1
Como Tácito y Gibbon.
2
Con esto empecé, y con ello conviene empezar. Se conoce mucho mejor el fondo de los valles cuando después se está en la cumbre de la montaña.
3
Tal será el mío si Dios me da vida.
4
No hay más que esto de bueno, por más que digan; pero me es preciso cantar por el mismo tono que ellos, hasta nueva orden.
5
Procuraré suplirlo haciéndome el decano de los demás soberanos de Europa.
6
Lo veremos. Lo que me favorece, es que no se lo he cogido a él, sino a un tercero que no era más que un insufrible cenagal de republicanismo. La odiosidad de la usurpación no recae sobre mí; los forjadores de frases a sueldo mío lo han persuadido ya: «No ha destronado él más que a la anarquía». Mis derechos al trono de Francia no están mal establecidos en la novela de Lemont... En cuanto al trono de Italia, tendré una disertación de Montga... Eso les es necesario a los italianos que hacen de oradores. Bastaba una novela para los franceses. El pueblo bajo que no lee tendrá las homilías de los obispos y curas que tenga hechos; y más todavía: un catecismo aprobado por el legado del Papa, no se resistirá a esta magia. No le falta cosa ninguna, supuesto que el Papa ha ungido mi frente imperial. Bajo cuyo aspecto debo parecer todavía más inamovible que ninguno de los Borbones.
7
¡Cuántas piedras angulares se me dejan! Todos los más están todavía allí; y sería menester que no quedase ni siquiera uno solo, para que yo perdiese toda esperanza. Volveré a hallar allí mis águilas, mis N., mis bustos, mis estatuas, y aun quizá la carroza imperial de mi coronación. Todo esto habla incesantemente a los ojos del pueblo en mi favor, y me trae a la memoria.
8
Como lo será el mío sobre el Piamonte, Toscana, Roma, etc.
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Poco me importa: el éxito justifica.
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¡Los bribones! Me dan a conocer cruelmente esta verdad. Si no lograra yo desembarazarme de su tiranía, me sacrificarían.