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ArribaAbajoCapítulo V

La moral y el carácter de los araucanos


La moral indígena.- Diversas clases de tabúes o prohibiciones de la moral negativa de los araucanos.- Los del ritualismo mágico.- Los sexuales.- Los del orden social, agrícola y doméstico.- Consejos de los padres a los hijos, según las abstenciones.- La moral ordinaria o propiamente dicha.- Profundas diferencias de los sistemas morales de los indígenas y españoles.- La moral social o el derecho.- Algunos caracteres psicológicos: amistad, hospitalidad, compasión, pudor, virginidad, venganza, orgullo.- La moral en la literatura oral.- El carácter araucano.- La evolución a tipos superiores de mentalidad.

Todo el mecanismo de la moral indígena se movía a influjo de los dos principios fundamentales que determinan la mentalidad incivilizada, que son, como ya se ha repetido tantas veces, la fuerza oculta, mágica, misteriosa de los seres, objetos, actos y fenómenos naturales, por una parte, y por otra, la lógica especial, sin relación de causa a efecto, sin el control inteligente de la experiencia.

Dentro de este círculo forzado, la moral de las sociedades familiares de América tenía que ser esencialmente prohibitiva. Así era, en efecto, la de los araucanos: negativa o de abstenciones, consistía antes que todo, en cumplir puntualmente los mandatos de los antepasados y abstenerse de los que contrariaban a los espíritus protectores; la mayor parte de lo que ordenaba y prohibía, tenía relación inmediata con el ritualismo mágico para entenderse con los espíritus auxiliares, para neutralizar los poderes terribles, dominar las fuerzas ocultas, penetrar, en una palabra, en el misterio que rodeaba el ambiente peligroso del bárbaro.

Al lado de este sistema de prohibiciones existía el que trazaba las reglas de conducta del indígena en su vida ordinaria, semejante al anterior, porque consistía en la estricta ejecución de lo que habían hecho los antepasados: era la moral propiamente dicha, que se basa en la distinción entre el bien y el mal en sí, dividida en práctica y teórica, según los términos de nuestra filosofía.

Se hallaba esta moral en un estado incoativo o en principios, y se originaba de las costumbres, como el derecho; no salía, por lo tanto, del límite de un hábito mecánico. Se modificaba lentamente y aparecía variable, en conformidad al grado de adelanto que alcanzaban las zonas familiares en las épocas diversas. A las variaciones de la sociabilidad correspondían perfectamente las de moralidad.

Se ha generalizado en etnografía el término tabú, originario de Polinesia, para expresar estas abstenciones de la moral negativa. En el araucano es equivalente de expresión wedá nei, ser malo, vedado.

Es un sistema de prohibiciones y restricciones que se remonta a los lejanos tiempos del totemismo. Se refiere a personas, animales y objetos. La violación de un tabú afecta a toda la colectividad, sobre la cual recaen las consecuencias del crimen, consistentes en enfermedades, muertes, epidemias, sequías, miserias, etc.

El tabú consistía en tocar a personas y objetos determinados, en no ejecutar acciones de cierto orden, en concurrir a lugares execrables o profanar los sagrados, en pronunciar nombres que convenía callar. La infracción de los preceptos de esta moral negativa contrariaba la voluntad de los poderes superiores y los obligaba a obrar de un modo vengativo. Había una escala en el grado del tabú: unos se reputaban pequeños actos de malas consecuencias y otros grandes o muy estrictos.

El tabú era, pues, la expresión más tangible del conjunto mágico que envolvía la sociedad araucana.

Los rituales o fórmulas mágicas destinadas a provocar la presencia o el consentimiento de los espíritus bienhechores y a acatar sus mandatos, debieron ser los más abundantes en los tiempos antiguos de la raza. A este orden de abstenciones pertenecen los hechos que siguen. Estaba prohibido interrumpir una ceremonia de carácter mágico, aunque fuese pública, tal como el ngillatun (rogativa) o privada como el machitun (curación de enfermedad).

En tales casos la persona del mago, hombre o mujer, se hallaba tabuada y nadie podía tocarla. La machi que ordinariamente obedecía a su marido y hasta recibía golpes de él, era inviolable durante las escenas del encantamiento, porque en su cuerpo se hospedaba, en un momento dato, el espíritu protector.

El mismo sitio en que se desarrollaba el drama ritual, estaba tabuado para los extraños, restricción que se fue relajando poco a poco. Ni se permitía la presencia de ningún perro en los instantes en que el espíritu se incorporaba al mago, pues podía desagradarle esta circunstancia, retirarse de la reunión y frustrar con ello las esperanzas de los que mandaban ejecutar el ceremonial.

Como tabú en extremo estricto, se consideraban también los objetos de propiedad del muerto enterrados con él y los tallados en madera (collón o adentu mamüll), que representaban la imagen corporal de un hombre o de una mujer; a veces la figura humana de las tumbas se tallaba en forma de estilización.

En este número de prohibiciones se encontraban, asimismo, los sitios reservados para enterrar los muertos (eltún); se tomaban precauciones para que no fuesen profanadas por extraños ni para que a ellos entraran animales a pastar.

No se consentía que los restos mortales de la familia se mezclasen con los de ningún extranjero.

Se contaban entre los lugares tabuados, los reni o cuevas reales o imaginarias donde se reunían los brujos; el que pasaba por ahí se exponía a serios peligros.

En este mismo número de prohibiciones se hallaban las viviendas de las personas que ejercían el oficio de brujos; se prescribía pasar corriendo y no escupir, a fin de evitar que tomaran la saliva o el rastro del pasajero o de su caballo para ejecutar alguna operación maleficiaria.

Se reputaban lugares execrables aquellos en que se suponía residir algunos de los seres míticos de la raza, personificaciones terribles que causaban espanto al indio: el huallepeñ (animal deforme) habitaba en el agua y transmitía su deformidad a los hijos de las mujeres y animales que lo miraban; ngürüvilu (zorro-culebra) elegía los remansos de los ríos; el huitranalhue (mito antropomorfo) vagaba por las casas de los que lo tenían a su servicio para hacerse ricos. El que lo veía enfermaba o moría. Se alimentaba de carne humana, especialmente de niños. Era un residuo, un símbolo, de la antropofagia antigua, que prefería la carne más tierna.

Los indios atribuían muchas enfermedades y muertes repentinas a estos encuentros fatales. Para curar el espanto de los sobrevivientes, los machi recurrían a las prácticas mágicas destinadas a este fin.

Antiguamente respetaban como objetos tabuados los alimentos, fragmentos de vestuarios, tabaco y sangre que se depositaban como ofrendas en las horadaciones de las rocas sagradas. Al andar de los tiempos, decayó esta costumbre y los viajeros podían tomarlos en caso de necesidad.

Se consideraba un acto vedado jugar a la chueca durante la noche, ni aún a la luz de la luna; pues solamente los brujos apostaban a este juego la existencia de los vivos en el misterioso silencio de la obscuridad.

Cuando moría un indio, permanecía su cadáver por algún tiempo dentro de la casa, frente al fuego primero y después encerrado en su ataúd: el espíritu seguía viviendo cerca de su cuerpo hasta que se verificaba la sepultación final y emigraba a la mansión de ultratumba. El cadáver era en ese período tabú que se respetaba. Se reputaban actos impíos murmurar del muerto, negarle parte de la comida y tocar irrespetuosamente el aparato de troncos de árboles que contenía el cadáver o sentarse en él por manifestar indiferencia a las ideas comunes.

