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ArribaCapítulo X

Las ocupaciones en las diversas edades y el contenido del hogar


El parto.- Ocupaciones en las diversas fases de la existencia.- El fuego en el hogar.- Las fiestas.- Los juegos de azar.- Los cantos araucanos.- Las danzas.- Los objetos de piedra en el hogar antiguo y en el moderno.- Advertencia sobre omisión de detalles en este libro.

Tan pronto como la mujer sentía los dolores que preceden al alumbramiento, se le arrojaba fuera de la habitación; porque era persona tabuada, que podía comunicar los dolores del embarazo a los que la rodeaban. Iba a establecerse a algún sitio próximo al río. Como a ella, se botaban también los objetos que le pertenecían. Una india, pariente o amiga, la acompañaba en trance tan difícil y le suministraba los alimentos.

Luego que se efectuaba el parto y se bañaba, volvía a su habitación, abandonada por sus moradores.

A los ocho días iba a bañarse de nuevo con el niño. Cuando regresaba, los miembros de la familia la reciben con demostraciones de alegría, porque el tabú había desaparecido con el lavado202.

Llegaron a la actualidad modificadas estas prácticas. Hoy la parturienta (cuñalucutrani) desembaraza en su casa, de rodillas en la cama, sujeta de un lazo y asistida por una partera (eputrave); pero como vestigio del antiguo tabú, se la obliga a bañarse inmediatamente después del alumbramiento.

Se coloca al niño en la cuna (cupülhue), especie de escalerilla de fácil transporte y cómoda para dejarse en posición vertical, arrimada a un objeto cualquiera.

En las diversas fases de su existencia, el hombre se dedica a las ocupaciones que se van a enumerar.

En la niñez:

Imita el juego de la chueca con otros niños.

Imita las carreras de caballos, montado en un palo.

Ayuda a la madre a soplar el fuego, a correr las gallinas.

Duerme con la abuela u otros niños, en camarote (catrin tuco) separado de la madre.

Come de los alimentos de los grandes.

Juega al peucotun, encerrar a un niño en un círculo de varios tomados de la mano para impedir que otros los saquen o que se escape. Este juego de los dos sexos se practicaba también en otras edades. Otros: trariange, cara amarrada; tecun, tejo; trentricahue, zancos; ellcaucatun, escondidas.

En la adolescencia:

Juega a la chueca con los niños de su edad.

Corre a pie con los mismos.

Juega awar cudehue (juego de habas pintadas de blanco y negro).

Ejecuta el loncotun, instigado por los grandes (tomarse del cabello y botarse al suelo). Manera de pelear de los grandes.

Cuida las ovejas, acompañado de un grande que le enseña a pastor. Se le provee de harina tostada, sal y ají para el día.

Ayuda a la madre en los menesteres de la casa, como acarrear leña y agua.

Vigila los cerdos.

Duerme con otros niños y con la abuela.

La infancia se prolonga según las aptitudes físicas del niño, y de seguro que su participación a la vida común es más tardía al presente que antes.

No se conoce, como en otras razas, el caso de que una familia venda un hijo, y las madres se nieguen sin excepción a entregar sus hijas en calidad de empleadas de casas chilenas.

Cuando es joven:

Juega a la chueca, al quechucahue, al awar cudehue y otros de azar.

Asiste con los parientes a las reuniones.

Tiene citas con las jóvenes que van por agua al estero cercano a la vivienda.

Cuida los bueyes y los caballos.

Aprende cuentos (epeu). Le enseñan el padre y los viejos.

Lleva recados de su padre para invitaciones (mangel chel, convidar gente).

Aprende a dar bien recados y saludos (pentucu).

Suele amansar caballos (ñomamen cahuellu).

A veces sirve de jinete en las carreras (lepun cahuelluve).

Corta los árboles y los destroza. Conduce la leña en carreta.

Conduce los bueyes de la carreta en los trabajos y mandados.

Va al pueblo a comprar o vender.

Acompaña a los grandes en algunas faenas agrícolas y confección de lazos, riendas, etc.

Vigila los animales de noche, en una choza pequeña (pichi ruca) cerca del corral.

Se baña a la hora que quiere.

Duerme solo.

Excepcionalmente asiste a la escuela o al liceo cuando sus padres cuenta con recursos suficientes.

En la edad viril:

Asiste a las fiestas puntualmente.

Se casa, con permiso de los padres.

Aparta casa.

Trabaja en la agricultura: siembra trigo en mayo y junio, chacra en primavera; esquila en octubre; en febrero siega cebada y trigo y trilla con yeguas.

Apremiado por las necesidades que crecen de día en día y aleccionado por la competencia de la raza superior que lo estrecha por todos lados, comienza a dedicarse ya a los trabajos que antes desconocía, como la elaboración de maderas y carbón vegetal, el flete con carretas y otros de menor importancia, pero son dedicaciones secundarias y de ciertas temporadas del año.

Suele aprender un oficio mapuche.

Corta madera para leña y para construcción.

Va al pueblo a hacer comprar o ventas de trigo, lana y animales.

Pasa a la vuelta a un despacho a tomar vino.

Apuesta dinero a las carreras de caballos, juegos de chueca y de habas.

Va a los pinales en el mes de abril. Los del valle central van a la costa en busca de cochayuyo (Durvillea utilissima) y luche (Ulva lactuca).

Visita a sus parientes y amigos, cuando no tiene trabajo.

Dirige a los hijos y otros jóvenes parientes en los pormenores de labrar la tierra, cosechar, criar animales y venderlos, conducir las carretas, cortar madera y componerla para distintos usos. Adiestrado asimismo en los juegos de la chueca y los demás, en el arte de hablar bien y de todas las prácticas aún existentes, en la historia de los antepasados; en suma, el padre es el verdadero maestro del hijo en cuanto misterio y detalle encierra la vida indígena.

En épocas antiguas el padre iniciaba al hijo, antes que en cualquiera otra actividad, en el manejo de las armas, en las maneras de combatir y en el arte de la equitación militar.

Retribuye en su casa los festejos que ha recibido.

Pelea en las fiestas con chicote (trepuve).

Suele ir a donde el protector a entablar reclamos sobre sus terrenos y al juzgado a querellarse de despojos.

