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El reino de Cervantes

Arturo Uslar Pietri





Hay una evidente comunidad de historia y de cultura, en muchos aspectos única en el mundo, que se ha formado a lo largo de cinco siglos entre España y los países hispanoamericanos. Sin mucha distorsión se podría ampliar el concepto a lo iberoamericano, para incluir también a Portugal y el Brasil.

Caracterizan a esa comunidad rasgos muy definidos dentro del conjunto de Occidente, que comprenden desde la lengua hasta la fe, los valores culturales y la tradición. Lo que en la Península Ibérica tomó largos siglos para conformarse en el modelo dominante de la monarquía castellana y en su gran esfuerzo de unificación vino a darse en el espacio del Nuevo Continente, desde 1492, en forma continua y eficaz: una sola lengua, el castellano; una sola religión, el catolicismo a la española; una tradición dominante, un juego fundamental de valores, sin presiones internas ni guerras de religión, dentro de un sentimiento espontáneo y visible de ser una sola gente, con un pasado común y una visión básica del ser y el hacer. Esa comunidad, que se extiende hoy desde la Península Ibérica hasta las dos terceras partes del continente americano, comprende diecinueve naciones hermanas, con una numerosa presencia en los Estados Unidos. Se la puede estimar en cerca de cuatrocientos millones de seres humanos para el año 2000. Han resultado poco asimilables en el medio diferente, donde conservan y reafirman su identidad cultural, y el sentimiento de pertenencia va mucho más allá de un territorio o una frontera.

No se la ha estudiado ni apreciado adecuadamente en su compleja y rica totalidad. España lleva más de dos siglos de interrogarse angustiosamente sobre su propio ser sin hallar respuesta aceptada. Desde los próceres de la Ilustración, que no se consolaban de que España no fuera Francia o Inglaterra, hasta la muy hispánica polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, realidad o enigma del ser colectivo, pasando por la angustiosa reacción de protesta de los hombres del 98 hasta los seguidores de Ortega y el no muy claro presente de afirmación europea, la historia española y la apreciación de su peculiaridad han sido motivo constante de apasionada polémica. Sin embargo, es poco lo que ha figurado en ese debate el mundo hispanoamericano. Ha permanecido como en un horizonte mal percibido a pesar de que algunas de las más válidas respuestas a la interpretación de lo hispano puedan encontrarse allí. De cada diez personas que hablan hoy español como lengua materna no menos de nueve son hispanoamericanas, la misma proporción se mantiene en la busca de raíces y caminos propios. Considerar el caso hispánico reducido a la sola Península sin tomar en cuenta su prolongación y complemento en tierra americana es una peligrosa mutilación que no ayuda a la mejor comprensión del complejo hecho.

Porque no se tiene suficiente claridad en la apreciación de la existencia de esa comunidad se llega casi a ignorarla o reducirla a algún aspecto parcial o pintoresco o, peor aún, a algún transitorio aspecto de interés político. No han faltado esfuerzos serios para hacer comprensible esa fundamental situación.

No es banal que no tengamos un nombre aceptado para el conjunto. Se le ha llamado de tantas maneras que resulta casi como carecer de nombre: Hispanoamérica, Iberoamérica, América española, Indoamérica, la Raza, la Hispanidad, etc. La falta del nombre único ha hecho más difícil la comprensión del hecho y ha aumentado la dificultad de entenderlo cabalmente.

Para decirlo de una vez, creo que lo más característico que distingue a esa realidad cultural repartida en dos continentes en tantos estados y situaciones se dio primeramente y se definió de manera perdurable en el siglo XVI. Es la época en que la dimensión política alcanza su plenitud desde Carlos V hasta Felipe II, es, también, la ocasión en que se define cabalmente un juego de valores característicos, lengua, religión, moral, romancero, refranero, paradigmas, convicciones y metas de vida. La síntesis suprema de ese conjunto se expresó en la obra de Cervantes. Allí está recogido y expresado lo esencial, irrenunciable y persistente de esa manera de ser extendida a dos continentes, tan múltiple y dispersa, y tan semejante a sí misma. Constituye, para decirlo con las fórmulas viejas tan cargadas de sentido, un reino, un reino cultural y podríamos llamarlo, con toda propiedad, el reino de Cervantes.

La perplejidad y el inevitable malentendido que nos provocan los nombres se aumentan cuando se refieren a fenómenos culturales. Bernard Shaw, con sabia ironía, dijo una vez que Inglaterra y los Estados Unidos eran dos países separados por una lengua común.

