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El plurilingüismo en la corte de Alfonso X el Sabio

Gerold Hilty


Universidad de Zurich



En la mañana del jueves 12 de marzo del año 1254 -a las 6.28 (si la figura astronómica de la cual se puede deducir esta indicación es exacta)- el judío toledano Yěhudá ben Mošé ha-Kohén empezó a traducir del árabe al castellano uno de los más conocidos tratados de astrología judiciaria, el Kitāb al-bāri'fi 'ahkām an-nuğūm de Abū'l-Hasan 'Alī b.Abī'r-Riğāl (Hilty, 1954, LXI-LXV). El prólogo de la traducción castellana, titulada El Libro conplido en los iudizios de las estrellas, reza así:

Laores e gracias rendamos a Dios padre uerdadero, omnipotent, qui en este nuestro tiempo nos denno dar sennor en tierra connocedor de derechuria e de todo bien, amador de uerdat, escodrinnador de sciencias, requiridor de doctrinas e de ensennamientos, qui ama e allega a ssi los sabios e los ques entremeten de saberes e les faze algo e mercet, porque cada uno d'ellos se trabaia espaladinar los saberes en que es introducto, e tornar-los en lengua castellana a laudor e a gloria del nombre de Dios e a ondra e en prez del antedicho sennor, el qui es el noble Rey do Alfonso, por la gracia de Dios rey de Castiella, de Toledo, de León, de Gallizia, de Seuilla, de Cordoua, de Murcia e de Jahen e del Algarue e de Badaioz, qui sempre desque fue en este mundo amo e allego a ssi las sciencias e los sabidores en ellas e alumbro e cumplio la grant mengua que era en los ladinos por defallimiento de los libros de los buenos philosopnos e prouados.


El texto añade que Yěhudá ben Mošé había hallado el libro «tan noble e tan acabado e tan conplido en todas las cosas que pertenecen en astronomia» y que lo tradujo «por mandado del antedicho nuestro sennor, a qui Dios de uida» (Hilty, 1954, 3).

Este prólogo, escrito dos años después de la subida al trono de Alfonso X, contiene una especie de declaración programática de la actividad científica y cultural del Rey Sabio. Tal declaración no puede haberse formulado sin aprobación explícita del mismo monarca, que pasó en Toledo todo el mes de marzo (y gran parte de los meses de abril y de mayo) del año 1254 (Hilty, 1994a, 210).

El prólogo del Libro conplido está lleno de implicaciones culturales, al hablar de:

  • un rey justo, que promueve la investigación científica para hacerla prosperar y para participar él mismo en su progreso,
  • un rey que reúne en torno suyo a los sabios de su tiempo y les retribuye generosamente,
  • una deficiencia de la cultura occidental frente a la oriental,
  • la traducción de libros científicos como uno de los medios para subsanar tal deficiencia,
  • un importante papel, activo, desempeñado por los judíos en este proceso,
  • la astrología judiciaria como ciencia importante y seria,
  • un valor religioso de la vulgarización del saber y de la adopción del romance como lengua de cultura, hechas no sólo «a ondra e en prez» de su promotor, sino también «a laudor e a gloria del nombre de Dios» (Hilty, 1994a, 209-210).

Con el Libro conplido estamos ya de lleno dentro de la problemática del plurilingüismo en la corte de Alfonso el Sabio. Un judío toledano, cuya vida creo haber podido reconstruir (Hilty, 1955, 46-50; 1994a, 211-212) y que seguramente, además del árabe, conocía también el hebreo, tradujo una obra árabe al castellano.

Sabemos que ya en el siglo XII se realizaron, en Toledo, traducciones de obras árabes y por el prólogo de la traducción del tratado De anima de Avicena, hecha por el judío converso Juan Hispalense y el clérigo cristiano Domingo Gundisalvi, se conoce la técnica traductora empleada por los colaboradores del arzobispo Raimundo en la así llamada escuela de traductores de Toledo: Juan Hispalense tradujo oralmente el texto palabra por palabra del árabe al romance, mientras Gundisalvi fue vertiendo al latín palabra por palabra lo que oía en romance (Hilty, 1954, XXXVII-XXXVIII). Por tales traducciones, el castellano había prefigurado, seguramente, la capacidad de expresar contenidos abstractos -filosóficos y científicos-, capacidad que caracteriza las traducciones de la época alfonsí. La diferencia entre las traducciones del siglo XII y las del siglo XIII es, sin embargo, evidente y significativa. Lo que en el siglo XII no era más que un medio, una forma intermedia efímera, indigna de escribirse, se convierte en forma escrita definitiva en los espléndidos códices de la escribanía de Alfonso el Sabio.

Es verdad que, como veremos, el Libro conplido también se tradujo al latín, incluso en dos versiones, hechas ambas en la misma corte de Alfonso el Sabio. Pero se tradujo al latín sólo después de escrita la redacción castellana. La razón de las versiones latinas es, además, tan obvia como significativa: para poder entrar en la literatura científica europea, el texto tenía que ser traducido a la lengua universal de entonces.

