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El pensamiento positivista y sus consecuencias

Teodosio Fernández





En 1867, en su «Oración cívica», el médico mexicano Gabino Barreda (1818-1881) distinguió en la historia de su país una etapa colonial, correspondiente al «estado religioso», seguida a partir de la independencia por otra del «estado metafísico», el de las ideas liberales utópicas, y preconizó el comienzo de un nuevo período «positivo», caracterizado por el orden y el progreso. Entre 1847 y 1851 había estudiado en París, y ahora aplicaba las doctrinas de Augusto Comte al análisis de la realidad nacional. Así llegaba el positivismo a México, a la vez que se producía el triunfo definitivo de los liberales: encargado por Benito Juárez de organizar la instrucción pública con criterios laicos y científicos, Barreda creó también en 1867 la Escuela Nacional Preparatoria, por la que debían pasar todos los estudiantes destinados luego a las distintas Escuelas Profesionales. Poco antes el emperador Maximiliano había cerrado la Real y Pontificia Universidad creada en 1851, dominada por la educación escolástica y el pensamiento conservador.

Por la misma época se produce la irrupción del positivismo en otros países hispanoamericanos. En sus Recuerdos literarios (1878), Lastarria asegura que no conoció la Filosofía positiva hasta 1868, Cuando ya cierto desencanto parecía haberle preparado para la adopción de esa doctrina. Encontró en Comte una explicación científica del orden social, y aceptó la ley de los tres estados como si fuese una manifestación o una prueba del progreso del espíritu humano. Desde la Academia de Bellas Letras, que inauguró en Santiago en 1873, difundió las novedades de que hablan sus Lecciones de política positiva (1874). En cuanto a Argentina, en 1870 Sarmiento había fundado la Escuela Normal de Paraná, desde la que el italiano Pedro Scalabrini (1848-1916) trató de difundir una educación para la libertad y el progreso. En esa tendencia se inserta José Alfredo Ferreira (1863-1935), notable representante de la orientación liberal del positivismo.

Porque conviene advertir que las doctrinas de Comte rara vez se aceptaron en su integridad. Quizá fue en Chile donde el filósofo francés encontró sus seguidores más incondicionales: en la citada Academia de Bellas Letras, que perduró hasta 1881, se iniciaron tanto Valentín Letelier (1852-1919), que continuaría la línea heterodoxa y liberal de Lastarria, como los hermanos Lagarrigue -Jorge (1854-1894), Juan Enrique (1852-1927) y Luis (1864-1956)-, que fueron de los pocos que hicieron suyos la religión de la humanidad y los fundamentos despóticos de la teoría política comtiana. Las peculiaridades del pensamiento positivista hispanoamericano estriban en que se trató sobre todo de una actitud, relacionada con la voluntad de progreso y de alcanzar la verdad: una actitud que sólo daba relieve a la experiencia, al conocimiento de los hechos, al rigor científico, contra el uso irrestricto de la razón, contra las verdades abstractas y absolutas, contra las creencias religiosas, contra la intuición. Quedaba rechazado todo «a priori», incluso cuando provino de los mismos positivistas, de modo que el «cientificismo» fue ante todo una actitud «pragmática» que se proyectó sobre la política, sobre la moral -el positivismo se proponía como una moral del desinterés, de la objetividad, de la probidad del pensamiento- y sobre las «ciencias sociales», cuyo desarrollo inspiró. Ese pragmatismo había sido anticipado de algún modo por la generación romántica, cuyos miembros más destacados, como Echeverría o Alberdi, ya pretendían ser «positivos»: ajenos a la metafísica, atentos a la realidad y sus posibilidades de transformación. Incluso se ha querido encontrar ese espíritu en la última fase de la Ilustración argentina, cuyo empirismo habría preparado el camino para el realismo social de la generación de 1837.

