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El regreso de la diosa [Prólogo a «Los años con Laura Díaz» de Carlos Fuentes]

Sergio Ramírez





Cada una de las novelas de Carlos Fuentes ensaya una medida de la historia, y todas juntas hacen la Historia que se escribe con mayúsculas, la Historia pública que como una hidra insaciable se alimenta toda la vida de las historias privadas. Lo he recordado cuando Harry Jaffe, el exiliado del macartismo que purga sus penas de conciencia en Tepoztlán, le dice a Laura Díaz, la inagotable protagonista de esta novela: «hay que olvidar las historias personales para que aparezca la historia verdadera». Y ella responde con una pregunta: «¿Y no es la historia verdadera sólo la suma de las historias personales?».

Esta es la novela de un siglo largo de Historia verdadera, y también en lo que toca a la vida de Laura Díaz y su saga familiar. El siglo de Historia verdadera comienza con la dictadura de Porfirio Díaz, que dispuesto a volverse eterno sentado en la silla del águila envileció su propia lucha contra la ocupación francesa de México, y termina con el fin de calendario del siglo veinte en Los Ángeles de los mexicanos emigrantes. No el siglo corto que empieza en 1910 con la revolución que arrasa con el viejo régimen, y termina en la plaza de Tlatelolco en 1968, cuando la revolución misma ya esclerótica, arrasa con sus nietos. Y el siglo largo de la historia de Laura Díaz comienza cuando su abuelo materno Felipe Kelsen, el socialista utópico discípulo de Lasalle llega a Veracruz desde la Renania en la corriente de inmigrantes europeos que América Latina quería a toda costa para construir su imagen de progreso liberal y positivista.

Mientras las historias discurren entre sus dos grandes paréntesis, Catemaco, 1905, Los Ángeles 2000, con su prólogo en Detroit, 1999, el apuntador entre bambalinas nos recuerda los hechos puntuales de la Historia de México a cada paso. El porfiriato, la revolución, la traición de Victoriano Huerta, el asesinato del presidente manco Álvaro Obregón, Plutarco Díaz Calles y la guerra de los cristeros, Lázaro Cárdenas y la nacionalización del petróleo, los exiliados republicanos de la guerra civil española, los años de la modernidad viciosa de Miguel Alemán, los años siniestros de Díaz Ordaz y la masacre de Tlatelolco, porque sin ellos todo lo demás no sería posible, miserias y sobresaltos, amores y muertes desgraciadas, heroísmos trocados en vilezas. Es la historia de una sola vida, la de Laura Díaz, que se cruza con otras vidas, contada por sus descendientes últimos, reconstruida en su nombre.

Es la Historia como escenario en movimiento, espléndida y miserable ante nuestros ojos como el Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, el mural de Diego Rivera que lo quiere todo y lo contiene todo, y la Historia como deidad maléfica que termina devorándolo todo. La Historia encarnada en quienes la viven, dispuestos en el escenario a pesar suyo, cumpliendo a veces el papel que creen que escogieron; otras, empujados a ocupar un lugar trágico en ese mismo escenario, también a pesar suyo; y otras, en fin, poniendo la cabeza mansa ante la devoradora, conscientes de lo inevitable.

Y es allí, en ese escenario tan ambicioso y totalizador como el que concebían los muralistas mexicanos para contar la Historia, donde Fuentes ejecuta el constante juego de espejos que es esta novela, el reflejo de la Historia en las vidas privadas, y los múltiples espejos de las vidas privadas reflejados en la Historia que pasa sin detenerse, el inmenso mural incesante en el que entra de primero el guapo de Papantla, que de antiguo oficial del ejército imperial de Maximiliano se ha convertido en malhechor, y cercena de un solo tajo los dedos de la mano a la abuela Cósima Kelsen para robarle así los anillos, y el corazón.

Catemaco, 1905. El escenario se llena a partir con la presencia de la niña Laura Díaz que será la mujer que habrá de cumplir el ciclo completo de su vida empezando allí, en la casa hacienda del plantío cafetalero del abuelo Felipe Kelsen, y terminando también allí, 75 años después, abrazada al tronco erizado de cuchillos de una ceiba. Una vida completa en todo sentido, porque este personaje femenino total no pierde nunca la iniciativa. Es sujeto de la Historia, y de sus propias historias trágicas o dichosas, y nunca el objeto de la Historia, ni la víctima pasiva de sus propias historias. Laura Díaz se asigna ella misma el rol de protagonista desde su trono de libertad celosamente defendido en cada acto de su vida, empezando por los actos de amor, a cargo de sus propias escogencias.

