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ArribaAbajoCapítulo VII

Las industrias


La alfarería araucana.- La cerámica inca-indígena de Valdivia.- Los tejidos araucanos.- Las mantas.- Las lamas.- Los trarihues o cinturones.- Los choapinos.- La cestería.- La fabricación de objetos de plata.- Los arreos de montar con agregados de plata.- Otros oficios.

La alfarería antigua de los araucanos coexistentes a la conquista española y posterior a ella, tuvo caracteres que reflejaban en parte la técnica de las civilizaciones peruanas, inclusive la incásica.

En los últimos tiempos de la raza la alfarería retrocedió, tanto en la estructura como en la ausencia de ornamentación. Las vasijas tomaron una forma tosca, por lo general, y disminuyeron en tamaño; lo que indica que su confección pasó a ser una ocupación secundaria y descuidada, no al trabajo de alfareros de oficio sino de mujeres que ocasionalmente hacían tiestos para las necesidades de la casa. Las piezas grandes, que requieren una confección más detenida y prolija, rara vez se fabrican hoy, pues han sido reemplazadas por los barriles de madera y los recipientes de cuero o lagares.

En los cacharros de menor tamaño queda una variedad de formatos que es sin disputa una sobrevivencia de un arte mejor ya extinguido. Se elaboran todavía cántaros ornitomorfos y zoomorfos, otros de cuellos cilíndricos o tronco de cono, con el cuerpo regularmente esférico, alargado o aplastado, pero todos carecen de exactitud en la representación y de cuidado estético; la tosquedad domina como rasgo común.

El primer carácter de la cerámica araucana es el de su fabricación a mano. Su técnica comprende estas ocupaciones:

El modelaje: de una bola de greda que ha estado en maceración se modela una vasija sólida. Se ahueca enseguida la parte interna hasta formar las paredes, con una herramienta parecida a una gubia, de dos canaletas laterales y un lomo sobresaliente en el centro.

La resecación: formada la pieza queda a pleno aire para que se endurezca por espacio de uno o dos días.

La cocción: se llena de paja el interior de la vasija y se entierra en un montón de ceniza caliente.

El aislamiento: las paredes externas se revisten de otra capa de arcilla y se alisan con piedras planas de tamaño mediano.

La coloración negra: con la tintura de raíces de algunas plantas se le da una capa de barniz que al secarse forma un tinte oscuro. Cuando no se ejecuta esta operación, la olla o el cántaro quedan de un color rojo ladrillo.

Este color negro y la ausencia de teteras y líneas en relieve de los cacharros es otro distintivo de la alfarería en uso.

En la actualidad la alfarería indígena aparece desprovista en absoluto de dibujos.

Mencionan los tiestos con estos nombres, según su tamaño y forma:

Monca, es olla grande en las tribus de Cautín.

Pichi monca, olla pequeña.

Challa, la de tamaño medio.

Clilhue, olla grande en las tribus de Malleco.

Metahue, cántaro.

Pichi metahue, cántaro pequeño.

Patu metahue, cántaro pato, con el asa encima y cola. En las tribus del sur lo nombran cütru metahue.

Tagua metahue, cántaro tagua.

Cülfe metahue, cantarito para guardar salsa de grasa para la comida y otra de sal y ají llamada medqueñ.

Ovicha metahue, cántaro oveja.

Piñeñcatu metahue, cántaro muñeca o de juguete.

Huitra metahue, cántaro con asa y abertura ancha.

Huihuif llaman las reducciones de la costa al sur del río Imperial un cántaro de doble recipiente y cuello largo.

Cüntahuen metahue designan los mismos un cántaro de dos cuellos divergentes, que une el asa en arco por arriba.

Metahue huidican, cántaro dibujado.

Las mujeres que subsidiariamente dedican sus actividades a la hechura de ollas se denominan challafe, y metahuefe las que hacen cántaros.

Hay que admitir como un hecho real, comprobado de sobra por los hallazgos arqueológicos, que la cerámica de la región chilena que fue colonia de los incas, descubría rasgos peculiares del arte de las civilizaciones peruanas.

Desde Taltal hasta más allá del río Maipo se notan en las decoraciones de los ejemplares extraídos relaciones estilísticas con los tipos incaicos.

El estilo incaico en su último tiempo no fue original: reprodujo caracteres de la ornamentación tihuanaqueña del período epigonal, de la altiplanicie boliviana; de la chincha y chincha-atacameña. Con el producto de estas influencias, se formó un estilo incaico nuevo indiferente, que tuvo una amplia difusión en los últimos siglos prehistóricos.

Así se explica la presencia de muchos detalles ornamentales en las vasijas chilenas de los motivos característicos de la civilización chincha-atacameña. Consisten esas decoraciones en los rombos simples y concéntricos, dientes cerrados, líneas en zigzag, escaleradas y meándricas; puntas triangulares, espirales dobles dentados, volutas, círculos concéntricos, líneas ondeadas y reticuladas.

El período chincha-atacameño se desarrolló desde el año 1100 a 1350 y el Tiahuanaco y el epigonal subsiguiente desde 600 a 900 de nuestra era. Los efectos de la civilización chincha-atacameña se infiltraron sin duda al norte de Chile por la costa y por el lado de Los Andes. Se habían dejado sentir antes en toda la región diaguita, desde Salta hasta Mendoza. El camino que partía desde los valles de Calchaquí y Yocavil, hasta el paso de San Francisco, facilitaba la activa comunicación de la población de uno y otro lado de la cordillera. Se interrumpían el tráfico únicamente cuando las nieves del invierno cerraban esta entrada y otras de más al sur.

Esta penetración mutua de los pueblos de ambas vertientes de Los Andes explica también la semejanza de la alfarería calchaquí y la del norte de Chile. Arqueólogos argentinos mencionan además la influencia chilena en las comarcas huarpes de San Juan140.

Se nota por otra parte cierta igualdad en los caracteres de las pictografías y petroglifos de las dos vertientes andinas. Los pobladores de la región calchaquí-diaguita manifestaron marcada inclinación a este arte primitivo, que se propagó a este lado en diversas zonas de las actuales provincias de Atacama y Coquimbo.

Muchos rasgos de los petroglifos diaguitas coinciden con los que aparecen en la cerámica, coincidencia que probablemente debe existir en los de Chile141.

Hay que dejar constancia de que entre los petroglifos argentinos se cuenta la clase de los modernos, que han sido ejecutados por pastores y leñadores que distraían en esta afición sus largos ratos de ocios. Es posible que en los de Chile haya también de esta factura.

De manera que el estilo incaico, que refundía en los propios rasgos los peculiares de las cerámicas que le habían precedido, acrecentó los efectos de las chincha-tiahuanaqueña y chincha-atacameña, llegadas a Chile en proporción escasa y en períodos precedentes.

