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El peso del saber

(Velada invitación al compromiso en «Calle Mayor» de J. A. Bardem)

Imanol Zumalde





La encrucijada que se abría ante Juan Antonio Bardem a comienzos de 1956 era ciertamente compleja. El premio de la Crítica conseguido en el Festival de Cannes por Muerte de un ciclista, su última película hasta la fecha, propició que su filmografía fuese objeto de interés preferencial para la Junta de Censura. ¿Cómo reprobar el estado de cosas celosamente preservado por ésta sin suscitar suspicacias? Calle Mayor fue la respuesta de Bardem a esa pregunta de fondo que se cernía sobre los cineastas más hostiles al Régimen.

El eco internacional alcanzado por Muerte de un ciclista y las arduas negociaciones con la Censura que precedieron a su estreno en Madrid, persuadieron al Director General de Cinematografía a solicitar una entrevista previa con Bardem, para revisar el guión de la película subsiguiente (Calle Mayor) con anterioridad a su remisión oficial al instituto Censor. En este primer estadio de censura fueron suprimidas 20 secuencias de un total de 75. El guión resultante comenzó a rodarse a primeros de enero de 1956 en los estudios Chamartín de Madrid. Las presiones que la Censura ejercía, durante la filmación del film, sobre Manuel J. Goyanes, el productor de la película, obligaron a Bardem a evitar en lo posible el registro visual de rótulos de bares o tiendas. Los censores, obsesionados por descontextualizar la historia, pretendían encubrir cualquier referencia a España y al momento presente, labor por lo demás de materialización prácticamente imposible por la inequívoca españolidad de los tipos humanos así como de los escenarios urbanos recogidos en el film.

Luego de innumerables avatares (entre los que destaca la detención de Bardem por la Brigada Político-Social a principios de febrero) y concluidas la filmación y el montaje, la copia original fue remitida a la Dirección General de Cinematografía para que, una vez allí, la Junta de Censura materializara el segundo estadio de su entrometida labor. No menos de 10 secuencias de la versión original fueron modificadas y desnaturalizadas por imposición de los censores, empezando por la primera de ellas en la que, a la postre, se oiría una extemporánea introducción en la que se anunciaba que «la historia que van ustedes a ver no tiene coordenadas históricas precisas; puede pasar en cualquier parte, en cualquier país».

Esta breve rememoración de los avatares que envolvieron la producción de Calle Mayor puede servirnos de telón de fondo sobre el que proyectar el principal propósito de este escrito: desentramar la hábil estrategia urdida en Calle Mayor para patrocinar el compromiso y la contestación en sus espectadores.

El somero esbozo del contexto en el que aflora este film es suficientemente elocuente sobre las razones que promovieron a sus responsables a diseñar una historia aparentemente inocua, tomada, en versión libérrima, de la comedia costumbrista La señora de Trévelez de Carlos Arniches. El resultado fue satisfactorio para la Censura y, por consiguiente, para Bardem que no aspiraba forzosamente sino a «vestir a su criatura» conforme a los dictados de la misma. La historia que pormenoriza la película podría sintetizarse en pocas líneas: una cuadrilla de amigos de una pequeña ciudad de provincias sobrelleva su yerma existencia realizando periódicas bromas a sus conciudadanos. En este caso le toca el turno a una solterona (Isabel) a la que, por presión del grupo, un miembro de la cuadrilla (Juan) cortejará y pedirá matrimonio. Juan, asustado por las consecuencias que pudiera causar en Isabel el desvelo del engaño, pide consejo a Federico, un amigo intelectual de Madrid que no ve con buenos ojos los pasatiempos de la provinciana cuadrilla de amigos. Este último aconseja a Juan confesárselo todo a Isabel. Ante la negativa de este, será Federico quien descubra la burla a la mujer.

Esta anécdota, a la que, en su concreción dramática, se despoja de toda referencia política explícita, entraña, no obstante, en su manifestación audiovisual las claves para una lectura política. La diestra y sagaz gestión de la información, el punto de vista adoptado por el film así como la posición en la que este ubica a su espectador, abonan una interpretación abiertamente política suplementaria de la mojigata lectura primera que se contentaría con el disfrute del curioso modo en que unos mediocres ciudadanos socialmente bien asentados condimentan su existencia.