Van muchos en el mes de marzo a la República Argentina con mantas y adornos de plata y traen animales.

Narra episodios de sus mayores a la lumbre del hogar, en la noche.

Recibe a los huéspedes que vienen desde lejos, parientes o amigos.

Interviene en el matrimonio de sus hijos.

Consulta a la machi cuando está enfermo y a los adivinos en otros casos.

Se baña en verano. Algunas veces en invierno.

Se levanta antes de la salida del sol; como cuando hay guiso preparado.

Sale fuera de la casa a recibir el sol.

Se acuesta temprano.

En la vejez:

Hace trabajar a los niños y parientes que viven con él.

Acompaña a los niños en el cuidado de los animales.

Suele asistir a las fiestas o ir al pueblo.

Se calienta mucho al sol y al fuego.

Riñe a los que no le obedecen.

Se baña mucho.

Hace testamento verbal (chalin) antes de morir si es cacique o si le quedan bienes.

Las ocupaciones de la vida femenina se desarrollan de este modo en las distintas edades.

En la niñez:

Juega a las casitas (ruca catun).

Juega a las muñecas (piñen catun).

Cuida ovejas.

Aprende a moler trigo, escarmenar lana (ruacal) y hacer hilo.

Cuando es joven y soltera:

Hila y teje.

Va al río a buscar agua.

Hace de comer.

Acompaña a la madre al pueblo.

Barre la ruca (iputun).

Muele el trigo y prepara el mote (cacó).

Limpia el servicio y lava alguna ropa.

Trabaja muscá o mudai.

Asiste a las fiestas.

Se baña, generalmente varias veces.

Duerme aparte de la madre; si son dos o tres, juntas.

No riñen las hermanas.

Los varones se golpean a menudo.

Se casa.

Cuando está casada:

Hila y teje más, para el marido, para ella y la familia.

Trabaja la comida, el mote, la harina y las chichas.

Se dedica a los trabajos de alfarería.

Coopera a todas las faenas de la agricultura.

Cuida de la comida y reproducción de las aves de corral.

Acompaña al marido al pueblo y pasa con él al despacho.

Lava algunas veces piezas de vestir.

Cuida a los hijos menores y peina a las niñas.

A veces conduce la carreta.

Guarda el dinero de venta de sus animales.

Asiste con el marido a las fiestas y lleva las provisiones que les corresponde aportar.

Duerme en camarote aparte.

Cuando llega a la vejez:

Se hace su comida.

Hila para ella.

Queda en la casa cuando todos salen.

Suele bañarse203.

Tanto la mujer como el hombre se dedican de preferencia a los trabajos manuales durante el invierno. Las lluvias copiosas y prolongadas los obligan a encerrarse en su vivienda.

El fuego es el recurso salvador de la familia. En cuanto aclara el día, las mujeres encienden varios, con algunas brasas enterradas en la noche. Si se ha apagado y no hay fósforos, un niño corre a la vecindad en busca de un tizón.

Han abandonado ya del todo los indios el sistema de producir el fuego por frotamiento de una varilla puntiaguda introducida en el agujero de un pedazo de madera. Repu se llamaba este sistema; huentru repu, o repu macho era el palo delgado; domo repu o repu mujer, el grueso agujereado.

Algunos hombres y jóvenes salen a largar los animales al campo y a cuidarlos que pasten sin perderse. Al mediodía se turnan con otros. Los primeros llegan a calentarse y secar sus ropas a la orilla del fuego.

Las mujeres tejen o se ocupan en algunos menesteres domésticos. Los hombres trabajan en trenzar lazos, hacer vasijas de madera u otra especialidad.

Toda la vida se reconcentra en la ruca; afuera soledad y viento.

En la noche los habitantes de la vivienda se estrechan alrededor de los fuegos. Recae la conversación sobre los incidentes del día: a los lugares en que habían pastado los animales, a lo sucedido a cada uno de éstos.

El padre aprovecha la oportunidad para dar consejos y referir recuerdos de su juventud o de la vida de sus mayores. Esto inspira a los miembros de la familia veneración por los antepasados, estrecha los lazos de unión de todos y mantiene el sentimiento de respeto por el padre.

En el verano el régimen de vida cambia: la ruca es menos frecuentada y las tareas agrícolas, recolección de frutos silvestres y otras ocupaciones, dan a la existencia del mapuche una actividad que contrasta con la inercia invernal.

Las fiestas se verificaban en todas las estaciones del año. Habiendo sido únicamente batallador el araucano antes de su sometimiento definitivo, se comprende que debía dedicar su tiempo tanto al ejercicio de las armas y empresas guerreras como a las diversiones de su raza.

Sus reuniones eran, por lo tanto, muy frecuentes y variadas. Las había de carácter gimnástico y militar, como la chueca (palican), la pelota (pilma); celebrar la vuelta de un guerrero, etc. De carácter social: casamientos, lacutun (poner nombre a un niño) y numerosas reuniones para beber, como festejo a un individuo (cahuiñ) a quien se le debía una recepción de igual naturaleza; construcción de casa (rucan); siembra, trilla, etc. Religiosas: curación de enfermos (machitun), entierros, rogativas (ngillatun), iniciación de machis (ngei currehueu) y otros.

Dado el oficio que dominaba en la vida de los indios, se supone que fueron apasionados jugadores.

Mientras que dispusieron de bienes, jugaban, en efecto, sin cesar; pero, a medida que han ido empobreciendo, se ha limitado esta afición, como que son las apuestas un vicio de sociedades ricas.

Nunca jugaban al crédito.

Uno de los juegos más antiguos es el quechucahue, dado de cinco caras, de figura triangular, y con pintas en cada una de ellas, desde una hasta cinco.

Si el dado es un cubo, toma el nombre de cayucahue, de cayu, seis.

Trazan los jugadores en el suelo dos líneas en cruz, cuyos extremos están unidos por arcos de círculos. Tanto en éstos como en los brazos de aquéllas, hacen pequeños montones de tierra, pichol, en los cuales plantan unos palillos que llaman retrin.

El dado se deja caer de alto, y según la pinta que marca, uno de los palillos avanza de un punto y se come a su paso el mismo número de enemigos.

El que concluye primero con los palillos de su adversario, gana la partida.