El tráfico que existió entre las tribus del norte y centro del territorio chileno con las del sur del Bío-Bío, tuvo que importar a éstas un contingente de piezas ornamentales del estilo incaico. No siendo esta alfarería un producto local sino circulación de ejemplares exóticos, no se cimentó entre los araucanos, cuya modalidad tendía principalmente a la guerra.

Los cronistas suelen hacer ligeras referencias al hallazgo de algunas de estas piezas que se presentaban aisladamente. Uno de ellos anota la siguiente noticia acerca de este particular.

«Con la excelente arcilla que se encuentra en su país hacían ollas, platos, tazas y aún vasos grandes para tener los licores fermentados. Todos estos vasos los cocían en ciertos hornos, o más bien en ciertos hoyos que hacían en las pendientes de las colinas. Habían también descubierto una suerte de barniz para sus vasijas con una tierra mineral que llaman polo. Parece ciertamente que el arte de barnizar sea antiquísimo en Chile, porque excavando una mina de piedra en los montes de la provincia de Arauco se encontró en el fondo de ella una urna de notable grandeza»142.



La lengua poseía, además, algunos términos que distinguían las delineaciones de las vasijas: «hueryn can, cántaro pintado, de hueryn, pintar, rayar»143.

Dedicados los indios del interior de preferencia a la guerra, no tuvieron tiempo para cultivar el arte de la decoración ni para hacer, por consiguiente, de la alfarería un oficio de hombres; pasó a ser ocupación de las mujeres desde que decayó la industria.

Lo que está comprobado es que en las excavaciones de búsqueda y en las provenientes de labores agrícolas practicadas en el centro del territorio de la moderna Araucanía, no han aparecido hasta la fecha piezas ni fragmentos con vestigios de las civilizaciones originarias del norte, ni siquiera de la incásica, que fue la última.

En material grabado y abundante que se ha encontrado en la región del sur es de procedencia moderna del siglo XVII y XVIII, obra de artífices peruanos incorporados en las tropas del sur. Se ha dicho en capítulos anteriores que en Valdivia existió una gobernación independiente de la Capitanía General, con guarniciones repartidas en fuertes, misioneros y todos los elementos que necesitaba un cuerpo militar para el sometimiento de los naturales y la vigilancia de los filibusteros.

Esta plaza militar de Valdivia comenzó a establecerse desde enero de 1645. El virrey del Perú, marqués de Mancera, dispuso que se repoblase esta ciudad, destruida desde años antes y que se fortificara el puerto inmediato a ella. El objetivo de estas obras de fortificaciones era contener a los indios del sur y principalmente poner a cubierto esa región contra los futuros ataques de los filibusteros de naciones en guerra con España.

El virrey equipó una poderosa escuadra en el Callao y ordenó un enganche de gente en todo el Perú. El 31 de diciembre zarpó la expedición en doce galeones armados en guerra, que transportaban ciento ochenta y ocho piezas de artillería y mil ochocientos hombres, entre marineros, tropa de desembarque y oficiales. Iban también diez religiosos, de los cuales cuatro eran jesuitas, y un cuerpo completo de obreros de todos los oficios. Puso de jefe de la escuadra y del ejército expedicionario a su hijo don Antonio Sebastián de Toledo y Leiva.

El 6 de febrero de 1645 llegaba la flota al puerto de Valdivia y su jefe daba principio al plan de fortificaciones. Para asegurar el éxito de la empresa confiada a su hijo, el virrey reforzó su ejército poco después de su arribo con trescientos hombres más.

Concluidos los puntos fortificados del puerto y del río, don Antonio de Toledo regresó en abril al Perú, donde fue celebrada su empresa como un acontecimiento digno de la epopeya. Dejó en Valdivia un gobernador, novecientos hombres y todos los elementos necesarios para la defensa y colonización de esa parte del territorio indígena. La plaza quedó dependiendo directamente del virrey del Perú144.

Durante este siglo y el siguiente, continuaron los virreyes enviando a Valdivia gruesos contingentes de tropas reclutadas en el Perú. En 1671 llegó uno de cuatrocientos hombres. La ciudad adquirió con estos refuerzos traídos exclusivamente del virreinato un notable adelanto, que se dejó sentir también en los naturales de la región145.

Entre los servicios conexos a estas guarniciones, había talleres de tejidos y cerámica llamados obrajes, que atendían los mismos soldados, dirigidos tal vez por los laboriosos misioneros jesuitas. Casi todos estos soldados eran peruanos, indios o mestizos, muchos reclutados como delincuentes, y habituados, por consiguiente, a las manipulaciones alfareras de la tierra nativa; entre los españoles habría probablemente peritos asimismo en la fabricación de vasijas ornamentales de origen morisco, que sobrevivieron en la Península al lado de los estilos ibéricos.

En todos los obrajes de Chile había una sección de alfarería que se llamaba ollería, y aún en Santiago se conocía un barrio con este nombre.

La alfarería chilena de influencia incaica llegó a producir un material que se exportaba, como lo afirma un cronista que estampa este dato:

«Házense varros curiosissimos y muy delicados que pueden competir con los de Estremos, y llevados al Perú y aún a España, los estiman mucho»146.



Fue esta alfarería la que imitó entre los huarpes de San Juan o pasó esos lugares por exportación accidental.

Los jefes de los cantones militares de Valdivia obsequiaban a los caciques piezas de tejidos y de cerámica; muchas se introducían en las tribus por intercambio con los indios.

En las exhumaciones de esta cerámica no han aparecido ni ollas, escudillas, fuentes ni platos grabados. Las piezas enteras y los fragmentos sacados han sido únicamente de cántaros. Induce a creer esta circunstancia que estos ejemplares fueron propiedad de los caciques y jefes de las familias acomodadas, y que se destinaban por sus dueños para el uso de la bebida de licor en las fiestas de recepción o de asistencia de estos personajes de notoriedad.

Aunque arqueólogos eminentes opinan que los dibujos geométricos lineales son imitación de la cestería, ideada en varios países a la vez, nada autoriza para aceptar que haya sido en Arauco creación espontánea de los indios.

En cambio, hay pruebas para creer que esta alfarería fue originaria del sur del territorio y que se cargó hacia la región sub-andina del este hasta el alto Cautín.

Muchas de los ejemplares hallados proceden de esta sección oriental. Han dado el mayor número los lugares de Huichahue, entre el río Quepe por el oeste y el pueblo de Cunco por el este, y de Hueñivales, en la margen sur del curso superior del río Cautín147. En la primera de estas dos zonas se levantaban hasta hace pocos años altos o tupidos bosques. Tradiciones que no se han borrado entre los indios, recuerdan la existencia en varios lugares de tribus pobladas, donde hubo después colonias españoles. Los colonos nacionales radicados por ahí, noticiaban asimismo que aún en el último tercio del siglo pasado quedaban en algunas hijuelas restos de canales y piedras de molinos.

