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Tercera parte


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- I -

-¿Qué hacíais en el río? ¿Por qué os habéis fugado de la isla?

-Estas preguntas eran hechas por el juez del crimen a los reos capturados por el vaporcito cuando fueron trasladados a la cárcel de Guayaquil.

-Supimos que había guerra -contestó Bruno- queriendo representar el papel de un patriota, y por eso nos hemos fugado para tomar un puesto en los batallones de la nación.

Los marineros nada entendían de cuanto se hablaba, y el muchacho mejicano que se apercibió del rol que Bruno procuraba desempeñar, sea por la generosidad que existe en el corazón de la juventud o por la curiosidad que abrigara de ver el desenlace de un juicio que jamás había presenciado, se guardó de delatar los crímenes con que se habían manchado los reos de la isla.

-¿Pero quién os ha sacado? ¿De dónde habéis encontrado esa chalupa para veniros? -siguió interrogando el juez.

-Esa chalupa pertenece al capitán de una barca ballenera -contestó Bruno-, que nos la ha franqueado para trasladarnos acá -y volviéndose a los marineros agregó-: Esos hombres son tripulantes del buque que tienen que regresarse a la isla del «Muerto» donde les aguardan.

Respuestas de esta naturaleza, que llevaban la apariencia de la verdad, desarmaron al juez de la animosidad con que les había recibido.

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-¿Y los otros presos dónde han quedado? -prosiguió el juez.

-No quisieron venir, señor -repuso Bruno con grande aplomo.

-Hicieron bien -observó el juez-, porque se han librado del castigo.

-¿Del castigo, señor juez? -interrogó el jefe de los bandidos mostrándose humilde y resignado a morir por la patria-; no puedo creer que sea un delito el acudir a defender la ciudad cuando la atacan facinerosos como los que vienen. Yo y mis compañeros hemos creído que en vez de castigársenos se nos premiaría23 proporcionándosenos la ocasión de purgar nuestras faltas pasadas, ocupando en las filas de los compatriotas los puestos de más peligro. Aun cuando nos hemos fugado de la isla, usía debe tener presente que esta patria es también de nosotros y que en los casos apurados, todos sus hijos tienen el deber de defenderla. Las faltas pasadas se olvidan, señor, y ahora no debe apreciarse sino al que es valiente.

La sencillez con que Bruno se expresaba, la disposición en que se encontraban los ánimos de los ecuatorianos en esa época para apreciar todo lo que era heroísmo nacional, el silencio de los marineros que parecían ser testigos de la inocencia y sentimiento de los bandidos, produjeron en el ánimo del juez una convicción tal, que borró de su mente la idea sospechosa que había producido la captura de esos hombres.

Renunció al juzgamiento, y admirado del rasgo de patriotismo que le exponía el jefe, se marchó diciendo a los reos:

-Está bien, pronto se les dará colocación en el ejército; pero entre tanto, vuelvan a la cárcel.

Es verdad que era fácil comprobar si era o no verdad lo que Bruno había dicho, mandando a cerciorarse a bordo del buque que citaban haber dejado en el «Muerto»; pero en aquellos días, los buques de Flores cruzaban por la desembocadura del río.

Así fue que tanto estos antecedentes como la especie de sentencia pronunciada por el juez, hizo reaparecer en el ánimo de los capturados la esperanza de salvar, creyendo que alistados que fuesen en el ejército, podrían fugar y escaparse de la pena a que eran destinados los asesinos.



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- II -

Dos días después, llegaba la noticia, de que una fragata de guerra sueca que se encontraba anclada en la Puma y que había ofrecido destruir la expedición floreana en virtud del decreto irregular que declaraba a esa flota en clase de pirata, acababa de apresar una barca ballenera sin gente y tan solo con un marinero que se había quedado oculto en la bodega, el cual declaraba que Mena había sido fusilado, los dueños de la barca arrojados no se sabía a dónde; contaba el degüello de los tripulantes del barquichuelo, y otras particularidades que se conocen en el curso de esta narración.

Para mayor comprobante de lo acaecido, entraba en la ría el barquichuelo con los cadáveres de los asesinados.

A vista de tantas pruebas que horrorizaban, el jefe supremo mandó abrir un juicio sumario a los reos.

-Habéis mentido -les dijo el juez militar al hacerles comparecer a su presencia. Estáis acusados de asesinos y piratas.

-Ignoramos cuáles sean esas pruebas que nos hagan culpables -respondió Bruno tomando la palabra por sí y por sus compañeros.

-Habéis asesinado al Gobernador de Galápagos; habéis hecho desaparecer a los dueños de la barca que apresasteis, habéis asesinado a 28 hombres que navegaban en la costa de Tumbes. Todo lo sé, y lo que falta es el apresamiento de cuatro de vuestros compañeros que se fugaron en la costa.

No quedó la menor duda a los bandidos que todo se sabía y que era inútil seguir disimulando los crímenes que habían cometido.

