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ArribaAbajoPonencias pertenecientes al 15 de octubre de 2009


ArribaAbajoConferencia magistral


ArribaAbajoAmérico Castro: Entonces y ahora

Francisco Márquez Villanueva.
Harvard University


Es lugar común considerar la obra de madurez de Américo Castro una meditación profunda sobre la Guerra Civil de 1936-1939. Dicho unas veces con respeto y otras con desdén, creo es hora de decir que es sin duda verdad, pero no toda la verdad. Tras su trabajo por rendir a la República un difícil éxito con la vuelta del cuerpo diplomático, refugiado de momento tras la frontera francesa ante el traslado con visos de huida del gobierno a Valencia se vio, ante lo que consideraba sus excesos, moralmente obligado a romper con ella e iniciar un doloroso peregrinar hasta su fondeo en la paz fecunda de la Universidad de Princeton82, que a la sazón atraviesa uno de sus mejores momentos. Don Américo busca hacer sentido de la magna convulsión española, refractaria en su origen y carácter a simples explicaciones de orden político y la ve, en cambio, como catástrofe de un peculiar devenir histórico iniciado en el período moderno bajo el cetro de Fernando e Isabel.

España en su historia constituía en 1948 una ruptura integral: hacia fuera, se desentendía de un modo casi absoluto del culturalismo burckhardtdiano que El pensamiento de Cervantes parecía haber abrazado con tanto éxito; hacia adentro ofrecía un inesperado discurso unitario, en que los españoles habían vivido una especie de guerra civil permanente desde la abolición del estatuto mudéjar, con implícito abandono de la pugna entre católicos y liberales que, de hecho, venía siendo la pelota ideológica jugada, en sempiterno callejón sin salida, durante los siglos XIX y parte del XX. Ofrecía en realidad España en su historia un mensaje nacional en desarme del viejo aparato ideológico que tan caro había costado, pero para la roma y depauperada mentalidad de los vencedores su propuesta simplemente sobrepasaba toda capacidad de reflexión crítica. De modo ostensible, se publican en España muy pocas reseñas83 y, conforme al estilo del Régimen, sólo habla la represión: tanto España en su historia como el Erasmo y España de Marcel Bataillon, vistas con razón como obras en el fondo gemelas, no pueden ser vendidas públicamente y los pocos ejemplares disponibles vienen acompañados de una ficha del comprador que el librero deberá pasar a la policía84. Américo Castro era nombre odiado, como conspicuo de la Institución Libre de Enseñanza85 y uno de los inspiradores de la obra cultural de la República. Los ejemplares sobrantes de sus ediciones de clásicos para La Lectura se vendieron en la postguerra con su nombre borrado por un grueso listón negro. Y lo mismo, aunque en clave amortiguada, hasta el final.

Lo que sí hubo fue el alzamiento polémico de Sánchez Albornoz, que era una diatriba y no, ni aun de lejos, un análisis crítico. Don Claudio asumía la voz de una derecha clásica que se diría anclada en los tiempos de Cánovas como rehén de un liberalismo emasculado, creyente en la entidad hegeliana de una España por definición intemporal y erigida en barrera impenetrable contra la antítesis semítica de moros y judíos. Personalmente, devoré en su día España, un enigma histórico con espíritu abierto, pero abocado a una profunda decepción. Era sólo una variante cosmética de Menéndez Pelayo, donde Castro quedaba no puesto en su sitio, sino excomulgado por su doble herejía de la Historia como un proceso de funcionalidades en marcha y por la valoración positiva del factor no cristiano, más allá de Roma y de los visigodos. La andanada, en suma, pasaba ruidosa y sin hacer luz, por encima de la cabeza a que apuntaba.

Castro representaba a la sazón un momento histórico que no era por cierto la aciaga Guerra Civil, sino la efímera ventana optimista de 1945-1950, cuando el final de la Segunda Guerra Mundial y su triunfo sobre los totalitarismos permitía soñar con un horizonte de paz garantizada por la cooperación de los pueblos que invocaba la carta fundacional de las Naciones Unidas. Era el momento del primer Sartre, de Bertrand Russell, de Teilhard de Chardin, de Johan Huizinga, de Jacques Maritain y, para el hispanismo, el binomio renovador Castro-Bataillon. Una tribu, en conjunto, de ingenios variopintos, pero noblemente ilusionados por un futuro de avance y reafirmación de valores humanos, que muy pronto fue eclipsada por una oleada de etiquetados conservadores con arraigo más o menos directo en la guerra fría. En nuestro caso, el momento de Otis H. Green en sus tres volúmenes de Spain and the Western Tradition de 1963 y reeditado en 1968, con su tesis restringidísima de un europeísmo a ultranza, en amputación de nada semítico y garante de la cultura peninsular como balsa de aceite, tan cara a Menéndez Pelayo, a modo de tácita pero indudable refutación de Castro y bálsamo tranquilizador para la conciencia «cristiana» de aquel Occidente militarizado.

Castro quedaba para siempre excluido de las aulas españolas por el cordón sanitario del Régimen, cuya actitud fue siempre la de una muerte civil, pues aunque veía con regusto el ataque de Sánchez Albornoz, no deseaba airear tampoco a tan prominente figura del exilio. Los estudios históricos, que arrastraban una vida semifantasmal, empezaron en los primeros años cincuenta una puesta al día con su adscripción a las tesis socio-económicas de la escuela francesa de postguerra, introducida en Barcelona por Jaime Vicens Vives86. Era sin duda un avance positivo, llamado a cuajar hasta acercarse a un monopolio académico que hasta el día de hoy no ha perdido su pujanza ni tampoco sus limitaciones. Aunque no en forma buscada ni directa, la historia económica solidificó respecto a Castro el bloqueo oficial del Régimen, que no le ponía obstáculos pese a la inspiración neomarxista de su concepto y metodología. No es que surgieran animosidades personales, pero el viejo maestro sencillamente no asentía a ningún epidesarrollo materialista de la Historia y consideraba absurda la propuesta del Mediterráneo (un puro accidente geográfico) como sujeto histórico por parte del caposcuola Fernand Braudel87. Sobre todo, Vicens y los suyos no sentían interés alguno en rozar ni aun de lejos el campo intelectual, hasta el punto de no ocuparse apenas, por ejemplo, del pensamiento socio-económico bajo el período clásico, buque de alto tonelaje que todavía constituye una zona muy secundaria de nuestras tareas históricas. Don Américo por el contrario había aprendido, sí esta vez, de Menéndez Pelayo y consolidado a través de Dilthey88, la primacía de la historia intelectual y como adverso resultado se esfumó así para la península una gran oportunidad de concertado avance. Castro consideraba la economía una provincia importante, pero inmersa en la totalidad del fenómeno humano, esto es, no dictada por el estómago (Marx) ni por el sexo (Freud), sino por el corazón y el cerebro, que es como decir la totalidad del Hombre como sujeto histórico. La economía en España funcionaba (cuando lo hacía) locamente «a lo divino»89 y hoy se halla en marcha toda una nueva sociología de los comienzos de nuestra modernidad, pero no endeudada con Vicens Vives, sino con Américo Castro.

A todo esto, yo leí por primera vez a Castro en los primeros años cincuenta por noticia de amigos y compañeros de quienes por primera vez oí su nombre, y no por cierto de ningún profesor. Se unía el del maestro a otros igualmente proscritos, como los de García Lorca, Unamuno y Ortega, que en mis años estudiantiles jamás oí pronunciar dentro de un aula. Luchaba yo contra mi ignorancia sin poder hacer ningún sentido ni de lo que habían visto mis ojos, ni de lo que leía en libros al uso, así como tampoco de lo que (las raras veces que podía) preguntaba a unos docentes que o bien me repetían algún lugar común o me miraban a los ojos y bajaban entristecidos la cabeza. Mi lectura de Castro tuvo algo de sinaítico por su acompañamiento de truenos y relámpagos a cuya luz salía de tantas dudas, penetraba en mundos arcanos o, sobre todo, me crecía el hambre de saber más90. Yo era ya muy consciente de la torpe y fallida manipulación oficial de la Historia que se nos enseñaba, para lo cual no se necesitaba ser ningún lince. Mi problema estaba con la parte que cabría llamar legítima y tradicional por su pobreza, insuficiencia y vejez: la estrechez de visión, los obvios prejuicios, lo rastrero o ingenuo de lo que ni a muchas leguas tomaba en cuenta las realidades que nos circuían y tal vez heredábamos de siglos.

He entrado como ustedes ven en lo confesional, pero sólo porque darme en esto por cobaya me ahorrará muchas palabras en mi aplicación de la teoría del paradigma de Thomas S. Kuhn91 al caso exacto de Castro. Las revoluciones científicas no se producen por meros avances cuantitativos, sino por la aparición de tesis profundamente renovadoras a que da aliento la insatisfacción con el previo paradigma al uso y sus cada vez más obvias limitaciones. Es entonces cuando alguna advenediza circunstancia o acontecimiento exterior abre paso a una nueva sensibilidad y salta a primer plano el nombre joven, desconocido o procedente de otros campos (Castro, como es común en España, de la filología) como un banderín a que otros se van sumando en número creciente y al final imparable. El relevo o cambio del neonato paradigma es el de la vida a su alrededor y, para el caso particular, el acarreado por la guerra civil había sido, por supuesto, mayúsculo e ineludible.

Se suele relacionar a Castro con autores, obras y orientaciones de diverso carácter y por lo mismo llega también el momento de poner en su sitio la opuesta faceta individualista que siempre le distinguió. Había echado en París sus bases científicas bajo Wilhelm Meyer Lübke, verdadero faraón de la lingüística positivista en los primeros años del siglo, y Dámaso Alonso, que fue uno de sus primeros alumnos madrileños, me pintaba el entusiasmo con que don Américo manejaba en sus clases el paladar artificial, engorroso adminículo que era entonces la última palabra de aquella filología. Fueron, sin embargo, dichos cimientos un firme suelo para toda su carrera, pero que desde aquel primer momento también le exasperaban por su cortedad de miras. Aun si feliz como traductor y expositor de Meyer Lübke92, me contaba una vez don Américo que la literatura no incidía en su trabajo más que como cantera de ejemplos lingüísticos, para lo cual se mostraba ideal el medievo pero no así las épocas modernas, cuyo lenguaje se volvía más complejo debido a que lamentablemente après la Renaissance, les textes ont de la philosophie, et c'est dommage! El viejo maestro alemán no podía perdonar al Renacimiento, con cuya philosophie gozaría después tanto su hispano discípulo.

Una vez en España, don Américo fue mano derecha de don Ramón Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos desde su misma fundación en 1910 y en donde anudaron una amistad a prueba de divergencias, siempre profundas y cada vez más significativas. Sin desertar de leal y respetuoso, el joven granadino no dejaba de tener sus propios criterios y como escribía en 1952 don Ramón en carta a su amigo, «también nos decíamos cosas en el Centro»93. Aunque de siempre se han señalado las influencias externas sobre la obra de Castro, no recuerdo que (tal vez por lo obvias) se haya ahondado en su deuda crucial con Menéndez Pidal, cuyas ideas lingüísticas eran a principios de siglo muy avanzadas y minoritarias. Frente al reinante concepto positivista, atento a la rigidez de las leyes fonéticas, oponía la cambiante flexibilidad que, como hecho humano, determinaba la naturaleza esencialmente histórica del lenguaje. La monumental edición del Cantar de mío Cid, con su texto, gramática y vocabulario de 1911, era un ejemplo vigoroso de apertura en tal sentido, que de modo tan brillante habría de culminar en sus Orígenes del español de 1926 en su admirable engranaje del aspecto histórico con sus tesis sobre tradicionalidad y la sagaz metodología del estado latente.

Castro se ganaba así credenciales de primera clase en el terreno de la lingüística, pero en 1925 sorprendía a todos con la pica en Flandes que en la crítica literaria ponía con su Pensamiento de Cervantes y desbrozaba un nuevo camino a la escuela de Menéndez Pidal, a punto ahora de convertirse ya en «escuela de Castro». Obra acogida como perfecto ejercicio del mejor pensamiento histórico del momento, asimilaba la ambiciosa tarea precursora de Giuseppe Toffanin La fine dell'umanesimo (1920), así como las ideas de Ortega y Gasset, siempre con manifiesta originalidad e independencia de juicio. Quiere decir que, como hemos coincidido en detectar Julio Rodríguez Puértolas y este servidor de ustedes, El pensamiento de Cervantes no es una simple eficaz puesta al día, sino la primera piedra de un edificio historicista que pugna por despuntar con sello propio bajo el estímulo adicional de Cervantes como el estimulante pensador original que Castro por primera vez traía a flote.