Esta alfarería trasplantada de estas comarcas forma tres clases de piezas: las de color rojo no decoradas, las negras igualmente desprovistas de dibujos, y las ornamentadas. Estas últimas son blancas, algunas con delineaciones negras o rojizas, y otras de color blanco terroso con dibujos café rojizo.

Autorizados arqueólogos notan en estos cántaros de ornamentos lineales negros y rojos caracteres incaicos mezclados con otros indígenas148.

En esta misma sección geográfica de los restos de la alfarería dibujada han salido cántaros negros y rojos de composición y ejecución esmeradas que recuerdan la técnica de las piezas peruanas. Las formas y los tamaños son variados. No escasean los que representan aves acuáticas, de bastante parecido a las de la misma representación de las civilizaciones del norte. Algunas de elegante estructura, cuello corto y ensanchado en la boca y recipiente globular, toman hacia la base una forma cónica que les da esta parte cierta semejanza a los arribales incas.

En el interior de Lonquimay fue extraído un cántaro rojo ornitomorfo con líneas negras que, partiendo de la base, se prolonga hasta el cuello en forma de triángulos superpuestos, de menor a mayor.

Algunos de estos jarros han sido pintados de rojo para recibir encima los dibujos, según las demostraciones borradas que se notan en varios ejemplares.

Si al norte de Valdivia, en las comarcas que se cargan al este, se extendió esta cerámica de factura incaica indígena, fácil es suponer que más abundante debió ser en las tribus sujetas directamente a las guarniciones que tenían por cuartel central a esa ciudad y que mantenían con ella una activa comunicación de intercambio y de administración.

Efectivamente, muchos jarros de esta cerámica lineal se han desenterrado en los alrededores de Valdivia, como en Collico, y el lado poniente de los lagos Panguipulli y Riñihue; en la zona de La Unión, paraje de San Juan y margen occidental del lago Ranco; en Osorno y sus cercanías hasta los lagos Pullehue y Rupanco. La preparación de la pasta y los motivos incaicos indígenas se reproducen exactamente como en los objetos del nor-este de Valdivia.

Todos los cántaros de la cerámica valdiviana del sur y de la región nor-este son uniformes en el decorado lineal, el que varía únicamente en algunos detalles. No presentan la misma uniformidad en el tamaño y estructura, aunque en cuanto a ésta supera la forma globular. El alto de los más grandes da 25 cm. y 21 el diámetro; los menores miden 9 y 11. Iguales a este tipo, en tamaño y grabados, se han desenterrado varios ejemplares en las zonas de Pitrufquén y Villarrica (Colección del autor). La simetría de esta cerámica no es perfecta como en todas las vasijas con caracteres incaicos indígenas; a veces las líneas se estrechan y en otras se abren.

Tres series de líneas paralelas envuelven el cuerpo del tiesto: una en la parte inferior del asa, otra en la mitad del recipiente y la tercera cerca de la base. Estas líneas envolventes, que varían de dos hasta cinco, determinan dos zonas rellenas con otras tantas corridas de triángulos alternados y todos pintados de color rojizo o rellenos de líneas paralelas que decrecen hacia un lado. Se repite a menudo en la decoración diaguita esta disposición de triángulos alternados149.

En algunos cántaros la línea envolvente de la cintura se duplica y forma una banda rellena de una combinación de triángulos unidos por el vértice y separados por dos rayas verticales como puede verse en una de las figuras acompañadas.

Hay ejemplares que en una de las zonas presentan un encadenamiento de rombos reticulados verticales, de triángulos unidos por el vértice o una faja de varias líneas diagonales dispuestas de manera que van formando vacíos angulares150.

El cuello de estos cántaros, angosto en algunos, ancho y abierto en la boca en otros, lleva por lo general una serie de rombos simples y concéntricos, de líneas reticuladas, en zigzag o en fajas de triángulos contrapuestos como se ve en uno de los cantaritos de las figuras acompañadas. No falta en algunos el signo de la cruz dibujado en el cuello en una serie corrida151. Pero estas cruces parece que han sido trazadas sin intención simbólica, sino como un ornamento con tendencia a la simetría, que es la característica de estas piezas. El valor simbólico de la cruz de otras cerámicas se habría perdido ya en este tiempo y en estos lugares.

El asa, al parecer adherida a la vasija y no formando con ella una sola pieza, muestra un decorado de líneas reticuladas o combinaciones triangulares.

En el borde interior de la boca se repiten algunos de los dibujos externos.

En esta alfarería de Valdivia llama la atención un cántaro de 13 centímetros de alto, ornitomorfo, de forma y proporción artísticas. Aparecen trazadas con habilidad y simetría las líneas en zigzag del cuello y las bandas rellenas de series de líneas diagonales y pequeños triángulos pintados (figura acompañada). Una avenida del río Cautín, cerca de la ciudad de Temuco, lo dejó en descubierto.

Otro cantarito reproducido en las figuras, de color blanco, difiere del común de los grabados. Del cuello descienden a la base fajas angostas de líneas reticuladas, de ángulos sobrepuestos color rojizo, y de rombos blancos en fondo también rojo combinado. Proviene de Huichahue.

De la misma comarca se extrajo el idolillo de greda, de color blanco terroso y ornamento café rojizo (lámina acompañada). Representa un varón con los brazos cruzados sobre el vientre. Aparece con las piernas de menos, tal vez fracturadas al exhumarlo. La ornamentación delantera forma cuatro corridas de triángulos: la del centro, de pares unidos por el vértice; dos laterales de triángulos simples y otra en la parte superior del pecho. En la espalda las fajas laterales son encadenamientos de rombos y la del centro de triángulos unidos por el vértice. En los muslos hay una combinación de triángulos y de rombos concéntricos. La faja de la frente, que rodea la cabeza, está formada de dos líneas diagonales que van dejando vacíos triangulares alternados. En los ojos se ven las rayas típicas que bajan a las mejillas; las orejas perforadas. En cada antebrazo lleva dos agujeros destinados, sin duda, para meter un hilo de colgar.

Los ornamentos faciales del ídolo y la circunstancia de ser destinado para llevarlo colgado, le dan cierta semejanza con los diaguitas y particularmente con los de Tiahuanaco152.

Las líneas reticuladas, las en zigzag, los encadenamientos de rombos verticales, las fajas de rayas diagonales que van dejando vacíos triangulares, aparecen con frecuencia en los detalles de las decoraciones chincha-atacameña y diaguita153.