Entonces hubo pavor en ellos y el primero que procuró salvarse fue el mejicano, acusando a los bandidos.

Habló por sí y a nombre de los marineros, haciendo ver la violencia que se les había hecho para acompañar a los asesinos.

-A nosotros también se nos ha engañado -dijeron los tres compañeros   -567-   de Bruno. Nosotros no hemos muerto a nadie. Bruno fue quién mató al Gobernador.

Bruno no perdió la sangre fría que le acompañaba, al verse acusado por todos.

Esperó leer en la fisonomía del juez el efecto de esas delaciones.

-¿Qué decís a lo que exponen vuestros compañeros? -le interrogó el juez.

-¿Que puedo decir? -respondió el jefe de los bandidos-, a cargos de los mismos que me han acompañado en mi empresa, de los mismos que ayer me llamaban su ángel salvador y que hoy me acriminan haciéndome responsable de lo que todos hemos hecho.

-Explicaos -le dijo el juez-: ¿Todos sois cómplices?

-Sí señor -respondió Bruno-. Todos, porque hemos procedido con conocimiento pleno de lo que íbamos a emprender. Solo los marineros son inocentes.

-No le creáis, señor juez -repusieron los tres compañeros-, nosotros hemos venido porque se nos dijo que seríamos bien recibidos en Guayaquil, donde faltaban soldados para la guerra. Pero jamás se nos pasó por la imaginación que tendríamos que presenciar tantos asesinatos como los que ha cometido Bruno y los otros que se fugaron para Tumbes.

Una sonrisa demostró el desprecio de Bruno para con sus delatores.

-Parece que quieren cederme a mí solo la gloria de lo que hemos hecho -observó Bruno con orgullo.

-¿Qué significan esas palabras? -interrogó el juez asombrado de lo que oía.

-Significan, Señor -contestó Bruno-, que esos hombres -señalando con repugnancia a los compañeros- renuncian a los premios y a la gloria; porque es glorioso hacer en defensa del país lo que los mismos del país no han hecho; atacar a los enemigos en el centro de sus fuerzas y destruir la vanguardia del General Flores;   -568-   pues es la vanguardia la que ha sido degollada. Creo que esto merece algún premio y no castigos como los que temen esos pobres zambos que me acompañan.

La actitud imponente del bandido se revestía de la dignidad del hombre que en conciencia cree haber hecho algo de grande por su patria.

Y esa convicción aparente que demostraba, iba por grados convirtiéndose en él en una convicción real.

Los tres zambos no se atrevían a delatar el plan que traían de entrar a Guayaquil para tomar venganza de los jueces que les habían mandado azotar en épocas anteriores.

Conociéndose vencidos por la argumentación del Jefe destronado, concibieron una débil esperanza de que el talento de Bruno podría libertarles.

Fue debido a eso que se notó un cambio en la fisonomía de los delatores, pasando a guardar un profundo silencio.

-¿Y si creíais que era una gloria la que habíais conquistado -le interrogó el juez a Bruno y con quien se singularizaba aquella especie de interrogatorio judicial-, por qué mentistes al principio no dando parte de vuestros procederes?

Fue porque el modo como se nos recibió en el vapor -respondió Bruno-, indicaba injusticia y que solo injusticia alcanzaríamos por más loable que fuese lo que habíamos hecho.

Aun cuando la respuesta no satisfacía la pregunta, sin embargo, el juez no quiso insistir en ella, seguro de llegar a un pleno esclarecimiento del crimen, indagando lo que resultaba de las instrucciones recibidas.

-Bien estoy viendo -dijo este-, que la defensa que procuráis hacer es un tejido de falsedades.

-Nada de falsedades, señor, Juez; hemos degollado la vanguardia de Flores, esa es la verdad.

-¿Y por qué degollasteis esa vanguardia?

-Aunque yo no he sido el que la ejecutó, con todo, acepto la responsabilidad porque yo fui el que la ordené. La degollamos, para   -569-   presentarnos con una acción meritoria que sirviese de justificativo a nuestros deseos de servir al país.

-¿Y el asesinato del señor Mena, fue también para servir al país?

Interrogación tal impuso silencio por un momento a Bruno.

Era su crimen mayor.

Recordó en su interior la frase del Oso que se había opuesto al asesinato diciéndole: «Tengo no sé qué presentimiento de que esta muerte será nuestra perdición», y al mismo tiempo los pronósticos de la víctima; pero Bruno sacudió esos recuerdos y acudió a responder al Juez:

-No fue asesinato, señor, lo fusilamos porque quiso sublevarse en contra de mi autoridad.

-¡Mientes, malvado! -exclamó el Juez-. Le habéis fusilado inerme, sin que pudiese defenderse, cuando no había ni hablado con la gente del buque. Vos, bandido, le hicisteis tomar en su balandra, y fuisteis a buscarlo de propósito para asesinarle. Tal vez habríais podido escapar; pero ese asesinato me prueba que vuestro plan no era otro que matar a cuantos encontraseis.