Como hombre del día, profeso en la ortodoxia científica más del momento, en 1914 Castro defendía con vigor del desdeñoso ataque de Unamuno el trabajo a la alemana del Centro de Estudios Históricos, pero miraba también a trascenderlo en una alternativa tarea de «reconstruir a través de la historia de la lengua un poco de los nervios y del alma que anima a este pobre y triste esqueleto que es España»94. Y con aún mayor precisión: «La filología es una ciencia esencialmente histórica», según escribía con brillante acierto en 191695, dando fe palmaria de que existe por ello un maestro no estrictamente filólogo anterior a 1936 que aún dista de ser bien conocido96. Maduraba éste a pasos de gigante y su obra se enriquecía con rapidez. Ahí está su estudio sobre Santa Teresa, canónico hasta hoy día, agrupado en el volumen Santa Teresa y otros ensayos de 192997. No hay de momento libros, porque Castro siembra a los cuatro vientos una multitud de artículos y reseñas: bien sea en la Revista de Filología Española, el Bulletin Hispanique, La Gaceta literaria, Sur o Crisol, pero sobre todo periódicos como La Nación de Buenos Aires, El Nacional de Caracas, Excelsior de Méjico, y muy en especial El Sol de Madrid, que viene a ser como su propia casa. Centrado en la actualidad y siempre profundo, le encanta a don Américo la inmediatez de poder ver impreso a primera hora de la mañana lo que escribiera la tarde antes. Es frecuente oír que su obra mayor es también toda ensayística, lo cual es muy cierto y se dice casi siempre con mala uva, pero es porque se desconoce u olvida cómo el pensamiento español de esa época ha tenido que recurrir, con Unamuno, Ortega y ahora don Américo, a una fórmula de arte y a la amplia difusión de la prensa periódica como medio de llegar a un público intelectualmente huérfano y no en modo alguno despreciable, pero que no lee libros como en Alemania.

Moros, judíos y conversos comenzaban también a levantar cabeza en la obra que cierto ilustre arabista propone llamar castrí98 anterior a 1936 y creo necesario recordar que tampoco era el primero en hacerlo. La vasta cuestión de los conversos era ya planteada por José Amador de los Ríos en 184899, así como Eduardo de Saavedra ofrecía en 1879 el primer esquema coherente de la literatura aljamiada, pero en ambos casos caía en saco roto la del primero, mientras que el segundo era desautorizado por Cánovas del Castillo en la misma Academia de la Historia100. En cuanto a la limpieza de sangre y sus encarnizadas controversias, no escaparon al voraz escrutinio de Menéndez Pelayo, quien al atisbar lo que allí se ventilaba y de un modo muy suyo, daba media vuelta para quitarse de encima el compromiso de «este antipático asunto, que ojalá pudiera borrarse de nuestra historia»101 y que, de hecho, fue lo que él hizo. Claro que no dejaba de estar allí la clase de mala conciencia que ayuda a comprender el refuerzo de un sector de siempre islamófobo del grupo arabista102 y por lo cual don Américo no sólo se enfrentaba con errores e insuficiencias, sino con todo un panorama de culpables y planeados olvidos a que era urgente poner de una vez fin. Desmitificaba en su obra a visigodos y trogloditas de Altamira o denunciaba simplezas como la españolía de Séneca pero, puesto a colmar lagunas, seguía un orden de prioridades que no significaba de por sí ninguna negación de otras tradiciones clásicas ni cristianas.

En 1972 recogía don Américo en México parte de aquella obra dispersa como De la España que aún no conocía103, título que habría sido más exacto si, en vez de tanta modestia, dijera que iba conociendo. En 1936 había redondeado su obra lingüística bajo el Centro de Estudios Históricos con sus Glosarios latino-españoles de la Edad Media104, lo cual quiere decir que venía trabajando en dos frentes y que no había «perdido» nunca el tiempo, contra lo que en sus últimos años gustaba de repetir. Lo que sí resulta obvio es que daba creciente atención al avance por el terreno histórico, conforme a la tesis originalmente pidaliana, si bien dicho despliegue autónomo se manifestaba sobre todo en el terreno histórico-intelectual, que para don Ramón había quedado virtualmente parado en su etapa de joven regeneracionista post-noventa y ocho. Don Américo es evidente que dedicaba tras El pensamiento de Cervantes mucha atención a la literatura ascético-mística y el comodín que se le ocurre a cualquiera es aquí la sugestión activa de Dilthey. Para los de casa, sin embargo, sería tal vez más decisivo el acicate cooperante de Menéndez Pelayo, cuya más feliz intuición metodológica fue asimismo la primacía de la historia intelectual, aunque después la distorsionara de la manera que todos sabemos. No deja de resultar curioso que el Centro de Estudios Históricos ignorase casi del todo dicho rumbo y para mí la explicación sería el temor de Menéndez Pidal al inevitable choque con don Marcelino, en perjuicio de la ansiada utopía regeneracionista o al menos de una temible escalada en la tensión ideológica de los españoles bajo aquel principio de siglo. La mayor incursión de don Ramón fue por ese lado el P. Las Casas, «tema que me es antipático y que me ha preocupado mucho»105, según reconoce en un estudio de neto balance negativo publicado en 1963106.

Lejos de rehuir riesgos, el Castro anterior a 1936 se crecía en cambio ante ellos y por eso Princeton supuso culminación, pero no ruptura ni aun zigzag en su camino. Hubo de por medio el avance pausado pero firme de Marcel Bataillon, atendido en todo momento por don Américo del modo más minucioso, y es ya un consumado dueño del campo quien en sus artículos de 1940-1942 sobre Lo hispánico y el erasmismo107 le rectifica, bajo un típico «castrismo», su desatención a la espiritualidad hispana del siglo XV, en cuyo devenir surgían con independencia e incluso anticipo ideas muy similares a las de Erasmo en medios muy marcados por los primeros judeoconversos generacionales. Su lección inaugural en la cátedra Emory Ford del 11 de diciembre de 1940108, con su decidido voto por la peculiaridad del fenómeno histórico peninsular, podría incorporarse tal cual como pórtico al magno volumen de España en su historia.

El profesor de Princeton es pues el mismo de antes, sólo que en un momento ahora de plena y pujante madurez. Son los días de su gran siembra académica, tanto en los libros como en el aula, de donde egresa la plana mayor de su escuela directa, con nombres de la altura, entre muchos, de Stephen Gilman, Samuel T. Armistead, Albert A. Sicroff, Juan Marichal, Joseph H. Silverman y James T. Monroe. Son todos hechura personal suya, pero también producto de una América muy distinta de la que iba a moldear la guerra fría. No faltaron, sobre todo, las polémicas, nunca originadas por don Américo al que, por el contrario, oí muchas veces lamentar que la propia defensa le hubiera impedido abordar sus proyectos sobre historia no hispana y en nuestra última conversación en Madrid, un mes antes de su muerte, abordó ex abundantia coráis el problema de la conquista de Sicilia por los normandos como hecho crucial e insuficientemente explicado. Castro empezó a resonar por todas partes, cosechando acogidas de muy diverso orden pero nunca indiferentes, pues sus planteamientos resultaban de por sí traumáticos para lo que él llamaba «las iglesias» y en especial la marxista. Navega muy por su propia brújula y recibe críticas peregrinas, como el escándalo ante algo tan nunca visto ¡en España! como su diestro manejo del pensamiento historiológico moderno109. Reducido ahora el trato de Menéndez Pidal a un torneo de distanciadas cortesías, continúa en cambio, fructífero, el de Marcel Bataillon, profundamente educador para ambos. No hay que olvidar que fue don Américo quien persuadió a este último para añadir al final de su Erasmo y España unas páginas sobre el erasmismo de Cervantes, camino que aun allí iniciara con visible reserva. Lo mismo que don Marcelo veía por mucho tiempo en fray Luis de León el conformismo de un típico tridentino, y no un exponente del angustiado despecho del judeoconverso, según lo expuesto por Castro, que vivió siempre muy atento a la proverbial cautela de su amigo. Fue éste acercándosele cada vez más hasta llegar a una total confluencia, que en mi opinión se realiza en su decisivo estudio sobre los conversos como elemento clave en la génesis de la picaresca publicado en 1964110.

Panorama distinto es el relativo a lo ocurrido en España, donde la obra de Castro fue objeto de un trato enrarecido que aún hoy dista de haberse borrado del mapa. Los jóvenes lo desconocíamos del todo y nuestro interés topaba con la desinformación más grotesca, empezando por la noticia de ser su autor, por supuesto, judío. Volviendo a mis recuerdos, pregunté acerca de ello a cierto catedrático de literatura que había vivido en la Argentina, quien me respondió afirmativamente y hasta añadió que un hermano suyo era rabino mayor de Buenos Aires, infundio y ocurrencia que, cuando se la conté, causó la hilaridad de don Américo, que era hijo único. Cierto profesor principiante que, quijotesco, intentara incorporarlo a su investigación y exponerlo en su docencia tuvo, tras penosos incidentes, que abandonar para siempre la universidad española donde, si acaso, se mencionaba a Castro con rotundo desprecio. El advenimiento de la democracia no cambió sustancialmente las cosas111, pues el sistema se siguió basando en continuidades incestuosas perpetuadas en conjunto hasta el momento actual, cuando el calificativo de castrista sigue siendo despectivo para no pocos112 y sólo conozco a un distinguido colega (aquí presente) que fuera admitido a la cátedra y lo asumiera sin sonrojarse. Castro es virtualmente desconocido de las nuevas generaciones universitarias, si bien la acogida de éstas se muestra abrumadora en las escasas oportunidades que se le ofrecen de conocerlo bajo un aspecto objetivo. A pesar de ciertas conmemoraciones bientencionadas, como incluso una del diario ABC en 1992, descorazona oír todavía demasiados juicios lindantes con lo grotesco, empezando por la simpleza de que Castro afirma que «todo es moro o judío», o como cuando una vez hubo quien me increpó «por ser tan favorable a los judíos». Apena leer en persona tan fina como Enrique Tierno Galván que don Américo elaboró su visión del problema converso bajo una ilusión óptica del problema racial de los negros que contemplaba a diario en los Estados Unidos113, cuando lo que sí hubo fue una interiorización seminal de lo que suponía ser o tener pinta de judío (como él la tenía) en los días de la subida nazi coincidentes con su embajada en Berlín. De hecho, encuentro en la familia académica escasa lectura (cuando la hay) de su obra y poca o ninguna crítica responsable y bien enterada de la misma. La tónica peninsular sigue mostrándose, bajo esta instancia, muy poco menos que una planeada proscripción, pero no ocurre lo mismo, y de nuevo late aquí el fenómeno de siempre, entre el grupo, más amplio y sustancial de lo que se cree, de personas cultas o deseosas de serlo, que lo leen con placer y asimilan con inteligencia bajo un sincero deseo de estímulo intelectual.

Claro que el mundo es ancho y ajeno, así como da también muchas vueltas. No todo se decide en él sobre una estrecha piel de toro y, por fas o por nefas, Castro determina una presencia obsesiva en el mundo de habla hispana. Lo importante es la realidad de una obra inmensa, creada en ruptura hacia adelante. La incorporación integradora del factor hispanosemítico, ricamente subdividido en provincias como sefardíes, judeoconversos, moriscos y mudejarismo, se le adeuda seminalmente y su bibliografía prolifera cada año centenares de títulos. El paradigma castrí funciona a pleno rendimiento, aunque no siempre puesto, como tendría derecho, bajo su nombre y apellidos. También aquí se proyectan con normalidad los esquemas de Kuhn: los nuevos paradigmas no se imponen de la noche a la mañana, conviven por algún tiempo con los que suplantan y es raro que quienes en éstos echaron los dientes pasen a adoptarlos en el curso de sus vidas.