El siglo XII conocía la técnica de realizar traducciones del árabe al latín en equipos de trabajo, formados por un judío (converso) y un cristiano. En gran parte de las traducciones alfonsíes consta también la colaboración de un judío y un cristiano, encargado este último no ya de la versión latina, sino más bien de la corrección de la forma castellana o de trabajos especiales, como ocurrió en el caso del Libro de las cruzes, que fue traducido del árabe por el mismo Yěhudá ben Mošé cinco años después del Libro conplido. Pero en este caso, Yěhudá tenía como «companero» de «translation» al Maestre Johan d'Aspa, encargado de «capitular (el libro) e poner los capitulos en compeçamento del libro, segont es uso de lo fazer en todos los libros, por fallar mas ayna e mas ligero las razones e los iud(i)zios que son en el libro» (Hilty, 1955, 40).

El Libro conplido no habla de ningún cotraductor. Sin embargo, gracias a una decena de notas marginales y otra decena de notas interlineales, el Libro conplido nos informa de manera mucho más exacta sobre el proceso de traducción y de redacción que ninguna de las otras traducciones alfonsíes. He aquí cinco de las notas marginales, escritas por el mismo amanuense, en letra más pequeña:

  • El emendador e los trasladadores todos se acuerdan que deue dezir fortuna alli o dize infortuna, e qui quisiere esto prouar cate en el .XXV.º capitulo adelante en esta misma casa.
  • Los trasladadores e el emendador tienen que meior dize al ángulo de la .X.ª que de la .VII.ª.
  • Asman los trasladadores: o ssi la Luna non catare al ascendente ni a su sennor, otrossi non uerna el messagero.
  • Alli o dize cosa creo que deue dezir caça. E alli o dize descobrimiento creo que deue dezir deuinança.
  • Accidia es enoio que a omne del bien aieno (Hilty, 1955, 54).

Una sola de las notas marginales, la última aquí citada, es de carácter lingüístico. Las demás son técnico-astronómicas.

El mismo predominio técnico-astronómico se observa también en las notas interlineales. Sólo dos de ellas son claramente estilísticas: «de sabor insipida» se explica por «id est sin sabor»; «latrina» se explica por «id est camara priuada» (Hilty, 1955, 57).

De estas notas marginales e interlineales se puede desprender que también para la traducción del Libro conplido Yěhudá ben Mošé se valió de colaboradores (de dos por lo menos), sin que este hecho se mencione en el prólogo. Además, las notas muestran que del texto traducido se hizo una doble corrección, técnico-astronómica y lingüístico-estilística. Como se puede probar, tal corrección no es el fruto de un cotejo con el original árabe. Si la cuarta de las notas marginales citadas propone sustituir cosa por caça y descobrimiento por deuinança, aleja el texto castellano de la base árabe, en la cual aparecen los términos que corresponden a cosa y a descobrimiento (Hilty, 1955, 56, nota 3). También la explicación de accidia no tiene nada que ver con el original árabe, que en el lugar en cuestión presenta la palabra gīla, que puede significar «asesinato» (Bossong, 1987, 609). Hay que suponer que en la forma original de la traducción castellana estaba el latinismo occidio, corrompido luego en accidia. La explicación de esta palabra es, además, bastante extraña. Es una paráfrasis más bien de la envidia que de la pereza, pecado que desde el Libro de Alexandre se puede designar con el término de accidia. Invidia y pigritia son dos de los siete pecados capitales. ¿Los habría confundido el autor de la nota en cuestión?

Tales preguntas son menos importantes que el hecho inequívocamente probado por las notas del códice del Libro conplido de que se hizo una corrección del texto traducido, corrección que presupone una conciencia lingüística marcada. Tal conciencia está probada ya por la figura de un emendador. Se ha pensado en la posibilidad de identificar esta figura, que no se menciona en otros textos alfonsíes, con el mismo rey Alfonso. No me parece atendible tal interpretación. Es inconcebible que el rey se citara en esta forma y, además, en una de las notas después de los traductores: «los trasladadores e el emendador tienen que...».

Diciendo esto no niego que Alfonso tuviera una conciencia lingüística marcada y que a veces interviniera en la redacción de las obras elaboradas en su corte. Conocemos todos el testimonio contenido en el prólogo del Libro de las estrellas fixas, obra que fue traducida, en 1256, por el mismo Yěhudá ben Mošé en colaboración del clérigo Guillen Arremon Daspa, y de la cual, 20 años más tarde, se hizo una redacción definitiva. Con vistas a ella el texto reza así:

Et despues lo endereço e lo mando componer este Rey sobredicho, e tollo las razones que entendio que eran sobeianas e dobladas e que non eran en castellano drecho, e puso las otras que entendio que complian. Et quanto al lenguage endereço-lo el por si


(Hilty, 1955, 44).                