Lo cierto es que representantes tan destacados del romanticismo «pragmático» como Lastarria o Sarmiento se reconocieron de inmediato en esas novedades, y ello demuestra hasta qué punto el ambiente era propicio para su difusión. Los intelectuales americanos entendieron que el positivismo era la filosofía que mejor se adecuaba a sus búsquedas personales. El interés político de los nuevos planteamientos no debe ignorarse: el descrédito de las revoluciones se hizo inevitable desde que se entendió la historia como una marcha progresiva e inexorable hacia formas más perfectas, una evolución que nada podría adelantar ni retrasar. El comtismo esgrimió esas razones al repudiar la Revolución Francesa, identificada con el jacobinismo fanático. Los hispanoamericanos encontraron en ellas la confirmación científica de sus teorías sobre el fracaso de las nuevas repúblicas: también allí las utopías se habían demostrado perniciosas. Así se pudo justificar en ocasiones el desdén hacia el sistema parlamentario, acusado de absurdo e inmoral, y defender regímenes autoritarios o dictatoriales, con tal de que contribuyesen a la superación de todo espíritu metafísico o revolucionario. Pero eso no fue lo común: por lo general en Hispanoamérica se prefirieron las doctrinas de Herbert Spencer, que había relacionado el ejercicio de la libertad con las sociedades industrializadas, relegando las tiranías a una etapa histórica guerrera y superada. Industria y educación se convirtieron en lemas de los nuevos pensadores, convencidos de que una evolución necesaria llevaba del atraso al desarrollo, del autoritarismo a la libertad.

Desde luego, las valoraciones del pasado reciente ofrecen distintos matices en cada país y en cada autor destacado, y un caso significativo es el de México, donde el pensamiento positivista de finales del XIX se encuentra representado sobre todo por Justo Sierra (1848-1912). Cuando éste fundó el «diario liberal conservador» La Libertad, en 1878, el país llevaba más de cincuenta años de independencia y de caos, con desastrosas consecuencias: entre otras, la pérdida de la mitad de su territorio, anexionado por los Estados Unidos, el poderoso vecino que era a la vez una amenaza permanente y el modelo de desarrollo que México había de imitar para no ser absorbido por completo. Las enseñanzas de Barreda habían abierto caminos esperanzadores, y Sierra las aprovechó para ver en la sociedad mexicana un organismo en evolución, cuya transformación normal e inevitable se habría visto alterada por las rupturas revolucionarias, verdaderas enfermedades de ese cuerpo social. Para la solución del problema nacional había que pasar de la era militar a la era industrial, había que superar el conflicto entre liberales y conservadores, unos y otros responsables del caos. La nueva generación proponía un orden para el progreso, y ésa fue en buena medida la justificación del régimen autoritario de Porfirio Díaz, que dirigió los destinos de México entre 1878 y 1911. Al menos en teoría, también se trataba de un orden para la libertad, ideal al que estos liberales transformados en positivistas no renunciaban. Pero la experiencia había demostrado sobradamente la incapacidad del país para el ejercicio pleno de la democracia. Se necesitaba una nueva educación, y el positivismo prometía formar hombres prácticos, como los de los países anglosajones, tan celosos de sus libertades y derechos individuales. Otra vez el intelectual se sentía destinado a dirigir a su pueblo, razón por la que Sierra asignó una función educativa a su tarea de historiador. En ella destacan los ensayos «Historia política» y «La era actual», escritos para la obra colectiva México: su evolución social (1900-1902) y reunidos desde 1940 bajo el título Evolución política del pueblo mexicano. Allí ofreció su visión de las transformaciones sufridas por ese organismo social en el camino necesario del progreso, que constantemente trató de impulsar también desde los cargos públicos que desempeñó. Se quería para México la educación científica que por fin liquidase la mentalidad colonial, y la solución parecía radicar en la aparición de minorías ilustradas, formadas en la exaltación de la ciencia aportada por el positivismo y capaces de difundir ese espíritu. La empresa adquiría así un carácter cívico, moralizador, patriótico: se trataba de crear un país acorde con las exigencias de la civilización.

