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ArribaAbajoSobre un libro de versos

Al argentino Francisco Soto Calvo, autor de «Prosas»


Dos caracteres, dos manifestaciones muy diversas de poesía, alternan en las páginas del libro que motiva esta carta: la poesía que es sentimiento, la poesía que es color.

Place a su numen, en las horas serenas, detenerse en la consideración de las exterioridades brillantes y graciosas; de las escenas amables de la vida, de los aspectos del mundo material sencillos y risueños.

Como pintor del paisaje, como poeta de la descripción, caracteriza a usted una nota de franco y vigoroso realismo.

No busca usted, en su infinita variedad de la Naturaleza, los cuadros excepcionalmente bellos, o excepcionalmente grandes, para pedir ilusoriamente de prestado a la magnificencia de los temas lo que de si debe dar la inspiración; ni espera usted, para cantarla, aquellos instantes en que a la contemplación de las realidades externas se asocia la efusión del sentimiento íntimo, que deja en ellas un reflejo de su luz o un toque de sus sombras, haciendo de la misma naturaleza confidente del alma que se acoge a su seno.

Ha sido concedido a su numen el don de la objetividad descriptiva, de la visión desinteresada y directa de las cosas, que para muchos importa sólo una desviación de los procedimientos naturales del arte, del sentimiento y la palabra, empeñada en una estéril rivalidad con las que tienen el dominio de lo plástico; pero que para mí vale tanto como cualquier otra forma o inspiración de poesía, siempre que la luz transfiguradora de lo bello, que hace chispear la lágrima cristalizada por el arte, se refleje también en el relieve de la línea o sobre la mancha de color.

Destierra usted de su descripción la ampulosidad, la vaguedad, ama usted el detalle y sabe bien que aun en los más humildes y desdeñados rincones de la naturaleza hay siempre una inspiración segura para quien acierta a rasgar la corteza vulgar y prosaica de las cosas, con la mirada en que va un rayo del sentimiento y la mente del artista.

Ya emule el verso el cromatismo del pincel, como en la descripción animada y resplandeciente de «Colores»; ya sea su tema, como en «La Mancha» -que ganaría con la corrección de cierto abandono prosaico de estilo,- un juego de niños ingenua y sencillamente poetizado; ya tome el escenario de la calle, como en la composición intitulada «De paso», una escena tosca y plebeya, o bien traduzca, como en los «Croquis de viaje», donde noto rasgos tan agradablemente superficiales y graciosos como el de Bulle, al idioma del poeta las impresiones del turista, prevalece constantemente en las descripciones, de usted el mismo amor por lo sencillo y lo gráfico.

Su manera de descripción me recuerda la del más meridional y colorista de los actuales poetas españoles, el lirismo pictórico de Rueda, a cuya feliz evocación parece haber rejuvenecido la genialidad de la vieja lírica andaluza, armonizada con las influencias del moderno prurito literario de pintar.

Singularmente en composiciones del género de El tren, La siesta, La faena, y La lluvia, percibo esa semejanza, y me parece que la nota vivaz y luminosa del pincel que coloreó los «Cantos de la Vendimia» y la «Sinfonía Nacional» imprime vida y carácter a sus cuadros.

Así como domina, según lo he notado ya, en sus descripciones, el anhelo de desentrañar y revelar la íntima poesía de lo que parece más esencialmente prosaico a la mirada del vulgo, es frecuente y característico en sus composiciones de sentimiento personal la preocupación de detener el vuelo rápido de los pequeños acontecimientos de cada hora, de las pasajeras emociones, de los leves recuerdos, de los episodios fugaces, aparentemente baladíes, pero que en la historia del alma dejan su huella y van labrando el cauce por donde acaso ha de precipitarse imperiosa e irresistible la pasión a semejanza de los obreros humildes, los esfuerzos oscuros y las acciones ignoradas, que preparan desde la sombra, en la historia de la especie, los solemnes acontecimientos y las grandes transformaciones.

¿Triunfa usted siempre? ¿Escolla usted alguna vez en la dificultad, propia del género de comunicar valor de emoción universal, valor humano, al lirismo que expresa la emoción individual?

Aunque en presencia de ciertas páginas del libro, hubiera de ser negativa la respuesta, usted lo compensaría sobradamente, ante la crítica más cruel, con sólo exhibir el idilio que se titula «Adolescentes» y que es, en mi sentir, lo más inspirado y hermoso de su obra.

Podría afirmarse que todas sus calidades de paisajista delicado y todas sus dotes de poeta de suave sentimiento han llegado en esa composición a la más perfecta y admirable armonía, refundiendo en una sola y dichosa inspiración, que acaso inmortaliza un recuerdo melancólicamente acariciado en la intimidad de su memoria, lo más selecto, lo más hermoso, lo más puro, que ambas excelencias de su espíritu pudieron dar de sí.

Todo, en esa composición, me es singularmente grato: la ingenuidad del sentimiento, la poética naturalidad de la expresión, hasta la forma métrica, el serventesio sencillo y elegante, que Campoamor substituyó con excelente acuerdo a la estrofa tradicional de la epopeya en el Drama Universal y que es hoy, en poesía americana, copa de férvido y brillante lirismo, en manos del gran poeta de Méjico, autor de Gloria y de Sursum.

Hace ya tiempo que cuento esa que considero mejor de sus composiciones, en el número de las que me son excepcionalmente queridas; y al agradecer a usted por esta carta el galante envío de su obra, se me ofrece la ocasión agradable de trasmitirle el testimonio de esa predilección.

Llego a las páginas que dedica usted a sus traducciones de selectos versos franceses y que despiertan en mí tanto interés como las anteriores.

Hay quienes conceptúan la traducción labor servil o, por lo menos, secundaria; hay quienes la identifican con las más nobles manifestaciones de la producción. En cuanto a mí, las traducciones poéticas me parecen cosa tan ardua e insegura como el acto de pasar de un pomo a otro la esencia etérea, sutilísima. -Esta mi idea de su dificultad ha resistido, muchas veces, a la lectura de las que llevan la firma de don Juan Valera, de Teodoro Llorente, de Bonalde. Si La Prière pour tous no hubiera sido traducida al español por Andrés Bello, apenas creería en traducciones.

Traigo ahora a cuenta esta meticulosidad, o, si usted quiere, extravagancia de mi gusto, para realzar la significación del aplauso que debo a usted al llegar a esta parte de su obra, y dar idea de la admiración que me merece el exquisito sentimiento con que ha interpretado usted la melodía arrobadora de la Lucía de Musset. -El íntimo perfume, la fidelidad del espíritu, me parecen en esa composición verdaderamente irreprochables, y si a ellos se redujeran las buenas condiciones de la traducción, yo la tendría por modelo. ¡Qué lástima que inoportunas asonancias vuelvan la forma defectuosa!

Ha tentado también a sus anhelos de refundir por la traducción, en el propio espíritu, las concepciones bellas de los otros, el soneto triunfal con que el insigne americano de quien puede decirse que ha hecho resplandecer la magnificencia y la juventud del Nuevo Mundo en el cenáculo de Gautier y de Banville, cantó a la banda aventurera a cuyos ojos ávidos se levantaron una vez, en el confín del horizonte, las estrellas desconocidas que hoy fulguran sobre la libertad y la civilización de nuestra América.

Bien sabe usted que no ha llegado el primero al pie de ese bajorrelieve de bronce, esculpido por mano a un tiempo delicada y atlética, para apoderarse de su imagen y labrarla de nuevo, con el cincel de nuestra habla española, a la que el tema de aquel fragmento épico parece adaptarse como a su forma natural. -Miguel Antonio Caro ha traducido Los conquistadores, y la lectura de una nueva versión se asocia inevitablemente en nuestro espíritu al recuerdo de tan formidable precedente. -Pero la tentativa de usted no significa, después de la de Caro, una obra inútil, porque está inspirada en muy distinta inteligencia de la traducción. El clásico de Colombia, además de traducir el soneto, lo ha españolizado. Impera en sus «Conquistadores» antes el estilo del traductor que el del propio poeta, y es su soneto de la casta de los que salieron de manos de Góngora, de los Jáuregui, de los Arguijo. Considerado independientemente del original, es, sobre toda duda, soberbio; apreciado en su calidad de traducción, deja bastante que desear. Usted, en cambio, prefiere el endecasílabo, que lleva el sello poético de nuestra raza, y a la soltura concedida en el procedimiento de interpretación, al voluntario vuelo de que hablaba, a propósito de las imitaciones de los clásicos, Bartolomé de Argensola, la estricta sujeción al metro y a la letra, y sus alejandrinos castellanos, calcados casi uno por uno en los del soneto original, son el traslado fidelísimo del pensamiento y las palabras del autor de Trofeos. Las traducciones de «La tumba del conquistador» y la «Fuente de juventud» del mismo Heredia, armonizan cumplidamente con la belleza de la que he comentado.

Ha elegido usted, en el acervo de otros poetas, y ha acertado a darle también una fiel y brillante interpretación, la fresca y primaveral poesía de la «Aurora» de Hugo; el dejo melancólico de los «Remordimientos» de Bourget; la imagen soberbia del «Albatros», con que el maestro de las Flores del mal simbolizó la ineptitud divina de los poetas en la prosa del mundo; la severa reconvención de Sully Prudhomme ante la frívola vanidad del tiempo perdido; y la canción de Richepin, la balada del corazón de la madre muerta, que es de veras un corazón que va goteando sangre...

Habla tan alto la selección de los originales en pro del acierto de su gusto, como en favor de sus condiciones para esta producción refleja de poesía la felicidad del desempeño.

En cambio, ¿me permitirá usted confesarle que cuando leo su traducción de El soneto de Soulary, no me parece que esa travesura, tan ingeniosamente expresada por el poeta, de la idea rebelde y esquiva a las solicitaciones tenaces de la forma, haya sido dominada esta vez por su habilidad de rimador?

Pero no prolongaré por más tiempo, la ya impertinente prolijidad de este comentario. Me olvido de que escribo una carta y no una crítica. Sírvanme de disculpa el interés y el halago del tema sobre que he departido con usted y mi afición al estudio de los poetas.

Tratándose de los elegidos, para hablarnos en el lenguaje natural de las cosas bellas a los que formamos en el rebaño obscuro de la prosa, yo no concibo la crítica sino como un homenaje tributado a la superioridad jerárquica de los que crean sobre los que analizan. En vano voces que parten a toda hora del clamor bárbaro y plebeyo, pero que suelen descender también de las alturas, niegan y desconocen la razón de esa superioridad. Ustedes ríen de los augures que profetizan la ruina inevitable de la ciudad de que son dueños; ustedes imperan, eternamente vencedores. Hace apenas dos lustros, bajo los auspicios de una escuela que ambicionó dictar la fórmula última y definitiva del arte moderno, proclamaba la soberbia de la prosa, una vez más, que el secreto del porvenir era exclusivamente suyo. Entre tanto nuevas escuelas se han alzado sobre la decadencia de la que confinaba la poesía a los dominios de un recuerdo glorioso, ella ha rescatado a su favor gran parte de su imperio, y hoy va pasando de moda al saludarla con el adiós melancólico de Shakespeare: ¡a la reina de los tristes destinos!




ArribaAbajoNotas sobre crítica

Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad.

Temperamento de crítico es el que une al amor por una idea o una forma de arte -nervio y carácter de sus juicios- la íntima serenidad que pone un límite a los apasionamientos de ese amor, como lo fija a las tempestades de la tierra la paz de las alturas. -Recuerdo haber escrito alguna vez que en la aleación del alma del crítico grande y generoso, es indispensable elemento una buena porción de aquella substancia etérea, vaga, dotada de infinita elasticidad, fácilmente adaptable a las más opuestas manifestaciones del pensar y el sentir, que veía el gran estético de la Enciclopedia en el alma multiforme del cómico. -Agregaré que la más elevada aspiración de un espíritu literario ha de cifrarse en la ciudadanía de la ciudad ideal que imaginaron en Weimar los dos geniales colaboradores de Las Horas y a la que debía llegarse por la armonía de todos los entusiasmos y la reconciliación de todas las inteligencias.

Leopoldo Alas traduce acertadamente en máxima de crítica la frase famosa de Terencio: «No me es ajeno nada de lo que es humano». -El mejor crítico será aquel que haya dado prueba de comprender ideales, épocas y gustos más opuestos.

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Si hubiera de graduarse el nivel a que alcanza en la clasificación de las inteligencias el espíritu de cada escritor, tomando por base sus aspiraciones respecto a la crítica que ha de pronunciarse sobre sus obras, yo propondría la fórmula siguiente: -El escritor de noble raza es aquel que ambiciona ante todo, ser comprendido. El vulgar escritor es aquel que procura, ante todo, ser elogiado.

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El ministerio de la crítica no comprende tareas de mayor belleza moral que las de ayudar a la ascensión del talento mal que se levanta y mantener la veneración por el grande espíritu que declina.

Reservad la benevolencia de la crítica para juzgar las caídas de los grandes y no la empleéis en cohonestar la inepcia de los pequeños.

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Lo que Bentham define, en los Sofismas Políticos, «la disposición absolutamente necesaria a la naturaleza humana que nos lleva a admitir sobre la palabra de los demás, no solamente hechos, sino también opiniones», puede oponerse a menudo a las ventajas del examen libre y personal y de la espontaneidad del pensamiento y el gusto, en los críticos poco reflexivos o poco audaces. Pero con relación al nivel vulgar de la crítica privada de la superioridad que es necesaria para aspirar a alzarse en rebeldía contra las leyes del común pensar y sentir, ese imperio de las opiniones autorizadas es una sana fuerza conservadora que, mantiene el orden en los dominios del pensamiento. Sin el límite que ella opone a la ingenuidad de la ignorancia y el mal gusto, críticos habría que llamaran hombre de genio a Jorge Ohnet y fastidioso a Cervantes.

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El crítico que al cabo de dos lustros de observación y de labor no encuentre en aquella parte de su obra que señala el punto de partida de su pensamiento, un juicio o una idea que rectificar, una página siquiera de que arrepentirse, habrá logrado sólo dar prueba, cuando no de una presuntuosa obstinación, de un espíritu naturalmente estacionario o de un aislamiento intelectual absoluto.

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La crítica de Boileau podría simbolizarse en un aula de muros austeros y sombríos donde una palabra de entonación dura y dogmática impone la autoridad de un magisterio altanero. -En la crítica de Villemain, o la de Valera, respiramos un tibio y perfumado ambiente de salón, donde se conversa con donaire exquisito sobre cosas de arte. -La de Taine nos lleva a un magnífico laboratorio, en el que un experimentador opulento, que es a la vez hombre de selecto buen gusto, ha puesto la suntuosidad de un gabinete de palacio. -La de Gautier nos conduce por una galería de cuadros y de estatuas. -Leyendo a Macaulay nos parece hallarnos al pie de la tribuna, bajo el imperio de una elocuencia avasalladora. -Con Menéndez y Pelayo penetramos en una inmensa Biblioteca. -Con Sainte-Beuve y Bourget nos allegamos al archivo íntimo que guarda condensada el alma de un autor.

Hay también, allá en los arrabales de la ciudad del pensamiento, un tugurio estrecho miserable, donde un mendigo senil ve pasar, con mirada torva y rencorosa, a los favorecidos con los dones y triunfos de la vida: juventud, fortuna y belleza.

Es la crítica, por quien jura y maldice eternamente, en el mundo literario, el espíritu de Zoilo.

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La lucha del «contenido inefable» que existe en todo espíritu, con la insuficiencia del verbo limitado y rebelde, que hacía anhelar al poeta de las «Rimas» poder trocar el «idioma mezquino» de los hombres por otro que diese a un tiempo sensación de suspiros y de risas, de notas y colores, suele atormentar también el espíritu del crítico, al esforzarse por traducir en palabras ciertas reconditeces del pensar, ciertas delicadezas de la emoción estética, ciertos matices del juicio. -Tiene, entendida así, un sentido profundo la frase con que termina el autor de Apolo en Pafos su examen de cierto libro de Pereda: «La crítica debiera auxiliarse a veces de la música. Sólo con una melodía muy tierna y dulce podría juzgarse de la belleza más recóndita de la última parte de La Montálvez».




ArribaAbajoArte e historia

(A propósito de «La loca de la Guardia», de D. Vicente Fidel López)


La obra del eminente historiador argentino que, exhumada de los folletines del viejo Nacional acaba de adquirir forma de libro en Buenos Aires, da en cierto modo carácter de actualidad al recuerdo de otra obra, tan poco leída hoy como memorable en los anales de la literatura de América: al recuerdo de La novia del hereje.

¿Por qué no buscar compensación a la tristeza infecunda de nuestra presente vida literaria, volviendo a veces los ojos a las cosas buenas y olvidadas del pasado, de un pasado tan lleno de inspiraciones y ejemplos?

Dura siempre la oportunidad de los libros hermosos; y en el silencio, en la suerte de la obra literaria, es camarada del olvido.

Eran los tiempos en que empezaba a manifestarse en el espíritu de nuestros pueblos, junto con muchos nuevos signos reveladores de ansiedad de saber y de cultura, el amor a los estudios históricos.

La época anterior -la de las luchas por la Independencia- no legaba, en rigor, ejemplos apreciables en ninguna otra forma de producción literaria que la elocuencia política y lírica, -únicas manifestaciones del espíritu que habían podido ser toleradas en ella por la necesidad suprema y absorbente de la acción.

Ni el arte ni la filosofía de la historia de América podían reconocer precedentes en las páginas consagradas a narrar la crónica de la conquista y la dominación española, por la pluma superficial del Deán Funes, cuya literatura representa, en su tiempo, la persistencia del carácter propio de la cultura colonial, vivificada, en cuanto a las ideas y la crítica, por el espacio nuevo, pero conservando sus formas características en la aridez desapacible del estilo, en la monotonía sin gracia del relato, y en el mérito de la erudición paciente y laboriosa, que es a la labor creadora y la manifestación original de la inteligencia, lo que la virtud pasiva y abstinente del claustro a la eficiente virtud y la acción heroica de la vida.