Procedente de Osorno es un hermoso y raro ejemplar de jarro de color rojo ladrillo, que se reproduce en la figura 21. Mide 19 centímetros de alto y 12 de diámetro en la cintura; ésta es una banda plana de 3 centímetros, que divide el cuerpo en dos zonas, la de abajo y la de arriba. En el cuello aparece perforado en dos hileras. El asa parte del asiento y va a terminar en un reborde saliente de la boca ancha. Lo insólito de esta pieza consiste en que en el fondo hay un hoyo que se comunica con el asa, que es hueca; lo mismo es el reborde, que tiene un apéndice en canutillo en el lado opuesto del asa y en la base de éste un agujerito; tapando con el dedo este agujerito y absorbiendo por este pitón, sale el líquido; soplando hacia afuera, se producen borbollones.

Tanto en la alfarería valdiviana como en la de los araucanos, los tipos con decoración geométrica incisa y en relieve faltan por completo.

Entre los tiestos araucanos, se han extraído en varios lugares grandes ollas funerarias. Una se halló en la Quinta Agrícola de Temuco que contenía los huesos de un niño154. En los trabajos agrícolas de un fundo de Angol, se exhumó otra del mismo tipo y con el mismo contenido. Al hallarla los peones, corrieron a dar cuenta al patrón persuadidos de que se trataba de un entierro de plata. Levantada la tapa de la olla, aparecieron los huesos de un párvulo155. Seguramente que estas vasijas son de origen antiguo, porque en los cementerios de data posterior no se ha desenterrado ninguna.

De manera que el estilo inca, que refundía en mucha parte los motivos ornamentales de las cerámicas chincha, tiahuanaqueña y chincha-atacameña, fue el que dejó más hondas huellas en la alfarería del norte y centro de Chile. Los efectos anteriores de las civilizaciones peruanas habrían sido relativamente limitados y circunscritos sobre todo a la región costanera.

Como en la alfarería, se manifiestan en los tejidos araucanos los efectos de las civilizaciones peruanas renovados en el estilo incaico. Las necesidades del vestuario, la abundancia de lana y de materias colorantes, han mantenido al través de los tiempos las actividades de hilar y tejer, perpetuando, por consiguiente, los motivos de las decoraciones importadas.

Las mantas (macuñ), los trarihues o cinturones y las lamas o sobresillas, son las piezas que reúnen en mayor número las ornamentaciones arcaicas.

Se confronta en las mantas una gran variedad de ornamentos: las hay de bandas verticales de distintos colores en fondo negro y sin ornamentación; de líneas aserradas dobles, de dos o tres corridas de cruces combinadas con dibujos escalonados o de ganchos. Rara vez el color del fondo varía del negro. Superan a estos modelos las de líneas escaleradas en fondo negro, que forman el dibujo típico de las mantas araucanas más estimadas por los indígenas. Estos dibujos escalonados, conocidos también con el nombre de huaras, son comunes en las decoraciones de Tiahuanaco y de la región calchaquí. No es raro encontrarlos en los petroglifos de las dos laderas andinas. En Chile no se les da significación simbólica como en el altiplano boliviano y en otras culturas del norte, donde representaban el signo tierra o los andenes de cultivo156. El dibujo típico de las mantas araucanas fue trazado sin duda en las civilizaciones peruanas con intención estética antes que otro motivo, y se debe a la dislocación de figuras cuadradas, como los meandros y otras delineaciones geométricas. Las culturas antiguas del Perú las imitaron de las de México y Centro América.

Estas mantas con el signo escalonado (nicür macuñ), que son las que más usan en la actualidad los indígenas, constan en algunos ejemplares de tres bandas blancas en fondo negro, con fajas angostas y de distintos colores a los lados; otras llevan dos bandas escaleradas solamente y muchas se hallan cubiertas por completo con el dibujo clásico de los tejidos araucanos. Estas mantas, que miden de ordinario 1 m. 58 de largo y 1.55 de ancho terminan en flocadura en los extremos del largo.

Parece que había comarcas que tenían predilección por determinadas clases de esta prenda de vestir. Así en algunas mantas antiguas de Perquenco, en la sección de los arribanos, aparecen bandas de cruces escalonadas y del signo característico. Entre estas piezas tejidas llaman la atención algunas de color negro, divididas en tres bandas, dos laterales moradas y la del centro verde, todas con cuatro listas angostas a los lados, de distintos colores. Los ornamentos de las bandas y de la boca son combinaciones de cruces y otro dibujo lineal cuyo nombre no se podría clasificar entre los conocidos.

Los pontros o ponchos son frazadas indígenas de variados tamaños que van cubiertos de listas en colores verticales. Comúnmente estas piezas son blancas y de lana frisada y bastante anchas porque sirven a la vez de cama y cobertor.

Artículo representativo de la vida doméstica del indígena ha sido y es hasta el presente el tejido que se coloca en la silla de montar y que se conoce con el nombre de lama.

Numerosa es la variedad de dibujos de estas piezas. Supera en ellas la decoración de encadenamientos de rombos simples y concéntricos, decoración común en los vasos chincha-atacameño y diaguitas. Los rombos van en fajas verticales alternados con triángulos opuestos por el vértice. Separan estas fajas líneas paralelas que llevan en el centro otra quebrada, que forma hileras de puntas triangulares, también frecuentes en el estilo chincha-atacameño y en el diaguita (figura acompañada).

En algunas de estas lamas el encadenamiento de rombos lleva incluidos otros menores y dentro de éstos una combinación hasta de cuatro más pequeños aún. En otras de estas piezas los rombos presentan en el centro una cruz y las puntas triangulares.

Hay lamas totalmente cubiertas de fajas de rombos diminutos que los indios llaman «de ojos». Otras de líneas rectas con puntas de sierra por los dos lados y algunas divididas en dos fajas de climankistrones, tan comunes en los estilos chincha-atacameño, Tiahuanaco y diaguita.

Hermoso es el ejemplar de lama grande acompañado, con dos bandas laterales compuestas de una serie de listones paralelos que se unen para formar ángulos; estos listones llevan por el lado de fuera tres ganchos negros y uno rojo cerca del punto de unión. La banda del centro es muy ancha y se compone de veintidós listas de distintos colores. La ornamentación de esta pieza es del mismo tipo de la que se ve en unas telas extraídas de huacas que había en el camino de Lima a Ancón157.

Otras no menos curiosas son las que van encerradas en un marco de puntas triangulares blancas y divididas en dos zonas; éstas se componen de tres bandas verticales, la del centro con dibujos de climankistrones o grecas y la de los lados con el característico escalerado de diversos colores y con una cruz roja en el centro.

De un tipo excepcional es la número 28, procedente de los araucanos de la Argentina, por la solidez de su tejido y la variedad de sus colores, negro, rojo, azul, morado y blanco. Campean en ella cuatro grandes grecas, dos dibujos de cruces sobrepuestas, la mayor rojo y la menor blanca; dos bandas de líneas blancas en zigzag y varias listas verticales de distintos colores. Se descubre en este ejemplar un parecido en el dibujo a algunos detalles de la decoración diaguita.