Y quizás no podamos leer esta novela sin recurrir antes a La muerte de Artemio Cruz, la novela fundadora de Fuentes, como antecedente necesario, y quizás, también, debemos leer después La silla del águila, para entender cómo el novelista total catapulta la misma Historia hacia el futuro, el México del 2020 cuando apagados los satélites de comunicaciones por decisión imperial de Estados Unidos, el país debe volver a vivir como en el pasado, de vuelta a las cartas de amor y de negocios. En las tres novelas es el mismo escenario en movimiento, la misma Historia de México marcada por los vicios y la corrupción del sistema.

Pero en la primera de ellas, Artemio Cruz es el caudillo que recuerda su historia, y la Historia, desde su lecho de muerte, cuando ya nada puede ser cambiado y la revolución, desde la fuerza y la astucia política, y las ambiciones de quienes la hicieron, es un hecho que nadie quiere variar, envuelto en la retórica de la justificaciones y en los pretextos. La Historia es como es, fue como fue. Laura Díaz, por el contrario, tan protagonista con voluntad como Artemio Cruz, entra en el relato desde la visión de lo que, desde el principio, ella pueda cambiar porque no se somete al papel que según los cánones tradicionales debía cumplir. La mujer no está destinada a cambiar la Historia, ni siquiera a vivirla en su intensidad, sino nada más a padecerla, como víctima, o a observarla de lejos, como personaje marginal del reparto.

Esta es una novela en la Historia, que no puede prescindir de ella porque la Historia es el caudal revuelto adonde van a desembocar todas las historias. Pero antes de eso es entonces una novela sobre la libertad. La libertad encarnada en una mujer que se apodera del relato y proclama la posesión propia de los acontecimientos que arden así bajo el signo femenino. Al terminar de leerla, sabemos que se ha completado un ciclo, el ciclo del regreso de la diosa.

Laura Díaz no es la bella de las historias de la revolución mexicana, contadas en las novelas y en el cine, que reducida al papel de soldadera lleva por la brida el caballo del macho de cananas cruzadas sobre el pecho y fusil en bandolera, marchando con todas las demás mujeres de a pie, las concubinas de cama y cocina. No es más la bella que sólo brilla con fulgores mortecinos, carne de cabaret, carne de crimen, abandonada a la prostitución y a la miseria por destino fatal, sólo buena para morir cosida a puñaladas por otro macho de saco cruzado y sombrero borsalino. Ni es más la bella casada de velo y corona, esposa fiel que se convierte, por gracia también del destino inmutable, en la madre condenada a reclusión perpetua dentro de las cuatro paredes del santo hogar dichoso, toda bondad en el llanto y el sacrificio, mientras el mal masculino encarnado en el macho anda suelto por la calle.

Lejos de la pasividad, que no es sino uno de los rostros de la fatalidad, la diosa regresa encarnada en la libérrima Laura Díaz, no como soldadera, ni como víctima, ni como esposa dócil, sino como protagonista y testigo de la Historia que su propia conducta modifica. No se somete. No se queda en la cocina de la Historia, sino que entra en el entramado de los acontecimientos dramáticos del siglo que le toca. No es nunca la esposa perfecta del caudillo sindical, Juan Francisco López Greene, que de las luchas sangrientas en las minas de Cananea bajo el porfiriato, pasa a ser parte del nuevo poder burocrático de la revolución, y se conforma y se corrompe. Es la trasgresora, que busca la libertad en la fuga, en la desobediencia a los cánones, en la cama clandestina de sus amantes. Pero rebelde sobre todo en las preguntas. La sumisión, ella lo sabe, está en no preguntar nunca, o en creer que se saben todas las respuestas.

A cada paso de su vida, la tragedia la espera agazapada, y el nombre trágico se repite. Santiago. Santiago el mayor, su medio hermano asesinado por los sicarios de Porfirio Díaz. Santiago el menor, su hijo, el pintor que se desvanece del mundo sin haber alcanzado a hacer todas sus preguntas. Santiago el nieto, asesinado en la plaza de Tlatelolco. Muertos en la juventud, vidas incompletas, sacrificados como consecuencia de la rebeldía, del atrevimiento de haber preguntado, y de no conformarse con las respuestas.

Pero ella no está allí, de pie en medio de la historia en llamas, sólo para llorar, sino para juzgar desde la conciencia propia. La diosa regresa como jueza, armada de esa seductora espada que Fuentes pone en manos del ángel israelita, y que abre de un tajo la hendidura que todos llevamos entre la punta de la nariz y el labio superior, la marca para no olvidar. En manos de ella, Laura Díaz, el tajo nos advierte que tampoco se debe callar, ni transigir.