En este prólogo, desgraciadamente no conservado en el manuscrito original, sale la expresión «castellano drecho», que, según toda probabilidad, en el original tenía la forma «castellano derecho». Esta expresión nos lleva a preguntarnos cuál fue la situación dialectal en la España de Alfonso el Sabio y si el plurilingüismo de su corte contenía también una faceta dialectal.

En un interesante estudio sobre la «Contienda de normas lingüísticas en el castellano alfonsí», Rafael Lapesa estudia una vez más el fenómeno de la apócope extrema (Lapesa, 1985, 209-225). En la trayectoria de este fenómeno se entrecruzan aspectos diacrónicos y diatópicos. Por un lado, hay un claro descenso del porcentaje de las apócopes extremas a lo largo del medio siglo en el cual se elaboraron las obras alfonsíes. Por el otro, el porcentaje de las apócopes extremas es particularmente alto en obras en cuya forma lingüística se notan influencias orientales (aragonesas o incluso catalanas). Para Rafael Lapesa, el castellano drecho «era refractario a la apócope extranjerizante, y respondía en general al gusto de Burgos, pero con ciertas concesiones al lenguaje de Toledo y León» (Lapesa, 1980, 240-241). Al «castellano drecho» de Burgos se oponía, según R. Lapesa, el «castellano koiné», irradiado, hasta cierto punto, desde Toledo.

Rafael Cano propone una interpretación algo diferente del concepto de «castellano derecho». Estudiando precisamente el códice, que en el prólogo perdido contenía la alusión explícita a la intervención del Rey Sabio en la redacción de sus obras, llega a la conclusión siguiente:

El Códice Complutense, la mayor y más acabada compilación de las obras científicas del Rey Sabio, se nos revela así como un texto castellano continuamente salpicado de elementos de otros dialectos vecinos: especialmente en los planos fónico y morfológico la impronta leonesa es notable. No era tal hecho desconocido para los filólogos (...). Faltaba, sin embargo, un análisis detallado de tales posibles rasgos. Ello nos ha mostrado el amplio criterio lingüístico del Rey: no de otro modo puede explicarse la presencia de tales y tantos dialectalismos en un texto del que se afirma fue revisado y corregido por él mismo (...). De esta manera, la acción lingüística de Alfonso X, en consonancia con lo enunciado en el pasaje del «castellano derecho», parece haberse producido sobre la estructura de la frase, la claridad expresiva, la eliminación de repeticiones innecesarias o poco afortunadas de acuerdo con su gusto; pero en esta «normalización» de la lengua cabían elementos concretos que no eran estrictamente castellanos: muy lejos estaba, pues, el Rey de cualquier actitud purista.


(Cano, 1985, 304-305).                


En el texto citado, Rafael Lapesa alude a la oposición entre Burgos y Toledo, relacionando con Burgos el «castellano derecho». La lengua de Toledo sería un «castellano koiné». Otros investigadores siguen una tradición que ya en la época alfonsí localiza la norma del castellano en la ciudad de Toledo. Thomás Tamayo de Vargas, cronista de Felipe IV, expresa esta tradición con las palabras siguientes:

«Alfonso X ordenó (... ) que si dende en adelante en alguna parte del Reino hubiese diferencia en el entendimiento de algún vocablo Castellano antiguo, recurriesen con él a la Ciudad de Toledo, como a metro de la lengua Castellana, y por tener en ella más perfección que en otra parte».


(Alonso, 1943, 67).                


Y en un libro reciente se puede leer:

«... el romance castellano en la norma toledana será el elegido por la corte alfonsí, lo que implicará su ingreso en la categoría de lengua literaria».


(Lacarra/López Estrada, 1993, 9).                