Ese espíritu se muestra muy extendido, reiterando la actitud de Sarmiento y de cuantos habían pretendido llevar la civilización hasta las bárbaras tierras de América, entendiendo que la educación era la fórmula por excelencia para incorporarlas a la carrera del progreso. Con frecuencia se trató de evitar que el materialismo pervirtiese las conciencias: la nueva mentalidad científica no había de ser ajena a los principios del bien, de la justicia, de la dignidad humana. Los pensadores más destacados de la época fueron educadores que buscaban la regeneración de sus pueblos, la formación de hombres capaces de practicar la virtud desinteresadamente. Algunos hubieron de luchar a la vez por la emancipación mental y por la independencia política, como el puertorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903), a quien una temprana y activa participación en la vida política española convenció pronto de la imposibilidad de alcanzar un acuerdo pacífico para la independencia de las colonias americanas. Por la libertad y por la abolición de la esclavitud había trabajado siempre, y en 1868, ante la actitud del gobierno de la República, la ruptura con España se hizo inevitable. Desde entonces soñó con una Federación Antillana independiente, y a ese proyecto dedicó su vida, que fue una larga peregrinación por distintos países de América. Desde ellos, y en especial desde Chile y la República Dominicana -en Santo Domingo fundó en 1880 la Escuela Normal, donde las ciencias positivas se convirtieron en base de los programas de una enseñanza racional y laica-, desarrolló su labor de político, de sociólogo, de pedagogo y de moralista, que se tradujo en obras notables, como Lecciones de Derecho Constitucional (1887), Moral social (1888) y el póstumo Tratado de Sociología (1904).

Hostos fue un educador para la libertad, preocupado por la reforma espiritual y social que permitiese el desarrollo de instituciones republicanas democráticas. En su pensamiento se conjugaban el krausismo español que había conocido en Madrid -su racionalismo, su espiritualismo laico, su fe en la educación- con un positivismo que era ante todo una lección de progreso, la confianza en la evolución inevitable desde la barbarie hacia la civilización, el interés en las ciencias sociales y de la naturaleza. En sus trabajos sociológicos buscó un enfoque nuevo y científico para el análisis de la realidad social, y en su pensamiento es constante la preocupación por conciliar el progreso material con el progreso moral de los pueblos. Se trataba de educar con los métodos de investigación positivista, de basar en la razón el cumplimiento del deber, de conjugar el pensamiento con la acción, el ideal con la práctica. Esas eran las armas de Hostos para luchar por la libertad y la justicia, contra el atraso económico y cultural, y también contra el colonialismo, pues la independencia de su país tenía que ver con la redención del hombre que constituía el Ideal de la Humanidad. Vivió lo suficiente para conocer el fracaso de sus esfuerzos, para ver cómo Puerto Rico pasaba del dominio de España al de los Estados Unidos.

El cubano Enrique José Varona (1849-1933) pudo celebrar la independencia de su país, y tuvo tiempo también para el desencanto, como muestran los artículos reunidos en Mirando en torno (1910) y otros escritos posteriores. Heredero de José Antonio Saco (1797-1879) y de José de la Luz y Caballero (1800-l862), educadores de la conciencia nacional, había ocupado toda su vida en tareas intelectuales. Nunca elaboró obras orgánicas extensas: su producción «ensayística» está constituida por escritos breves y muy numerosos, que en parte reunió en los libros titulados Conferencias filosóficas (primera serie de 1880, y dos más de 1888), Estudios literarios y filosóficos (1883), Seis conferencias (1883), Artículos y discursos (1891), Desde mi belvedere (1907) y Violetas y ortigas (1917), y en los que se conjugan el educador, el sociólogo, el filósofo y el crítico literario. Su actitud frente a la metrópoli fue primero reformista y pronto revolucionaria, y el pensamiento nuevo le fue especialmente útil cuando trató de evitar que se reprodujesen en Cuba las experiencias vividas por las repúblicas hispanoamericanas. Para eliminar la herencia española se apoyó en un positivismo respetuoso con la libertad e incluso capaz de estimularla, y atento a la realidad para extirpar las causas de los males que aquejaban a ese organismo que era la sociedad cubana. Otra vez la civilización se relacionaba con la regeneración moral, con la superación de todo dogmatismo, con el logro de la libertad y de la independencia. Otra vez la educación se revelaba fundamental para el progreso, identificado con una sociedad responsable y solidaria.

