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«El pilluelo de París»

Comedia nueva en dos actos

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de El Español. Diario de las Doctrinas y los Intereses Sociales, n.º 385, sábado 19 de noviembre de 1836, Madrid.]

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En todo este mes no nos había ofrecido la dirección del teatro del Príncipe más que una novedad, titulada Una causa criminal, la cual reputamos en nuestro corto entender tan mala que el silencio nos pareció el único juicio que de ella pudiera hacerse. Una intriga más embrollada que el mismo país, y media docena de situaciones tan violentas e inverosímiles como una revolución sin hombres, formaban su tejido. Por tanto la dejamos dormir en paz en el repertorio del coliseo, adonde sin duda ha vuelto silbada y cabizbaja a confundirse con esa multitud de novedades que diariamente se nos dan, y cuya fama no excede la corta vida del cartel que las anuncia.

Pero Le gamin de Paris es otra cosa. Esta comedia ha producido grande efecto en el país para que ha sido escrita, y su traducción, si no ha llamado gente por la desconfianza que de las novedades tiene el público, ha gustado más de lo que suelen esas composiciones que no están en armonía con nuestras costumbres.

Lo que los franceses llaman Le gamin de Paris es un tipo original que en ningún otro pueblo del mundo tiene su semejante; producto de la confusión y de la vitalidad de aquella capital, el gamin es propiamente el muchacho de la clase del pueblo que vive, más que en su casa, en las calles y plazuelas, no precisamente haciendo picardías o aprendiendo para ratero, como entre nosotros se podía decir de los chicos de la candela, sino que vagamundea, travesea, alborota y crece sólo por su propia fuerza, sin apoyo especial de nadie, sino apoyado en la sociedad toda entera que le cobija y da lugar entre los intersticios de sus diferentes clases e individuos. El gamin de Paris no es por consiguiente el pilluelo, como el traductor ha creído, y mas que lo diga Taboada, porque la voz «pilluelo» siempre envuelve una idea mala y alude a un carácter de torcida índole o viciado, que el gamin de Paris puede no tener.

Si el traductor conociese El libro de los ciento y uno, esa colección de buenos y malos cuadros de costumbres parisienses, no hubiera calumniado de esa suerte al pobre protagonista de la comedia nueva.

La intriga de ésta es fácil de exponer a nuestros lectores. El hijo de un general del Imperio, y noble de nuevo cuño, se ha enamorado de una pobre muchacha del pueblo, y no creyendo poder conseguir su amor si se presenta con su verdadero nombre, pasa a sus ojos por un artista pobre y la seduce. El gamin de Paris, hermano de la víctima, indaga la verdadera posición del cuyo, y cuando sabe que su sangre pobre ha sido deshonrada por la del conde, inventa medios de hallar satisfacción; se avista con el general, y ayudado de una penetración que en nuestras costumbres españolas parece inverosímil a su edad, llega a poner las cosas en términos de que el general satisfaga el honor de su familia obligando a su hijo a casarse con la plebeya hermosura, a pesar del orgullo y de las preocupaciones de clase que parecían separar para siempre los dos corazones unidos por el amor.

Domina en esta comedia, como a primera vista se echa de ver, la antigua lucha suscitada en el siglo XVIII por la filosofía enciclopédica entre el pueblo y la nobleza, lucha amortecida por el despotismo militar del hombre a quien llaman del siglo, porque sujetó al siglo, pero lucha que revivió más viva con la revolución del año 30.