Sin duda, hay que conceder a Toledo cierta importancia en la formación de la prosa alfonsí. Gran parte de las obras del Rey Sabio se llevaron a cabo en Toledo y para algunos colaboradores, como por ejemplo para Yěhudá ben Mošé, consta el origen toledano. Además, en el texto de la cuarta parte de la General Estoria he encontrado una clara alusión a la lengua del reino de Toledo. En la historia de Alejandro Magno, concretamente en el relato de la campaña de la India, se habla de «nogales que tenien nuezes grandes como aquel fructo a que en Espanna, en el regno de Toledo e en otros logares, dizen sandias» (Hilty, 1997a, 429-430). Por otro lado, como ha mostrado F. González Ollé, la tradición citada no pasa de ser un tópico bastante tardío, sin fundamento histórico conocido (González Ollé, 1978, 230-235), y no hay que dar demasiado peso al hecho de que traductores como Yěhudá ben Mošé fueran originarios de Toledo. Lo prueba una comparación entre el Libro conplido y el Libro de las cruzes, traducido, en Tola no-dipledo, por el mismo Yěhudá ben Mošé, cinco años después del Libro conplido. Los manuscritos de las dos obras parecen gemelos, pero, en comparación con el Libro conplido, el Libro de las cruzes presenta numerosos rasgos dialectales no castellanos. Éstos pueden deberse al colaborador cristiano de Yěhudá, Juan d'Aspa, que probablemente pertenece a una familia oriunda de Aspa en el Bearne, establecida en Zaragoza (Hilty, 1955, 53, nota 2). Me parece menos probable que Juan d'Aspa fuera «natural del pueblo de Aspá, provincia de Lérida, en Cataluña», como proponen los editores del Libro de las cruzes (Kasten/Kiddle, 1961, XIX-XX). En todo caso, procede de la parte oriental de la Península Ibérica y esta procedencia explica los numerosos rasgos no castellanos en la lengua del Libro de las cruzes. En parte, se trata de rasgos típicamente aragoneses (como el perfecto en -orón, el pronombre lis, el femenino nobla). En parte, la atribución dialectal no es tan inequívoca (yanero por enero, yudga al lado de judga, famne al lado de fambre, semellant al lado de semeiando). La no-diptongación de e (que se nota aproximadamente en un tercio de los casos) y de o (que aparece aproximadamente en la mitad de los casos) podría deberse a influjos occitánicos o catalanes. Significativo es también el muy alto porcentaje de la apócope extrema. La palabra ascendent(e), que como término técnico ocurre más de mil veces en el Libro de las cruzes, presenta un 98% de formas apocopadas, mientras en el Libro conplido, donde es todavía mas frecuente (casi dos mil ocurrencias), las formas apocopadas no pasan de un 11% (Hilty, 1994b, 9). Estas alusiones bastan para mostrar que la lengua del Libro de las cruzes es muy diferente de la del Libro conplido, traducido por el mismo judío toledano.

En conjunto, podemos decir que los rasgos dialectales desempeñan un papel importante en las obras de la corte de Alfonso el Sabio y que hay indicios que evidencian una clara conciencia respecto de este plurilingüismo interno del español, ya sea porque el rey habla de un «castellano derecho», ya sea porque sus colaboradores se refieren al uso de una palabra en el reino de Toledo o (en un pasaje todavía no citado) a la designación de los mújoles «que en el Andaluzia llaman aluures» (Niederehe, 1975, 79).

Si extendemos al oeste de la Península Ibérica la perspectiva del plurilingüismo formado por las hablas hispánicas, tenemos que enfrentarnos con el problema de la forma lingüística de la poesía lírica compuesta por el mismo rey Alfonso. Puede sorprender que el Rey Sabio, la figura más destacada en la creación de la prosa literaria castellana, compusiera sus poemas líricos en galaico-portugués. Se han aducido explicaciones muy problemáticas a este hecho. Según Américo Castro, hasta el siglo XIV los castellanos usaron la lengua galaico-portuguesa para la expresión lírica y emotiva por sentirse cohibidos al hacerlo en su propia habla. «El pragmatismo moral de Castilla inhibía el alma (...). La lengua gallega de las Cantigas es un "eufemismo" artístico. El poeta castellano recurrió al gallego, lengua muy próxima, un castellano algo arcaico después de todo, que desempeñó la función de un tenue disfraz para no sonrojarse de la confesión íntima» (Castro, 1954, 321). Para Claudio Sánchez Albornoz, la ausencia de expresión lírica en lengua castellana antes del siglo XIV se debe al clima de la primitiva Castilla, que

no era propicio (...) para la eclosión fácil de una lírica culta y minoritaria análoga a la surgida por entonces en la dulce y suave Provenza, ni para la temprana adaptación de las nuevas maneras provenzales de trovar. Porque en la áspera y ruda tierra castellana, durante el sangriento siglo y medio que hubo de padecer desde la toma de Toledo a la conquista de Sevilla, las minorías caballerescas estuvieron entregadas a bélicas empresas: sin pausa, sin descanso, sin solaz y sin respiro, todavía más intensa y vitalmente que las masas populares por ellas gobernadas. Y porque es difícil que florezcan bellas rosas líricas sobre un erial espiritual, bajo el sol de fuego de la guerra y entre un pueblo bárbaro y rudo.


(Sánchez Albornoz, 1962, I, 413).                