En consecuencia, la irrupción del positivismo supone que los teóricos de la emancipación mental han encontrado por fin una filosofía capaz de terminar con la mentalidad colonial, un pensamiento para la libertad y para la democracia, presentes o futuras. No hay que olvidar, sin embargo, que su adopción en Hispanoamérica favoreció el éxito de las teorías que la ciencia del siglo iba aportando, y que afectaron al derecho penal, a la filosofía, a la historia, a la educación, a la psicología, a la medicina y a cualquier otro campo del conocimiento, incluidas las manifestaciones artísticas y literarias. Uno de los aspectos más sobresalientes es el relativo a los estudios de psicología social o colectiva, que constituyeron un esfuerzo fundamental para la definición del carácter nacional y que han de relacionarse con el desarrollo de las ciencias sociales y políticas. Argentina, tal vez el país más atento a las novedades, muestra que no se ignoraron las aportaciones de la psiquiatría: con La neurosis de los hombres célebres (1878), el médico José María Ramos Mejía (1849-1914) inició allí los estudios de psicología social, que se reveló útil para analizar la historia patria. Con esa pretensión, desde una perspectiva menos médica y más sociológica, escribió luego Las multitudes argentinas (1899) y Rosas y su época (1907), donde usó también de la jurisprudencia criminal desarrollada a partir de las teorías del antropólogo y penalista italiano Cesare Lombroso, que antes le habían servido para elaborar obras tan dispares como Principios clínicos sobre traumatismo cerebral (1879) o La locura en la Historia (1895). Ramos Mejía conseguía una interpretación «científica», biológica, para ese organismo social que era la República Argentina, una vez que teóricos como los franceses Gabriel de Tarde y Gustave Le Bon habían descubierto que un hombre en multitud difiere de lo que es como individuo, que en el alma colectiva operan elementos inconscientes, herencias seculares.

Esa actitud cientificista, que muchos compartieron, tenía un riesgo que no tardó en manifestarse: por necesario, el proceso evolutivo se convertía en una manifestación de leyes naturales ajenas al libre albedrío, y, en cuanto algunas tesis racistas y deterministas se volcaron sobre el análisis de la realidad americana, el evolucionismo materialista amenazó con imponerse a la propia teoría positivista del progreso social. Para muchos se acabaron las esperanzas sobre el futuro de América que habían sostenido generaciones anteriores, confiadas en los efectos de la educación. El organicismo social hizo de la sociedad una masa constituida por organismos menores. Tarde y Le Bon habían descrito negativamente los comportamientos de la multitud, bárbaros y primitivos, y, por si eso fuera poco, en relación con la América hispana gozaron de interés y difusión teorías que obligaban a relacionar la evolución sociocultural de los pueblos con las razas de sus habitantes, que los «descubrimientos» europeos dividieron en «superiores» e «inferiores». Desde luego, nada de eso constituía una novedad absoluta (ni siquiera el racismo: Alberdi ya había dudado de las posibilidades de educar al gaucho, al roto o al cholo, y de hacerlos comparables en virtudes a un trabajador inglés), pero ahora sirvió para explicar el desarrollo de unos países -como Argentina, cuya superioridad étnica parecía evidente- y el atraso de otros. Cuando las esperanzas positivistas en el progreso indefinido empezaron a desvanecerse, y eso ocurrió a fines de siglo, proliferaron los diagnosticadores de los males del continente, y fueron muchas las obras que se ocuparon de la barbarie, del salvajismo, de la degeneración y de la locura de una sociedad concebida como un cuerpo enfermo. Desde luego, casi siempre se entendió que las particularidades de una nación podían vigorizarse o renovarse -para eso se contaba con la educación y la ciencia-, casi siempre la psicología social o colectiva se relacionó con las ideas y emociones de sus miembros, y no sólo con las condiciones materiales, económicas y raciales. Pero eso no evitó que se considerase negativa para América la abundante presencia de razas subalternas, una vez que la antropología había demostrado la inferioridad de las razas de color, destinadas a desaparecer según las leyes de la selección natural, a consecuencia de la lucha por la vida y del triunfo de los mejor dotados para adaptarse al medio. Esa visión pesimista del presente también estuvo relacionada con la importante presencia mestiza, pues el mestizaje equivalía a la reproducción de los rasgos más atávicos o primitivos, o los de más baja condición moral.