Uno de estos últimos, el distinguido filólogo D. Fernando Lázaro Carreter (no por cierto un simpatizante) reconocía en 1993 «cómo uno de los estímulos más vivos de la actual investigación literaria proviene de los discípulos de este maestro, firmes creyentes en la singularidad de nuestra civilización, motivada por la convivencia de cristianos, moros y judíos durante la Edad Media»114. Me he referido antes a una nueva sociología, que permite comprender hechos, conductas y, en especial, textos literarios mal interpretados o, más a menudo, de vacua apariencia anodina. Las que Marcel Bataillon llamaba no «llaves» sino «ganzúas» aportadas por el nuevo paradigma nos permiten, por ejemplo, recuperar la risa de conejo con que la pregunta del escudero del Lazarillo de Tormes sobre si aquel mendrugo era «de limpias manos amasado» había de ser acogida por los toledanos en los días del Estatuto catedralicio de 1547. No menos también la seria protesta de Santa Teresa en su paladeo de las simples palabras Padre nuestro, o por qué el hidalgo aldeano don Quijote se quitaba de sospechas comiendo porcinos «duelos y quebrantos» en día de sábado115. Y toda una sociedad situada más allá de cualquier juicio de valor, donde se aceptaba algo tan demencial como dos noblezas, la del linaje nobiliario como en todas partes, pero por encima de ella la de la sangre inmaculada de cualquier ganapán y de donde se daba en las plazuelas el salto tumultuario al dogma concepcionista, aún no aceptado por Roma. Un casticismo cristiano-viejo que consagra la virtud fanática de la honra-opinión, elevada a remolque por sus teologastros a suprema virtud cristiana y que se inventa el donoso sacramento de comer cerdo como suprema profesión de fe casticista. Una mescolanza malsana y a la larga suicida para ambos de lo civil y lo religioso no en alianza, sino en aleación de un inquietante metal desconocido fuera del mapa peninsular. Un tipo de realidad desquiciada pero no infecunda, que estuvo allí, nos guste o no nos guste, y que todavía se resisten algunos a ignorar o tratan de negarle importancia como sujeto cultural. No hay que olvidar que la alarma ante el empuje de Castro, la reacción defensiva de mayor peso fue tomar refugio no en el pasado medieval como hiciera Sánchez Albornoz, sino en el bunker del Barroco a todo trance como garantía de un europeísmo a ultranza por parte de José Antonio Maravall y sus seguidores116.

Me apresuro a salir al paso de toda falsa idea de Castro como simple denigrador de una prematura España nacional-católica, o bien solapado corifeo de una puesta al día de la leyenda negra porque, en conformidad con su concepto funcional de la historia, no es que exista como contrapeso otra cara antifrástica de la moneda, sino que esta misma constituye también, con su laberinto de paradojas, un disparadero de estímulos no menos etiológicamente claves para las más altas realizaciones de nuestro período clásico. Habría lugar, pues, para un O felix culpa y lo cual es una de las paradojas que laten en el fondo del pensamiento de Castro. Jugando con terminologías consagradas, cabe decir que España no fue jamás una société d'ordres, sino por el contrario una sociedad de desórdenes que nunca acababan de entender los mismos que la vivían, y por lo mismo resultaba inductora en tiempos modernos de una notoria inestabilidad crítica, esto es, lo que yo otrora he llamado una historia por muchos motivos «incómoda» de manejar. Una moderna historiografía, acostumbrada a calcar criterios y terminologías europeas, tropieza con dificultades insuperables y rehúye por una mezcla de pereza y complejo de inferioridad el desafío de elaborar sus propias categorías de encuadre, en continuidad del trabajo iniciado por don Américo. La nueva sociología deriva, como sabemos, de los legados hispanosemíticos más que de abstracciones como el Renacimiento humanístico y tantas otras. No buscaban dichas rupturas ningún enfrentamiento abierto y, lejos de presentar batalla, sólo pretendían continuar la función de levadura integradora que habían venido ejerciendo bajo el pabellón mudéjar del medievo peninsular. No hay tampoco problema religioso al estilo europeo. No un choque entre ortodoxia y herejía, sino por el contrario una pugna en que un catolicismo inquisitorial y excluyente se ensaña con otro de signo evangélico y, por el contrario, defensor de la unidad cristiana que como bandera de los judeoconversos (no en absoluto judaizantes sino incursos ya algunos en la devotio moderna) predicaba el obispo don Alonso de Cartagena en 1449-1450117. Frente la Inquisición y sus huestes, eran ellos los que soñaban con un cristianismo indiviso en castas excluyentes. Una legislación como la del Estatuto toledano de 1547 causaba asombro en la misma Europa tridentina y la cantidad de papel, tiempo y dinero consumidos por los expedientes de limpieza es aquí simplemente incalculable. Fuera de España existía por supuesto la intolerancia religiosa118, pero no se conocía su institucionalización por ningún Santo Oficio, que aquí declaraba su propia infalibilidad tres siglos antes de que lo hiciera el Papado119. La tardía Inquisición romana fue muy otra cosa, y en todo caso se ocupaba de herejías formales, y no de quién cocinaba con manteca de cerdo o con aceite vegetal, o se cambiaba de camisa los sábados y no los domingos o hasta se permitía el deleite de comer la rica adafina. Se desconocían fuera de España la sospecha, la delación y el exilio interior como bases integrantes y reconocidas del sistema. Fue por eso por lo que Miguel de Montaigne, de conocido abolengo semítico por ambas líneas e hijo de una judeoconversa originaria de Calatayud, no conoció ni remotamente los problemas encontrados por fray Luis de León, Mateo Alemán o Cervantes y desde luego a nadie, que tal vez lo sospechara de hugonote, se le ocurrió nunca llamarle sin embargo «converso». El agua bautismal, que en toda otra tierra de cristianos zanjaba la adscripción religiosa, no significaba nada para el casticismo adueñado en España de todo el poder, como tristemente supieron los moriscos expulsos de hace ahora cuatro siglos.

La obra de Castro, realizada en su mayor parte en años de ancianidad, tenía muy presente su lucha con la brevedad de la vida humana y se clausuraba con estudios de alcance muy superior a lo esquemático de su presentación en libros como De la edad conflictiva (1961) o La Celestina como contienda literaria (1965). Quiere decir que el paradigma se ha enriquecido y depurado después en manos de sus continuadores, manteniéndose con lozanía aunque no siempre con los mismos matices y, como es lógico, con más fortuna en ciertos aspectos que no en otros. Don Américo por lo demás distaba de ser infalible, porque para eso no era precisamente la Inquisición. Cometió errores como tarde o temprano los cometemos todos y yo mismo no he dudado en rectificar algunos, aunque sin dejar de tener presente que sin su magisterio ni siquiera se habrían planteado y que el tiempo no deja de surtir su inexorable desgaste, porque de entonces acá se ha dado la mayor explosión de conocimientos conocida por la humanidad. España en su historia se publicó en 1948, pero estaba ya terminada en 1946, lo cual significa que responde, dada la segunda guerra mundial, al estado del saber hacia 1940. Para esa fecha se vivía en toda su urgencia el impacto del Erasmo y España de Bataillon, pero cuestiones como las de moriscos, maurofilia y literatura aljamiada (por citar sólo un filón) permanecían soterradas o en pañales y no llegaron por tanto a figurar en páginas donde hoy tanto las podemos echar de menos. Lo triste es que si esto resultaba de por sí irremediable, fueron en cambio políticas harto deliberadas las que en aquellos días en que sus páginas olían a tinta fresca, las hicieron quedar vedadas y sin acceso a los medios académicos a que estaban destinadas y en que tanto hubieran podido contribuir a una liberación científica de los españoles.

Quiere decir también que Américo Castro sigue vivo en su obra, porque la explosión de conocimientos a que me acabo de referir ha sido infinitamente más cuantitativa que no cualitativa, por lo cual su simple volumen ha bloqueado también mucha luz, así como la llamada globalización ha acrecido para los pueblos una lógica ansiedad por conocerse más allá de nacionalismos estrechos. En sus últimos años y ante el avance de una indiscriminada cultura de sello anglosajón, veía con horror don Américo la sombra en el horizonte de una especie humana compuesta de robots, ignorantes de su propia existencia no animal. Trabajar en el paradigma de Castro no quiere decir que se le repita ni se le canonice, sino el someterlo a una continua prueba y de ningún modo el profesar en otra más de aquellas «iglesias» que en vida le excomulgaban. Lo que no cabe hoy día para ninguna sana actitud crítica es ignorar la presencia de una nueva sensibilidad aplicada a la Historia, ni la magnitud que ha llegado a asumir dentro del hispanismo, así como tampoco su planeada descalificación u olvido apriorísticos. Los que llevamos ya una vida trabajando en su cantera hemos visto advenir cum grano salis a nombres como los de Bakhtin o Foucault, así como el desfile de teorías que no saben de su existencia y tratan de vendernos por nuevas algunas cosas que ya sabíamos. Todo paradigma ha de dotarse además de sus propias herramientas en lo que hace a sistematización y terminología, cuya depuración y puesta a punto puede suponer tanto un desafío como un estímulo y aun goce para generaciones venideras. Contra el escándalo farisaico ante el alegado «existencialismo» de Castro, sigue dándose idéntica normalidad en lo relativo a sintagmas metodológicos de deducción e inferencia, así como las identificables isotopías a que no había de tener menos derecho que otro cualquiera. Si cuando en un texto medieval se llama «señor» a la dama deducimos sin vacilar su encuadre en el paradigma del amor cortés, no hay por qué hacer aspavientos a la identificación tópica de la limpieza de sangre y de la honra-opinión en, pongamos por caso, la comicidad sangrante de El retablo de las maravillas120.

Naturalmente, Américo Castro y su obra siguen siendo hoy cuestión abierta justo por distar todavía de ser puramente académica. España en su historia apostaba fuerte por su análisis de un pasado que era todavía un presente y que, no sin motivo, espanta todavía a algunos que pueden en cambio mirar con indiferencia ni recelo digamos al libro rojo de Mao. Una vetusta ideología, todavía en parte latente, se atribuye en España derechos de universal propiedad y reacciona con escándalo ante toda discrepancia respecto a una historia por ella y para ella elaborada como un delito de robo, asalto o despojo. No nos reunimos hoy aquí con ánimos de encresparla, sino nada más para ahondar nuestro estudio de Américo Castro y su obra dentro de un eterno problema de conocernos mejor a nosotros mismos. Es falso e injusto considerar a Castro como un cuerpo doctrinal cerrado para uso de un coro de repetidores, cuando por el contrario es un acicate para abordar mundos nuevos y no servimos por tanto bajo su sombra a ninguna bandera de tal o cual color. Sólo buscamos la Verdad en medio y por debajo de velos, atisbos y relatividades que, igual que Castro, creemos poder alumbrar de algún modo con nuestro aceite quemado en la lámpara socrática del conocimiento científico. Creo interpretar el sentir de todos si digo para terminar que nuestra razón para hallarnos aquí este día de hoy es simplemente un programa de trabajo para un duro golpear el yunque y no para ningún vano repique de campanas.






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ArribaAbajoAmérico Castro y el pensamiento liberal español

José María Ridao.
Escritor y diplomático


En una época de extremos como fue el siglo XX, la adscripción liberal que reclamaron algunos de los más destacados intelectuales españoles, comenzando por Marañón y Ortega, puede ser interpretada como una sobrecogida toma de distancia frente a la radicalidad de los opuestos, como una desazonada reivindicación del justo medio en tanto que espacio a resguardo de la tentación totalitaria. Situándose en el vasto territorio que se extendía, según imaginaban, entre fascismo y comunismo, estaban convencidos de conducir su reflexión por un cauce que impediría librarse a los excesos ideológicos y políticos de los que habían sido testigos, primero durante una guerra civil que dejó una huella indeleble en su ánimo y, después, durante un conflicto mundial que convirtió Europa en un campo de ruinas y cadáveres. La posición que alcanzaron a perfilar desde esta actitud, con la que pretendían desmentir el fundamento de unas doctrinas que, traducidas en la práctica, habían provocado una catástrofe, habría de señalar, años después, un camino de salida para los escritores más jóvenes que se adhirieron al levantamiento contra la República y que saludaron la dictadura como el restablecimiento de la auténtica tradición española.

Ridruejo, Laín, Tovar, Aranguren encontraron en la actitud de Marañón y Ortega, en su liberalismo entendido como toma de posición frente a la radicalidad de los opuestos, en su desazonada reivindicación del justo medio frente a la tentación totalitaria, un puerto de retirada hacia el que encaminar sus ardores juveniles tras desengañarse del régimen surgido de la guerra civil. Algunos, como Ridruejo, no se detuvieron en esta escala sino que llevaron su evolución hasta las últimas consecuencias, actuando como puente entre el interior y el exilio para favorecer la reconciliación de los españoles en torno a un sistema democrático. El resto, en cambio, pudo llegar a la confrontación abierta con el franquismo, pero más por disentir de un régimen que no lo toleraba que por reivindicar un sistema de libertades homologable al que existía en Europa. No es que lo rechazasen, y menos al final, como tampoco lo hacían los intelectuales de la izquierda revolucionaria, sino que colocaban el acento de su reflexión y de su compromiso en las diferencias con la dictadura. Si los intelectuales de la izquierda revolucionaria obtuvieron de su condición de antifranquistas las credenciales de demócratas, Aranguren, como también Laín e, incluso, Tovar, obtuvieron las de liberales gracias a sus objeciones de madurez a un régimen que habían apoyado en sus inicios.