No podemos aceptar tales explicaciones. En primer lugar, no es verdad que los castellanos del siglo XIII fueran incapaces de expresar sus emociones en su propia lengua. En la literatura castellana del siglo XIII tenemos emocionantes expresiones de sentimientos de amor a lo divino y a lo humano. Me limito a mencionar los Milagros, los Loores de Nuestra Señora y el Duelo de la Virgen de Gonzalo de Berceo, ciertos episodios del Libro de Alexandre y del Libro de Apolonio, la Razón de Amor y los poemas insertos en la Historia Troyana Polimétrica que describen el amor entre Troylo y Briseyda (v. también Tavani, 1969, 9-50). Además, creo haber mostrado que a principios del siglo XIII existió un poema de amor cortés en castellano, citado por el trovador Ramón Vidal en su novela Judici d'Amor, compuesta probablemente en el segundo o a principios del tercer decenio del siglo. Tres de los cuatro manuscritos que transmiten el texto, a pesar de atribuirlo a un «castelas», contienen versiones más o menos provenzales, en parte incompletas, en parte incorrectas o incomprensibles. Precisamente el manuscrito que contiene la versión castellana, la atribuye a un «cathalas». No obstante, estoy convencido de que la versión original fue castellana (Hilty, 1989, 91-104). Sólo el texto castellano se puede interpretar en forma satisfactoria. Esta opinión fue rechazada por Mercedes Brea en una comunicación presentada en el VI Congreso Internacional de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval (Brea, 1997, 365-379). La ilustre especialista de literatura gallega cree que la versión original de la copla fue gallega. Sin embargo, no dice cuál fue la forma del texto gallego y su promesa de que Giuseppe Tavani presentaría pronto «una nueva edición del texto como gallego-portugués» (Brea, 1997, 377, nota 58), no se ha cumplido -que yo sepa- hasta el momento. Añado esto: aunque tuviera razón la filóloga de Santiago, y el texto conservado fuera sólo la traducción de un original gallego, no se podría negar la existencia de una copla de amor en castellano a principios del siglo XIII.

Y hay más: entre las cantigas profanas de Alfonso el Sabio se encuentra una, probablemente incompleta, redactada en castellano. Su primera estrofa reza así:


Senhora, por amor (de) Díos
habed algún duelo de mí,
que los mos oios como ríos
corren del día que vos ví.


(Solalinde, 1946, 74).                


Si para las cantigas de amor y las cantigas de escarnio y de maldecir los castellanos del siglo XIII se sirvieron de la lengua galaico-portuguesa, no es porque en el clima de Castilla «no podían surgir temperamentos cargados de lirismo que sintieran la precisión de abrir las compuertas de su intimidad para verter su emoción en poéticos monólogos» (Sánchez Albornoz, 1962, I, 413), o porque tras el disfraz del gallego «el castellano olvidaba sus inhibiciones y sus respetos» (Castro, 1954, 459). Se trata de un fenómeno literario, que puede recordar la lengua poética de la antigua Grecia, donde toda poesía épica se componía en el lenguaje creado por Homero en forma esencialmente jónica, mientras la lírica del coro en las tragedias áticas estaba vinculada al dialecto dórico.

Pero ¿cómo nació la vinculación de las cantigas de amor y las cantigas de escarnio y de maldecir con la lengua galaico-portuguesa? Una cosa es cierta: los dos géneros mencionados deben su existencia en gran parte al influjo de la poesía provenzal. Sin embargo, este influjo se dio en todas las regiones de la Península Ibérica cristiana. ¿Por qué, entonces, sólo en Galicia originó una tradición autóctona de poesía lírica? Quizá hayan contribuido al origen de tal tradición circunstancias externas, relacionadas con el camino de Santiago. Quizá haya contribuido también el hecho lingüístico de que en muchos aspectos el parentesco formal entre el occitánico y el gallego es mayor que entre el occitánico y el castellano. Finalmente, se puede pensar que, en cierta medida, una tradición de poesía popular existente en el oeste de la península y cuyo reflejo se vislumbra en las cantigas de amigo, favoreció la creación de una lírica culta. Sea como fuere, creo que, bien por las razones mencionadas, bien por otras, Galicia se adelantó a Castilla en la creación del género de poesía lírica amorosa y de escarnio en romance y que, una vez constituido tal género, Castilla lo adoptó. Así se explica que en la segunda mitad del siglo XIII el centro más importante de poesía galaico-portuguesa fuera la corte de Alfonso el Sabio, lo que prueba también que el gallego no se consideraba una lengua extranjera. Era la lengua de una parte del reino de Alfonso el Sabio, que se comprendía y que ofrecía formas literarias que se podían aprovechar para la expresión de la lírica amatoria y sarcástica. No podemos enfocar esta situación desde una perspectiva moderna (nacionalista o regionalista) ni desde la perspectiva de la filología románica, que tiene que considerar el castellano y el galaico-portugués como dos lenguas románicas autónomas y distintas.

