hasta la evidencia que es muy tuya, porque tú la has ganado con tu espada, con tu religión, con tu política; y si hay algún enemigo tuyo que te aborrezca, que salga a disputármelo con la espada, y entonces... ¡oh!, yo tendré la satisfacción de arrancar su vil corazón y de bañar mis manos en una sangre ingrata, horrible y... ¡Dios mío! Detén mis ímpetus y rabia que excita en mí la consideración de suponer siquiera, que haya siquiera un solo americano que no desee que se ponga la corona el inmortal Iturbide.

Juro a Dios, señor excelentísimo, que mis lágrimas humedecen este papel al acordarme de vuestro mérito y de vuestra tierna despedida; pero me consuelo conque mi patria es una nación heroica, grande y agradecida, y no consentirá que en su trono se siente sino un paisano suyo que le acaba de quitar las cadenas de una larga servidumbre y de colocarla en el rango de soberana. Si así no lo hiciere, la Europa, el mundo todo abominará su conducta y su ruina será infalible.

Sí, yo lo pronostico: si vuestra excelencia no es el emperador de la América, la anarquía o el despotismo nos acechan. Ellos están al frente de nosotros, y en menos de un año el reino se verá envuelto en las desgracias de que acabamos de salir.

Vuestra excelencia no lee con gusto este papel; yo lo sé bien: su moderación y humildad lo espantan y le hacen concebir un crimen donde no hay sino una muy brillante virtud.

Por esto, vuestra excelencia hará muy bien en no aspirar a la corona, y la patria hará muy mal si no ciñe con ella sus heroicas sienes, porque con otra cosa no le paga.

Dirán los enemigos de vuestra excelencia, que ha jurado conservar este reino para la dinastía de los Borbones, y yo digo que ese juramento no obliga a la nación, porque ella no lo hizo y vuestra excelencia no tenía, cuando lo hizo, ninguna investidura, concedida por ella, que lo constituyera su apoderado. Así es que, ignorando vuestra excelencia, entonces, el voto de la nación, no pudo disponer de él, ni ésta se halla obligada a sucumbir a la voluntad de vuestra excelencia contra su expresa voluntad, y cuando conoce que puede seguírsele algún daño.

En aquellos días enmudecimos los escritores, porque así convenía para consolidar la opinión, y hacer la libertad de la patria; mas hoy que la tenemos conseguida, es menester que hablemos la verdad.

Ésta es que todos, el ejército y el pueblo desean que vuestra excelencia sea el emperador. Han dado las pruebas necesarias, proclamando a vuestra excelencia en todas partes. No falta sino, o que el Ejército Imperial lo haga con violencia, o qué él reino lo declare por medio de sus representantes reunidos en Cortes, y de una de dos maneras se ha de hacer, so pena de acreditarse el ejército y la nación de ingratos e ignorantes.

Yo bien sé que el señor don Fernando Séptimo no puede venir, porque sería abdicar la corona de España en alguno de los infantes. Ninguno de éstos ha de querer venir tampoco a un reino que no conoce, cuyo clima les será nocivo y las costumbres repugnantes.

A más de que, mientras no se sancione nuestra Constitución, no se debe tratar de esto, y las Cortes han de establecer tantas cortapisas al rey que venga, que no ha de querer venir ningún europeo.

Por ejemplo: deben decretar que no sea casado, y que case con americana; que venga solo y que no pueda colocar a sus deudos en los gobiernos de las capitales ni puertos de mar, ni menos hacerlos generales de ejército. Que sus correspondencias con los estados de ultramar han de ser públicas y vistas por las Cortes, etcétera, etcétera, etcétera.

Con semejantes trabas, indispensables de ponerse en toda buena política, ¿quién habrá que desee el trono de América? Nadie, y entonces ¿a quién le pertenece sino a vuestra excelencia, que lo ha ganado, que es nuestro amigo, nuestro hermano y nuestro compatriota?

