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ArribaAbajoCapítulo XVIII

De qué modo los príncipes deben guardar la fe dada


¡Cuán digno de alabanzas es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta!451. Todos452 comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia de nuestros días nos muestra que haciendo varios príncipes poco caso de la buena fe, y sabiendo con la astucia, volver a su voluntad el espíritu de los hombres453, obraron grandes cosas454 y acabaron triunfando de los que tenían por base de su conducta la lealtad455.

Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo pertenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta, es preciso recurrir al segundo456. Le es, pues, indispensable a un príncipe, el saber hacer buen uso de uno y otro enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de la antigüedad, y particularmente Aquiles, fueron confiados, en su niñez, al centauro Chirón, para que los criara y educara bajo su disciplina457. Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una no podría durar si no la acompañara la otra.

Desde que un príncipe está en la precisión de saber obrar competentemente según la naturaleza de los brutos, los que él debe imitar son la zorra y el león enteramente juntos. El ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es más suficiente, porque ella no puede librarse de los lobos458. Es necesario, pues, ser zorra para conocer los lazos, y león para espantar a los lobos; pero los que no toman por modelo más que el león, no entienden sus intereses459.

Cuando un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse460.

Obsérvese bien que si todos los hombres fueran buenos este precepto sería malísimo461; pero como ellos son malos y que no observarían su fe con respecto a ti si se presentara la ocasión de ello, no estás obligado ya a guardarles la tuya, cuando te es como forzado a ello462. Nunca le faltan motivos legítimos a un príncipe para cohonestar esta inobservancia463; está autorizada en algún modo, por otra parte, con una infinidad de ejemplos; y podríamos mostrar que se concluyó un sinnúmero de felices tratados de paz y se anularon infinitos empeños funestos por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra464. El que mejor supo obrar como zorra tuvo mejor acierto.

Pero es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener habilidad para fingir y disimular465. Los hombres son tan simples, y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar466. No quiero pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló siempre la ocasión de poderlo hacer467. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte de las protestaciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más respetables y que al mismo tiempo observara menos lo que había prometido. Sin embargo, por más conocido que él estaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema468.

No es necesario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos hecho mención anteriormente; pero conviene que él aparente poseerlas. Aun me atreveré a decir que si él las posee realmente, y las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que aun cuando no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas, le son provechosas469. Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y aun serlo470; pero es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.

Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe comprender bien que no le es posible observar en todo lo que hace mirar como virtuosos a los hombres; supuesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra su religión471. Su espíritu debe estar dispuesto a volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de él; y, como lo he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo puede472, sino a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad. Debe tener sumo cuidado en ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca lleven impreso el sello de las cinco virtudes mencionadas; y para que, tanto viéndole como oyéndole, le crean enteramente lleno de bondad, buena fe, integridad, humanidad y religión473. Entre estas prendas no hay ninguna más necesaria que la última474. Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos; y si pertenece a todos el ver, no está más que a un cierto número el tocar. Cada uno ve lo que pareces ser; pero pocos comprenden lo que eres realmente475; y este corto número no se atreve a contradecir la opinión del vulgo, que tiene, por apoyo de sus ilusiones, la majestad del Estado que le protege476.

En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los príncipes, contra los cuales no hay juicio que implorar, se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir del acierto477. Ahora bien, no hay casi más que vulgo en el mundo; y el corto número de los espíritus penetrantes que en él se encuentra no dice lo que vislumbra, hasta que el sinnúmero de los que no lo son no sabe ya a qué atenerse478.

Hay un príncipe en nuestra era que no predica nunca más que paz, ni habla más que de la buena fe, y que, al observar él una y otra, se hubiera visto quitar más de una vez sus dominios y estimación. Pero creo que no conviene nombrarle.




ArribaAbajoCapítulo XIX

El príncipe debe evitar ser despreciado y aborrecido


Habiendo hecho mención, desde luego, de cuantas prendas deben adornar a un príncipe, quiero, después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras, a lo menos brevemente y de un modo general, diciendo que el príncipe debe evitar lo que puede hacerle odioso y despreciable479. Cada vez que él lo evite habrá cumplido con su obligación, y no hallará peligro ninguno en cualquiera otra censura en que pueda incurrir480.