La compleja maniobra que, como se verá, muestra a un tiempo que esconde toda una moraleja de tintes revolucionarios, comienza por dividir salomónicamente el mundo de la ficción o, dicho de forma más pertinente, a los personajes que se desenvuelven en ese espacio imaginario ante los ojos del espectador. Esta segmentación del territorio fílmico se hace en base a un criterio puramente cognoscitivo, movilizando la categoría del Saber. Saber, por supuesto, que los acontecimientos que se desarrollan arraigan en una impostura, que la propuesta de matrimonio de Juan es falsa.

A consecuencia de esta suerte de parcelación cognoscitiva de la geografía fílmica, de un lado encontramos un primer grupo que se caracteriza por estar en posesión del Saber fundamental que se pone en circulación en el film (Juan, sus cuatro amigos -Luis, Calvo, Doctor y Luciano- y Tonia, la prostituta amiga de Juan), y, del otro, un segundo discriminado por carecer del mismo (Isabel, su madre, la chacha de ambas, y toda la pléyade de personajes que dan la enhorabuena a la muchacha por la consecución de novio). Formulado en términos sintéticos: de este modo se conforman los dos polos opuestos en torno a los cuales se organiza toda la anécdota: Saber vs. No Saber.

Esta contradicción, que vertebra toda la historia de Calle Mayor, está abocada a una resolución conflictiva. El dispositivo de la broma exige que, en su desenlace, la parte ignorante transite de su posición original de No Saber a la de Saber sin solución de continuidad, bruscamente. Con el propósito de convertir esa transformación en un momento tanto más placentero para ellos como traumático para Isabel, la cuadrilla de amigos está empeñada en hacer coincidir ese instante esencialmente mítico con uno de los acontecimientos sociales más importantes de la ciudad: el baile del círculo. La coartada ideada permite salir bienparado a un Juan afligido por la angustia que le supone mandar al traste la única ilusión vital de la solterona y ver violentada su cómoda existencia con remordimientos. No obstante, los planes de los bromistas no se cumplen por la intervención de Federico.

Llegados a este punto, es necesario atraer la atención hacia la posición (a todas luces relevante) que el personaje de Federico obtiene en esta cartografía cognoscitiva. Si bien es verdad que habría de incluirse entre los detentadores del saber, su pertenencia a ese grupo presenta marcadas singularidades: es el único personaje foráneo (viene de la capital madrileña), circunstancia por la cual se distancia por igual de uno y otro grupo; asimismo es el único entre los que ostenta el saber que se opone frontalmente a la broma y, fundamentalmente, es el sujeto que desvelará a Isabel el engaño (en otras palabras: le proporcionará el Saber). Sin incidir, sin duda como se merece, sobre este particular, solamente aludiré a toda una vertiente de interpretación que se abre con la siguiente idea: Federico cumple en esencia el papel de operador mítico tal como lo entendía Lévi-Strauss. En pocas palabras, del mismo modo que el mediador mítico permite superar la oposición de dos posiciones antagónicas, la polaridad, construida en términos de Saber, sobre la que se erige Calle Mayor será resuelta por la intervención de Federico. Cuando Federico abre los ojos a Isabel, la dicotomía se diluye, los dos lados se equiparan en términos de saber, se restablece la igualdad y se supera el conflicto.

El punto de vista adoptado por el film reproduce la citada discriminación cognoscitiva desde el momento en el que hace saber al espectador el engaño al que está sometida Isabel, el personaje principal de la película. De este modo, el film fomenta el desequilibrio gnoseológico entre el personaje principal y el espectador, discriminando positivamente a este último. Esta desigualdad no depende de la puesta en escena, ni del decorado, ni de la utilización de la voz en off, sino que resulta de la posición a la que el film confina a su espectador. Esa posición de testigo privilegiado no participante en la acción, de auténtico voyeur que sabe tanto como cualquier personaje, es determinante para la prosperidad de una lectura política del film al extremo de, con su sola ausencia, extirpar prácticamente toda posibilidad de maduración o progreso de la misma. Así las cosas, el punto de vista adoptado por el film otorga una ventaja o privilegio cognoscitivo favorable al espectador y le coloca en una posición incómoda: la del testigo que sabe que se comete una injusticia (vedar el saber a un inocente) pero que no puede intervenir para solventarla.