La acusación era demasiado fuerte que dejase calma al bandido para seguir con sus argucias.

Nada contestó, bajó la cabeza agobiado por el peso del crimen.

-¿Y qué hicisteis del capitán de la barca y de los que le acompañaban? -volvió a interrogarle el Juez.

-Quedaron en la isla -respondió secamente Bruno.

-¿Vivos o muertos?

-Quedaron vivos -respondieron los cuatro bandidos a un tiempo.

El Juez militar suspendió el interrogatorio, para continuarlo más tarde, resuelto a finalizar el juicio al día siguiente si era posible, atendiendo la orden de la suprema autoridad y a la indignación pública que pedía un castigo ejemplar para monstruos de que no se tenía idea.



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- III -

El juicio se siguió con la mayor rapidez que se pudo.

En 48 horas estaban concluidas las declaraciones de los reos.

Se encontraban convictos y confesos de cuanto habían hecho.

Lo único que aconteció de notable en todas ellas fue la conclusión de la de Bruno.

-Supuesto que mis esperanzas han fracasado -le dijo al Juez con despecho-, no deseo perdón ni quiero la vida; sentenciadme a muerte y recibiré así el último beneficio que debo esperar del mundo y de mis jueces.

-¿Nada tenéis que agregar? -le interrogó el Juez.

-Nada, nada. La justicia de los hombres me ha perdido haciéndome bandido de honrado que era; ahora sería un mal que dejaseis de consumar la obra que principiasteis al lanzarme en la corriente del crimen.

-Siempre habéis sido un malvado -le observó el Juez.

-No siempre, señor -respondió éste con cierta melancolía que le trasportaba a avivar el recuerdo de sus primeros años.

-¡Qué habéis olvidado los robos, el rapto de la joven, la puñalada a R... la noche que huisteis de a bordo?

-Todo lo recuerdo, señor Juez, pero antes de esos robos, de esa muerte, del rapto de Ángela, yo era el artesano honrado que servía de ejemplo a la ciudad; no el bandido famoso a quien hoy se le presenta como un monstruo de espanto.

-Erais honrado, como lo han sido todos -le objetó el Juez-; pero después no han bastado las penas que habéis recibido para enmendaros. Habéis sido malo por naturaleza.

-No digáis eso, señor; antes de que me asociasen a los criminales, de que me arrebatasen a mi adorada Ángela, de que me infamasen, yo amaba a los hombres y en cada compañero encontraba un amigo, en cada ser viviente un hermano a quien habría defendido   -571-   en cualquier lance de la vida, pero después, la infamia de los castigos me hizo pensar de diverso modo; me puso en la necesidad de correr tras de los crímenes para ocultar los ya cometidos con otros que tuviesen un carácter más alarmante, para encubrir la vergüenza de los azotes. Por eso me encontráis al frente de esta cruzada de ferocidad, que deseaba llevar adelante, para hacerme un fenómeno criminal que espantase al mismo crimen; que saciase la sed de venganza que ha aparecido en mí: habría deseado reducir a ceniza mi patria para morir envuelto en los clamores de los testigos de mi degradación y no acabar lentamente en medio de la rechifla y el escarnio de mis semejantes.

-¡Calla! ¡Calla! -le dijo el Juez asombrado de lo que oía-; eres un verdadero monstruo. Piensa que vas a morir pronto.

-¿Y condenado por qué causa? -le interrogó Bruno.

-Por asesino.

-¡Gracias a Dios! -exclamó entonces-, cesaré de vivir infamado y moriré sin arrostrar la vergüenza de los ladrones.

-Subirás al cadalso en 24 horas más.

-¡Subiré a él como un valiente!

El Juez tocó la campanilla y dio orden al Jefe de la guardia, que pusiese en capilla a los cuatro reos y soltase a los marineros.

-Antes de morir -dijo Bruno al separarse del juzgado-, desearía ver a mi madre, a Ángela y a mi hijo. Quiero despedirme de esas personas a quienes amo.

-Está bien -contestó el juez-, las veréis.




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- IV -

Acababa de concluirse el anterior juicio, cuando ocurrían dos circunstancias imprevistas que venían a dar un carácter24 más interesante a la causa ya finalizada: eran dos embarcaciones que llegaban.

La primera era una chalupa que conducía a los compañeros de Bruno que habían ido en persecución de los que tripulaban el barquichuelo   -572-   de Guerrero, y que como hemos visto, abandonaron a sus compañeros, echando a correr en la costa de Tumbes.

La segunda era una lancha que traía al capitán y marineros de la ballenera que habían quedado amarrados en Galápagos.

Aquellos parecían arrastrados por la mano de un destino funesta, que les conducía a recibir el castigo de sus crímenes; estos aparecían a presenciar el desenlace de un drama que había principiado con ellos en el desierto e iba a terminar en medio de una ciudad.