Lo que más que ninguna cosa le haría odioso sería, como lo he dicho, ser rapaz, usurpar las propiedades de sus gobernados, robar sus mujeres; y debe abstenerse de ello481. Siempre que no se quitan a la generalidad de los hombres su propiedad ni honor viven ellos como si estuvieran contentos; y no hay que preservarse ya más que de la ambición de un corto número de sujetos. ¿Pero los reprime uno con facilidad y de muchos modos?482

Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime, irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de una semejante reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus acciones se advierta grandeza, valor, gravedad y fortaleza483. Cuando él pronuncie sobre las tramas de sus gobernados debe querer que su sentencia sea irrevocable484. Últimamente, es menester que él los mantenga en una tal opinión de su genio, que ninguno de ellos tenga ni aun el pensamiento de engañarle, ni entramparle485. El príncipe no hace formar semejante concepto de si es muy estimado, y se conspira difícilmente contra el que goza de una grande estimación486. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con gusto, con tal, sin embargo, que él sea un excelente príncipe y que le veneren sus gobernados.

Un príncipe tiene dos cosas que temer, es a saber: en lo interior de su Estado, alguna rebelión por parte de sus súbditos; y segundo, por afuera, un ataque por parte de alguna potencia vecina. Se precaverá contra este segundo temor con buenas armas y, sobre todo, con buenas alianzas, que él conseguirá siempre si él tiene buenas armas487. Pues bien, cuando las cosas exteriores están aseguradas, lo están también las interiores, a no ser que las haya turbado ya una conjuración488. Pero aun cuando se manifestara en lo exterior alguna tempestad contra el príncipe que tiene bien arregladas las cosas interiores, si ha vivido como lo he dicho, con tal que no le abandonen los suyos489 sostendrá toda especie de ataque de afuera, como ha mostrado que lo hizo Nabis de Esparta.

Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de no maquinarse nada por afuera contra él, podría temer que, en lo interior, se conspirase ocultamente. Pero puede estar seguro de que no acaecerá esto si evita ser despreciado y aborrecido, y si hace al pueblo contento con su gobierno; ventaja esencial que hay que lograr, como lo he dicho muy por extenso antes490.

Uno de los más poderosos preservativos que el príncipe pueda tener contra las conjuraciones es, pues, el de no ser aborrecido ni menospreciado por la universidad de sus gobernados; porque el conspirador no se alienta más que con la esperanza de contentar al pueblo haciendo perecer al príncipe491. Pero cuando él tiene motivos para creer que ofendería con ello al pueblo, la amplitud necesaria de valor para consumar su atentado le falta, visto que son infinitas las dificultades que se presentan a los conjurados492. La experiencia nos enseña que hubo muchas conjuraciones, y que pocas tuvieron buen éxito; porque no pudiendo ser solo el que conspira, no puede asociarse más que a los que cree descontentos493. Pero, por esto mismo que él ha descubierto su designio a uno de ellos494, le ha dado materia para contentarse por sí mismo, supuesto que revelando al príncipe la trama que se le ha confiado, puede esperar éste todas especies de ventajas. Viendo, por una parte, segura la ganancia495, y por otra no hallándola más que dudosa y llena de peligros496, sería menester que él fuera, para el que le ha iniciado en la conspiración, un amigo como se ven pocos, o bien un enemigo enteramente irreconciliable del príncipe, si tuviera la palabra que dio.

Para reducir la cuestión a pocos términos, digo que del lado del conspirador no hay más que miedo, celos y sospecha de una pena que le atemoriza; mientras que del lado del príncipe hay, para protegerle, la majestad de su soberanía, las leyes, la defensa de los amigos y del Estado497; de modo que si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es imposible que ninguno sea bastante temerario para conspirar498. Si todo conspirador, antes de la ejecución de su trama, está poseído comúnmente del temor de salir mal, lo está mucho más en este caso: porque debe temer también, aun cuando él triunfara, el tener por enemigo al pueblo499, porque no le quedaría refugio ninguno entonces.

Podríamos citar sobre este particular una infinidad de ejemplos500; pero me ciño a uno solo, cuya memoria nos transmitieron nuestros padres. Siendo príncipe de Bolonia mosén Aníbal Bentivoglio, abuelo de don Aníbal de hoy día, fue asesinado por los Cannuchis (e), a continuación de una conjuración; y estando todavía en mantillas su hijo único, mosén Juan, no podía vengarle; pero el pueblo se sublevó inmediatamente contra los asesinos y los mató atrozmente. Fue un efecto natural de la benevolencia popular que la familia de Bentivoglio se había ganado por aquellos tiempos en Bolonia. Esta benevolencia fue tan grande que, no teniendo ya la ciudad a persona ninguna de esta casa que, a la muerte de Aníbal, pudiera regir el Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la misma familia que no era mirado allí más que como un hijo de un trabajador, fueron en busca suya y le confirieron el gobierno de su ciudad, que él gobernó efectivamente hasta que mosén Juan hubo estado en edad de gobernar por sí mismo501.