La generación que sucedió inmediatamente a la que por primera vez aspiró aires de libertad: la que fue engendrada en el transcurso de la Epopeya de América, entraba a la vida pública bajo el influjo de una universal revolución de las ideas filosóficas y literarias, que ampliaba inmensamente el horizonte de su espíritu, y comunicaba nuevo impulso a toda actividad de su mente; y tenía además como estímulo poderoso para consagrarse al estudio del pasado, el poderlo contemplar con los deliquios de la gloria, con el sentimiento de la tradición de un suelo propio, de una patria libre.

Los dos grandes espíritus dirigentes de la marcha de aquella generación, los dos jefes de grupo político y literario, que con carácter y significado distintos en la dirección de las ideas -conservador el uno, innovador y revolucionario el otro,- trazaron rumbos a su pensamiento y a la actividad: Florencio Varela y Esteban Echeverría, buscaron inspiración y fundamento para su obra en el estudio de la historia de América, y procuraron con igual ahínco estimular en el espíritu de la juventud que adoctrinaban el amor a los estudios históricos.

Echeverría, en la perseverante labor que le condujo a aquella grande idea de regeneración social y política que inspiró las iniciativas y los entusiasmos de 1837, y trazó en la mente argentina el «perfil definitivo de la nacionalidad», tuvo constantemente ante sí la tradición y el pensamiento de Mayo, para interpretarlos y buscar en ellos el principio que debía presidir al desenvolvimiento de las sociedades emancipadas, y la historia de la conquista y de la dominación española, como necesario antecedente del estudio de la obra revolucionaria.

Entre tanto, Florencio Varela procuraba templar, en su destierro de Montevideo, las amarguras del dolor cívico y de la proscripción, buscando en las lecciones del pasado el punto de partida para las soluciones del porvenir, y acumulando los materiales que debían servirle para escribir la historia del régimen colonial y de la Independencia; labor a la que pensaba consagrar el publicista ilustre todos los afanes de su madurez.

Brillantísimos representantes de la animosa generación que se levantaba -Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Andrés Lamas, Bartolomé Mitre, Juan María Gutiérrez,- consagraban a la misma fecunda obra mucha parte de la actividad de su espíritu.

Es verdad que la contemplación serena del pasado reclamaba, a la vez que un reposo que no consentía a aquella generación su Vida trágica e inquieta, una perspectiva de tiempo que, con relación a los acontecimientos de la historia verdaderamente nuestra -la de la vida de la libertad- aun no era dable que existiera. Y no es menos cierto que los afanes oscuros y tenaces de la investigación debían preceder, por otra parte, a las tareas, más nobles, reservadas al artista y al pensador, en la labor compleja de la historia.

Fue, sin embargo, privilegio de los hombres de aquella época gloriosa, adelantarse, en casi todas las manifestaciones de su actividad, a las condiciones del tiempo en que vivieron, como si hubieran querido proféticamente compensar con la extraordinaria magnitud de su obra, el abandono indolente de las generaciones que vinieron después. Su estudio del pasado salió, bien pronto, de los límites de la obra de investigación, y se hizo obra de ciencia y de literatura.

La Crónica dramática de la Revolución de Mayo, publicada por Juan Bautista Alberdi en la Revista del Plata en 1839, indicaba ya un poderoso esfuerzo en el sentido de buscar la verdad de la historia al mismo tiempo que por la sutil penetración en la trama de los sentimientos y de las ideas, por la animada reproducción de la exterioridad característica de los hechos. -Debe considerarse esa crónica, no sólo como el primer ensayo eficazmente encaminado a desentrañar la filosofía de la Revolución, sino -lo que importa más para nuestro tema- como la primera tentativa de proceder con el auxilio del arte en el estudio y la reconstrucción del pasado.

Pero la grande y poderosa iniciativa de una poesía pintoresca y una filosofía de la Historia, en las letras de esta parte de América, nació, pocos años más tarde, del seno de aquel fecundo movimiento de publicidad por el que se anunció ruidosamente, en Santiago y Valparaíso, después del terror de 1841, la presencia de los jóvenes desterrados del Plata. -Y nació, no de la reflexiva preparación del libro que madura en el ambiente silencioso del gabinete y se depura y acrisola por la labor perseverante del arte y la concentración del pensador sino de una inspiración genial que hizo surgir esos elementos preciosos y durables del seno de un panfleto templado al calor del interés actual y que hacía obra de acusación, de combate y propaganda, como los panfletos de Rivera Indarte y de Frías. -Nació, en una palabra, del Facundo, que no tenía precedentes en habla castellana, ni como estudio de sociología original.

De estos dos fundamentales aspectos del gran libro nos interesa ahora el primero. -La filosofía de la revolución y de la tiranía es, sin duda, profunda y en cierto modo definitiva, en aquellas páginas; pero yo admiro aún, más en ellas lo que se debe a poética virtud: -la soberana maestría del relato, la fuerza plástica de la descripción, el poderoso remedo de la vida, el arte de magia de la fantasía evocadora.

Ninguno como el autor de los Recuerdos de Provincia podía realizar, entre los hombres de su tiempo, tal obra de intuición, de adivinación, más que de estudio, ni revestirla con la forma potente y original que a ella cuadraba; porque ninguno como él tuvo el dominio de la animación dramática y del color, el arte de las grandes y sugestivas imágenes y el de las síntesis hercúleas y esclarecedoras; ninguno el alto don de «concordar las palabras con la vida», según la fórmula de Séneca, y convertir la letra fría en palpitante encarnación de la verdad.

Discútase, como se ha hecho acaso triunfalmente, más de una vez, el rigor de exactitud histórica del Facundo, y, sepárense, para señalar cuáles son las que ha tejido la fantasía y cuáles la realidad, los filamentos de la trama: la historia de una época no dejará, por eso, de tener en la descripción del duelo de la «Civilización» y la «Barbarie», su más dramática y real condensación.

Busque la crítica un Facundo que complazca mejor a la minuciosa severidad del analista; y todavía quedará en pie, para desafiar la obra de la crítica y del tiempo, el valor representativo del personaje, la soberbia escultura de la personificación heroica del caudillo.

Todo otro Facundo que levante la investigación sobre pedestal de documentos prolijos y el óleo de la erudición consagre, ha de humillarse a la irresistible y avasalladora influencia de aquel Facundo inmortal; de tal modo como el Cid Campeador de las leyendas triunfa y prevalece sobre la desvanecida realidad del Cid de las crónicas y vive por su valor representativo. -Considerado en este aspecto, es el Facundo el tipo artístico más alto en que se ha condensado, la poesía real de nuestra historia y en que han tomado forma viva los elementos dramáticos de un interesantísimo instante de nuestro desenvolvimiento social.

Alfredo de Vigny, en el prólogo de Cinq-Mars, admitía que son parcial o totalmente apócrifas muchas de las anécdotas más elocuentes y significativas que la historia recoge y sostenía en seguida que ella no debe rechazarlas de sus páginas, porque tienen una verdad ideal muy superior a la autenticidad del hecho mismo. -He ahí las infidelidades históricas de Sarmiento: tienen el alto género de realidad de que habla Alfredo de Vigny.

Como obra de manifestación sintética de un estado social, en la que ha colaborado en cierto modo aquella divina inconsciencia que animó, la obra de los épicos primitivos, cuando pusieron, sin saberlo, en sus cantos, el cuadro enorme y múltiple de la vida de su raza y su tiempo, nuestro gran libro puede engendrar otro libro por cada una de sus páginas y su nombre está destinado a ser legión. Tiene en grado supremo el arte de la concisión narrativa, y hay concentrada en el Facundo la fuerza virtual necesaria para vivificar una inmensa prole literaria, en la poesía, en el drama, en la leyenda. Porque la anécdota histórica en los procedimientos de arte narrativo de Sarmiento, lleno a la vez de fuerza y de luz, de intención y de colorido, es un relámpago que ilumina las intimidades psicológicas de un personaje, el secreto de una situación, la faz de una sociedad o de una época, y un soplo poderoso que fecunda con sugestivas simientes la mente del lector.

Nuestro gaucho, nuestro centauro legendario, ha inspirado muchas páginas enérgicas y hermosas, que vivirán entre las cosas originales de la literatura de América; pero es todavía en el Facundo donde ha de ir a buscarse la más intensa poesía de ese hermosísimo tipo, en el que Hegel hubiera señalado la plena realización de aquel carácter de libérrima personalidad que él consideraba el más favorable atributo del personaje que ha de ser objeto de adaptación estética: el que palpita en la indómita poesía de Los bandidos del trágico alemán y refleja su luz sobre la frente de los héroes satánicos de Byron.

Del mismo grupo de proscriptos en cuyo seno fue concebido el Facundo, nació, con breve diferencia de tiempo, otro libro que señala una ocasión memorable en la literatura de un ingenio que estaba destinado a levantarla muy alto.

La revolución literaria que hacía por entonces su entrada bulliciosa en el espíritu de nuestros pueblos, y que los emigrados argentinos llevaron consigo al otro lado de la Cordillera para hacerla triunfar en las memorables polémicas de Santiago de Chile, tuvo por una de sus grandes manifestaciones la que consistió en la evocación de la poesía tradicional, en la visión y el sentimiento del pasado, que vivificaron, en el drama y la novela, un arte nuevo, nacido de la comprensión pintoresca de la historia.

Se había asistido a una verdadera fiesta de resurrección de las edades. En los romances de Walter Scott había renacido con palpitaciones ignoradas de vida, el tiempo muerto. El gran Schiller lo había llevado al teatro, rompiendo la falsa uniformidad de la tragedia histórica. Los novios y Cinq-Mars trasplantaban la rama rica de savia generosa a las literaturas del Mediodía. -Era como un sueño en el que aparecían con ilusión de actualidad los recuerdos. Por la nigromancia del arte llegábase en la inteligencia del pasado adonde la virtud de la investigación erudita no alcanzara jamás. La historia misma se animaba con nueva luz y fuerza incógnita; y Barante y Thierry hacían en ella la revelación de un mundo nuevo.

¿Por qué la vieja crónica de América no había de estremecerse también al soplo del viento rejuvenecedor que pasaba, y no dejaría escapar -como lo había hecho la crónica de la Edad Media- bajo la letra desvanecida de los manuscritos, el tibio aliento de la vida y las iluminaciones del color?

Sería la novela histórica un inmenso campo, lleno de inexplorados veneros de interés, para los que penetrasen en el país encantado de la Conquista y en el aparente erial prosaico del Coloniaje, conciliando en su alma las intuiciones del artista con las porfías del investigador.

Por la mente de Echeverría había cruzado alguna vez la idea del drama y la novela históricos, como fuentes fecundas de inspiración para la literatura americana. Florencio Balcarce dejaba entre los frutos de su malograda juventud alguna tentativa de ese género, y Manuel Luciano había escrito La guerra civil entre los Incas, que es una estimable narración. -Pero a tales ensayos, de un interés exclusivamente relativo, debía en breve suceder una obra cuya significación excede en mucho a la de esos precedentes olvidados que la erudición rastrea en la sombra.

Vicente Fidel López, que había acompañado en Montevideo al gran innovador de La Cautiva, al propagandista social del credo de la «Asociación de Mayo», en el estudio de las tradiciones americanas y del génesis y los propósitos de la Revolución, publicó en 1846, en su destierro de Chile, La novia del hereje.

La forma narrativa creada por el imaginador de Quintín Durward e Ivanhoc, desnaturalizada luego por las audacias de la fantasía aventurera de Dumas y que, en el idioma nuestro, no tenía sino los débiles precedentes de los ensayos novelescos de Espronceda, de Trueba, de Cosío y de Larra, tomaba carta de ciudadanía en América, vivificada en aquella obra por la más profunda filosofía del pasado y la más penetrante intuición de la historia plástica y sensible, e inspirada en un alto propósito de contribuir a informar y robustecer, por medio de los halagos del arte, el sentimiento de la tradición en el alma popular.

Tal concepción de la novela histórica, considerada, al mismo tiempo, como manera eficaz de vivificar en sus raíces el sentimiento de la patria y el culto de la tradición, y como forma capaz de contener la imagen de las cosas pasadas, aun las más minuciosas y más íntimas, con amplitud a que los recursos de la historia directa no alcanzan, tiene su expresión más exacta y esclarecida por la más clara visión de las necesidades y oportunidades de la literatura americana de aquellos días en el prólogo de La novia del hereje.

Con admirable acierto en la elección de la realidad histórica sobre la que debía reflejar la luz transfiguradora del arte, volviéronse los ojos del novelista que soñaba en realizar la obra de Cooper en la América de habla española, a aquella Lima colonial que ha sido, y está destinada a ser en el porvenir, una ciudad predilecta para escenario de la poesía y del romance y una de las perspectivas de la historia de América más admirablemente dispuestas para los mirajes encantados de la fantasía. Y cuando obedeciendo a la evocación feliz del narrador, volvió la vida de antaño a los muros de la ciudad colonial, donde de tan rara manera se mezclaron, bajo el cielo espléndido del Trópico, sombras y luces, refinamientos bizantinos y pequeñeces lugareñas, ingenuidades de pueblo niño y rasgos de decrepitud social, sórdidas manifestaciones de abyección y timbres preclaros de cultura, -pudo decirse que había nacido la novela histórica americana, y que había nacido llena de inspiración, de encanto, de originalidad, como la joven musa reveladora de un mundo de curiosos y peregrinos secretos.

La novia del hereje hubo de ser el primero de una serie de romances de su índole. Era hermoso y fecundo el plan que acariciaba el espíritu juvenil de su autor. -Las empresas guerreras de Zeballos y su influjo en la modificación política y comercial de la colonia; el período precursor de la revolución y la epopeya de las invasiones británicas, que aceleraron el advenimiento del tiempo nuevo; las agitaciones íntimas de la ciudad de 1810 en el transcurso de la acción revolucionaria; la propaganda y la expansión de la idea de libertad llevada por la espada de San Martín hasta las faldas de los Andes del Ecuador; la insurrección de las masas campesinas, que arrojó el fermento democrático en el sello de la grande obra y reveló en la escena la presencia del pueblo, debían dar tema a las sucesivas novelas de la serie ideada. Bien pronto el novelista abandonó, por las graves tareas de la historia, la realización de aquel pensamiento cine, aun hoy, después de transcurrido medio siglo, podría ser acogido como una novedad feliz. Por desgracia, nuestro Walter Scott quedó en su Wawerley; aunque, ciñéndose a la historia directa, tomó a Macaulay por modelo y siguió cultivando el estudio del pasado como arte.

Pero no faltaron, en su generación, quienes recogieran el ejemplo tentados de La novia del hereje. Para probarlo bastaría recordar una obra casi enteramente olvidada, que debería vivir en todas las memorias.

La intuición del pasado, el don preciso de devolver la vibración de la vida y el color de la realidad a las cosas muertas, y reconstruir las informes ruinas de lo que fue por cierto privilegio de adivinación arqueológica, fueron también, en grado eminente, concedidos a otra grande alma que aquella generación. -Un investigador artista, un espíritu modelado en el carácter de la hermosa y rica complejidad de los hombres del Renacimiento, y en quien los afanes de la erudición paciente y laboriosa se aliaron por caso singular con las inspiraciones del narrador poeta, penetró con audacias de explorador en el bosque enmarañado y obscuro de la cultura intelectual de la colonia, ávido de hallazgos lisonjeros para la tradición del pensamiento americano, y escribió las primeras páginas de la historia literaria de nuestros pueblos. -Y en su obra vasta y fecunda, al lado de la ingrata e inevitable tarea de preparación, de estudio previo, la tarea que obedecía a la necesidad de desbrozar el campo inculto; al lado de muchas páginas de descarnada erudición y de insistentes esfuerzos empleados en lo que tiene de más desapacible la crónica desnuda y la bibliografía ofrece de más árido, puso también el mármol y el pórfido que duran; la obra de arte que presenta rendidas al cincel las piedras arrancadas a la cantera de la pasada realidad. -El historiador colorista que había en Juan María Gutiérrez puede admirase, leyéndole, por ejemplo, cuando reproduce sobre el fondo magnífico y extraño de la opulenta Lima colonial, la figura gongórica de Peralta y Barnuevo. -Y a esta calidad de su talento a un tiempo brillante y laborioso, debemos la encantadora narración de El capitán de Patricios, que es la novela histórica del Plata lo que debe ponerse inmediatamente después de La novia del hereje, por su interés, por su arte y por su originalidad.

El capitán de Patricios es la idealización de un momento singularmente interesante en la historia de nuestros pueblos. -Personíficase en su héroe, a aquella bizarra generación que se levantaba, llena de mal comprimidas inquietudes, atormentada por la nostalgia de la acción, ávida de escenario para su heroicidad y de tribuna para su pensamiento, en las postrimerías de la colonia; y que excitada por los ecos remotos y legendarios de la Revolución, por las fecundas agitaciones de la propaganda de la libertad de comercio, por los aplausos del mundo que convergían al Foro de Buenos Aires para saludar el esfuerzo glorioso de la Reconquista, traía en el alma un hervor que revelaba un sentimiento ignorado por el espíritu de las generaciones anteriores y que debía manifestarse, irresistible y fecundo, en su cercana obra de redención. -Y aquel crepúsculo de nuestro día de libertad está trasladado al cuadro por un pincel que siempre fue maestro en reproducir las tintas suaves del crepúsculo. -El narrador presenta al héroe como una reminiscencia de Racine, y a la heroína como una imagen de Virgilio; y hay algo de las blandas melancolías de Dido, o de Andrómaca e Ifigenia -esas nietas de la estirpe de Eurípides, en quienes el dolor parece adquirir la suavidad graciosa del purísimo cendal griego que las cubre-, en el ambiente tibio y perfumado de aquel cuento exquisito. -Por la delicadeza ideal del sentimiento, la gracia del relato, el terso esmalte de la forma; por cierto sello de urbanidad y donosura que no faltó jamás en las manifestaciones de aquel ingenio refinado, de naturaleza aristocrática, de abolengo ateniense, -el cuento de Gutiérrez, casi ignorado hoy, es indudablemente de las cosas más selectas que pueden figurar en la Antología de nuestros prosistas, y un insuperable modelo en la efusión de la originalidad americana del asunto en la clásica limpidez de la expresión.