La revolución francesa derribó la antigua nobleza y mató el prestigio hereditario; el hombre del siglo necesitó rodearse de una nobleza por dos razones: I.ª Porque habiendo dado en el capricho de descender y de trocar su corona de laurel por la de oro, le era necesario adaptarse a la pequeñez humana creándose un palacio, y por consiguiente hubo de alhajarle con todo el ornato y mueblaje de tal, es decir, con palaciegos. 2.ª Porque si el prestigio hereditario puede ser un absurdo, las diferencias de clases no lo son; están en la naturaleza, donde no existen dos pueblos, dos ríos, dos árboles, dos hojas de un árbol iguales; ni se concibe de otra manera un orden de cosas cualquiera: monarquías y repúblicas, todas las formas de gobierno sucumben en este particular a la gran ley de la desigualdad establecida en la naturaleza, por la cual un terreno da dos cosechas cuando otro no da ninguna, por la cual un hombre da ideas, cuando otro no da sino sandeces, por la cual son unos fuertes cuando son débiles otros; ley preciosa, única garantía de alguna especie de orden con que selló la Providencia su obra, ley por la cual ahora como antes, después como ahora, la superioridad, la fuerza, el mérito o la virtud se sobrepondrán siempre en la sociedad a la multitud para sujetarla y presidirla.

Y ésta fue precisamente la única aristocracia que el hombre del siglo admitió, suplantando la antigua nobleza hereditaria con la nobleza de sus compañeros de armas, cuyos pergaminos había ido hallando cada cual en los campos de batalla.

El autor del Gamin de Paris, llevado de la idea favorita de los escritores de su escuela, pone en contraste la pobre honradez de la familia plebeya, artesana y trabajadora, que representa a la humanidad oprimida, con el orgullo, el ocio y el vicio de la familia rica y decorada, que representa el abuso y la tiranía.

Grave cuestión podríamos mover aquí sobre este contraste, base de tan larga lucha; nosotros la decidiríamos en nuestro pobre juicio manifestando algunas verdades que podrían saber mal, pero que no por eso dejarán de ser verdades. Diríamos que la desigualdad de las clases y de las fortunas es un mal de que no hay que echar la culpa a nadie sino a la naturaleza de las cosas, a la altura de la civilización a que el siglo se encuentra; añadiríamos que todo abuso fundado en la supremacía del dinero o de la clase es un contrasentido, y que las instituciones políticas más perfectas serán aquellas que mejor garanticen a pobres y a ricos igualmente el ejercicio de sus respectivos derechos; en este sentido nunca tendrá un pueblo bastante libertad.

Pero una vez concedida esta base importante, una vez confesada la desigualdad de fortunas, se nos figura que el continuo alarido de los muchos contra los pocos es un sofisma, cuando no es pereza; en la Europa moderna el trabajo es una puerta abierta a todos para la riqueza; el talento un camino ancho a todos para el poder. Y después, descendiendo al objeto de este artículo, confesaremos que no vemos que los pobres sean siempre necesariamente virtuosos, y el noble y el rico siempre unos bribones. Nosotros creemos que la pobreza tiene los defectos y los vicios peculiares de este estado, que seguramente no es el más envidiable, así como el bienestar de los nobles y los ricos tiene los suyos.

Si la ociosidad hace malo al rico, la necesidad hace malo al pobre; si el aristócrata es ambicioso, intrigante y seductor de mujeres, el pobre suele ser ladrón, bajo y embustero; todo está, pues, compensando, y ya sería tiempo, si estuviésemos en un siglo de ilustración, como tan petulantemente se pretende, que comenzasen los hombres a ser justos y a no echarse en cara unos a otros parcialmente no sus defectos, sino los defectos del hombre en general, según la situación en que se encuentra.

Nuestro Cervantes, que felizmente no floreció en el siglo de la ilustración, es decir, de la hipocresía y de la mentira, en el siglo de las caretas políticas y de las sonajas al uso de los pueblos, decía en alguna parte, hablando del pobre, «si es que el pobre puede ser honrado».

Bien es verdad que Cervantes en el día con toda su profundidad filosófica acabaría probablemente por ser deportado a Canarias, «por sospechoso de desafecto», en atención a que, si mal no nos acordamos, decía también en otro lugar de sus escritos, hablando del andar en coche, «que todo otro andar es andar a gatas», frases bastantes para dar la medida de sus aristocráticas y criminales aficiones.

El Español, n.º 385, 19 de noviembre de 1836. Firmado: Fígaro.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 593-596; Artículos políticos y sociales, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 235-238; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 539-540.]