Ni se diga que vuestra excelencia no desciende de sangre real, porque eso es una preocupación tan vieja como ridícula, pues no es señor el que nace sino el que lo sabe ser, y sólo vuestra excelencia ha sabido ser el libertador de su patria.

Además de que para ser emperador por mérito, como vuestra excelencia, no es necesario ser hijo de reyes. Rómulo, en la gloriosa Roma, no fue nada, y después fue un emperador del imperio que fundó; y Napoleón, en la gloriosa Francia, fue menos que vuestra excelencia en esta América. Conque ¿por qué habiendo vuestra excelencia hecho lo mismo que Napoleón y Rómulo, elevando a su patria a la clase de imperio soberano, no ha de merecer el título de emperador que aquéllos merecieron?

Tampoco se crea que la exaltación de vuestra excelencia al trono-mexicano causaría celos a los jefes del Ejército Imperial. Todos son prudentes y conocen el indisputable mérito de vuestra excelencia, y así, soy de parecer que ellos mismos serían los primeros que volarían a ofrecer su obediencia.

Si la libertad de imprenta nos proporciona el publicar nuestras ideas políticas sin delinquir ante la ley, yo he dicho lo que siento, y el tiempo hará ver que este voto es el de la nación.

Por tanto, excelentísimo señor, ni piense vuestra excelencia en separarse de nosotros. Si Was[h]ington lo hizo en la América del Norte, también fue diverso el gobierno que instaló, y su patria no pudo hacerlo soberano. Vuestra excelencia se halla en diversas circunstancias, y si la nación americana, siempre agradecida y generosa, trata de afirmarlo en un trono que ha ganado, no tiene vuestra excelencia arbitrio de renunciar.

La soberanía reside en la nación, y, bajo este brillantísimo principio, a ella le toca darse leyes y señalarse emperador que le acomode. ¿Y podrá acomodarle otro que vuestra excelencia que la acaba de sacar de la clase de esclava, colocándola en la de señora?, ¿ningún príncipe europeo podrá compararse en méritos con vuestra excelencia?, ¿nos amará como vuestra excelencia nos ama y debe amarnos?, ¿y la América podrá verse con indiferencia dominada por un monarca extraño, dejando a su hijo predilecto en un obscuro olvido?

Digan lo que quieran los ingratos, pero la patria, la razón, la justicia y la gratitud dicen que no, y que el trono de Anáhuac lo ha señalado el monarca inmortal para la dinastía del benemérito Iturbide.

Lejos de mí la vil adulación. La opinión general es la que se expresa por mi pluma; el interés de la patria la dirige y no el mío personal, cuyos resortes mueven con exclusión sólo a las almas bajas.

Yo conozco que no hay un derecho para obligar a mi patria a que reciba a un monarca extranjero en su trono, si ella voluntariamente no lo llama. Veo que el pueblo proclama a vuestra excelencia en todas partes, y esto me hace conocer que no quiere rey de la calle, sino de su propia casa. Advierto muchas dificultades para que, aun llamado por la nación, admita ningún príncipe europeo un trono ajeno, y en las circunstancias del día. Y últimamente considero que esta importantísima materia sólo a las Cortes toca resolverla: ellas solamente pueden elegir la dinastía que les acomode, como que ellas solas están suficientemente autorizadas para representar a la nación y defender sus derechos.

En tal caso, si, como no es dudable, se declara la nación solemnemente por vuestra excelencia, ya no queda más arbitrio que admitir.

Vuestra excelencia sabe bien cuánto es el poder de una nación soberana, y se acuerda de que en otros tiempos la española brindó «con su trono al humilde y virtuoso Wamba; éste renunció constantemente hasta que el pueblo resuelto se reúne, lo busca, lo halla y, presentándole una corona y una espada, le dice: «La nación quiere que reines y la mandes; tú te has resistido muchas veces. Aquí tienes la corona que te señala el trono, o esta espada que te dará la muerte si no admites». Sorprendido Wamba con semejante conminación, admitió el trono y reinó algunos años con provecho y aprecio de los pueblos.