Con motivo de la conmemoración del quinto centenario del Descubrimiento -denominación que por sí sola ha suscitado problemas no sólo semánticos, porque lo que ocurrió en 1492 no puede llamarse con propiedad el descubrimiento de América lo que, en materia de absurdo, sería lo mismo que afirmar que, en 1609, Henry Hudson descubrió a Nueva York- se ha hecho torneo de malentendidos y deformaciones hasta el punto de pensar que no se sabe cómo llamar el gran acontecimiento. Ni descubrimiento, que fue episódico, ni encuentro, que resulta no sólo incompleto, sino mezquino y deformante, porque a partir de allí se intensifica un gran impulso de expansión y mezcla cultural que venía de la Edad Media española y se inicia, a ambos lados del océano, el vasto proceso de la creación del Nuevo Mundo. Aquí volvemos a toparnos con el problema de la semántica. Constituye, desde luego, una comunidad, la más extensa y compacta que integran naciones independientes en el mundo junto a los angloparlantes hasta cierto punto. En el llamado Commonwealth británico entran culturas africanas y asiáticas, con otras lenguas, otras religiones y otros pasados históricos.

Forman más que regiones, reinos de la cultura, comunidades del espíritu, más permanentes y duraderas que las que transitoriamente ha hecho y deshecho la historia política. No es fácil darles nombre porque no coinciden con la geografía política, la exceden o la fragmentan. Los imperios coloniales europeos del siglo XIX extendieron el uso de lenguas pero no de culturas en Asia y África. No se trata sólo del uso de una lengua, sino del ser, de la mentalidad, de los valores propios y de la manera de entender la vida y la sociedad.

España, fundamentalmente Castilla, de una parte, y la América hispana, de la otra, constituyen uno de los casos más completos e identificables de esos reinos.

Todo nombre deforma. Para decirlo en términos «saussureanos», todo «significante» contiene más de un «significado». En eso consiste, precisamente, la deficiencia comunicativa fundamental y la plena virtud creadora del lenguaje.

Sin duda existe una comunidad de cultura entre España y la América española, pero no se ha avanzado mucho en su definición. Los antecedentes históricos complican el problema. Durante la vigencia del Imperio español, los nacidos en los reinos y provincias de América eran súbditos del rey de Castilla. Las Indias estuvieron, desde el primer momento, incorporadas patrimonialmente a la Corona de Castilla y no a ninguna otra de las que poseía el rey común.

Con el advenimiento de la independencia política surge una nueva situación. Los nacidos en América habían dejado de ser súbditos del rey de Castilla o, posteriormente, del rey de España, con todas las consecuencias jurídicas y prácticas que el hecho implicaba, pero el problema de nombrarlos en conjunto persistió. El nombre de «criollos» siempre tuvo una resonancia despectiva que nunca ha llegado a perder.

Hace pocos años, el Instituto de Cooperación Iberoamericana decidió, como parte de la conmemoración del quinto centenario del 12 de octubre de 1492, preparar una obra de conjunto, de carácter divulgativo, destinada a presentar lo esencial del gran hecho histórico en todos los aspectos importantes, considerada en conjunto como una gran realización colectiva y unitaria a la vez, que se define, mantiene y conforma en una presencia solidaria. Tuve la fortuna de formar parte, junto con Enrique M. Barba, José Manuel Pérez Prendes, Joaquim Veríssimo Serráo y Silvio Zavala, del grupo de personalidades que elaboraron el plan y contribuyeron a la realización de la obra. La vista de conjunto comienza con la situación de la Península Ibérica y del desconocido continente americano en el siglo XV, para continuar, vista en su consistencia unitaria, al través de las grandes etapas históricas hasta hoy. Numerosos especialistas de distintos países y disciplinas redactaron en la forma más asequible pero, al mismo tiempo, más verídica y autorizada los textos divididos en más de ochenta temas específicos.

Aporta esa obra la suficiente y necesaria confirmación de la existencia cierta de ese gran hecho histórico-cultural, formado en cinco siglos de la actividad creadora de gentes de varias vertientes y unidas por un propósito común de unidad. Se hizo una sola historia y una sola situación humana, que le dio fisonomía y sentido de identidad a varios centenares de millones de seres humanos que la representan y prosiguen hoy. He sentido y vivido, en las más variadas formas, la realidad de ser parte viviente de una comunidad cultural. Más que en los libros y en los estudios eruditos muy valiosos, que por lo menos desde los pensadores del 98 de una y otra parte del Atlántico hallaron esa noción dominante en el fondo de su sentimiento de ser, lo he experimentado en el simple y rico hecho cotidiano del contacto entre gentes.