Los que habían ejecutado el degüello de los expedicionarios, queriendo concluir también con los otros que habían presenciado la matanza, se habían internado; según dijimos, al través de los bosques de la costa y siguiendo las huellas de los fugitivos, esperando librar en tierra el combate que se les había rehusado en el mar.

En la persecución continuaron toda esa noche hasta encontrarse detenidos y extraviados por la oscuridad de la tormenta que tuvo lugar.

El día siguiente lo perdieron en regresar a la playa, sin haber hecho nada en tierra y con el ánimo de incorporarse al jefe.

A este no le encontraron, y resolvieron en situación tan apurada, presentarse a las autoridades de Guayaquil, pidiendo premio por los beneficios que habían hecho, combatiendo a los floreanos.

Imbuidos en esta idea, se presentaron en la ciudad y reclamaron lo que creían justo.

La contestación que la autoridad les dio fue remitirlos a la cárcel, hacerles seguir un juicio igual al de los que estaban sentenciados a muerte y designar el día en que todos ellos debían subir al patíbulo.

Al día siguiente en que se tomaron estas medidas, el Oso y compañeros25 entraban en capilla.

Los dueños de la barca, no encontraron tan expedita la resolución del reclamo que hacían del buque.

El obstáculo nacía de la resistencia que presentaba la fragata   -573-   sueca26, alegando que aquella era una presa legal que pertenecía a la Suecia.

Desatendía las razones que se le oponían, haciéndosele presente, que la presa se había hecho en aguas de la nación y cuando los tripulantes eran ecuatorianos condenados a muerte por los crímenes ya conocidos.

Felizmente, la exhibición que el capitán de la barca hizo de los títulos de propiedad del buque, cortó la cuestión, volviendo la nave al poder de sus legítimos dueños.

De tal modo se presentaban los sucesos para llegar a un desenlace que todos deseaban.




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- V -

Los ocho bandidos habían sido colocados en una pieza espaciosa, en el fondo de la cual se veían arder dos luces de cera que alumbraban una imagen de Cristo.

Veinte y cuatro horas se les había concedido para que examinasen sus conciencias y se alistaran a hacer el viaje a la eternidad.

Principiaban a correr las horas fatales en que el hombre cuenta los últimos momentos de la vida, asentando sus plantas en la tierra y transportando su pensamiento27 a mundos desconocidos, cuando Bruno fue llevado a un lugar aparte para despedirse de su madre, de su querida y de su hijo.

La madre, mujer anciana y seca de cuerpo, estaba vestida de luto por el hijo que aún vivía.

Ángela, en la fuerza de la juventud, tenía de la mano al hijo de un amor desgraciado.

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Sus cabellos caían en ondas sueltas sobre el blanco de su piel, y en las lágrimas que rodaban por sus mejillas, aparecía el desahogo del dolor iluminando las miradas de su corazón. El hijo, asustado con la tristeza de su madre, se asía con fuerza del vestido de ella y como si conociera que Bruno su padre, a quien no conocía, fuera el autor de la aflicción de Ángela, el muchacho parecía querer huirle.

La aparición de Bruno en el lugar donde le esperaban las personas de su familia, fue tierna.

Llantos y abrazos se sucedieron.

Pasó una de esas escenas en que solo el corazón puede hablar y el dolor delinear las impresiones.

Cuando Bruno se serenó un poco, dijo a las personas que tenía presentes:

-Les he mandado llamar, para pedirles perdón por lo que les he hecho sufrir. A usted madre la he renegado en mis prisiones, porque a usted la hacía responsable de mi primer encarcelamiento, origen de la pérdida de su hijo. No quiero llevar al otro mundo la acusación que mi conciencia le hacía; la he llamado para perdonarla y para que usted también me perdone, madre mía.

La madre confusa, avergonzada y combatida por mil dolores íntimos, contestó a su hijo:

-De nada tengo que perdonarte, Bruno: porque tú eres la víctima de un crimen mío. Yo debía ocupar tu puesto.

-No madre mía, usted no podría ocupar mi puesto, porque usted no ha sido asesina y yo sí. Usted me prohibió casarme con la única mujer que adoraba en el mundo, quizás mi amor fue demasiado exaltado y Dios obró por su mano negándome la felicidad.

Bruno tomando las manos de Ángela, que se precipitó a su seno llena de ese amor que le había hecho cerrar los ojos al honor, siguió.

-Mi felicidad debía ser muy grande poseyendo a esta mujer que idolatro y cuya memoria jamás se ha apartado de mí; ahora siento con más vehemencia esa verdad, ahora que la estrecho en   -575-   mis brazos- por última vez. ¿No es verdad Ángela? ¿No es verdad madre mía?

La madre se cubría la cara con las manos sin atreverse a contestar, y Ángela enajenada por el amor, respondió como fuera de sí.

-Sí, Bruno, la felicidad que no encontramos aquí debe esperarnos en el cielo. Legitima a tu hijo, que mi viudedad la consagraré al culto de tu memoria.

-¿Quieres dar mi nombre a nuestro hijo? -le interrogó Bruno con la expresión más ardiente de la suma felicidad. Dímelo Ángela ¿es eso lo que me has dicho?