¿Cuáles son las que a tales páginas se han agregado por las generaciones posteriores a la que en medio de las turbulencias de su vida de leyenda, encontró espacio para cultivar y enaltecer todas las manifestaciones desinteresadas del espíritu, y supo arribar a una iniciativa, una idea, o un ejemplo, fecundos, por todos los caminos de su actividad?

Sus hombres hubieron de realizar el duro esfuerzo de investigación; hubieron de construir el pedestal seguro sobre el que podría la Historia afirmar, al mismo tiempo, su arte y su filosofía. -Generaciones aliviadas, en tanta parte, por ella, de esa labor ingrata, ¿no han podido poner su mente con más tenaz consagración en la tarea de convertir el material acumulado en la obra perfecta, que complazca, a la vez, al pensamiento y a los ojos? Y, como manifestación preciosa de esta obra, ¿no habrá tenido continuadores la iniciativa de una novela histórica americana, que se anunciaba, hace ya medio siglo, por la original e inspirada narración de La novia del hereje?...

Para buscar la respuesta en la bibliografía de tiempos del Facundo, sería necesario agregar a las que van escritas muchas páginas mías. -La loca de la Guardia, que nos ha inspirado esta rápida evocación de antecedentes merece por otra parte, ser estudiada y admirada en sí misma. -El tratar de ambos temas, en el espacio que ahora sería posible concederles, exigiría hacer verdadera gimnasia de concisión; y los temas interesantes están para nosotros absolutamente reñidos con todo lo que trabe el libre vuelo de la pluma.




ArribaAbajoJuicios cortos

«La Naturaleza», «Constelaciones», por J. Rivas Groot


Es Rivas Groot uno de los jóvenes obreros del pensamiento que, así en el cultivo de la prosa como en los dominios del verso y en el ejercicio de la crítica, presiden dignamente a la renovación de esa pujante intelectualidad colombiana que tiene tradiciones gloriosas en los anales de la literatura continental.

Poca es aquí la resonancia de su nombre y todavía menor la de sus obras. -¡Los hombres nuevos de la América no se tratan ni estiman sino como personalidades a quienes separan los abismos de la raza o la lengua!- Habíamos apreciado nosotros sus talentos de prosador en el introito suyo que lleva la Antología, ordenada por don Julio Añez, de poetas de Colombia, introito que tenemos por una página admirable, de estilo y de doctrina a la vez. -De su numen de poeta sólo sabíamos por las composiciones con que contribuyó, Rivas Groot al propio libro de Añez -y que han sido favorablemente juzgadas por Valera- cuando llega a nosotros el opúsculo en que ha reunido recientemente dos de sus cantos líricos y que nos envía el autor desde Bogotá.

Después de leerle, consideramos que hay profundo interés en este aspecto de su personalidad literaria casi enteramente desconocido entre nosotros: -Su verso, viril y grave, se encamina a la mente. Place a su Musa la actitud austera y reflexiva. En él el poeta es una gallarda encarnación del pensador. Y un poeta pensador, en la nueva generación de nuestra América, cuando los altares de la Imagen y el Ritmo, considerados como preocupaciones preferentes del canto, ven en ella aumentar el número de sus devotos, debe fijar la atención y merece tener el aplauso de la crítica.

***

Viejo y fecundo tema es el que ha inspirado al poeta de Colombia la primera composición de las que debemos comentar; la soledad del espíritu frente al desdén de la naturaleza inmutable y sorda a sus congojas.

¿Quién sintió un alma en la Naturaleza? ¿Cuándo brotó una voz que se desprendiese del concierto de lo creado para acordarse con nuestros anhelos, para responder a nuestras dudas? ¿Quién vio amansarse las iras de la tempestad para festejar su regocijo? ¿Quién vio nublarse el cielo para asociarse a su dolor?

La poesía de este sentimiento y esta idea palpita vigorosa en aquel canto. -Habla la Madre Tierra, y dirigiéndose a la que llama predilecta entre sus criaturas, hace la afirmación de su amor y su piedad. -«Tuyas son, Hombre pensativo -le dice,- mis dádivas mejores. Para hacer coro a la voz de tu alma serena o agitada, suenan mis himnos. Para consagrar tu amor ciño mis galas. Y a pesar de tu ingratitud y de tu olvido, cuando vuelves a mí yo te ofrezco un lecho de paz donde reclinar la frente mustia...» -La respuesta del Hombre, la respuesta del poeta, es una triste y severa reconvención. «Tú no eres madre, ¡oh Naturaleza eternamente silenciosa!, para la criatura a cuyas ansias infinitas opones tu silencio obstinado. -Como el destino de tus aves es el vuelo; a mí me destinaste el llanto y la labor. -El campo, para nosotros sagrado, de la muerte, no es para ti que lo cubres de mieses y de pámpanos, sino la mesa de una orgía. Busco en tu seno el reposo, y me postras con tus inclemencias. Llamo a tus cielos y están mudos. Tu calma imperturbable es una eterna ofensa a mi dolor. -Y después de lacerar el espíritu con tu desprecio, hieres la carne y nos la arrebatas para ti con el abrazo de la tumba. Se trocará en el jugo de tus plantas la sangre de mis venas: y convertirás mis huesos en polvo del camino. Y tú entre tanto escucharás que celebran tu eterna juventud el himno de tus olas y el himno de tus astros». -¿No es la amarga verdad que inspiró a aquel grande espíritu solitario de los Destinos las lameritaciones de La Maison du Berger? -Él las puso en los propios labios de la Madre desdeñosa, y helada: «Soy el teatro impasible que el pie de los actores no puede remover». «No escucho vuestros gritos». «Vosotros me creéis una madre, y yo no soy sino una tumba...» -Tú lo sabías también, ¡oh Leopardi!, para quien la Naturaleza era incapaz de misericordia...

¿Nos deja, pues, una impresión acerba y sombría la palabra del poeta? ¿Es también suyo el pesimismo de Leopardi y Vigny? -No -porque la nota con que da término a su canto, aquella que después de leerle quedaba vibrante en nuestro espíritu, está bien lejos de ser una nota de desesperación: -La Naturaleza, cuyos himnos cantan el triunfo sobre el hombre, la Naturaleza, a cuyo seno ha de volver todo lo perecedero, no tendrá el alma que abre sus alas luminosas a la orilla del sepulcro.

Tal es, en el traslado opaco de la prosa, el canto que a nuestro poeta sugiere la que él hermosamente llama Madre-Esfinge. -La forma en que le encarna, si no idealmente pura y correcta, es noble y armoniosa. -En su versificación -para la que usa, buscando con buen acuerdo, dada la naturaleza de su canto, un metro de acompasada solemnidad, el cuarteto de alejandrinos graves, que tiene escasos precedentes en nuestro idioma-, hay cierto sello de novedad que no ha sido adquirido, por ventura, al precio de la armonía y la elegancia.

Pero no le digamos que el más bello prestigio de su arte está en la manera como tiende sobre los hombros de la Poesía la túnica del verso. -Digámosle, ante todo, que sabe hacer pensar y hacer sentir; que su poesía tiene un ala que se llama emoción y otra ala que se llama pensamiento. -Siendo más justo, le habremos dicho, sin duda, algo mas. -Los que en tiempos cercanos recorrieron la senda que va de las estatuas esbeltas y delicadas de Gautier a los grandes mármoles de Leconte, amaron en el poeta el don de una impasibilidad que resguardara a las líneas del cincel impecable del peligro de un estremecimiento. -Menos paganos, nosotros gustamos de recordarle nuevamente el mito del pelícano, porque sin dejar de tener la idolatría de la forma, necesitamos al mismo tiempo un arrullo para nuestro corazón y un eco para nuestras tristezas. -Ellos le hablaban para decirle: «Haznos, estatuario, una estatua. -Que llore o ría. Que muestre el gesto del amor, o de la meditación, o el de desprecio; pero que sea perfecta y que sea pura». Nosotros le decimos: «Escúlpenos una elegía en mármol negro y haz de modo que bajo los pliegues armoniosos de la túnica parezca latir un corazón». -Llenos de estremecimientos íntimos, al mismo tiempo que de sueños ambiciosos de arte, -nosotros quisiéramos infiltrar las almas de los héroes de Shakespeare en el marmol de los dioses antiguos, quisiéramos cincelar, con el cincel de Heredia, la carne viva de Musset.

***

En el segundo canto -Constelaciones- al que hermana con el anterior idénticos caracteres de metrificación y de estilo, son actores también la Naturaleza y el alma. -Pero la Naturaleza no se presenta en él cubierta por el polvo de la tierra, sombría, donde tiene su imperio lo deleznable, lo obscuro, sino vistiendo el peplo de plata de los cielos.

Conversa el poeta con los luminares sagrados de la noche. -Es, pues, el diálogo un coloquio de amigos. -«¿Por qué, pregunta el poeta, la dulzura piadosa de vuestras miradas?» -Y le responden las constelaciones: -«Porque desde que existís os vemos alzar en vano a nuestro cielo la vista suplicante y las manos temblorosas; porque contemplamos la eterna vanidad de vuestros sueños; porque sabemos que vuestra condena es el dolor!!» -«¡Oh, no, no todo es muerte y olvido, astros radiantes!», dice entonces el poeta. -Vendrá sin duda la noche de que los siglos son el día. -Las últimas dos olas pondrán su beso sobre la arena de la playa; los últimos dos hombres devolverán su vida al seno ingrato de la tierra. Pero flotará, cuando todo acabe, el aroma eterno del espíritu sobre la flor marchita y deshojada de los mundos; sobre las cenizas de los astros fulgurarán las constelaciones de las almas.

Y así, de la respuesta a la piedad de las constelaciones, como antes, de la reconvención ante la frialdad desdeñosa de la Naturaleza, surge rasgando con un lampo de luz las sombras anteriores del canto, a la manera del blanco copo de espuma con que se corona el agua acerba de la onda, la afirmación de la inmortalidad.

Dicen las voces nuevas que la palabra de los que cantan, de los que sueñan, de los que no dudan, empieza a recobrar, sobre la mente de los hombres, un poco del prestigio perdido por la palabra de los sabios. -Y si la sabiduría del entendimiento no pudo desvanecer el dejo amargo de la decepción y la nostalgia en nuestro espíritu bueno es que tienda el vuelo del lado de la luz y la esperanza la sabiduría del corazón. -Cantad, ¡oh poetas!, a los ideales que confortan, a los entusiasmos que reaniman, a los impulsos que levantan. -Dejad, ¡oh caballeros de una luminosa caballería!, a nuestra prosa obscura la acerbidad de sus querellas y a nuestra estéril cavilación sus inquietudes. -Cuando oigáis que negamos, vosotros afirmad; cuando las frentes pálidas y fatigadas se dobleguen al peso del dolor o la duda, levántense las vuestras, señalando a la región de quien acaso nadie sino vosotros puede hablarnos, porque sois sus proscritos; cuando nosotros arranquemos de nuestras almas, para enarbolarlo como una fúnebre bandera, un jirón más de sombra, vosotros encended, sobre los horizontes de la vida, un nuevo rayo de luz...




ArribaAbajoLa novela nueva

Para juzgar la obra, en cuanto a la realización del propósito anunciado, ha de esperarse que ella llegue a su término. Para juzgar la oportunidad del propósito, la ocasión es buena y propicia, y el tema se ofrece lleno de fecundidad y de interés.

El autor de «Academias» nos revela en el prólogo de su «Primitivo» que se propone escribir una serie de narraciones cortas a las que atribuye la condición de «tanteos o de ensayos de arte», «de un arte que no permanezca indiferente a los estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad fin de siglo, tan refinada y compleja, y que esté pronto a escuchar los más pequeños latidos del corazón moderno, tan enfermo y gastado». Agrega que no es su mira proporcionar, a quien lo lea, «mero solaz, un pasatiempo agradable, el bajo entretenimiento calificado por Goncourt», sino que pretende «hacer sentir y hacer pensar por medio del libro lo que no puede sentirse en la vida sin grandes dolores, lo que no puede pensarse sino viviendo, sufriendo y quemándose las cejas sobre los áridos libros de los psicólogos de colegio»; y declara, por último, que para conseguirlo, empleara, en el desenvolvimiento de su plan, el método interno, «estudiando lo que hay de general en lo individual».

Se trata, pues, según éstas y otras declaraciones, del arte de narrar que hoy prevalece en las grandes literaturas del mundo.

Aseguremos ante todo, que la iniciación del propósito, por sí misma, está destinada a parecer detestable a muy diversas especies de censores; y que a medida que él, en el desempeño de la obra, se realice, las voces de la censura se multiplicarán en torno de ella, mil consejos sapientes tratarán de hacerla volver sobre sus pasos, y los más varios pareceres convergerán esta vez para condenar el rumbo nuevo.

Parecerá insensato a los que, sólo capaces de comprender la belleza que deleita y que ríe, detestan cuanto puede llevar a que se mezcle alguna vez, en la emoción de la Belleza, un poco de la amargura del dolor, y a que ella se aventure en las profundidades de la sombra; a los aquejados del miedo de pensar, para quienes es hermoso y amable sólo el arte plácido, el arte sereno, el arte azul, que encuentran grato presenciar desde allí donde no alcancen el llanto ni la sangre las querellas del mundo, como el burgués del «Fausto» hallaba dulce hablar de heroísmos y batallas en los días festivos, en santa paz y ante la copa colmada de vino generoso, bien lejos de donde se despedazan los combatientes a quienes el tema del coloquio ameno hace morir.

Parecerá inoportuno a los «trilladores de la heredad esquilmada», a los que aún forman cortes fieles a las realezas en destierro del espíritu; a los empecinados en la intolerancia de ayer, que congregándose con la tenacidad de la enredadera que se abraza a la columna ruinosa, en derredor de la fórmula que decae, vieja y estéril -gastada «como el brocal adonde han ido a beber todos los vecinos», según la imagen hermosa de Daudet-, aun sueñan en que la jornada que señala su tienda en nuestra, ruta es la última jornada, y el horizonte que se divisa de su tienda el último horizonte.

Parecerá punible a los que defienden, como el sagrado símbolo de la nacionalidad intelectual, el aislamiento receloso y estrecho, la fiereza de la independencia literaria que sólo da de sí una originalidad obtenida al precio de la incomunicación y la ignorancia candorosa; parecerá punible a los huraños de la existencia colectiva, a quienes es necesario convencer de que la imagen ideal del pensamiento no está en la raíz que se soterra sino en la copa desplegada a los aires, y de que las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu, y de que la patria intelectual no es el terruño.

Pero los que viven la vida de su época, los que quieren sentir y pensar aun a costa del dolor y no retroceden cuando la palabra que predica una conquista nueva los llama a las asperezas y las sombras, ésos comprenderán la oportunidad suprema del intento, su fecundidad virtual; y lo recibirán como se recibe el grito que, lanzado de entre la multitud impaciente y anhelosa, hace sensible la aspiración que unifica todos los deseos, el impulso que estaba en todas las voluntades.

La situación de los espíritus es hoy distinta de los tiempos en que la novela de la desnuda realidad, de la experimentación, de la negación psicológica, se presentaba como la fórmula capaz de satisfacer todas las exigencias oportunas y actuales de la vida y de significar el trasunto literario de la genialidad y el trabajo de una época.

La dirección de nuestro pensamiento, la nota tónica de nuestra armonía intelectual, el temple de nuestro corazón y nuestra alma, son hoy distintos de lo que fueron en tiempos en que sucedía el imperio de una austera razón a la aurora bulliciosa del siglo, y sólo estaba en pie, sobre el desierto donde el fracaso de la labor ideal de generaciones que habían sido guiadas por el Entusiasmo y el Ensueño parecía haber amontonado las ruinas de todas las ilusiones humanas, el árbol firme y escueto de la ciencia experimental, a cuya sombra se alzaba, como el banco de piedra del camino, la literatura de la observación y del hecho.

Un soplo tempestuoso de renovación ha agitado en sus profundidades al espíritu; mil cosas que se creían para siempre desaparecidas, se han realzado; mil cosas que se creían conquistadas para siempre, han perdido su fuerza y su virtud; rumbos nuevos se abren a nuestras miradas allí donde las de los que nos precedieron sólo vieron la sombra, y hay un inmenso anhelo que tienta cada día el hallazgo de una nueva luz, el hallazgo de una ruta ignorada, en la realidad de la vida y en la profundidad de la conciencia.

El Arte grande, humano y eficaz en nosotros, sera aquel que se cierna sobre esta inmensa agitación, sobre esta vorágine soberbia, para tender sobre ella la sombra de sus alas; el verbo poético poderoso y fecundo, será aquel que no busque fuera del alma de su tiempo los impulsos creadores, sino que se reconozca hechura de su espíritu, y le manifieste todo él, desde sus estremecimientos impetuosos hasta sus vibraciones más sutiles y más vagas.

No comprendemos ciertamente nosotros la vinculación del arte y las ideas de la manera que condujo, al didacticismo pálido y prosaico que aspira a ser una justificación de la divina Poesía ante las almas privadas de «entendimiento de hermosura» o a aquel intento científico que conspiró a encadenar el vuelo ideal de la Belleza en la teoría del romance experimental. Nosotros concebimos nuestro arte señor de sí, desinteresado y libre; pero no creemos que la más poderosa inspiración que guíe su marcha entre los hombres pueda nacer de la indiferencia o el desdén por lo que pasa en nuestras almas. -Queremos oír vibrar en la palabra del Poeta las mismas voces que inquietan nuestro sueño, y verle palpitar con la propia sangre que se vierte de nuestras heridas. -No le queremos desdeñoso de nuestro pensar, superior a nuestras emociones, espectador glacial de nuestras luchas. Para nosotros, durará siempre en su naturaleza espiritual un poco del bardo, un poco del aedo. Estará siempre en su mente el espejo donde se depura y hace inmortal cada nueva imagen de la vida, el crisol donde todos los pensamientos se acendran, la luz que los viste y transfigura. Cuando las almas tienen sed, suya será la mano que se tienda para guiarlas a la fuente ignorada; cuando las almas sienten frío, él es el leñador que ha de ir por leña para encender la hoguera.