Pertenecían al número de personas en condiciones de tabú las que padecían de alguna psicosis funcional, acompañada de conceptos delirantes alucinatorios. Se las creía poseídas de un espíritu y nadie podía perseguirlas, ni maltratarlas; otro tanto sucedía con los epilépticos, las histéricas, los alucinados por delirium tremens. Los trastornos morbosos correspondientes a diversas demencias, se atribuían a daños causados por brujería o magia maleficiaria (magia negra). Inspiraban un temor supersticioso los enfermos que, atacados de una paranoia especial (zoantropía), se suponían transformados en perros, leones, toros, etc., y ejecutaban actos propios de la especie que se creían ser, como ladrar y rugir. Todos estaban seguros de que en ellos se albergaba el espíritu de algunos de esos animales. Esta bestialización, que se avenía muy bien a la mentalidad del araucano, era una de tantas cristalizaciones del totemismo, cuando estaba más arraigada que en épocas posteriores la creencia de que el alma de los muertos pasaba a los animales.

Las danzas ceremoniales, especies de pantomimas sagradas para agradar a los espíritus protectores, no podían imitarse por broma o por otro motivo en las de caza, destinadas a reproducir la imagen de un animal imitando su manera de ser; ni en las de reuniones sociales, ni menos en las eróticas, que tenían por objeto hacer reír por la exageración de actitudes lascivas. Semejante impiedad exponía a la familia donde se verificaba a no contar con la presencia de los espíritus amigos cuando se les invocase.

Cosas tabú eran las numerosas piedras de hechura y color raros que guardaban los indios con toda veneración. En los tiempos del totemismo contenían espíritus y en los posteriores hasta el día, sólo virtudes mágicas. Unas participaban de las propiedades del amuleto y alejaban los influjos maléficos; otras de las del talismán para atraer beneficios, variar la naturaleza de las cosas. Se prohibía arrojarlas al fuego, molerlas o pisotearlas con intención premeditada95.

A los tiempos remotos de la organización totémica hay que remontarse para hallar la explicación de algunas supervivencias de plantas y animales tabuados. No hace más de medio siglo que se prohibía echar al fuego como leña los árboles tenidos como sagrados o de virtudes mágicas; tampoco se podían contar los que se reverenciaban por los viajeros y servían para colgar de sus ramas algunas ofrendas. En las tribus de las pampas argentinas se mantuvieron más pronunciadas que aquí estas huellas del lejano totemismo96. Nadie tenía derecho, asimismo, para herir o matar ciertas aves y animales que se habían respetado por tradición. Entraba en este número, en primer lugar, el león, al que ni siquiera se nombraba para evitar su enojo. La misma interdicción dominaba en algunas tribus del oriente acerca del tigre. Esto y la circunstancia de haber en territorio araucano varios parajes y hasta una cordillera con su nombre, ha hecho suponer que el terrible felino del otro lado de los Andes solía pasar al occidente, como pasaban hasta los cerros de la costa las manadas de huanacos. En igual grado de prohibición, aunque no de temor, se hallaban el zorro, personificación a veces de un brujo; el aguilucho (ñanku), el cóndor (manke) y muchos otros animales y aves terrestres y de mar, que en parte han sido mencionados ya en páginas precedentes.

Estas plantas y animales eran, sin duda, en otro tiempo el tótem de las diferentes agrupaciones y los hombres los consideraban, por lo tanto, como afines suyos más que como seres inferiores; la idea de parentesco les impedía cazarlos o comer su carne.

Relacionados con el antiguo totemismo hay que considerar también algunas creencias de los indios modernos, que el progreso de la razón ha dejado como simples supersticiones. Tal es la prohibición de matar o herir ciertos reptiles de forma y color determinados; el que pisaba una culebra sufría una parálisis de la pierna o alguna fiebre que hacía necesaria la presencia de la machi y el correspondiente desagravio al principio oculto97.

Las interdicciones de carácter sagrado que han llegado hasta el presente como vestigios, autorizan para inferir que en las comunidades antiguas debieron estar muy extendidas y aplicadas a los espíritus, a los seres, objetos y fenómenos naturales.

Las costumbres sexuales del indio, obrando sobre su modo de ser íntimo y determinando sus reglas de conducta, formaban uno de los componentes de mayor trascendencia de la vida colectiva. Puede suponerse, en consecuencia, el gran número de tabú sexuales que regirían los actos del indígena relativos a este particular.

Como en todo, en la concepción fisiológica de los araucanos aparecía lo dominante y característico de su mentalidad, el principio de lo mágico y la lógica especial de los indígenas, sin trabazón razonable de los hechos, sin el control de la experiencia.

A este grupo de prohibiciones pertenecía la mujer cuando se hallaba de parto o en el período de menstruación. Había dos clases de sangre demasiado peligrosas para el hombre, el flujo menstrual y la evacuación uterina que seguía al nacimiento. Eran sangres malas; al contrario, la del hombre se consideraba buena, como símbolo de la fuerza, de la vida, y la que se ofrecía a los espíritus en los sacrificios, como el alma del animal.

La mujer permanecía en estado de tabú hasta ocho días después del alumbramiento y todo lo que tocaba adquiría ese mismo carácter. Para regresar al hogar y no contagiar de las dolencias de la enfermedad a los hombres, debían bañarse ella y su hijo, porque el agua tenía la propiedad de purificar. En los tiempos últimos de la raza había desaparecido esta interdicción.

Las relaciones sexuales eran interdictas durante el flujo mensual. Creía el hombre que envejecía o tomaba el germen de graves enfermedades, y la mujer que éste le cobraría odio, y siendo soltero, que le llevaba partículas de su organismo con que podía ejecutar alguna operación maléfica. Aparece en este detalle del acto sexual, como en muchos otros, un valor mágico bien marcado.

Había, asimismo, interdicción conyugal para los que iban a la guerra, para los jugadores de chueca y los jinetes en vísperas de carreras.

La mujer con marido era tabuada para todos los hombres menos para éste; a ninguno se le permitía la libertad de abrazarla ni tocarla. No podía bailar sino con otras mujeres y con varones parientes, ni recibir en la casa a nadie del otro sexo en ausencia de su dueño.

Eran igualmente interdictas las uniones matrimoniales entre parientes muy cercanos, como entre tío y sobrina, primos, hijos de dos hermanos varones.

El régimen de la poligamia y las costumbres no coartadas de las solteras, que formaban otra clase de mujeres no interdictas, hacían muy activa la vida sexual de los araucanos. Quedan, pues, muchos pormenores que anotar al respecto. Aunque este libro se ha escrito para hombres que desean conocer a fondo los estudios de la sexualidad indígena, sin verse cohibidos por un falso pudor, es preferible reunir estas investigaciones en cuaderno aparte, sólo para especialistas. Conviene saber desde luego que en la moral sexual araucana abundan los valores mágicos en la misma proporción que en las demás actividades de la raza.

En el orden social, agrícola y doméstico estuvieron en usos los tabúes que siguen, vigentes muchos, bien que de un modo atenuado, hasta hoy mismo.

El acceso a la habitación sin anuencia del jefe de la familia; para pedir la entrada a la casa había formalidades inviolables; existían otras para solicitar la pasada por una propiedad. En igual condición de sitios vedados para los extraños se colocaban el corral y el cortijo de la siembra.