Concluyo de todo ello que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones cuando le tiene buena voluntad el pueblo502; pero cuando éste le es contrario y le aborrece, tiene motivos de temer en cualquiera ocasión y por parte de cada individuo503.

Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios cuidaron siempre de no descontentar a los grandes hasta el grado de reducirlos a la desesperación504, como también de tener contento al pueblo505. Es una de las cosas más importantes que el príncipe debe tener en su mira. Uno de los reinos bien ordenados y gobernados de nuestros tiempos, es el de Francia. Se halla allí una infinidad de buenos estatutos, a los que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad del rey. El primero es el Parlamento y la amplitud de su autoridad506. Conociendo el fundador del actual orden de este reino, la ambición e insolencia de los grandes, y juzgando que era preciso ponerles un freno que pudiera contenerlos; sabiendo, por otra parte, cuánto los aborrecía el pueblo a causa del miedo que les tenía, y deseando, sin embargo, sosegarlos, no quiso que este doble cuidado quedase a cargo particular del rey. A fin de quitarle esta carga que él podía repartir con los grandes, y de favorecer al mismo tiempo a los grandes y pueblo, se estableció por juez un tercero que, sin que el monarca sufriese, vino a reprimir a los grandes y favorecer al pueblo507. No podía imaginarse disposición ninguna más prudente, ni un mejor medio de seguridad para el rey y reino. Deduciremos de ello esta notable consecuencia: que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas, reservándose a sí mismos las de gracia508; y concluyo de nuevo que un príncipe debe estimar a los grandes, pero no hacerse aborrecer del pueblo.

Creerán muchos, quizá, considerando la vida y muerte de diversos emperadores romanos, que hay ejemplos contrarios a esta opinión, supuesto que hubo un cierto emperador que perdió el imperio o fue asesinado por los suyos conjurados contra él, aunque se había conducido perfectamente, y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a semejantes objeciones, examinaré las prendas de estos emperadores, mostrando que la causa de su ruina no se diferencia de aquella misma contra la que he querido preservar a mi príncipe; y haré tomar en consideración ciertas cosas que no deben omitirse por los que leen las historias de aquellos tiempos509.

Me bastará tomar a los emperadores que se sucedieron en el Imperio desde Marco el Filósofo hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio, Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano Séptimo Severo, Caracalla su hijo, Macrino, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.

Nótese primeramente que en principados de otra especie que la de ellos, no hay que luchar apenas más que contra la ambición de los grandes e insolencia de los pueblos; pero que los emperadores romanos tenían, además, un tercer obstáculo que superar; es, a saber, la crueldad y avaricia de los soldados. Lo cual era tan dificultoso510 que muchos se desgraciaron en ello. No es fácil, efectivamente, el contentar al mismo tiempo a los soldados y pueblo, porque los pueblos son enemigos del descanso, y lo son por esto mismo los príncipes cuya ambición es moderada511, mientras que los soldados quieren un príncipe que tenga el espíritu marcial, y que sea insolente, cruel y rapaz. La voluntad de los del Imperio era que el suyo ejerciera estas funestas disposiciones sobre los pueblos, para tener una paga doble, y dar rienda suelta a su codicia y avaricia512; de lo cual resultaba que los emperadores que no eran reputados como capaces de imponer respeto a los soldados y pueblo513 quedaban vencidos siempre. Los más de ellos, especialmente los que habían subido a la soberanía como príncipes nuevos, conocieron la dificultad de conciliar estas dos cosas, y abrazaban el partido de contentar a los soldados514, sin temer mucho el ofender al pueblo; y casi no les era posible obrar de otro modo515. No pudiendo los príncipes evitar el ser aborrecidos de algunos516, deben, es verdad, esforzarse ante todas cosas a no serlo del número mayor; pero cuando no pueden conseguir este fin, deben ingeniarse para evitar, con toda especie de expedientes, el odio de su clase que es más poderosa517.