La definición del vasto territorio a salvo de los extremos del siglo XX en el que Marañón y Ortega pretendían ubicar el liberalismo recibió un nuevo e inesperado impulso desde el terreno de la historiografía, cuando Paul Preston propuso reunir bajo una tercera España a los escritores, políticos e intelectuales que, comenzada la guerra, se retiraron asqueados de las matanzas perpetradas en ambos bandos. Pese a su indiscutible voluntad conciliadora, la hipótesis de la tercera España abundaba en la misma imprecisión sobre la que los partidarios de los militares rebeldes, por un lado, y los de la revolución, por otro, habían construido el relato de la guerra civil, guiados más por la necesidad de legitimar retrospectivamente sus respectivas posiciones que por la descripción rigurosa de los acontecimientos. Para los primeros, los crímenes del alzamiento militar eran respuesta, según publicitaron, a los perpetrados por la República, que, por esta razón, merecía ser derrocada en un acto de legítima defensa. Para los segundos, colocarse detrás de la República equivalía a envolver la revolución en la bandera de la democracia, por más que la causa en la que militaron, y en cuyo nombre perpetraron sacas y paseos, fuera distinta. El drama de la República, del que la hipótesis de la tercera España no da cuenta y al que no hace justicia, es que tuvo que enfrentarse, con el solo instrumento de la legalidad democrática inerme y avasallada, tanto al levantamiento militar como a la revolución.

La hipótesis de la tercera España, la de esos escritores, políticos e intelectuales que, en expresión de Madariaga, se «abstuvieron de la guerra», guarda un sutil aunque estricto paralelismo con el territorio ideológico intermedio que trataron de delimitar Marañón y Ortega. A tal punto, que ese abstenerse de la guerra, ese retirarse asqueados de las matanzas perpetradas en uno y otro bando, se ha querido identificar con la actitud civil en la que encarnaría políticamente el liberalismo español. La sobrevenida equivalencia entre liberalismo y tercera España es, sin embargo, difícil de sostener: el compromiso con la legalidad democrática, un principio al que el liberalismo no podía renunciar sin traicionarse, no sólo exigía defenderla cuando fue acosada desde fuera por la rebelión militar, sino también respaldarla cuando fue desafiada desde dentro por la revolución. Dejando de lado los juicios sumarísimos sobre las actitudes personales -tan fáciles y tan estériles, por lo demás, en la distancia-, lo cierto es que convertir el abandono de la República en incontestable credencial del liberalismo español, según se ha pretendido hacer a partir de la hipótesis de Preston, sería tanto como expulsar de él, del liberalismo, a quienes, tan asqueados de la violencia como los que abandonaron, y sin dejar en ningún momento de proclamarse liberales, optaron por sostener la legalidad democrática hasta el último momento.

Pero sería tanto, además, como definir el liberalismo a partir de una circunstancia ajena al mundo de las doctrinas políticas, como fue el comportamiento personal ante la guerra. Entre los que abandonaron hubo, sin duda, liberales. Pero hubo también quienes profesaban otras ideas o, sencillamente, no profesaban ninguna. El simple gesto de abandonar, de cruzar la frontera para no asistir a la devastación o no correr el riesgo de padecerla, los convertiría, entonces, en exponentes muchas veces involuntarios de la actitud política liberal. Con un inevitable corolario: la actitud política liberal, entendida a partir de esta premisa, resultaría estrictamente irreconocible, puesto que abarcaría la práctica totalidad de las doctrinas, tantas como profesaban los españoles que cruzaron la frontera durante los tres años de conflicto. Partiendo de la forzada equivalencia entre liberalismo y tercera España, liberal, en España, lo podría ser cualquiera y, por la misma razón, a cualquiera se le podría negar la condición de liberal. En definitiva, faltaría lo que viene faltando desde hace demasiado tiempo en la historia de las ideas en nuestro país: identificar con precisión una tradición ideológica imprescindible para, entre otras cosas, acabar de una vez por todas con el mito letal de las dos Españas, confirmado, no cuestionado ni destruido, por la tercera que ha sugerido Paul Preston.

En Los orígenes del totalitarismo, Hanna Arendt puso de manifiesto que la distancia, que el territorio que media entre los extremos a los que se libró el siglo XX no es tan vasto como para albergar, según pretendieron Marañón y Ortega en España, un punto central en el que se situaría el liberalismo. No otra es la idea que inspiró a Karl Popper cuando propuso definir como abierta el tipo de sociedad que promueven los regímenes democráticos, en tanto que concreción política de la actitud liberal, frente a la sociedad cerrada que derivaría de los sistemas totalitarios. Una categoría, la de sociedad cerrada, que, en cualquier caso, y según sugirió Tzvetan Todorov en Memoria del mal, tentación del bien, no impediría establecer diferencias entre los proyectos políticos totalitarios. Mientras que el fascismo convertiría las características raciales, religiosas o lingüísticas de los individuos en condición obligatoria para formar parte de una concreta sociedad nacional, arrogándose a partir de este principio el derecho de expulsar o eliminar a quienes no las reunieran, el comunismo se proponía extender, universalizar desde el poder un diseño científico acerca de la sociedad futura al que tendrían que acomodarse los individuos. De grado, si se avenían a las supuestas leyes de la historia sobre las que se apoyaba ese diseño, o por fuerza, si optaban por una disidencia que, a ojos de un poder convencido de ostentar el monopolio de la racionalidad, resultaba indistinguible del error y, en último extremo, del delito.

Las observaciones de Todorov acerca de las diferencias entre las doctrinas totalitarias, entre fascismo y comunismo, permiten, en sentido contrario, advertir uno de los principales rasgos que compartieron, más allá de promover sociedades cerradas, según señaló Popper. Se trata del destacado papel que asignaron a la historia a la hora de elaborar sus respectivos proyectos políticos, algo que no escapó a la mirada de Hanna Arendt. «El último siglo -escribió en Los orígenes del totalitarismo- ha producido incontables ideologías que pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad»121. Si el fascismo necesitaba de la historia para elaborar una idea de nación que trazase una nítida frontera entre la tradición auténtica y la contaminada o extranjera, de modo que los orígenes grandiosos a los que proponía retornar tuvieran, cuando menos, un viso de verosimilitud, el comunismo, por su parte, destilaba del pasado, de una forma de relatar el pasado, las leyes que determinarían el futuro, intentando convertir en predicción científica lo que, en realidad, no pasaba de ser una aventurada profecía.

La dependencia del fascismo y el comunismo hacia el pasado suscita la espinosa cuestión, aún hoy no resuelta, de si fueron sólo algunos modos de interpretarlo, algunos relatos, los que pusieron a disposición de estas ideologías totalitarias el punto de apoyo imprescindible para su proyecto político, o fue, por el contrario, la historia misma, la historia como disciplina, la que lo hizo, sobre todo teniendo en cuenta que su consagración como núcleo constitutivo de la nación se produjo durante el siglo XIX. Entiéndase bien, no es que antes de esa fecha no se prestara atención al estudio del pasado, sino que el pasado que se consideraba digno de estudio era distinto. Mientras la nación se articuló en torno al credo religioso, según ocurrió en la Europa de los siglos XVI y XVII, el pasado que importaba era el que relataba la historia religiosa. Con el absolutismo, en cambio, fueron las gestas de los monarcas y las dinastías las que, presentadas como historia, nutrieron la idea de nación. En el siglo XIX, y bajo la inspiración del romanticismo, la historia que importa es la que afecta a un nuevo protagonista, el pueblo. Adoptándolo como centro de gravedad narrativo, según antes se había hecho con el dios verdadero o con la dinastía con mejores derechos, el relato del pasado adquiere la apariencia de una epopeya saturada de acontecimientos necesarios que no parecen tanto perfilar una sucesión, una trama de hitos que se va tejiendo a medida que transcurren los años, como encajar en el lugar exacto que tienen previamente asignados en ella. La historia es, sobre todo, una morfología literaria, una forma de narrar. Si coexisten relatos diferentes es, en último extremo, porque la historia, la disciplina de la historia, no ha dejado nunca de desarrollar su extraordinario potencial como fuente de legitimidad de proyectos políticos actuales y, en la medida en que esos proyectos son distintos, han de ser distintos también los relatos que se proponen sustentarlos.

España no permaneció ajena a esta corriente general en la que historia y política aparecían indisociablemente vinculadas, proyectando hacia la interpretación del pasado una lucha que, en rigor, era estrictamente contemporánea. Santos Juliá ha señalado, a estos efectos, que «los escritores públicos» españoles, los intelectuales, según la expresión que se generalizaría a partir del affaire Dreyfuss, no renunciaron a «recurrir a tiempos remotos, inventados como pasado de la nación, para legitimar lo que se hacía en el presente», en particular a partir de la radical quiebra política que supuso la invasión napoleónica. Restaurar el poder que la coronación de José Bonaparte había colocado en vía muerta al interrumpir la legitimidad dinástica existente sin, por otra parte, obtener la aceptación de los súbditos a la nueva, obligaba a decidir previamente cómo habría de ser ese poder. O, dicho en otros términos, obligaba a identificar la tradición que la injerencia de los ejércitos franceses había interrumpido y que, por tanto, debía ser recuperada una vez que fueran expulsados. Para los liberales, se trataba de volver a las instituciones que, como las Cortes -si bien, unas Cortes idealizadas, interpretadas a la luz de una anacrónica visión liberal-, reconocían al rey y limitaban sus poderes. Para los absolutistas, esa tradición debía ser la «del catolicismo y de la monarquía tradicional»122 (p. 52). El reinado de Fernando VII fue el escenario en el que ambos relatos del pasado como formas de legitimar un proyecto político actual entrarían en colisión, pero habría otros a partir de entonces. En realidad, tantos como pronunciamientos y revoluciones se produjeron a lo largo del turbulento siglo XIX en España, hasta llegar a la devastadora implosión de la contienda civil en 1936.

La imagen de enfrentamiento, de guerra sin cuartel entre liberales y absolutistas prolongada por espacio de un siglo y medio, ha impedido, seguramente, reparar en el único punto en el que nunca dejaron de coincidir, hasta convertirlo en el auténtico aunque soterrado campo de batalla: unos y otros argumentaban el apoyo a su respectiva tradición en el hecho de considerarla la más genuinamente española, no la más ajustada a la descripción del pasado. Es decir, sólo en segundo término su disputa era historiográfica y, por tanto, sólo en segundo término podría encontrar solución en un cotejo de las crónicas, documentos o interpretaciones que aportaran las partes, suponiendo que los anacronismos no se trasladaran, como de hecho se trasladaron, a la interpretación de términos como Estado, patria o nación. Lo que las partes situaban, por el contrario, en primera línea de choque era, en el fondo, una tautología, una inclusión de lo definido en la definición: pronunciarse sobre cuál de las dos tradiciones era la más genuinamente española exigía determinar, previamente, qué era España, en qué consistía su esencia inmutable a lo largo de los siglos.

En la medida en que esta pregunta ni podía ni puede encontrar respuesta mediante un sistema de, por así decir, prueba y error similar al de la ciencia, su sola inclusión en el ámbito de la disputa política implicaba entonces, lo mismo que sigue implicando ahora, dejarse arrastrar por una pendiente en la que las posiciones se polarizan en torno a relatos alternativos del pasado, a conjeturas sobre la esencia nacional, a mitos. Una rueda infernal se pone silenciosamente en marcha: relatos, conjeturas, mitos van cobrando realidad sólo porque, en efecto, las posiciones políticas se radicalizan. Las distinciones entre España y anti-España, tanto como las invocaciones a las dos Españas, ya sean expresas o agazapadas en la identificación de una tercera que las presupone, son, así, causa y a la vez consecuencia de un conflicto que, ante la imposibilidad de encomendar su solución a un sistema de prueba y error, sólo puede dirimirse por otras vías, en cuyo horizonte siempre acaba apareciendo el recurso a la violencia. Vencer equivale a tener razón y perder a estar equivocado, y cuanto más concluyente sea la victoria, más incontestable será la razón, y más flagrante, en estricta correspondencia, el error de los vencidos. La aniquilación, el exterminio del adversario no es sólo una expresión de fanatismo, por más que nada impida que, además, lo sea, sino consecuencia cada vez más inevitable de la característica principal que acaba por adquirir la lucha: es escatológica porque no se dirime tanto quién está en lo cierto como el criterio para decidirlo. Y a falta de encontrar un criterio compartido y detener, ateniéndose a su veredicto, el descenso a los abismos donde la fuerza es el único juez, la confrontación violenta y, en último extremo, la victoria o la derrota, entre las que no hay ni puede haber un justo medio, asume, entonces, esa tarea.

