El reto imposible de la historia literaria. El caso Cambridge
David T. Gies
Universidad de Virginia
Uno teme que
Pierre Menard tuviera razón cuando declaró: «No hay ejercicio intelectual que no sea
finalmente inútil»
(J. L. Borges, 1956: 45).
Obviamente, el problema peliagudo de la creación de la
historia literaria podría caber dentro de la
categoría de Menard y éste se desesperaría, si
no por la inutilidad de esta actividad, a lo menos por su aparente
imposibilidad. Y si Menard se desesperó, entonces su colega
Funes, cuya memoria implacable le quitó la posibilidad de
establecer conexiones (es decir, de pensar), se enloqueció
en su vano deseo de organizar su propia realidad y reducirla a
unidades comprensibles. Como revela el narrador de su historia,
«Sospecho; sin embargo, que no era muy
capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos»
(J. L. Borges, 1956: 116). Si
Menard no podía (¿cómo no?) revivir cada
momento, cada detalle de la vida del autor de Don Quijote
para poder imitar no sólo el producto final (el libro) sino
también las experiencias que informaron dicho libro, y Funes
no podía olvidar nada (y, por consiguiente, no pensar),
¿qué le ocurre, entonces, al historiador moderno de
la literatura, que se enfrenta con retos parecidos?
¿Cómo puede el historiador de la literatura
«pensar» cuando se ve abrumado por una avalancha de
detalles (fechas, categorías, nombres, títulos,
«ismos», movimientos, lenguas, escuelas,
nacionalidades)? Para escribir la historia literaria -reescribir la
historia literaria- ¿hace falta volver a vivir la historia?
¿Es esto lo que implica Mario Valdés cuando escribe,
«cada escritura de la historia literaria
es inadecuada a la labor de la recreación, pero es sin
embargo una necesidad para la identidad cultural de una sociedad
que produce esa escritura»
. (2002: 80)? «Inadecuada... necesidad»
-¿se
anulan mutuamente estos términos?-. Como Funes,
¿estamos perdidos si intentamos recordar nuestra historia
literaria e igualmente perdidos si no la intentamos recordar?
La historia
literaria es, por supuesto, una acumulación de detalles
contiguos y un acto de olvido. Homi Bhabha elaboró este
punto en su libro, The Location of Culture (pero sin referencia a
Funes, naturalmente). El problema es, según mi perspectiva,
¿cuántos detalles se pueden incluir, qué
detalles serán, cómo se deben estructurar y,
finalmente, cuánto olvido nos parece aceptable?
¿Cómo decide uno qué se debe
«olvidan»? ¿Se «olvida» por razones
ideológicas? ¿Por razones estéticas?
¿Por razones de espacio o estructura o poder o mera
conveniencia? Si la memoria acumulada de individuos, grupos o
naciones informa el acto de la creación de la historia
literaria, entonces, ¿de quién es esa memoria?
¿Es una memoria nacional y colectiva, un repertorio de las
«mejores» obras canónicas? ¿Es una
memoria genérica? ¿Es una memoria racial? ¿O
es una red de opiniones («opinión con fechas»,
según Valdés [2002: 74]), una selección
personalizada basada en -¿qué?- gusto, popularidad,
influencia, poder estético, contenido ideológico,
coherencia temática o hallazgos casuales? Louise Bernikow
capta toda la problemática al escribir: «Lo que se llama comúnmente la historia
literaria es en realidad un registro de selecciones. Qué
escritores sobreviven su tiempo y qué escritores no
sobreviven, depende de quién se fijó en ellos y
decidió dejar constancia de ello»
(1974: 3).
Si la historia
literaria consiste en selecciones, ¿quién selecciona?
¿Y puede la selección producir algo semejante a la
objetividad? Es más: ¿es posible la objetividad?
¿Es siquiera deseable? Como escribe David Perkins, uno de
los defensores más sutiles de la empresa que llamamos
historia literaria, «La única
historia literaria completa sería el mismo pasado, y esto no
sería una historia, porque no sería ni interpretiva
ni explicativa»
(1992: 13). Esto es lo que finalmente
descubrió Funes y, como sabemos, su incapacidad de olvidar
le condujo a la locura.
La historia literaria es, o puede incluir, una serie de fechas, nombres, obras, títulos, conceptos, géneros, movimientos, regiones, escuelas, influencias, tradiciones, lenguas y grupos étnicos. ¿Es posible la historia literaria?; el título del libro de Perkins, capta el dilema del escritor de la historia literaria en el mundo moderno, un escritor menos ingenuo que sus antepasados, que demostraban tener más confianza en la necesidad y la posibilidad de la categorización, evaluación y selección de la literatura que la que tenemos nosotros hoy en día.