La persona del patriarca o cacique de la sociedad familiar, se reputaba igualmente tabuada hasta cierto grado en la antigüedad de la raza. Si bien es cierto que no era vedado tocarlo, a nadie se permitía atentar de hecho contra él. Semejante veneración decayó en épocas posteriores y el cacique, cuando no tenía parentela y adeptos con quienes infundir temor, se veía vejado y agredido a menudo por extraños y hasta por sus propios hijos y deudos.

En las faenas agrícolas se prohibía terminantemente a los sembradores que arrojaran las semillas al surco después de haber tocado carne agusanada o podrida; se suponía que ese contacto comunicaba a la tierra los gérmenes de los gusanos.

Los residuos de placenta o de flujo de parto arrojados en cualquier punto de la siembra, traían la esterilidad del suelo. Otro tanto sucedía con huevos podridos. Los enemigos de una familia, se cree en casi todas las reducciones, enterraban en las sementeras algunos de estos desperdicios para que el producto fuese escaso por aniquilamiento de la planta98.

No comer ciertas partes del animal, como los sesos, que encanecían; ni las vértebras cervicales (korkopell, tungo). Como se le quebraba al animal esa parte para matarlo, se temía que al hombre le sucediera algún accidente y se rompiese ahí mismo.

Se prohibía igualmente comer carne de animales acuáticos, y de los contrahechos a las mujeres, porque comunicaban la imperfección al feto; las frutas gemelas y triples, los huevos de dos yemas también se proscribían de los alimentos de la mujer, para evitar la duplicación de hijos; asimismo las papas de figura zoomorfa o antropomorfa. El idioma araucano tenía expresiones muy adecuadas para indicar estas anormalidades, y los indios por lo general designaban la flora y los frutos silvestres o cultivados con bastante precisión en su característica sobresaliente. No significaba esto una aptitud para la clasificación, facultad superior que no se había desenvuelto bien aún en ellos.

En las restricciones alimenticias se contaban los comestibles abandonados en los caminos o en el campo, pues se temía contuvieran algún veneno oculto, puesto en su interior por brujos, enemigos o enfermos que deseaban traspasar a otro su dolencia.

Las mujeres debían comer aparte y después del hombre; había en esta preeminencia una interdicción de tiempo aplicada a la comida.

Se evitaba, conforme al uso de los mayores, chuparse durante la comida la punta de los dedos, pues podía deslizarse insensiblemente la médula de los huesos y sobrevenir un debilitamiento general.

En el trato familiar estaban vedados los nombres de algunas personas, mujeres sobre todo; se designaban con el término de parentesco; tampoco se nombraban ni se hablaban el suegro con la nuera, la suegra con el yerno. El olvido de esta prohibición importaba la trasgresión de los mandatos tradicionales que traía como consecuencia enfermedades u otras desgracias.

Todos los detalles prohibitivos que preceden, formaban un conjunto de obligaciones morales fuertemente sentidas por los indios, como que habían sido observadas por los mayores y se relacionaban con el ritualismo mágico, que tanto excitaba la sensibilidad colectiva.

El padre las enseñaba al hijo, si no metódicamente, por lo menos cuando la oportunidad se presentaba; hasta hoy día no olvidan esta obligación. Un joven de raza recordó al autor los siguientes consejos de su padre, fundados casi todos en la moral de las abstenciones.

No escupir cuando se pasa por el frente de una casa de un brujo para que no le tome la saliva.

No tomar licor cuando sirve un extraño sin que él beba primero.

No comer ni beber lo que se halla abandonado en los caminos.

Ocultar que se anda con dinero.

Desconfiar de las mujeres desconocidas, que suelen ser brujas o apoderarse de algún residuo del hombre para hacerle daño, ponerlo impotente o tonto.

No dar noticias de robo y animales perdidos a los extraños, sino a los parientes y amigos.

Retraerse de salir de noche (para no tener encuentros peligrosos con brujos o seres míticos).

Impedir a los desconocidos la entrada a los sembrados cuando hay neblina para que no vayan a echar materias nocivas.

Precaverse mucho antes de un juego de chueca para que los contrarios no le hagan alguna brujería (manipulación mágica).

No abandonar a los parientes; protegerlos siempre. A los de fuera no.

No hacer mal ni insultar al tigre, al león, al ñanku y otros animales y pájaros buenos.

No permitir mujeres preñadas del lado de los jugadores de chueca ni en los sembrados.

Evitar que los animales vacunos coman en el corral manzanas sin que se sepa quien las ha dejado ahí; pueden contener calcu (brujería).

No permitir que se entierren huevos podridos en medio de las chacras (porque la cosecha será mala).

No pisar culebras.

No botar los cabellos sino echarlos al fuego u ocultarlos, a fin de que no los halle algún enemigo y le sirvan para hacer maleficios99.

De esta moral coercible salía la enseñanza oral que daban los caciques viejos a los jóvenes que manifestaban alguna desenvoltura en su trato, «de buena conversación» (inteligentes).

He aquí lo que uno encargaba a un retoño de la raza:

«Si el padre es bueno y amable con su familia y sus amigos, no pierda el ejemplo; que lo imite, se acordarán de sus padres, dirán que lleva su costumbre, y si no, rebaja el nombre de su padre. Hay que hacer siempre como los mayores; es cosa mala no hacer como ellos, no querer a los parientes, no trabajar; tenga dinero para que pague perjuicios si se ofrece».



El último principio de conducta aconsejado por el cacique está indicando que los indios tenían otro cuerpo de prescripciones que podrían llamarse moral ordinaria y psicológica, relacionada con el bien y el mal en sí.

Era también negativa, porque la noción de la justicia aparecía confusa en la conciencia del indio, interesada, que se limitaba sólo a la comunidad de parientes en la aplicación del bien; desconocía todo valor altruista. Formaba así un sistema egoísta y utilitario, en el que el bien no se amaba por sí mismo sino por el interés común de los miembros de una familia, ligados por la sangre, en realidad o de un modo convencional.

Se transmitía del tipo paternal y de los mayores a los descendientes; éstos aprendían a ver ejemplos y a repetir actos, que formaban una especie de atmósfera que mantenía las maneras morales de la raza. Fue necesario que los grupos familiares ascendieran en la escala del progreso para que semejante transmisión fuera modificándose, perdiendo muchas de sus prácticas abominables.

Su carácter de moral especial, limitada al bloque de parientes, que no distinguía con claridad la noción más elevada del bien general, la ponía en contradicción formal con la justicia, como se graba en la conciencia del civilizado.

En esta clase de moralidad, se aceptaba el homicidio por el hábito social siempre que se perpetuaba fuera del radio familiar y no comprometía a la comunidad; pasaba como acto indiferente, sin alcance moral para el autor.

El robo se conceptuaba una habilidad cuando se ejecutaba entre los extraños y sin los perjuicios de la represalia para la familia.

La violación no se reputaba como un atentado contra la moral, sino como la apropiación de un bien personal, resarcible proporcionalmente a la importancia de la persona violada. No siempre se le atribuía caracteres graves, dada la libertad sexual de las solteras; siendo tabú la mujer casada, era el adulterio un crimen atroz. Fuera de ser un robo, revestía la gravedad de romper la participación mágica que había entre el hombre y la mujer, la cual quedaba en condiciones de dañar al marido por la posesión de sus secretos, de algo perteneciente a la esencia de su ser.