Así, pues, aquellos emperadores que con el motivo de ser príncipes nuevos necesitaban de extraordinarios favores se apegaron con mucho más gusto a los soldados que al pueblo; y esto se convertía en beneficio o daño del príncipe, según que él sabía mantenerse con una grande reputación en el concepto de los soldados518. Tales fueron las causas que hicieron que Pertinax y Alejandro, aunque eran de una moderada conducta, amantes de la justicia, enemigos de la crueldad, humanos y buenos519, así como Marco (Aurelio), cuyo fin fue feliz, tuvieron, sin embargo, uno muy desdichado520. Únicamente Marco vivió y murió muy venerado, porque había sucedido al emperador por derecho hereditario, y no estaba en la necesidad de portarse como si él lo debiera a los soldados o pueblo521. Estando dotado, por otra parte, de muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo hasta su muerte al pueblo y soldados dentro de unos justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado jamás522.

Pero creado Pertinax para emperador contra la voluntad de los soldados que, en el imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, y habiendo querido reducirlos a una decente vida que se les hacía insoportable523, engendró en ellos odio contra su persona524. A este odio se unió el menosprecio de la misma a causa de que él era viejo525 y fue asesinado Pertinax en los principios de su reinado. Este ejemplo nos pone en el caso de observar que uno se hace aborrecer tanto con las buenas como con las malas acciones; y por esto, como lo he dicho más arriba, el príncipe que quiere conservar sus dominios, está precisado con frecuencia a no ser bueno526. Si aquella mayoría de hombres, cualquiera que ella sea, de soldados, de pueblo o grandes, de la que piensas necesitar para mantenerte, está corrompida, debes seguir su humor y contentarla527. Las buenas acciones que hicieras entonces se volverían contra ti mismo528.

Pero volvamos a Alejandro (Severo), que era de una tan agradable bondad que, entre las demás alabanzas que de él hicieron, se halla la de no haber hecho morir a ninguno sin juicio en el espacio de catorce años que reinó. Estuvo expuesto a una conjuración del ejército, y pereció a sus golpes, porque, habiéndose hecho mirar como un hombre de genio débil529, y teniendo la fama de dejarse gobernar por su madre530, se había hecho despreciable con esto.

Poniendo en oposición con las buenas prendas de estos príncipes el genio y conducta de Cómodo, Séptimo Severo, Caracalla y Maximino, los hallaremos muy crueles y rapaces. Para contentar ellos a los soldados, no perdonaron especie ninguna de injuria al pueblo; y todos, menos Severo, acabaron desgraciadamente. Pero éste tenía tanto valor que, conservando con él la inclinación de los soldados, pudo, aunque oprimiendo a sus pueblos, reinar dichosamente531. Sus prendas le hacían tan admirable en el concepto de los unos y los otros, que los primeros permanecían asombrados en cierto modo hasta el grado de pasmo532, y los segundos respetuosos y contentos533.

Pero como las acciones de Séptimo tuvieron tanta grandeza cuanto podían tener ellas en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente hacer de zorra y león, lo cual le es necesario a un príncipe, como ya lo he dicho534. Habiendo conocido Severo la cobardía de Didier Juliano, que acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia que él haría bien en marchar a Roma para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por la guardia imperial o pretoriana535. Evitando con este pretexto mostrar que él aspiraba al Imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia aun antes que se tuviera conocimiento de su partida536. Habiendo entrado en Roma, forzó al Senado, atemorizado a nombrarle por emperador537, y fue muerto Didier Juliano538, al que habían conferido esta dignidad. Después de este primer principio, le quedaban a Severo dos dificultades por vencer para ser señor de todo el Imperio: la una en Asia, en que Niger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador; y la otra en la Gran Bretaña, por parte de Albino, que aspiraba también al Imperio539. Teniendo por peligroso el declararse al mismo tiempo como enemigo de uno y otro, tomó la resolución de engañar al segundo mientras atacaba al primero540. En su consecuencia, escribió a Albino para decirle que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería dividir con él esta dignidad; y aun le envió el título de césar, después de haber hecho declarar por el Senado que Severo se asociaba a Albino por colega541. Éste tuvo por sinceros todos estos actos y les dio su adhesión. Pero luego que Severo hubo vencido y muerto a Niger, y habiendo vuelto a Roma, se quejó de Albino en Senado pleno, diciendo que aquel colega, poco reconocido a los beneficios que había recibido de él, había tirado a asesinarle por medio de la traición, y que por esto se veía precisado a ir a castigar su ingratitud. Partió, pues, vino a Francia al encuentro suyo y le quitó el Imperio con la vida542.