En la corte de Alfonso el Sabio vivían también trovadores provenzales. Uno de ellos, huésped de la corte castellana entre 1271 y 1279, fue Guiraut Riquier. Nos ha dejado un texto interesante. En una «supplicatio», dirigida al rey en 1274, ruega a Alfonso que aclare la definición de juglar, fijando el valor semántico de la palabra y el valor social y cultural de las personas portadoras de este título. Naturalmente, esta «supplicatio» es ficticia hasta cierto punto. No se podrá negar, sin embargo, que refleja preocupaciones que existieron entre los trovadores y juglares de la corte del Rey Sabio. De la misma manera, la «declaratio» de Alfonso, fechada en 1275, tampoco constituye únicamente una ficción poética, aunque sea obra de Guiraut Riquier, como lo prueba la lengua provenzal en la que está redactada. Parece lógico pensar que un poeta que vivía en la corte de Alfonso el Sabio jamás se habría atrevido a poner en boca del rey afirmaciones contrarias a la forma de pensar del monarca, de lo que se deduce con facilidad que la «declaratio» refleja ciertas ideas e inquietudes que circulaban por la corte del Rey Sabio y que, quizá, incluso se habían discutido con él. La «declaratio», que se refiere explícitamente a las posibilidades expresivas de la lengua española, distingue claramente entre «inventores» y «ejecutadores». Los poetas que en Provenza se llaman trovadores, esto es, los que componen textos poéticos, en España se denominan segreres. Los juglares, en cambio, son sólo «ejecutadores», es decir, aquellos que reproducen poemas, cantando y tañendo instrumentos, pero siempre a elevado nivel, tanto en lo que al público como en lo que al repertorio se refiere (v. Hilty, 1995, 158-160).

Este episodio nos atestigua no sólo la presencia de occitanohablantes en la corte de Alfonso el Sabio, sino que evidencia también una marcada conciencia lingüística.

Es posible que no sólo hubiera poetas entre los colaboradores y huéspedes de Alfonso el Sabio procedentes del sur de Francia. Ya mencionamos a Juan d'Aspa, cuya familia fue probablemente originaria de Aspa en el Bearne. Otro colaborador, quizá de la misma familia, fue el clérigo Guillen Arremon d'Aspa, que, en 1256, tradujo, junto con Yěhudá ben Mošé, el Libro de las estrellas fixas. La forma de su nombre, Arremón por Ramón, nos orienta hacia los Pirineos o la Gascuña.

En otro contexto existieron quizá también lazos entre la corte alfonsí y el sur de Francia. Probablemente en 1264, el judío «don Abrahem», médico («alfaquim») de Alfonso el Sabio, tradujo del árabe al castellano el Libro de la Escala de Mahoma. Desgraciadamente, la versión castellana no se ha conservado. Lo que tenemos es una traducción latina, que un italiano, Bonaventura de Siena, hizo sobre el texto castellano, y una versión francesa, que en el prólogo se atribuye también a Bonaventura de Siena. Ahora bien; la presencia de Bonaventura de Siena como notario en la corte alfonsí está atestiguada dos años más tarde por un documento cuya cláusula final nos informa que «Bonaventura de Senis per alium scribi fecit». Puede considerarse como significativo el hecho de que este documento se refiera a las relaciones entre España y Francia. Por él, el infante don Fernando designa a fray Juan Martínez, obispo electo de Cádiz, y a Enrique el Toscano, para contratar su matrimonio con Blanca, hija de San Luis, rey de Francia (Muñoz Sendino, 1949, 22-23). Con todo, es poco probable que Bonaventura de Siena, además de la traducción latina, sea responsable también de la versión francesa. Esta versión es más bien la obra de un traductor anónimo que, vertiendo el texto latino al francés, tradujo el prólogo de manera tan literal que conservó el nombre del traductor Bonaventura de Siena. Para atenuar la contradicción entre la forma francesa y la mención del traductor responsable de la versión latina, se ha propuesto la solución de buscar al anónimo traductor francés también en la corte de Alfonso el Sabio, donde trabajaba al servicio de Bonaventura de Siena. La situación se complica por el hecho de que el único manuscrito de la versión francesa, escrito sin duda en Inglaterra, contiene en su lengua no sólo rasgos anglonormandos, que se explican por la procedencia del manuscrito, sino también rasgos provenzales. ¿Habrá sido el autor de la versión francesa un provenzal que vivía en la corte alfonsí, trabajando al servicio de Bonaventura de Siena? (Wunderli, 1968, 13-24). Sea como fuere. Una de las lenguas habladas en la corte plurilingüe del Rey Sabio fue el provenzal. Que por lo menos algunos de los colaboradores del rey supieran también el francés, está probado por el hecho de que en la General Estoria se emplearon fuentes francesas, como el Roman de Troie y una versión en prosa del Roman de Thèbes (Hilty, 1954, XXXVI, nota 47).