Apropiada de su libertad trasgresora, elige su propio lugar en la historia. En lugar de esposa fiel de un líder de los trabajadores que termina derrotado por la perversión del sistema, se convierte primero en amante de un frívolo mundano ingenioso, Orlando Ximénez, y luego, encontrándose por fin a sí misma, en amante de un luchador republicano de la guerra civil española, Jorge Maura. En lugar de la madre que empareja por deber sabido el amor a sus hijos, escoge de entre los dos, Santiago y Dantón, al artista condenado a morir joven, Santiago, y no al ambicioso que calcula cada jugada, Dantón, y que luego entrará también, con pie propio, en la feria de la corrupción.

Protagonista, se hace dueña final de la hazaña de su libertad fotografiando incesantemente la historia, cuando descubre ya en la madurez su vocación de fotógrafa, y usa la cámara como un instrumento de registro, un ojo de mirada incesante y minuciosa, la abuela que no solo pierde a su nieto Santiago en la masacre de Tlatelolco, ya cuando la revolución es una caricatura de sí misma, sino que lo fotografía entrando entre la multitud de jóvenes a la plaza donde serán masacrados, lo persigue con la cámara mientras marcha, y tomará su foto final, desnudo en la plancha de la morgue. Actora, no testigo. La abuela no hace calceta, desafía al destino. No sólo llora al nieto asesinado, lo deja para la historia en el horror de aquella noche. Retrata la historia con su cámara como una manera de entrar en ella.

Pero esta no es tampoco sólo una novela donde las historias que ocurren en la vida de Laura Díaz alimentan a la Historia insaciable, ni tampoco una novela sólo sobre la libertad. Es una novela sobre la culpa, y es allí donde tiene su entraña más honda. ¿Quiénes son los culpables y quiénes son los inocentes, si de todas maneras todos serán devorados por la Historia? La diosa regresa para despertar otra vez todo lo femenino que hay en nosotros. Despertar el sentido de la culpa que siempre es más diáfana al ojo implacable de la mujer. Pero saberse culpable, o saber al otro culpable no serviría de nada, sin el sentido de la compasión, de la misericordia y del perdón, que son también regalos de la diosa.

La única manera de tomar venganza, dice Laura Díaz, es perdonando. La justicia no tiene matrícula, nos dicen las voces que desde distintos planos del escenario resuenan en esta novela. La voz sometida de Juan Francisco López Greene. La voz de un Santiago que se extingue tras haber pintado no la caída de la pareja original tras el pecado, sino su ascenso. La voz de otro Santiago y la de otro Santiago muertos en la flor de la edad bajo las balas del sistema que se repite. Las de los republicanos derrotados por Franco, comunistas, anarquistas, socialistas, que nunca estarán de acuerdo entre ellos. Las de los escritores y cineastas perseguidos por McCarthy, obligados a escoger entre la lealtad y la delación.

«Los tres actos y el epílogo de los dramas políticos», advierte Laura Díaz con perspicacia y sensibilidad femenina a Harry Jaffe el exiliado, amante suyo también, «nunca se presenta bien ordenados y aristotélicos, sino enmarañados, mezcladas las razones con las sinrazones, la esperanza con el desaliento, la justificación con la crítica, la compasión con el desprecio». Habla por boca de la diosa que regresa, uno de cuyos atributos es el reconocimiento de la complejidad de la trama de la vida, lejos de la simplicidad, o de la simpleza, de las teorías políticas y de las ideologías. La política, dice el propio Fuentes, no es más que la expresión pública de las pasiones privadas. La historia privada, dice Balzac, es la historia de las naciones.

La justicia no pertenece a la razón de las ideologías, ni pertenece a la proclama de las verdades absolutas, oímos resonar las voces. La justicia sólo puede ser dilucidada en la intimidad de la conciencia, no frente a la majestad de los sistemas políticos, unos que han llegado a representar el Mal sin disfraces, y otros que se han vestido con los ropajes del Bien, pero sin dejar de encarnar el Mal. Nazismo y estalinismo, las grandes catástrofes del siglo veinte, el siglo de Laura Díaz. ¿Y puede haber justicia sin libertad?

Laura Díaz nos dice a lo largo del relato de sus historias que entran en la Historia, que no es posible. Justicia y libertad son hermanas siamesas que siempre están huyendo hacia delante, buscando escapar de nuestras vidas, pero que sólo serán posibles mientras no dejemos de buscarlas. Y nadie puede buscar la justicia maniatado, renunciando a su propia libertad, ni renunciando tampoco al poder del perdón, otro de los dones de la diosa.

Masatepe, febrero 2007.





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