-Sí, Bruno querido, quiero ser tuya aun en el patíbulo.

En aquel momento, los dos amantes se olvidaron que se hallaban en presencia del hijo y de la madre.

Los labios encendidos y expresivos de Ángela se dirigieron a vaciar su alma en el corazón de Bruno; y Bruno sediento de ver aquel espíritu amoroso, se lanzaba a tomar el beso de su querida, cuando la madre que permanecía aletargada vacilando entre la vergüenza y el deber, interrumpió aquella expresión de amor dando un grito mortal:

-¡Es imposible, sois hermanos!

Si un rayo hubiese caído en medio de Ángela y de Bruno, no habría hecho el efecto que hicieron las palabras de la madre. Los dos amantes apartaron sus rostros por un impulso uniforme, soltándose el uno de los brazos del otro, como si las fuerzas físicas se les hubiesen agotado28 de súbito. Parecían heridos por la maldición de Dios y como avergonzados todos tres de sí mismos. Bajaron las cabezas, sin atreverse a levantar los ojos. Ese silencio de los abismos, vino a ser interrumpido por el espanto del hijo que se abrazaba de las piernas de la madre interrogándole:

-¡Madre! ¡Madre! ¿Qué tienes?

Ángela no sabía lo que por ella pasaba, y sin darse cuenta de lo que hacía, repelió al hijo que le llamaba con la voz encantadora de la naturaleza.

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Bruno apercibiendo esa repulsión, murmuró entre dientes:

-Inocente muchacho, que horroriza a sus padres -y en seguida dándose vuelta hacia un rincón de la pieza, continuó en una especie de soliloquio que daba una idea de lo que por él pasaba:

-Mi madre adúltera -se decía-... yo ladrón y asesino... mi hijo un crimen... Ángela, mi hermana... y mañana el patíbulo... ¡Ah, Dios mío! Gracias te doy porque me arrebatas de este pantano de maldades en donde los crímenes me ahogan.

Fatigado, Bruno, con la escena que acababa de pasar y sin valor29 para permanecer en aquel sitio: se dio vuelta, para volver a la capilla.

Al dar el primer paso con los ojos cerrados, tropezó con un bulto que le tomaba de los pies e involuntariamente30miró.

Era su madre que temía la presencia del hijo asesino e incestuoso y que buscaba en aquel hombre un consuelo, su salvación.

-¡Adúltera! -gritó Bruno dando un paso atrás y avergonzado de su madre.

-¡Perdón! Hijo mío...

-No puedo perdonar lo que no me toca -repuso Bruno-. Pedid perdón a mi padre que está en el cielo.

-¡Perdón por todo, perdón!...

-Te perdono por lo que toca a mi deshonra, por lo que toca a las faltas causadas por el crimen de una madre infamada para el mundo y quién sabe si perdida para Dios; pero del adulterio... no puedo.

La madre creyendo ver en su hijo al único hombre que podría libertarla de los remordimientos y sintiendo que se le escapaba de las manos, se levantó fuera de sí cual una visión descarnada que se abalanza agonizante tras un objeto que le arranque del tormento, echándole los brazos sobre el cuello y pidiéndole con frenesí:

-¡Perdón para tu madre!

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El hijo más espantado que conmovido y sin sentir las pulsaciones de un corazón filial, creyó ver en la madre la viva imagen del adulterio, y tomándola con todas sus fuerzas, hizo un movimiento de terror y la arrojó fuera de sí.

En seguida salió precipitadamente de la pieza, dejando en el suelo un cuerpo revolcado en la tierra, que acababa de perder el sentido, y más allá una desgraciada madre que extendía la mano de protección a su hijo inocente.




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- VI -

A tiempo que Bruno volvía a entrar a la habitación donde se encontraban sus compañeros y de donde debían salir para otro mundo, varios presidarios se ocupaban en levantar en el centro del malecón, una plata-forma para colocar sobre ella las ocho tribunas de los asesinos.

Un joven francés, artista de mérito; uno de esos hombres que hacen creer en la virtud social y fortifican el espíritu combatido, cuando se palpan las deslealtades de la amistad, las calumnias de la ignorancia y la ingratitud de las sociedades que se encuentran dominadas por vicios y errores, para con los espíritus que se abniegan31por el bien; ese joven, decimos, M. Diron, lleno de corazón y de inteligencia, contemplaba con tristeza la construcción del patíbulo y admiraba la uniformidad de ideas que reinaba en el público, el cual reconocía la necesidad de hacer morir a los reos.

La multitud circulaba ocupada de hablar de las ejecuciones que debían tener lugar al día siguiente32.

-Son monstruos -decían refiriéndose a los reos-, deben morir.