En cambio, no se han detectado fuentes italianas en las obras alfonsíes, a pesar de la presencia de varios italianos en la corte de Alfonso el Sabio, presencia que se explica, en primer lugar, por las relaciones que cultivaba el monarca con Italia debido a sus aspiraciones imperiales. Además de Bonaventura de Siena, se conoce a los siguientes colaboradores italianos: Aegidius de Thebaldis de Parma, Petrus de Regio (Reggio di Emilia), el Maestre Joan de Mesina, el Maestre Joan de Cremona. Es posible que también el Maestre Jacobo de las Leyes fuera de origen italiano (Gómez Redondo, 1998, 358-362). Además, Brunetto Latini, el maestro de Dante, pasó una parte de su exilio de Florencia (1260-1266) en la corte alfonsí, precisamente en la época en la cual se tradujo la Escala de Mahoma, coincidencia alegada por los defensores de la influencia de la escatología musulmana en la Divina Commedia como prueba a favor de su teoría. No tenemos que discutir tal teoría. Dejamos sentado solamente que en la corte de Alfonso hubo un grupo de italianos. Estos colaboradores se ocuparon, en parte, de problemas astronómicos (Joan de Mesina y Joan de Cremona), en parte, de problemas jurídicos (Jacobo de las Leyes) y en parte, trabajaron en la cancillería del rey, redactando o haciendo redactar documentos latinos y traduciendo al latín obras que anteriormente se habían traducido del árabe al castellano. Tal es el caso no sólo de Bonaventura de Siena, sino también de Aegidius de Thebaldis y Petrus de Regio. Estos dos italianos hicieron una traducción latina del Libro conplido, traducción que adquirió gran fama: se conserva en más de 50 manuscritos y sirvió de modelo para varias traducciones en otras lenguas: tres en hebreo, una en alemán, dos parciales en inglés y en holandés, una en francés y quizá una, perdida, en catalán. Además, entre 1485 y 1571 se publicó en cinco ediciones incunables en Venecia y en Basilea (Hilty, 1982, 232-233). Claro que esta riqueza ya no tiene nada que ver con el plurilingüismo en la corte de Alfonso el Sabio.

La traducción de Aegidius de Thebaldis y Petrus de Regio no fue la primera versión latina basada en la versión castellana hecha por Yěhudá ben Mošé. Anteriormente, un español, Alvarus Ovetensis, ya había traducido el texto castellano al latín, con menor éxito: su traducción se conserva sólo en un manuscrito completo y uno parcial (Hilty, 1994b, 6). No sabemos por qué en la misma corte de Alfonso el Sabio los dos italianos hicieron una segunda traducción latina.

Con esto hemos vuelto al Libro conplido y a las traducciones del árabe. En casi todas ellas intervinieron sabios judíos. Éstos sabían, naturalmente, también el hebreo, lo que nos lleva a preguntarnos si en la corte del Rey Sabio no se redactaron también obras en hebreo. No se ha conservado ningún texto hebreo escrito por alguno de los judíos que trabajaron en la elaboración de las obras alfonsíes. Es verdad que uno de ellos, Isaac b.al-Sīd (Rabiçag), nos ha dejado una nota escrita en caracteres hebraicos. Pero la lengua transcrita es el árabe andalusí (Vernet, 1978, 408-409). Sin embargo, vivió en la corte de Alfonso el Sabio otro judío que, éste sí, escribió obras en hebreo, el poeta Todrōs Abū'l-'Āfia. No intervino, que sepamos, en la elaboración de las obras alfonsíes, quizá por ser demasiado joven. Nació en Toledo en 1247. Entró al servicio de Alfonso X el Sabio y luego, más adelante, al de Sancho IV y al del infante don Enrique. Murió, probablemente, en 1306 (Sola-Solé, 1973, 49). Es un poeta de las postrimerías de la gran tradición de poesía hispano-hebrea. Como lo prueban los temas y los motivos de su poesía, conoce también la tradición poética hispano-árabe. No sorprende, pues, que compusiera muwaššahāat. Tres de ellas combinan con el texto hebreo una harğa compuesta de elementos árabes y romances. Estas harağāt no son, como pensaba Ramón Menéndez Pidal, reproducciones de cantos populares mozárabes que Todrōs hubiera oído en las calles de Toledo. Dos de las tres harağāt con elementos romances son adaptaciones de coplas que ya aparecen en poemas de la primera mitad del siglo XII. La tercera, seguramente Todrōs la encontró también en un cancionero anterior, si bien el modelo no se ha conservado (Hilty, 1997b, 189). En total, la poesía de Todrōs Abū'l-'Āfia nos prueba que el hebreo fue un elemento vivo dentro del plurilingüismo de la corte de Alfonso el Sabio.

¿Hubo también, en la época alfonsí, traducciones castellanas basadas en textos hebreos? Buscando una respuesta a esta pregunta, no se puede dejar de enfocar el problema de la Fazienda de Ultramar. En esta obra, cuya forma conservada fue escrita en torno a 1230, se notan claras influencias hebreas. Sin embargo, puesto que las diferentes etapas de la compleja composición de la Fazienda de Ultramar son difíciles de determinar, no sabemos si tales influjos se ejercieron directamente sobre la versión romance o sobre una etapa previa latina. De todos modos, no existió una clara tradición prealfonsina de traducciones castellanas basadas en originales hebreos. Y no se conocen tampoco traducciones del hebreo hechas por los colaboradores judíos de Alfonso el Sabio, aunque don Juan Manuel, sobrino del Rey Sabio, diga en el Prólogo del Libro de la caza que Alfonso «fizo trasladar toda [la] ley de los judios et avn el su Talmud et otra sciençia que an los judios muy escondida a que llaman Cabala» (Blecua, 1982, 519).