El infanticidio se incluía también entre los actos indiferentes, sin ninguna sanción moral, ni de simple reprobación siquiera, pues se reputaba destrucción de un bien propio, sobre todo cuando el recién nacido no había lactado y, por lo tanto, no participaba aún de la vida del grupo social. No se suprimía por completo; se mantenía como espíritu para entrar en ocasión próxima a una vida nueva. En este aspecto y en otros, como en el de hacer una operación maleficiaria con el niño muerto contra su padre, el infanticidio comportaba elementos mágicos muy pronunciados.

Según las prescripciones sobre herencia del derecho indígena, las mujeres del padre pasaban a ser propiedad del hijo mayor, a excepción de la madre, el cual entraba con ellas en relaciones conyugales. Formaban parte de la propiedad del muerto y, en consecuencia, debían quedar en la familia del primer marido que las había comprado. Estas uniones que chocan al sentido moral del civilizado, tenían entre los araucanos la fuerza de una obligación imperiosa, rara vez desatendida por motivos extraordinarios, como el de ser enferma la mujer o estar sindicada de bruja.

La muerte por maleficio de una persona exigía de sus deudos una venganza inmediata, sangrienta y ciega, la desaparición del homicida y en defecto de éste, el castigo y el despojo de sus parientes por medio de la agresión armada que la lengua llamaba malón, malocan. No sólo no se distinguía en todo este procedimiento un principio de injusticia, sino que su olvido o postergación producía un conflicto moral entre los llamados a ejecutarlo.

Dentro del círculo de esta moral mecánica, los tipos homosexuales no significaban una anormalidad genésica, reprobada por la opinión pública y merecedora de un castigo positivo, tal como se conceptúa en las sociedades adelantadas. Los pasivos, en particular los machi (curanderos mágicos) se hacían cuando mucho el blanco de las bromas de los jóvenes, que les remedaban el tono y los modos mujeriles, lo que no causaba el menor enojo a esos anormales100.

La honradez en los cambios y la veracidad se observaban únicamente entre los individuos de la familia y a los más, entre los del grupo familiar; con los extraños no existía nada obligatorio y nada reprobado a este respecto. Pero, en el adelanto moral que han experimentado las generaciones contemporáneas, la estricta probidad en el pago de las deudas y en la entrega de las cantidades de cereales vendidas ante de la cosecha (en yerba), se dejó sentir en todas las zonas agrícolas.

Sería superfluo acumular hechos de este género, de los contrarios al bien en sí; para el objeto de dar una idea de conjunto, basta con los ya citados.

Había profunda diferencia entre el sistema indígena y la moral religiosa de los españoles. La de éstos era más completa, ideal y altruista, y la otra, rudimentaria e interesada. La primera se inspiraba en el aforismo evangélico «ama a tu prójimo como a ti mismo» y la segunda en el pensamiento esencial de las familias comunistas de referirlo todo al interés de los parientes. El precepto afirmativo tenía un alcance ilimitado, se aplicaba a todas las sociedades humanas, y el negativo establecía el amor estrecho de sí mismo.

La moral indígena carecía de la sanción de la otra vida y el catolicismo enseña como dogma fundamental la recompensa y el castigo eternos. La felicidad divina y la inmortalidad del alma eran abstracciones incomprensibles a la razón del indio. Concebía la vida futura como continuación de la presente y limitada a un tiempo indeterminado. Enseguida se verificaba la trasmigración a un descendiente y sin ningún fin moral. En esta reencarnación mecánica e interminable consistía la supervivencia del alma indígena, concepto que se arraigaba más en la mente araucana a la vista de los rasgos fisonómicos y psicológicos transmitidos de ordinario por herencia.

En el cristianismo la moral se confunde con la religión, y, por consiguiente, la creencia en Dios y sus atributos, es el cimiento de este sistema. La Divinidad premia o castiga, ordena lo bueno y prohíbe lo malo.

En el sistema araucano faltaba una concepción que se asemejara a la del cristianismo. El indio creía únicamente en una fuerza mágica, impersonal e invisible, con carácter de ubicuidad o multi presencia, que trataba de utilizar cuando la sentía bienhechora y de rechazar cuando la imaginaba perjudicial.

Este poder super natural se descomponía en espíritus de los antepasados, en otros buenos y poderosos que ayudaban al hombre y en algunos malos y crueles que lo dañaban siempre y sin piedad. Podían tomar la forma y los atributos humanos, sugeridos principalmente por los sueños y los mitos. Para los espíritus superiores, como calcados en la modalidad de los hombres, eran indistintos el bien y el mal; en sus mandatos y deseos, expresados cuando encarnaban momentáneamente en el mago, no aparecía como lo principal el valor moral.

Había un cuerpo de ritos mágicos para entenderse con ellos.

La naturaleza y las tendencias tan diversas de los dos sistemas de moral, debían suscitar obligaciones distintas y de consiguiente maneras especiales de sentir y obrar.

Las generaciones modernas experimentaron un desenvolvimiento del sentido moral, a causa en primer lugar de que la experiencia aumentó; por lo menos en cuanto a ciertas materias de interés general, principalmente del bien y del mal, de lo justo e injusto.

Los actos individuales adquirieron mayor importancia y fue cesando la presión colectiva para la ejecución de otros determinados que se repetían por tradición.

Se perfeccionó, sobre todo, el sistema de moral con el advenimiento de la agricultura, que disciplina la existencia, trae el sentido práctico de la justicia y la división del trabajo.

La moral sociológica o el derecho aparecía en el sistema araucano formando parte integrante e inmediata de la ordinaria. Se hallaba fundada en el interés común de los miembros de la sociedad y tenía sanciones materiales que aplicaba ella misma. Era la justicia social que también evolucionaba. De la venganza y el talión, la regla jurídica fundamental, había pasado al sistema de composición penal, que desempeñaba un papel importante en la justicia de las colectividades americanas101.

No menos que por los sistemas de moral, se aparta la mentalidad de las dos razas por la manera como funcionan en ellas ciertos caracteres psicológicos.

La amistad, por ejemplo, fue un sentimiento entre los araucanos que no concordaba con el mismo de los españoles. En una organización colectiva, los lazos de afecto deberían extenderse muy poco más allá de los límites del círculo sanguíneo. Fuera de él, los indios no prodigaban su amistad ni ejecutaban actos de sacrificio en favor de sus amigos. Al contrario del civilizado, no exponía su vida con mucha frecuencia por los individuos de sus relaciones no parientes. Era así la amistad araucana corporativa o circunscrita principalmente al grupo, y la del español, electiva o contraída con toda clase de personas.

El aislamiento predisponía poco a la amistad, la que se contrae de ordinario en calidad de íntima después de algún tiempo. Sin embargo, el trato continuo podía inclinar al indio hacia una persona por sí misma o por los favores que podía dispensarle, como sucedía con los prisioneros o españoles que entraban a la Araucanía.

Los mapuches conservaron hasta hace poco muy restringidas sus relaciones de amistad con la población chilena; por lo común, las mantenían con algún vecino de sus tierras, con los comerciantes al por menor del pueblo vecino y con el agente de la casa compradora de trigo. Un cacique de Tromen, al noroeste de Temuco, informaba una vez al autor que su mejor amigo español era el mayordomo de una casa compradora de trigo establecida en esa ciudad.

Amigo se decía en la lengua huenüi; amistad entre dos, huenüihuen, y ser amigos, huenüigun. La amistad íntima entre dos personas establecía un parentesco social. Cuando un indígena quería contraerlo con otro, mandaba a su casa un huerquen para consultarlo y fijarle un día de reunión. Se seguía en el domicilio del invitante una fiesta extraordinaria, para la cual se compraba licor, se mataban animales y se invitaba a los parientes. Se llamaba esta reunión conchotun. En la comida había cambio de discursos y el invitante partía el corazón cocido de un animal, daba la mitad a su amigo y se comía él la otra. Al año retornaba el invitado con una fiesta igual en todas sus partes102.