Fuera del interés pecuniario de este juego, tenía para los indios el de representar un combate o un malón. Los palillos eran mocetones y la tierra del centro de la cruz y extremos de sus brazos, rucas de caciques.

Trabajaron el dado primero de piedra y sucesivamente de hueso y madera. Lo hacían a veces de las tibias de famosos jugadores, para prevenirse contra las pérdidas.

Todavía lo juegan los indios del sur y los del este, arribanos o huenteches.

Otro era el de los porotos o lligue. Por un anillo levantado del suelo, se dejaban caer varios porotos, algunos pintados de negro por un lado. Obtenía el mayor número de puntos, el que echaba más porotos negros vueltos para arriba.

Se sentaban en el suelo para jugar, desnudos desde la cintura para arriba. A cada tiro se daban golpes en el pecho, pronunciando algunas palabras de buena suerte, como:

Lamuen, lamuen; cúpape, cúpape! (¡Hermana, hermana; que vengas, que vengas!)

Éste es el mismo juego que practican hasta hoy todos los indios y que lo hacen con ocho habas, pintadas de negro por un lado, denominándolo awar eudehue, juego de las habas, o ahuar cuden.

Ahora se ha introducido en algunas tribus el naipe, con el cual juegan al veintiocho y otros más sencillos, con su misma costumbre antigua de gritar y llamar a la suerte.

Pero el juego tradicional, el primero de todos, de envite y agilidad en otro tiempo, es el de chueca, palin, importado por los españoles. En la actualidad ha perdido el carácter de ejercicio gimnástico para quedar como simple juego de azar.

En el día solemnizan con él sus fiestas, y antiguamente les servía también como de convocatoria de guerra.

Nunca ha variado el modo de jugarlo. Se desnudan para conservar menos calor y moverse con desenvoltura. Un juez, depositario a la par, juzga la corrección de la partida.

La chueca, huino, es un palo de colihue arqueado en uno de sus extremos. Se coloca frente a frente dos hileras de individuos, hasta de veinte en cada lado, que luchan por llevar a su franco izquierdo una bola de madera (pali). El local que eligen (palihue) es un plano despejado que tendrá como dos cuadras de extensión y un ancho de cinco metros. A los lados plantan algunas ramas pequeñas de árboles en línea recta, formando como una avenida.

Dos jugadores del centro colocan la bola en un hoyo y enseguida se esfuerzan en lanzarla a su izquierda. Conseguido esto, los demás la toman a su turno y procuran sacarla hasta la raya que les corresponde, trazada al fin del palenque o de la cancha. Cada grupo de jugadores tiene nombre especial y funciones determinadas.

Como esto es difícil y casi siempre la bola sale fuera de la línea, intencionalmente lanzada ahí por el bando que va perdiendo y como la partida es a varias rayas, el juego se prolonga horas, mañanas y días enteros.

En este juego suelen interesarse dos grupos, que hacen del éxito una cuestión de honor. Numerosos espectadores de una y otra parte, siguen con vivo interés las variaciones de la partida. En ocasiones asisten las machis y en otras se pone la bola dentro del cráneo de algún jugador famoso para que adquiera por contacto mágico las cualidades que distinguieron a éste.

A veces los jugadores se van a las manos y la riña se hace general con la intervención de las familias cuyo honor está comprometido. La pelea más frecuente es el loncotun, tomarse del cabello y echarse al suelo.

Tanto a éste como a los demás juegos y a las carreras, los indios apuestan lazos, espuelas, otros útiles de montar y escasas sumas de dinero.

Otro de los juegos de azar y de agilidad a la vez era el de pelota, pilma, que fue desapareciendo poco a poco en las tribus del norte y centros del territorio.

Los jugadores se colocaban dentro de un círculo. Uno lanzaba la pelota a otro de sus contrarios, el que la barajaba en la palma de la mano. Si recibía el golpe en el cuerpo, quedaba fuera del juego, menos cuando alcanzaba a poner el pie en la raya.

Un cronista lo describe así:

«Se hace poniéndose en rueda ocho o diez mozos desnudos desde la cintura para arriba y arrojándose unos a otros una pelota de madera esponjosa como el corcho: cada uno procura rebatirla con la palma de la mano con cuanta fuerza puede, y herir alguno de la banda contraria: la gala y ventaja del buen jugador están en hurtar el cuerpo al golpe, pero sin dejar el puesto, por lo cual es de ver con que presteza se vuelven y revuelven, se levantan y bajan, saltan y se echan de espalda o de bruces»204.



La chueca, como todas sus reuniones, concluyen con una comilona y el consiguiente consumo de licor.

Como la chueca, dan ahora los indios importancia extraordinaria a las carreras de caballos, en línea recta. Tienen algunos de mucha estima por salir su ligereza de lo común, que llaman lef cahuello, caballo ligero o corredor.

Se toman con anterioridad al momento de la carrera, algunas veces, precauciones mágicas que deben asegurar el éxito de la partida: se restriegan al caballo pedazos de pieles de huanaco o plumas de aves de vuelo rápido; se suele colocar en la raya de salida tierra de cementerio o grasa de león para que el animal contrario se retrase. Está vedada la presencia de mujeres en cinta al lado del caballo que corre y para el jinete todo acto sexual. La misma prohibición que se impone a los jugadores de chueca205.

Cuando los indios se hallan excitados por el alcohol, cantan y en ocasiones bailan. Antes su afición a estos pasatiempos era desmedida; ahora, sin dejar de ser buenos cantores y danzantes, no llevan a extremos esta inclinación, no tanto por cambio de carácter, cuanto porque los regocijos públicos han disminuido.

Las canciones araucanas conservan intacta su modulación tradicional; nada han tomado del canto español. Continúan siendo melopeas de tonos lánguidos y monótonos, sostenidos por algunos acordes sencillos. No son corrientes las canciones intencionadas, picarescas, que en otros pueblos hacen estallar en risotadas a los oyentes.

Se llama a estos cantos en la lengua ül y la acción de cantar, ülcantun. Se dividen en amorosos ayü ül o dakelchi ül (ayün es amor), en elegíacos, entristecedores o enfermadores, cutrankelchi ül; cantos para brindar o llaupeyüm chi ül; los episódicos o bélicos y algunos de índole religiosa.