Algo de eso puede encontrarse en varios estudios de indudable interés: en el Manual de patología política (1899), del argentino Agustín Álvarez (1857-1914) -quien en South America (1894) había insistido en la crítica de la razón «pura» y en la defensa de la razón «experimental» y del humanismo laico como posibilidades de progreso-, en Continente enfermo (1899), del venezolano César Zumeta (1860-1955), en Nuestra América (1903), del argentino Carlos Octavio Bunge (1875-1918), y en Pueblo enfermo (1909), del boliviano Alcides Arguedas (1879-1946). Las posiciones de cada cual -incluida su valoración de las distintas razas- difieren en muchos aspectos, pero coinciden en la conclusión fundamental: los males de los países hispanoamericanos (su enfermedad) derivaban sobre todo de su composición racial.

Esa conclusión refrendaba en Argentina las actitudes racistas que habían caracterizado al pensamiento liberal al menos desde Echeverría. Parecía probado ahora que a cada raza corresponde una particular constitución psíquica, transmitida por herencia (los descubrimientos científicos así lo proclamaban), y que esa psicología común constituye el carácter nacional o, en los países étnicamente complejos, lo determina. Los blancos europeos habían demostrado su superioridad física, intelectual y moral, y -puesto que en el mestizaje se veía una degeneración- sólo ellos contaban para el futuro. Ésos fueron los presupuestos de Bunge, sin duda uno de los ensayistas más destacados de ese momento, al escribir Nuestra América. Los fundamentos biológicos de la adaptación al medio -la herencia y la selección natural o lucha por la vida- le permitían determinar las causas que habían impedido el desarrollo: las encontró en la arrogancia española, en la pasividad y el fatalismo oriental de los indígenas, en el servilismo y la infatuación del negro, en la degeneración que representaban mestizos y mulatos. No eran muy distintas a las que había señalado Sarmiento en Conflictos y armonías de las razas en América rica (1883), cuando se refirió acusadoramente a la conjunción de la raza prehistórica de los indígenas con las deficiencias de una raza hispana anclada en el medioevo. Ésas eran las raíces del caciquismo y de los desórdenes políticos de Hispanoamérica, y también de la pereza mental, de la tristeza y de la arrogancia características del alma criolla. Sólo quedaba esperar -puesto que las formas democráticas de gobierno son propias de las razas más blancas y puras, detentadoras también de la inteligencia y de la alegría- los remedios que podían provenir de regímenes de orden y progreso, como el de Díaz en México. De este modo el desdén de Comte hacia las instituciones parlamentarias venía a encontrar una justificación racial imprevista para el filósofo francés: Bunge había demostrado que en la América enferma la fe en la democracia era un desgraciado remanente del igualitarismo de la Revolución Francesa, había descalificado las viejas utopías y también -no hay que olvidar que ya están en danza anarquistas y socialistas- las nuevas.