Mi primera novela, Las lanzas coloradas, la escribí en el estimulante clima intelectual de París de los años treinta. Quiso el destino que me topara allí con dos jóvenes escritores hispanoamericanos de gran talento y sensibilidad que, al igual que yo, andaban buscando su camino ante el rico y confuso panorama literario de aquella hora tan peculiar. Uno era Miguel Ángel Asturias, guatemalteco, física y mentalmente marcado de presencias mayas. Nunca habló quiché y al Popol Vuh, que más tarde tradujo al español, lo conoció y lo hizo suyo en una erudita versión francesa más antropológica que literaria. Venía de la fantasmagórica realidad política y social de los gobiernos de Estrada Cabrera y de Ubico. Sentía profundamente la condición mágica y poética de aquella situación que iba a reflejar en sus dos primeros libros: Leyendas de Guatemala y El señor presidente.

El otro fue Alejo Carpentier, cubano de primera generación, hijo de francés y rusa, profundamente penetrado de cultura cubana, fascinado por la mentalidad negra, por los ritos de los «ñánigos», por el «vudú», por la música popular, por el habla habanera, que vivía plenamente el drama y la gracia de la Cuba de su tiempo y que se extasiaba, con un don extraordinario de la anécdota, describiendo personajes y sucesos de las pintorescas trapisondas políticas.

Yo venía de otra situación, de una Venezuela retrasada en el tiempo y todavía bajo la dictadura de Gómez, donde el fondo cultural nunca se caracterizó por la presencia del indio ni por la del negro, sino por una fluida apertura a todas las mezclas raciales y culturales, bajo el contraste incitante entre la épica de la Independencia y el drama político de los caudillos rurales.

Con todo ello, lo primero que apareció entre nosotros fue la común condición ante el presente y el constante hallazgo de la semejanza de condición. Matices y tonos variaban, el paisaje podía ser distinto, pero era inescapable la unidad del clima moral, intelectual y cultural. Nos contábamos las cosas propias como chismes de familia. Íbamos hacia la obra literaria en una misma actitud y, además, con un igual propósito: expresar aquella realidad tan compleja y tan rica que hasta entonces nos parecía que no había sido adecuadamente reflejada.

Fuera de las diferencias de las situaciones nacionales, nos sentíamos parte de una misma condición y de una peculiaridad profunda que nos distinguía por igual de gentes de otras culturas. Terminábamos por asimilar la continua revelación de la rica variedad de las situaciones comunes. Hablábamos de la misma cosa y en el fondo real éramos la misma gente.

Años más tarde pasé por otra experiencia igualmente reveladora y rica. Terminada la segunda Guerra Mundial, circunstancias imprevistas de la vida política de mi país y las casi normales arbitrariedades de un gobierno de facto me llevaron a Nueva York. Tuve la buena fortuna de ser invitado a incorporarme al profesorado del Departamento de Español de la Universidad de Columbia. Aunque en el momento mismo, por razones obvias, no me pareciera así, hoy lo veo como uno de los mejores tiempos y ocasiones de mi vida. Entré en un inesperado islote de comunión hispánica dentro de la gran ciudad extraña. Tuve así la oportunidad de convivir por varios años con genuinos representativos de la comunidad hispanoamericana. Estaban allí grandes maestros españoles, como Federico de Onís, Tomás Navarro Tomás, Ángel del Río, Fernando de los Ríos, Francisco García Lorca y su admirable mujer, Laura de los Ríos, y pasaba ocasionalmente gente como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Américo Castro. También, en la misma estrecha convivencia estaban allí o venían de paso muchos hispanoamericanos, como el colombiano Germán Arciniegas, el cubano Eugenio Florit o el mexicano Andrés Iduarte, sin que faltaran por temporadas o como visitantes Haya de la Torre, Gabriela Mistral, Raúl Roa y el profesor sefardita J. M. Bernardete.

No nos sentíamos distintos los unos de los otros; el medio anglosajón que nos rodeaba acentuaba más lo que teníamos en común. Lo mismo se hablaba de Don Quijote que de Martín Fierro; las escuelas y las tendencias y las grandes figuras literarias terminaban por ser comunes y por representar partes de procesos que iban más allá de lo nacional. Más aprendí entonces sobre nuestra lengua y su naturaleza oyendo a Navarro Tomás disertar sobre el español de Puerto Rico, que en todas las gramáticas de mis años escolares.