Los rombos y los triángulos dan las combinaciones más variadas y de buen gusto, con la sola variante de posición o el agregado de cruces, ganchos, puntos, hileras de pequeños triángulos en sierra y rombos diminutos intercalados en otros mayores.

Las figuras ornamentales se trazan por lo general sobrepuestas en el tejido de la pieza con hilos torcidos, de ordinario rojo, de manera que forman dibujos como en relieve. Todas estas piezas de lamas son de dos haces, con las mismas representaciones lineales pero en diversa dirección158.

En los tejidos llamados trarihues o cinturones es en los que se han conservado en mayor número los detalles ornamentales de las culturas del norte, reflejados en mucha parte en el estilo último de los incas. Las variedades de telas tejidas supera a la de las mantas y lamas en los elementos decorativos, tomados en singular o en combinaciones numerosas.

Usan más las mujeres que los hombres estos ceñidores, que miden con los flecos de los extremos hasta 2 metros 50 de largo y de 9 a 12 cm. de ancho.

Algunos muestran la combinación de dos líneas paralelas con ganchos a los dos lados y series de triángulos opuestos por el vértice en los extremos; otros presentan en su extensión un ángulo recto relleno en la mitad y con puntas escaleradas y una o dos líneas también escalonadas al frente como el símbolo tan repetido en las cerámicas ando-peruanas y en la diaguita159. Muchos aparecen cubiertos con una hilera continuada del signo escalonado y característico de los tejidos araucanos.

Hay varios cubiertos de una figura compuesta de un cuadrado unido a lo largo por los dos lados con un dibujo semejante a una «T».

No escasean otros confeccionados, en el fondo negro, en dos listas onduladas y sucesivas, una de triángulos dentados hacia el exterior y otra de un dibujo espiralado en forma de «S».

Se manifiestan en uno de los muchos ceñidores varias divisiones, de grecas continuadas unas y otras de triángulos dobles y triples. En la mitad se ve una figura antropomorfa con dos cruces seguidas hacia arriba sobre la cabeza. Como en la cerámica, en estos tejidos la cruz ha perdido el valor simbólico que tenían en las otras culturas, el de lluvia entre otros160. Ningún indio sabe actualmente lo que significa.

Innumerables son los trarihues que llevan figura antro, zoo y fitomorfas estilizadas. Entre estas últimas no es raro hallar algunas que dejan ver el tallo central de los ápodos o arribalos incas, con una serie de líneas dobles que terminan en botón.

Otro tejido araucano es el de los bolsones dobles, llamados alforjas por nuestros campesinos. De uso limitado entre los indios, las tejedoras no prodigan en sus dibujos la variedad y esmero que en los otros. Se cubren comúnmente de listones verticales de líneas aserradas al exterior o bien de puntos de distintos colores, en particular de rojo. En el tejido que une las dos bolsas hay una abertura como en las mantas o dos franjas que sirven para llevarlas colgadas.

Una prenda del aparejo de montar muy usada por el indígena es la que cubre la silla y tiene en la lengua el nombre de chañuntücu, el choapino del habla popular161. Sobre un tejido grueso de lana con flecos en los cuatro lados lleva un agregado de nudillos o motas que le dan cierta blandura. Sirve de asiento cuando la silla no lleva lama. Mide un metro más o menos de largo y sesenta centímetros de ancho. Los genuinamente araucanos son negros o blancos; rara vez van adornados con dibujos.

Estas piezas se fabrican al presente en algunos pueblos del sur y en Santiago, recargadas de figuras geométricas, o humanas o de animales. Se venden en el comercio como delanteros de sofás.

Los artefactos típicos de la industria araucana de tejidos son el huso de madera llamado colio, la tortera chinqued, de piedra, greda, hueso o madera y el telar, huitral, inclinado y liviano para cambiarlo de sitio.

En la técnica de la tejedura se ejecutan los siguientes trabajos de detalle, invariables desde antiguo, anotados por un indígena de Peñipil, lugar situado al noroeste de Temuco.

Primera operación: se lava con agua caliente la lana y después con agua fría. Queda bien blanca secándola al sol.

Se escarmena y enseguida se hila en el huso.

De dos hilos se hace una sola hebra.

Después se tiñe por madejas en una olla grande.

El keliwe es un polvo que las mapuches obtienen en el comercio y que da un color lacre.

El añil y un barro llamado rofü dan un color negro.

Con una clase de voqui y la tierra molida de una piedra llamada mallo, se saca el color blanco.

De raíces cortezas y otras tierras, sacan los mapuches los demás colores. También compran ahora tierras de colores, pero son menos durables para el agua.

Para hacer las mantas dibujadas (nükel makuñ) se ejecutan estas operaciones:

Primero se colocan en el telar todos los hilos verticales de que se compondrá la manta, en color blanco.

Enseguida se juntan varios hilos, diez, doce o más, y se forran, bien apretados, con yeibún o ñocha y corteza de maqui en extensión variable y corta.

Estos canutillos van quedando unos enfrente de otros y también escalonados.

Éste es el trabajo más difícil y largo; las mujeres se demoran no menos de dos semanas en él.

Se juntan después todos los hilos, así extendidos, en dos porciones o en una; se sacan del telar y se meten en el tiesto que tiene el color negro.

Las partes amarradas quedan blancas, porque no penetra a ella la tintura negra.

Una vez que se han secado los hilos, se vuelven a poner verticalmente en el telar.

Comienza la segunda operación de colocar los hilos horizontales, de abajo para arriba.

Se van apretando con la paleta de madera: la grande se llama quelohue y la chica, ngerrehue, que sirven para apretar los hilos. Antes eran de huesos de ballena, que se traían de la costa; ahora son de madera muy dura.

Cuando el tejido llega a los canutillos, se sacan las cortezas que sirven de amarra; quedan espacios blancos. Estos hilos blancos, una vez que están tejidos, forman los dibujos.

Si las distancias de las partes amarradas con ñocha y corteza de maqui no están bien tomadas, los dibujos no quedan iguales y el trabajo es malo.

Estas mantas dibujadas son las que más les gustan a los mapuches y las que más se venden en la Argentina.

Las mantas comunes (keli makuñ) se tejen con hilos de distintos colores y nada más.

En algunas mantas, lamas y trarivoes suelen ir dibujos en relieve; éstos se hacen a mano, con aguja o son también muy trabajosos.

Los mapuches saben estos en dibujos desde sus primeros antepasados; siempre han sido los mismos.

El telar de los araucanos se compone de estas piezas: dos palos verticales, conocidos con el nombre de pranpamlhue, y dos horizontales llamados kelove. Cerca de la parte que se va tejiendo hay otro palo más delgado atravesado a lo ancho y envuelto en hilos; es el tekuduhuehue.

Sirve para abrir los hilos verticales y colocar los horizontales alternados.

Las mujeres diestras para el tejido (dühué cafe) se consideran entre los mapuches como las mejores para el matrimonio.