Sin embargo, existe un texto castellano traducido directamente del hebreo en la época alfonsí: el Salterio de Hermann el Alemán. Gracias al estudio de María Wenceslada de Diego Lobejón conocemos bastante bien la vida de este traductor de origen alemán. Nacido hacia fines del siglo XII, había cursado estudios en París en la segunda década del siglo XIII. Llegó a España hacia 1230, quizá como uno de los maestros extranjeros de la Universidad de Palencia. Vivió en Toledo entre 1240 y 1256 y allí vertió del árabe al latín la Ética, la Retórica y la Poética de Aristóteles con comentarios de Averroes y de otros autores. Es probable que la década de 1256 a 1266 la pasara en Italia. En 1266 regresó a España, nombrado obispo de Astorga por el papa Clemente IV. Murió a finales de 1272 o a principios de 1273 (De Diego, 1993, 27-41). Hermann el Alemán no se puede considerar colaborador del Rey Sabio stricto sensu. Sin embargo, trabajando en Toledo hasta 1256, es imposible que no tuviera contactos con la corte de Alfonso X y la traducción de los salmos al castellano «se inscribe claramente dentro del proyecto de Alfonso X de traducir en lengua castellana las obras científicas, didácticas y jurídicas, sin hacer excepción de los libros sagrados» (De Diego, 1993, 40). Podemos aceptar las razones alegadas por la autora citada para admitir que la traducción de los salmos se hizo durante la segunda estancia de Hermann en España, en calidad de obispo de Astorga, es decir entre 1266 y 1272.

La lengua hebrea aparece, en las obras alfonsíes, aún en otra forma, a saber en las definiciones del texto. En la General Estoria leemos, por ejemplo, en un pasaje que habla del mes en que murió Aaron: «Maestre Pedro diz quelos ebreos le llamauan estonces sedebath, e es este el mes al quelos latinos llamamos agosto» (Solalinde, 1930, 658b). Tales definiciones, tomadas de las fuentes usadas, no prueban, sin embargo, el conocimiento del hebreo por parte de los colaboradores de Alfonso, sino sólo la conciencia de la existencia de la lengua hebrea y de su importancia en la tradición cristiana.

Lo mismo vale para el griego. También en la General Estoria leemos:

«... assi como diz Huguicio en el Libro dela letra, los sabios griegos que pusieron nombres alas cosas segund las naturas, catando las costumbres del lobo e la natura que auie, llamaron le en su griego este nombre licos; e segund el griego es otrossi licos por ladron, e daquel nombre licos quelos griegos le pusieron le dixiemos e dezimos los latinos lobo, onde lobo tanto quiere dezir como ladron».


(Solalinde, 1930, 560a).                


En un estudio titulado «Fuentes árabes y bizantinas en la Primera Crónica General», publicado en 1951, el filólogo hispano-suizo César Dubler intentó mostrar que los colaboradores de Alfonso se valieron directamente de una fuente histórica griega, la Chronographia de Teófanes (Dubler, 1951, 124-139). Cuatro años más tarde, sin embargo, esta idea fue rechazada por R. Menéndez Pidal y sus colaboradores en la nueva edición de la Primera Crónica General (Menéndez Pidal, 1955, CIX, CXII, CXIV, CXXIII, CXXVI, CXXVII, CXXX, CXL, CXLII). No consta, pues, que en la corte de Alfonso el Sabio se trabajara con manuscritos griegos.

Aun cuando en la corte de Alfonso el Sabio no existieron conocimientos activos del griego, las referencias a esta lengua son significativas. Evidencian una conciencia lingüística que abarcaba también lenguas que no se hablaban o se conocían activamente en la corte alfonsí. El número de tales lenguas, mencionadas sobre todo en las obras históricas, es muy elevado, como se puede ver en el libro de Hans-Josef Niederehe, Die Sprachauffassung Alfons des Weisen (Niederehe, 1975), en traducción española Alfonso X el Sabio y la lingüística de su tiempo (Niederehe, 1987).

En este vasto horizonte lingüístico y en el impresionante plurilingüismo activo del rey y, sobre todo, de sus colaboradores hubo un centro incontestable: el castellano. Esta lengua se enriquece mediante el contacto con otras lenguas, adoptando latinismos, arabismos, galicismos, dialectalismos, etc., pero sobre todo extiende y amplía sus propios medios expresivos al confrontarse con otras lenguas, al tener que expresar -principalmente en las traducciones- valores, realidades y conceptos nunca expresados en castellano. En este sentido, el plurilingüismo de la corte alfonsí contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la lengua literaria castellana. Aunque la expresión lírica prefiriera todavía la lengua gallega, se puede decir que al final de la época alfonsí España poseía una lengua amplia, rica y variada, capaz de dar expresión a todos o a casi todos los valores del mundo material y espiritual.






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