Y tras de ese pensamiento expresado, cada cual excitaba y se excitaba33contra los condenados a muerte, narrando los crímenes que habían cometido y atribuyendo cuanto habían hecho a un corazón pervertido desde el día en que nacieron. No se oía una expresión compasiva, y tan solo un hombre sentía por los desgraciados; era Diron en cuya alma vivía la ley humana que rechaza el crimen para castigar el crimen; que veía en el proceso de los reos,   -578-   no el corazón de la fiera haciendo del hombre, sino al hombre convirtiéndose en fiera a causa de las instituciones criminales que imperan en una gran parte del globo, y de la falta de educación moral en las masas.

El joven francés seguía absorto en estas ideas, hasta que fue interrumpido por la interrogación que le hacía un abogado del país, que en aquel momento se le acercaba.

-Que le parece a usted, Señor -le dijo-; es inconcebible lo que han hecho esos hombres (refiriéndose a los reos.) ¿Sabe usted cuantos crímenes han cometido34?

-Sí Señor -le respondió Diron, todo lo sé.

Y como al responderle de este modo, con un aspecto melancólico, el abogado creyese reprendida su alegría, continuó procurando vindicarse con el joven francés, diciéndole:

-¿Parece que usted está impresionado con el patíbulo que se construye?

-Sí Señor, nunca he podido prescindir del sentimiento, cuando he palpado la desgracia de miembros de la familia humana.

-Esos facinerosos no pertenecen a la familia humana.

-Pertenecen como usted y como yo.

-Pertenecieron -contestó el abogado con prontitud-; pero desde que han atacado a esa familia, se han hecho sus enemigos, han dejado de ser hombres, son monstruos.

-¿Monstruos que deben morir, no es verdad? -agregó en tono de réplica el joven francés.

-¿Pues que otra cosa debe hacerse? ¿Querría usted que quedasen impunes los crímenes? Tal pretensión equivaldría a autorizar el asesinato. El que mata debe morir.

-Al que mata debe enmendársele, según pienso -repuso Diron con ese aplomo del hombre que ha llegado a formar sus convicciones en el estudio de la naturaleza, y más que todo en la escuela práctica del gran mundo.

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-¿Para el que no se corrige en las prisiones y en quien los castigos no influyen -dijo el abogado con esa tranquilidad que se adquiere con los hábitos de la educación-, no hay que perder el tiempo tratando de corregirles, mucho más al que asesina. Las leyes han graduado la escala de los crímenes, y para cada uno se ha establecido una pena justa como lo es la de la muerte para los reos de sangre.

-Pues yo creo -contestó Diron-, que no es justa la pena de muerte que estatuyen esas leyes, y que el sistema que emplean para castigar, produce el efecto contrario que se propusieron los legisladores.

-Sería raro que nuestros legisladores se hubiesen equivocado -añadió el abogado en un tono azorado como si la opinión contraria de Diron hubiese herido el honor nacional.

Fácil fue a este leer en el semblante del abogado, la revelación del nacionalismo ofendido; y a fin de manifestarle que su opinión, que estaba en pugna con las leyes criminales del Ecuador, tenía fundamentos nada despreciables; que lejos de ofender el nacionalismo o dañar la convicción de la mayoría, podía servir de utilidad presentándole un mal admitido para reemplazarlo35 por un bien desechado, abordó la cuestión que discutía, reduciéndola a los términos más precisos.

-Para mi modo de pensar -le dijo-, creo mala esa parte de la legislación a que usted ha hecho referencia. La pena de muerte es injusta porque no hay derecho para aplicarla; y el sistema penitenciario de cárceles que aquí se conoce, lejos de corregir a los infractores de las leyes sociales, les empeora, por cuanto les pervierte la moral desde que les mantiene en contacto a todos, aun cuando la falta sea diversa y los reos avezados o no en el crimen.

-La justicia está en la aplicación de la ley -le interrumpió el abogado-, y la ley que es la que constituye el derecho, es la que estatuye la pena de muerte. Creo que usted sufre un error al sentar que no hay derecho para aplicar el suplicio.

-Ciertamente, señor, el derecho penal ha sido la recopilación de los errores, de las pasiones y de las nociones que los hombres   -580-   han tenido del corazón humano, según las épocas en que han legislado. Ese ha sido el derecho que autorizó a los soberanos o a las naciones para castigar con la pena de muerte; pero yo no hablo del derecho emanado de esa historia vergonzosa para la humanidad; hablo del verdadero derecho, que está fuera de las impregnaciones maléficas del hombre; del único derecho que en verdad existe y del único de que puede emanar la justicia; es el código, señor, que escribió el Autor del universo en el corazón del hombre, como la ley de existencia que imprimió en cada astro y en cada cuerpo viviente para armonizar los movimientos y el desarrollo de la vitalidad; hablaba del derecho natural. Según ese derecho, la pena de muerte es injusta; porque la vida, ese soplo de animación que dio Dios al hombre, solo a Dios pertenece, no a la sociedad ni a los soberanos por cuanto ni la sociedad ni los soberanos han recibido poder para disponer de lo ajeno, alterar esa voluntad suprema que manda al hombre vivir y nunca matar. La pena de muerte es el suicidio del derecho, la aprobación del suicidio de la humanidad en el hombre.