Sólo el arte indiferente y glacial pueda aspirar a ser el arte inmóvil. -Como la renovación incesante del oleaje sobre los abismos del mar, tal la inquietud de las ideas sobre la profundidad insondable del espíritu. He aquí que una ola nueva se levanta. Los vientos que la empujan difunden por todas partes el llamado de una renovación. Con ella avanzan hacia la playa obscura, como sales de sus aguas acerbas, nuestra sensibilidad, nuestro pensamiento, nuestra vida. El arte nuevo, nacido de esas mismas aguas acerbas, ha de ser la espuma que corone la ola.

Los que en nombre de la Verdad cierran el paso a las aspiraciones por las que creen amenazado el termplo en que la veneraron, tal como ellos concibieron su culto, no pueden desconocer que el género de verdad que al arte importa es, ante todo, la sinceridad, que le hace dueño del espíritu. De la sinceridad adquiere al mismo tiempo su encanto y su poder: ella es su fuerza y su gracia. Las generaciones que han aprendido a gustar la poesía de «Sagesse» y la psicología de «Le Desciple» o de «En route»; las generaciones venidas después que el corcel salvaje de Tolstoi tiene todo el espíritu humano por estepa, y después que resisten a los dardos del sol meridional las brumas visionarias de Ibsen, ¿cómo serían sinceras adoptando el mismo medio de expresión que sirvió a aquellas que formaron su concepto de la vida y el arte cuándo llegaban a su virilidad batalladora los ansiados de Beyle, los hijos espirituales de Balzac?... -La fórmula de la verdad artística no ha de ser como el ritual inmóvil en que pretenda legarse al porvenir la revelación del procedimiento definitivo e invariable. La fórmula más alta para llegar a la verdad, será más bien la que imponga a cada generación humana, convirtiendo en precepto la imagen poderosa de Taine a propósito del poeta de «Las noches», «arrancar despiadadamente de sus entrañas, tal cual es, la idea que ellas concibieron, y mostrarla a los ojos de todos, ensangrentada, pero viva».

Tal como hay en el espacio, para cada vasta zona, una genialidad de la Naturaleza, hay en el tiempo, para cada nueva modalidad del espíritu, una Poesía, una Hermosura. Ninguna idea, ninguna aspiración, ningún sentimiento, que hayan marcado el ritmo de una hora a la marcha de las generaciones humanas, deben morir en la profundidad de la conciencia que un día estremecieron como la piedra lanzada a la superficie de las aguas serenas, sin que el arte divino los llame a su regazo y recoja de ellos la confidencia que luego recibirá de sus labios el soplo de otra vida y durará como el relieve de la cera que se convierte en el relieve del bronce.

¿Necesitamos, los que hoy pedimos una nueva cuerda, de ignorada virtud, para que vibren aquellas cosas de nuestra alma que en las usadas liras no la encuentran, negar a los que nos han precedido? ¿Necesitamos, los que tenemos la sed de una nueva fuente espiritual para nuestro corazón y nuestro pensamiento, desandar el camino andado, volver la espalda a aquellas fuentes que brotaron ayer de los senos de la Realidad? -Antes bien, la obra de los que nos han precedido es una indispensable condición de la que presenciamos; y la Realidad -la que responde a una concepción amplia y armónica, la que comprende lo mismo el vasto cuadro de la vida exterior que la infinita complejidad del mundo interno,- una Musa inmortal de la que ya nadie podrá apartar impunemente los ojos. -Comienza la cuestión del arte contemporáneo -ha dicho un crítico- cuando una vez sancionada como su condición general la Realidad -dirígese el alma humana al artista y al pensador y le pregunta: ¿Qué genero de realidad vas a escoger? ¿Qué aspecto de la vida tomas como base de inspiración y de trabajo? -Viene, pues, el espíritu nuevo a fecundar, a ensanchar, no a destruir. -Por lo demás, la sucesión de las escuelas no se comprendería si no las vinculase una corrección orgánica y fecunda, si sólo representasen destrucciones recíprocas que condujeran de negación en negación. -El Genio del Arte, que levantaba su copa en el festín del Renacimiento, es el mismo que aplaudía en 1830 en el estreno de «Hernani» el mismo que aplaudía cuando «L'Assommoir» desataba la tempestad sobre la frente de París, y que hoy aplaude cuando los elegidos de generaciones nuevas tientan los rumbos nuevos. -Para quien las considera con espíritu capaz de penetrar, bajo la corteza de los escolasticismos, en lo durable y profundo de su acción, las sucesivas transformaciones literarias no se desmienten: se esclarecen, se amplían; no se destruyen ni anulan: se completan. No son como el rastro leve y efímero que el viento borra para que se grabe en la arena la huella de otra planta. Son sobrepuestos tramos de donde ve dilatarse rítmicamente el horizonte quien lo sube. Son círculos concéntricos, cada uno de los cuales amplía el espacio del círculo anterior, sin fijarse en plano distinto. -Quedó del clasicismo para siempre el sentido de la mesura plástica e ideal, el amor de la perfección, la noción imperatoria del orden. De la protesta romántica quedó, también para siempre, su dogma de la relatividad de los modelos, su adquisición de libertad racional. Y de la escuela de la naturaleza quedarán la audacia generosa y la sinceridad brava y ruda, el respeto de la realidad, el sentimiento intenso de la vida; pero no quedarán, ni las intolerancias, ni las limitaciones.

Como en la obra de aquellas que le precedieron, se discernirá en la fe que hoy agita, vaga e informulable, nuestras almas, la escoria deleznable y el mármol y el pórfido que duran. -Ella no viene a señalar el solo camino de salvación. -Saben bien sus Pontífices que el Arte no es más que un huésped transitorio bajo el techo nuevo que alzaron. Ellos saben bien que su única morada digna entre los hombres sería la ciudad en que Schiller soñó verles rendir a la Verdad y la Belleza un solo culto; la «ciudad ideal a la que debía llegarse por la armonía de todos los entusiasmos, por la reconciliación de todas las inteligencias. -Y así, no ha de considerarse cada nueva revelación como barrera impenetrable que fije a las miradas un límite último y preciso, sino más bien como un cielo nebuloso tras del que se columbren vagas e inciertas lontananzas. No ha de decir el innovador literario: «Esta es la verdad», sino tan sólo: «La oportunidad es ésta». No se enorgullecerá de haber amarrado a su palabra el porvenir; porque el porvenir es el secreto del plan ignorado de nosotros. Y cuando la escuela que ha creado sienta crujir bajo sus pies las hojas amarillas de la duda, ella ha de resignarse a que la que aparece tiñendo de luz llueva el horizonte, le diga como Hamlet a Horacio: «Hay muchas cosas en el cielo y la tierra que tú no sospechaste jamás».

Para el autor de «Primitivo», la novela de nuestra habla, ajena a los esfuerzos que en todas partes se encaminan a afinar y a multiplicar, en la más amplia obra de arte contemporánea, las sensaciones de fondo y de la forma, aun permanece fiel al exteriorismo genial de su abolengo, que inspira en ella «cuadros de género de exacta observación, magníficos paisajes, escenas ingeniosas, mucha luz y mucha travesura, un procedimiento grande y simple que ha producido obras verdaderamente hermosas», -pero que la mantiene privada de abismarse en las nuevas profundidades del sentir y el pensar. Es verdad: ni la penetración sutil, ni la idealidad, ni el sentimiento, son calidades de casta en la novela que hunde sus raíces en aquella gran tradición plebeya del siglo XVI, a cuyo jugo anejo se mezcló, en opinión de un crítico sagaz, por los modernos noveladores, el vino nuevo de Zola y de los suyos, para formar con ambos «un licor más agradable que fuerte». La novela española empezó a ser obra de pensamiento original y de sentido profundo, con la psicología de «Pepita Jiménez» y la filosofía social de «Doña Perfecta» y de «Gloria», después de haberes contentado con respirar el perfume de los naranjos en los patios andaluces de Fernán, con ceñir la cota de Martín Gil y Men Rodríguez, y sazonar, merced a Alarcón, con el donaire de la buena tradición castellana, la urbanidad de la narración parisiense. -Y fructificada ya la rama española del realismo, es necesario reconocer que las tendencias nuevas, las aspiraciones por las que se anuncia, en otras partes, la proximidad, y en cierto modo, el hallazgo, de una nueva vida real, no han hecho destacarse hasta hoy celajes muy vivos ni muy amplios sobre el fondo gris del horizonte que ellas podrían colorear con las irisaciones raras del crepúsculo.

Emilia Pardo Bazán, que tiene la vocación y el sentido intenso de la «prosa» como atributo de su hermoso talento, bendice las barreras que han apartado ciertas nuevas corrientes del mundo espiritual, del ambiente de la novela de España, porque «la orca, merced a ello, una brisa de alegría», y porque «la realza cierto equilibrio mental muy sano y dulce». Hay travesías del pensamiento durante las cuales el equilibrio puede llamarse inmovilidad y la alegría puede llamarse candor. -Don Juan Valera, que tiende la mirada por la amplitud de su inmenso horizonte intelectual con la serenidad de un huésped del Olinipo y que, como el Eumorfo de su «Asclepigenia», entra con la impresión del mundano que vuelve de una fiesta aristocrática a las regiones del pensar, predica frente a nuestra ansiedad y nuestras dudas, el arte que, como un camino de montaña lleve constantemente a la placidez y la luz de trascendentales desenlaces dichosos. -Pero es justo agregar que no es lo único, en el presente aspecto intelectual del solar de nuestra lengua y nuestra raza, el desconocimiento o el desdén de las aspiraciones nuevas del espíritu. Yo creo que después de «La Incógnita», después de «Realidad», el arte del más abundoso y más genial de los novelistas españoles no puede ser calificado de insensible a nuestra aspiración de llevar al mundo de las cosas, imaginadas el reflejo de nuestros nuevos anhelos e inquietudes, de dilatar el espectáculo de lo real con la visión del hombre interno, y penetrar bien hondo -allá en las profundidades de la Meditación y del Dolor- en el antro de la tiniebla psicológica. ¿No es acaso Ángel Guerra una de las más intensas y más hondas entre nuestras modernas epopeyas de las luchas del alma, que conciertan para lo por venir la grande y misteriosa Epopeya de la edad nuestra, donde el llanto acerbo del Dolor y la Duda correrá como los raudales de la sangre en los combates de la «Ilíada»? -En la imagen, triste y hermosa, del converso, cuando al volver de pavorosa alucinación, bajo el misterio de la noche, en el fondo del barranco sombrío, donde ha luchado con las larvas de la tentación y del mal, llama una y otra vez al niño que le acompañó hasta el borde de la misma, ¿no ve el autor de «Beba» uno de los símbolos vivos más hondos, más hermosos, con que ha encarnado en las entrañas de la literatura el nostálgico sentimiento de generaciones que llevan, a un tiempo, en el corazón la infinita sed de un ideal y el pensamiento el estigma implacable de la Duda? ¿No ve en las páginas del libro, temblando sobre los seculares muros empapados en la humedad espiritual de la fe vieja, un destello de la religiosidad anhelante de Tolstoi?... En Armando Palacio, la aspiración que infiltrándose delicadamente, como vena de aguas mansas y profundas, llenaba ya de rumores de espiritualidad, para los oídos sutiles, el ambiente de algunos de sus estudios primeros de la realidad, es hoy la tendencia segura y confesada que inspiró las páginas originalmente hermosas de «La Fe» y que reclamó elocuentemente su puesto fuera del exteriorismo trivial y de la verosimilitud de estrechos horizontes con el prólogo a «La hermana San Sulpicio». En el imaginador de «Su único hijo» y «La Regenta», no es la crítica sola quien ahora mueve impulsos de renovación, reflejos de nueva luz, sobre la vida literaria. -La inculpación de estacionamiento candoroso y estéril sería más justa si se la dirigiese, no a la narración, sino a la lírica. Después que sobre el pedestal que labra la decadencia de la escuela que confinó la Poesía a los dominios de un glorioso recuerdo, álzase en todas partes el Ritmo para mostrar cómo el tiempo no extinguirá jamás la virtud de su fuente rejuvenecedora, y después que el estremecimiento de vorágine del numen finisecular ha traído a la superficie un mundo nuevo, todo un mundo de sensaciones, de imágenes, de afectos, que tiene la grandeza ignota y rara de aquel que cela el mar en la profundidad de sus abismos, -la lírica española aún vive de la luz que encendió el alma de generaciones cuyos poetas irradian ya desde el ocaso, y sólo debe a aquellas que podrían regenerarla por la expresión de una nueva vida espiritual, vagas y dispersas notas de las que Fígaro diría que son algunas chispas más en una hoguera que concluye.

En la novela es donde es necesario buscar todo lo que el alma de España sabe de la vida nueva del espíritu. En la novela es donde puede comprobarse que, por ella también, ha pasado cierto soplo de viento que semeja alzado, desde la sombra, por un batir de alas...

***

¿Cuál es el interés que en relación a las particularidades del arte literario de América ofrece esta gran cuestión de la novela contemporánea, inquieta en la elección de sus rumbos? -Ofrece, en primer término, el interés humano, universal, que en parte es de nosotros. Ofrece, luego, el interés y la oportunidad de guiarnos a la consideración de una deficiencia que merece estudiarse en la relación de nuestra actividad literaria y nuestra vida psíquica. -La juventud que se levanta en nuestros pueblos ha dado un cierto aire infantil, un cierto aire de trivialidad pintoresca, que suele hacer pensar en las graciosas puerilidades, del Japón de «Madama Crisantemo», a la ciudad de su arte. -Nuestra reacción antinaturalista es hoy muy cierta; pero es muy candorosa. Nuestro modernismo apenas ha pasado de la superficialidad. -Tenemos, sí, coloraciones raras, ritmos exóticos, manifestaciones de un vivo afán por la novedad de lo aparente, osadas aventuras en el mundo de la armonía y el mundo de la imagen, refinamientos curiosos y sibaríticos de la sensación... Pero el sentimiento apenas ha demostrado conocer las fuentes nuevas de la emoción espiritual, y el pensamiento, duerme en la sombra, o sigue los rumbos conocidos, o representa sólo la manifestación de algunas individualidades aisladas, el vano concitar en que se pierde la voz de espíritus sin séquito.

Y, entre tanto, ni nuestra sensibilidad ni nuestro espíritu son ignorantes de los estremecimientos que comunican su impulso, su fuerza de impaciente y audaz renovación, a la inquietud contemporánea, y dan su tono a las voces de una literatura que legítimamente podemos reclamar -como nuestra. -Amamos, sí, la aspiración de originalidad que busca imprimir un sello peculiar y profundo a aquellas formas que lo admiten de nuestro Arte, y que se manifiesta en las novelas de América por las tentativas, ya de evocar la gloria de nuestras tradiciones, ya de poner en juego los elementos dramáticos de nuestra sociabilidad, o de colorearse,en los tintes de la naturaleza propia, o de reflejar las formas originales de la vida en los campos donde aun lucha la persistencia del retoño salvaje con la savia de la civilización invasora. -Nunca nos hallará indiferentes la narración que sea dueña del cincel con que se esculpen los tipos briosos y sencillos del pago, sus escenas llenas de vigor y de vida, sobre la roca de que están hechas sus entrañas buenas y robustas... Comprenderemos siempre el encanto de la embalsamada poesía que dan de sí la tradición que detiene en la soledad los ecos moribundos de las leyendas, la égloga americana que aprisiona las voces de la naturaleza regional, el blando toque del pincel costumbrista. -Pero al lado del tributario fiel de la región, al lado del hijo fiel de nuestra América, que se reconoce vinculado de lo íntimo de su ser, a los particularismos de determinada parcialidad humana, que lleva entre las cosas propias de su espíritu el reflejo de cierta latitud de la tierra, -está en nosotros el ciudadano de la Cultura universal, ante el que se desvanecen las clasificaciones que no obedezcan a profundas disimilitudes morales, como ante un espectador de las alturas; el discípulo de Renán o de Spencer, el espectador de Ibsen, el lector de Huysmans y Bourget. Como el esclavo de Terencio, podemos reivindicar para nuestro ambiente espiritual «todo lo que es del hombre»; y en nuestra naturaleza, curiosa de todos los estremecimientos, vibra con más intensidad el eco de los gritos lejanos que vienen de las altas cumbres del espíritu, que el clamor desvanecido y confuso con que llega a nosotros -imágenes vivas del tipo humano que se esculpe y retoca cada día en los viejos talleres de la civilización- el cántico de originalidad salvaje de la tierra.

Todo propósito de autonomía literaria que no empiece por reconocer la necesidad de la vinculación fundarnental de nuestro espíritu con el de los pueblos a quienes pertenece el derecho de la iniciativa y de la dirección, por la fuerza y la originalidad del pensarmento, será, además de inútil, estrecho y engañoso. -Mirando al lado del Naciente, es como hemos de ver alzarse por mucho tiempo todavía la más intensa luz que irradiará sobre nuestra organización moral, sobre nuestra vida inteligente, tal así como si el espíritu de la raza reconociese, brillando en la profundidad del horizonte, el fuego lejano de su hogar. -«Vanos son, cuando el viajero tiene alas, los abismos anchos y profundos». Mal aislador es el agua del Océano para la corriente que hace vibrar, con el impulso lanzado a toda hora desde los centros en donde se condensa y suena la hirviente espuma de la vida, la inmensa, red nerviosa que el genio de una misma civilización extiende del uno al otro extremo, del planeta, como por una universal confederación de las almas.