El corazón simbolizaba una fuerza mágica y comido así en común producía en ambos sujetos «palabras buenas», es decir, acciones bien intencionadas.

¡Cuánta distancia mediaba también entre la hospitalidad indígena y la de los pueblos adelantados! Todas las comunidades americanas, las desaparecidas y las estacionadas en la etapa de la barbarie, practicaron la hospitalidad, en intensidad y formas diversas!

Es indudable que entre los araucanos debió limitarse, a la llegada de los españoles, sólo a los grupos familiares derivados de un mismo tronco y dilatados en una o más tribus.

Provenía del hábito o deber social de las familias emparentadas de cederse recíprocamente armas, instrumentos y víveres y de auxiliarse en las faenas periódicas de siembra, de pesca, construcción de casa, etc. En esa época los indios viajaban poco, rara vez se apartaban de sus zonas.

En las generaciones siguientes, cuando viajaban más por la adopción del caballo y las necesidades de la guerra, se extendió a todos los individuos de la raza y a los extranjeros que por alguna circunstancia excepcional entraban al territorio, como los comerciantes. Hospedaban a las personas de cualquier orden de representación y a las autoridades por haberlos honrado con su visita.

Se ejercía mediante cierto formalismo a que estaba obligado el huésped: éste se detenía a la llegada de la casa y no podía desmontarse ni penetrar a ella sin el previo saludo con el jefe de la familia, informaciones sobre su persona y procedencia y sin la invitación correspondiente. En el interior de la habitación se le recibía con agrado y las mujeres le ponían delante, antes que otra cosa, un tiesto con agua y harina tostada. Las manifestaciones de bienvenida y los preparativos tomaban mayor actividad cuando se trataba de algún cacique.

El dueño de casa quedaba sentado al frente del forastero, pariente o desconocido, y comenzaba entre los dos el pentecun o ceremonia de saludo. Hablaba el recién llegado sobre las novedades últimas o ya distantes de su tierra, y en esta relación se mezclaban genealogías de familias y otros datos referentes a ellas; enseguida contaba las noticias que había venido recogiendo en las reducciones del camino. Contestaba al dueño de casa: decía el estado de salud de los suyos y sus vecinos, cómo se hallaban sus siembras y las de los parientes, a los cuales enumeraba entremezclando, asimismo, noticias sobre sus vidas. Semejante formalidad resultaba en ocasiones demasiado larga, según las novedades recientes y los detalles que los interlocutores introducían en sus arengas103.

Por lo común, el contenido de la hospitalidad se reducía a los alimentos y al albergue. Las mujeres servían los guisos y licores disponibles al forastero, al jefe de la familia y demás hombres; si era persona de distinción, se mataba para él un animal, y solía haber festejos y bailes, con mucho consumo de licor. Nunca solicitaban este hospedaje las mujeres, con quienes no habrían podido llenarse las formalidades usuales.

Tanto en la hospitalidad colectiva del grupo familiar como en la más general de todo el territorio, obligaba la reciprocidad, y la omisión de este deber traía a menudo conflictos personales y hasta de familias.

El agasajo es una deuda. Martín Cayuleo, jefe de una familia de Collimallin, cerca de Temuco, había obsequiado mucho en una ocasión a un tal Cayuqueo, de Imperial. Fue aquél un día a ese pueblo y se encontró con su conocido; Cayuqueo fingió no conocerlo para evadir el gasto. Al correr de algunos meses, se encontraron fuera del juzgado de Temuco. Cayuqueo fue a saludar a Cayuleo, pero éste no le dio la mano y lo trató de «bolsero», que no pagaba las deudas de honor. Cayuqueo enteramente corrido, no contestó una palabra y se retiró del grupo de mapuches104.

Entre los españoles la hospitalidad era un sentimiento superior de benevolencia, que revestía el carácter de virtud prescrita por la religión, de amor al prójimo, y no de un deber social, interesado.

Tampoco fue la compasión entre los araucanos un sentimiento bien desarrollado. No se representaban de un modo sensible la desgracia y el dolor ajenos. No conocían la caridad ni la piedad en la forma de las sociedades civilizadas; cada familia subvenía a las necesidades de sus miembros y nada más. Ignoraban los medios de aliviar a los que se hallaban extraordinariamente bajo el peso de una catástrofe local: nunca se vio que en una tribu se organizaran cuadros auxiliadores para ir a socorrer a otra donde hacía estragos una epidemia.

Hay igualmente mucha diferencia entre la concepción del pudor de una y otra raza; el de las comunidades americanas no puede juzgarse con el criterio civilizado.

La desnudez no se consideraba como impúdica entre los aborígenes que la usaban por necesidad climatérica o por costumbre. Un cronista decía de las tribus del Orinoco: «Muchos misioneros han llevado lienzo, especialmente a las mujeres para alguna decencia; pero en vano, porque lo arrojan al río o lo esconden por no taparse, y reconvenidas para que se cubran, responden:

-No nos tapamos porque nos da vergüenza105.

Se creían andar desnudas no pintándose el cuerpo o no encubriéndolo con una capa de aceite.

En todas las tribus desnudas de América no se conceptuaba la desnudez como impúdica sino la falta de pintura o tatuaje del cuerpo. Esta exhibición era un hábito, y en consecuencia, no provocaba el deseo fisiológico que proviene de la novedad del espectáculo en los pueblos cultos, acostumbrados a la mujer velada por el traje.

En las colectividades civilizadas, como los españoles de la conquista, el pudor traía su origen de ideas abstractas, como la virtud, belleza moral, castidad, etc. Revestía formas diferentes, desarrolladas y más complejas que en las comunidades americanas.

Como concepto abstracto, el pudor español requería elementos intelectuales y el indígena estaba reducido a usos y costumbres. El primero, como concepto muy relativo, había evolucionado de un modo lento, o mejor dicho, tardío; el otro estaba en su período primario, en vías de formación.

Entre los aborígenes como entre los civilizados, el pudor era más sentido por las mujeres que por los hombres.

Los araucanos antiguos, aunque en menor escala que otras poblaciones aborígenes del continente, no estaban exentos de esta realidad desnuda, pues, por falta de lana, su vestuario no alcanzaba a cubrirlos por completo; andaban a medio vestir, y esta circunstancia no merecía la reprobación de los mejor trajeados.

Entre los actos que no ofendían el pudor de los araucanos, se contaba el de la excesiva libertad de las mujeres celibatarias. Se bañaban con frecuencia en compañía de los hombres y en las fiestas y bailes se entregaban a uniones sexuales casi en presencia de los asistentes. El cronista Núñez de Pineda y Bascuñán trae en la relación de su cautiverio noticias abundantes acerca de este particular.

Los caciques y otros individuos de cierta notoriedad tampoco guardaban el menor recato en sus actos de intimidad sexual, sin ofender con ello el pudor de nadie. En la reducción de Collimallin, cerca de Temuco, se recuerda todavía el ningún retraimiento genésico del cacique Cona. Lo atribuían todos a una predisposición natural del sujeto y no a impulsos reprensibles, patológicos, según el término civilizado, por haber comido el órgano reproductor del huillin106.