Cualquiera que examine atentamente sus acciones hallará que era, a un mismo tiempo, un león ferocísimo543 y una zorra muy astuta. Se vio temido y respetado de todos, sin ser aborrecido de los soldados; y no se extrañará de que por más príncipe nuevo que él era hubiera podido conservar un tan vasto imperio; porque su grandísima reputación544 le preservó siempre de aquel odio que los pueblos podían cogerle a causa de sus rapiñas.

Pero su hijo mismo Antonino fue también un hombre excelente en el arte de la guerra. Poseía bellísimas prendas que le hacían admirar de los pueblos y querer de los soldados. Como era guerrero que sobrellevaba hasta el último grado toda especie de fatigas, despreciaba todo alimento delicado y desechaba las demás satisfacciones de la molicie le amaban los ejércitos545. Pero como a puras matanzas, en muchas ocasiones particulares había hecho perecer un gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría, su ferocidad y crueldad sobrepujaban a cuanto se había visto en esta horrenda especie, le hicieron extremadamente odioso a todos546. Comenzó haciéndose temer de aquellos mismos que le rodeaban, tan bien, que le asesinó un centurión en medio mismo de su ejército.

Es preciso notar con este motivo que unas semejantes muertes, cuyo golpe parte de un ánimo deliberado y tenaz, no pueden evitarse por los príncipes; porque cualquiera que hace poco caso de morir tiene siempre la posibilidad de matarlos. Pero el príncipe debe temer menos el acabar de este modo, porque estos atentados son rarísimos547. Debe únicamente cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que él emplea548, y especialmente de los que tiene a su lado en el servicio de su principado, como lo hizo el emperador Antonino Caracalla. Este príncipe dejaba la custodia de su persona a un centurión a cuyo hermano había mandado él dar muerte ignominiosa, y que hacía diariamente la amenaza de vengarse. Temerario hasta este punto549, Antonino no podía menos de ser asesinado, y lo fue.

Vengamos ahora a Cómodo550, al que le era tan fácil conservar el Imperio, supuesto que le había logrado por herencia como hijo de Marco. Bastábale seguir las huellas de su padre para contentar al pueblo y soldados. Pero siendo de un genio brutal y cruel, y queriendo estar en proporción de ejercer su rapacidad sobre los pueblos, prefirió favorecer a los ejércitos, y los echó en la licencia. Por otra parte, no sosteniendo su dignidad porque se humillaba frecuentemente hasta ir a luchar en los teatros con los gladiadores, y a hacer otras muchas acciones vilísimas y poco dignas de la majestad imperial, se hizo despreciable aun en el concepto de las tropas. Como estaba menospreciado por una parte y aborrecido por otra, se conjuraron contra él y fue asesinado551.

Maximino, cuyas prendas nos queda que exponer, fue un hombre muy belicoso. Elevado al Imperio por algunos ejércitos disgustados de aquella molicie de Alejandro que llevamos mencionada ya, no lo poseyó por mucho tiempo, porque le hacían despreciable y odioso dos cosas552. La una era su bajo origen553, pues había guardado los rebaños en la Tracia, lo cual era muy conocido, y le atraía el desprecio de todos. La otra era la reputación de hombre cruelísimo, que, durante las dilaciones de que usó, después de su elección al Imperio, para trasladarse a Roma y tomar allí posesión del trono imperial, sus prefectos le habían formado con las crueldades que según sus órdenes ejercían ellos en esta ciudad y otros lugares del Imperio554. Estando todos, por una parte, indignados de la bajeza de su origen, y animados, por otra, con el odio que el temor de su ferocidad engendraba, resultó de ello que el África se sublevó, desde luego, contra él, y que en seguida el Senado con el pueblo de Roma y la Italia entera conspiraron contra su persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y experimentaba suma dificultad para tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina555. Fatigado por su crueldad, y no temiéndola ya tanto desde que él le veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.