-Según la opinión de usted -replicó el abogado-, ¿la ley no debe obedecerse?

-Siempre que pugne con la ley natural, creo que no solo no debe obedecerse, más aún, que es obligatorio rechazarla.

-En tal caso, la existencia de la sociedad sería imposible, pues si careciese de medios coercitivos la anarquía reemplazaría al orden, el derecho de la fuerza se sobrepondría. La ley natural no alcanza a satisfacer las exigencias de la sociedad.

-¿En qué caso, señor?

-El caso presente puede servirnos de ejemplo.

-En este caso lo que aconseja la razón es, separar al asesino, ponerle en estado de no hacer mal y al propio tiempo castigarlo y educarle.

-Tal pena no correspondería al castigo del delito.

-¿Es decir, que lo que vd. quiere es, que para castigar el crimen de asesinato, la sociedad cometa otro crimen asesinando al reo?

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-La necesidad que los miembros de una nación tienen de preservarse de un malvado, lo aconseja y lo justifica.

-¿Y si ese malvado puede volver a ser un miembro útil para la sociedad? ¿Si en vez de fusilársele se le condena a un retiro dilatado, donde desaparezca la flor de su edad teniendo a sus ojos el espacio cortado por murallas; en donde el contacto con el hombre no existiese y la única voz que llegara a sus oídos fuese la palabra del hombre moral que día a día le abriera el espíritu al conocimiento de la virtud y del honor; en donde si es vago se ocupara en aprender un arte lucrativo; por fin en donde las pasiones nocivas fuesen vencidas por el remordimiento que hace nacer la soledad, por la educación, el trabajo y por ese aislamiento más terrible que la muerte, ¿qué diría vd.? ¿No convendría en que se conservase la vida al que se mandaba desaparecer como inútil y perjudicial para tornarlo en hombre nuevo, industrioso, que al recobrar la libertad fuese un modelo ambulante de la rehabilitación de ese ser? Los pueblos no están constituidos para destruir, su misión es la de progresar, mejorar; y cuando la ley cree llenar vacíos del código natural, es porque los legisladores no consultan ese código, se dejan dominar por las pasiones o por la ignorancia, resultando de sus disposiciones no el reemplazo de un vacío sino la creación de un abuso que llaman ley. Leyes de los hombres y no naturales han sido las que estatuía la Grecia imponiendo el suplicio para el ladrón; las que dictaba la Inglaterra autorizando el exterminio de los naturales de Norte-América para posesionarse de su territorio; las que promulgaba Sixto IV erigiendo el tribunal de la Inquisición; las que publicaba Felipe II para alcanzar la conquista de las colonias españolas; las que han establecido los déspotas para apagar con sangre la vida de la libertad. Extienda usted la vista por esas instituciones que han regado con la muerte la especie humana y verá que el suplicio, la hoguera y el tormento han sido los recursos expeditos de que se ha echado mano para aniquilar los destellos de la razón; y observe usted que todas esas monstruosidades se han promulgado a nombre del interés general. Todos los pueblos del orbe han pasado por ese martirio de la ignorancia que hoy llamamos barbarie, y cuando la civilización ha acudido en apoyo de la justicia, los primeros que han columbrado el error se han apresurado a salir de ese estado, modificando sus códigos.   -582-   Por eso, algunas naciones que marchan a la vanguardia de la civilización, han sustituido36la pena de muerte por la reclusión en Panópticos. Las naciones han sido bárbaras en proporción a la distancia en que se han colocado de la ley natural. Cada mejora no es otra cosa que el paso que damos para aproximarnos a ese código; y el triunfo de la humanidad será el triunfo de la ley natural, que es el sentimiento, la razón universal. De lo contrario, ¿cómo creer que el Autor del Universo hubiese dictado leyes para la armonía de todo lo creado y solo para el hombre, su primera obra, hubiese dejado vacíos? Nuestra ceguedad se disculpa con calumniar.

El abogado combatido por las nociones que había adquirido en el aprendizaje de las leyes patrias, y por la verdad incontestable de las demostraciones del joven francés, tartamudeó algunas palabras que relevaban ese estado de su espíritu; luego como que quería buscar una réplica, pareció pensar.

El joven francés continuó entonces:

-Por muy criminal que sea un hombre, cuando sube al patíbulo, es indudable que el público, testigo del suplicio, no siente odio, siente dolor, querría ver salvo al desgraciado. ¿Por qué, pues, esa voz del corazón que pide perdón para el reo, que rechaza la vista de la sangre, no es satisfecha? ¿Por qué esa palabra doliente para el moribundo que ha sido asesino? Es que hay un vacío en el alma que inquieta al frío espectador; una sublevación de la conciencia que protesta de la pena; es la injusticia que conmueve a la humanidad; es el crimen que la sociedad va a cometer con la conciencia de la ley y cuya ejecución, condena la voz infalible del corazón. Si en aquel momento se consultase a uno por uno, a cada espectador, el condenado a muerte no moriría.