Los esfuerzos de absolutistas y liberales por imponerse como detentadores de la idea nacional más genuina, de la única tradición capaz de dotar de legitimidad al sistema político que sucediera a la invasión napoleónica, facilitó el que, a partir de cierto momento, la lucha fuera única y descarnadamente política, con lo que la búsqueda de argumentos en el pasado perdió el carácter inexcusable que llegó a tener en 1808. Por otra parte, y según avanzaba el siglo, se fue haciendo más patente el equívoco que sobrevoló en todo momento el conflicto entre tradiciones: al identificar la monarquía absoluta con la monarquía católica, sus partidarios ponían en cuestión el catolicismo de los liberales y, en la medida en que el catolicismo definía la esencia de España, su misma condición de españoles. No se trataba, desde luego, de un equívoco novedoso; en realidad, era el mismo equívoco que pesó sobre los ilustrados y, antes que ellos, sobre los erasmistas y, en general, sobre todos cuantos intentaron a partir del siglo XV establecer alguna diferencia entre el poder político y la creencia religiosa.

La Historia general de Modesto Lafuente, continuada por Juan Valera, contribuyó a desbrozar el camino de la progresiva coincidencia entre la tradición historiográfica liberal y la absolutista, al menos en lo que respecta a la interpretación general del pasado español y a algunos de sus episodios más destacados. En el «Discurso preliminar» que abre la Historia general, Lafuente afirma la existencia de «un carácter común» español «inalterable a lo largo de los siglos» contra el que nada pudieron «ni dominaciones extranjeras ni guerras intestinas», y que «habrá de ser el lazo que unirá un día los habitantes de suelo español en una sola y gran familia, gobernada por un solo cetro, bajo una sola religión y una sola fe»123. Hacia 1898, tras la pérdida de Cuba y Filipinas, la coincidencia entre ambas tradiciones historiográficas había llegado tan lejos que ya resultaba difícil distinguirlas, tal vez porque la tarea más urgente no consistía en diferenciar entre ambas dentro del teatro ideológico interno, sino entre la española, humillada en la guerra contra Estados Unidos, y la extranjera que había perpetrado esa humillación. La voz mayoritaria de los «escritores públicos», de los intelectuales, fueran liberales o no, admitiría a partir de esa fecha que la tradición española era la católica, y que sería sólo retornando a una política católica como España podría recuperar la grandeza perdida. Con matices retóricos más que sustanciales, y con algunas idas y venidas alentadas por el gusto de la paradoja, en esta idea coincidirán autores como Ganivet, Unamuno o Maeztu.



Marañón es, seguramente, uno de los autores que mejor ilustra la inextricable confusión que se acaba produciendo entre la historiografía liberal y la absolutista a lo largo del siglo XIX, por más que, en el terreno político, la lucha no hubiera cesado en el XX, cuando él comienza a escribir. Ensayo biológico de Enrique IV y su tiempo, una de las monografías más exitosas del Marañón historiador, ponen sin duda de manifiesto la identificación entre España y el catolicismo que inspira su interpretación de unos años cruciales, como son los de la accesión al trono de Isabel de Castilla. Pero será sobre todo en un texto póstumo titulado Expulsión y diáspora de los moriscos españoles, rescatado entre sus papeles inéditos y publicado en 2004, donde mejor se advierta la colisión frontal entre las ideas que inspiran los trabajos historiográficos de Marañón y las de Arendt, Popper o Todorov, autores a lo que no cabe situar en otra órbita que no sea la liberal. «De las leyes históricas -escribe Marañón- no hay responsables voluntarios, sino sólo actores que, movidos por los hilos invisibles del destino, cumplen su papel». Y como si se propusiera recalcar su desmentido a la afirmación de Hanna Arendt sobre las ideologías del siglo XX como «desesperados intentos de escapar a la responsabilidad», Marañón concluye: «es lógico que ni los moriscos ni los españoles hubiesen hecho otra cosa que lo que hicieron»124.

La mención a unas supuestas «leyes históricas» que habrían decidido la suerte inexorable de los moriscos españoles no es, como podría imaginarse, una cláusula de estilo; Marañón las va enunciando a medida que lo requiere su punto de vista sobre una de las páginas más sombrías del gobierno de los Austria. «Los problemas de raza -escribe-, enquistados dentro de un país, no tienen solución»125. Una interpretación inmediata de esta formulación, de esta supuesta «ley histórica», podría llevar, sin duda, a establecer concomitancias entre la ideología que inspira Expulsión y diáspora de los moriscos españoles y las doctrinas políticas que se propusieron construir naciones étnicamente puras, se entendiese por etnia, ese monstruoso vocablo, lo que se entendiese. El propio Marañón parece hacer constantes y distraídas invitaciones a ello, como cuando enuncia la segunda «ley histórica» que habría operado en la decisión de expulsar a los moriscos: «las minorías oprimidas -escribe- lo son por su pretensión de ser parásitas, es decir, de vivir aisladas dentro del Estado que las sustenta; y ningún gran Estado puede serlo con parásitos, con un alma peculiar, adheridos a su organización»126. Cada vez más desentendido del terreno ideológico en el que se va adentrando, Marañón roza, incluso, la temeridad, como cuando, refiriéndose a la mala acogida que, consumada la expulsión, se dispensó a los moriscos españoles en Argel «por los celos de judíos, moros y árabes», los describe «en plena degeneración racial». A continuación, y sin reparar siquiera en el cruel sarcasmo implícito en el contraste, habla de «la hermosa raza de carneros de España que los moriscos implantaron al emigrar», un vestigio que, al parecer, perdura en el norte de África hasta la actualidad127.

En cualquier caso, las taras que Marañón debela en «la degeneración racial» de los moriscos no son de aplicación a las moriscas. Éstas, según sus elucubraciones, mantuvieron «el gran prestigio sexual» de las mujeres moras entre los cristianos. «Probablemente con una base indudable de realidad -escribe-, pues aun descontando lo novelesco -y el sentido mismo de las fantasías y leyendas-, indican que eran mujeres de gran belleza y de modos en el amor de peligrosa eficacia atractiva. Su mismo indumento ligero y gracioso, en contraste con las sólidas y castas vestimentas de las mujeres españolas, ponían a éstas en evidente situación de desventaja»128. Nadie se podía resistir al encanto de estas féminas «llenas de gracia y someras de ropa», puesto que, siempre según el relato de Marañón, «los clérigos, en algunos sitios, se inficionaron del morisco gusto de la poligamia» y «hasta varones incapaces de pecar se dejaban llevar de tal modo por la pasión carnal que "se casaban con moriscas y maculaban lo poco limpio de su linaje"». La conclusión que Marañón extrae de este estado de cosas parece aludir a una tercera «ley histórica», sin duda más modesta que las anteriores, pero no menos concluyente: «al que conozca la vida española no le extrañará que fuera ésta una de las causas no despreciables de la expulsión»129. Esto es, cherchez la femme.

Pero, por si las taras raciales de los moriscos, se entienda por raza lo que se entienda, no bastaran para justificar su expulsión, Marañón cree necesario, además, hacer el inventario de las deslealtades políticas que perpetraron contra España, un país que «los toleró durante más de un siglo con la paciencia que ningún otro Gobierno de Europa hubiera tenido»130. Fueron ellos, los moriscos, quienes contribuyeron a arruinar la reputación de esta España condescendiente: «es sabido -escribe Marañón- que las tropas que saquearon Roma en 1527 eran, en gran parte, moriscas, lo cual explicaría el ímpetu que pusieron en destruir salvajemente iglesias y en perseguir y en martirizar a curas, monjas y prelados»131. Fueron ellos, además, quienes desafiaron a la monarquía católica al dejarse llevar por un «odio a España» que en ningún caso se explicaría por la persecución de la que fueron objeto -ya que, según Marañón, tal persecución no habría existido o, en su caso, estaría amparada por las «leyes de la historia»-, sino por una «convergencia, política y nada teológica» con los protestantes y los judíos132. Y fueron ellos, finalmente, quienes, al hacerse acreedores a una expulsión que constituía la «única salida» para España, ofrecieron al resto de Europa «un argumento fácil y llamativo en su propaganda contra la Casa de Austria»133.

Frente a esa propaganda, Marañón reclama matices, e incluso los ofrece o cree que los ofrece, como cuando señala que, decretada la expulsión, «se retuvo a los niños pequeños para bautizarlos y educarlos en la religión cristiana»134. Lejos de considerar esta medida como lo que era, un bárbaro atropello adicional contra las víctimas del fanatismo que guió al gobierno de los Austria, Marañón la considera una prueba incontestable de la honesta intención de Felipe III, un signo de su piadosa benevolencia. Pero, al cabo, todo resultaría inútil para esta España que trató de suavizar los rigores de decisiones supuestamente inevitables. Pese al Edicto de expulsión, los moriscos regresaban a España con diversas excusas, desde recuperar tesoros escondidos hasta negociar con frutas. «Hay que contar también -escribe Marañón- con que legalmente quedaron muchos niños que, al crecer, no todos se fundirían con el medio cristiano; y aun los que se fundieron, conservarían y transmitirían sus cualidades raciales»135.

Se cometería un error, y no sólo una injusticia, si la despreocupada facilidad con la que Marañón recurre al concepto de raza se imputara a una secreta adhesión a los movimientos totalitarios que los usaron con profusión. Al igual que Ortega, Marañón se propone buscar el justo medio entre los extremos del siglo XX como expresión de la actitud liberal y, por eso, lo que plantean las páginas muchas veces inquietantes de Expulsión y diáspora de los moriscos españoles es otro problema: la posibilidad de compatibilizar el liberalismo con determinados relatos el pasado. En concreto, con los que, como el de Marañón, recurren al expediente de las «leyes históricas». No se trata sólo de que, al invocarlas, se exculpe de cualquier responsabilidad a quienes cumplen sus hipotéticas exigencias, según señalaba Hanna Arendt; además, se corre el riesgo de cubrir con una pátina de respetabilidad ominosas decisiones actuales por el simple hecho de que guardan similitud, siquiera remota, con algunas del pasado.

Es lo que le ocurre a Marañón cuando analiza «los contubernios peligrosos» de los moriscos con el rey de Francia. «En 1595 -escribe- unos moriscos aragoneses mataron a varios inquisidores y huyeron al Bearn. El embajador de España, Chantonay, quedó encargado de gestionar que los asesinos fueran entregados a España, pero no lo logró»136. Y es en este punto preciso donde Marañón salta del pasado al presente, y escribe: «En el curso de la historia moderna, llena de migraciones políticas de españoles en Francia, se ha intentado muchas veces por parte de nuestros gobiernos la entrega de determinados personajes; y hasta días recientes había sido siempre denegada». Bajo esta críptica mención a los «días recientes», Marañón debe de referirse a una de las mayores ignominias perpetradas por el primer ministro de Asuntos Exteriores tras la guerra civil, Ramón Serrano Suñer, decidido partidario de una alianza con la Alemania nazi. Valiéndose de sus contactos en el entorno de Hitler, Serrano Suñer hizo llegar al gobierno alemán en 1940 un listado de antiguos dirigentes políticos españoles que se encontraban refugiados en la Francia ocupada, tras la derrota de la República. De resultas de esa gestión, que el ministro justificaba en la necesidad de colocarlos «hors de l'état de nuire», serían fusilados en España Lluís Companys, Francisco Cruz Salido o Julián Zugazagoitia, entre otros.

Cuando, después de esta excursión por el pasado en la que se mezclan datos contrastados y afirmaciones con limitado fundamento, mitos y entreveradas tomas de posición sobre el presente, Marañón concluye su ensayo sobre la expulsión diciendo «con todos sus inevitables males y dolores, este pleito de los moriscos debe fallarse a favor del Estado español»137 no sólo está incurriendo en el anacronismo de ver un «Estado español» donde había un rey, una corte y unas instituciones que se correspondían con otras formas de entender y organizar el poder político; no sólo está traicionando su proclamada premisa de que el historiador debe describir y no juzgar. Lo que está haciendo además, y sobre todo, es retomar la disputa política e historiográfica en el mismo punto que quedó tras la invasión napoleónica, aunque incorporando la profunda transformación que han experimentado a lo largo del siglo XIX las posiciones iniciales de los «escritores públicos» que militaron en cada bando. Expulsión y diáspora de los moriscos españoles constituye, en este sentido, uno de los más acabados ejemplos de cómo en pleno siglo XX se considera compatible enarbolar el liberalismo como bandera política y, al mismo tiempo, reivindicar el relato de la historia de España que comenzaron defendiendo los absolutistas. Con una inquietante corrección, con una subrepticia novedad seguramente inspirada en el aroma de los tiempos: el motor de ese relato no será ya, como defendían los absolutistas y acabaron asumiendo los liberales a partir de la Historia general de Lafuente y Valera, la realización del plan divino, sino la de unas supuestas «leyes históricas» que, formuladas a través de conceptos tales como degeneración o parasitismo, regirían las relaciones entre razas.