Me desdeño de hablar de Heliogábalo, Macrino y Juliano, que hallándose menospreciables en un todo, perecieron casi luego que hubieron sido elegidos; y vuelvo en seguida a la conclusión de este discurso, diciendo que los príncipes de nuestra era experimentan menos, en su gobierno, esta dificultad de contentar a los soldados por medios extraordinarios556. A pesar de los miramientos que los soberanos están precisados a guardar con ellos, se allana bien pronto esta dificultad, porque ninguno de nuestros príncipes tiene cuerpo ninguno de ejército que, por medio de una dilatada mansión en las provincias se haya amalgamado en algún modo con la autoridad que los gobierna, y administraciones suyas557, como lo habían hecho los ejércitos del Imperio romano. Si, convenía entonces necesariamente contentar a los soldados más que al pueblo, era porque los soldados podían más que el pueblo. Ahora es más necesario para todos nuestros príncipes, excepto, sin embargo, para el Turco y el Soldán, el contentar al pueblo que a los soldados, a causa de que hoy día los pueblos pueden más que los soldados558. Exceptúo al Turco, porque tiene siempre alrededor de sí doce mil infantes y quince mil caballos de que dependen la seguridad y fuerza de su reinado559. Es menester, por cierto absolutamente, que este soberano, que no hace caso ninguno del pueblo, mantenga sus guardias en la inclinación de su persona560. Sucede lo mismo con el reinado del Soldán, que está todo entero en poder de los soldados; conviene también que él conserve su amistad, supuesto que no guarda miramientos con el pueblo561.

Debe notarse que este estado del Soldán es diferente de todos los demás principados, y que se asemeja al del Pontificado cristiano, que no puede llamarse principado hereditario, ni nuevo562. No se hacen herederos de la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino el particular al que eligen hombres que tienen la facultad de hacer esta elección563. Hallándose sancionado este orden por su antigüedad, el principado del Soldán o Papa no puede llamarse nuevo, y no presenta a uno ni otro ninguna de aquellas dificultades que existen en las nuevas soberanías. Aunque es allí nuevo el príncipe, las constituciones de semejante estado son antiguas, y combinadas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho hereditario564.

Volviendo a mi materia, digo que cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto, verá que el odio o menosprecio fueron la causa de la ruina de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué habiendo obrado de un modo una parte de ellos, y de un modo contrario otra, solo uno, siguiendo esta o aquella vía, tuvo un dichoso fin, mientras que los demás no hallaron allí más que un desastrado fin. Se comprenderá porque Pertinax y Alejandro quisieron imitar a Marco, no solamente en balde, sino también con perjuicio suyo, en atención a que él último reinaba por derecho hereditario y que los dos primeros no eran más que príncipes nuevos565. Aquella pretensión que Caracalla, Cómodo y Maximino tuvieron de imitar a Severo, les fue igualmente adversa, porque no estaban adornados del suficiente valor para seguir en todo sus huellas.

Así, pues, un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede sin peligro imitar las acciones de Marco, y no le es indispensable imitar las de Severo566. Debe tomar de éste cuantos procederes le son necesarios para fundar bien su Estado, y de Marco lo que hubo, en su conducta, de conveniente y glorioso para conservar un Estado ya fundado y asegurado567.




ArribaAbajo Capítulo XX

Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o perniciosas


Algunos príncipes, para conservar seguramente sus Estados, creyeron deber desarmar a sus vasallos, y otros varios engendraron divisiones en los países que les estaban sometidos. Hay unos que en ellos mantuvieron enemistades contra sí mismos, y otros se dedicaron a ganarse a los hombres que les eran sospechosos en el principio de su reinado. Finalmente, algunos construyeron fortalezas en sus dominios, y otros demolieron y arrasaron las que ya existían568.

Aunque no es posible dar una regla fija sobre todas estas cosas, a no ser que se llegue a contemplar en particular alguno de los estados en que hubiera de tomarse una determinación de esta especie, sin embargo hablaré de ello del modo extenso y general que la materia misma permita569.

No hubo nunca príncipe nuevo ninguno que desarmara a sus gobernados; y mucho más: cuando los halló desarmados los armó siempre él mismo570. Si obras así, las armas de tus gobernados se convierten en las tuyas propias; los que eran sospechosos se vuelven fieles; los que eran fieles se mantienen en su fidelidad; y los que no eran más que sumisos se transforman en partidarios de tu reinado.