Se designa a los cantores o poetas con el nombre de los que hay entre ülcatufe, y los hay muy afamados en los dos sexos como buenos improvisadores y por su memoria auditiva; los más diestros en este arte cantan con un repertorio antiguo y muy variado. Pero no se ha llegado a formar la profesión de cantores o de individuos remunerados por sus cantos, al menos en la actualidad. Antiguamente eran agasajados por el dueño de una fiesta y aún estipendiados con regalos.

El padre o el abuelo son los que enseñan a cantar a la familia o parientes jóvenes, quienes imitan las modulaciones de la voz y aprenden la letra de memoria. Sirven también de escuela de canto las fiestas y ceremonias religiosas.

El mapuche no canta nunca fuera de sus reuniones, sino cuando el licor aviva su imaginación y aguijonea sus sentimientos, por lo general ocultos. Entonces es cuando se declara a alguna niña de su gusto por medio de estos cantos, que se repiten a veces y se hacen vivos y accionados. Por medio del canto suelen galantear los jóvenes a las niñas que pastorean el ganado. Resultan por eso las canciones de amor las más numerosas.

Los cantos elegíacos tienen por tema algún asunto triste, como la muerte de un deudo, la ausencia del marido, la desgracia de no tener hijos, la de encontrarse pobre y otros que expresan nostalgia o una situación especial de dolor. Lo compensan particularmente las mujeres y se les distingue con la denominación de llamecan.

Los de amistad o para brindar se entonan de preferencia por los que se hacen trafkiñ o que cambian objetos, como mantas, animales, etc.

Los episódicos, vestigios de los siglos de guerra de la raza, celebran los hechos de algún luchador de nombradía, cuyo recuerdo ha conservado la tradición: el éxito de un malón o el viaje de algún cacique a tierras lejanas con su séquito de mocetones, son temas muy frecuentes.

La frase es más larga en éstos, por lo que suelen cantar con trutruca, el instrumento largo de colihue perforado. El héroe nacional que figura en estos cantos se graba tan profundamente en el espíritu popular, que con dificultad se olvida en el transcurso de muchos años.

Los religiosos, por lo general muy escasos, contienen una invocación o una súplica a Ngenechen o Dios, según el concepto moderno del araucano.

Las canciones de la machi (machi ül) reflejan las supersticiones indígenas, los procedimientos de curación y conservan ciertas frases arcaicas y misteriosas.

El ñuin ül era la cantiga de la trilla con los pies.

Había canciones propias de las mujeres (llamecan) y otras exclusivas para hombres. Nunca se cambiaban las especialidades.

En estas canciones no hay versos propiamente dicho. Son frases rítmicas que los traductores arreglan en forma de tal y en estrofas. En estas frases cantadas, el número de silabas varía según el asunto que sirve de tema. Deja su carácter de prosa mediante ciertos accidentes perceptibles al oído del indio, como son los acentos distribuídos simétricamente. Cuando falta una sílaba en la cláusula rítmica, de ordinario yámbica, se alarga una vocal de ella. El verso resulta así de una medida variable; son más difíciles para la entonación los cantos largos. El ritmo no se manifiesta bien pronunciado ni uniforme dice el padre capuchino Sigifredo, de la misión alemana de Bajo Imperial.

Este mismo anotador prolijo de los modos particulares de las tribus que se extienden por el litoral desde el río Imperial hasta el Toltén, consigna, entre otras noticias sobre la técnica de estas canciones, las que siguen:

«Lo que es verso en la poesía indígena sólo se conoce en el canto, por la inflección de la melodía. Hay, pues, que recurrir al canto para saber con alguna certeza cuantas palabras tiene cada verso. Lo mismo debe decirse del ritmo. Este, sin duda se funda en el compás de la canción. Con las partes acentuadas del respectivo compás han de concurrir siempre las sílabas acentuadas o graves del texto, pudiendo su duración comprender una o más partes del compás»206.



Se repite con frecuencia el verso cuando es del agrado del cantor o del auditorio, sobre todo en los temas amorosos. Si esta repetición no está ajustada a la regla estética, revela ignorancia. Cuando el cantor no falta a la cadencia, se dice de su canto küme inane efi, se sigue bien.

El mapuche no declama jamás, porque en los pueblos primitivos canto y métrica constituyen un conjunto inseparable.

Suelen acompañar las canciones araucanas con el tambor, cultrun.

Los cantos se ejecutan ante un auditorio por lo general numeroso, de los dos sexos.

Como muestra de estas canciones, ya recopiladas en buen número, van las siguientes, vertidas libremente del mapuche al castellano207:


POR MI AMOR
Al mirarte te quise,
amor, mañosito;
muere mi corazón
por tu pensamiento perdido.
Si quisiese el Dios
llevarse tu corazón,
ñañatui, por todas tierras
lloraría por mi pérdida.


POR ELLA
Habiéndose nombrado buena mujer,
vine por ti,
hermanita; galopeé
cuatro días, sí.
Hermanita, por tu
buena planteada figura,
eres linda, hermanita.
Por tu pensamiento
muere mi buen corazón;
te mira y te adora:
hermana, hermanita.


SEÑORITA
Señorita, señorita,
cuatro días viajaremos;
pasó, pasó dirán
por otras tierras
tal como son;
si tuviese dos animales,
en caballo aparte iríamos,
pero por la pobreza a la grupa vamos
hermana, hermanita.


CANTO BRINDADOR
Mamita querida,
mamita querida,
tienes una hija,
tienes una hija,
me han dicho,
me brindarás una,
te digo, mamita.


CANTO DE LA MACHI
Serás machi, me dijo
el rey de la tierra;
sola me he mandado;
machi, ¡ay!, me dijo
el rey de la tierra;
«Aproxímate,
soy el rey médico
y te digo seas médica»;
por eso con mi solo poder
no he sido machi.

La excitación del licor incita asimismo en los indios el gusto por el baile, que practican por diversión y no por ejercicio. Aunque antes fueron más dados al arte coreográfico, no imitaron los bailes españoles ni los naturales contemporáneos han aprendido los populares chilenos. Han abandonado varios que mencionan los cronistas, entre ellos los bélicos por haberse extinguido la pasión guerrera.