La cestería ha perdido en estos últimos tiempos su antigua prosperidad. En las comunidades del centro no quedan individuos que se dediquen como a un oficio a la fabricación de cestos; es más bien un trabajo ocasional. Las familias, que pocas veces utilizan los canastos de hechura chilena, trabajan de varillas de enredaderas sus canastos (chaihues) y los grandes que llaman külco.

Desde Villarrica hasta Llaima, Curacautín y el alto Bío-Bío la confección de cestos de todas dimensiones se mantiene como ocupación asidua de hombres especializados. Trabajan con varillas de enredaderas piezas redondas, de boca ancha, sin asas y en forma de ollas. En otras emplean el junco, que tejen con admirable cohesión y prolijidad. A este tipo de cestería pertenece el utensilio tan estimado de los indios que denominan llepu y emplean para esponjar el mote, aventar el trigo tostado, vaciar la harina, etc. Un canasto del mismo tejido es el que los indios llaman longo, de mucha estimación entre ellos y variable en su forma.

No han conocido los araucanos antes ni ahora la cestería pintada.

No sólo a las necesidades de la casa proveen los cesteros del este, sino que exportan a las reducciones del centro y del poniente sus productos, en caravanas de varios hombres y mujeres que conducen en las ancas de sus caballos una porción de canastos de distintos tamaños.

Los habitantes de las lomas de Voroa, Imperial y la costa dedican, como los del centro, una atención ocasional a la cestería, sea por la escasez de voqui de buena calidad, sea porque disponen de otros utensilios de cuero.

Los indios de la costa, en particular, emplean el bolsón de junco (ñocha), hecho de un trenzado semejante al de la red. Lo llaman pilwe o wilal, y les ha sido de mucha utilidad para colocar el marisco que sacan del mar.

De juncos trenzaban también sus lazos (hueñ def en el centro). Eran los más antiguos, con los que aseguraban a los prisioneros y amarraron al conquistador Valdivia. Posteriores fueron los de crin y cuero trenzado.

Con tallos largos de plantas hacen las escobas (lepühue) y con otros más cortos y finos arreglaban antes los peines (rena) en forma de brochas, de las culturas ando-peruanas y traídos a Chile seguramente por los incas. No emplearon los araucanos los de madera, que fueron posteriores en aquellas civilizaciones. Los pocos que usaron de ese material fueron de importación española.

El arte de la fabricación de adornos de plata no alcanzó a penetrar en las tierras de los araucanos mientras duró la dominación de los incas. Estaban entonces los aborígenes del sur de Chile en pleno estado de barbarie. Durante la ocupación española fue introduciéndose paulatinamente el uso de los objetos de plata.

Como antes de la conquista española no conocían ningún metal, hicieron de piedras o de conchas marinas estos adornos; después de la llegada de los conquistadores utilizaron las chaquiras o cuentas de vidrio, trozos de cobre y otros metales, y, por último, aprendieron a fundir las monedas de plata para hacer sus adornos. Faltos de plata amonedada en cantidad comparable a la de ahora, se comprende que el arte ha ido progresando a la par del comercio y de la consiguiente holgura económica de la raza.

Hasta el siglo XVII se mantenían entre los indios el uso de los adornos primitivos, y por excepción circulaba uno que otro ejemplar de plata. En los grandes levantamientos, cuando caían los pueblos españoles en formación en poder de los araucanos, éstos se apoderaban de los objetos de metal, ya de las iglesias, ya de las casas entregadas a las llamas y el saqueo, y los reducían a piezas de adornos.

Un padre cronista del siglo mencionado da estas noticias acerca de la primera fase de la industria platera en los araucanos:

«El adorno y joyas de las mujeres son las llancas que, como hemos dicho, son unas piedras toscas verdes que agujerean por medio y las ensartan, y a veces las cosen en un pedazo de paño o cartón en forma de media luna y se le ponen en el pecho; sin esto, algunas sartas de cuentas de vidrio azules y verdes. Y para el trenzado unas cintas que hacen de caracolitos del mar, blancos, muy pequeños, que parecen cuentas de abalorio, y llaman en su lengua Cucham; y en las orejas muchos zarcillos y patenas cuadradas que llaman upul de metal de vacinica o de plata y cobre, y suelen traer tantos que las rompen las orejas. Y no tienen más gala ni adorno las mujeres de Chile»162.



Fue en la segunda mitad del siglo XVIII y en el XIX cuando se extendió la platería araucana en todas las regiones del territorio, conforme a los modelos bolivianos y peruanos del norte de Chile. Al principio las alhajas indígenas eran de tamaño desmesurado y tosco, pero con el tiempo se redujeron en proporción y mejoraron en la técnica.

Los indios chilenos han enriquecido su ajuar de plata con más de un espécimen argentino, pues las provincias del norte de la vecina República que mantenían el tráfico de especies con los habitantes del norte y centro de este lado de los Andes, habían recibido antes que Chile la influencia del arte aymará y del peruano.

Los araucanos han manifestado siempre una marcada predilección por los adornos de plata; las mujeres porque con ellos realzan los atractivos de su sexo y porque es indispensable presentarse en público ataviadas en las condiciones que corresponde a sus familias. En los hombres la posesión de objetos de plata significaba un capital de reserva para el cambio de especies, para regalos de bodas, para pagar los perjuicios por delitos y hasta para completar la cantidad que exigía a la adquisición matrimonial.

El platero se llama en araucano retrafe y retran es trabajar el metal.

Hay algunos de estos artesanos que son verdaderos artistas, por la finura de las piezas que confeccionan y hasta por la imaginación que manifiestan en algunos detalles de su invención agregados a los moldes tradicionales. Son hábiles algunos en las figuraciones ornitomorfas o de aves y zoomorfas o de animales, por lo común de formas en miniatura.

El platero es un sujeto muy solicitado entre los araucanos, pero no goza de prestigio entre ellos. Se le considera un hombre que no sabe dedicar sus actividades a los trabajos que son primordiales entre ellos, que son la reproducción y el cuidado de los animales y las labores de la tierra. Fuera de estas dedicaciones, queda clasificado en el número de los pobres, lo que motiva un franco desdén a su persona. El concepto del valer individual entre estos indígenas se cifraba en dos circunstancias, en lo que podía o en lo que tenía un hombre. La fuerza estaba representada por el número de gente de que disponía un cacique para repeler un ataque o para efectuarlo; la fortuna, por el caudal de ganado, por la extensión de las tierras y el ajuar doméstico, en el que sobresalían las colecciones de plata.

El indígena no tenía noción clara de la división del trabajo, que forma económicamente la armonía del conjunto, y por eso daba importancia solamente a la agricultura y a la ganadería.

Aparte de estos factores negativos para el platero, obraba otro en su contra: es un individuo trapalón y embustero. Cuando el cliente no es persona a quien tema, demora la entrega del objeto que se le manda fabricar o lo deja en condiciones que no son las convenidas.