Pero como no puedes armar a todos tus súbditos, aquellos a quienes armas reciben realmente un favor de ti, y puedes obrar, entonces, más seguramente con respecto a los otros571. Esta distinción de la que se reconocen deudores a ti, los primeros te los apega, y los otros te disculpan, juzgando que es menester ciertamente que aquéllos tengan más mérito que ellos mismos, supuesto que los expones a más peligros y que no les haces contraer más obligaciones.

Cuando desarmas a todos los gobernados empiezas ofendiéndolos, supuesto que manifiestas que desconfías de ellos, sospechándolos capaces de cobardía o poca fidelidad572. Una u otra de ambas opiniones que te supongan ellos con respecto a sí mismos, engendra el odio contra ti en sus almas. Como no puedes permanecer desarmado, estás obligado a valerte de la tropa mercenaria cuyos inconvenientes he dado a conocer573. Pero aun cuando fuera buena la que tomaras, no puede serlo bastante para defenderte al mismo tiempo de los enemigos poderosos que tuvieras por de fuera, y de aquellos gobernados que te causan sobresaltos en lo interior574. Por esto, como lo he dicho, todo príncipe nuevo en su soberanía nueva, se formó siempre una tropa suya575. Nuestras historias presentan innumerables ejemplos de ello.

Pero cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo en cuya posesión estaba ya, y este nuevo Estado se hace un miembro de su antiguo principado, es menester, entonces, que le desarme semejante príncipe, no dejando armados en él más que a los hombres que, en el acto suyo de adquisición, se declararon abiertamente por partidarios suyos576. Pero aun con respecto a aquellos mismos, debes, con el tiempo, y aprovechándote de las ocasiones propicias, debilitar su belicoso genio y hacerlos afeminados577. En una palabra, es menester que te pongas de modo que todas las armas de tu Estado permanezcan en poder de los soldados que te pertenecen a ti solo, y que viven, mucho tiempo hace, en tu antiguo Estado al lado de tu persona578.

Nuestros mayores (Florentinos), y principalmente los que se alaban como sabios, tenían costumbre de decir que sí; para conservar Pisa, era necesario tener en ella fortalezas, convenía, para tener Pistoya fomentar allí algunas facciones. Y por esto, en algunos distritos de su dominación, mantenían ciertas contiendas que les hacían efectivamente más fácil la posesión suya. Esto podía convenir en un tiempo en que había un cierto equilibrio en Italia; pero no parece que este método pueda ser bueno hoy día, porque no creo que las divisiones en una ciudad proporcionen jamás bien ninguno579. Aun es imposible que a la llegada de un enemigo las ciudades así divididas no se pierdan al punto; porque de los dos partidos que ellas encierran, el más débil se mira siempre con las fuerzas que ataquen, y el otro con ello no bastará ya para resistir.

Determinados, en mi entender, los venecianos por las mismas consideraciones que nuestros antepasados mantenían en las ciudades de su dominación las facciones de los güelfos y gibelinos, aunque no los dejaban propagarse en sus pendencias hasta el grado de la efusión de sangre, alimentaban, sin embargo, entre ellas su espíritu de oposición, a fin de que ocupados en sus contiendas los que eran partidarios de una u otra no se sublevaran contra ellos580. Pero se vio que esta estratagema no se convirtió en beneficio suyo, cuando hubieron sido derrotados en Vaila, porque una parte de estas facciones tomó aliento entonces y les quitó sus dominios de tierra firme.

Semejantes medios dan a conocer que el príncipe tiene alguna debilidad581; porque nunca en un principado vigoroso se tomará uno la libertad de mantener tales divisiones. Son provechosas en tiempo de paz únicamente, porque se puede dirigir entonces, por su medio, más fácilmente a los súbditos582; pero si la guerra sobreviene, este expediente mismo muestra su debilidad y peligros.

Es incontestable que los príncipes son grandes cuando superan a las dificultades y resistencias que se les oponen583. Pues bien, la fortuna, cuando ella quiere elevar a un príncipe nuevo, que tiene mucha más necesidad que un príncipe hereditario de adquirir fama, le suscita enemigos y le inclina a varias empresas contra ellos a fin de que él tenga ocasión de triunfar, y con la escala que se le trae en cierto modo por ellos584 suba más arriba. Por esto piensan muchas gentes que un príncipe sabio debe, siempre que le es posible, proporcionarse con arte algún enemigo a fin de que atacándole y reprimiéndole resulte un aumento de grandeza para el mismo585.