Sus danzas no han alterado el ritmo lento y sin distinción que las caracteriza. No han alcanzado las formas que tienen en otros pueblos aborígenes. Se practican ahora indiferentemente por hombres y mujeres; en la antigüedad bailaban separados. A menudo giran en círculo, dan a las piernas, el busto y la cabeza movimientos especiales, según la clase de baile, y con un paso saltado, marcan el tiempo con un golpe seco del talón en el suelo.

Como en todos los pueblos aborígenes de América, entre los araucanos hubo tres categorías de danzas: la de la guerra, de la caza y del amor; secundariamente les seguía la religiosa.

Las danzas (purun) varían, pues, conforme a las circunstancias. Entre las que perduran, se encuentran las religiosas en todas sus clases; la llamada cüimitun, es la general de las machis; ngeicurrehuen, la que se ejecuta en las reuniones de estas curanderas, y una denominada llancatun, cuando mueren.

A la de imitación de animales pertenece la llamada treguilpurun, en la que se mueven la cabeza y los pies. De caza, el choiquepurun (danza del avestruz) o puelpurun. En estos bailes tratan los indios de darse la apariencia del animal que intentan cazar o que han cazado ya. Fue originaria de las tribus argentinas, de donde pasó a los araucanos.

Llaman los indios loncopurun el baile ordinario que se ejecuta en honor de un cacique cuando llega a una fiesta.

La danza erótica popular entre los mapuches lleva el nombre de nomir nomir purun.

Este baile se ejecuta entre los hombres y mujeres, alternados. El número de ejecutantes varía entre seis y quince individuos, según los disponibles. El hombre va tomado de la cintura de la mujer y ambos dan pequeños saltos uniformes hacia los lados y uno hacia adelante. Este baile, de duración indeterminada, se ejecuta en círculo, entre individuos jóvenes y por lo común enamorados. Con frecuencia se practica al son del tambor, en los juegos de chueca y en los entierros; era de ejecución casi obligada en las trillas a pie, hoy en olvido porque el indio paga maquila en el fundo de su vecindad para que le trillen a máquina su trigo o su cebada.

Los bailes de amor lascivo, en los que el gesto que los acompaña tiene un realismo grosero, se han creado recientemente entre los mapuches. Se denominan peraf y patrin. Los ejecutan a media ebriedad mozos alegres o vividores ladinos que recorren las fiestas para entretener con ellos a los espectadores, que los celebran con estrepitosa alegría. Fueron en un principio una sátira a las machis y enseguida una mezcla de movimientos caprichosos. Los hombres casados, siempre celosos, no permiten de ordinario que sus mujeres los presencien.

Aman realmente la música de instrumentos, en particular la que se obtiene con los de metal, lo que se comprueba con las marcadas consideraciones con que favorecían antes a los desertores o mestizos que tocaban la corneta. Era gran honor para un cacique llegar a una reunión con uno de estos individuos que sabían producir algunos sonidos semejantes a una marcha.

Han quedado también rezagados en la ejecución con estos instrumentos: no han aprendido a producir la belleza del sonido ni imitar algunos aires chilenos; resalta en sus tocatas la variedad del timbre con ausencia de toda armonía.

El hombre únicamente toca estos instrumentos; la mujer, en especial la machi, sostiene el canto con el tambor y nada más.

Una música tan pobre, se concibe que concuerde con instrumentos muy sencillos y destemplados, ninguno de cuerdas, como los que se detallan enseguida.

Cultrun o rali cultrun, el tamboril de la machi, formado de una fuente honda de madera o de la mitad de una calabaza grande y cubierto por un lado con cuero de caballo. Se toca con un palillo forrado con lana en la punta o con un calabacín.

Coquecultrun, mayor que el anterior, hecho del tronco de un árbol y que se toca por los dos lados.

Püfillca, pífano de madera; antes los hacían de piedra o de las canillas de los prisioneros condenados a muerte.

Trutruca, especie de trompeta con un cuerno en la extremidad de un colihue de cuatro o cinco metros de largo.

La fabrican abriendo un colihue y sacándole la pulpa interior. Enseguida la amarran con una envoltura de hilo, sobre la cual va un forro de tripa de caballo para que no salga aire. Por el lado en que se toca lleva una lengüeta.

En las tribus del sur usan un instrumento semejante a éste, que llaman lolquin. Adaptan al cuerno, en vez de un colihue, la caña de un cardo conocido con el nombre de troltro. Lo usan también en sus bailes.

Cullcull, es el cuerno de buey. Antiguo instrumento de guerra que se tocaba entre otros casos para dar la voz de alarma, arriba de los cerros y de reducción en reducción.

Quinquecahue, violín formado de dos arcos de mimbre amarrado con crin.

Pincuihue, colihue como de media vara; le sacan el interior, le hacen cinco o seis agujeros y le ponen en la extremidad superior una lengüetilla. Da un tono de tiple como el flautín.

Palquin, de un arbusto leñoso llamado así, lleva una boquilla y abajo un cuerno o una hoja grande de árbol en forma de embudo. Tiene un eco muy delgado producido por la aspiración.

Huada, calabaza que sonaba con las pepas que le quedaban dentro o con las piedrecillas. Ha sido reemplazado con los cascabeles.

Cadacada, conchas grandes rayadas, que producen al frotarlas, algo semejante al de las castañuelas. Instrumento exclusivo de la costa.

Clarín, o corneta de metal del ejército, que aprendieron en algunas ocasiones de los desertores y muy raro ahora por su precio y escasez; de gran lujo para algunos caciques en reuniones solemnes.

En el departamento de Imperial lo reemplazan por un instrumento denominado troltro Clarín, hecho de la caña del cardón de ese nombre; produce sonidos que se parecen a los del Clarín de metal.

Para cada uno de estos instrumentos hay especialidades que son a la vez músicos y fabricantes. Nunca tocan reunidos, en orquesta, sino por separado, menos en los ngillatun y machitun.

Entre el menaje que se amontona en las viviendas se guardan cuidadosamente los instrumentos musicales.

El número de personas que habitan en la casa, como se ha dicho, es variable. Cada una tiene su sitio determinado, o en el interior de la ruca o en los camarotes (catrintuco). Estos departamentos sirven para dormir los catres mapuches (cahuito).

El individuo tiene los objetos que le pertenecen en el lugar que se le ha señalado.