Cerca de los edificios de la universidad se extendía el muy empobrecido barrio negro de Harlem y, dentro de él, el Spanish Harlem o, por otros nombres, los «latinos», los «hispanos», los emigrantes de Puerto Rico, de Santo Domingo, de Colombia, de México y Centroamérica. No hubiera podido darse vecindad más incongruente y reveladora: la de los profesores universitarios y la de los desplazados pobres de la lengua española. Sin embargo, el contacto no era raro ni, mucho menos, difícil. Se iba con frecuencia a las tiendas de aquel barrio a comprar comestibles criollos o españoles y se hablaba con los tenderos y sus clientes. Era como una momentánea inmersión en un ambiente cultural propio y vivo. Se notaba más lo que teníamos en común que lo que podíamos representar socialmente; era imposible no darse cuenta de la realidad y riqueza de una comunidad cultural en la que podían caber sin desajuste Federico de Onís, Germán Arciniegas y el «marketero» puertorriqueno.

Ha sido largo y no se cierra todavía el debate entre los historiadores españoles, sin excluir los que «unamunescamente» habría que llamar «sentidores de España», sobre el significado y el verdadero sentido del tiempo siete veces secular que se ha llamado la Reconquista, que abarca y da sentido en muchas formas a toda la confusa realidad enigmática de lo que pasó en la Península Ibérica desde la invasión musulmana hasta la final incorporación del último reino moro, el de Granada, en el propio 1492, año tan sobrecargado de acontecimientos generadores de historia.

La invadida población cristiana inició en muchas formas, a veces aisladas, un proceso espontáneo de resistencia no sólo a la gente invasora sino, sobre todo, a su cultura y a su religión. Las necesidades mismas de la lucha imponían la conveniencia de unir, en todas las formas posibles, los pequeños dominios cristianos que se habían formado en torno al dialecto propio y la tradición local. La principal fuerza unificadora fue la común herencia romano-visigoda y la religión cristiana, las Españas locales que invocaban a Santiago contra Mahoma el intruso, desde sus barreras de fe y de particularismo.

Sin pretender entrar en el erudito debate del carácter de la España medieval, hay que reconocer algunos aspectos sobre los cuales no debe ser difícil el consenso.

Desde el gran centro irradiante que vino a ser el reino astur-leonés se fue formando una tendencia integradora, expansiva y unitaria, en la que aparecen aspectos comunes a toda la España cristiana pero, también, muchos otros distintos y hasta opuestos, como los que representaron los romances diferentes, las tradiciones de fueros e instituciones y muchas formas de particularismo. A ese proceso no hay más remedio que llamarlo la castellanización de las Españas.

El 2 de enero de 1492 entraron los Reyes Católicos, la castellana y el aragonés, unitariamente en Granada en la culminación aparente de una gran empresa de unidad.

En el largo esfuerzo conquistador que distingue a Castilla, se precisan y forjan algunos rasgos que van a imponerse en el dominio que se expande en tierra de Al-Andalus pero que, desde luego, no podían darse en igual forma en los otros reinos cristianos que llegaron a adquirir por herencia y con obligado respeto de cada personalidad histórica.

La lengua castellana, la fe, el romancero, las crónicas, la forma peculiar de la vividura y del poder, el individualismo y lo que en esencia expresan las Siete Partidas.

Es eso también lo que continúa ocurriendo en América, como efecto del mismo impulso expansivo y, precisamente, desde el mismo año de 1492. El programa de castellanización se continúa en las Indias en otras circunstancias, pero con un resultado pleno. Tampoco falta la excepción portuguesa que se traslada a América y forma el Brasil.

En poco más de medio siglo la Corona de Castilla logra en sus dominios de Indias lo que no había alcanzado, en los largos siglos de la Reconquista, en la Península. Desde California hasta el estrecho de Magallanes se formó un solo ámbito político y cultural, no hubo fueros ni particularidades históricas que respetar, se intentó y en buena parte se logró la castellanización del espacio geográfico y humano. En el propósito unificador la Reconquista logra en América sus fines de manera más completa y cabal que la que había alcanzado dentro de la Península. El programa unitario de Castilla logra en América lo que en España no había sido posible.