Los príncipes, y especialmente los que son nuevos, hallaron después en aquellos hombres que, en el principio de su reinado les eran sospechosos, más fidelidad y provecho que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza586. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, se servía en el gobierno de su Estado mucho más de los que le habían sido sospechosos que de los que no lo habían sido nunca.

Pero no puede darse sobre este particular una regla general, porque los casos no son siempre unos mismos587. Me limitaré, pues, a decir que si aquellos hombres que, en el principio de un principado eran enemigos del príncipe, no son capaces de mantenerse en su oposición sin necesitar de apoyos, podrá ganarlos el príncipe fácilmente588.

Estarán después tanto más precisados a servirle con fidelidad cuanto conocerán cuán necesario les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que tenía formada de ellos el príncipe589. Así, pues, sacará siempre más utilidad de estas gentes que de aquellos sujetos que, sirviéndole con mucha tranquilidad de sí mismos590, no pueden menos de descuidar los intereses del príncipe.

Supuesto que lo exige la materia, no quiero omitir el recordar al príncipe que adquirió nuevamente un estado con el favor de algunos ciudadanos, que él debe considerar muy bien el motivo que los inclinó a favorecerle. Si ellos lo hicieron, no por un afecto natural a su persona, sino únicamente a causa de que no estaban contentos con el gobierno que tenían, no podrá conservarlos por amigos semejante príncipe más que con sumo trabajo y dificultades, porque es imposible que pueda contentarlos591. Discurriendo sobre esto con arreglo a los ejemplos antiguos y modernos, se verá que es más fácil ganar la amistad de los hombres que se contentaban con el anterior gobierno, aunque no gustaban de él592, que de aquellos hombres que no estando contentos593 se volvieron, por este único motivo, amigos del nuevo príncipe, y ayudaron a apoderarse del Estado594.

Los príncipes que querían conservar más seguramente el suyo, tuvieron la costumbre de construir fortalezas que sirviesen de rienda y freno a cualquiera que concibiera designios contra ellos595 y de seguro refugio a sí mismos en el primer asalto de una rebelión596. Alabo esta precaución supuesto que la practicaron nuestros mayores. Sin embargo, en nuestro tiempo, se vio a mosén Nicolás Viteli demoler dos fortalezas en la ciudad de Castela para conservarla. Habiendo vuelto Guy Ubaldo, duque de Urbino, a su Estado, del que le había echado César Borgia, arruinó hasta los cimientos todas las fortalezas de esta provincia, que sin ellas conservaría más fácilmente aquel Estado, y que había más dificultad para quitársele otra vez597. Habiendo vuelto a entrar en Bolonia los Bentivoglio, procedieron del mismo modo.

Las fortalezas son útiles o inútiles, según los tiempos, y si ellas te proporcionan algún beneficio bajo un aspecto te perjudican bajo otro. Puede reducirse la cuestión a estos términos: el príncipe que tiene más miedo de sus pueblos que de los extranjeros debe hacerse fortalezas598; pero el que teme más a los extranjeros que a sus pueblos debe pasarse sin esta defensa. El castillo que Francisco Sforza se hizo en Milán, atrajo y atraerá más guerras a la familia de los Sforza que cualquiera otro desorden posible en este Estado. La mejor fortaleza que puede tenerse es no ser aborrecido de sus pueblos599. Aun cuando tuvieras fortaleza, si el pueblo te aborrece no podrás salvarte en ellas600; porque si él toma las armas contra ti no le faltarán extranjeros que vengan a su socorro601.

No vemos que, en nuestro tiempo, las fortalezas se hayan convertido en provecho de ningún príncipe, sino es de la condesa de Forli después de la muerte de su esposo, el conde Gerónimo. Le sirvió su ciudadela para evitar acertadamente el primer choque del pueblo, para esperar con seguridad algunos socorros de Milán y recuperar su Estado602. Entonces no permitían las circunstancias que los extranjeros vinieran al socorro del pueblo603. Pero en lo sucesivo, cuando César Borgia fue a atacar a esta condesa y que su pueblo, al que ella tenía por enemigo, se reunió con el extranjero contra sí misma, le fueron casi inútiles sus fortalezas604. Entonces, y anteriormente, le hubiera valido más a la condesa el no estar aborrecida del pueblo, que el tenerlas605. Bien consideradas todas estas cosas, alabaré tanto al que haga fortalezas como al que no las haga, pero censuraré al que fiándose mucho en ellas tenga por causa de poca monta el odio de sus pueblos606.



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