El huillin ha sido y es todavía un animal que reúne para los indios un poder mágico de primera fuerza, aplicable únicamente a la reposición de las facultades genésicas agotadas o al incremento de las existentes. Dicen los mapuches que este roedor se arrastra por el suelo cuando sale del agua y que esta circunstancia da al órgano generador una resistencia fuera de lo ordinario. El hombre puede captar esa virtud, sirviendo el órgano de intermediario entre él y el animal.

Las danzas lascivas, que reproducían la imagen del acto de la generación, no herían absolutamente en nada las costumbres araucanas; solamente algunos individuos casados no consentían que las presenciaran sus mujeres, no por sentimiento de delicadeza, sino por celo con el danzante u otro de los espectadores.

Como el pudor es un sentimiento que evoluciona y concuerda con el progreso mental de las sociedades, en los indígenas de ahora se halla lo suficientemente desarrollado para quedar muy avanzado de su índole rudimentaria de la antigüedad.

En los pueblos en que la satisfacción de la necesidad sexual ha sido uno de los móviles más apremiantes de la vida, se ha estimado muy poco o nada la virginidad. Entre los araucanos, cuyas necesidades sexuales han estado siempre muy desarrolladas en los hombres de edad, fue corriente hasta los últimos tiempos esta indiferencia.

El mejor matrimonio para nuestros indígenas era el que se efectuaba con mujer viuda o niña «de buena familia», entendiéndose por tal la hija o descendiente del cacique, o bien de un hombre enriquecido, colocado por esta circunstancia en la categoría de ülmen. Se prefería la viuda por cuanto aportaba a la sociedad conyugal tierra o animales y a falta de éstos, mayor práctica y esfuerzo en las tareas que las costumbres le asignaban.

Las madres no tomaban las precauciones usuales en las sociedades cultas para proteger la castidad de las jóvenes. A menudo sus consejos se reducían a estos encargos:

«Tengan cuidado con los hombres en los agarraderos de agua y no tomen el licor que les sirvan cuando se han dado vuelta para echarles algo».



En los sitios no distantes de la casa donde las niñas iban a buscar agua, se escondían los mozos araucanos para tomarlas por sorpresa o por acuerdo común107.

A causa de no ser tabuada la mujer antes del matrimonio (interdicta) y de su precocidad sexual, que comienza a veces a los 13 años, seguramente que el indígena creía en cierta igualdad en el estado virginal del otro sexo. Preguntado un día un mapuche de experiencia acerca de este particular por el que esto describe, contestó sin vacilar:

-Todas las mujeres son iguales.

Hoy se ha despertado entre los mapuches un sentido más claro sobre el valor moral y fisiológico de la castidad en la mujer.

La venganza fue una pasión que preocupó siempre a los araucanos. En períodos anteriores a la conquista española y en los más inmediatos que le siguieron, la opinión pública consideraba la venganza como un deber ineludible.

A continuación de ese tiempo la venganza se atenuó, se limitó a los crímenes y delitos no pagados, como muertes, heridas, robos, adulterios, violaciones, etc. En tal caso revestía el carácter de justicia más que de venganza.

No se extinguió hasta muy tarde en cuanto al sacrificio de los prisioneros de guerra. Hasta el siglo XVIII se hallaba aún vigente la práctica de matar a los cautivos con un ceremonial bastante cruel, en el cual entraba la succión de la sangre del corazón, que hacían los caciques para aumentar su valor incorporándose por este intermedio mágico las facultades guerreras de los enemigos. Esta costumbre era un resto del canibalismo guerrero primitivo.

En una sociedad comunista como la araucana antigua, donde nadie tenía un derecho personal que pasara de lo ínfimo y donde el individuo estaba absorbido por el todo, la venganza de los agravios, cuando el ofensor pertenecía a otra sección, debía ser colectiva, acordada y ejecutada por la unidad familiar ofendida y auxiliada por las otras agrupaciones.

En la actualidad la venganza individual ha desaparecido en sus manifestaciones antiguas; las injurias de palabras y las calumnias provocan nada más que enojos; las de otra clase son puesta en conocimiento del protector o de la justicia ordinaria.

El orgullo de los araucanos, antiguos especialmente, como en todas las sociedades aborígenes americanas, rayaba en una especie de megalomanía; este egocentralismo o exageración del sentimiento de la personalidad, no era una excitación mórbida sino un resultado del desarrollo mental incipiente, una fatuidad, que se exteriorizaba en los vestidos, adornos, en la ostentación de las fiestas y de las ceremonias familiares, en el valor guerrero y el afán de hacer cautivos, en los juegos y todas las manifestaciones de la vida pública y privada.

La venganza de los araucanos se apartaba mucho de la noción española a la fecha de la conquista. Los primeros la sentían como una necesidad colectiva o como una regla social, que podía atenuarse, convertirse en sistema de lucro, pero nunca perder este carácter distintivo. Entre los segundos la venganza existía únicamente como noción jurídica, es decir, como idea abstracta o metafísica consignada en los códigos de la nación. Se practicaba individualmente, como en todos los países civilizados, pero su ejecución importaba, por cierto, una responsabilidad como cualquier otro acto justiciable. No menor distancia existía entre el orgullo de las dos razas. En los españoles del siglo XVI había tomado las proporciones de un delirio de grandeza nacional y no limitado a individuos o a castas. Tenía su manifestación principal en el afán nobiliario con su exuberancia de escudos, emblemas y blasones, aspiración obsesionante de todos; en el sentimiento del honor exagerado y de los principios caballerescos, en la profesión esencial de las armas, valor indomable y en el culto a la mujer.

El orgullo araucano se manifestaba más restringido a los caciques, a los hombres de autoridad y más exclusivos a las cosas externas, al traje, a los adornos, pinturas del rostro, fanfarronadas contra el enemigo, desafíos singulares, anhelos de hacer cautivos e impresionar a los asistentes de una reunión por la abundancia de provisiones y detalles formalistas.

La literatura de una raza da la medida exacta de su estado moral y de su carácter. La literatura oral de los araucanos expresa por medios muy simples, rudos y sin pulimentos las imágenes y los sentimientos de que vive la sociedad; transparenta muy bien su mentalidad.

En los cuentos aparecen los animales dotados de las mismas cualidades del araucano: la astucia desempeña un papel preponderante; el robo al desconocido, la vanidad ilimitada del indio, el amor instintivo, el desprecio por la mujer, aparecen también en tales relatos.

Los espíritus superiores se hallan dominados por las mismas pasiones humanas y no se preocupan absolutamente del valor moral de sus encargos. En los cuentos míticos resaltan el terror en que vive la colectividad y la atmósfera de lo misterioso, de lo mágico, que saturan el ambiente social. Los mitos sanguinarios simbolizan la primitiva antropofagia.

En las canciones o prosa rítmica se nota la simplicidad del sentimiento y su distancia de las abstracciones que revisten un sello más elevado; en la forma son casi pueriles y llenas de frases repetidas.

La rama de psicología que trata de los caracteres (la etología) explica fácilmente el que corresponde a los individuos, aislados o en grupos, tomando como base, en lugar de las facultades intelectuales, los sentimientos, las emociones y las tendencias que predominan en ellos, o sea, todo lo que constituye la vida afectiva.

Los sentimientos son, por consiguiente, el mejor guía para determinar los rasgos salientes del carácter de las colectividades indígenas.

Algunos elementos afectivos pueden crecer en intensidad y tender otros a debilitarse y desaparecer, pero la evolución del sentimiento está estrechamente ligada al progreso de la inteligencia.

