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XIII

Se oyó la voz de la abuela y el canto de los gallos. Una moza soñolienta descorrió la cortina de estameña verde, que resguardaba el camastro donde la vieja descansaba con el gato á los pies. La Mai Cruz se incorporó en el cabezal, dando un suspiro:

-¡Ay, mis huesos, viejines!

Llamó á un soldado, sacando de entre las cobijas una mano consunta. El soldado se llegó al camastro, y la vieja, con un dedo, le apuntó [128] hacia el horno. No entendió el mozo lo que quería decir, y le gritó:

-¿Qué se ofrece, ama?

-Mutil, que abras el horno... Hijo, con los otros, como hermanos, te repartas el pan.

El soldado fué al horno y quitó la tapa, que era una losa de piedra con una cruz labrada en el centro. La abuela le acompañaba con los ojos, alzándose cuanto podía sobre la almohada, conmovida la cabeza por un temblor senil:

-Cuento que serán cinco los panes, hijo.

El soldado desnudó su cuchillo y repartió la borona caliente y dorada entre unos pocos que se le juntaron alrededor. Algunos la desmigajaban en las tazas llenas de chacolí, y les decía la Mai Cruz:

-Esas migas son buenas cuando es mosto... Y cuando salta á los ojos en el Enero... ¡Ay, [129] había una olla con miel, pues este día se me acabó!... Poniéndolo á la lumbre, cómo tendríais para endulzarlo... No sé qué gato se come la miel... La moceta es nueva acá... ¡Ay, hijos, cómo tendríais para endulzarlo!... Puesto á la lumbre es cordial...

La Mai Cruz hablaba sonriendo como una niña, sin que nadie la atendiese. Los soldados se disponían para el camino, y era gran tumulto en la cocina. Miquelo Egoscué había disputado con el contrabandista para que llevase á las monjas en el carro, pues no era el paso tan difícil como encarecía aquel viejo apicarado. Cobijadas bajo el toldo, las monjas oían pacientemente los denuestos del contrabandista, que iba y venía al establo, sacando las mulas del tiro:

-¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Espabila, Reparada!... ¡Si un rayo te partiese!...

[130] La Madre Isabel llamó á un soldado enfermo para que fuese en el carro. Era un mozo de pocos años, con la frente vendada. Subió ayudado por las manos señoriles de la monja, mientras la niña le tenía el fusil con una sonrisa esforzada y asustada. La Josepa asomó de pronto, dando voces. Venía del pajar, donde había dormido:

-¡Borracho! ¡Borrachón! ¿Adónde te escondes, arrenegado?

El molinero de Arguiña la amenazó desde lejos:

-¡A trancar la boca, Josepa!

La mendiga entró por su niño, y luego llegóse al carro gimoteando:

-¿Adónde está mi Roque? ¿No han visto sus señorías á mi hombre?

Respondió severa la Madre Isabel:

-No lo hemos visto.

[131] -¡Tendrían una caridad para este hijo de mis entrañas!

Y levantaba al niño, que medía el aire con sus manos lechosas y arrugadas. Eladia le tomó en brazos:

-¡Está amoratado de frío!

Suspiró la mendiga:

-¡Pobres hijos!

Olía á vino y se restregaba los ojos con las dos manos: Llevaba una chaqueta de soldado atada por la cintura. La Madre Isabel la miró con lástima:

-¿Ha desaparecido Roquito?

-Sí, mi señora.

-¿Estará escondido?

-¡Por todas partes tengo mirado!...

-Acaso parezca cuando sepa lejos á la Madre Isabel.

[132] Gimoteó la Josepa:

-No es la primera vez que se huye. Por veces éntrale ese ramo de locura.

-¡Lucha por salir de las garras del demonio!

La Josepa comenzó á rascarse la greña:

-No piense que vivimos como mal casados... Muy santamente... Andamos juntos por nos ayudar. Yo le guío en las veredas, cuando tiene que ir de una parte á la otra, porque no es nativo de acá. Sus señorías saben que no hablo mentira. Y él parte conmigo lo que tiene, y con el pequeño... ¡Resalado! ¡Lindo! ¡Valeroso! ¡Ligero!

Abría los brazos llamando á su hijo, que saltaba en el regazo de Eladia. Comenzaba á rodar el carro, y el contrabandista, al flanco del tiro, restallaba el látigo:

[133] -¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

Murmuró brevemente la Madre Isabel:

-Hija, sube al carro.

La mendiga pestañeó con fuerza, se atirantó las puntas del pañuelo que llevaba á la cabeza, y subió. En la puerta de la venta estaba el capitán, jinete en la yegua del Rector de Astigar. Las cien boínas rojas se alineaban por el camino. Volvía á restallar el látigo del contrabandista:

-¡Jo!... ¡Centinela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

Aún no era día claro cuando abandonaron el camino real, internándose por los atajos del monte. Se les veía de lejos saltar por cuetos y vericuetos, dando alegres gritos, espantando á las cabras. El carro, con algunos hombres de escolta, seguía un camino de ruedas, entre crestones [134] de granito: Caminaba lentamente bajo el vuelo de los buitres y la amenaza de los grandes peñascos desarraigados del monte. Poco antes de la media tarde llegó á la villa de Urdax. En la plaza bailaban las mozas con los voluntarios carlistas, llegados mucho antes por los caminos de cabras, y en el balcón de su casona, tocaba la gaita un viejo que había sido cirujano en la primera guerra. Cuando vió aparecer el carro, bajó á la plaza y dió voces al contrabandista para que viniese á pararse bajo el porche de la casona. Después, quitándose la boína, se dirigió á la Madre Isabel:

-Por Miquelo ya tengo noticia de quién son ustedes, señoras mías. En mi casa harán penitencia por conspiradoras.

Tomó en volandas á la monja, que le alargaba una mano para bajar del carro, y luego hizo lo [135] mismo con Eladia. La Madre Isabel le miraba sofocada y risueña:

-¡Muchas gracias!

-Son las que usted tiene. A una monja no se le debe decir eso, pero yo lo digo: ¡Y si se incomodan, peor!

La Madre Isabel reía llena de simpatía:

-No nos incomodamos, señor.

-Serafín Fornoza. Nada de señor. Aun cuando tengo la cabeza blanca, yo no soy viejo. De la edad de esta señorita.

Y quitándose la boína y haciendo una gran cortesía, saludó á Eladia. La pobre niña le respondió con su gesto triste y vago, lleno de cordialidad. Murmuró la monja:

-Es sordita.

-Le hablaré por señas como á una novia. ¡Ya podría ser que no me acordase!

[136] Y moviendo muy deprisa los dedos, le alabó los ojos, comparándolos con los luceros. Eladia, poniéndose encendida y ríendo, se lo contó á la Madre Isabel. Entraron en la casa, y las hijas del cirujano, siete señoritas lugareñas, se agolparon á la escalera para recibirlas.

[137]




XIV

Aquella misma tarde, un aldeano trajo noticia de que estaba cerca la caballería republicana, y en seguida se reunieron en la plaza los voluntarios y algunos viejos de la villa, mal armados con escopetas antiguas. Una viuda que vivía al pie de la iglesia, y un niño, hijo suyo, tocaban á rebato las campanas. Se interrumpieron los bailes, desapareció la tranquilidad que reinaba, y todos se dispusieron para volver al monte. No era posible arriesgar un combate con la caballería [138] republicana, pero tampoco querían huir al solo anuncio de que estaba cerca, sin esperarla en los riscos del camino real y derribar algún jinete. El aldeano que había traído la noticia, limpiándose el sudor, se bebía un tanque de sidra á la puerta de la casa rectoral:

-¡Chaquetos colorados! ¡Por cima de los trescientos, y...!

Miquelo Egoscué decidió esperar hasta saber los movimientos de aquella tropa, que aún estaba á tres leguas de camino. En una sala grande, donde había una mesa de alas y un Cristo sobre la pared encalada, el cabecilla explicábale á Cara de Plata:

-Tengo algunas parejas apostadas en el camino, buenos tiradores que algo harán con sus disparos, al mismo tiempo de avisarnos. Con esta prevención es difícil que nos sorprenda el [139] enemigo, porque estoy al cabo de sus movimientos y puedo burlarles.

Sentada en un sillón, bajo los pies del Cristo, estaba la monja. La guerra comenzaba á parecerle una agonía larga y triste, una mueca epiléptica y dolorosa. Aquellos campos encharcados, aquella nieve enlodada cubriendo los caminos, le producían una indefinible sensación de miedo y de frío: Era la misma sensación que experimentara otras veces al ver un entierro en medio de chubascos, y oir sobre la caja el hueco azotar de la lluvia. Había imaginado la guerra gloriosa y luminosa, llena con el trueno de los tambores y el claro canto de las cornetas. Una guerra animosa como un himno, donde las espadas fueran lenguas de fuego, y el cañón la voz de los montes. Deseaba llegar á la hoguera para quemarse en ella, y no sabía dónde estaba. Por todas partes [140] advertía el resplandor, pero no hallaba en ninguna aquella hoguera de lenguas de oro, sagrada como el fuego de un sacrificio:

-¡Que mi alma toda se consuma en la llama de tu amor, mi Señor Jesucristo!

Al caer la tarde se supo que la caballería republicana se había repartido por Elorza, Ergoy, Ayanz y San Pedro de Olaz. El molinero, que era segundo en la partida, trajo la noticia al cabecilla, que se volvió y dijo á los otros con su ingenua sencillez de guerrero antiguo:

-Ya no hay esperanza de que vengan.

Interrogó la Madre Isabel:

-¿Por qué, señor Miquelo?

-Porque tienen tanto miedo á correr por estos montes, que apenas oscurece se cierran en los pueblos, hasta que raya el sol.

Dijo Cara de Plata:

[141] -Según eso, la guerra se hace de día.

-Por parte de los guiris, que por la nuestra se hace á todas las horas, y más de noche que de día.

Comentó el viejo Fornoza:

-A los carlistas la oscuridad no les da miedo. Son lobos que conocen las madrigueras del monte, y lo corren de noche con toda seguridad.

La Madre Isabel insinuó con una leve sonrisa señoril y monjil:

-Pues yo creo que también atacan de noche los republicanos, como sucedió hace poco en Monreal.

Brillaron los ojos de Miquelo Egoscué:

-¡Yo estuve allí! Es verdad que atacaron de noche, pero entonces escarmentaron. Nouvilas, su general, estuvo ya rodeado por los nuestros, [142] y les quitamos las escobas de los cañones... Ahora ya se acuestan con el sol, como las gallinas.