La literatura en que hoy llega a nosotros la misiva de aquel hogar paterno es casi siempre amarga, es casi siempre obscura... La ingenua y dulce «alegría de la vida» tiene poco que ver con los sentimientos que la engendran, con las inspiraciones que la inflaman. Los que se esfuerzan por alejarla de nosotros encuentran en esa misma condición de su inquietud febril, desordenada y sombría, la gran causal de su sentencia destierro. -Llenos de buena voluntad quieren que todos nos creamos en marcha hacia «algo bueno y hermoso», como la heroína de «L'Argent». -Y se oponen al paso del dolor, al paso de la sombra, guardas celosos de la juventud de esta América a quien todavía suele representarse con los atributos del candor primitivo, virgen que duerme sobre la arena de la playa... Yo convendré fácilmente en que la «juventud de los pueblos» es algo más que una expresión vacía de sentido íntimo, de la brevedad de su existencia material, y que trascendiendo a todas las cosas del espíritu, debe mostrarse también en el carácter de una literatura. Creo en los pueblos jóvenes. Pero, si la juventud del espíritu significase sólo la despreocupación riente del pensar, el abandono para el que todos los clamores de la vida son arrullo, la embriaguez de lo efímero, la ignorancia de las visiones que estremecen y el desdén de la Esfinge que interroga, sería bien triste el privilegio de la juventud, y yo no cambiaría, por la eternidad de sus confianzas, un solo instante de la lucha viril en que los brazos fuertes desgarran jirones de la sombra y en que el púgil del pensamiento se bate cuerpo a cuerpo con la Duda.

Me parecen análogas, por la identidad de los peligros, cierta idea de la acepción intelectual de la juventud, y la idea, vulgar también, de la salud literaria propagándose y haciéndose plebeya desde la boga del autor de «Degeneración», ha servido para escudar muchas lamentables limitaciones del sentimiento, de la tolerancia y del gusto. Hay espíritus vanos para quienes está enferma toda literatura que no ría, o que no duerma, o que no sea discreta y cauta como podría serlo la Musa de Bouvard, o que no aspire sólo a aquel fin de alegre e inofensiva diversión que se cumple sin dejar surcos ni sombras en el alma y la hace grato arrullo de las cabezas soñolientas que conciben el arte como el sueño tranquilo de sus noches y al artista como el juglar que las liberte del tormento odioso de pensar. Sí; lo mismo la juventud que la salud, en cuanto atributos del espíritu, si se las considera con el criterio estrecho de las burguesías literarias, son armas excelentes en manos de los amigos del limitez vous de que habló Hugo, y tienden a substituir a la energía, a la verdad, a la sutil penetración del sentimiento y de la idea, la trivialidad, la frivolidad, el aire lánguido, -los pálidos colores que en opinión de Mme. de Sévigné deja en las almas la ausencia de las lecturas que obligan al austero sentir y a la reflexión profunda.

Los que por insensibilidad a todas aquellas vibraciones del alma que no puedan clasificarse dentro de un orden de sentimientos muy generales y precisos; por aislamiento en relación a la nueva vida intelectual; acaso por alarde de gusto puro, clásico y severo, predican, frente a nuestra complejidad cerebral, la sencillez; frente a la voz de nuestras íntimas contradicciones, la espontaneidad del canto aprendido, como la música del gaitero ingenuo de Daudet, del viento y de los pájaros, deben pensar en que la afectación es cosa fácil de hallarse, en ciertos tiempos, por los propios caminos que se eligen para evitar sus malas tentaciones. La sencillez del sentimiento del espíritu es afectación cuando la realidad no da de sí la sencillez. Hijas nuestras almas de un extraño crepúsculo, nuestra sinceridad revelará en nosotros, más que cosas sencillas, cosas raras. -Nada sería tan engañoso como identificar la sinceridad con el candor. -Generaciones complejas por la composición de una idealidad indefinible, por la intensidad de la vida intelectual, darán de sí naturalmente un arte complejo. La ingenuidad de la Rapsodia y del Romance en labios de los que gustan el zumo de una civiliación que lleva destilado cien veces el filtro de la vida, sería tan falsa como el eco de la sensibilidad perversa de un Verlaine en una sociedad de almas cándidas y heroicas.

Y por eso, junto al David Teniers de las exterioridades pintorescas y apacibles; junto al novelador de la región, lleno de genio de los suyos, atento al habla de la Musa plebeya en quien repercuten las palpitaciones de la fibra salvaje, a quien la Naturaleza virgen conceda la confianza de su ingenuidad -debemos admitir al experto peregrino de nuestro mundo interior, al novelista de la universalidad humana que brinde, en la copa exquisita de sus cuentos, el extracto sutil de sus torturas intelectuales, de sus contemplaciones íntimas, de sus estremecimientos profundos, para los curiosos de la inteligencia y los «curiosos de la vida» que quieren ver brillar sobre la frente del Arte la luz que los guíe hacia lo hondo en los misterios de la Idea y en el antro obscuro de la Pasión; el rocío que flota como exhalación de playas nuevas, en el ambiente de los que se lanzan, argonautas del perdido Ideal, a los mares del espíritu, -para las almas inquietas, anhelantes, para los visionarios del porvenir, que reflejan los mirajes dorados de sus sueños; las raras exquisiteces de su expresión, para los refinados de la forma que piden a la magia omnipotente del verbo la entera imitación de todos los estremecimientos de la vida, el placer condensado de todas las sensaciones de arte; la quintaesencia de sus nostalgias indefinibles y sus penas agudas, para los paladares finos en lo amargo, para los que Anatole France llama los gourmets del dolor.

Que en el conjunto enorme de la actividad donde ha de ir a buscar, el intérprete de esta poética vida que anhelamos, inspiración y ejemplo que lo guíen, mézclanse también elementos, no ya indignos de nuestro arte peculiar, sino de todo arte noble y duradero, no lo dudamos nosotros ni habrá claro y recto juicio que lo dude. Discernámoslos, y hagamos nuestro lo que exprese una realidad de nuestro mundo íntimo, de nuestros sufrimientos, de nuestra fe, de nuestro amor... Si dentro de la organización, aun indeterminada e informe, de pueblos que, como el que un tiempo inspiró a la pluma de Fígaro las consideraciones del juicio de Antony, ofrecen, desde el punto de vista de la unidad del alma colectiva, más que la imagen de una sociedad compacta y una, la del revuelto campo de batalla donde chocan los elementos opuestos que han de constituir sociedad, hay cierto número de espíritus que viven la más compleja vida de la sensibilidad y el pensamiento, triunfe en buena hora la aspiración que para ellos pide una literatura que se modele a su semejanza. -Y sea bienvenido en su nombre el esfuerzo de los que se adelantan para hacer colaborar al alma de América en esta inmensa labor renovadora, merced a la que nuestro ocaso secular presenta, con la agitación aparentemente anárquica y sombría que es el signo de las grandes transiciones humanas, el espectáculo de una cultura en cuyo seno hierven a un tiempo todas las ideas y todas las pasiones, -en cuyo ambiente se entrechocan todas las resonancias del Deseo, del Entusiasmo y del Dolor, -concurso extraño de aspiraciones sin armonía, de dudas sin respuesta, de contradicciones sin solución, de voces de esperanza y de angustia, que si condensasen en un solo grito inmenso y formidable, harían decir acaso al alma moderna de Gautier: «¡Tengo más sed que el desierto!»




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De Leopoldo Díaz


No creo que me engañe mi Pasión por nuestra buena tierra americana si afirmo que veo en ella -en su presente y emprendedora vida mental,- en la acción entusiasta y animosa de su juventud, toda la de vitalidad de la nueva florescencia de la poesía de habla española.

¡Cuánto elemento gárrulo y vacío, cuántas viejas cosas mal restauradas, cuánta ingenuidad pueril en este movimiento modernista que hoy hace vibrar -confundiendo en sí, como todos los movimientos literarios, el canto de las aves y el vocear de las ocas- la vida del verso americano!... Pero, también, ¡cuántas halagadoras promesas, cuántas notas inspiradas y altivas; cuánto talento y cuánta animación capaces de armonizarse en una obra de verdadero arte, en una obra duradera y fecunda! -Para la crítica bien intencionada es una grata tarea, es toda una fiesta del espíritu, señalar y levantar en alto las cosas buenas que trae esta revuelta corriente de publicidad, separar del montón vulgar cada una de las obras que lo merecen.

Leopoldo Díaz -uno de los más gallardos mantenedores en el torneo de la actual poesía americana, uno de los más prestigiosos, y acaso, entre ellos, el que puede representar con más justo título el amor de la perfección exterior, el imperio de la forma pura,- es también de los que poseen en más alto grado la noble virtud de la perseverancia y la pasión viril de la labor.

Vibrante todavía la huella luminosa de los Bajorrelieves, he aquí que el poeta nos presenta el fruto de su peregrinar por nuevos rumbos, en las Islas de oro, Belphegor y La leyenda blanca.

***

Ofrece cada uno de esos poemas un género de interés peculiar, y exhibe, bajo una faz diversa, el alma del artista.

De la idea del primero de los Poemas puede hablaros el recuerdo, seguramente no desvanecido, de una vieja lectura. Todos recordaréis de Bécquer, la rima en que suena la canción de los barqueros que llaman para el viaje al que pasa, mientras baten sus remos la espuma pintada por el iris: esa eterna canción a la que el poeta contesta señalando, tendidas a secar sobre la arena de la playa, sus ropas, como el viejo Horacio los húmedos despojos llevados en ofrenda al dios del mar, que le preservan de los encantos pérfidos de Pirra. -Bien, pues: las Islas de oro tienen alguna semejanza con las playas a que conducían los barqueros. -En la primera, detiene la marcha el pasajero del mar, el cántico que invita a aquel, de los bienes humanos que el batelero de Bécquer consideraba «mejor que la luz y el oro del día y las brumas de plata de la noche». El escenario es el de una encantada Tempe. Teorías de vírgenes discurren por las galas de una primavera inmortal. Flotan confundidos, en los aires, aromas, cantos y gritos voluptuosos. Pero a veces surge, dominando el monólogo de la onda, un himno triste, que entonan los viajeros para quienes se desvanecieron ya las imágenes con que los llamaron a sí las Sirtes engañosas. -Es la segunda de las islas de oro la isla del tesoro venal, la que atrae a las naves aventureras, a los ávidos perseguidores del vellocino. -En la canción de los barqueros no sonaba esta nota. Sobre sus costas coloreadas de fuego, se alza laTorre Azul, donde se atesora todo el oro de Ofir. No tiene por atributos las flores, sino las gemas deslumbrantes. No despliegan, las naves que a ella conducen, blancas velas, sino velas de púrpura. -Y a las playas de la isla tercera, llegan, agitando verdes pendones, los fascinados por la Gloria: héroes y poetas, visionarios y artistas, ambiciosos del laurel y la palma, todos aquellos que sueñan el más embriagador de los sueños. -Avanzan arrullados los unos por cánticos altivos, llena el alma de sol, vibrantes en la diestra las desnudas espadas. Los otros son los pálidos visionarios que lucen una aureola trágica y en cuyos hombros se ve la huella de dos alas perdidas; los mártires que pasan bajo palmas simbólicas, y llevan espinas en la frente, y en los labios la sonrisa suave del perdón. Y del grupo de los visionarios, cuando se han desvanecido sus quimeras falaces, se escapa el lamento helado del Hastío, que es hermano del Odio y de la Muerte... -En tanto, más allá de las islas encantadas, reina la noche del Misterio, la noche del olvido, eternamente silenciosa... Y, ante ella, siguen las islas fulgurando, y fulguran siempre, como un espejismo inmenso.

Esta preciosa idea se desenvuelve en versos elegantes y exquisitos. -Pero a la poesía inspirada y armoniosa de las Islas de oro prefiero yo la exótica y osada poesía de La leyenda blanca.

Ávido el poeta de originalidad, ansioso de aventuras fuera de las regiones conocidas donde su planta habría de estamparse sobre las huellas de cien poetas, sale de nuestros suaves climas, se aleja, al mismo tiempo, de esos Trópicos tantas veces profanados en América por los versos vulgares, y busca -rumbo al Polo- las confidencias de la ráfaga helada que cruza, llena de rumores legendarios, por ciertos poemas bárbaros de Leconte. -La elección de este rumbo extraño descontentará, con frecuencia, aun a aquellos que toleran al viajero el viaje mismo; haber sálido del terruño. -Sobre un escenario glacial, como protagonista de una tragedia fabulosa y enorme de venganza, un oso blanco de la estepa, enamorado de la hija de un rey monstruoso que habita en un palacio flotante y mira con un solo ojo de cíclope... He ahí un motivo de la leyenda que nos deslumbra por su poética virtualidad. Expuesto así, el argumento de la obra puede pareceros, efectivamente, de un supremo mal gusto o de una extravagancia intolerable. Si la leéis de regreso de un ameno, viaje ideal a aquellas regiones deliciosas del Arte que corresponden a las regiones del mundo que, hacían suspirar a la Mignon del poeta, acaso no se desvanecerá del todo esa impresión. Si, para corroborarla, llamáis en vuestro auxilio a cualquier Poética vulgar que doctrine en nombre de la mesura, de la tradición y el buen sentido, la leyenda os seguirá pareciendo extravagante. Pero emancipad vuestro juicio de recuerdos amables y serenos; olvidad que se han escrito idilios clásicos en el mundo: alejad de vuestra mente a Virgilio, no penséis en Chénier, borrad Jocelyn de la memoria. En vuestro espíritu meridional, poned un poco de aquel áspero fermento del gusto que dan los jugos fuertes y tonificantes del Norte; tened candor; imaginaos que vivís bajo las sombras que dan su prestigio a fábulas extrañas; sumergíos en las brumas que hacen posibles los espectros, y gustaréis entonces el crudo sabor de esta poesía, que a la manera de un bosque adusto de las heladas latitudes quc atravesase un camino del Mediodía, os desorientará primero para imponeros su grandeza extraña después.

Claro está que sin la habilidad de la ejecución, sin las sugestiones de la forma, sin el primor del arte, sin el cuidado de la estrecha relación en que está la eficacia trágica del drama en el fondo pictórico de la Naturaleza miserable, aterida, penitente, -sería trivial el efecto de lo maravilloso, se tornaría en ridícula la apariencia solemne de la fábula.

Pero el poeta tiene conciencia de todas las delicadas composiciones de la idea escogida y sabe obtener de ella un rico tributo de poesía, fecunda, original, que ya resuena en sus versos con la grave y pavorosa voz de las olas y de las tormentas, ya se reviste de tonos melancólicos y suaves que resaltan sobre la ruda austeridad del fondo bárbaro al modo de cierta misteriosa alga que matiza de rosa la soledad de los hielos infinitos, y refleja su luz sobre el mismo extraño protagonista de la leyenda, como el oso sensible, de Les larmes de l'Ours del gran maestro de los Poemas trágicos. -La descripción tiene toques soberbios y grandiosos, toques de un pincel inspirado que contribuyen grandemente al interés de un poema en que tanto importa el efecto de escenografía. Vago, fantástico y nebuloso el dibujo: el de los contornos de los témpanos enormes de los áridos acantilados, de las nubes desbarradas y las olas inmensas; una sola nota de color: el blanco deslumbrante sobre el fondo negro de la noche que siempre dura. -En este ambiente espectral, se desprenden vaporosas nébulas de poesía o vagan negras sombras. Hay preciosos pasajes. La invocación preliminar es un soberbio pórtico, que se diría cincelado en el hielo. -Para la presentación de la heroína, parece haber tomado el poeta a la caja de colores de Gautier, los ampos blancos que deslumbrasen algunos de los Esmaltes. -El monstruoso monarca aparece en un fragmento que es otro primoroso cuadro, digno del anterior como contraste sombrío. -No así el lied de los sueños que canta la Princesa en sus horas de contemplación y de nostalgia, y en el que noto cierto aire de trivialidad, de usada poesía, que se conforma difícilmente con el aspecto general, de fresca y altiva originalidad, de la leyenda. -En cambio, me parece verdaderamente hermoso el himno del Norte que entona el príncipe amante de Yolanda, mientras devora, yendo hacia ella, las estepas sombrías, y suenan las campánulas que llevan los rengifos de su trineo. El himno que evoca las furias de los guerreros del Walhalla y la alegría siniestra de Odin.

La leyenda blanca es, en suma, una rara y preciosa flor de poesía, cuya especie me parece hasta ahora enteramente ignorada en el invernáculo levantado para toda suerte de vegetaciones exóticas por los cultivadores del arte nuevo de América.

***

Desde que en los días de iniciación y de lucha del decadentismo, Jean Moreas confió al grupo juvenil de sus rapsodas la revelación del prestigio de sus imágenes sugestivas y sus alegorías extrañas, el símbolo es, no sólo una «moda retórica» que triunfa, sino a veces un objeto de fe, en cuyo nombre se predica la renovación y se hace la guerra. -Para muchos está en él la verdadera condición de unidad del verso nuevo, y su imagen podría ser cincelada, dominando sobre el pórtico de la triunfal e innovadora Poesía, como aparece en ciertos pasajes de la curiosa Eleusis, de Mauclair. Para todos, es una divinidad en la mitología peculiar de nuestra época. -La crítica que juzgando la poesía simbólica de los contemporáneos, cuando ella se le presenta con ambiciones de sistema y de dogma, ya la considerara como una reacción y una anomalía encaminada a contrariar todo el sentido estético de la evolución iniciada en el Renacimiento, ya como fórmula preciosa de un arte nuevo, y aun de un cíclico arte del porvenir, ha de atenerse en ésta como una de sus manifestaciones particulares, a las leyes sabidas y los cánones viejos. Y la calificará de viciosa y antinatural forma de arte cuando, nacida sólo de una arbitraria convención, es difícil, indeterminada y obscura, apta para procurar muy vagos estados de sensibilidad o torturas inútiles del pensamiento, más que una idea o emoción definidas; de hermosa y eficaz, cuando es el símbolo producto de una concepción simultánea de la imagen y la idea que representa, y no del artificio y la interpretación laboriosa; cuando por la fuerza plástica del símbolo, la relación de semejanza con lo significado aparece clara y translúcida a los ojos del que lee; cuando, para expresarlo por medio simbólico también, es breve, y fácil, y armonioso, el puente tendido, por la mano del poeta, de la idea a la forma y de lo real a lo ideal.