Hay que señalar algunas diferencias de mucha consecuencia histórica. Los indígenas nunca fueron considerados como «infieles», enemigos de la verdadera religión, sino a lo sumo como idólatras salvajes, acaso influidos por el demonio. No hubo, por lo tanto, la difícil circunstancia de la convivencia amenazada con infieles, herejes y falsos conversos. No hubo presencia judía declarada, no hubo musulmanes desafiantes o sospechosamente convertidos, ni mudéjares, ni judaizantes, ni conversos, ni moriscos. Tampoco hubo Inquisición en la forma que revistió en España en los siglos XV y XVI. En la nueva tierra la castellanización pudo avanzar y cumplirse sin esos problemas. En una generación los indígenas y los negros se hicieron hijos de Cristo en la Iglesia romana. Esta sola circunstancia tiene que haber producido inmensas diferencias en el ámbito social de las Indias con respecto al de la Península.

Sin duda es un largo tiempo en el que resulta arbitrario tratar de escoger un momento privilegiado o fundamental si perdemos de vista la decisiva parte de la metrópoli en el desarrollo conjunto. Felipe II fue rey de cada uno de los reinos de Indias, los virreinatos y gobernaciones tuvieron un puente de mando en el Consejo de Indias y Olivares los metió de hecho en el juego de la política europea.

Para alcanzar una aproximada percepción de la magnitud y las características de eso que sólo puede llamarse la creación del Nuevo Mundo en una marcha de cinco siglos, habría que recurrir a un procedimiento semejante al que, con tan sorprendentes efectos, emplean los cineastas al proyectar en reverse las escenas de un filme. Partir de lo que pasa ahora para remontar en continuo retroceso en el tiempo a los invertidos pasados.

La sucesión regresiva nos haría más fácil comprender la continuidad de los tiempos y los modos hasta percibir la manera como el presente ha tomado forma y darnos cuenta de las raíces del actual «nosotros». Evitaríamos el disparate antihistórico de oír en boca de hispanoamericanos expresiones tan sin sentido como: «nos descubrieron», «nos conquistaron», «se llevaron nuestras riquezas» o «esclavizaron nuestra gente» sin percibir la realidad de que los hispanoamericanos de hoy somos, al mismo tiempo, los descendientes directos, por lo menos culturalmente, de los descubridores y los descubiertos, los conquistadores y los conquistados, los esclavizadores y los esclavizados, por virtud del proceso vital del mestizaje que caracteriza la realidad cultural de esta porción de la comunidad. La Conquista es tan nuestra como la Independencia.

No se puede entender lo que ocurrió en el continente americano a partir de 1492 sin arrancar de la situación histórica de la Península Ibérica en el siglo XV.

Así como no existía, ni conceptual ni históricamente, América en 1492, tampoco había una entidad político-cultural que se correspondiera a lo que hoy llamamos España. La relativa unidad que logró alcanzar la Península como provincia del Imperio romano y que intentaron mantener de hecho los visigodos desapareció por efecto de la invasión musulmana. Esas largas centurias guerreras y aisladas favorecieron la fragmentación y el particularismo. Surgieron pequeños dominios que en continua pugna y rivalidad no tuvieron otra empresa común que la lucha y la convivencia con el poder islámico infiel, pero, al mismo tiempo, parte viviente de la realidad histórica de decenas de generaciones. Se formaron varias hablas vulgares frente al ya documental y eclesiástico latín de los cristianos y del árabe literario de las cortes musulmanas. El largo proceso de lucha redujo el número de comunidades, más o menos autónomas, hasta que al final del siglo XV se llega a la realidad de varios reinos y señoríos que llegaron a tener como rey al de Castilla.

No había un reino de España, sino un compuesto heterogéneo de situaciones locales que llegaron a converger en un solo punto, en la figura común de un solo monarca, con la tenaz excepción de Portugal. El escudo de Carlos V es como la imagen de esa realidad tan compleja.

Sin embargo, se afirma el predominio integracionista de uno de aquellos reinos sobre los otros, que se realiza en la expansión territorial y cultural de Castilla la Vieja a la Nueva y luego a Andalucía, bajo el tema y razón fundamentales de la lucha contra los infieles, en un espíritu de cruzada que movilizaba todas las fuerzas sociales y las conformaba a ese supremo fin. En la dinámica de ese desarrollo peculiar hay que colocar la «Empresa de Indias».

El Descubrimiento y la Conquista son la continuación de la expansión de Castilla en tierra americana con mucho más plenitud y eficacia que en tierra española. No era sólo una formalidad de cancillería que las Indias, «las islas y Tierra Firme», quedaran desde el primer momento incorporadas de modo exclusivo a «la Corona real de Castilla» y a ninguna otra de las que ostentaba el rey común de todas las Españas.