Volvió á sonar el tamboril en la plaza, y el cirujano salió al balcón con su gaita de grana. Comenzaron de nuevo los bailes y los relinchos guerreros del zorcico:

-¡Jujurujú! ¡Jujurujú!

Un corro de rapacines encendió una hoguera. Corrieron por las casas pidiendo á las viejas jara, y pinocha y paja del maíz. Agrupados en las puertas, salmodiaban su demanda como una lición en la escuela:

-¡May Mari! ¡May Juani! ¡May Rosa! ¿Hay un brazado para una hoguera!

Tornaban á la plaza con alegre tumulto, que tenía un eco en aquella sala lugareña, de muros encalados, donde el cabecilla y el segundón paseaban [143] de testero á testero, en el gran silencio de la tarde, ante los ojos abstraídos de la monja, que permanecía con las manos en cruz sentada en el sillón de cuero, bajo los pies del Cristo. De tiempo en tiempo alguno de los hombres quedaba inmóvil delante del balcón, y esparcía los ojos mirando los bailes. En una de estas veces, el cabecilla vió venir á una mujer mendiga, que desde la plaza le llamó dando voces:

-¡Señor Capitán! ¡Señor Capitán!

Era Josepa la de Arguiña. El capitán salió al balcón:

-¿Qué hay?

-Diz que no vienen ya los negros. ¿Quieres tú, señoría, que me llegue adonde sea?... Manda que me pongan un pan en este cesto, y mañana tendrás noticias.

[144] Miquelo Egoscué dejó vagar los ojos por los montes lejanos:

-¡Hay mucho camino!

Replicó la mendiga:

-Mandarías darme un pan y una gota de anisado para este hijo, que el mucho camino no hace.

Y levantaba hacia el balcón al niño, que parecía amortajado en unas horribles bayetas amarillas. Una vecina salió con un pan y un jarrillo verde. Murmuró el cabecilla:

-En derechura á San Pedro de Olaz.

Comentó la vecina:

-¡Cerca de las cuatro leguas!

Saltó la Josepa:

-¡Dios se lo premie, Mai Rosa! El mucho camino no hace. Zapatos de fierro rompiese yo por el Rey Don Carlos... ¡Y por ver en una [145] horca á todos los negros, que me dejaron viuda, y pusieron á pedir por las puertas!

Advirtió brevemente el cabecilla:

-¡Ten cuidado que no te fusilen!

-¡No tendrán alma para ello! Si entrasen en sospecha, veinte palos pudiera ser que me mandasen dar...

Se puso al niño en una cadera, y engalló el cuello saludando. La monja, que había salido al balcón, la vió partir cargada con el niño, y con el pan para el camino. Le pareció sentir una voz en el misterio interior y en la vaguedad del aire:

-¡Aprende tú, la senda de esos pies descalzos!

[147]




XV

La Josapa durmió en una cueva, cerca de San Pedro de Olaz. Rayando el día, se dirigió al molino donde se alojaban algunos soldados, y andando entre ellos comenzó á pedir limosna. A lo lejos sonaba un clarín. Los soldados se apresuraban almohazando los caballos: Algunos, embozados en las mantas, bajaban al río, y sus cantos tenían una claridad juvenil en la mañana fría y lluviosa. Eran cantos regionales, donde se sentía el alma primitiva del pueblo [148] pastoril y guerrera. La Josepa entró al molino, y descubriendo la cara pálida del niño, que dormía en sus brazos, comenzó una letanía para que la consintiesen secarse al fuego. Un soldado, compadecido, le dejó algunas rebañaduras de su rancho. La Josepa comentó otra letanía de gracias:

-¡Dios te lo pague, hijo de buena mai! ¡Dios te lo pague, ligero! ¿Llevas mucho tiempo en la tropa? ¡Así te camines á tu casa en el mismo día de hoy, con el cañutero de la licencia! ¡San Cernín Glorioso, si aparenta que no has de tener los quince años entodavía! ¿Ya habrás pasado lo tuyo? ¡Penas y trabajos! ¡Penas y trabajos!... ¿Cómo es el nombre de tu escuadrón, mocé?

El soldado sonrió con orgullo:

-¡Primero de Numancia!

-¿Y eso que dice?

[149] El soldado hizo un gesto vago:

-El nombre del escuadrón... ¡Como lo han bautizado!...

La mendiga enterró las uñas en la greña:

-Menos mal que vosotros sois de caballo... ¡Los pobres que tienen de ir á pie, como están los caminos de nieve! ¿Y de aquí vosotros á do vais?

-Adonde cuadre.

-Con los buenos caballos que montáis, en un día ya correréis un sinfin *sinfín* de leguas. ¡Seréis muchos miles!

El soldado miró á la mendiga con una vaga sospecha que se disipó al verla encorvada dando el pecho al niño, temblando de miseria bajo sus harapos. Sin responder, se acercó á una puerta baja, que tenía el umbral blanco de harina, y llamó á voces:

[150] -¡Patrona!... ¡Ya nos vamos!.. ¡Perdonar!...

Se oyó una voz de mujer:

-¡Que no vendríais más!

Fuéronse los soldados, en un trote sonoro sobre el camino endurecido por la helada, y salió la molinera á la puerta para verlos partir. Era una moza de buen donaire, con el cabello blanco de harina, y los ojos verdes como el agua del río, y las mejillas llenas de un encanto campesino y solar. Hasta que los últimos jinetes desaparecieron en una revuelta del camino, estuvo en la puerta sin hablar, mirando á lo lejos, con una mano levantada é inmóvil como figura de retablo:

-¡Yo les hago la cruz! No tienen rabo ni cuernos, pero son diablos.

Afirmó la Josepa:

-¡De los mismos profundos!

[151] La molinera miró al niño colgado al pecho de la mendiga:

-¿Qué le das á ese hijo? ¡Solimán!

Entróse y abrió un arcaz de donde sacó un jarro tapado con un paño de lino casero que tenía una cenefa bermeja. La de Arguiña aún estaba en la puerta oteando el campo:

-¿Hay mucha tropa por el contorno?

-Pues ayer todo el día no dejó de pasar tanto de á caballo, tanto de á pie. Hoy ya dicen que seguirá lo mismo.

-¡Si no andaría lejos Don Manuel, no les faltara escarmiento!

La molinera movió la cabeza al mismo tiempo que vertía en un cuenco la leche del jarro:

-Dale al pequeño.

La Josepa tomó el cuenco y se agachó con la espalda pegada al muro:

[152] -Está mal acostumbrado... No cata si no es la teta... He de tomarlo yo, y él cuidará de sacármelo.

La molinera hizo un gesto de lástima, mientras con el regazo lleno de mazorcas de maíz iba á sentarse cerca del fuego para desgranarlas. Quedó de pronto quieta, con el oído atento, y fué como un susurro la voz de la Josepa:

-¡Tropa que llega!

Se oía la marcha acompasada de una escuadra que cruzaba el camino. La molinera dejó caer las mazorcas, y corrió á la puerta:

-¡Forales, tú!

Los forales, afamados por valientes desde la otra guerra, conocían los montes como los voluntarios del Rey. Aventureros en su tierra, tenían la alegre fiereza de los soldados antiguos, y el amor de la sangre y de la hoguera. [153] ¡La hermosa tradición española! Las partidas odiábanles como á gente renegada, y todavía era mayor el odio en aquellos caseríos patriarcales, donde entraban á saco sin respetar á las mujeres ni al amo viejo, que ya no puede moverse del sillón de enea. Al verlos hacer alto, la molinera se entró cerrando la puerta del molino. Venían repartidos en dos hileras, dando custodia á una cuerda de cinco presos. Adelantóse un soldado, y llamó con la culata del fusil. Dijo dentro la molinera:

-¡Derribarán el postigo, tú! Abre, Josepa.

La mendiga obedeció, amenazando en voz baja:

-¡No habría una ponzoña para echar en el agua de la fuente!

Entró al molino la tropa, empujando á los prisioneros que tenían las manos atadas y estaban [154] cubiertos de lodo, con huellas de haber sido arrastrados por los caminos. La Josepa rompió la fila de soldados para acercarse á uno de los presos:

-¡Así te ves, borrachón!

El hombre levantó la cabeza y arrugó el hocico con una vaga risa de viejo y de niño:

-¡Así me veo!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Sabes que andan por fusilarme, Josepa.

La de Arguiña miró á los forales con gesto desdeñoso:

-No tendrán alma para ello.

Roquito se encogió guiñando los ojos:

-¡Vaites! ¡Vaites!

Sentado cerca del fuego, con la barbeta apoyada en las rodillas, parecía menguar de una manera grotesca, y sumirse en su risa, y rodar dentro de ella como la bola de un cascabel. La [155] Josepa le vió las manos amoratadas por las ligaduras, y sintió una gran lástima:

-Pues te llevan como los judíos al Señor.

Los ojos de Roquito tuvieron una llama de amor en la sombra de una vaga demencia:

-¡Bien se va á repelar el demonio, que ya me tenía cogido!... ¿Tienes un poco de pan, Josepa?

La mendiga sacó un mendrugo de la faltriquera, y se lo acercó á la boca:

-Arranca un pedazo.

Roquito hincó los dientes con avidez:

-¡Vaites! ¡Vaites!

-Es ley de verdugo no aflojarte las manos para que podrías tener el pan.

-Deja que pase trabajos.

-¿Cómo fué prenderte?

-Unos soldados me llevaron al hospital por [156] una herida que tengo en la espalda. Has de mirármela, que me escuece, y darle una untura de tocino, si el ama es caritativa. En el hospital, con un delirio que me entró, todo lo declaré.

-¡Pues tú mismo te pierdes, borrachón!

Roquito empezó á reir, mirando á los forales:

-Dicen que me llevan á comparecer en ua Consejo de Guerra: Me llevan á ser fusilado en un camino.

Murmuró estoico uno de los prisioneros:

-Todos vamos á lo mesmo... La tropa no lo niega... En Otaín nos dijeron que éramos conducidos á Pamplona... Algunos lo creyeron, mas ahora ninguno deja de saber ya su suerte.

Roquito se volvió á la Josepa:

-Llégame el pan á los dientes. ¿Oíste que perecieron abrasados todos los negros que estaban [157] en el caserío de San Paúl? ¿Sabes quién puso fuego á las puertas? ¡Míralo aquí!

La Josepa exclamó con la voz rota por una carcajada que tenía la emoción de un sollozo:

-¿Y serías capaz, borrachón?

Roquito agachaba la cabeza entre los hombros, y arrugaba el hocico, ríendo con aquella risa pueril, de vaga demencia:

-¡Vaites! ¡Vaites!