Bunge al menos contaba en su país con una superioridad étnica que permitía abrigar alguna esperanza en un futuro imperialismo argentino. Más pesimistas habían de ser las conclusiones de Alcides Arguedas, a quien su condición de novelista -en sus ficciones trató también de profundizar en la psicología nacional boliviana- podría garantizar una condición literaria superior. En su producción ensayística quizá destaca esa «contribución a la psicología de los pueblos hispanoamericanos» que tituló Pueblo enfermo, y que amplió considerablemente desde su primera edición, en 1909, hasta la definitiva de 1937. Sus lecturas habían sido similares a las de Bunge, incluidas la del propio Bunge y la de algunos compatriotas que ya habían avanzado por ese camino durante las últimas décadas del siglo XIX. El positivismo había irrumpido en Bolivia en los años setenta, adaptado por los liberales a su voluntad de progreso y aplicado al análisis de la realidad nacional. Los resultados no fueron halagadores: Gabriel René Moreno (1836-1908) comprobó el predominio de indios incapacitados por su raquítico organismo mental para el ejercicio de las libertades republicanas, masa de resistencia pasiva destinada a desaparecer, y de mestizos revoltosos, serviles, híbridos y estériles. En la inmigración europea y en la industrialización radicaban las esperanzas para el país, liberado en el futuro de las razas inferiores que lastraban su desarrollo.

Esa visión de la sociedad boliviana -y la semejante de Nicomedes Antelo, que vivió en Buenos Aires desde 1860 hasta 1882 y pudo contrastar el progreso argentino con el atraso de su patria- es la herencia que recoge Arguedas. Sin dejar de tener en cuenta las características del medio geográfico y de juzgarlas decisivas, también él consideró inferior a la raza indígena, y vaticinó y tal vez deseó su extinción al ser derrotada en la lucha por la supervivencia; también él dibujó con tintes absolutamente negativos a los mestizos, sobre los que hizo recaer la responsabilidad de la desgraciada historia nacional. El fracaso de Bolivia, cada vez más acentuado desde su constitución como república independiente, se debía a esos factores determinantes, y confirmaba la inviabilidad de las instituciones democráticas en aquella realidad. Sólo una educación adecuada podría atenuar en alguna medida esas condiciones negativas, y Arguedas esperó con ansiedad que un ser superior viniese a remediar tal estado de cosas. Comte y los regeneracionistas españoles no eran ajenos a estos planteamientos.

No todos estuvieron de acuerdo con el darwinismo social, y bien lo prueba el caso del peruano Manuel González Prada (1844-1918). La derrota ante Chile en la Guerra del Pacífico (1879-1883) le descubrió un país inmerso aún en el servilismo feudal de la adhesión a los caudillos, en la fatal herencia española y en la secuela de militares y burócratas legada por la independencia. La ciencia positiva parecía también el camino para la libertad, acabando con la teología y con la metafísica, con la ignorancia de los gobernantes y con la servidumbre de los gobernados. Había que proclamar la verdad, aunque eso significase desvelar la podredumbre y la miseria. El diagnóstico de la enfermedad era el primer paso para la demolición del pasado, y González Prada se entregó con violencia a esa tarea patriótica: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!», clamó en su célebre discurso del Teatro Politeama, en 1888. Convocaba a la lucha por la regeneración social, contra las malas ideas y los malos hábitos, contra leyes y constituciones ajenas a la realidad peruana, contra la herencia colonial de la plutocracia y el clero, contra los escritores arcaizantes, contra los profetas que anunciaban el fracaso definitivo de la América latina. Los escritos reunidos en Páginas libres (1894) y Horas de lucha (1908) muestran una creciente radicalización en los planteamientos, que insisten en los reproches a una legislación inadecuada a la realidad, en la necesidad de la emancipación mental, y en las condenas del caudillismo y la anarquía. Jacobinamente anticlerical, González Prada defendió todas las libertades, incluidas las de culto, de conciencia y de pensamiento, y se manifestó en favor de una educación laica que pusiese fin a la ignorancia y a la servidumbre que el catolicismo habría fomentado. En la ciencia, con su desinteresada búsqueda de la verdad, veía la manifestación de una nueva moral de la paz y de la tolerancia, y la esperanza de conseguir las reformas sociales que permitiesen mejorar la condición del individuo. Una orientación anarquista lo llevó desde los últimos años del siglo XIX a mostrarse cada vez más proclive a la libertad y al igualitarismo, también para los indígenas, que habrían de redimirse por su propio esfuerzo. En el artículo «Nuestros indios» (1904) explicó por primera vez la supuesta «inferioridad» de la población autóctona como un resultado del trato recibido, de la carencia de una educación adecuada. Más aún: el problema del indio era ante todo económico y social, relacionado con la propiedad, con la posesión de la tierra. Para González Prada la superioridad y la inferioridad no tenían que ver con las razas, y sí con la condición moral del individuo.