La aglomeración de personas, de arreos de montar, instrumentos de labranza, vasijas para graneros, utensilios domésticos, dan al interior de la casa araucana un aspecto de suma estrechez.

Entre los objetos que la llenan, se ven aún muchos de piedra, que se emplean todavía en los menesteres domésticos. La edad de piedra no concluyó con la conquista española; siguió subsistiendo hasta entrado el siglo XIX.

Si se toma en cuenta uno que otro resto de piedra en bruto desenterrado hasta en nuestro territorio, cabría en lo posible suponer que su antigüedad alcanzaba hasta la época paleolítica o de la piedra de tosca talladura.

Pero, si confusamente se ve al hombre en aquella enorme distancia del tiempo, al contrario, en la neolítica o de la piedra pulimentada, aparece en plena existencia y asociado en pequeñas agrupaciones.

A este período prehistórico pertenecen los innumerables instrumentos de piedra pulimentada extraídos en las regiones del sur.

Muchos de estos restos provienen de los montones de conchas que permanecen cubiertas por la tierra o la arena a lo largo de la playa y que se extienden, en lugares no escarpados de la costa, desde el Biobío hasta Chiloé.

Otros objetos se han sacado de las minas de carbón fósil de Puchoco, de Lebu y otras situadas en la provincia de Arauco.

Los demás se han recogido, en cantidad abundante, del valle central y de la zona andina, ya de las cavernas o acumulaciones aluviales, ya de los despojo de cementerios u orillas de ríos o lagos.

No cabe duda por esto, como por la densa población que hallaron los conquistadores españoles, que la masa más compacta de los aborígenes chilenos se había fijado al sur del Biobío.

Entre todos los instrumentos pertenecientes a la arqueología prehistórica, ninguno se ha recogido en la frontera en número tan crecido como las piedras horadadas.

Se encuentran en las sepulturas antiguas, dentro del agua en los esteros, en las quebradas, incrustadas en las raíces de los árboles; enterradas en las faldas de los cerros y en los llanos.

Desde tiempos pasados los coleccionistas y los campesinos las recogen por centenares, sin que disminuya su número hasta la escasez.

Se han recogido desde Nacimiento hasta el Toltén y desde el mar hasta los Andes; pocas en Villarrica y en la zona que sigue al sur de este lugar hasta el Reloncaví.

Todas están hechas de piedras redondeadas en el lecho de los ríos, por lo que su perfil ordinario es circular. Muy pocas, quizás el diez por ciento, son ovaladas; más raras aún son las cónicas.

De tamaños variables, las más grandes pesan, 4.500 gramos y las más pequeñas sólo 270.

Unas, achatadas, presentan la forma de discos y otras, redondas, se aproximan a la de una esfera.

La perforación, de diferentes diámetros, es bicónica o de dos embudos truncados que, unidos, presentan lo ancho hacia afuera. Rara vez se encuentran con agujeros cilíndricos.

La superficie de las piedras se presenta sin trabajo alguno, a excepción de una que otra bien pulimentada o con algunos golpes ligeros de cincel. Este detalle demuestra que no era objeto de atención artística, sino que estaban destinados a usos comunes de la vida doméstica de los aborígenes.

Entran en su fabricación las rocas porfídicas, sieníticas, cuarzo, graníticas, areniscas y aún las de lavas o pómez, de estructura porosa, tantas del material duro como del blando.

Discutida ha sido hasta la actualidad la aplicación que los aborígenes daban a estas piedras. Las opiniones de los etnógrafos no han concordado acerca del particular, al menos en Chile.

Se ha creído que sirvieron de armas arrojadizas o de porras, monedas, martillos, torteras de husos, pesos para hundir la red o sujetar en el telar los hilos. Hasta se ha supuesto que eran una especie de ídolo que representaba el órgano sexual femenino.

Hoy día la investigación se ha adelantado: estas piedras se usaron principalmente para extraer de la tierra papas y raíces y secundariamente en otras aplicaciones de las enumeradas.

Sabido es que uno de los elementos primordiales de la alimentación del indio era la gran variedad de tubérculos de producción espontánea que había en el territorio.

Aquellos chuzos primitivos de que hacen referencia algunos cronistas debieron ser, por consiguiente, palos de uno, dos o tres ganchos afilados en la parte de abajo con la piedra agujereada en la de arriba, con los que hacían los surcos de sus reducidas siembras.

Hay otra razón que explica su uso: estas piedras se encuentran en mayor cantidad en los campos agrícolas, ya en laderas o terrenos con declive a los ríos, ya en los llanos productores de papas silvestres.

Por último, el problema de la aplicación de estas piedras a fines agrícolas, queda resuelto con la coincidencia de haberse empleado en otras partes con el mismo objeto, como entre los aborígenes de Estados Unidos, del Perú, Bolivia, Argentina, Brasil, etc.208

Bien que en menor cantidad que las piedras agujereadas, abundan igualmente en el sur, en la costa como en el centro y los valles andinos, las hachas de piedras de varias dimensiones.

En cuanto a su tallado, las hay de dos especies: unas completamente pulimentadas y otras a medio pulir, en su mitad inferior por lo general. Estas señalan un término medio entre las edades de la piedra tallada y la pulida.

Se han encontrado, bien conservadas de ordinario, sobre la superficie del suelo o enterradas, a profundidades variables.

Se adaptaban a un mango de madera, atadas con un trenzado de juncos o tiras de cuero. Se utilizaban así engastadas en diversas labores domésticas y como armas. Las de filo muy delgado y en forma de escoplo, se supone que serían para separar el marisco de las rocas, pues en la costa es donde se las ha encontrado en mayor número209.

Algunas de estas hachas tienen arriba una pequeña perforación. Esmeradamente bruñidas, muchas son delgadas y anchas, varias de un tamaño doble de las comunes sin agujero. Los indios las pulían probablemente restregándolas en otra piedra grande y suave. La horadación ha debido hacerse en todas las piedras agujereadas con un taladro de madera, hueso o pedernal, que se movía con un poco de agua y arena.

Es curioso que la superstición de los indios haya contribuido a la conservación de tales restos arqueológicos.