En esto vinieron algunos forales, y con las culatas de los fusiles hicieron levantar á los presos. Dos viejos rogaban porque les dejasen descansar mayor tiempo, pero el que mandaba la escuadra se opuso. Salieron al camino, y cuatro forales rompieron filas, llevándose á uno de los viejos. Se les vió abandonar el camino real é internarse por una senda entre peñascales. [158] Los presos se miraron en silencio. Murmuró el otro viejo:

-Ese es el primero.

Pasado algún tiempo, y después de hablarse en voz baja, rompieron filas otros cuatro forales, llevándose á un mozo de Roncesvalles. Al hacerle torcer de camino, se volvió gritando:

-¡Viva Carlos VII!

Roquito fué el último. La mendiga estaba en la puerta con los ojos enjutos, y la boca blanca de tan pálida: Tenía al niño en brazos, y el antiguo sacristán la llamó:

-Acércame al pequeño para que lo bese, con permiso del señor oficial.

La Josepa llegóse con el infante y lo alzó hasta la boca del prisionero que, al intento de doblarse, se dolía de su herida:

-¡Adiós, carabel! ¡No seas un pecador!

[159] Se alejó en medio de la tropa. Josepa la de Arguiña quedó un momento inmóvil en medio del camino, y luego echó á correr siguiendo al preso:

-¡Tendríais alma de matarlo!.. ¡Pues tendríais alma!

[161]




XVI

-Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios.

Diego Mail, el sargento de los forales, decía tales palabras á modo de sentencia, al entender que los mozos de la escuadra se iban concertando en voz baja, para poner sus balas en la cabeza de Roquito. El corneta guiñó un ojo, indicando á la Josepa:

-Si la señora da en seguirnos... ¡Y al fin, ello tendrá que ser!...

[162] Iban atravesando un pinar todo en silencio y en sombra triste. Sentíase, de tarde en tarde, el aleteo de algún pájaro enramado, y una vez distinguieron al raposo, que volvía de la aldea: Pasó á lo lejos corriendo con el hopo agachado. Le dieron voces:

-¡Oh!... ¡Oh!...

La carretera cruzaba por entero el pinar, que tenía cerca de una legua. Roquito marchaba entre fusiles, con las manos atadas, rezando á media voz. Y por un lado de la carretera, con el niño en brazos y los ojos al mismo tiempo que asustados, bravíos, iba Josepa la de Arguiña. Los forales seguían hablando y concertándose en voz baja:

-¡Y que nos da escolta hasta Olaz!

-¡Y que nos cansa, tú!

-¡Lo bueno sería dejarla atada á un pino!

[163] -Pasado el pinar no hay otro paraje oportuno.

Pedro Guillén y Juan de Olite se acercaron al sargento. El veterano, antes de oirlos, movió la cabeza, repitiendo la grave sentencia:

-¡Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios!

Advirtió en tono misterioso Pedro Guillén:

-Pasado el pinar, no hay otro paraje oportuno, mi sargento.

-Lo entregaremos, conforme á ley, en la cárcel de Olaz.

Replicó Juan de Olite:

-Y mañana á correr nuevo camino, mi sargento.

Rió, con risa bárbara, Pedro Guillén:

-A lo último, siempre habrá que tronarlo... Y si la señora tiene gusto de verlo, yo no se lo quitara.

[164] El sargento entornaba los ojos mirándose las guías de su mostacho blanco:

-A vistas de esa mujer, ya digo que, como cristianos, no podemos darle mulé.

La Josepa los miraba vengativa, sin proferir palabra. Llegaron á un gran raso, convertido en charcal por las lluvias, é hicieron alto para deliberar. El sargento esparció los ojos por aquel paraje todo en sombra verde y perenne, bajo el alma crepuscular de los pinos:

-¡Aquí, cuando la otra guerra!... ¡Aún no habían hecho el camino real!...

Anduvo algunos pasos mirando los troncos, y levantó los ojos á las cimas:

-¡Han crecido!

Respondió Juan de Olite:

-¡También pasaron años!

-¡Sí que pasaron!

[165] Comentó Pedro Guillén:

-Pocos hombres quedan de aquel tiempo.

-Los hombres duran menos que los pinos, y con menos fortaleza. Míralos tú el cuerpo que han echado, tan y mientras que yo ni sombra soy de aquel mozo que era.

Preguntó Juan de Olite, que era sobrino del veterano:

-¿Pues qué hacemos, tío?

-Si la mujer no se desvía, no hay otra que entregar al reo en Olaz:

-La mujer no se desvía.

Pedro Guillén mostró los dientes en su gran risa alegre y bárbara:

-Aquí, por voces que diera, solamente sería escuchada de los pájaros del cielo.

El sargento fué á sentarse en una piedra que marcaba un lindar:

[166] -Luego correría por esos caseríos dando el pregón. ¡Ay, mocés, poco sabéis de la vida! La guerra pasará, y nosotros quedaremos, y hemos de vivir juntos acá, que para ello somos de una misma tierra. No afondéis mucho en la hoya. La vez pasada era yo á la conformidad que ahora sois. Se hizo la paz y tuve que andarme por otras tierras, pues en la mía me era un acedo la vida por la grima que me daba entrar en las casas, y ver que donde menos faltaba uno. Yo entonces ya no miraba los bandos sino el hueco, y el luto de las mujeres.

Quedó pensativo, y lentamente alzó la cabeza mirando á la cima de los pinos. Toldaba el cielo una nube negra que parecía cerrar el raso como lo cerraban el silencio y la sombra del pinar todo en torno. Límites de impresión y de sugestión. Pedro Guillén golpeaba los troncos [167] con la culata del fusil, y aplicaba el oído:

-¡Zumban tal que sí tendrían una bala de cañón!

El veterano murmuró con los ojos en lo alto:

-¡Cómo han crecido! Y aún verán muchas guerras, en tanto que nosotros...

Gritó un mozo que estaba echado en tierra.

-Ahora hacen una tala, mi sargento. Se oye el golpe del hacha.

Todos guardaron silencio y escucharon. Se oía el golpe de los leñadores lejano y enorme en una medida lenta. Los forales se pusieron en marcha. Josepa la de Arguiña corría detrás, y con los dientes cascaba piñones para dárselos al niño. El sargento refería un lance de la otra guerra:

-Entonces no había camino real. Era una [168] senda que no valía para los carros. Camino de herradura, aun cuando le decían de ruedas. Pues Don Pedro Mendía, padre del que ahora anda en la facción, sorprendió con su partida á una tropa de veinte hombres y á todos los mandó fusilar. Antes de irse ordenó de marcar veinte árboles con una cruz. Era como á modo de escarmiento. A los pocos días pasamos nosotros con el gran general Mina. Vió las cruces y mandó contarlas: Veinte, mi general. Quedó muy tranquilo. Llegamos por la tarde á Lecaroz. Pues yo creo que ninguno se acordaba, y el general, sin bajarse de su mula, nos dijo: Coged cuarenta hombres. No los había si no eran viejos y muchachos, que los mozos todos estaban en la facción. Siempre ha sido gente muy carlista la de Lecaroz. Pues viejos y muchachos, se trajeron aquí en el número de cuarenta, y [169] fueron fusilados. En los pinos dejamos nosotros cuarenta cruces.

Resonó la voz y la risa de Pedro Guillén:

-¡Eso era hacer la guerra!

El veterano volvió la cabeza y miró atrás.

-¡Todavía creo haber reconocido alguno de aquellos árboles!...

Se despidió con una mirada larga y nublada, que tenía esa tristeza que tienen en los ojos los mastines viejos. Por la tarde, entregó al preso en la cárcel de Olaz. Josepa la de Arguiña durmió en el quicio de la puerta.

[171]




XVII

Dos días permanecieron en la villa y sus contornos los mutiles de Miquelo Egoscué. Al alba del tercero, todavía con estrellas, se pusieron al camino. El carro iba en la retaguardia con una escolta de tres soldados aspeados. Cerca de San Martín de Goy se juntaron con una partida de siete hombres, que venían atajando por un campo encharcado, lívido bajo las luces del amanecer. Todos se conocían y desde lejos comenzaron á darse voces:

[172] -¡Teneos! ¡Teneos!

-¿Qué ocurre?

-Está encima el enemigo. Viene por la carretera.

-¿Muy lejos?

Contestó por todos un viejo que sólo estaba armado con un palo:

-Pues que nos atrapan si nos tenemos acá en mucha plática.

Miquelo Egoscué se adelantó, rigiendo el caballo con gallardía:

-¿Por dónde vienen y quién los ha visto?

Respondieron muchas voces:

-Todos los hemos visto.

Y añadió el viejo:

-Ahora estarán llegando al pinar quemado...

Ciro Cernín, con los ojos en lumbre, levantó su cayada:

[173] -¡Es traición del Cura!

El capitán le impuso silencio con un gesto violento, inclinado sobre el arzón oía á los siete aldeanos que, confundidos con su tropa, iban pregonando el peligro. El molinero llamó al viejo, que estaba apoyado en el palo con una expresión abismada y adusta:

-Pero Mingo.

El viejo levantó la cabeza:

-¡Mandar!

-¡Qué cavilas, tú?

-Pues cavilaba en la manera de hacerme con un fusil... Poco vale un palo en la guerra.

Y enseñaba su garrote, nudoso como un basto, á los mutiles de Miquelo Egoscué. Le gritó el versolari de Albéniz:

-Si caigo, heredas mi carabina, Pero Mingo.

-A ti no te parte una centella.

[174] -Voy en la fila de alante.

-Yo, con mi palo tengo de ganarme un fusil, si hacemos cara...

Miquelo Egoscué llamó al viejo, é inclinado sobre el arzón le interrogó en voz baja:

-¿Ha visto bien que eran roses, tío?

-¡Bien lo vide!

-¿Mucha fuerza?

-¡Un sin fin! Las tropas republicanas se mueven para juntarse en el Valle de Olaz.

Egoscué se puso la mano sobre los ojos, y así estuvo un momento, como si quisiese oir dentro de sí la voz de la corazonada:

-¿Qué conviene hacer?

Repitió muchas veces las mismas palabras, doblado sobre el borren *borrén*, dejando sueltas las riendas del caballo. Al cabo, el viejo Pero Mingo le interrumpió adusto:

[175] -¡Hijo, lo que conviene tú lo verás, que para ello eres el capitán!

-¡Y usted de los mutiles que ahora se nos juntaron!

-Yo los encaminaba por aquello de ser más viejo, que á esos no hay quien los mande. ¡Son lobos de Roncesvalles, de la ascendencia de los que devoraron al gran Carlomagno! ¡A esos no hay quien los mande!