-¿Y qué harían con el asesino? -observó el abogado.

-Le llevarían a un Panóptico, como he dicho a usted.

-¿Y si no tenemos esa clase de prisiones?

-La culpa no es del reo; es de la sociedad que abdica su soberanía, es de los gobiernos que han olvidado satisfacer las exigencias sociales; que han perdido su tiempo y destruido las riquezas   -583-   públicas ocupándose de sus intereses, de sus ambiciones. Para los gobiernos, es cómoda la pena de muerte, porque no cuesta sino quemar unos cartuchos; para la humanidad es la consumación de un crimen y la pérdida de individuos de su familia. ¿No ve usted ese abandono por el progreso37 de los pueblos? ¿Hay acaso más desatención posible que en el sistema actual de prisiones? Por no pensar, por no estudiar al hombre, se practica la barbarie. Observe usted, que la legislación penal no tiene otro fundamento que el castigo, y sin más que el castigo se quiere corregir a los reos. No se acuerdan que el hombre es criminal por mala educación, por circunstancias extraordinarias, o por falsas impresiones de la infancia; por eso creen que basta el encarcelar, el engrillar, el infamar y se olvidan que cuanto mas dura sea la pena, con tal que al mismo tiempo no se atienda la corrección38 moral del individuo, el individuo conservará mientras viva la disposición al mal. Debe atenderse a la educación antes que al castigo, si es que se quiere corregir al delincuente; lo contrario es sistemar la perdición del reo, y en vez de sacar de él un ciudadano útil, resultará un fenómeno como son los que van a fusilar. Rehabilitar al criminal, por medio del honor, debe ser la última expresión del progreso en la legislación penal.

La presencia de algunos amigos que se acercaron a estos dos señores que discutían, interrumpió la conversación, haciéndola pasar a frivolidades que no son del caso.

M. Diron se retiró.




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- VII -

Cualquiera que hubiese aportado a la capilla de los reos, habría creído que aquellos hombres estaban tranquilos con su conciencia y se ocupaban de vivir.

-Tal vez nos creerán llenos de miedo -dijo Barra conversando con sus compañeros-, y se prepararán para vernos temblar.

-Si alguien tiene miedo -agregó el Oso-, vale más que se ahorque antes de salir.

  -584-  

Conversaban de este modo, cuando la luz del día entró en la capilla.

A vista de ella exclamó Galeote:

-Hoy debemos morir como héroes, y tú Bruno que nos has servido de Jefe, condúcenos con el mismo valor que lo has hecho siempre.

-Les dará el ejemplo -respondió Bruno-, apretando la mano de sus camaradas con la alegría del desgraciado, que no encuentra otra esperanza para descansar, que la muerte.




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- VIII -

En la mitad del malecón, sobre la meseta que se introduce al río frente a la Aduana, estaba el cadalso.

Desde las ocho de la mañana, un gentío numeroso se extendía desde la puerta de la cárcel hasta aquel punto.

A las diez, el tambor anunció la salida de los reos.

Una doble fila de soldados les rodeaba.

Cada reo vestía la mortaja blanca salpicada de sangre y el gorro en cuyo frontis se leía:

Por asesinos y piratas.

El confesor ayudaba a su confesado.

Palabras de esperanzas y de terror salían de los labios de los sacerdotes, provocando el arrepentimiento de las víctimas.

El tambor apagaba los ecos de los padres y los bandidos levantaban sus frentes impávidas, como si el lema de sus gorros fuese la corona de su triunfo.

La multitud se agrupaba para reconocer a los reos, y ellos paseaban sus miradas sobre esa gente, que en medio de la indignación arrancada por los asesinatos, sentía compasión.

La marcha era pausada; la caja armonizaba el compás de los que se dirigían a la eternidad.

  -585-  

De súbito se les presentó el patíbulo.

Pareció sorprenderles.

Un frío glacial corrió por sus venas.

Palidecieron.

-Nada de miedo -les dijo Bruno notando la turbación39 de sus camaradas.

Y los camaradas se reincorporaron, ahogando las pulsaciones de la impresión, sin detener la marcha.

Pronto aparecieron sobre el tablado.

El tambor cesó de tocar: el silencio de la multitud anunció el abismo.

Los sacerdotes se despidieron de los reos; solo al verdugo se le veía mezclado en aquel grupo, amarrando a cada uno en su puesto.

Una venda les privó de la luz.

En aquel momento de éxtasis, los reos parecían orar, y Bruno queriendo abreviar el tiempo exclamó desde su banco:

-¡Fuego!

Entonces se dejó oír el cántico de los religiosos que entonaban el Credo in unum Deum y la descarga de la fusilería que arrancaba la sangre a los que eran reos de sangre.

Los cadáveres quedaron a la expectación pública hasta llegada la noche, en que fueron ocultados bajo las entrañas de la tierra.







Lima, Diciembre de 1855.



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