El araucano, como perteneciente al tipo motor, dirigía su actividad diaria al cultivo y desarrollo del sentido muscular. Se manifestaba, por lo tanto, sumamente dedicado a las operaciones de agilidad, destreza y otras que abarcaban mucha variedad de movimientos. Llegó a ser por esto gran caballista, jugador de pelota y de chueca, bogador, hondero, lancero, andador, corredor y secundariamente danzante.

A esta disposición muscular hay que atribuir la facilidad tan desarrollada del araucano para imitar los movimientos de los demás, sea de los propios individuos de su raza, sea de los extraños, lo que ha dado mucha fijeza y uniformidad a los actos ceremoniales, a los juegos de fuerza y agilidad, a las ocupaciones domésticas y formulismo social.

Relacionada con el tipo motor del araucano debe estar, acaso, otra marca relevante de su carácter, la astucia antigua aplicada a la guerra y consistente en armas trampas, hacer emboscadas, simular retiradas y huir de manera que se acortara el espacio y el enemigo no le diera alcance. Sin duda que el indio almacenaba en su memoria especial muchas imágenes de las costumbres de los animales y peripecias de la caza.

Dada la organización mental del araucano, los sentimientos sugeridos de la intelectualidad se manifestaban deficientes, casi nulos. Impotente para contraer el hábito de las abstracciones y las generalizaciones, su espíritu tomaba un giro a lo esencialmente objetivo. La distancia de las sociedades bárbaras de América a lo abstracto, constituía un estigma general.

Era, pues, inepto el indio antiguo para concebir conceptos demasiado complejos; sus relaciones no salían del límite de los simple y de lo práctico. Falto de representaciones intelectuales, imagen o idea, el registro de los sentimientos que formaban su carácter, fuera de los que se originaban de su disposición motriz, aparecían escasos y de ordinario negativos.

Era impulsivo y por lo común no mediaba un espacio apreciable del tiempo entre la impresión y la ejecución, porque el sujeto no tenía el hábito de deliberar sus actos; solían quedar éstos sin concluirse por suspenderse su realización. Provenía de aquí la volubilidad característica del indígena.

La impresionabilidad rápida favorecía la perpetración de actos violentos, de impulsión refleja, de los que se llaman crímenes en los países civilizados.

Pero esta volubilidad de espíritu no imprimía a su carácter un sello habitual de turbulencia, ligereza, expansión, de algo semejante a la alegría. Al contrario, lo sobresaliente, lo característico en él era la frialdad, el aspecto taciturno de su ser, la placidez, la indiferencia irreductibles.

En este modo de ser tan reconcentrado, influían, sin duda, ciertos sentimientos deprimentes, como el temor constante de una agresión, la obsesión de los maleficios y el terror a los espíritus perversos, el estado mórbido de las razas nostálgicas, que recuerdan una grandeza pasada y se sienten amenazadas en sus tierras, en sus familias y prácticas tradicionales, en todo lo más caro de su existencia.

Otro rasgo del carácter araucano fue su apatía o falta de actividad útil. Trabajaba poco, lo necesario para vivir solamente. La constitución de la familia favorecía esta predisposición de su naturaleza, pues existía la cooperación de unas a otras en una misma comunidad para las faenas de su agricultura incipiente, las de construcción de viviendas, preparación de reuniones, etc. Sólo al presente ha desaparecido esta unidad cooperativa y los dueños de siembras y cosechas pagan a sus trabajadores, por lo común chilenos, cuando no alcanzan los brazos de la casa.

Tampoco se dedicaban al comercio ni menos a la industria. En los últimos años de la Araucanía independiente practicaron el trueque de animales y especies en los fuertes de la línea de la frontera. Algunos mercaderes chilenos entraban también «a la tierra» y cambiaban géneros, baratijas y licor por animales y artículos de factura indígena, en especial tejidos de lana.

La industria no pasaba de ser doméstica, sometida siempre a la rutina. El espíritu de innovación no cabía en los hábitos tradicionales, que los cristalizaba todo, ritos, instituciones y costumbres familiares. El comercio y la industria requieren, además, cualidades bien marcadas de actividad inteligente, orden y economía, que no poseían los indios de entonces.

Hasta años recientes, los indios no salían de sus lugares natales para ir en busca de trabajo, y cuando lo hacían por excepción, regresaban en el transcurso de algunas semanas.

La acción sostenida en las ocupaciones y la iniciativa de las razas adelantadas, no se conformaban con su estado psicológico.

La estrechez de su energía voluntaria, favoreció la preponderancia de la raza dominadora.

Eran desconfiados, y en cada individuo que no estaba ligado a ellos por los vínculos del parentesco o de la amistad, particularmente españoles, veían un enemigo o por lo menos un peligro; podía ser alguien que deseaba perjudicar a la familia, apoderarse de algún secreto o bien ejecutar actos de brujería. Con todo, la expresión de las emociones no salía a la cara; manifestaban un notable imperio sobre sí en presencia de los extranjeros y sus rasgos inmóviles parecían reflejar una indiferencia verdadera. Ninguna excitación animaba esa fisonomía de cariátide; pero bajo esa calma aparente solían agitarse odios muy hondos, rencores amargos y deseos de venganzas.

Esta desconfianza por los extraños se debía en parte al temor de la acción mágica de los demás y, como consecuencia, se generaba de ella la astucia del indio para defenderse de unos y ejercer presión sobre otros, para la lucha de la existencia individual y colectiva.

Los araucanos fueron fatalistas en todas las etapas de su civilización. Las desgracias sucedían porque había voluntades ocultas y poderosas que las originaban; de algunas podían precaverse y de otras, detener su curso mediante los ritos mágicos, que ponían en comunicación a los hombres con los espíritus benefactores. Soportaban, pues, con calma imperturbable los golpes más crueles del destino, como la muerte de los deudos, las inundaciones, epidemias, pérdidas de las cosechas, robos de los animales. Insensibles a sus propias desgracias, tenían que serlo igualmente ante las ajenas.

Era que entraban también en la formación de su carácter los dos elementos que particularizaban su mentalidad, su lógica especial y su propensión a lo portentoso. Faltos de sentido crítico, la facultad de comparar y juzgar aparecía encerrada en un círculo estrecho, vacilante y fija al acaso; la noción de la relación invariable entre la causa y el efecto no estaba aún bien desenvuelta en ellos, y por lo tanto, carecían de la perspicacia necesaria para explicarse con exactitud los sucesos fatales que afligían su existencia.

El indígena nuestro era un sensitivo y su psicología contenía una parte emocional más que intelectual; en este caso el sujeto no procedía por lógica sino por impulsión. De aquí su tendencia excesiva a creer y, por consiguiente, el mecanismo mágico, el impenetrable misterio que envolvía su vida, el miedo, el terror a los poderes ultrahumanos, que pesaban sobre su mentalidad como un traumatismo psíquico.

Para trazar en sus líneas generales la génesis del carácter araucano de los antiguos, hay que agregar a los rasgos precedentes, los ya mencionados en el análisis de su mentalidad, tales como su sensibilidad, su imprevisión, amor al juego y su crueldad.

La inclinación del indio a la bebida de licores embriagantes, señala otro de los signos muy marcados del carácter araucano. Poseía una gran capacidad ingestiva de licor, y las reuniones en que se bebía en abundancia, constituían su mayor felicidad, por cuanto le proporcionaban el placer tan agradable de la embriaguez. El indio juzgaba la liberalidad del invitante a una fiesta por la cantidad de licor que había ofrecido.