En líneas generales, Ortega no se aparta de lo que, en el momento en que comienza su carrera como filósofo, ha llegado a convertirse ya en el relato canónico del pasado español, suscrito tanto por liberales como por absolutistas y reelaborado con tintes abiertamente nacionalistas por parte de los autores del 98. Como éstos, o como Marañón en su ensayo sobre la expulsión de los moriscos, Ortega suscribe la perspectiva desde la que el relato canónico da cuenta de los principales hitos de la historia de España, lo sigue fielmente en algunas de sus premisas más destacadas, como al sostener, por ejemplo, que «los árabes» no constituyen «un ingrediente esencial en la génesis de nuestra nacionalidad» o que el aprecio que «sentían los "progresistas" españoles por Carlos III» era resultado de una «mala inteligencia», puesto que, a su entender, al entender de Ortega, fue «acaso el más particularista y antiespañol» de todos los monarcas que conoció el país138. Pero las razones que están detrás de estas actitudes no son las que acabarán compartiendo absolutistas y liberales al asumir éstos que, según defendían aquéllos, la historia de España realiza el plan divino, como tampoco las del 98 o las de Marañón, que ven en la identificación entre el poder político y el catolicismo la manifestación de una esencia que había que preservar. Para el autor de España invertebrada, lo que ha sucedido a lo largo de la historia de España es que la Iglesia e, incluso, la monarquía, lograron desde fechas remotas sustituir por sus «destinos propios» los «destinos hondamente nacionales»139.

Este punto de partida establecido por Ortega para emprender su reflexión historiográfica -coincidente, por lo demás, con el de los liberales de 1808 y el de los autores que, como Manuel Azaña o Américo Castro, adoptarían después una actitud crítica contra la identificación entre el catolicismo y el poder político- podría haber desembocado en un relato del pasado español diferente del canónico. De hecho, desemboca en un relato diferente, en la medida en que Ortega contempla la historia de España desde una perspectiva en la que el credo religioso no tiene un papel preponderante y evita incurrir en un integrismo semejante al que acabó dando carta de naturaleza la Historia general de Lafuente cuando se subrogó en la perspectiva de los absolutistas, luego retomada, también, por los autores del 98. Pero, al igual que sucede con Marañón y su Expulsión y diáspora de los moriscos españoles, la pregunta que suscita la manera en que Ortega narra el pasado, las soterradas convicciones que pone en evidencia, es si, pese a distanciarse del relato canónico, su visión de la historia de España es compatible con el liberalismo. Al menos, la visión de la historia que expresa en una de sus obras más influyentes, España invertebrada, subtitulada «Bosquejo de algunos pensamientos históricos».

A diferencia de Marañón, Ortega no se remite a las «leyes históricas» para dar cuenta del pasado; estima, sin embargo, que la historia es «ciencia»140, y es por esta vía, por esta aceptación de lo que era una creencia generalizada en su época, por donde terminará reintroduciendo en su narración la necesidad y lo inevitable, ese género de ideologías que, de acuerdo con Hanna Arendt, «pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad». En el relato que subyace a las reflexiones de España invertebrada, la naturaleza científica de la historia parece concretarse en que, para Ortega, es legítima la operación de importar hacia la narración del pasado, a través de la comparación y la metáfora, hipótesis que proceden de las disciplinas experimentales y que el filósofo considera como verdades inamovibles, establecidas de una vez y para siempre. Lo que las disciplinas experimentales formulan como causalidad provisional y, en definitiva, como conjunto de tentativas de explicación sujetas a permanente contraste, Ortega lo convierte en punto de referencia imperecedero para establecer una semejanza, una analogía simbólica entre los procesos de la realidad natural y los de la historia.

Las consecuencias de esta aventurada operación se dejarán sentir de diversas formas en España invertebrada, tanto en la selección de los conceptos científicos o, para ser exactos, de los campos semánticos de los que proceden las metáforas importadas por Ortega para dar cuenta de la historia, como en la enunciación del propósito último que persigue con su obra, que no es otro que vincular la «embriogenia defectuosa» que diagnostica en la nacionalidad española a la «caquexia del feudalismo»141. Como haría Juan de Mairena al traducir por «lo que pasa en la calle» la expresión de un alumno que le hablaba de «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», lo que Ortega defiende, una vez despojada su expresión de la abundosa metáfora científica que, de acuerdo con la observación de Borges, obtura el razonamiento, es que en España no hubo feudalismo y que, a su juicio, ésa sería la causa de que proliferen los particularismos, desde los de clase o profesión hasta los nacionalistas y territoriales. Como hipótesis historiográfica, como punto de vista desde el que abordar el pasado español, ensartando los acontecimientos en un relato más o menos coherente, la idea de que la «caquexia del feudalismo» influye en hechos que tienen lugar al cabo de un milenio es más difícil de sostener mediante la lengua ordinaria, mediante la lengua que Juan de Mairena aconseja a su alumno, que a través de un infatigable recurso a la comparación y la metáfora, que es la vía por la que, desde el título mismo, discurre España invertebrada.

Cuando en esta obra, como en gran parte de su producción, Ortega echa mano de una cláusula de estilo frecuente en el ensayismo de su época y que, por lo demás, no se ajusta a fronteras ideológicas, como es afirmar que cuanto se conoce de la psicología de los individuos es aplicable a la de las naciones, se adentra con la cándida despreocupación de quien no advierte las formidables consecuencias en el terreno pantanoso del antropomorfismo, una representación de la sociedad que ha servido para convalidar la entelequia de que, en efecto, las naciones tienen psicología e, incluso, para formular proyectos políticos que han legitimado el crimen como operación quirúrgica sobre un cuerpo enfermo. Ortega, además, realiza otra operación: define involuntariamente el género al que pertenece España invertebrada, que no es, en realidad, un tratado de ciencia histórica según él mismo parece imaginar, ni siquiera un bosquejo o ensayo en la estela de Montaigne, sino una caprichosa, sostenida, perseverante alegoría literaria, en la que la nación española hace de enfermo postrado en el lecho de los siglos y Ortega de circunspecto doctor rindiendo informe, que no es otro que el texto que el lector tiene ante los ojos. «Se trata en lo que sigue -escribe Ortega en el prólogo para la segunda edición- de definir la grave enfermedad que España sufre». Y corrobora: «dado este tema, era inevitable que sobre la obra pesase una desapacible atmósfera de hospital»142.

Un hospital, un escenario alegórico en el que el doctor no duda en recurrir a cualquier disciplina experimental, no sólo a la medicina, para intervenir sobre el organismo de la nación, diagnosticado, como se sabe, de «caquexia del feudalismo». Por las páginas de España invertebrada desfilan, así, metáforas y más metáforas cuya interminable procesión va dando forma a una ciencia histórica que, a diferencia de lo que defiende Marañón, no obedece a leyes, aunque tampoco responde, tampoco puede responder a la arbitrariedad. «Lo primero que el historiador debiera hacer para definir el carácter de una nación o de una época -escribe Ortega- es fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de sus masas con las minorías selectas se desarrollan dentro de ella. La fórmula que descubra -anuncia- será una clave secreta para sorprender las más recónditas palpitaciones de aquel cuerpo histórico»143. Superada la turbación provocada por unas palabras que parecen hablar de lo que hablan, pero que lo hacen, en realidad, de algo distinto, sin que tampoco se pueda saber cabalmente de qué se trata, es difícil adivinar el referente, el término metaforizado por esa alusión a unas «palpitaciones», caracterizadas, además, como «recónditas», que percibirá el historiador capaz de establecer «la ecuación peculiar», «la fórmula secreta» o, en fin, el pasmoso polinomio característico de una nación o de una época.

Ortega detiene en este punto lo que parece ser un argumento científico, no porque en realidad sea ni argumento ni científico, sino porque envuelve su expresión en las galas de términos tomados de la matemática elemental y aplicados al diagnóstico de resonancias clínicas que exige la alegoría desarrollada en España invertebrada; podría, sin embargo, haber ido más lejos en la comparación y sostener, por ejemplo, que el «cuerpo histórico», ya se trate de nación o de época, en el que el historiador eche las cuentas por el procedimiento matemático recomendado y detecte un bajo número de «recónditas palpitaciones», padecería lo que en la lengua de la minoría selecta seguramente se denominaría lipotimia, y en el de las masas, alipori, que no tiene por qué coincidir con la caquexia; podría, incluso, definir las revoluciones como taquicardias del «cuerpo histórico», al que habría que recetar calmantes que vaya usted a saber en qué consistirían. Lo mismo que habría que administrarle estimulantes para el supuesto contrario.

Contra lo que pudiera parecer, es el propio Ortega, y no algún exégeta más o menos burlón, quien ofrece la pauta para desarrollar de este modo las metáforas; es él quien las prolonga o las abandona de acuerdo con criterios difíciles de desentrañar, si no es la ebriedad literaria. «La fisiología ha notado -escribe Ortega acerca no de los calmantes, pero sí de los estimulantes para desarrollar la "energía unificadora" de la nación- que sin un mínimo de fatiga el órgano se atrofia». Y en este caso no abandona, sino que prolonga la metáfora al sostener que «es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas "estímulos funcionales"; sin ellas, el organismo no funciona, no vive»144. Por descontado, las «pequeñas heridas», los «estímulos funcionales» para una nacionalidad con bajo índice de «recónditas palpitaciones» como debe de ser la española, se corresponden con «el impulso centrífugo perviviente en los grupos» que se oponen a la unidad y dejan al país invertebrado.

La maestría en el recurso a prolongar o detener la metáfora alcanza momentos de auténtico prodigio en España invertebrada, como cuando Ortega se propone caracterizar a «los pueblos germánicos inmigrantes» que tocaron en suerte a Francia y España en el instante remoto de sus respectivas embriogenias. Mientras que «el franco», según Ortega, «ocuparía el grado más alto» en la escala de la «vitalidad histórica», «el visigodo» se encontraría en «un grado muy inferior»145. En vano se buscarán en el texto datos o testimonios fehacientes que den cuenta de la distinta posición del franco y del visigodo en la rigurosa jerarquía de la «vitalidad histórica», otro de esos conceptos creados por apresurada y coyuntural aposición pero que hacen, sin embargo, las delicias de la exégesis orteguiana; lo que se hallará, en su lugar, es una bien trabada metáfora que toma como referente las investigaciones de Pasteur sobreponiéndolas con los efectos de la ingesta de alcohol, considerada, a su vez, como «luxuria» de la civilización creada por la raza blanca.

Para fundamentar la afirmación de que el visigodo, esto es, el visigodo genuino, el visigodo por antonomasia, era un germano, por así decir, de baja calidad, Ortega sienta en primer lugar el principio de que «toda "civilización" recibida es fácilmente mortal para quien la recibe», en el que deja en suspenso la idea de que la «civilización» puede tener los efectos letales de una vacuna mal administrada. A continuación, establece que la «civilización» es «un conjunto de técnicas mecanizadas, de excitaciones artificiales, de lujos o "luxuria" que se van formando por decantación en la vida de un pueblo. Inoculado a otro organismo popular -dice Ortega- es siempre tóxico, y en altas dosis es mortal». Si el término inoculado sirve para establecer un oportuno eco, una sutil continuidad entre los campos semánticos de la primera premisa y los de la segunda -esto es, una implícita comparación de la «civilización» con la vacuna-, el término decantación abre el camino a la prolongación de la metáfora en una dirección nueva e imprevista. Decantar se decantan, entre otras sustancias, el alcohol para beber, que, como la vacuna, «es siempre tóxico, y en altas dosis es mortal». Y ahí salta la chispa que iluminará los pasos siguientes en lo que se propone Ortega, la demostración de la baja calidad del visigodo, su deficiente «vitalidad histórica»: «Un ejemplo -dice, como si, de repente, hubiera recibido el soplo de las musas para dar cuenta a través de un oportuno rodeo de las premisas que ha establecido-; un ejemplo: el alcohol fue una «luxuria» aparecida en las civilizaciones de raza blanca, que, aunque sufran daños con su uso, se han mostrado capaces de soportarlo. En cambio, trasmitido a Oceanía y al África negra, el alcohol aniquila razas enteras». Obsérvese bien la maestría en el arte de prolongar la metáfora: el alcohol, para Ortega, no es llevado, sino transmitido a esos pobres beodos de ultramar. No es cuestión de ánforas, odres, garrafones, cuartillos o botellas atravesando los océanos en las bodegas de un navío a vela o impulsado por galeotes, sino de instrumentos infectados, jeringuillas o, incluso, miasmas en aérea suspensión tras el golpe de tos o el estornudo de un organismo popular.