-Tío, que me hablen á mí.

-¡Pues ni que serías el gran Bernal del Carpio!

-Soy Miquelo Egoscué.

Con los ojos brillantes y alzado sobre los estribos, avizoró el camino. Después, vuelto á su gente que se apretaba en un haz alegre y palpitante, habló con el calor ingenuo de un soldado antiguo, y era su voz como un bronce sonoro:

[176] -¡Muchachos, vamos á pelear por el Rey Don Carlos! Si vencemos, á todos nos dará su mano por leales y por valientes, como hizo la vez pasada cuando lo de Aoiz. ¡Muchachos, vamos á pelear por el Rey y por Doña Margarita! Si hallamos la muerte, también hallamos la gloria como soldados y como cristianos. La gloria de la tierra y la gloria de luz que da Dios Nuestro Señor. ¡Ay, mutiles de Navarra, vamos también á pelear por nuestros niños los príncipes, que son tan pequeños que yo los vi estar al pecho de la Reina!

Los soldados gritaron:

-¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!

A una voz del capitán corrieron hacia el monte en desbandada, y desaparecieron agazapados entre la maleza y los peñascales. Se veía de tiempo en tiempo alguna boína roja que pasaba [177] corriendo al abrigo de un ribazo, y más lejos, en lo alto de las peñas, aparecer y desaparecer. Miquelo Egoscué se acercó al carro donde iban las mujeres:

-¿Qué hacemos?

Y se volvió, interrogando con los ojos al contrabandista. El viejo le miró socarrón:

-¡Buen avío se nos presenta!

Dictó el capitán:

-Aquí no pueden estarse las señoras. Si deciden seguir camino, les daré una escolta.

El contrabandista arreó el tiro con la vara del látigo.

-¡Jo!... ¡Reparada!... Una escolta y un tambor que nos pregone. El carro con las mujeres, yo lo hago pasar por medio de un campamento. ¡Dios, que algo se aprende con cincuenta años de estudios por caminos y veredas! Pero [178] nada de escolta... Amo Miquelo, el carro con sólo las mujeres.

Murmuró la niña, que estaba atenta al movimiento de los labios:

-¿Y adónde saldremos?

-¡Dios que lo sepa, y puede también que algún santo!

-¿No sería mejor volvernos á Urdax?

La Madre Isabel hizo un gesto negativo, y llamó á Cara de Plata, que oteaba encaramado sobre una barda:

-Hijo, puesto que no podemos estarnos en medio del camino, vamos adelante...

El contrabandista volvió á ceñir la vara sobre el lomo de una mula:

-Ningún avío nos hace el mocé. ¿Hay conformidad ó no hay conformidad?

Cara de Plata le dió una palmada en el hombro:

[179] -Hay conformidad. Yo me quedo, y tendré aquí mi bautismo de soldado.

La Madre Isabel le miró fijamente:

-¡Dios haga que no sea de sangre!

Cara de Plata hizo un gesto alegre y violento:

-Lo que yo quiero es ocasión para señalarme.

El viejo recuero parecía mascullar una sonrisa socarrona y pícara, al mismo tiempo que miraba de soslayo guiñando un ojo bajo la aspereza gris de la ceja.

-Pues agradézcame el regalo.

Le miró desdeñoso el hermoso segundón y tiró del fusil que tenía escondido en el carro:

-¡Adiós todos!

Eladia se incorporó con una sonrisa tímida, y le ofreció su rosario. Cara de Plata se acercó, y la niña se lo puso al cuello:

[180] -Llévelo siempre Don Miguelito.

Cara de Plata afirmó con la cabeza, y se alejó alegremente, apostándose en el borde del camino, al abrigo de una barda. Una ráfaga le había llevado el sombrero, y le revolaban sobre el limpio marfil de la frente los rizos de un oro sangriento. El capitán le advirtió:

-Más lejos, Señor Cara de Plata. No es bueno querer señalarse tanto. Entrémonos por el monte.

Se apeó del caballo, y tirando de las riendas, se juntó con el segundón. Marchando á la par, se emboscaron monte arriba. Poco después, por todo aquel camino entre montañas, sólo se oía un cascabeleo de colleras.

[181]




XVIII

El sol se levantaba sobre los montes. Había un prado que parecía de esmeralda y un bosque negro, con las ramas sin hojas, inmóviles, destacándose sobre el oro de la luz, como dibujadas con tinta china. El carro rodaba por la carretera, lento y bamboleante. Sólo conducía á las mujeres, pues el soldado enfermo también se había quedado con la partida. Eladia mecía al niño, la monja miraba al camino y el contrabandista, sentado entre las varas, con el vaivén, [182] se adormilaba. La Madre Isabel, de tiempo en tiempo, separaba los ojos del camino y se recogía en sí misma. Hojeaba su libro de oraciones, leía algunas palabras y miraba una estampa de la Virgen y el Niño. Era copia de un cuadro italiano, y tenía para la monja el encanto inocente de sus viejos rosales conventuales. La monja sentía venir de aquella estampa el aroma campesino del Evangelio. Lo sentía en la manzana que el Niño alzaba como en juego y en el copo de lino que hilaba la Virgen María.

Otras veces, la Madre Isabel miraba los campos tendidos bajo el oro de la luz, y suspiraba pensando en la guerra. Recordaba el ardimiento de aquellos aldeanos que acechaban el paso de las tropas republicanas. Era un pueblo de cruzados que luchaba por la fe. Y, sin embargo, cuando iban á morir y á dar la muerte, no [183] entraban en sí mismos, no sentían el alma toda en temblor ante el misterio de la eterna justicia. ¿Era así la guerra? ¡Un olvido de la vida y del fin! ¡Un resplandor que calcina todos los pensamientos! ¡Un resoplar y un golpear de fragua que enrojece las almas y las bate como el hierro! De aquellos aldeanos ocultos en los breñales, y prontos á caer sobre el camino, nadie podría decir cuáles eran los que llevaban consigo la muerte. Estaba ya con ellos y ninguno la sentía.

La Madre Isabel recogíase en sí misma, y con los ojos en su libro de oraciones, dejaba caer las lágrimas sobre las hojas, conmovida por el candor milagroso de la estampa donde la Virgen hila su copo y el Niño sostiene la manzana. Lloraba contrita. Aquélla *Aquella* debía ser la pauta del mundo: Una sucesión de vidas en la gracia de [184] una paz familiar: Y la ley para todos los hombres, aquel libro campesino y divino donde estaban las parábolas de Jesús. Pero este sentimiento se quemaba como un perfume en la llama de otro sentimiento, cuando la monja alzaba los ojos con rocío de lágrimas, y los hundía en la bruma matinal. Muy á lo lejos brillaban los fusiles de la tropa republicana: Flameaban las banderas y se veía descollar á los jinetes dominando las filas de roses. La monja temblaba con el anhelo de la victoria, era un temblor apasionado y fuerte. Comprendía entonces el fin de la guerra, y que la sangre, sobre aquellos campos, era también signo de redención.

El sol naciente hacía relumbrar los botones de los capotes al herirlos de soslayo. Venía delante una sección de cazadores deshilados por las cunetas de la carretera. Marchaban desprevenidos, [185] cantando para hacer más llevadera la jornada, y traían como verederos á dos aldeanos, padre é hijo. Los descubrieron haciendo leña en un hayal, y con amenazas los forzaron á que les sirviesen de guías. Cuando la tropa estuvo cerca, el contrabandista detuvo su carro sobre una orilla del camino y desunció el tiro, espantándolo con algunos latigazos. Las mulas huyeron, arrastrando las correas del atalaje, y se internaron en una gándara, donde comenzaron á pacer, mordisqueando los brotes de la retama:

-¡Al avío!

Y el viejo golpeó la piedra del yesquero para encender la tagarnina. Después explicó, hablando con la monja:

-Si los guiris quieren el carro, tendrán que hacer alto, tan y mientras engancho... Pudiera ocurrir que por la demora nos lo dejasen.

[186] La monja asintió, inclinando muy lentamente los párpados, hasta que el velo de las pestañas tocó la sombra de la ojera. Llena de dulce serenidad, al cabo de un momento volvió á mirar el camino, y vió llegar á los soldados que rodearon el carro dando voces. Eran mozos imberbes, pequeños y trasquilados, á quienes la holgura de los capotes daba cierto aspecto de náufragos. Un sargento que se había sentado en la cuneta con el fusil entre las piernas, al paso de un oficial se levantó, tocando con el borde de la mano la visera del ros:

-¿Mi teniente, nos llevamos el carro?

El oficial miró á uno y otro lado con aire perplejo:

-Vamos bien sin impedimenta... Ya resolverán en la retaguardia... En fin, haga usted un cateo...

[187] Siguió adelante, y dirigiéndose á otro oficial comentó riéndose:

-El carro no, pero la carga sí que me la llevaba. ¡Es guapa la mocica!

-No está mal.

-Ya la quisieras para después de la cena en Olaz.

-¡Qué alojamiento hallaremos!...

-Nosotros bueno. El que llega primero siempre tiene alojamiento.

-Todo en esta tierra nos es hostil.

-La retaguardia será la que duerma al raso.

-¿Tú has estado en Olaz?

-Una vez de paso.

Formaba la retaguardia una compañía de cazadores, tan rezagada que casi había perdido el contacto con el resto de la columna. Eran bisoños y enfermos, mezclados con algunos veteranos.

[188] Un soldado se detuvo mirando el carro:

-¡Así se va mejor que á pie!

El contrabandista humeó su tagarnina con adusto desprecio. Otro soldado, más audaz, intentó meter la cabeza bajo el toldo y jalear á las mujeres. Otro imploró como un mendigo:

-¡Abuela, tenga caridad! ¿Quiere darme á esa niña, ya que nunca me ha dado cosa ninguna?

El recuero se le puso delante:

-Anda, y sigue tu camino sin tocar con la gente de bien, mocé.

Gil García, el veterano capitán, que iba á mujeriegas sobre el asno de un molinero, se detuvo en medio del camino:

-¡A ver! Que se acerque ese hombre.

Y con la mano señalaba hacia el contrabandista. El viejo acercóse con la cabeza descubierta:

[189] -¿Qué manda usía?

-¿De dónde vienes?

-Amanecido salí de Urdax. Luego, en el camino, nos dijeron que andaba una gavilla de facciosos y me di la vuelta con el carro.

-¿Y por qué desunciste las mulas?

-Por hacerlas agradecidas. ¡Ganado más ladrón! Venían cansadas y quise darles un huelgo.