El platero trabaja dentro de su habitación. Posee las mismas herramientas de un herrero, entre las cuales figuran como esenciales la bigornia y el fuelle, los dos pequeños; los martillos y los crisoles del barro cocido.

El operario funde el metal en crisoles que coloca en un brasero. Vacía la plata derretida, que tiene el nombre de lleu, en moldes que arregla en un cajón de arcilla o de arena fina. A este procedimiento más primitivo ha reemplazado el de moldear en un cubo que lleva por las cuatro caras concavidades iguales a las diferentes piezas. Así obtenidas, viene enseguida el trabajo del pulido, que ejecuta con lima o lija, y por último el de la unión de varias partes pequeñas para formar la alhaja en su conjunto, como los collares, los pendientes y otros. Da forma a las piezas esféricas o cóncavas con láminas que suelda convenientemente. Reduce a láminas la plata a golpes de martillo y a veces con tanta perfección, que no se conoce la huella del instrumento golpeado.

No emplearon antiguamente los araucanos el fuelle para fundir los metales. Había llegado hasta ellos el procedimiento de los conquistadores peruanos, tal vez implantado en las provincias del norte de Chile, de colocar las hornillas en las colinas expuestas a fuertes corrientes del viento. Un cronista, el abate Molina, trae esta noticia al respecto:

«Antes que arribasen los europeos al reino de Chile, sabían los naturales separar la plata del mineral con la simple aplicación del fuego cuando era virgen o cuando no estaba mineralizado, como frecuentemente se encuentra bajo formas distintas; mas, cuando lo hallaban impregnado de sustancias extrañas, lo metían dentro de ciertos hornillos situados sobre las cumbres de las colinas para que la ventilación continua del aire avivase el fuego e hiciera las veces de los mejores fuelles, máquinas que conocían muy bien con el nombre de pimohue, pero que no empleaban en aquel uso por ahorrarse el trabajo del movimiento. Los labradores de nuestros días continúan aprovechando del mismo método fácil y sencillo163.



Los plateros no disponen del metal para sus trabajos; el cliente les lleva la cantidad necesaria, de ordinario en monedas, y entre ambos se conviene el tamaño, la calidad y el precio de la joya.

Nombres araucanos

Aros Chaguay
Prendedor de discoPonson (antes tupu)
Prendedor esféricoPonson acucha
Colgante con alfiler para sujetar el chalTrapel acucha
Colgante de piezas anchas o pectoralKlcay pechu
Cintillos de monedas limadas para la cabeza y el cuelloMedella
Cintillo de granos de plata cosidos en una cinta lacre de lanaNitrohue
Collar de suela con granos de plata o todo de una láminaTrarüpel
AnilloIuhuelcafe
Pulsera o brazaleteTraricue
Tazas para la bebida de los caciques en las fiestasLluhue
Pinzas depiladorasFayuntúe

Estos nombres han variado con el tiempo y no son uniformes en todas las localidades. Así la pieza de colgante, que es una de las más numerosas y antiguas, ha tenido diversas denominaciones en conformidad a su hechura, ya sea de una sola faja de láminas unidas, ya de dos, tres o cuatro; ya sea las fajas de canutillos o de placas rectangulares, cuadradas o de trapezoides.

La pieza más generalizada entre los indios ha sido el prendedor, que a su carácter de adorno une el de la utilidad, pues sirve para prender el chamal o chal de las mujeres. Los introdujeron a las provincias del norte los invasores peruanos y de ahí pasó a los araucanos, seguramente después de la conquista española.

Se conocían entre los aymarás bolivianos y los quichuas del Perú con el nombre de tupu, que conservó en Chile, denominación que se aplicaba también en esas naciones indígenas como medida lineal, de diversa extensión, pero más generalmente como un cuarto de legua.

Allá como aquí han sido esféricos y de discos. Los araucanos llaman ahora a los primeros ponson acucha y a los segundos simplemente ponson. El tamaño de los dos es variable, desde la forma diminuta hasta la exagerada; ésta ha sido la de mayor lujo. El prendedor de disco suele llevar algún grabado en líneas o en relieve. El globular se compone de dos hemisferios perfectamente soldados que forman una línea ecuatorial saliente; en la parte superior lleva colgada la cruz americana, tan común con carácter simbólico en los tejidos, en la cerámica y adornos de todos los pueblos indígenas del continente en posesión de una cultura ya adelantada.

Siguen en números y en importancia los pendientes o colgantes. Su variedad es numerosa, como puede verse en las láminas que se acompañan: los más antiguos son de canutillos y grandes placas cuadradas y rectangulares, que terminan en una cruz griega o de Malta, grandes, y con varias pequeñas, o campanillas y a veces en discos que llevan en relieve una efigie. Se distinguen por su hechura con distintos nombres y algunos son bastante largos. El tipo chileno es imitación del aymará y del peruano; todavía lo usan los indios bolivianos.

Los aros constituyen otro adorno de importación peruana. Los usaban en Chile hombres y mujeres en las regiones ocupadas por los incas. Los jefes o curacas peruanos y los caciques naturales sometidos los llevaban como signo de autoridad, por lo que se les llamaba los orejones. Se corrió hacia el sur su adopción y hasta fines del siglo pasado no había cacique araucano que no ostentara este distintivo.

Las primeras imitaciones araucanas fueron de piedra, en escasa cantidad, y en mayor número de cobre y de bronce procedentes de utensilios españoles. Con posterioridad, a medida que aumentaba la plata labrada y las monedas, se confeccionaban los de este metal.

Múltiple ha sido la forma de los aros de plata: unos son de media luna, simples y dobles, con apéndices colgantes algunos; otros tienen la forma de campana, y muchos de láminas cuadradas o trapezoides; éstos suelen ser de proporciones desmedidas, hasta de diez centímetros de ancho; para llevarlos, las indias los atan con un hilo a la oreja o colocan el arco sobre ella.

Los cintillos de plata con una serie de monedas limadas, es una alhaja araucana que ha reemplazado a las antiguas bandas frontales de piedrecillas azules o de cuentas de vidrios, de que hablan los cronistas. Es una pieza de uso muy corriente entre los indígenas, quienes las llevan indistintamente en la parte alta de la frente, en el cuello o en el pecho.

Hubo un collar ancho de una faja de suela cubierta con puntos de plata o de una lámina delgada de este metal, que antes entraba como indispensable en el atavío femenino. Lo llamaban trapapel, y ahora se halla casi desterrado de la moda indígena, sea por su escasez, sea por haberse reemplazado por otros de mejor gusto.