Una anciana de la provincia de Malleco explicaba la posesión de una de estas hachas contando que una noche de tempestad cayó un rayo sobre un roble muy corpulento y antiguo; la mitad del árbol quedó reducido a cenizas. Al otro día la gente hizo excavaciones al pie del roble para buscar la piedra del rayo. Después de mucho trabajar, se encontró debajo de una capa superficial de tierra.

Desde entonces la piedra había servido de preservativo contra los rayos, tan frecuentes en las altas montañas.

Indios y campesinos atribuyen la misma procedencia a estas hachas, con la diferencia que los primeros las consideraban con propiedades misteriosas y reveladoras del porvenir.

Así, los huilliches llevaban estas hachas a sus ngilatum, rogativas, como signo del rayo que manejaban los pillanes. Otras reducciones solían emplearlas para conocer la suerte de un malón por la dirección que tomaban algunas gotas de agua colocadas sobre ellas.

A la invasión española se usaban mucho estas hachas de trabajo esmerado; las llamaban troqui y pertenecían a los jefes de tribus, que las llevaban colgadas al cuello como distintivos de autoridad en las ceremonias públicas. Heredaba el hijo mayor la de algún cacique famoso. De aquí provenía el nombre de toqui dato a los caciques principales.

Los indios las distinguen al presente con este mismo término.

Escasos han sido los hallazgos en la Araucanía de las insignias de mando que representan una cabeza de loro. Solo en Temuco se desenterró un ejemplar, tal vez exótico, que lleva grabado en el dorso una especie de lagarto.

Abundan de igual modo las puntas de flechas, recogidas en particular en las acumulaciones de residuos de comidas que se extienden a las orillas del mar, desde Puchoco, en la bahía de Arauco, hasta Llanquihue y Chiloé. Las hay de todos los tipos conocidos y dimensiones210.

De Puchoco y Lebu se han extraído muchas, casi todas de esquita arcillosa. Tienen cierto parecido a hojas de árbol y están excavadas en la base.

Su elaboración se remonta, a no dudarlo, a la primera edad de la piedra en Chile. Si se toma en cuenta su variedad de formas, hay que convenir que estaban destinadas a usos diferentes.

En los valles y llanos centrales son menos abundantes; se les han solido encontrar aisladamente. Se encuentran muchos ejemplares en las colecciones del sur.

Pero quedan aún en cantidad no tan insignificantes en los valles de la cordillera andina, morada de las tribus cazadoras. Estos indios y todos los de las faldas orientales, usaron la flecha hasta el siglo XVIII.

Las de mayor dimensión servían de puntas de lanza y algunas miden 7 cm. por 3 y 12 por 3, respectivamente de largo y de ancho.

Como la punta de flechas, las piedras de boleadoras, lacai, fueron armas e instrumentos de caza para los araucanos.

A excepción de las piedras horadadas y de las hachas, ningún objeto abunda tanto como éste, sobre todo al sur del Cautín y en los valles de los Andes. Escaso número queda en las faldas de Nahuelbuta y menos aún en la costa.

De forma un tanto ovalada o redonda, llevan una cintura en que se amarra un trenzado de correas. Es la misma arma de caza y combate que usaron los aymarás, incas, atacameños y calchaquis.

Aunque raras, suelen encontrarse algunas piedras a que los araucanos atribuían significado religioso.

Como en el resto del país, hay en el territorio de la frontera, en las colinas suaves, algunas rocas planas que se inclinan un poco en dirección del cerro donde están. Presentan en su cara superior algunas depresiones, por lo común circulares, honduras y diámetros muy variados, de distancias irregulares.

La imaginación popular atribuye su existencia a riquezas enterradas por hechiceros. Se llaman vulgarmente «piedras de crisoles» en algunos lugares y en otros «de los platitos», «de las ollitas».

La casualidad muchas veces o el examen atento de personas ilustradas, han dado con ellas en distintas localidades de estas provincias.

La más conocidas y que sobresalen por sus detalles son las de Picoiquén, cerca de la ciudad de Angol; la de Retricura en Curacautín, y la del Estero de las Canoas, a legua y media al norte de Temuco.

Distintos usos se han atribuido a estas rocas con excavaciones. Han sostenido algunos etnógrafos la hipótesis de que fueron sacrificaderos humanos; otros la de que estuvieron destinados al juego de tejos y no faltan quienes sostengan que, según la creencia indígena, personificaban algún antepasado de tribu. La opinión más generalizada por los investigadores que han estudiado la arqueología del Perú, Bolivia, Atacama y Argentina es que sirvieron de morteros211.

Está averiguado que en el norte y centro de Chile tuvieron esta aplicación, traída por los incas y quizás antes. Seguro es que en alguna estación del año se reunían las familias en lugares determinados a ejecutar la tarea de la molienda de granos, con especialidad del maíz, para la preparación del guiso llamado locro. Se practicaba el ceremonial usado en todas las parcialidades; en esa ocasión se invocaba a un antepasado o al espíritu del mortero para evitar heridas o contratiempos imprevistos.

En el transcurso del tiempo, la molienda hubo de cambiarse en otros medios más expeditos y rápidos en el mismo hogar, pero persistió la costumbre de reunirse en esas rocas a celebrar rogativas a los antepasados u otros espíritus protectores. Se concluyó por considerarlas al fin solamente penetradas de una virtud superior que se personificaba en algún antecesor. Así se explica la elaboración de algunas en caminos y sitios lejanos de las residencias y las excavaciones en caras laterales de los bloques, donde no se ha podido moler sino depositar ofrendas212.

Los araucanos tenían además la piedra de mortero, grande y fácil de transportarse que llamaban tragatripihue para moler ají; tranachadihue, para moler sal. Trituraban el maíz en la piedra plana de moler o golpeando con una mazo una porción envuelta en un jergón.

Es preciso descontar de estas rocas las que por efecto del desgaste de una corriente en ellas por piedrecillas acumuladas encimas producen concavidades más o menos profundas, que muchos confunden con las hechas por el hombre. Son muy comunes en las orillas de los ríos del sur, entre otros del Malleco y del Cautín. Son las que en otros países tienen la designación de «piedras de remolino».

Propiedades ocultas y misteriosas atribuían los indios a ciertas piedras de figuras raras, que buscaban en dirección de los aerolitos. Se las denominaba «piedras cherrufe» y su poseedor, cacique de ordinario, creía tener un talismán de virtudes extraordinarias, entre las cuales se contaba la de proporcionar riquezas.