El veterano le miró entornados los párpados y cabeceando sobre la albarda:

-¡Estás un buen pájaro!

Con el ademán de un santón, levantó su diestra sobre las orejas del asno, y un sargento se acercó disimulando que cojeaba. El capitán señaló el carro:

-Registradlo.

Murmuró desabrido el contrabandista:

[190] -Por mí que lo registren... Ya lo han hecho. Molestia para las mujeres y para todos... Ya sabe usía que yo, ni con carlistas ni con liberales. Yo no tengo otro rey que el de la moneda.

El capitán se mecía sobre el asno, manoseando la barba:

-¡Buen pájaro estás!

El sargento interrogó:

-¿Qué se hace con el carro, mi capitán? Viene de vacío. Las mujeres lo tomaron de retorno.

Meditó el veterano. Ante sus ojos vagos y absortos subía y bajaba el asno sus largas orejas. Gil García, fortalecido por la meditación, levantó la cabeza y metióse en la boca un puñado de barbas: Tascándolas contempló el carro inclinado sobre la cuneta, con una rueda en alto, y á las dos mujeres que rezaban:

-Déjelo usted seguir, sargento Morote.

[191] Se alejó balanceándose sobre su bíblica montura. El recuero saludó con aspereza leal y bravía, de buen navarro:

-¡Señor capitán, que tenga usía mucha salud y mucha suerte!

Y derribado el chapeo sobre las cejas de lobo cano, miró al sargento, que se alejaba sin disimular la cojera, maldiciendo del capitán y de sus borceguíes, unas cormas con las suelas desclavadas:

-¡Cómo va en el borrico, predicando la bula!... ¡Malditos caminos!...

La niña sorda tocó el brazo de la monja:

-¿Nos dejan seguir adelante?

La Madre Isabel entornó los ojos, al mismo tiempo que se llevaba un dedo á los labios. Las dos mujeres en silencio, sin moverse del carro, vieron desfilar la tropa. Pasaron los últimos varios [192] soldados de infantería: Unos cojeaban, y otros iban cargados con dos fusiles. La monja, llena de lástima, sentía como un reflejo de aquel cansancio y de aquella miseria, contemplando la cinta de la carretera que subía por el monte. Cuando acabó el desfile, bajáronse del carro las mujeres, y sentadas en la orilla del camino se pusieron á rezar, esperando á que las mulas fuesen uncidas. De pronto, rodó el eco de un tiro bajo el cristal matinal. Gritó el contrabandista.

-¡Uno que ha hincado!

Eladia adivinó, y angustiada volvióse mirando á la monja. La Madre Isabel estaba muy pálida. En el espejo interior se le aparecía aquel pelotón de soldados embarrados y aspeados, donde algunos, los más fuertes, llevaban los fusiles de los otros. Era un recuerdo que se abría [193] en su alma como una flor y como una herida. El último soldado del desfile tenía el bozo de oro y los ojos de niño, esos ojos aldeanos que parecen guardar el misterio de los paisajes que han visto. La monja le juntó en su recuerdo con los rapacines que había contemplando *contemplado* tantas veces, desde la ventana de su celda, apacentando las vacas en los prados de Viana del Prior. Sentada en la orilla del camino real, en medio de aquel paraje de rocas y montes, suspiró por los verdes horizontes nativos, por el sol de su ventana alegrando la vejez de una malva.

El tableteo de las descargas pasó sobre los montes: Se dijera una tronada distante. La Madre Isabel se puso en pie con el anhelo de algo oscuro y religioso que no se hacía luz: Vió las nubes de humo que volaban sobre los matorrales del monte y sintió crecer su angustia ante la [194] cinta de la carretera, que daba vueltas para escalarlo. Era un camino hecho por los hombres, y parecía que sólo condujese á la muerte. Aquellos rapacines aldeanos, vestidos con capotes azules y pantalones rojos, que un destino cruel y humilde robaba á las feligresías llenas de paz y de candor antiguo, iban á la guerra por servidumbre, como podían ir á segar espigas en el campo del rico. ¡Qué diferentes con aquellos otros soldados del Rey Don Carlos! La Madre Isabel se cubrió los ojos:

-¡Señor Mío Jesucristo, Tú me enseñas que mis manos estarían malditas si no enjugasen la sangre que ahora se está derramando!

Y marchó sola por la carretera embarrada.

[195]




XIX

Aquella retaguardia de enfermos y bisoños, perdido el contacto con las compañías de vanguardia, desfilaba entre dos lomas que parecían los pechos de una giganta. Más lejos se perfilaba un puente de madera que tenía el pretil blanco de nieve, y á uno y otro lado enriscados montes, con las quebradas cubiertas de pinar. Y entre el pinar y el río, al flanco izquierda *izquierdo*, una siembra encharcada. Gil García espoleó su asno al mismo tiempo que le gritaba á un capitán [196] muy joven, ocupado en liar el cigarro, con las riendas abandonadas sobre el cuello de su montura:

-¡Buen sitio para asar carne!

-No es malo.

-¡De órdago!

El otro se puso el cigarro entre los labios y miró en torno, inclinándose para cobrar las riendas. En el mismo instante sonó un tiro, y el veterano se volvió con la sonrisa oronda de un clérigo glotón:

-¿Tengo buen atisbo?

Nadie le respondió. Los soldados aclaraban las filas, y el otro capitán se apeaba guiñando el ojo izquierdo con una contracción que le movía todo el lado de la cara. Sobre el pretil del puente aparecieron los cañones de algunos fusiles que brillaban al sol como una gloria fuerte. [197] Al verlos, los cazadores hicieron alto en medio de la carretera, con movimiento instintivo y unánime. Algunas nubes de humo, cirros negros, volaron sobre los matorrales del monte. Sonó una descarga y se aclararon más las filas. Cuatro ó cinco soldados cayeron á lo largo de la carretera como peleles en un tinglado de feria. Emboscados en el monte, los carlistas hacían fuego por los dos flancos. El veterano capitán gritó enfáticamente:

-¡Celebraremos consejo á caballo!

Era en todas partes el capitán más antiguo, y siempre lo recordaba en la ocasión oportuna, y lo hacía valer para su gloria. El asno, estacado en medio de la carretera, saludaba el paso de las balas moviendo la cabeza con cierto aire bufonesco. García le halagó el cuello y le habló paternal:

[198] -¡So!... Tengo de ponerte arracadas si te abren bien los ojales, hijo mío.

Cuatro oficiales y el capitán imberbe se congregaron para deliberar en torno del capitán García. Miraban, azorados de donde venían las balas, y á hurto procuraban guarecerse con la figura del veterano que, alzado sobre el asno, se acariciaba las barbas, sonriendo beatíficamente, como pudiera hacerlo en un Concilio un Padre de la Iglesia. Sin apresurarse hizo un gesto pidiendo su parecer al oficial más joven, que miró á los otros, retorciéndose el bigote con los dedos temblorosos. Apremió el veterano:

-¿Su opinión?

El oficial, que oía silbar las balas por primera vez, cerró los ojos, murmurando con la voz seca y desesperada:

-¡Ataquemos, mi capitán! ¡Aquí nos abrasan!

[199] El veterano, que exploraba el campo, se alzó sobre los estribos con un grito animoso:

-¡Allá van! ¡Allá van!

Algunas boínas rojas salían de los riscos y bajaban corriendo hacia el puente. Se veía la silueta negra de los soldados destacándose sobre el claro azul de las alturas, ágiles y saltantes. Oyendo sus gritos, sonoros en el silencio de las rocas, aquella hilada de cazadores que cruzaba como un rebaño por la carretera, sintió de pronto el aire encendido de la guerra agitar las almas, revolar en ellas, hincharlas y darlas al viento como el paño de una bandera. Cada sargento veterano fué un caudillo y un ejemplo en la ocasión. El veterano capitán se apeó dando gritos heroicos:

-¡Hijos míos, vamos á cubrirnos de gloria! ¡Es nuestro honor el honor de la patria! Tenemos [200] dos madres: La santa que preside el hogar, y nuestra bandera.

Corrió á la cabeza de la tropa con la barba trémula y los ojos brillantes, prontos á llenarse de lágrimas, porque era siempre el primero en sentir la emoción de sus arengas. Un zagal de doce años, hijo de un bagajero, gritaba á par del capitán, huroneando por las filas para cobrar el asno. El animal, libre del peso del jinete, sacudía con esperezo los lomos, y daba rebuznos tan sonoros, que el eco milenario de aquellas montañas pudo despertarse recordando el són de la bocina de Rolando. Cuando alcanzó el asno, el muchacho cabalgó alegremente, y espoleándole con los talones, corrió confundido entre los cazadores. Cerca del puente, una bala le abrió un agujero en la frente. Siguió sobre el asno con las manos amarillas y un ojo colgante [201] sobre la mejilla, sujeto de un pingajo sangriento. Fué inclinándose lentamente hasta caer, y el asno quedó inmóvil á su lado. El padre, que le vió de lejos, acudió corriendo, muy pálido. Los cazadores hacían fuego por descargas sobre los carlistas que ocupaban el puente, y sólo respondían con un tiroteo graneado. Advertíase que apuntaban y disparaban despacio, como á las liebres en el acecho y á las codornices en los trigales. El bagajero, inclinado sobre el cuerpo yerto del hijo, movía incesantemente la cabeza al oir el silbo de las balas. Un soldado que cayó herido en medio de la carretera, le llamó suplicante, para que le arrastrase hasta la cuneta. Gemía con ambas manos apretadas sobre una herida que le desgarraba el vientre:

-¡Amigo, dame la mano!

El bagajero se incorporó con los ojos secos y [202] le arrastró por el cuello del capote, dejándole en la cuneta á la par del hijo muerto. El soldado le miró agradecido, con una sonrisa dolorida, inmóvil sobre la boca pálida:

-Iban á pisarme como á la uva.

El bagajero, alzando los brazos, le dijo con violencia:

-¡Cata al mi hijo muerto!

Los cazadores retrocedían sobre el flanco izquierdo, y dejaban la carretera, derramándose en huida por una siembra. En tanto, al flanco derecho, un pelotón procuraba escalar los riscos para dominar el puente que intentaban volar los mutiles de Miquelo Egoscué. A la cabeza de los cazadores daba sus voces heroicas el capitán García:

-¡Firmes, hijos míos! ¡Váis á ceñir vuestras frentes invictas con el lauro de victoria! ¡Acordaos de Numancia!...