No obstante, el dispositivo es más complejo. Calle Mayor combina un doble espectáculo: por un lado, el de Isabel (representante primero de grupo agraviado cognoscitivamente) que asiste a la farsa de Juan y sus amigos; por otro, el del espectador (instancia que todo lo sabe) que contempla esa engañosa historia de mentiras que tan alto grado de semejanza acredita respecto a la realidad. En un principio, ambas instancias (Isabel y el espectador) disfrutan de sus respectivos espectáculos, pero a la postre sentirán, al unísono, la desazón de la realidad.

Quisiera detenerme en la resolución final del film por cuanto en ella se encuentran algunas de las claves que, conocida la posición otorgada al espectador, hacen inequívoco el reclamo a su contestación al status quo de la España de mediados de la década de los cincuenta. Tras el desvelo del secreto, Isabel decide desoir la perentoria propuesta de huida a Madrid formulada por Federico para quedarse en la capital de provincias y encerrarse definitivamente en su casa aferrada a su condición de soltera humillada. Este estoico consentimiento de la derrota tiene su corolario en su alter ego, el profesor don Tomás. Este personaje acredita, no por azar, marcadas concomitancias con el de Isabel. Víctima también de una broma por parte de la cuadrilla de Juan, igual que aquélla asimila con resignación ser chivo expiatorio del hastío existencial de la cuadrilla. Empero, el personaje de don Tomás proporciona profundidad y calado político-cultural a la tragedia esencialmente doméstica de Isabel. Don Tomás es un personaje clave, circunstancia que no pasó desapercibida al instituto censor. Se trata de un filósofo retirado voluntariamente de la palestra de la cultura que, tras ver publicadas sus obras completas, considera conclusa su trayectoria intelectual. Federico se entrevista con él para promover la publicación de alguno de sus escritos en la revista que dirige en Madrid, a lo cual obtiene una incontestable negativa. Afirma estar resignado a su biblioteca, a la lectura de los clásicos, al abismo del pasado dando la espalda al presente.

El comportamiento de Isabel y de don Tomás es políticamente idéntico: inhibición, retraimiento y abstención de toda respuesta a la agresión sufrida. La secuela de esa decisión es, nuevamente, semejante: ostracismo, burla e insularidad vital. Vistas así las cosas, la enseñanza (moraleja) que el espectador recibe no deja lugar a dudas: el silencio ante la realidad socio-política siempre obtiene como pago el enclaustramiento existencial.

Al fin y a la postre, Calle Mayor no aspira sino, a la manera de la tragedia griega, a provocar una suerte de catarsis en el espectador; literalmente, a hacerle reconsiderar su actitud hacia la realidad por la contemplación del arte. Tomado así, Calle Mayor se emparenta con un film realizado en los primeros años del cinematógrafo, La reforma de un borracho (The Drunkard's reformation, 1909) de D. W. Griffith. Haciendo honor a su título, la historia de esta película se centra en narrar la metamorfosis sufrida por un alcohólico a resultas de su asistencia a una representación teatral en la que se muestra abiertamente el carácter pernicioso de su vicio. Ambos films hunden sus raíces en propósitos semejantes; a saber, el rechazo de una situación preexistente (la devastación humana provocada por la bebida y la desertización social fomentada por la dictadura), pero les distancia el carácter (explícito en Griffith, velado, casi cifrado en Bardem) de su impugnación. En USA, a finales de la primera década de este siglo, la crítica al alcoholismo era permitida (el alcoholismo era un problema casi de orden público) del mismo modo que a mediados de los cincuenta en España se disponía de todo un entramado burocrático dirigido a neutralizar cualquier referencia abiertamente crítica al sistema socio-político imperante. Esta desigualdad contextual es la que lleva a Bardem a regular sabiamente el punto de vista de su relato y a colocar a su espectador en la posición más incómoda: en el lugar desde donde la desazón suscitada pudiera hacerle reflexionar sobre su actitud ante la realidad.





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