En el ajuar de las indias se cuenta una faja lacre hasta de cuatro metros de largo que va cubierta con hileras de punto de plata, menos en un trecho del centro. Sirve para atar y envolver las trenzas con ella. Se le da el nombre de nitrohue; va escaseando al presente y tomando un crecido valor por la dificultad que presenta a los plateros su confección. Tanto como esta faja, por la misma causa, han adquirido un precio muy alto en las transacciones indígenas los brazaletes, que son una sarta de cuentecillas de plata en un hilo de lana.

Antiguamente, en la efervescencia de la guerra entre españoles y araucanos, los caciques se hacían preparar una taza de la parte superior del cráneo de algún prisionero, en particular si había sido jefe o capitán de nombradía temible entre ellos. Era alta honra sacar en las fiestas este vaso, exhibirlo a la admiración de los concurrentes y beber el contenido de chicha que cabía en él. Con el tiempo, la disminución de la guerra, las protestas y represalias de los españoles, la costumbre desapareció. Se reemplazó tan extraña vasija por la taza de plata (lluhue), ancha y baja, forjada a martillo, que hasta los promedios del siglo pasado manejaban los caciques de fuste para sus más sonadas reuniones. Hoy son rarísimos los ejemplares de esta pieza, que suele encontrarse en las colecciones particulares.

Desde tiempo inmemorial hasta hoy han tenido los indígenas las pinzas depiladoras. Es un pequeño instrumento de una hoja de plata o latón de seis centímetros, doblada por el medio a modo de tenazas y que forman un canutillo saliente en la parte superior, por donde se le atraviesa un hilo para llevarlo colgado. Llevan abajo las dos hojas un pequeño doblez hacia adelante para facilitar la extracción del vello. Algunas están hechas de dos placas de hueso o de madera convenientemente unidas. De las culturas ando-peruanas pasaron al territorio chileno ocupado por los incas. De las exhumaciones diaguitas se han extraído muchos ejemplares.

En una raza imberbe como la araucana, se considera un defecto la presencia del vello en el rostro y en el cuerpo. Los hombres se arrancan la barba y la mitad de las cejas para formar una línea recta. Las mujeres se depilan a veces unas a otras y consideraban una ofensa sin igual que se las motejase de velludas. La costumbre no ha desaparecido aún del todo. Afirman los etnólogos que el hábito de la extracción en algunas razas obedece al propósito de hacer resaltar un órgano, como la boca sin el bigote, etc.

Otro utensilio de plata que figura desde hace poco tiempo en algunos hogares araucanos es el mate, pieza que se compone de un pequeño recipiente ovalado o esférico en el cual se prepara el té y yerba amarga llamada del Paraguay, con azúcar y generalmente sin ella. No desconocían algunas reducciones de la Argentina el uso de esta bebida tan común en ese país, y los indígenas chilenos que viajan al otro lado de la cordillera, en contacto con sus afines de raza o con los campesinos, han debido traer a sus tierras la novedad del mate, que así se llama el continente y el contenido.

Raros son los artesanos en objetos de plata que se han dedicado a confeccionar pequeñas figuras humanas. De un trozo del metal fundido va modelando la figura a fuerza de lima, lija y paciencia. Cuando consiguen delinear el rostro, le dan cierto parecido a los rasgos fisonómicos de la raza. No revisten carácter religioso o de superstición como entre los quichuas los idolillos que representan símbolos lares. Las figurillas araucanas eran simples apéndices de otros objetos y caprichos artísticos.

Van escaseando los objetos de la platería araucana en la actualidad, sobre todo los de factura antigua; porque se han hecho artículos de comercio que buscan afanosamente en el sur los coleccionistas, los viajeros como recuerdos y los encargados de comprarlos para los museos nacionales y extranjeros. Pocas veces los venden los indios; los cambian a menudo al vecino agricultor por animales o los entregan al montepío con la esperanza de recuperarlos después de la cosecha del trigo.

Las primeras prendas de montar que obtuvieron los indígenas fueron las espuelas y las estriberas, que caían en su poder con los prisioneros o con los caballos ensillados de que se apoderaban en los encuentros y sorpresas. Se heredaban de padre a hijo en varias generaciones, y se les ha encontrado en los cementerios antiguos. Eran de bronce, y algunas estriberas del tipo morisco usado en varias provincias de España en particular en el sur. Quedaron los ejemplares de las dos piezas, por lo general, en poder de los caciques. Con el tiempo los plateros las imitaron a la perfección. Ejemplares de estas imitaciones de plata son en la actualidad sumamente escasos.

También se han desenterrado en los cementerios las copas de freno, pieza de bronce, cóncava y agregada hacia afuera del bocado. La imitaron igualmente con posterioridad los indios en plata, para los caciques tan sólo. La gente menos importante no manejaba el caballo con freno sino con unas riendas sencillas.

El común de los indígenas empleaban espuelas y estriberas de palo. Las primeras constaban de dos palos delgados, paralelos y más gruesos en un extremo, donde llevaban un aguijón de fierro. Unidos iban en la parte del talón los dos palos con una faja de cuero y arriba se ataba la espuela con un cordón de lana. La estribera consistía en un pedazo de madera alisado en la parte donde se ponía el pie y amarrado en los dos extremos por una gruesa correa en arco. Otras eran trabajadas en una tablilla a imitación de las corrientes de acero o bronce.

La silla española fue de adopción moderna. Antes servían de tal dos rollos de totora amarrados, que iban a caer a las costillas del caballo. Encima se colocaba un cuero o el poncho. Todavía usan las mujeres esta silla con el nombre de numillo. Las cabezadas y las bridas de plata han sido asimismo de introducción moderna. No obstante, su escasez ha contribuido a darles un valor subido, únicamente al alcance de los caciques y de los ricos en animales y tierras. El rebenque, llamado talero por indígenas y nacionales, suele llevar en el mango láminas envolventes de plata o grabados lineales; pero ejemplares de esta clase ya es difícil hallar.

Por lo regular, los oficios han estado repartidos entre los indios. En una casa había un trabajador de utensilios de madera, en otra de objetos de plata y en varias más, de distintas especialidades indígenas.

Había y hay todavía individuos ocupados exclusivamente en hacer sillas de montar (llamados chillave, y otros que solo arreglaban pieles para la montura o pellones chuyuntucuve).

Los obreros de vasijas de madera (mamúllucudave) fabricaban platos, fuentes, tazas, cucharas, cucharones y estriberas.

Entre estos obreros hay algunos que se dedican únicamente a la fabricación de bancos para sentarse (huancu); otros a la de yugos.

A esta misma categoría de trabajadores en madera pertenecen los que tallan a cuchillo remedos de figuras humanas (collon o chemanúll), para los cementerios y las ceremonias de invocación. Estos bancos araucanos eran y son todavía cóncavos, con pies o sin ellos, y muy parecidos a los de las culturas de Tiahuanaco y atacameños que describen los arqueólogos.

No posee el mapuche aptitudes para tallado. Sus tentativas artísticas son toscas figuras que tienen vaga semejanza a las líneas de la fisonomía araucana.