[203] Y sucedíanse los toques de corneta, que tenían una vibración animosa y luminosa. Algunos oficiales iban confundidos con los soldados. Uno, muy joven, sólo parecía preocupado de no enredarse en la vaina del sable, que al correr le golpeaba las piernas. Todos dejaban á los sargentos veteranos que ordenasen las filas. Aquellos soldados, derramándose por la siembra, tenían con los movimientos de un rebaño, la conciencia oscura de que podían vencer. Los sargentos gritaban, roncos:

-¡A formar! ¡Firmes!

El bagajero se levantó rechazando con fiereza á un soldado que, al retroceder de espaldas, iba á poner sobre el rostro del niño muerto su zapato lleno de clavos. El soldado volvióse con ojos de espanto, y siguió corriendo, sin darle ya cara al enemigo. A mitad de la carrera soltó el [204] fusil, un poco más lejos tropezó y cayó. Retrocedían otros soldados pisoteando la yerba ensangrentada, y el bagajero, cargando á la espalda el cuerpo del hijo, entróse por la siembra. De pronto se vió envuelto, empujado, sacudido: No podía andar, no podía moverse. Una corneta cambió el toque. Los cazadores, rehechos lejos del fuego carlista, atacaban para tomar el puente. El bagajero tuvo que abandonar el cuerpo de su hijo bajo los pies de los soldados. Las boínas rojas aparecían sobre los riscos. Al ver el empuje de los cazadores, hacían fuego á pecho descubierto y se enardecían con alegres voces, como en la siega y en el zorzico *zorcico*:

[205]




XX

Asomaron dos voluntarios en lo alto de una barranca donde se apoyaba la retaguardia carlista. Habían trepado corriendo y daban voces. Se les veía en silueta sobre el pálido azul, agitar los brazos y blandir los fusiles. Luego, más lejos y más alto, surge un voluntario solo, que da las mismas voces, y luego otro que baja saltando de risco en risco. Eran las parejas destacadas sobre el camino para vigilar y noticiar los movimientos de la vanguardia republicana. [206] Las voces no se entendían en la distancia, pero al cabecilla le bastó ver el afán desesperado con que alzaban los brazos aquellas figuras ágiles, amenguadas en la lejanía azul. Sin duda, los republicanos, advertidos por el tiroteo, volvían para proteger la retaguardia. Miquelo Egoscué vió de pronto á su lado al molinero de Arguiña:

-Ordena la retirada, Miquelo.

-¿Se hizo cuanto se podía?

-Y bien, Miquelo.

-¿No haría más el Cura?

El molinero cerró los ojos.

-El Cura tiene otro invento que nosotros.

Oyendo el canto remoto de las cornetas republicanas, dijo el capitán:

-Les hemos encendido la sangre á los guiris.

-Ya nos defenderá la maraña del monte.

[207] Había comenzado la retirada, y los voluntarios carlistas iban agazapados entre el matorral. A veces se tendían en tierra y apuntaban despacio, con los ojos lucientes y las caras llenas de humo. Se levantaban santiguándose, y en una gran carrera, se iban monte arriba: Cuando estaban sin aliento, era otra vez el echarse boca abajo y reanudar el fuego. Cara de Plata, con la frente negra de humo y toda la faz oscura, donde los ojos eran de una gran belleza arrogante y fiera, se acercó al cabecilla:

-¿Y nos dejamos la yegua, señor Miquelo?

La yegua enderezaba las orejas al amparo de grandes peñascales, sujeta del ronzal al tronco de un espino quemado por los carboneros. El cabecilla miró de un modo extraño al hermoso segundón:

[208] -¡Pues qué hacer, si no hay manera de llevarla por los riscos!

-¡Yo me la llevo!

-Pues rodarás.

Cara de Plata bajó corriendo adonde estaba la yegua. El capitán y el molinero cambiaron una mirada sagaz. Dijo el viejo de Arguiña:

-¡Los valientes y el buen vino tienen poca dura!

-En la guerra no se anda por alargar la vida.

-Tengo yo mal pensar de todos estos que vienen de otra tierra.

Seguían con los ojos á Cara dePlata. Sin otras palabras le vieron desatar la yegua, desjaezarla y cabalgarla en pelo. Regíala sin bridas, y era como si le diese alas para salvar los brezos, y uñas para tenerse en las rocas sin desjarretarse. El cabecilla se volvió al viejo de Arguiña:

[209] -¡De los buenos jinetes!

-¡De los buenos, Miquelo!

Los cazadores se rehacían en la carretera y pasaban el puente. Algunos heridos, arrastrándose hacia el camino, pedían que los llevasen á los carros. Sudoroso y sediento, un corneta bajó á la orilla del río y se tendió sobre la yerba para beber. Al incorporarse, vió entre jarales á un voluntario carlista que le apuntaba, y casi al mismo tiempo sintió tierra en los ojos. El carlista, allá en lo alto, gritaba abriendo los brazos, mientras volaba en torno de su figura una nube de humo. El corneta echóse el fusil á la cara:

-¡Ahora va la mía!

Y el otro permanecía sobre los peñascos haciendo un trenzado de zorcico: Vió rebotar la bala, y lanzó su grito animoso y antiguo:

[210] -¡Jujurujú!

Como cabra montés fué saltando de picacho en picacho, hasta lo más alto, y allí comenzó á cargar su escopeta de aldeano cazador. En la orilla del río descubrió al corneta que hacía su mismo alarde, y esperaba con el fusil al brazo, zapateando sobre la yerba. Disparó y quedó inmóvil, retando al otro que se destacaba entre los árboles y remontaba la ribera para hacerle puntería. El corneta calculaba la distancia con los ojos, al tiempo que iba levantando el fusil en una medida lenta. De pronto, vió que el voluntario agitaba un momento las manos, y se hacía en el aire un garabato grotesco. Se despeñaba rebotando contra los picachos, enfondándose en la maleza y desprendiéndose luego entre desgarraduras, para seguir botando monte abajo. Al final chapotea en el río que lo arrastra [211] y lo sepulta. Volvióse el corneta á mirar en torno, y descubrió al bagajero sentado entre dos muertos, y cargando un fusil:

-¿Has sido tú?

-Yo he sido...

El corneta le miró con rabia:

-¡Era mío!

El bagajero se levantó y, lentamente, fué hacia el soldado. Le puso una mano en el hombro, y sus rostros casi se juntaron:

-¡Cornetilla!, y el hijo mío, de quién era?

Parecía que le echaba encima los ojos, nublados y profundos.

[213]




XXI

Sonaban las cornetas. Era una alegría luminosa y cruel, como la del sol en el aire de la mañana. ¡Aquel aire ermitaño y de milagro, con aroma de yerbas frescas, profanado por el humo de la pólvora! Había cesado el fuego, y sólo muy de tarde en tarde pasaba silbando una bala perdida, y rodaba el eco de un tiro por las quebradas sonoras del monte. Ninguna boína roja asomaba entre jaras y picachos, ningún grito... Veíase á lo lejos las líneas de cazadores desplegarse [214] para envolver á los carlistas: Las tropas de retaguardia y de vanguardia convergían en un movimiento y escalaban el monte por los flancos. Dos compañías formaban en la carretera, y permanecían inmóviles en orden de batalla. Cambió de pronto el toque de las cornetas y el movimiento de las líneas: Hecho el alarde de perseguir á los carlistas, venía la orden de replegarse. Continuaron las compañías del frente formadas en la carretera. Un ayudante joven y con lentes tomaba notas arrimado al pretil del puente. Más lejos repartía su tabaco con algunos soldados, el veterano capitán García. Estaba sentado sobre un montón de piedras, con la levita desabrochada y un pie descalzo á causa de una herida contusa. No podía andar sin grandes dolores, pero seguía mirando todas las cosas con una sonrisa radiante. Les decía á los soldados:

[215] -Hemos vencido. ¡Bravo, muchachos!

Llegaron dos sanitarios para curarle, y los rechazó jovial:

-Tenéis las manos muy duras. Llamad que vengan aquellas mujercitas.

Y tomando del montón de grava una piedra menuda, la tiró para señalar al grupo de dos mujeres, que allá lejos, en la orilla del río, llevaban agua á los soldados y los curaban. Murmuró uno de los sanitarios:

-Deben andar cumpliendo un voto. Se presentaron en un carro...

Las dos mujeres, avisadas por un soldado que les dió voces, sin llegar adonde estaban, subían al camino. Eladia traía en las manos un azafate con hilas y vendajes. Las dos caminaban á la par con el mismo gesto de humildad sonriente. Llegaron, y la monja saludó con estas palabras:

[216] -¡Aquí estamos para que nos manden!

Se arrodillaron cerca del capitán, sobre la yerba hollada y ensangrentada. El veterano encendió un cigarro:

-¡Vamos allá! Si me quejo, no hagan caso, hijas.

La monja tomó una venda del azafate qua sostenía Eladia, y la desplegó para ligar aquel pie amoratado y monstruoso: Las manos le temblaban como dos lirios, sin resolución para oprimirle, y se hundían los dedos, dejando una huella lívida en la gran hinchazón. Los dos sanitarios se hacían guiños. Eladia los vio, y poniéndose muy encendida, advirtió en voz baja á la monja:

-No desenvuelva la venda, Madre. Vaya enrollándola poco á poco en el pie, al mismo tiempo...

[217] El veterano vió la burla de los sanitarios y los miró adusto:

-¿De qué hacéis risa, bárbaros?

La Madre Isabel se volvió llena de nobleza.

-Hijos míos, queréis enseñarme.

Gritó el veterano:

-No, señora... Ellos lo hacen peor... Son unos bárbaros.

La monja seguía llamándolos con la mirada. Se acercó uno de los sanitarios, y con gran destreza se puso á vendar aquel pie tumefacto y deforme. La Madre Isabel tan pronto estaba atenta á la cura como al semblante del veterano. Le sorprendía la entereza con que soportaba el dolor, y la mano hábil y sin ternura con que el otro le vendaba la herida. Al terminar, el capitán le dió un cigarro y le tiró de una oreja:

-¡Así se cura á los caballos!

[218] Después, volviéndose á los soldados que le rodeaban, mandó que le buscasen su asno. La monja le ofreció lugar en el carro, y desde lejos hizo señas al contrabandista para que lo acercase. Avanzó despacio por entre las filas deshechas, y en una manta cuatro soldados trasladaron al capitán, luego de haber esparcido alguna yerba en el fondo del carro. Gil García, que era hijo de aldeanos, al sentir el aroma y la humedad del heno, sintió que su alma florecía con los recuerdos. Cerró los ojos para verse niño y para ver los campos, mientras era llevado en aquel convoy de heridos, que avanzaba lentamente por un camino real desconocido, con dos compañías al frente y dos en la retaguardia, entre filas de soldados que cantaban y reían. En un atolladero abrió los ojos:

-¿Qué pasa?