Es en aquellas tierras vastas y desconocidas, entre aquellos pueblos extraños con los que nada parecía tener en común, que Castilla logra realizar más plenamente su vieja vocación expansiva y unificadora. Va a someter gentes de muchas lenguas para imponer una sola, el castellano; a topar con infinitas formas de idolatrías y cultos para reducirlas a una sola, el intransigente y totalizador catolicismo de la cruzada castellana; a encontrar muchas formas de organización política, pero va a imponer una sola formulación jurídica, política y social, que se expresará en el monumento de las Leyes de Indias. Es en tierra americana donde Castilla logra de manera más completa satisfacer su ancestral vocación de unificación.

Los conquistadores vinieron a las Indias a quedarse. Empezaban una nueva existencia que era a la vez prolongación de la anterior y distinta. Venían a «poblar», a fundar ciudades y a establecer solar permanente. Los cronistas reflejan claramente esta actitud mental. Empezaron a ser otros. Esto explica, en buena parte, los continuos conflictos de los «adelantados» con las autoridades que la Corona enviaba posteriormente. No hay que olvidar que la colonización del Nuevo Continente fue, fundamentalmente, una empresa privada en la que los aventureros ponían todo, desde los recursos económicos y los barcos hasta los hombres. Tampoco venían a llevarse un botín sino a establecerse para siempre. La reveladora carta que Cortés le escribe a Carlos V, poco antes de morir, cansado de no recibir respuesta a sus reclamos, lo confirma elocuentemente:

«Ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, y a las veces ni bien ni mal, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y edad»; habla de «los grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos émulos y envidiosos, que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre...». Es la misma motivación que movió a los Pizarro a levantarse contra los enviados de la Corona y la que mueve a Lope de Aguirre a escribir a Felipe II para «desnaturalizarse» de los reinos de España. Empezaba con ellos una nueva vida para ellos mismos y para todo el entorno. Empezaban de hecho un nuevo tiempo y una nueva situación histórica.

«El español se hizo un hombre nuevo al llegar a América», observó Ortega y Gasset. Se hicieron de la tierra y la tierra se hizo de ellos. No fueron comandantes transitorios de tropas invasoras sino buscadores de fortuna, de nuevo arraigo y nueva vida. Llegaron a sentir la tierra tan suya como podían sentirla los indígenas y como nunca pudieron sentirla los funcionarios transeúntes que la Corona envió para reemplazarlos en el gobierno y contra los cuales se rebelaron.

También los africanos vinieron para quedarse y hacer suya la nueva tierra. Es por eso que comienza allí una nueva y original situación para todos que a todos los iba a cambiar y hacer distintos. Empezaban un Nuevo Mundo.

Extraviados en los nacionalismos y en los internacionalismos, condicionados por las ideologías dominantes, la noción misma de esa gran comunidad se ha atenuado, a veces, con gran detrimento de todas sus partes.

Pero así como hubo tiempos en que pareció atenuada, ha habido otros, insignes, en que ha parecido cobrar la plenitud de su conciencia. Bastaría recordar de paso algunas de esas situaciones.

La guerra de la Independencia americana fue, precisamente, un momento culminante de su realidad pugnaz. Esa lucha es un capítulo revelador de la vieja querella de las dos Españas. No era contra España, era contra una cierta España, liberales españoles y libertadores americanos se sentían más cerca entre sí que con los absolutistas y «serviles». Bolívar es un héroe de la comunidad, con una visión global que no excluía a España. Unamuno lo llamó: «Don Quijote-Bolívar».

La ocasión del modernismo literario, a fines del siglo pasado, le da expresión y sentido profundo a esa comunidad con sus fecundas y contrastadas diferencias. Rubén Darío es un poeta del reino, como lo fueron, acaso sin saberlo, los españoles del 98.

Hubo momentos en que la oleada vital del sentimiento desbordó el desdén rutinario. Así fue cuando España perdió la guerra contra los Estados Unidos en el mismo 98 y así fue en la emoción colectiva y en la voz de los mayores poetas en la hora trágica que en común compartieron los que sintieron como propio el dolor de Guerra Civil.

En el libro esencial de la comunidad, el bachiller Sansón Carrasco le dice a Sancho, en presencia del Caballero, estas palabras de tanta virtud profética: «Confiad en Dios y en el señor Don Quijote porque os ha de dar un reino...».





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