El autor de Bajorrelieves ha querido ensayar, en el último de sus Poemas, la virtud poética del símbolo. Y ha creado una leyenda tan hermosa por su sentido ideal como por su apariencia y por su arte.

Contenlos cómo es la invención simbólica del poeta.

Belphegor, héroe gallardo y animoso, miró un día cruzar un águila blanca por el cielo a la hora en que se apagaban las últimas luces del crepúsculo. Y el águila, que despertó en el Héroe deseos de volar, anhelos de hacer de ella su nave para llegar al ignorado País de la Quimera, descendió hasta sus plantas y partió llevándole consigo. Tendió su vuelo por cima de los montes, por cima de las nubes; llegó sobre los mares postreros que guardan el eterno enigma del Polo. -Y después de haber volado cien noches y cien días, se detuvo el águila y dejó al Héroe fatigado, frente al mar, sobre una pendiente abrupta, entre cipreses, donde sus párpados se rindieron al sueño. Entonces, a su pensamiento descendieron visiones. Llegó primero una forma blanca y nimbada, que surgía como de un vaho de misterio y vestía un manto de espuma. Belphegor reconoció al Ensueño. Llegó después una forma errante y cautelosa, con las alas de sombra y la palidez sagrada de los cirios. El Héroe saludó a la Muerte. Llegó, por último, una visión convulsa y vacilante, que expresaba el terror en el rictus siniestro de su boca, y sobre cuya frente se erizaban los cabellos como puñales rígidos. Y el Héroe reconoció al Espanto. Pero luego descendió a él una aparición plateada y luminosa, envuelta en la blanca túnica de un celaje, que era el Amor. Las trágicas visiones separándose del Héroe que soñaba, murmuraban: Es un vencido. Y dijo el Amor: ¡Me pertenece!

Belphegor despierta y sigue su viaje sobre el águila. Dirígense, por sobre las olas turbulentas, a ignoradas regiones. Hay en ellas una misteriosa selva y una Princesa encantada que, yendo a velar en la selva misteriosa sin anillo, quedó cautiva por arte de magia de un endriago. Belphegor, que ama los imposibles, sueña en amar a la princesa y arrancarla a la cautividad, venciendo el arte pérfida. -Ciñe, para la empresa heroica, su hoja templada en la sangre ardiente de un dragón; recoge el arco y el carcaj de plata, el clarín sonoro y el blando laúd de las endechas. Y penetra entonces en la profundidad del bosque encantado que se desenvuelve en ura extraña espiral y a cuya entrada florecen amapolas negras y rojas que esparcen un efluvio de sueño, y amapolas blancas en las que se enroscan negras serpientes que dan al héroe que pasa una siniestra bienvenida. Belphegor avanza silencioso y solemne. Crujen a su lado las hojas, las aves de la noche levantan su vuelo en torno del viajero, vagos terrores flotan en los aires, y los mudos fantasmas se enlazan en círculos sombríos, mientras, tejiendo sus telas, negras tarántulas parecen describir figuras de fatídicas danzas. Pero Belphegor prosigue su marcha entre las sombras. Divisa, en la profundidad del bosque encantado, un lago de aguas dormidas y serenas, en cuyas márgenes corre una fosca Quimera entre espadañas. El Héroe llega a él... y prorrumpe entonces en un grito de asombro y de dolor que cunde propagándose en ecos infinitos: ha visto muerta a la princesa del ensueño... Besa Belphegor su frente divina y sus verdes ojos, ciñe sus cabellos con nenúfares que se despliegan en la superficie de las aguas, y marcha después adonde el águila le espera. Quiere volver sobre sus alas a la playa lejana, que arrulla el inmenso grito del mar, para que el mar sea el confidente de su decepción... Cuando el ave lo deja, obediente a sus mandatos, en la playa, el Héroe queda sumergido en el estupor, en el silencio y el olvido. Entonces, el huracán, las aves que pasan, los monstruos del mar, las voces vagas del abismo, concitan a Belphegor a que despierte. Pero cuando Belphegor despierta y vuelve la mirada a su propio ser, ya sólo encuentra en sí desvanecido el éxtasis pasajero de su ensueño, el vacío y la sombra: un océano de sombra. «Llévame -dice al águila,- al espacio infinito, a los abismos insondables donde el alma olvide todo sufrimiento». Y mientras el águila corta con el filo ondeante de sus alas las nieblas de éter adormido, el Héroe le grita sin cesar: ¡más alto!, ¡más alto!, hasta que se pierde arrebatado por el vértigo de la altura, y todo se esfuma y desvanece ante su mirada y sólo ve lucir las constelaciones sobre su frente como camelias blancas abiertas sobre el terciopelo de la noche. -De pronto, a la manera del ave que rompe la prisión obscura de su jaula. Belphegor se lanza al vacío. El pájaro enorme da un terrible graznido de rabia y de dolor, y recogiendo y oprimiendo al Héroe en sus garras, le suelta luego para precipitarse tras él. Y entonces, como dos visiones, como dos espectros confundidos en una misma sombra, ruedan al abismo infinito el Héroe y el águila.

***

He ahí, pues, la simbólica aventura de Belphegor. -El poeta manifiesta, al narrarla, qué ha consagrado al pensamiento que trata de poetizar, todo su amor de artista; y la ejecución es digna del interés interno del poema. Intensa y poderosa la imagen, rica en fantástica grandeza. Enfrente de ciertas páginas de versos se me ha figurado a mí ver un dibujo dantesco de Doré. La versificación: original y primorosa. En nuestro poeta, la habilidad formal fue siempre poderoso rasgo de su talento. Es el autor de Bajorrelieves de los versificadores a quienes han sido revelados aquellos misterios del rimar de que no se habla en los tratados de Poética y que no alcanza a analizar la Prosodia; de los que perciben y saben hacer fecunda la estrecha y misteriosa relación del ritmo con el sentimiento y con la idea; de aquellos para quienes no ha de considerarse el metro como un molde inorgánico y de antemano convenido, en el que sólo se atenderá a ajustar, con rigores de Procusto, palabras y palabras, sino como una fuerza interna que despliega las alas del verso, o las recoge, según el soplo íntimo de cada idea y de cada emoción. -Siempre fue -como decía- poderoso el dominio de la plástica en el talento de Leopoldo Díaz. Pero el estudio rítmico de algunos fragmentos de ésta que es la mejor de sus leyendas, señala, en esa principal condición de su genialidad, el punto más alto, y bastaría por sí solo a acreditarle de magistral versificador. Cuando el Héroe desciende, entre siniestras bienvenidas, la sombría espiral del bosque encantado, hay una imitación tan admirable de su descenso, y de su agitación, en el movimiento rítmico del verso, que no dudo en calificarla de ejemplar, y que me recuerda -pero superándola en mucho todavía- la de cierto hermoso pasaje de El estudiante de Salamanca, cuando Montemar se debate entre los espectros.

Podría exigirse ahora, antes de terminar este comentario, la clave, la interpretación, del simbolismo del Héroe y su leyenda. Es de la crítica penetrar en el secreto de la obra de la Imaginación, y convertir al lenguaje de la idea lo que en ella se expresa en el lenguaje alado de la imagen. Probando, en dos memorables ocasiones, sus fuerzas en la poesía del símbolo y de las ficciones alegóricas, Gaspar Núñez de Arce quiso ahorrar esa labor de análisis a la crítica; y él mismo confesó el pensamiento que había tratado de representar poéticamente, en notas que son, después de sus poemas, como el reverso opaco de un disco luminoso, porque contraponen el procedimiento esencialmente prosaico de la abstracción y de la interpretación racional de las creaciones de la fantasía, al procedimiento imaginativo y sintético del Arte. Y la crítica, celosa de esta usurpación de sus fueros, le recordó que no era al poeta a quien tocaba hundir en sus propias creaciones el escalpelo de la razón y traducir en idea lo que en forma habrá expresado con anterioridad. Mas la crítica misma, que evocando viejas palabras ha de limitarse a decir en ciertas ocasiones: entienda aquel a quien le sea concedido, ¿no puede hallar a veces un alto y escogido placer en guardar a la ficción simbólica del arte su velo trasparente, -en no desvanecer sobre ella la semiclaridad ideal de la penumbra,- en dejar sin traducción vulgar el idioma de formas y colores del poeta? -El afán de los escoliastas -del que se ha dicho que haría trocarse el pliegue trágico de la boca del Dante en una sonrisa burlona- suele ser un afán inútil. A aquel que lea sin que ningún pensamiento, ninguna emoción sienta despertarse en su alma en presencia de las imágenes que componen el símbolo, no se lo haréis sentir revelándole cuál es la idea que lleva en sus entrañas cada una de esas imágenes que no han logrado conmoverle. Y el que ha sentido el símbolo, interpretándolo de manera que diga algo interesante o sugestivo a su alma, no ha de cambiar por la vuestra su interpretación.

Empero, el héroe de nuestra leyenda dirá a todas las almas una cosa semejante y en todas evocará un sentimiento conocido. Cuando Belphegor mira, con la sed de la altura, cruzar al ave legendaria que va a abismarse en las brumas grises del Septentrión, todos recordarán que ellos han esperado alguna vez, sobre la playa, al águila blanca que vuela al País de la Quimera, o tendrán conciencia de que aún aguardan que ella pase. Cuando Belphegor atraviesa, para arrancar de su encanto a la cautiva, el negro bosque del misterio, muchos recordarán que lo han cruzado alguna vez, o sentirán acaso que lo cruzan porque se congregan a su alrededor las sombras que flotan en los aires y les hieren las carnes los abrojos punzantes del sendero... Cuando Belphegor vuelve de su fracasada empresa sobre el águila y busca el olvido, el silencio, y el abismo, ¡cuántos sentirán que también han vuelto de su viaje, y que el propio Dolor es quiza un viandante que ha pasado por la ruta trillada de su vida, y que en su intimidad ya sólo queda sombra inútil, ansiosa de refundirse para siempre en la sombra!... De la inquietud que impulsa al alma en pos de las imágenes doradas que la hirieron; de la decepción que pone su mancha sombría allí donde brillaban las doradas imágenes que pasaron; del vacío que empieza cuando han desaparecido los estímulos de la inquietud y se han agotado las lágrimas dela decepción, se compone un ritmo viejo y sabido, -como el de los días y el de las estaciones,- ¡que sólo deja de cumplirse cuando Belphegor es precipitado, antes de terminar su trágica aventura, por el águila!




ArribaAbajoUn poeta de Caracas

Caracas fue la Atenas de América en aquellos tiempos postrimeros del régimen colonial en que las ideas de libertad y de reforma llamaban sigilosamente a las puertas de las ciudades provocando mil extraños ecos en las almas dormidas, en tanto coloreaban el cielo los albores de la Revolución. -Esas huéspedes inquietantes se enseñorearon pronto de la cuna de Bolívar y de Miranda. La civilización, «que ama al mar», según la frase del poeta, tuvo fáciles vías para llegar al seno de aquella ciudad dominadora de un Mediterráneo americano, sobre el que su hálito, fecundo flotaba empapando a la vez los vientos del Norte y del Naciente. El genial viajero del Cosmos, que realizaba, por entonces, el viaje memorable del que ha podido decirse que tuvo la significación de un segundo descubrimiento de nuestra América, saludó en aquella sociedad juvenil y culta el impaciente despertar de las energías de la mente americana, ávida de toda novedad y de toda ciencia, e inclinándose con irresistible impulso a recibirlas, no de otro modo que como la planta que crece envuelta por la sombra se tiende al lado de la luz. Se respiraba en sus aulas el espíritu nuevo. Cundía en ella el amor a todo delicado cultivo del espíritu. Y en sus tertulias literarias se diseñaba el boceto de una gloriosa figura de poeta y pensador, a la que estaba reservada, en la escena de la América libre, uno de los pedestales más altos: la figura de Bello, educador de hombres y naciones.

El recuerdo de esta tradición honrosa de cultura, cuyo florecimiento inspira a la palabra de Humboldt el tono de una sincera admiración, en ciertas páginas del Viaje a las regiones equinocciales, despierta frecuentemente en nosotros, evocado por las manifestaciones de la actividad inteligente de una juventud que se levanta hoy, en la patria del Libertador, tan animada de inspiraciones generosas como dueña de las armas que hacen vencer en los combates reales del pensamiento y en los torneos y las justas del arte.

La comunicación, relativamente estrecha, que la redacción de la Revista Nacional mantiene con los centros de más intensa vida y de mayor influjo en el movimiento literario del Continente, permitiéndole triunfar en cierto modo de las dificultades del deplorable aislamiento moral e intelectual en que aun los pueblos americanos viven, nos autorizan para afirmar el alto papel que, en la cultura contemporánea de América, desempeña la juventud pensadora de Caracas.

A ese grupo animoso pertenece el autor de los sonoros y varoniles versos que, a continuación de este improvisado comentario de la personalidad del poeta, publica la Revista Nacional en sus columnas. Andrés A. Mata merece que la brillante notoriedad que realza justamente su nombre en el centro cultísimo que su talento contribuye a animar y esclarecer, alcance la sanción de la unanimidad del público inteligente de nuestra habla.

Tengo aquí sus Pentélicas, a las que precede un prólogo magistral de Vargas Vila. El alma apasiorada del autor de las Providenciales y su talento ático, eran propios para comprender y definir cumplidamente la poesía que tiene por cauce las páginas que siguen a su prólogo. Briosa y severa es esta poesía en su entonación, a un tiempo profundamente original y de noble estirpe clásica, correcta, con la desembarazada corrección, que no entorpece, sino realza y magnifica, la espontaneidad y la libertad de la forma; y altiva y espartana por el espíritu, por las ideas, por los sentimientos. Corazón de acero en pecho de mármol, diría Teófilo Gautier.

Poesía de pensador y de soldado en la gran lucha de la vida, tiene, sin duda, en esta condición uno de sus títulos más altos. Lo tiene, sobre todo, si se atiende a que la juventud que se levanta en nuestros pueblos, no suele preocuparse gran cosa de poner en su poesía motivos para pensar ni para sentir, asaz empeñada, como está, en hacer «campo aparte» de su manifestación literaria, con relación a todas las actividades de la vida que no sean las del libre imaginar y el arte puro.

Muy avenido a que la poesía americana abra su espíritu a las modernísimas corrientes del pensamiento y la emoción, se inicie en los nuevos ritos del arte, acepte los procedimientos con que una plástica sutil ha profundizado en los secretos de la forma, no me avengo igualmente a que, extremando y sacando de su cauce el dogma, bueno en sí de la independencia y el desinterés artístico, rompa toda solidaridad y relación con las palpitantes oportunidades de la vida y los altos intereses de la realidad. Veo en esta ausencia de contenido humano, duradero y profundo, el peligro inminente con que se ha de luchar en el rumbo marcado por nuestra actual orientación literaria. Al modernismo americano le matará la falta de vida psíquica. Se piensa poco en él, se siente poco. Le domina con demasiado imperio un vivo, afán por la novedad de lo aparente, que tiene a la frivolidad muy cercana. Yo le he comparado, una vez con el mundo de puerilidades ligeras y graciosas del Japón de Loti; y confieso que si el Arte de América ha de ser forzosamente todavía un arte niño, un arte de iniciación, prefiero que le podamos simbolizar en aquel niño pensativo del Tentanda vía de Hugo -pensador precoz- en el Alcides infante de la fábula, que estrangula entre sus dedos la serpiente, a que le veamos jugar, en una escena de bazar japonés, al juego literario de los colores, o solazarse en los jardines de arbustos increíbles y palmeras enanas.

A Rubén Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia, madrigalizar con los abates galantes, hacer la corte a las marquesas de Watteau naturalizándose en el «país» donoso de los abanicos. Una individualidad literaria poderosa tiene, como el verdadero poeta, según Heine, el atributo regio de la irresponsabilidad. Sobre los imitadores debe caer el castigo, pues es de ellos la culpa. A los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad.

El poeta de Pentélicas (cosa rara dentro de la nueva generación americana) nada debe a la genialidad del poeta de Azul. Es otro carácter, otra naturaleza. Para comprobarlo, bastaría decir sobre qué canta.

La candorosa altivez del bohemio desamparado y generoso que marcha, sobre las espinas de la vida, a su sueño; la gloria de la redención del vicio miserable por el sobrehumano esfuerzo del amor; la poesía de los odios justos, -los que vibran en la indignación del espectador de la iniquidad, en las iras vengadoras de los pueblos, en el hambre y sed de la justicia del oprimido; la profética visión de las grandes y justicieras reparaciones del futuro: tales son los motivos de inspiración a que obedece el numen varonil del poeta de Caracas, tales son los hilos de bronce que urden la malla de Pentélicas.

El poeta es, entre artistas, hombre de muchas almas, como se dijo una vez de Buonaroti. El poeta, considerado en la plenitud de su naturaleza y de su mente divina, es, al mismo tiempo, el héroe, el tribuno, el escultor, el pintor, el músico, el vidente. Pero cada una de estas almas parciales prevalece al encarnarse en forma viva, sobre las otras, y pone su sello a la naturaleza personal del elegido. El autor de Pentélicas participa, más que de ninguna otra, del alma de bronce del tribuno. Su inspiración fluye casi constantemente del contacto con ideas y pasiones que interesan a muchas almas; su entonación es la de la palabra que se cierne sobre la muchedumbre, no la de la que se insinúa en las intimidades de la confidencia; la armonía propia de sus versos es de aquellas que piden, para ser gustadas plenamente, el auxilio de la voz vibrante y poderosa que convierta la letra fría en vivo impulso de las ondas del aire.