Si alguna vez, gracias a los avances tecnológicos, algún editor pionero decidiera incorporar fragmentos de sonido al texto impreso de los libros, éste sería el momento en que, en España invertebrada, debería redoblar un tambor en inexorable y sobrecogedor crescendo, como el que precede al salto mortal que el artista circense se dispone a ejecutar sin red y a innumerables metros de la lona. Porque aquí se lanza por fin Ortega, soltándose del trapecio de una afirmación en la confianza de que llegará puntualmente a asir el de la siguiente, después de un espectacular punto y aparte: «Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún reposo»146. Después de tal exhibición de sincronía en el manejo de las acrobacias de la metáfora, Ortega se ha ganado en las páginas que siguen el incontestable derecho a calificar a los visigodos de «extenuados», «degenerados» o cualquier cosa. Pero no ya por entregarse al alcohol del romanismo y dar tumbos como si fueran nativos de Oceanía o del África negra a los que se ha transmitido el alcohol, sino por aquello que de verdad se proponía demostrar el filósofo y que, a fin de cuentas, nada tenía que ver con la civilización, ni la vacuna, ni la «luxuria» de las bebidas espirituosas ni toda la ristra de metáforas encadenadas, sino con los estragos que provoca en los organismos populares carecer de minoría selecta147.

Junto a la matemática elemental, la de las ecuaciones y las fórmulas que permiten obtener el coeficiente de «recónditas palpitaciones» de un «cuerpo histórico» a través de la simple operación de dividir M por m, donde M es la «masa» y m la «minoría», o al contrario, también la física constituirá una importante cantera en la que Ortega irá a buscar los términos de las metáforas que alimentan el omnívoro discurso literario de España invertebrada. La física y, más en concreto, la rama especializada en el estudio del comportamiento de líquidos y sólidos inspira la visión de lo que, para Ortega, constituye una sociedad inmune a la enfermedad, al menos a la que deriva de la embriogenia defectuosa, ya sea por caquexia del feudalismo o de cualquier otro periodo crucial de la historia. «Cuando en un líquido se arrojan cuerpos sólidos de diferente densidad -escribe Ortega-, acabarán éstos siempre por quedar situados a la altura que a su densidad corresponden». Dejando de lado que ese «corresponden» parece tener por sujeto los «cuerpos sólidos» cuando, en realidad, debería ser «la altura», lo cierto es que tiene toda la razón en el terreno de las disciplinas naturales: se debe a Arquímedes la observación de que, en efecto, cualquier sólido sumergido experimenta una fuerza hacia arriba igual al peso del volumen de agua que desaloja.

Lo que no es tan seguro, sin embargo, es que además Ortega esté en lo cierto cuando intenta trasladar el teorema de Arquímedes al terreno de la historia entendida como «ciencia histórica»: «Del mismo modo -metaforiza Ortega el enunciado natural de Arquímedes, convirtiéndolo en social-, en toda agrupación humana se produce espontáneamente una articulación de sus miembros según la diferente densidad vital que poseen»148. La concordancia gramatical no es problema en este caso, puesto que «poseen» tiene como sujeto «miembros», no «la diferente densidad vital». Como tampoco lo sería, una vez alcanzado este punto de la exuberante alegoría que desarrolla España invertebrada, la implícita comparación de la sociedad con un líquido semejante al amniótico por el que, a la búsqueda de la articulación correspondiente a su «diferente densidad vital», evolucionarían los «miembros». Ni, por la misma razón, tendría mucho sentido reprochar de pronto a esta nueva metáfora inserta en un diagnóstico clínico del que poco de sustancia quedaría sin ellas que Ortega sostenga que la evolución de los miembros «se produce espontáneamente», siendo así que, salvo error u omisión en los anales del pasado, no se conoce el caso de agrupación humana articulada por flotación y no mediante conflictos resueltos de peor o mejor manera.

El obstáculo, el verdadero obstáculo de la conversión del teorema natural de Arquímedes en teorema social de Ortega procede de la eventual violación de la lógica interna que exige la metáfora, y que hace recaer sobre el concepto de «densidad vital» la entera responsabilidad de no incurrir en estridentes contradicciones. «Densidad vital», lo mismo que «vitalidad histórica», son sintagmas que se acogen a los fueros de San Juan de la Cruz celebrando su equívoco amor, que el místico sólo alcanza a describir como «un no sé qué que queda balbuciendo». De la minuciosa lectura de España invertebrada no se obtiene indicación alguna acerca de en qué consiste exactamente la «densidad vital», como tampoco la «vitalidad histórica», salvo la vaga impresión de que, a partir de ese no sé qué que queda balbuciendo, debe de resultar muy conveniente tener abundantes reservas de ambas, sean lo que sean. Es más, conociendo la honda preocupación de Ortega por la ausencia de las minorías egregias podría suponerse que éstas lo son, precisamente, porque los valores de su «densidad vital», de su «vitalidad histórica» o de ambas son más elevados que los de la masa, se disponga o no de ecuación o fórmula para establecerlos.

Pero es aquí donde la entera construcción del teorema social de Ortega, elaborado en España invertebrada como un calco del teorema natural de Arquímedes, corre el riesgo de venirse estrepitosamente abajo, como si el filósofo se precipitase al vacío desde el trapecio de la metáfora. Porque si resulta que las minorías egregias disponen de una alta «densidad vital», entonces el lugar que acabarán ocupando espontáneamente en el líquido social será el de los estratos más próximos al fondo, mientras que la liviandad de la masa hará que gane, seguramente con gran asombro de sus componentes, los lugares más selectos de la superficie. Semejante situación, o se trataría del mundo al revés, con las masas instaladas en el lugar que corresponde a la minoría egregia, o llevaría a la desoladora constatación de que la rebelión de las masas resultará siempre victoriosa por efecto de las leyes físicas que describen el comportamiento de los cuerpos sólidos sumergidos en un líquido.

Es preciso reconocer, no obstante, que no todo estaría perdido para el propósito de Ortega si, alertada por las dificultades de esta arriesgada traducción social del teorema de Arquímedes, y quién sabe si disfrazada de gendarme o de bombero, acudiese a la carrera y con amplio despliegue de sirenas y campanas la brigada oficial de la exégesis orteguiana. Acordonado el recinto donde el teorema social del filósofo parece boquear después de lo que a simple vista parecería un aparatoso costalazo, el manual de primeros auxilios exigiría separar la «densidad vital», un concepto altamente tóxico en manos inexpertas, de la «vitalidad histórica», que se había quedado por ahí sin ningún uso aparente. Tras esta operación, la brigada procedería a limpiar los restos de «densidad vital» en los órganos afectados de la minoría egregia, a la que algún lector desavisado se la habría administrado por vía oral, rectal o intravenosa pensando que se trataba de «vitalidad histórica». Las confusiones de esta naturaleza deben de ser por desgracia frecuentes, no porque el etiquetado de ambos sintagmas no sea manifiestamente distinto, sino porque el contenido del frasco es similar por cuanto es irreconocible para el intruso que se asome a las páginas clínicas de España invertebrada sin haber leído previamente el prospecto.

Puede que nadie sepa con seguridad en qué consiste la «densidad vital» ni la «vitalidad histórica», incluida la brigada de la exégesis, pero la necesidad de restablecer la coherencia entre la metáfora que recurre al comportamiento de los cuerpos sólidos sumergidos en un líquido y el proyecto de colocar en la cima social a los componentes de la minoría egregia, defendido una y otra vez por el filósofo, obliga a tomar un camino en el que desde antiguo destacó el pensamiento español, como es el de la escolástica. Gracias a él, se pueden entablar encendidas e inacabables discusiones sobre los términos de una proposición sin necesidad de conocer a qué remiten. Así, no es que los conceptos de «densidad vital» y «vitalidad histórica» signifiquen algo concreto antes de ser incorporados al juego de metáforas que establece Ortega en España invertebrada, sino que son precisamente las metáforas las que fijan, si no su significado, que siempre queda envuelto en una nebulosa semejante a la del amor místico, sí la relación recíproca entre ellos y, al mismo tiempo, con los conceptos de masa y minoría egregia. Para que, por mor del respeto a la metáfora tomada de Arquímedes, la minoría egregia pueda «espontáneamente» ascender en el líquido social y la masa ocupar su lugar en las profundidades, sería necesario establecer, como si se tratase de un esclarecedor principio filosófico, que la masa tiene «densidad vital» y la minoría, en cambio, «vitalidad histórica». Es más, el camino de la escolástica permitiría extraer rotundos corolarios, como el de, pongamos por caso, a menos «densidad vital» más «vitalidad histórica», un fenomenal artefacto cognitivo que, aun ajustándose formalmente a la lógica, no serviría rigurosamente para nada. A lo sumo, para deambular sin sobresaltos por la alegoría que Ortega desarrolla con inigualable maestría en España invertebrada.

La física no se encuentra a tanta distancia de la astronomía como para que Ortega, siempre ávido de nuevas metáforas que estimulen su discurso sobre «la embriogenia defectuosa» de la nacionalidad española, no recurra a esta otra disciplina experimental cuando la ocasión lo requiera. Y la ocasión sin duda lo requiere cuando, dentro del capítulo de España invertebrada titulado «Ejemplaridad y docilidad», Ortega se propone demostrar que la masa debe seguir el movimiento de la minoría egregia para que un cuerpo popular funcione. El líquido social en el que «los miembros» flotaban «espontáneamente» debe transformarse, entonces, en galaxia regida por las leyes de la gravedad, en la que la minoría egregia sería el astro central y la masa su satélite. «No hay, ni ha habido jamás -escribe Ortega-, otra aristocracia que la fundada en ese poder de atracción psíquica, especie de ley de gravitación espiritual que arrastra a los dóciles en pos de su modelo»149. Cabe suponer que el motivo último por el que Ortega prefiere aquí la metáfora de la mecánica celeste a la del teorema de Arquímedes es que éste, si bien se mira, conduce a la inmovilidad una vez que «los miembros» ocupan «espontáneamente» el lugar que les corresponde. El solo movimiento -la única dynamis, en expresión de Ortega- que permite la metáfora del líquido social es el que empuja a «los miembros» desde su originaria y errónea situación, en la que, por cierto, no se sabe cuándo, cómo ni por qué desembarcaron, hasta la correcta, asignada de acuerdo con las leyes establecidas por la rama de la física que estudia el comportamiento de los sólidos sumergidos. Pero a partir de ese momento, se acabó, el teorema de Arquímedes se convertiría en fundamento de algo que inevitablemente se parecería al fin de la historia.

La ley de la gravitación universal entendida como «ley de gravitación espiritual» permite, en cambio, recuperar el movimiento que acaba por negar Arquímedes y ofrecer una singular definición de la sociedad, que ya no es representada como líquido, sino como «unidad dinámica espiritual que forman un ejemplar y sus dóciles»150. Con un nuevo y vistoso corolario, que Ortega estima necesario destacar en letra cursiva, tanta es la importancia que le concede: «Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento». La inesperada irrupción del adverbio «nativamente» en la retorta donde bullen los componentes de la definición del aparato de perfeccionamiento denominado sociedad está llamada, bien a pasar desapercibida como uno de tantos ornatos que cuelgan de la prosa de Ortega y que tienden a adormecer la conciencia de los lectores, incluidos los más heroicamente atentos, bien a sorprender retrospectivamente y obligar a recorrer de vuelta el camino andado, como lo haría si pudiese el insomne que en la paciente operación de conciliar el sueño creyera haber visto de pronto un tranvía balando entre oveja y oveja. ¿Nativamente? ¿Y por qué nativamente? La única explicación plausible para esta aparente nota suelta tendría que ver con el objetivo perseguido en España invertebrada, que la maestría del filósofo a la hora de mantener siempre en carril su alegoría no traiciona en ningún momento. Nativamente remitiría, en efecto, al origen, a la formación primitiva, al instante mismo del alumbramiento; en resumidas cuentas, a la embriogenia de la nacionalidad, que en el caso de la española, por ser defectuosa, explicaría el hecho de que la sociedad surgida de ella no sea ni de suyo, ni de ninguna otra manera, un «aparato de perfeccionamiento», sino «un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad»151.

La adopción de la metáfora de la mecánica celeste en sustitución de la que apunta al teorema de Arquímedes como referente último de comparación permite advertir, como en soslayo, otro de los fines que Ortega persigue con la sistemática adopción del lenguaje de la ciencia a la hora de exponer los «pensamientos históricos» recogidos en ese bosquejo que pretende ser España invertebrada. La intención manifiesta es ofrecer estampas o ilustraciones pedagógicas que faciliten la comprensión de su discurso; la profunda, prestigiar su discurso en virtud de la estampa o ilustración seleccionada. La «unidad dinámica espiritual que forman un ejemplar y sus dóciles» puede sin duda remitirse, según hace Ortega en pleno uso de sus potestades literarias, a la ley de la gravedad universal, en la medida en que permite representar el papel rector de la minoría egregia como «ejemplar», como astro central que determina una trayectoria, frente a la masa de los «dóciles» o, en fin, de los satélites, que se limitarían a evolucionar a su alrededor. Pero habría otras formas de representar, de hacer visible esta idea con mayor eficacia pedagógica. Por ejemplo, representándola o ilustrándola a través del famoso cuento del flautista de Hamelín, obra de los hermanos Grimm, tal vez la más exacta, la más puntillosa, la más rigurosa metáfora de la relación que Ortega desea establecer entre masa y minoría, por un lado, y de su necesidad de introducir en esa relación el movimiento que no podía obtener del teorema de Arquímedes, por otro.