Efecto supersticioso atribuían igualmente a unas piedras pequeñas que las machis colocan dentro del tambor y que llaman ilcan, de pórfido negro.

Otras piedras dotadas de propiedades ocultas y misteriosas eran las que los indios abajinos llamaban pelpel (e sorda) y troquitúe, de pedernal trasparente o piedra de chispa. Suelen encontrarse en los cementerios antiguos. Los indios extraían estos guijarros pequeños y de formas variadas del fondo de los ríos o de algún salto de agua.

Los caciques las enterraban en los corrales para el aumento del ganado.

No ofrece la menor duda que la aplicación supersticiosa de estas piedras, proviene igualmente de los peruanos, que las tenían con igual significado.

Las machis poseen también el troquihue. Lo emplean en sus curaciones, haciendo creer a los espectadores y al enfermo que atraviesa el cuerpo de éste, desde la cabeza hasta un pie; si sale limpio la curación es segura; si sale manchado o con sangre, la muerte sobrevendrá irremediablemente.

Los antiguos araucanos poseían una variedad completa de utensilios tallados en piedra arsénica o en rocas de estructura blanda.

A pesar de ser rarísimo en el día los pocos ejemplares salvados de la destrucción, permiten clasificarlos entre las vasijas para la mesa y la cocina.

En las provincias de Malleco y Cautín, se han extraído platos para desleír la pintura con que se adornaban las mujeres. Su nombre indígena es ralicura, plato de piedra213.

En una caverna de Purén se desenterró una taza de piedra y en otros lugares se han extraído ollas de una hechura parecida a las de greda.

Menos comunes que los anteriores, son ciertos objetos que han necesitado mayor esfuerzo de trabajo. Entre éstos se puede colocar la caja de piedra, llamada en araucano travoncura y destinada para guardar granos. Una conservaban los indios de Picoiquen como herencia y recuerdo de sus antepasados. Se quebró al trasladarse en carreta de la reducción a casa de un vecino de Angol.

Fuentes bajas y extendidas que se utilizaban para remojar los granos, conservan aún el nombre moderno que les dan los indios, patiacura, batea de piedra.

Hasta en las orillas de los ríos solían labrar estas fuentes en rocas fijas. Una se ve en el río Rehue, y otras en varias localidades.

Hasta hoy día han persistido en varias reducciones los martillos de piedra, mango corto y golpeador redondo, todo de una pieza; el triturador de hojas y raíces para tinturas y remedios, de piedra tableada en la base y sobresaliente arriba para tomarse; la piedra plana para afilar, llimeñ, el punzón y la tortera de huso. En todas quedan las piedras planas de moler, cudi, con la llamada mano, ñun cudi.

Los araucanos tenían, particular propensión a fumar. Para esto cultivaban una planta que conocían con el nombre de petrem.

Debe suponerse entonces que las pipas de fumar, ritra, fuesen, a la par que muy antiguas, abundantes.

Su uso proveniente de los pueblos del norte, fue posterior a la absorción de rapé.

Los tipos más antiguos son de piedra. Posteriormente los indios las han trabajado de greda y madera. Las usaban los indios en sus fiestas y reuniones, en las ceremonias oficiales y en numerosas aplicaciones mágicas y las machis en las prácticas de su oficio214.

Entre los indios del departamento de Temuco y los del sur de Cautín solía emplearse un curioso instrumento destinado a la extracción de muelas. Lo designaban con el nombre de nentuvorohue. Se compone de una piedra redonda con dos agujeritos que la atraviesan; por ellos pasa una correa que se amarra a un palo recto.

He aquí cómo se opera. El paciente se coloca de espalda. El operador afirma la extremidad del instrumento en la muela y da un golpe en la piedra.

Para sangrarse empleaban el instrumento de pedernal que denominaban queipu o queupu. Era una pequeña punta de flecha metida en una varilla hacia abajo y en una extremidad. Un papirote hacia introducirla en la parte dañada. Una punta de vidrio reemplazo después a la de piedra.

En gran número se han extraído de las sepulturas más antiguas las torteras de huso, de piedra y greda, lo mismo que las piedras de moler, ñuncudi, que en nada difieren de las actuales, y las destinadas a sobar pieles y alisar vasijas de greda, ilcoihue.

Usaron los indios el cincel de piedra para picar la de moler o para perforar otras. Lo abandonaron cuando obtuvieron barras de hierro o de acero para ejecutar con mayor facilidad este trabajo. En araucano se denominaba retrihue y vulgarmente «piedra de piñón» por su forma.

Los silbatos araucanos llamados püfilca, tan comunes ahora en madera, comenzaron con los de piedra que debieron llegar del norte. Algunos ejemplares se han hallado en Angol y Valdivia.

Desde muy antiguo circulaban entre los araucanos unas pequeñas piedras agujereadas, de sílex, que llamaban llanca y les servían de moneda y adorno. Ahora mismo son muy comunes en las sepulturas antiguas. Se han hallado también unas piedras pequeñas y delgadas, con perforación en la parte de arriba que han servido seguramente de aros.

En las provincias de Cautín y de Arauco han sido desenterrados algunos ídolos de piedra, destruidos por sus dueños. Semejantes en sus rasgos fisonómicos a las figuras que los indios colocaban en sus cementerios.

Otras piedras se han hallado con algunas figuras grabadas, tal vez por españoles prisioneros, como una de Huequén, en la cual se ve un corazón atravesado por una cruz.

En el departamento de Traiguén hay una que conserva las líneas de un San Antonio.

Debieron hacer hasta figuras talladas en piedra y madera.

De ahí vienen los milagros de santos encontrados en las montañas.

Contemporáneos a los objetos de piedra eran los de huesos, como cuchillos, torteras, alisadores de pieles, anzuelos, etc.

Necesario es advertir, para terminar este somero examen de la arqueología primitiva de Arauco, que los indios del sur desconocieron toda metalurgia: no supieron obtener el bronce ni extraer el fierro, que sólo aprendieron de los españoles a forjarlos. Así este pueblo pasó directamente de la edad de piedra a la de hierro, sin haber tenido la del bronce215.