Aquellos que hayan educado su gusto en la contemplación del panorama ameno del horacianismo -la poesía de la variedad amable,- acaso echará de menos en el poeta aquel privilegio de varia y flexible adaptación que imprime carácter a la tradición lírica que aman, arbusto aclimatable en tan diversas latitudes del sentimiento. Un poco estoica, su poesía no está dotada de ese gracioso «eclecticismo» de la sensibilidad. Conoce el arte de templar el verso para que hiera y no le sabe domar para que arrulle. La estrofa delicada o galante toma el sesgo del pensamiento grave y la pasión intensa. Modificando una imagen de Musset, podría decirse que «aun cuando vuelan bajo, sus alas revelan la costumbre vieja de la altura». En cambio, cuando increpa, cuando maldice, cuando clama, se reconoce a una naturaleza que desempeña su ley. Es el poeta del yambo, de la invectiva. Pasa por sus estrofas, a menudo, el soplo de Barbier, de Núñez de Arce y de Tassara.

Nada pródiga del color y la luz, pero firme y severa en los lineamientos, no descompuestos nunca por la crispadura nerviosa de la emoción -malgrado la vehemencia con que el poeta siente y la verdad con que lo expresa- la forma poética, en este Simónides de una joven democracia, caracterizada a menudo por el tono con que indica la confluencia de la lírica con la oratoria, reviste, con frecuencia también, la majestuosa amplitud del verso clásico: unas veces, remedando en el verso las líneas puras de un mármol cincelado por Ictinius»; otras veces, tal como el verso clásico salió de las forjas de aquella audaz y batalladora poesía del siglo XVIII, que hizo descender la lírica a la candente arena de la Revolución, remozando los acentos de Píndaro y la voz de Tirteo.

No se busque en sus versos el estudio curioso del pormenor, grato a artífices exquisitos; ni entre los instrumentos propios de su arte, el diamante aguzador del lapidario. Búsquese la huella del recio, martillo del escultor. Admírese la fuerza, «la locución caudalosa que se espacia de una a otra margen del endecasílabo», para valerme de una frase de Ixart, y el rojo verbo pindárico que pone fuerza y luz, como de máquina de guerra, en el estilo.

Revelación exacta de la poética individualidad del autor será la vigorosa composición que luce al pie de estas líneas que terminamos, para quien desconozca los versos vibrantes de Pentélicas. En tierra americana no sobran hoy quienes hagan resonar de tal modo la cuerda áspera del yambo. ¿Habrá quien diga que es porque pasaron ya las cosas merecedoras de la ira sagrada de los poetas en tierra americana?

PENTÉLICAS



¡Cuántos de esos peñones solitarios
que en el medio del mar, al mar refrenan,
son hombros de gigantes de granito,
gigantes que sin brazos ni cabezas
descendieron al piélago profundo
y teniéndose en pie sobre la arena
oponen al embate de las olas
sus retorcidos músculos de piedra!

Cuando sobre esos hombros se levantan
un pensador, un genio, o un poeta,
la humanidad, como bajel, sin rumbo,
se deja conducir por la marea;
y desde el punto en que asombrada y muda
la negra sombra del peñón observa,
escucha el formidable apocalipsis
del eterno San Juan de las ideas!

En una, estéril roca de las Cíclades
la lira secular de la epopeya
Homero hizo vibrar, estremeciendo
el hondo abismo de la mar egea,
que tendida en las playas de los siglos
repite las estrofas del poeta.

El águila de Francia no fue nunca
de la sagrada libertad emblema:
amenazó a la tierra con su vuelo
y con sus garras oprimió a la tierra.
Pero después del tránsito de Areola
del estrago de Marengo y Jena,
se refugió el derecho en una roca,
y el águila, vencida y prisionera,
dobló su cuello y escondió sus garras
en el agrio peñón de Santa Helena.

Se viste de Arlequín el Despotismo;
y cuando, ebria de champagn, Lutecia
en el tálamo vil de Mesalina
como bacante impura se espereza,
sin dejar, fatigada, que se aleje
el último lacayo a quien se entrega,
la voz de Hugo en Güerriesey es rayo,
rayo de comprimidos anatemas,
que al estallar en la ciudad maldita,
bajo un cielo sin sol, prende la hoguera
en que la historia arroja a los sayones
atados a las espaldas de los déspotas.
¿En qué rudo peñón, en qué arrecife,
resonará la olímpica trompeta
que cante las desgracias de la patria,
que de la patria cante las proezas:
reveses del heroico Guaicaipuro,
y glorias que en Bolívar se condensan?

¿Que comunique al corazón dormido
la fe que salva y el valor que eleva,
y nos conduzca, del derecho armado,
a estrangular el águila extranjera
que, traspasando el Esequibo, rompe
la genésica paz de nuestras selvas?
¿Dónde el agrio peñón, de donde parta
el rayo de las cóleras supremas
que sobre el muro ennegrecido trace,
con trágico reflejo, la sentencia
que interrumpe la fiesta babilonia,
mientras el medo a la ciudad se acerca?
El eco de mi voz, en los espacios,
se pierde cual la nota postrimera
del cóndor que desciende de la cumbre
al descargar sus iras la tormenta.

Despedimos al siglo, sin que el siglo,
antes de fenecer, nos juzgue y crea
dignos de acompañarlo hasta la tumba
y del renombre excelso que nos lega.

Si al despertar mañana de este horrible
sueño de repugnantes indolencias,
la visión de la patria a nuestros ojos,
no abiertos todavía, se presenta
con la túnica rota por las zarzas
del obscuro camino que atraviesa,
sin cetro y sin corona, taciturna,
pálido el rostro, la mirada incierta,
y no hay quien a la patria agonizante
su cetro y su corona le devuelva,
procuremos marcharnos con el siglo
y sepultar con él nuestra vergüenza!
Andrés A. Mata.




ArribaAbajoPrólogo a «Narraciones»

de Juan Blanco de Acevedo


La condición, novel del autor de la presente colección de Narraciones -primera obra suya que se lanza, como fruto de una temprana adolescencia, a los azares de la publicidad-, no justifica en este caso la oportunidad de un prólogo que la preceda en el ánimo del público y sea a la manera de una consagración caballeresca de las armas que van a probarse en el esfuerzo del torneo. Bien puede el joven escritor avanzar decididamente a reclamar su puesto en el escenario intelectual de la República, con la seguridad de que, como en el caso de justadores que ya han obtenido el derecho de usar lema y, empresa propios, no será necesario para provocar el interés sobre la primera demostración de esas armas que se inician, la intervención del heraldo que invite a presenciarla. Juan Carlos Blanco Acevedo lleva impreso, entre las sílabas de su doble apellido, lo que llamaría Charcot el estigma, del talento.

Su voz, que hemos oído resonar elocuentemente alguna vez, en horas de expansión patriótica, despertando en nosotros como el eco y la representación de otra elocuencia muchas veces admirada, va ahora a difundirse más lejos; no propagada ya por las ondas sonoras que desenvuelven una red de entusiasmo y simpatía en torno del que habla y llevan de uno en otro espíritu el contagio de la emoción, sino por el medio, más durable, de la página impresa, que vincula a sus signos inmóviles y fríos, pero constantes, el poder de conceder a la obra de la inteligencia el dominio del tiempo y destacarla de la onda que se apaga en los aires.

Ha escogido, para su revelación de escritor, la forma de la narración; con lo que, además de seguir las disposiciones naturales de su talento, prueba tener un claro sentido de las actuales exigencias de la producción literaria; porque yo creo que la narración, y muy singularmente la que se desenvuelve con la amplia y fecunda libertad de la novela y el cuento, no ha perdido ni lleva trazas de perder todavía, entre los géneros de literatura, la superioridad jerárquica que, por su mejor adaptación a las oportunidades del espíritu contemporáneo, fue conquistada para ello en las épicas jornadas del naturalismo. El gran maestro de esta escuela -para la que nuestra generación literaria ha adoptado en América, quizá con un poco de precipitación, los aires desdeñosos que los adolescentes salidos del estreno de Hernani tenían para las momias de la retórica antigua- señalaba, no ha mucho, una evidente desventaja de las escuelas posteriores, en su olvido o su desconocimiento de la importancia real de la narración, como «la forma más comprensiva, más cómoda y más amplia, de la retórica moderna». Debemos, pues, calificar de feliz la elección de los rumbos que al desenvolvimiento de su vocación literaria ha fijado el autor de estas Narraciones. Y llegando a la apreciación del desempeño, debemos empezar por alabarle una condición cuyo valer y significado quizá el mismo no avalore suficientemente todavía, pero que es la que da carácter a su libro, y la que, más que ninguna otra, nos permite presagiarle una fisonomía literaria original, si es que el andar del tiempo no modifica las inclinaciones nacientes de su gusto.

Me refiero a la completa inmunidad de todo artificio y de toda afectación que ha logrado mantener en páginas escritas en medio de las influencias tenaces de una época de artificio; aludo al vivo sentimiento de la sencillez que transparentan su estilo y su manera de narrador.

Un crítico sagaz me escribía, tal vez no infundadamente, hace poco: «Todo libro juvenil que no esté penetrado hasta la médula por algún alambicamiento de mal género, significa un hallazgo en la presente bibliografía americana». Y cualquiera que sea para nosotros la hipérbole de esta afirmación, es imposible desconocer que vivimos literariamente en una época de bizantinos. La escuela literaria que hoy domina en América, como un compuesto extraño de mil influjos indiferentes, nos lleva a una inmoderada avidez de la sensación desconocida, de la impresión nunca gastada, de lo artificial en el sentimiento y en la forma; y éste es tal vez su único carácter de uniformidad. Nos hemos olvidado de que lo artificial es mal remedio del hastío, tanto más cuanto el hastío es prematuro; hemos vuelto la espalda a la Verdad; y por una injustificable aberración, constituimos un grupo literario que desconoce, la impresión franca de la vida, escribiendo, en medio de la impaciencia embrionaria de nuestras sociedades y frente a las vírgenes galas de nuestra Naturaleza. Tenemos en la realidad un mundo nuevo, en el que resplandece todavía como la humedad del hálito creador, la frescura de las cosas; y llevados por nuestro afán de falsificar sobre él la pátina del tiempo, lo hemos cambiado en una verdadera permuta de salvajes, por un mundo de convención. Nuestros ojos hastiados no se satisfacen ya sino con las irisaciones raras del crepúsculo, en que el prisma parece ebrio; las voces graves y sencillas con que la naturaleza habla al sentimiento de los hombres, han dejado de tener encanto para nuestro oído; nuestro entusiasmo es menos por lo bello que por lo excepcional; y a pesar de las protestas de nuestro gusto, sentimos que nuestro, espíritu se va irresistiblemente tras el juglar que invente la contorsión más atrevida y más extraña. Hemos querido formarnos para el arte una organización de aventureros y un paladar de sibaritas. Hemos llegado a la insensatez en el propósito de hacer nuestro ese calumniado decadentismo literario, que adquiere tintes de parodia al combinarse con los rasgos aldeanos de nuestra literatura; árbol exótico trasplantado a un tiesto pigmeo, como el boabab de Tartarín. No debemos arrepentirnos de haber contribuido a propagar lo que ha pensado y sentido el alma contemporánea después que el naturalismo vio pasar sus «tiempos heroicos», y por mi parte encuentro intacto mi entusiasmo para recoger y difundir, como antes, la buena simiente del espíritu nuevo; pero la sinceridad nos obliga a reconocer que, por haber prosperado menos la simiente buena que la mala, la cultura literaria de nuestros pueblos va en camino de convertirse en lo que llamaría Guyau una literatura de insociables, de neurópatas, de degenerados... Hay una entraña enferma en esta novísima literatura de América, pálida y precoz, que ha gustado a destiempo todas las intemperancias de la vida; y es necesario que la regeneremos por la virtud del aire puro y le devolvamos el sentimiento de la sencillez.

En tiempo de deliberada rareza literaria, ser original es ser sencillo; la nota personal se manifiesta entonces renunciando a las vesanias y las extravagancias que haya puesto en moda el Panurgo de la época, de la manera como suele manifestarse el buen tono por la renuncia a las galas que se han hecho patrimonio de la vulgaridad. Un libro ingenuo, y penetrado del sentimiento de lo sobrio y sencillo, esconde, con relación al gusto de nuestro tiempo, la verdadera sorpresa, el temblor nuevo, el verdadero golpe inesperado; y es un espíritu suficientemente dotado de energía para resistir al rasero del ambiente el espíritu capaz de escribirlo. Si en la «manera» de estos cuentos puede descubrir, frecuentemente, un espíritu observador, el anuncio de una personalidad, lo deben a que no se parecen en nada a los que, torturando, desesperadamente la forma, la sensación y el sentimiento, incuban todos los días las tendencias en boga, y a que los defectos que en ellos señalaría cualquier falsificado boulevardier, de los que pululan en nuestras revistas de América, son precisamente el germen de las cualidades que, vigorizadas por la definitiva constitución de aquella personalidad, preservarán al autor del contagio de las afecciones que constituyen hoy el «mal de muchos». Éste es un libro sano que viene a ocupar su puesto en una época literaria en que abundan libros enfermos, y en que las obras de los hombres nuevos de América suelen dejarnos esa impresión de disconveniencia que causa ver la palidez de la fiebre en la frente de los niños.

Apreciando como la condición más hermosa de estos cuentos la impresión de frescura que se desprende de su ingenuidad y de su sencillez, yo me considero personalmente tanto más autorizado para encomiarlos por lo mismo que a mí me ha tocado defender frecuentemente la legitimidad literaria de lo refinado y lo complejo. Y la sencillez de la composición y de la idea se complementa exteriormente por la fácil espontaneidad de la expresión, que no es literatura «manjar de mesas pobres» ni condición frecuente de encontrar en los que hacen sus primeras armas, y que ha de proporcionar al autor, depurada por el tiempo, las ventajas de ese grande arte de la naturalidad exterior, no concedido a muchos de los mas jurados naturalistas, pero sin el cual no hay narración que tenga las apariencias de la realidad ni que se imponga con el poder del sentimiento verdadero; porque la naturalidad es como la superficie tersa y límpida en que se condensa visiblemente el aliento del alma del escritor. Lejos de mí las complacencias para con el desaliño; y muy lejos, aquel ideal del modo de escribir que Anatole France expresaba lamentándose de que no se hubiera inventado la precipitación directa del pensamiento, de uno a otro cerebro, sin la interposición del velo que adoramos todos los que tenemos un poco de superstición de la forma. La sencillez es amable en cuanto significa el amor a la palabra sincera; pero no excluye la vivacidad del color, que es a menudo el signo externo de la vida, ni la esbelta limpidez del contorno. La espontaneidad es una cosa llena de gracia; porque, por ella, nos impresiona el estilo como un organismo que desempeña la ley de su naturaleza; pero no debe conducirnos jamás a preferir sus facilidades, a menudo engañosas, a las porfías de esa lucha hermosa y viril que empeña con el material rebelde el espíritu enamorado de la perfección, hasta someterle y rendirlo en medio de los transportes de entusiasmo que enajenaba el alma de Flaubert con las voluptuosidades heroicas del esfuerzo. Comparando las páginas de más antigua data de este libro con las que lucen la elegante facilidad de El jefe muerto y Marcos Pérez, no es cosa difícil advertir cómo nuestro joven cuentista concede un progresivo valor a las condiciones del estilo y cómo ha llegado a ver con claridad que, si el valor genérico del cuento está ante todo en el valor de la narración, es una imagen en mal espejo sin la nitidez y la donosura de la forma. «El estilo sobre la idea, ha dicho Hugo, es el esmalte sobre el diente». Y para la eficacia de la observación, para la fuerza del análisis, no son en manera alguna, indiferentes los dones del estilo. ¡Muerde más hondo el diente que guarda firme y límpido su esmalte!

Es otra condición plausible de este libro, y otra muestra de acierto que da el autor en la elección de sus rumbos, la preferencia otorgada a aquellos temas que acusan la observación de nuestras cosas propias y el propósito de buscar para el arte que las refleje, el sello de una relativa originalidad.

Cree que no pueden tenerse sino aplausos y estímulos para este propósito, aunque él haya servido y sirva todavía, en las letras de los pueblos del Plata, para escuchar menos localismos quiméricos. Poco avenido con apasionamientos que considero enteramente pueriles, en el modo de interpretar la actual posibilidad de una autonomía literaria americana, me encuentro muy dispuesto a reconocer que, dentro de todo plan racional de nuestra literatura, habrá siempre interés y oportunidad para la expresión de las peculiaridades regionales de nuestras costumbres y nuestra naturaleza; para el reflejo de las formas originales de la vida en los campos donde aún lucra la persistencia del retoño salvaje con la savia de la civilización invasora, y para la evocación de los despojos vagos del pasado con que, a fin de decorar los altares del culto nacional, teje la tradición la tela impalpable de las leyendas. No ha de negarse por esto que la cultura de la vida de ciudad reclamará progresivamente entre nosotros, del escritor y del artista, una profunda atención para sus necesidades espirituales, que son, no las de los habitadores de una determinada latitud de la tierra, sino las de todos los pueblos unidos por el genio y el espíritu de una misma civilización; y que más que por la exactitud del colorido local que imprimamos a la descripción y al relato en nuestras obras, ha de estimársenos y leérsenos, a medida que nuestros pueblos avancen, por lo que, llamaba Ixart la vitalidad intelectual de los asuntos. Pero sean cualesquiera las modificaciones con que el tiempo, que es un caviloso escultor que nunca llega a estar en paz con sus mármoles, altere en nuestra sociabilidad los rasgos que aún duran de su fisonomía originaria, hay una irresistible necesidad de poesía que nos llevará a volver de vez en cuando los ojos, por considerar, en el fondo del desierto, las cosas que desaparecen, la hermosa vida que se va; tanto más bella y más llena de gracia y de luz para nosotros, a medida que nos envuelva en nieblas grises esta prosa de la civilización que, según decía tristemente Gautier, «priva a los vicios y las virtudes humanas de formas y contornos». Y es así que, junto al poeta que nos hable, en el lenguaje de los cinceladores y los refinados, de las cosas hondas del espíritu, aceptaremos siempre al que recoja, de mano de los últimos payadores que pasan el legado de las trovas plebeyas, para urbanizarlas y traducir el sentimiento que las anima a nuestro modo de hablar, como los poetas de Castilla hicieron con los versos huraños y balbucientes de los Romanceros; y junto al novelador que haga de su arte un instrumento de análisis sutil para profundizar en las intimidades de nuestra alma, aceptaremos también al que reproduzca, en animados cuadros del genero, las originalidades de la vida regional, y al que nos dé la leyenda del pasado que evoque a nuestra vida las sombras de la tradición y del recuerdo; la leyenda en cuyo seno se perpetúe la repercusión del galope de la montonera a través de las calladas soledades y que modele en bronce la escultura heroica del gaucho.