La imagen del ejemplar Hamelín con su séquito de dóciles obnubilado por el sonido de la flauta habría dado ocasión para que la maestría alegórica de Ortega siguiera bosquejando muchos y muy fecundos pensamientos históricos, con sólo tirar un poco más del cordel de esta metáfora. Ah, la música de Hamelín, cuántas páginas clarividentes podría haber añadido a España invertebrada sobre, digamos, el «pentagrama vital» de los pueblos, un nuevo concepto que colocar en las adiestradas y cautelosas manos de la brigada de la exégesis; un nuevo concepto que, además, habría llevado de inmediato y casi sin proponérselo a otra noción de pura estirpe orteguiana y enteramente inédita en el ámbito de la filosofía universal, la «partitura histórica», cuya composición debería quedar, por descontado, al cargo de la minoría egregia y la interpretación al de la masa, constituida a estos efectos en orfeón compareciendo en el teatro de los siglos. No se necesita una esmerada formación científica para, tomando como modelo el uso de las metáforas que Ortega suele realizar en España invertebrada, como en la mayor parte de su obra, librarse al juego escolástico de relacionar entre sí los nuevos e hipotéticos conceptos extraídos del cuento del flautista de Hamelín, e imaginar que se está elaborando altísima filosofía y dando cuenta cabal de la historia de España.

Si, por una parte, cabría emprender un camino de reflexión que llevara a sostener la imposibilidad de inscribir cualquier «partitura histórica» en cualquier «pentagrama vital», puesto que un pueblo que lo intentase sonaría desafinado en la gran sinfonía universal, por otra se podría sostener que un pueblo sólo está en condiciones de alcanzar su plenitud nacional, su ortofonía, si «partitura histórica» y «pentagrama vital» llegan a formar una unidad indisociable, como cuando, al escuchar algunas melodías de Mozart, nos sentimos tentados de decir: Mozart es la música. A partir de este punto cabría iniciar otra línea de reflexión sobre la base de los mismos conceptos que, en este caso, llevaría a explicar materia tan grave como es la diversidad de los caracteres nacionales. Esto es, llevaría a solucionar el dilema filosófico -acerca del cual, como suele decir Ortega acerca de innumerables asuntos, está por escribirse un tratado a la altura de la importancia de la cuestión- de si cada pueblo muestra o no una disposición congénita hacia un tipo especial de melodía, de manera que es por eso por lo que las masas alemanas suelen rendirse a los himnos militares que interpreta la flauta de su minoría egregia, las francesas al minueto y las españolas, con su embriogenia defectuosa, a la zarzuela o el flamenco.

La metáfora del flautista de Hamelín hubiera resultado pedagógica y filosóficamente más fecunda que la ley de gravedad universal y, además, hubiera introducido mayor coherencia alegórica en la imagen de la historia a la que recurre Ortega cuando, hablando de ese España postrada que es preciso diagnosticar y sanar, sostiene que «hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo»152. Hammelin y sus dóciles no marchaban a caballo, es cierto; pero tampoco, que se sepa, las galaxias. Y, sin embargo, es más fácil imaginar a un flautista y su séquito de niños que a un astro y sus satélites avanzando en apresurado tropel por eso que Ortega denomina «la gran ruta histórica», seguramente a su paso por la reseca Castilla, a juzgar por la polvareda que han levantado. Si, pese a todas las ventajas, el filósofo no recurre al cuento del flautista de Hamelín para bosquejar los pensamientos históricos de España invertebrada es, sencillamente, porque prefiere exhibirse evocando el nombre de Newton y no el de los hermanos Grimm. Existen razones para sospechar que el motivo es sencillo. Si Ortega hubiese recurrido a la fantasía de los hermanos Grimm para levantar sus metáforas, su historia de España entraría en la categoría de los cuentos para niños; levantándolas sobre Newton, se convierte directamente en ciencia.

La alegoría en la que Ortega apoya el bosquejo de sus pensamientos históricos contenidos en España invertebrada deja de ser una apacible e intrascendente estrategia literaria cuando, en distintas ocasiones a lo largo de la obra, el filósofo abandona el terreno de la especulación y desciende a la política concreta, recurriendo a algún ejemplo tomado de la realidad internacional. Es lo que sucede cuando compara el papel que el relato canónico asigna a Castilla, inventora de España, y el del constructor de una nación sobre bases raciales, Cecil Rhodes. Para Ortega, «España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral»153. La mención de «órganos adecuados» que sólo se encontrarían en las «cabezas castellanas» no remite a ningún determinismo biológico, aunque, al igual que le sucedía a Marañón, ciertos argumentos y ciertas expresiones de Ortega parezcan despeñarse por sus abismos. Si Ortega habla de «órganos» es, sencillamente, porque así lo exige la alegoría clínica y, en definitiva, la retórica científica en la que va ensartando sus pensamientos históricos para dotarlos de incontestable autoridad. Pero que no se despeñe por los abismos del determinismo biológico no quiere decir que no lo haga por otros. Del tenor literal de España invertebrada se deduce que los «órganos adecuados» a los que se refiere el filósofo están constituidos por «un proyecto sugestivo de vida en común» y, junto a él, un ejército dispuesto a aplicarlo de grado o por la fuerza: «El mismo genio que inventa un programa sugestivo de vida en común -escribe Ortega, sustituyendo, sin motivo aparente, el término proyecto por el de programa-, sabe siempre forjar una hueste ejemplar, que es de ese programa símbolo eficaz y sin par propaganda»154.

Si Ortega estuviera describiendo un proceso histórico, nada habría que decir. Pero lo que se propone es, por el contrario, lo mismo que los «escritores públicos» que participaron en la querella historiográfica a lo largo del siglo XIX: buscar en el pasado, en un concreto relato del pasado, la legitimidad para un programa político actual. Para salir del marasmo, la España cuyos males trata de diagnosticar y sanar Ortega debería hacer lo que aquellas «cabezas castellanas», dotarse de «órganos adecuados» que conjuren los particularismos que han hecho de ella «un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad»; esto es, debería formular un «sugestivo proyecto -o programa- de vida en común» y también levantar una «hueste ejemplar» que lo lleve a la práctica. «No de otra suerte -escribe Ortega- los codos en su mesa del hombre de negocios, inventa Cecil Rhodes la idea de Rhodesia: un Imperio que podía ser creado en la entraña salvaje del África». Sólo habría un camino para interpretar que Ortega no diga lo que parece estar diciendo, y sería el de considerar que «hueste ejemplar» es otra manera de referirse a la «minoría selecta», ejerciendo de astro en la «ley de gravitación espiritual» o, por qué no, de flautista de Hamelín ante los dóciles. Pero es el propio filósofo quien se ciega esta salida más o menos honorable: la apelación a la «hueste ejemplar» está incluida en un capítulo de España invertebrada titulado «La potencia de nacionalización», donde habla, entre otras cosas, del poder de la fuerza como «gran cirugía histórica», de la «perniciosa propaganda en desprestigio de la fuerza» que padecía la Europa de su tiempo o, en fin, de la ley según la cual «raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia y desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al planeta»155. Por si quedara alguna duda de la consideración que la fuerza merece a Ortega, califica al ejército de «una de las más maravillosas creaciones de la espiritualidad humana»156.

La alegoría clínica desarrollada por Ortega en una obra que, como España invertebrada, parece seguir gozando de un prestigio basado en la eficacia literaria de sus metáforas, no en las implicaciones ideológicas de sus argumentos, desemboca en unos párrafos finales en los que resume la terapia que propone. «De hoy en adelante -escribe Ortega-, un imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección. Porque no existe otro medios de purificación y mejoramiento étnicos que ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español. No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que produzca el afinamiento de la raza» (138). Concédase que Ortega no emplea los términos que emplea con el mismo sentido que alguno de los más caracterizados totalitarismos del siglo XX. Pero concédase también que sus razonamientos nada tienen que ver con el liberalismo español, salvo que se haga de éste una criatura única en el mundo, cuyo equivalente en otros países dejaron de gozar de cualquier prestigio, de cualquier reconocimiento, a partir de 1945.

Entre fascismo y comunismo no existía territorio ideológico alguno, y menos aún el del liberalismo, según pretendieron Ortega y Marañón en una época de extremos como lo fue el siglo XX. Por lo que se refiere a los programas políticos que Ortega propuso para que España saliera del marasmo, sólo Azaña, y su idea de corregir la tradición mediante la razón, que ha servido de título a este congreso sobre la obra de Américo Castro, pareció advertir en su momento la inquietante raíz del pensamiento que lo sustentaba. Con motivo del debate sobre el Estatuto de Cataluña, en mayo de 1932, el filósofo había vuelto a referirse a la metáfora del cincel que aparece en España invertebrada, intentando describir el papel que debía desempeñar la República a la hora de «urdir la nueva nación» en contraposición a las aspiraciones de Cataluña. En la réplica, Azaña le concedió que ésa era una «idea jacobina». Pero le alertó de que, además de jacobina, era también la «tesis de algunas escuelas de ultraderecha»: «Y nosotros -dijo Azaña- no podemos aceptar la tesis que es una tesis de tiranía».

La observación de Azaña sobre la posición de Ortega acerca del Estatuto de Cataluña responde implícitamente a la cuestión de si el liberalismo es compatible con determinadas formas de relatar el pasado. De algún modo, es como si el futuro presidente de la República hubiera recorrido en sentido inverso el camino que los «escritores públicos» españoles habían transitado desde la invasión napoleónica, cuando trataron de buscar en la historia la legitimidad que necesitaban para sus proyectos políticos. Una política liberal y democrática, vino a ser la principal aportación de Azaña, exige revisar la manera de contemplar el pasado español. La formulación de un relato canónico común para liberales y absolutistas a partir del trabajo de Modesto Lafuente, luego consolidado por los autores de la generación del 98, impidió advertir que el artefacto historiográfico surgido de esta operación podía resultar letal para cualquier intento de democratizar la política del país, en la medida en que convertía las instituciones liberales en un engendro ajeno a la verdadera tradición española, que era la asociación indisoluble del poder con el credo católico. En nombre de esa tradición y de esa asociación indisoluble, un golpe militar que desembocó en una sangrienta guerra civil terminó por derrocar a la República.

Tuvo que transcurrir más de una década para que Américo Castro abordarse, desde el terreno de la historiografía, un proyecto concomitante con el que Azaña había pretendido llevar a cabo desde la política: restaurar la genealogía del liberalismo español, que no estaba extinguida, sino usurpada por escritores que, como Ortega y Marañón, o como los de la supuesta tercera España o los que había evolucionado desde el apoyo al franquismo hasta posiciones críticas con él, habían emprendido la imposible tarea de compatibilizar el relato canónico del pasado con la defensa de un sistema democrático. Marañón abdicó de este último en fecha temprana, sin duda conmocionado por los horrores que desencadenó la revolución durante la guerra civil y que él, como los rebeldes, contabilizó en el pasivo de la República. Ortega, por su parte, no llegó a comprender en ningún momento lo que había pasado, seguramente obturado su pensamiento por la abundante metáfora que le reprochaba Borges. Su vuelta a España pretendía comprobar si, como escribió en La rebelión de las masas, el autoritarismo podía desteñir en el liberalismo. Fue un intento vano, en el que él mismo se veía desempeñando un papel político que el régimen de Franco no estaba dispuesto a concederle: murió a medio camino entre la aceptación y el rechazo de la dictadura, de manera que, con los años, pudo ser reivindicado tanto por los partidarios como por los opositores. Así se fraguó la principal paradoja de la transición, que logró establecer unas instituciones democráticas sin someter a revisión el relato canónico del pasado. Sobre esta paradoja se asientan, tanto las tensiones nacionalistas de vascos y catalanes, que contestan la visión castellanista del pasado español, como el movimiento de la denominada memoria histórica, en realidad, una manera de volver a legitimar posiciones políticas actuales a través del recurso a la historia o, por mejor decir, a una concreta visión de la historia reciente.

Con España en su historia o La realidad histórica de España, Américo Castro emprende la demolición de los mitos que han fragilizado los regímenes de tolerancia en nuestro país, y que siguen fragilizando el actual, tanto desde un campo como desde el contrario.