De las substancias azucaradas y de algunas que contenían almidón, sacaban sus bebidas fermentadas; unas producían la embriaguez y otras, solamente una perturbación agradable de los centros nerviosos.

La bebida típica de los araucanos fue la que hacían del maíz, importada a Chile con este cereal por los incas. Todavía la usan con el nombre antiguo de mudai y cuando está fuerte, con el de muska.

Cuando llegaron los españoles al territorio de Arauco, fabricaban chicha de las frutas azucaradas y de las féculas siguientes:

Frutilla, Fragaria chilensis.

Murtilla, Ugni Molinae.

Queule, Gomortega nitida.

Boldo, Peumus boldus.

Pinón, Araucania imbricata.

Quinoa, Chenododium sp.

Miño, miño, Rubus radicans.

Quilo, Muehlenbeckia chilensis.

Chauras, Pernettya sp. y Gaultheria sp.

Maqui, Aristotelia Maqui.

Molle, Lithraea Molle.

Calafate, Berberis buxifolia.

Luma, Myrtus Luma.

Pinatra, dihueñe o llaullau, Cittaria Darcerini.

Lingue, Persea ingue.

Huingan (licor espirituoso), Duvana dependens.

Agregó después de la conquista española a las plantas de frutos dulces para bebidas fermentables, el manzano, que se adaptó muy bien al clima y creció en bosques silvestres no extinguidos del todo hasta hoy.

La vid concluyó con la fabricación del licor de casi todas estas substancias, con excepción del maíz. El vino de los españoles se introdujo en grandes cantidades al territorio desde el siglo XVI hasta la independencia; desde esta época hasta la pacificación de la Araucanía, se acrecentó la del aguardiente.

La embriaguez de los araucanos se verificaba por grupos, rara vez individualmente; las ideas delirantes del alcoholismo se desarrollaban principalmente en el sentido de los mitos que aterraban, como el witranalwue, aparecido, que se alimentaba de carne humana; el anchimallen, fuego volante que mataba.

La instalación de las destilerías en la frontera aumentó el consumo de alcohol que hacían los indios desde tiempos atrás.

Después del enunciado rápido de los datos, sería superficial hacer un estudio comparativo entre la literatura y el carácter de los españoles y de los araucanos; no cabe en realidad punto de comparación entre categorías lógicas y de sensibilidad tan diferentes. Lo que puede hacerse es una distinción psicológica al través de la producción literaria de los araucanos.

La expresión rítmica de las canciones, revela una pobreza de imaginación que está en armonía con la deficiencia de esta misma facultad en el indio. Contrasta semejante característica con la exuberancia de la imaginación creadora de los españoles.

En la literatura oral del araucano sobresale, se destaca, el cuento como único género narrativo. Su finalidad tiene un valor utilitario, íntimamente relacionado con los hábitos colectivos; es la manera de salir bien en los trances de la vida, o el arte de desenvolver cualidades guerreras, obtener buen éxito en la empresa de la caza, de la pesca, juegos atléticos y de azar, en las faenas agrícolas y domésticas, aventuras amorosas, etc. Moralizan al modo indígena y ponen de relieve la importancia vital de la fuerza y de la astucia, propias de los pueblos motores de las civilizaciones medias.

Carecen estos relatos araucanos de la intención de divertir, de placer, y si la tienen, será en mínimo grado; ese fin exige el desenvolvimiento intelectual de las razas evolucionadas.

A la inversa de la literatura oral de los indígenas, en la de los pueblos evolucionados está el fin de divertir, de placer, sobre el valor utilitario, y esta circunstancia se debe indudablemente a la diferencia tan honda de la mentalidad de las dos razas.

Al estado mental del indio deben atribuirse, asimismo, ciertas limitaciones del carácter y la voluntad. La sensación presente ocupaba todo el campo de la conciencia estrecha del araucano antiguo; no concebía otro ideal que la felicidad inmediatamente realizable; quedaba muy poco lugar para el porvenir.

En cambio, la vida psicológica del español, desde el siglo XVI para adelante, estaba directamente orientada hacia el porvenir. La ambición de gloria, de futuros triunfos, la fe religiosa que espera una recompensa eterna, el sentimiento monárquico, el entusiasmo humanitario, arrastraban al peninsular hacia una vida más activa, rápida e intensa.

Sin embargo, la mentalidad del indio no permanecía fija; iba experimentando modificaciones en el transcurso del tiempo. Se establece una distinción más clara y permanente entre los seres y objetos sagrados y los profanos. El sentido de lo misterioso pierde en extensión y gana el de lo objetivo. Las representaciones colectivas sobre los objetos y seres, animales, astros, árboles, etc., entran a un proceso que las lleva a la formación de conceptos, bien que todavía embrionarios. Los elementos intelectuales van tomando cuerpo en detrimento de los emocionales, que no desempeñan como antes un rol preponderante. Los fenómenos naturales, como truenos, lluvia, aerolitos, temblores, huracanes, si no eran bien explicados, se temían menos.

Gana la mentalidad del indio en particular en el desarrollo de la experiencia, la cual no permanece, como en períodos anteriores, incompatible al examen, a la contradicción; se forma, se agranda.

En una palabra, el mundo de lo misterioso, de lo temible y super natural se ha reducido sin extinguirse. Va formándose así una sociedad modificada, con representaciones nuevas.

Pero esta modificación de mentalidad no se opera de un modo uniforme, continuo y preciso, como se realiza un progreso. Aunque ha conseguido ascender a una mejor aptitud para recibir las enseñanzas de la experiencia, retiene todavía una porción no insignificante de elementos misteriosos y de la lógica primitiva en casi todas las representaciones.

Los nuevos conceptos formados, abstractos y generales, sobre los seres y los objetos, quedan impregnados de un residuo de la mentalidad de épocas anteriores. Los conceptos libres de toda influencia antigua, no se forman ni en las sociedades de más alto nivel de civilización. La mentalidad inculta, sobre todo, se va despojando de un modo demasiado lento de sus componentes esenciales y siguiendo un perfecto paralelismo con el progreso adquirido.

La formación lógica es el resultado de muchas generaciones, y en algunas sociedades bárbaras de media civilización, de América, se estaciona, se fija, cuando no ha sido activa la comunicación con otras más adelantadas.

Los araucanos podrán, sin duda, alcanzar formas de actividad mental que se acerquen a las nuestras, pero nunca llegarán a una igualdad completa. Se habla del promedio y no de las excepciones; es evidente que más próximas quedarán las del sujeto salido de su medio y reconstruido por la educación en la lógica de la raza superior.

Ahora mismo se nota entre los araucanos un vestigio o residuo de su mentalidad antigua en el fondo de sus representaciones arcaicas acerca de las enfermedades, la muerte, los espíritus, el parentesco, los sueños, la producción de la lluvia, la fuerza mágica de muchos objetos, etc.108

Un verdadero abismo separa, pues, a la mentalidad de las dos razas antagónicas en sus múltiples aspectos de la inteligencia, de la moral, del sentimiento y la política. No obstante, escritores antiguos y modernos, poetas y viajeros, las hacen aparecer análogas en sus manifestaciones intelectuales y afectivas. Semejantes aberraciones, sentenciosa y magistralmente formuladas, se rechazan hoy en absoluto en la sociología etnográfica.

Hasta el factor de la raza ahonda esta diferencia.