Todo ha de ser, señor, obra del tiempo, y poco falta para saber en qué hemos de quedar. Entretanto, vuestra excelencia no piense en separarse de nosotros. La patria necesita su persona, y vuestra excelencia debe sacrificarse por la patria. ¿Quiere vuestra excelencia estar en el seno de su familia? Tráigala a México, que en todas partes es su casa, pero jamás intente separarse del gobierno.

Ora sea con la espada al frente de los ejércitos, ora con la pluma al frente del gobierno, siempre nos ha de ser útil, como que reúne el valor y la prudencia; y lo que es más, ha conquistado los corazones y se ha hecho dueño de la opinión general del reino todo.

Viva vuestra excelencia muchos años, y viva con nosotros para la felicidad de la nación.

México, septiembre 29 de 1821.

Excelentísimo señor

José Joaquín Fernández de Lizardi.






Notas

1.ª Ya puesta la planta de este papel, tuve la complacencia de ver que la Suprema Junta nombró generalísimo de mar y tierra al excelentísimo señor Iturbide. ¡Vivan enhorabuena todos los señores vocales de la Junta, pues saben apreciar el mérito del héroe! ¿Pero será éste el premio que merece? ¿Con esto se recompensarán sus servicios? ¿La patria le ha dado lo que puede y lo que debe darle? De ninguna manera.

Generalísimo se hizo su excelencia con su valor y prudencia. Así es que en la realidad nada se ha hecho con declarar lo mismo que sabemos.

La nación solamente, repito, es la que puede y debe premiar a su libertador, participándole lo mismo que él la dio, y no hará mucho.

El señor Iturbide sacó a la patria de una dependencia servil y la restituyó los derechos de soberana que se le tenían usurpados tantos años. Luego ¿qué hará esta nación agradecida en partir con su excelencia una soberanía que le debe?

Yo espero que, en la primera sesión del Congreso, por aclamación se le destine el trono. ¡Oh, tenga yo el gusto de besar una vez la mano del emperador de la América, y cierre la muerte mis ojos para siempre! Entonces sí que será cierta y duradera nuestra libertad, y la nación llegará al grado de opulencia y majestad que le corresponde.

2.ª Se acerca el día de la jura, y, como órgano de la opinión pública, debo prevenir que no conviene hablarse una palabra sobre que este reino se conserve para ninguna testa de la Europa. Porque si tal se jura, el juramento será írrito, nulo y de ningún valor, porque la nación no quiere a nadie sino al señor Iturbide, y con mi cabeza respondo por esta proposición.

La nación se incomoda cuando lee en algunos papeles públicos que se le pide un rey a España, y que si no lo da, se le pedirá a Nápoles, a Sicilia, a la Austria, a la Francia, etcétera.

Esto nos incomoda demasiado, y es necesario no volverlo a decir. Ni derecho ni mérito tiene ningún príncipe extranjero para ocupar el trono de Anáhuac, que le toca solamente y de derecho a Agustín I, emperador de la América.

Fuera de que es una vergüenza que anden nuestros escritores con esas peticiones y plegarias. La Europa dirá: ¿Qué tan necios serán los americanos que, teniendo un héroe a quien coronar en casa, pidan un extraño que los mande? ¿O estaban tan bien hallados con la esclavitud que, al tiempo de hacerse independientes de España, quieren depender de cualquiera casa de la Europa, por tal de no tener un rey de la suya?

Así dirán, y dirán bien. Por tanto, me parece que el juramento se debe reducir a conservar la religión católica, a sostener la independencia, como se declare por las Cortes, y a mantener la unión con la España como potencia amiga. Éste es mi parecer, y creo que es el de todos.

México, septiembre 29 de 1821, primero de nuestra libertad.



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