[219] -Un barrizal muy disforme, mi capitán.

-¿Cuántos heridos van?

-Nueve, mi capitán.

-¿De qué clase?

-Quitante usía, todos de la clase de tropa.

-¿Y aquellas mujercitas?

-Atrás vienen, mi capitán.

Las mujeres seguían á pie, zagueras del último carro: Un carro de aldea tirado por bueyes, donde iban amontonados tres muertos, cuyas manos lívidas asomaban por las orillas de una manta vieja que cubría á los tres. Por no detenerse á cavar una hoya, los llevaban á San Pedro de Olaz. Pero antes hallaron cristiana sepultura en el cementerio de una aldea donde las tropas se detuvieron á sestear... Y allí se quedaron solas la monja y la novicia, cuando las cornetas tocaban marcha. Se quedaron solas en la [220] paz de la aldea, rezando por los muertos á la sombra de los cipreses, donde cantaba un mirlo en la puesta solar.

[221]




XXII

En el cementerio estaba un viejo con dos cabras que pacían la yerba de las sepulturas. La monja y la novicia, para no equivocar el camino de la aldea, aprovecharon salir con el pastor. Era un sendero verde, todo en paz de oración, y el viejo hablaba en vascuence y reía enseñando su boca sin dientes. Era todo cristalino el paisaje, y los montes parecían de amatista. Cerca de la aldea una mujer que descansaba en la orilla del camino, se alzó y corrió al encuentro [222] de las monjas. Era Josepa la de Arguiña:

-Pues antes las descubrí entre los negros, y maginé que las conducían presas. Por sonsacar anduve enseñando las casas, á los que acá se quedan alojados... ¡Y de Roquito, la gran valentía!... Todo les contaré... ¿Y agora, por este camino, adonde es el caminar, con mi guelo de las cabras?

Respondió la Madre Isabel:

-¿Tú sabes dónde podríamos pasar la noche?

Murmuró Eladia que había entendido la pregunta:

-Un rincón en un pesebre.

-Su buena cama tendrán, donde reposarse. ¡Ay, y qué arriscos me traen!...

Repitió Eladia:

-Un rincón en un pesebre, con su vaca y su mula, que no tuvo más el Niño Jesús.

[223] -Acaba, señorica, por pedir su santa cruz... ¡Pues de Roquito la gran valentía!...

Interrogó Eladia:

-¿Qué fué del niño?

-Lo tengo en un caserío. Allí es donde tendrán hospedaje sus señorías... Pues el ama joven está criando, y me hace la caridad de darle una teta. Yo quedeme sin gota de leche... Toda se me ha esparcido por el cuerpo. Ayer al echarme á dormir, quiteme la camisa, y, encontréme el cuerpo muy más blanco, con todo de estar á las escuras.

Torció por un sendero el viejo de las cabras, y las tres mujeres continuaron solas hacia la aldea. Entraron por una calle de huertos y casucas bajas que humeaban en la paz tardecina, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Fué cosa de un momento atravesar la [224] aldea y salir al campo por el otro lado, un campo de nogales viejos, donde había una capilla. La Josepa señaló el caserío que se destacaba en silueta sobre el oro de la puesta:

-¡Allí es!

Era una casa negra, con una parra negra y sin hojas, tras una cerca asombrada por la copa negra de un nogal. Murmuró Eladia, mirando á la monja:

-¿Nos recibirán, Madrecita?

Interrumpió la Josepa:

-Es gente toda muy leal al Rey Don Carlos. Viene ello desde la otra guerra donde ya anduvieron los abuelos. ¡Al uno lo afusilaron!...

La Madre Isabel posó en la mendiga sus ojos serenos y profundos:

-¿Tú conoces á los amos?

Josepa la de Arguiña sonrió humilde:

[225] -Mi verdad, sabía quiénes eran, pero hasta ayer, nunca había comido su pan.

-¡Y nos lo ofreces ya!

La Josepa, después de mirar á todos lados, dijo al oído de la monja:

-Roquito está oculto ahí.

Llena de terror y misterio, levantaba la mano señalando al caserío. Eladia, como nada comprendía, fijaba en la monja sus ojos de una timidez serena y amante. La Madre Isabel le acarició la cabeza:

-¡Florecita Franciscana!

Continuó la mendiga, siempre mirando en torno:

-Aún no les dije. En la cárcel de Olaz estaban de concierto todos los presos para escapar á los carlistas... Ello fué la misma noche que dormía allí Roquito. Pues escaparon con el carcelero [226] á la cabeza, y levantaron partida. Lo primero fué venir á este caserío, donde tenían muchas carabinas ocultas.

-¿Roquito no fué con ellos?

-No podía. Quedó escondido hasta curarse una herida que tiene en la espalda, desde que hizo la gran valentía de San Paúl. Porque fué Roquito quien hizo aquella gran valentía cuando escapó de la venta.

Estaban llegando á la casa, y salió al camino un perro que arrastraba un pedazo de cadena. Las monjas se detuvieron asustadas, mientras la mendiga andaba agachada buscando una piedra. Con ella en la mano avanzó dando voces:

-¡Ugena! ¡Ugena!

Salió una labradora joven, que, sin gran apuro, llamó al perro y recorrió el camino, hasta cogerle de la cadena:

[227] -No hace daño.

Josepa la de Arguiña se acercó sin soltar la piedra que llevaba empuñada:

-¡Te quebraba una pata, borrachón!

La mujer del caserío dirigió una mirada de recelo á las dos mujeres que continuaban inmóviles en medio del camino, y bajó la voz, hablando muy quedo con la de Arguiña:

-Vinieron cuatro soldados con la boleta.

La mendiga abrió los ojos llenos de sombras:

-¿Y Roquito?... ¡Mi Dios, nunca hay sosiego!

Aquella voz, acostumbrada á la canturía humilde de pedir por las puertas, se ungía de terror y misterio. Contestó el ama, después de llevarse un dedo á los labios:

-¡Bien escondido te está!

La Josepa espantó los ojos al mismo tiempo [228] que se metía las manos en el pecho, con un escalofrío:

-¡Mi Dios, os quemaban á todos dentro de la casa si llegarían á descubrirlo!... ¡La misma pena que él dió á los otros!

Se desvió un momento del ama, y llamó á las monjas para que se acercaran. Las cuatro mujeres se juntaron en medio del camino, bajo la sombra del nogal, y comenzó la mendiga un susurro de plegaria:

-¡Ugena, hija de buenos padres, dije á estas almas benditas, quién tú eras! ¡No las engañé, sí les dije que tenía el corazón más blando que la manteca, el ama joven de Urría! ¡Más dulce miel tiene mi ama en el corazón, que una sandía de Calahorra! Pues estas dos señoras venían por pasar aquí la noche recogidas.

Saltó el ama:

[229] -¡Ay, que no podrá ser! Tenemos alojados...

La Madre Isabel inclinó la cabeza, y luego dijo con una sonrisa austera:

-Venimos de muy lejos, y llegamos á esta casa, solamente guiadas por su fama de caridad... Pero si atan el perro, pasaremos la noche en el quicio de la puerta.

La mendiga tocó á hurto el brazo de la monja:

-Descúbrase ante ella, señora Madre.

Sonrió la monja:

-Nuestro vestido no dice nuestra condición.

El ama atendía con un vago recelo, mal escondido bajo la sonrisa de su boca toda bermeja y campesina. La Josepa alzó las manos que parecían de humo en la niebla del crepúsculo:

-Son monjas que van al hospital, donde cuida de los heridos la Señora Reina.

Sobre las cuatro mujeres, inmóviles en medio [230] del camino, caía la sombra del nogal, y Josepa la de Arguiña ponía en su acento, la vaguedad medrosa de la hora. El ama joven, al oir que eran monjas, quería besarles las manos. Después las hizo marchar delante, y las condujo al caserío en procesión, con aquella sonrisa sana y geórgica de las buenas caseras cuando entra por sus puertas el don de las vendimias y de las siegas. La bendición de Dios.

[231]




XXIII

Las monjas durmieron en el sobrado, las dos en una cama con sábanas de hilo casero, bien espliegadas, y jergón de maíz hopado y esponjado como el pan de fiesta al salir del horno. Durmieron vestidas y con gran zozobra, oyendo abajo el ronquido de los alojados, y el andar receloso de los caseros, toda la noche alerta, rondando por los establos y á la redonda del huerto. Los alojados del caserío eran cuatro ampurdaneses que hablaban un catalán violento, de rudeza [232] visigoda. El ama sólo les diera leña, sal y un caldero para que pudiesen hacer su rancho en un rincón del hogar. Pasaron la prima noche jugando á las cartas, y luego se tumbaron á dormir en la cocina. El amo viejo los miraba como á bárbaros. Para aquel aldeano que aún regía su casa por usanzas patriarcales, el extranjero había hablado siempre en el austero rezo de Castilla. Oía á los ampurdaneses con una sonrisa maliciosa, acariciando la tabaquera, y ponía igualdad entre la zalagarda de los canes y aquel tosco vocear agresivo y sanguíneo, que desgarraba las bocas y violentaba los gestos. No salió de la cocina hasta que los vió dormidos: Entonces fué al establo para la ordeña, y allí se le juntaron la nuera y Josepa la de Arguiña. Hablaron los tres con gran sigilo. El viejo:

-No me acostaré en toda la noche.

[233] Ugena, la nuera:

-¡Ay, qué perdición nos vino con el tal Roquito Roque!

Josepa la de Arguiña:

-¡Pues si está seguro!

El amo viejo comienza la ordeña arrodillado sobre los granciones que cubren el suelo del establo. Tiene la grave serenidad de un patriarca:

-¡Seguro!... Si un ángel lo cubre con sus alas, estará seguro... A uno que iba por un camino lo dejaron pasar, y á otro que estaba en una cueva dieron con él.

Lamentó Ugena:

-Si lo descubren á todos nos degüellan.

Y con la basquiña echada por la cabeza fué á sentarse en el umbral, bajo la luna: Estaba alerta, escudriñando con los ojos en la sombra de los nogales. La Josepa, llena de recelo, salió [234] también á la puerta, y luego el viejo, que se sentó entre las dos mujeres acariciando la tabaquera:

-Dios, que nos da la vida, nos da la muerte. Pero podría ser que sólo á mí afusilasen, mirando á que soy el amo, y donde hay amo, no manda criado... Pues entonces con vosotras las mujeres no tocarían.