Eso no evitó que en Perú -como en Bolivia, donde políticos y pedagogos trataron de traducir los planteamientos positivistas en medidas prácticas después de 1900- se reiteraran las opiniones favorables a una inmigración europea masiva que colaborase a la transformación del país, a la vez que una educación adecuada preparaba a la población para el trabajo y la industria. Se trataba, por una u otra vía, de conseguir hombres prudentes y prácticos, ajenos a una tradición española configurada por intelectuales y por burócratas inútiles. Por otra parte, el caso de González Prada, como antes el de Hostos, muestra que el positivismo se veía total o parcialmente afectado por otras orientaciones del pensamiento de la época, a las que también modificaba. Particular interés ofrece su confluencia con el socialismo, ya que conjuró la amenaza revolucionaria, confiando la liberación del obrero a la educación que había de incorporado al progreso. Esa conjunción permitió al argentino Juan Bautista Justo (1865-1928), fundador en 1895 del Partido Socialista Obrero Internacional (luego Partido Socialista Argentino), superar al planteamiento del problema nacional en función del conflicto entre civilización y barbarie, al descubrir el que enfrentaba a opresores y oprimidos. De un lado quedarían las glorias burguesas de quienes hicieron la independencia y luego procuraron ante todo defender sus intereses y conservar sus privilegios. Del otro los gauchos, que -como ahora los obreros, nativos o inmigrantes- se transforman en campesinos rebeldes, inevitablemente derrotados en su momento por la burguesía. Ese fracaso muestra una faceta positiva: permitió el desarrollo de la nueva sociedad y de esos mismos planteamientos novedosos.

Tal vez la última gran figura de ese pensamiento hispanoamericano enraizado en el XIX fue el argentino José Ingenieros (1877-1925), y de la variedad de los temas que abordó dan buena cuenta sus numerosos ensayos: le pertenecen, entre otros, los titulados La simulación en la lucha por la vida (1903), Psicología genética (1911), Sociología argentina (1913), Criminología (1913), El hombre mediocre (1913), Hacia una moral sin dogmas (1917), Proposiciones relativas al porvenir de la filosofía (1918), Apuntes de psicología (1920) y Los tiempos nuevos (1921). El hombre mediocre fue quizá su obra más importante de psicología social, y en ella se ocupó del hombre moldeado por el medio, sin individualidad ni ideales. Se consideraba socialista -fue secretario del Partido fundado por Juan B. Justo-, y alguna vez resaltó la importancia de los factores económicos, cuyos procesos entendía como manifestaciones evolucionadas de fenómenos biológicos: la lucha de clases se convertiría así en una de las manifestaciones de la lucha por la vida. No obstante, aún concedía -sobre todo en Sociología argentina, edición ampliada de un libro anterior titulado El determinismo económico en la evolución americana (1901)- un papel decisivo a la raza y a la evolución del organismo social, creía en la indiscutible superioridad del hombre blanco, suponía que las razas inferiores terminarían por desaparecer. En consecuencia, y al menos durante algún tiempo, el biologismo social de Ingenieros comparte el racismo de una época que exterminó a los indígenas y encontró justificaciones científicas para ese exterminio. Así se contribuía a una «evolución» que parecía constituir, como antes para Alberdi o Sarmiento, la esperanza para Argentina, el país mejor dotado de Latinoamérica para emular a los Estados Unidos y emprender el camino del imperialismo.





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