¿Cómo negar derechos al arte y a la poesía para que detengan en medio del desierto a ese interesantísimo desterrado que no volverá, cuando aun sin los prestigios y las iluminaciones del arte él había de parecer algún día legendario, por la novelesca inverosimilitud de su hermosura? El gaucho es, para cualquier artista observador, una realidad que ostenta a flor de aire -casi sin corteza prosaica- su porción natural de poesía. Hegel hubiera reconocido en él la plena realización de aquel carácter de libérrima personalidad, de fiereza altiva y triunfante, que él consideraba como el más favorable atributo del personaje que ha de ser objeto de adaptación estética: el que palpita en la indómita poesía de Los bandidos del trágico alemán y refleja su luz sobre la frente de los héroes satánicos de Byron; y en su porte, ya heroico y arrogante con la dominadora serenidad de una estatua clásica, ya apasionado y melancólico como una estampa de Deveria, señalará el porvenir uno de los más felices e inspirados modelos que el genio de la especie haya impuesto jamás a las manos creadoras de la vida.

La ola que avanza proscribe inexorablemente de nuestra sociabilidad al gaucho, «como fueron eliminados de otros teatros el mozárabe de España. y el normando de las costas francesas»; pero antes que él haya desaparecido del todo, el arte de América debe recogerlo cariñosamente en su regazo, recordando que el arte es, en medio de las actividades de la vida, una región de inmortalidad y de paz, a la que el filósofo de la evolución concede el dominio indisputado de las cosas, porque el procedimiento esencialmente realista de Blanco Acevedo tiene conciencia de esta obra de piadosa rememoración que toca desempeñar a los que tienen, entre nosotros, la paleta del artista o del escritor, cuando consagra a la descripción de las postreras manifestaciones de la sociedad que personifica el gaucho, las paginas mas sentidas y hermosas que debemos a su talento de cuentista.

El escenario de la guerra puede reputarse indispensable, para los fines del arte que aspire a una significativa y plena exhibición del viejo dominador de nuestros campos; y quiere nuestro mal que, comprendiéndolo así y para estudiarle y reproducirle como conviene, en la actitud guerrera y rodeado de heroicos atributos, el joven escritor no haya necesitado acercarse a despertar, en el regazo del pasado, el sueño de las cosas, porque el procedimiento esencialmente realista de la observación y de la narración contemporánea, ha podido, más directamente, obtener para sus cuentos el interés dramático de las escenas de la guerra civil.

Agradezcamos al imaginador de Carmelo y Marcos estas páginas vivas incorporadas por su sagacidad de observador a los inagotables episodios de nuestro romance guerrero, que es, por excelencia, el de nuestra realidad y nuestro infortunio; pero confiemos en que la actualidad, aun palpitante, de esos motivos que le inspiran, habrá pasado pronto; e imaginémoslo en el futuro renovando la caja de colores de su narración, para sorprender, en la profundidad de los campos, ya entregados a los dones generosos de Ceres, la poesía de la labor y la paz -las Geórgicas americanas con que Bello soñaba en los tiempos en que cruzaba por el suelo de América la grande alma de Humboldt-, la literatura del trabajo bendecido por Dios y la Naturaleza, donde, como en la Evangelina del Norte, aparezcan los triunfos incruentos de la voluntad, las límpidas surgentes del sentimiento, las suavidades del idilio, los apacibles sueños no inquietados... ¿No tiene en nuestro propio tiempo, la labor que festeja sus desposorios con nuestros campos incultos, y hace retroceder la barbarie primitiva, cosas hermosas que observar y describir? Yo creo que desde que el maestro de Medán lanzó una injuria genial sobre la frente de la Tierra, es deber de escritores desagraviarla y honrarla a menudo, en todas partes, con la idealización de su bondad y su generosidad de madre próvida.

Sobre la mesa en que escribo veo destacarse los colores vivaces de las cubiertas de libros nuevos en los que han llegado hasta mí algunas de las recientes, manifestaciones del pensar y el sentir de la juventud americana; y por una fácil asociación, ellos me inducen a relacionar nuevamente la publicación de esta obra con el aspecto general del movimiento de publicidad a que ella viene a incorporarse. Es, con frecuencia, un animado e interesante movimiento. Yo tengo profunda fe en la gloria intelectual que el porvenir reserva a la generación que se levanta en nuestros pueblos, a pesar de todos los extravíos, que he sido tan duro en censurar, de sus ideas literarias. Ellos significan, apenas, el triunfo de la moda; y la moda, a quien por algo llamó Leopardi «hermana de la muerte», es incapaz de vivificar nada que dure. El decadentismo es en nuestra casa un huésped incómodo, algo que debemos soportar con paciencia porque pasará. Y entre tanto, no es la vitalidad de la mente y el corazón lo que nos falta, sino la norma, la inspiración que la someta y sepa hacerla fecunda; el cauce donde se vuelque la corriente, hoy perdida, porque no se conducen las fuerzas humanas con habilidades de juglar ni con guiñapos de colores. Cuando todo eso haya pasado; cunado ante nuestros ojos flamée una gran bandera de esperanza; cuando un nuevo y generoso entusiasmo, rehabilitándonos para el trabajo y para la acción, disipe en torno nuestro el frío de la incertidumbre y de la duda, a cuyos pechos todas las cobardías morales se alimentan, entonces hallaremos que hay luz y hay energías en el escenario de la América para vivificar un gran florecimiento literario.

Yo recuerdo a menudo que en los juegos Florales de 1881, donde fue coronado el poeta de la Atlántida, la palabra elocuente del doctor Avellaneda resonaba para pedir, como una consagración de la unidad de la raza española en este Continente de sus esplendores futuros, una grande institución literaria que, a semejanza de los concursos y los juegos de la Hélade antigua, abriese al genio, al estudio, un vasto teatro de expansión, con auditorio de cuarenta millones de hombres, desde el Golfo de Méjico hasta las márgenes del Plata. En presencia de las fuerzas nuevas que, a pesar de todos los extravíos y todas las perversiones de las ideas literarias, vemos alzarse cada día para vigorizar, para esclarecer el cerebro de nuestras repúblicas, yo he pensado más de una vez si no está cercana la hora en que una grande institución de ese género prepare, por la unidad de los espíritus, el triunfo de la unidad política vislumbrada por la mente del Libertador, cuando soñaba en asentar sobre el istmo que enlaza los dos miembros gigantescos de la América y separa las aguas de sus Océanos, la tribuna sobre la que se cerniese el genio de sus democracias, transfigurado por la gloria del trabajo y de la paz. Para la reconstrucción de las dos nacionalidades de Europa que han conquistado y consolidado su unidad en nuestro siglo, el verbo literario fue el obrero de la primera hora, poniendo en labios de los poetas la inspiración severa de los héroes y los estadistas a quienes tocaba esculpir la imagen de la utopía en el bronce rebelde de la realidad; y el verbo de nuestros poetas y nuestros escritores puede desempeñar en la actualidad de la América una obra semejante, para preparar aquel trabajo de Hércules del porvenir del Nuevo Mundo.

Seamos osados a decir que en el conjunto de la anfictionía literaria de América, nuestro país haría destacarse con rasgos propios el boceto, ya enérgico, de su personalidad intelectual. Yo no he podido saborear mejor las voluptuosidades de la emoción patriótica qué cuando, de climas extraños y de maestros que merecen respeto, he recibido la afirmación de que ellos ven y reconocen en las actuales manifestaciones de nuestra actividad literaria, cosas que no es fácil hallar en la de nacionalidades de América dotadas de mayor caudal acumulado de cultura y de abolengo intelectual más antiguo. Había en nuestro pasado dos épocas caracterizadas por un anheloso despertar de las energías de la mente, y dos generaciones que singularizaron su vida literaria por la fuerza de la iniciativa y del entusiasmo. Lo que en tiempos heroicos, bajo los fuegos de la guerra, mantuvo dentro del recinto de Montevideo una condensación gloriosa deja cultura proscrita, en vasta zona, por la zona, por la tiranía; improvisando, con encantadora despreocupación, convites de atenienses dentro del marco de bronce de una acción espartana. Y la que, venida cuando la paz ahuyentaba en 1872 la terca jauría de los odios, hizo el «Club Universitario», y tuvo su período de gloria intelectual en las memorables jornadas del «Ateneo»: de ese «Ateneo» que, antes de ser un fatigoso esfuerzo de la piedra, fue una hermosa forma de la vida. Es el que nos ha deparado la suerte de un tercer período de animación y de renovación en la vida de la inteligencia; de vistosos colores que ondean para el torneo; de revelaciones de luz; de horizontes nuevos que se abren. A este tercer período viene a incorporar la fuerza y el entusiasmo de su espíritu joven el autor de estos cuentos, que son una, gallarda iniciación, y nosotros lo recibimos en nuestras filas como al soldado que tiene porte de bravo.

Las ventajas de la época literaria que va a contarle entre sus elegidos, son, en suma, las de un ambiente más conciliable que el de las anteriores con el sentimiento del reposo y con la serenidad en el trabajo. Aquellos que nos precedieron fueron llevados por la necesidad suprema de la acción y la lucha a mezclar un poco de la levadura amarga de la pasión, un poco de las cosas fugaces y los afanes interesados de cada día, en cada página suya que lanzaron, sin tener, sino muy raras veces, en el alma, el pensamiento de la posteridad. Su literatura fue milicia; y se la podría simbolizar en aquel cóndor que, según contaban los viejos soldados de San Martín, procedió una mañana, atraído por el radiante lucir de las armas y las banderas, y llenando el aire de clamores, la marcha del ejército libertador por los barrancos y las cumbres de la Cordillera. -A través de las vicisitudes de la guerra civil y de la organización, ella siguió siendo, en una y otra margen del Plata, lo que había sido en el transcurso de la Revolución de 1810, lo que había sido para acompañar con los cantos de Juan Cruz Varela la obra regeneradora de Rivadavia; literatura de agitadores, de propagandistas y de ciudadanos, como aquella que proclamaba en medio de las austeridades del Directorio el alma apasionada de Mad. de Staël. Nosotros hemos formado en nuestro espíritu un concepto más puro de la naturaleza del arte y una idea menos guerrera de la función social del escritor; y si en la obra de nuestros contemporáneos es cosa fácil señalar mayor suma de elementos sólidos y duraderos, no es ciertamente por nuestra superioridad de fuerzas propias, sino porque, merced a la diferenciación que trae por consecuencia todo proceso evolutivo, las luchas de la vida real han llegado a tener su campo aparte, y dejan, fuera de ellas, suficiente amplitud para el libre campear del pensamiento.

La obra de mayor arranque genial que las generaciones del pasado hayan trasmitido a las nuestras, en los pueblos del Río de la Plata, es seguramente el Facundo; y el Facundo, en el que nosotros reconocemos a la vez el más poderoso esfuerzo aplicado a desentrañar la filosofía de nuestra historia y la más original creación de nuestro arte, era además y ante todo, para los contemporáneos, un panfleto: un panfleto en el que se les concitaba para la obra de regeneración, bajo apariencias de la más admirable literatura; de la manera cómo la idea redentora de Lincoln debía tener su más eficaz propagación en el poder conmovedor de un romance y cómo se encaminó a almas bajo las galas del arte dramático de Los Girondinos el numen auspicioso de una revolución. -La literatura se ha emancipado en nuestro tiempo, del diario y del panfleto; los estremecimientos de la máquina de imprimir no anuncian sólo una pasión que marcha a llevar su fuego a los espíritus, y la frecuente aparición de libros, como éste es ya esperada como la florescencia natural de una planta definitivamente aclimatada.

¿Diremos que no esconde peligros, esta nueva orientación del espíritu literario en nuestros pueblos, que se manifiesta progresivamente por el florecimiento de los géneros más desprendidos de toda idea o sentimiento de utilidad? Una de las pocas tendencias que contribuyen aparentemente a imponer cierta unidad de escuela, cierto carácter de uniformidad a nuestro modernismo americano, está sin duda en una concepción del arte y de la poesía en absoluto opuesta a toda objetividad didáctica o social, esencialmente reñida con todo propósito de cuestionar a la belleza literaria la libertad o la voluntariedad de sus vuelos para someterla a fines que le sean los del libre imaginar y el arte puro. Hemos celebrado como un progreso, la emancipación que las preocupaciones puramente ideales de nuestra mente han conquistado respecto de actividades más prosaicas de la vida; y debemos reconocer, además, que aquella tendencia de nuestros modernistas de América tiene en principio una justificación que ninguna estética de buena ley será osada a negarle. -Pero yo encuentro riesgos que es necesario prevenir, en este sistemático alejamiento, del escritor y del poeta, de las regiones donde se trabaja y se lucha. -Si en nuestro tiempo la obra que aspira a ser considerada, ante todo, como cosa de arte, ha dejado de ser un organismo parásito que medre a favor de la propaganda y de la acción, y ha creado raíces para vivir de savia propia, si el acento del poeta no ha de ser ya entre nosotros como el epodo que responde líricamente a la arenga tribunicia o como el vaso de bronce donde se amplifiquen las resonancias del combate, la expresión literaria no puede condenarse tampoco a la calidad de una forma cincelada y vacía renunciando a toda solidaridad y relación con las palpitantes oportunidades de la vida y con los altos intereses de la realidad. Lo ha comprendido bien el autor de esta colección de Narraciones; y así, no será lícito culparle de indiferencia o de desvío respecto a la realidad que lo rodea, pues sin necesidad de declamaciones inoportunas, de la manera propia del arte, sus cuentos nos hacen pensar en muchas de las cosas que más torturan y acongojan nuestro espíritu en las presentes condiciones de nuestro estado social; y prestándose en ellos enérgico relieve al dolor que nace de la guerra y el odio y a la hermosura de la vida fecunda por la concordia y el amor, ellos dejarán en los ánimos una emoción que no ha de ser perdida para aquella obra de paz, de sociabilidad, de simpatía, que la mente evangélica de Guyau consideraba el ministerio moral de todo arte digno de almas serias.

Place encontrar lo bueno bajo las frondas de lo hermoso. Algo del sentimiento de piedad, de la tácita y dulce conmiseración, que es nota tan frecuente de hallar en los cuentistas ingleses, por los desheredados y los derrotados de la vida, deja un perfume grato al alma en las páginas de Nochebuena, la Historia de un pescador o Tower-Ville.

¿Será verdad -como todos nos inclinamos a pensar alguna vez, cuando desmaya rendida de fatiga nuestra atención solicitada por tantas formas de publicidad divergentes-, será verdad que todo libro nuevo que encontramos al paso, necesita, nada más que por el hecho de haber nacido, una disculpa y una justificación?... Ha dicho Anatole France que el mal de nuestra época es, el libro, que se multiplica demasiado; la irrefrenable inundación de papel escrito; y comparables al monje de Bizancio que aparece encorvado y absorto en la lectura mientras Bizancio se desploma, en un sugestivo dibujo de Doré, el ingenioso autor nos presenta envenenados, mareados por este opio occidental de los libros que, según él, amenaza hacer de nosotros, en vez de una sociedad e hombres hábiles para la acción, una sociedad de hombres y de bibliófilos. ¡Bendito sea, en cualquier caso, el dulce opio que nos envenena! Pero, además, si es que un excepcional interés puede depurar a un libro que nace, de ese pecado original, que atribuye a la concepción de todo libro aquel encantador epicúreo, yo me atrevo a decir que la publicación de la obra que sigue a estas páginas está justificada ampliamente.

En este libro de iniciación y de esperanza, como en el niño pensativo del Tentanda vía de Hugo, que subyugaba las miradas del poeta, hay el interés profundo de una promesa que sonríe al porvenir.

Es un boceto según el cual el tiempo ha de cincelar una estatua; es un primer estremecimiento de alas fuertes, que se despliegan para ir a ocupar su puesto y extenderse, llenas de seguridad, entre las realidades hermosas del futuro; y ¿quién será suficientemente negado a los nobles estímulos del sentimiento para no percibir el interés de lo que promete una fuerza más, una luz más, una energía viril incorporada a las que pugnan por levantar la vida nuestra sobre las bajas realidades que la convertirían en cosa indigna de vivirse?

Anticipémonos al público y aseguremos el destino feliz de esta obra nueva. Un prólogo que se escribe para acompañar la publicación de un primer libro, ha dicho un escritor original, no es sino un toast que se levanta como expresión de votos afectuosos en el banquete de una reputación literaria que se inicia. Yo debo terminar mi brindis, ya importuno, para que la palabra de los convidados haga llegar a oídos del anfitrión que festeja su primera aventura, voces mejores de estímulo y de aliento. Pero quiero, antes, hacer nuevos votos por la iniciación dichosa del autor, por la fortuna de su libro, por los triunfos reservados a su talento, con que añadirá nueva luz a la luz propia de su nombre; y porque las generaciones que aparezcan y tengan la representación del porvenir, reclinen la frente, muchas horas, en el que el poeta llama el blando regazo de la mente: en las delicadezas de la idealidad literaria, en el amor del arte, en el amor y el culto de las cosas desinteresadas de la vida, que, además de ser las más bellas, no está probado que no sean en definitiva también -¡oh espíritus graves!- las más reales y verdaderas de todas.