Susurró la Josepa:

-¿Adónde está escondido, y...?

El viejo movió muy despació la cabeza:

-¡Está bien escondido!

Ugena agachó la cara contra el hombro de la mendiga:

-Pues en la chimenea está.

El amo sonrió al recuerdo:

-¡Cómo trepaba, tú!

Comentó la nuera, con la voz llena de sombra:

[235] -¡Parecía el trasgo cabrón!

Y saltó la mendiga:

-¡Ay, qué comparanza trae el ama Ugena!

Las dos mujeres se santiguaron, y el viejo se levantó despacio para ir á la cocina. Estuvo un momento en la puerta, y luego se llegó al hogar. Acurrucado sobre la piedra, fingía calentarse en el rescoldo, y ponía en alto los ojos para escudriñar la negrura de la chimenea. Los soldados seguían dormidos, brillaban en un rincón los fusiles, y los ojos del gato acechaban entre la ceniza. El viejo volvió á salir con la misma cautela que había entrado momentos antes, y halló que las mujeres ya no estaban en el umbral del establo. Arrecidas de frío, recogiéranse al calor de las ovejas, y hablaban á media voz, sentadas sobre las rodillas. El viejo entró, y ellas se encogieron más al interrogarle. Dijo la nuera:

[236] -¿Sigue en la chimenea?

-Nada pude ver.

Se removió la mendiga con un estremecimiento:

-Bien pudiera haber salido al tejado.

Habló con pausa doctoral el amo viejo, al mismo tiempo que rascaba el testuz de una oveja despabilada:

-De todos los lados del camino lo descubrirían, tú.

Quedaron los tres en silencio, y al cabo, como si despertase de un sueño, dijo suspirando la nuera:

-Pues si quisiera salir al tejado, tampoco acertaría. Pedrín Domingo, Dios me lo guarde, puso en lo alto una reja de fierro para los ladrones. ¿No acuerda, señor?

El viejo afirmó, moviendo en el aire la misma [237] mano con que acariciaba el testuz de la oveja. Volvieron á quedar en silencio. Las mujeres se adormilaban cabeceando, y de pronto, llenas de sobresalto, abrían los ojos. Una vez, porque lloraban los niños que dormían en el pesebre bajo unas jalmas; otra vez, porque cantaba un gallo; otra, porque batía una puerta sin sujetadero. Se despertaron juntas, oyendo las campanas de la madrugada, salieron al huerto, y para disimular su zozobra, mientras se lavaban en el pozo, se pusieron á cantar. Estando en esto, vieron al viejo que, muy demudado, alcanzaba por debajo de la parra:

-¡Apenas salís del sueño, ya estáis con el cantolari!

Las mujeres callaron y se pusieron á sacudir en el aire las manos mojadas de agua: Susurraron á una voz:

[238] -¿Ay, nos diga qué pasa, tío Tibal?

-¡Esos negros han encendido una gran hoguera!... Pues abrasan vivo al sacristanico.

Las mujeres, con los ojos llenos de susto, miraron el humo que volaba sobre el tejado. La de Arguiña se dejó caer al pie del brocal, rascándose la greña al mismo tiempo que hablaba lastimera:

-¡Querías el martirio como los santos, pues ya lo tienes, borrachón!

Ugena se acercó al viejo:

-Escape usted al monte, güelo. El sacristanico comenzará á dar voces cuando el cuerpo le escalde, y todo se declarará... A usted si lo cogen, lo afusilan. Váyase al monte, güelo, váyase al monte.

Y le empujaba varonil y entera. El viejo parecía acobardado:

[239] -¡Ya se verá! ¡Que ya se verá!... Pues si el sacristanico habría gateado á lo alto, el fuego no arriba tan cimero...

La nuera seguía empujándole:

-Escape usted al monte, güelo.

-¿No alcanzas que lo pegarán contigo, hija?

-Yo le culparé á usted muy bien culpado...

Suspiró la Josepa:

-Tío Tibal, váyase, que como le vean huído, lo han de creer.

El amo viejo miró la casa, despidiéndose, y salió silencioso, con la frente baja. Las mujeres se santiguaron. Dijo la de Arguiña:

-¡Dios vaya con él!

Y Ugena, el ama joven:

-¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste!

Con esto entraron á la cocina, que estaba llena de humo. Ateridos de la noche, los soldados habían [240] echado al hogar un haz de tojo dispuesto para la cocedura del Sábado. Viendo aquella gran llamarada, se dijeron con los ojos su terror.

[241]




XXIV

Un momento que los ampurdaneses se divertían fuera con el juego de las chapas, la mendiga asomó la cabeza mirando bajo la campana de la chimenea:

-Ten paciencia, Roquito.

Llegó de lo alto una voz lastimera:

-¡Me abrasan vivo!

-Ten paciencia.

-Mira de esbaratar la lumbre.

La Josepa quiso hacerlo, pero en aquel momento [242] entró un soldado, que le dió una aguja enhebrada para que le asegurase los botones del capote. Sin esperar respuesta, le tomó al niño de los brazos y empezó á cantarle:

-¡Ay, ay, ay, mutillá!...

A poco, los otros soldados se metían dentro, corriendo bajo la amenaza de una nube negra que empezaba á descargar en gruesas gotas. Cerró la mañana en agua, y los cuatro ampurdaneses se congregaron á la redonda del fuego, limpiando las armas. Las mujeres rezaban en el sobrado, arrodilladas ante una ventana, estremecida por el viento y la lluvia, toda trágica cuando se llenaba con el resplandor de los relámpagos. Ugena, de tiempo en tiempo, salía sin ruído, y vagaba del establo á la cocina, con los ojos agrandados y el andar silencioso. Otras veces, quien venía á sentarse en un [243] canto del hogar y procuraba á hurto desbaratar el fuego, era Josepa la de Arguiña. Los soldados la amenazaban con las bayonetas entre bárbaras risas, mientras cocía su rancho como el caldero de los ladrones. De pronto el perro aparecióse en la cocina y comenzó á ladrar furiosamente debajo de la chimenea. Llama á voces el ama desde fuera, y explica muy pálida á los soldados Josepa la de Arguiña:

-¡Ha visto algún gato!

Los otros reían, con el caldero ya separado de la lumbre, y en las cucharas de peltre, le ofrecían del rancho al can y á la mujeruca que lo arrastra de la cadena. Seguía lejana y clamante la voz del ama:

-¡Poca Pena! ¡Poca Pena!

Hubo algún escampo y los soldados salieron de la cocina para seguir el juego de las chapas [244] bajo la parra que goteaba. La Josepa habló, metiendo la voz por la campana de la chimenea:

-¡Bien te curas al humo, Roquito!

Gimió el sacristán en lo alto:

-¡Ya más no puedo!

-¿Querías el martirio como los santos? ¡Pues ya lo tienes, borrachón!

-¡Me abraso de sed!... ¿No podrías alcanzarme una gota de agua?

La mendiga llenó una herrada, y con ella en las manos, antes de trepar al hogar, asomó á la ventana:

-¡Están en la codicia del juego!... ¡Bebe y afogate, Roquito!

Sostenía la herrada con los brazos en alto, sin apartar los ojos de la puerta. Bajaron las manos negras del sacristán: Se le sintió beber [245] en la sombra. La Josepa recogió la herrada vacía. Aparecióse el ama:

-¿Tendrán algún recelo, tú?... Todo es mirar el humo que vuela sobre el tejado, y hablar en su lenguaje.

Respondió la de Arguiña:

-Antes pasó mismamente. Es ello por conocer el tiempo.

Gimió Roquito:

-¡Sacaime de aquí! ¿No tenéis otro lugar en donde me esconda? ¡El humo me ahoga!

Saltó el ama con los ojos en alarma:

-¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste! Pues otro sitio no tenemos, si no es el ruedo del alda, como dice la güela del caserío de Briz.

Lloró Roquito:

-¡Aquí muero!... ¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Aquí muero abrasado!

[246] Respondió la Josepa con la voz ronca, metiéndose bajo la chimenea:

-Así te escostumbras para cuando caigas en la caldera de los demonios, borrachón. Haz agora lo que hiciste cuando te mandaron con la partida las señoras Madres. ¡Baja ya, mujerica, y decláralo todo y que á todos nos afusilen!... ¿Por qué es alabarte de la gran valentía de San Paúl?

Roquito empezó á reir *reír* y á llorar en lo alto:

-¡Viva Carlos VII!... ¡Calla tu lengua de escorpión!... ¡Moriré abrasado! ¡Quiero el martirio de un santo bendito!... ¡Viva Carlos VII!

Las dos mujeres suplicaron:

-¡Calla, Roquito, que nos pierdes!

El sacristán reía con una risa loca, enorme y resonante en el hueco de la chimenea:

-¡Si tuviera un cañón de veinticuatro!

[247] -¡Que nos pierdes, Roquito!

Extinguióse la risa del sacristán, y la cocina quedó en silencio. Pálidas del susto, las mujeres subieron al piso alto para rezar con las monjas. Toda la casa estaba llena de humo: Sentíase tras de las puertas el ulular del viento, y los soldados volvían á refugiarse en la cocina, esquiciados por otro chubasco, y el ama, luego de rezar un rato, volvía á vagar de una parte á otra, con los ojos agrandados. Y así pasaba el día, entre chubascos y claros de sol, lleno de tristeza y de susto... Ya de tarde, sonaba una corneta con el claro canto de llamada, y los alojados se partían por el camino aldeano, de dos en dos. Ugena y las monjas, desde la ventana del sobrado, los vieron desaparecer á lo lejos. Bajaron corriendo y dando gritos:

-¡Ya no se les alcanza con los ojos!

[248] -¡Estás en salvo, Roquito!

-¡Dios lo hace!

La Josepa, con las manos trémulas, barría el fuego del hogar. Roquito se dejó caer de lo alto de la chimenea. Tenía la cara toda en una ampolla negra y roja. Sin levantarse comenzó á clamar:

-¡Nada veo! ¡Nada veo!

La mendiga se acercó y dió un grito:

-¡Tiene abrasado el cristal de los ojos!

Con silencioso espanto, las mujeres juntan las cabezas en un racimo para contemplar aquellos ojos ciegos y llagados.




 
 
ASÍ TERMINA EL RESPLANDOR DE LA HOGUERA
 
 


[251]

ESTE LIBRO ACABÓSE DE IMPRIMIR EN LA VILLA DE MADRID: IMPRENTA DE PRIMITIVO FERNÁNDEZ: EL DÍA DE LAS SANTAS VÍRGENES BEATRIZ Y MARSILA. AÑO DE MCMIX