En 1790 en España, Cándido María Trigueros parecía tener una idea de lo que implicaba y abarcaba la creación de la historia literaria. Sin embargo, la base de su interpretación de lo que era dicha historia es exactamente lo que provoca ansiedad en los historiadores modernos de la literatura. En su Discurso sobre el estudio metódico de la Historia literaria escribió:
(1790: 27-8) |
La gran
mayoría de las suposiciones de Trigueros se cuestionan hoy
-entendemos que la historia literaria no es ni puede ser,
«completa» ni «imparcial» ni
«verdadera»- y su idea de un progreso nacional
también ha sido rechazada en los últimos treinta
años por críticos de la cultura y por los
historiadores. Sin embargo, reconocemos la legitimidad inherente de
la selección, la discriminación estética y la
contextualización en la creación de la historia
literaria. «Deben existir similitudes
entre obras para justificar su organización (en
géneros, períodos, tradiciones, movimientos,
prácticas discursivas), porque sin la clasificación y
la generalización, el campo no puede comprenderse
mentalmente. Y muchos objetos perfectamente heterogéneos no
pueden entenderse»
(Perkins, 1992: 126). Pero la
clasificación en sí ha llegado a ser un área
disputada en el mundo moderno entre investigadores que redefinen
las fronteras existentes entre «períodos» como
Medievo, Renacimiento, Barroco, Moderno, Contemporáneo,
etc. Ahora trabajamos con
conceptos más elásticos y finos como la temprana
España moderna, el «largo» siglo XVIII, la
época posfranquista, y evitamos o reconceptualizamos
categorías «antiguas» como la generación
del 98 y el modernismo. Mario Valdés nos invita a considerar
tales categorías como «sistemas culturales
ideacionales» en vez de categorías restrictivas y
temporales (2002: 69); nos vendría bien hacerle caso.
Es posible que
hayamos perdido nuestra inocencia -y nuestra confianza- como
historiadores de literatura. Las historias literarias escritas por
un solo individuo han sido en general sustituidas por empresas
colectivas. Para Valdés, «Las
decisiones que tomamos como historiadores no son decisiones
individuales, son colectivas o por lo menos, son la idea individual
de una percepción colectiva de momentos axiles»
(2002: 70). O, para emplear los términos de Marshall Brown,
la historia literaria hoy está más bien
«armada» que «escrita» (2002: 116). El
orgullo del protagonismo individual ha cedido terreno a la
comodidad de la colectividad. Si en un momento pasado pudimos dar
la bienvenida a la historia literaria escrita por un solo individuo
(pensemos en las obras de Friedrich Bomerwek, Simonde de Sismondi,
George Ticknor, Hippolyte Taine, Carl Van Doren, o James
Fitzmaurice-Kelly), el mundo moderno exige más reticencia, y
por eso se producen las admirables y útiles obras como la
Historia literaria de España, editada por R. O.
Jones, la todavía no terminada Historia de la literatura
española, coordinada por Víctor García de
la Concha, o la Cambridge History of Latin American Literature,
redactada por Roberto González Echevarría, Enrique
Pupo-Walker y David Haberly. Todas son obras colectivas, escritas
por múltiples autores. Aunque escribo moderno, sé
perfectamente que los críticos posmodernos
rechazarían una historia literaria escrita por un solo
autor, viendo en ella (quizás con razón) otro deseo
de crear ya otra historia dominante. Pero útil es el
concepto que debemos enfatizar aquí, porque como cree David
Perkins, «la función de la
historia literaria es la creación de ficciones
útiles sobre el pasado»
(1992: 182; cursiva
añadida).
Las fuerzas de la
historia y del cambio histórico no se desarrollan en una
narración lineal ni en un relato coherente. El relato se
hace ex post
facto; la historia se crea por un proceso de
investigación, selección e imposición de un
orden sobre elementos que son frecuentemente contradictorios y
dispares. Creamos la historia literaria, aunque la tensión
entre lo literario y lo histórico ha
terminado en acusaciones de fracaso en ambos lados de la
ecuación (Lipking, 1993: 7). Linda Hutcheon revela que la
historia literaria es «un proyecto de
contar historias»
(2002: XI) y Marshall Brown insiste en
que «queremos alguna historia en nuestra
historia literaria»
(2002: 118). Tenemos la
obligación de sacar algún sentido de lo que somos, de
lo que hacemos, de nuestra historia, de nuestra historia literaria,
y por eso, como Don Quijote, armado con un una pizca de
conocimiento y un puñado de textos, salimos a conquistar
territorios desconocidos.
Bueno, estos
territorios no son totalmente desconocidos. Como nos recuerda
Perkins, la historia literaria ha llegado a ser, desde sus
raíces anticuarias en el siglo XVIII, algo fundamental en la
profesión de la literatura y ha sido escrita, contestada,
criticada y reescrita durante más de doscientos años.
Si el siglo XVIII presenció la invención de la
historia literaria como género (ver Utzainqui, 1987), fue el
siglo XIX el que amplió el campo y lo conectó con las
ideologías nacionalistas que el siglo XX ha llegado a
rechazar con tanta fuerza. Ya hemos superado el impulso de pedir
que nuestra historia literaria descubra el «alma» de
una nación. Este Volkgeist fue una construcción de los
románticos alemanes (Herder), importado a España por
Böhl de Faber y Durán, pero perdió su capacidad
de estructurar la historia literaria y cayó en desuso. Hacia
la segunda mitad del siglo XX los críticos no sólo
rechazaron estas historias reduccionistas, sino que comenzaron a
anunciar el declive e incluso el fallecimiento de la historia
literaria. Como René Wellek escribió en un conocido
artículo, «algo le ha pasado a la
historiografía literaria que puede describirse como su
declive y hasta su muerte. Particularmente en el intervalo entre
las dos guerras mundiales se expresó una
insatisfacción con la historia literaria en casi todos los
países del mundo»
(1982: 65). Es más: en
1970, la importante revista New Literary History dedicó un
número especial a la pregunta «¿Está
obsoleta la historia literaria?».
En la nueva Cambridge History of Spanish Literature, Wadda Ríos-Font traza los orígenes de la historia literaria en España y comenta los prejuicios ideológicos que inevitablemente informan la empresa. Sabemos que es imposible ser completo, objetivo y global, pero seguimos adelante, convencidos de que incluso una visión panorámica (seductiva e inadecuada, eso sí) de los acontecimientos literarios de una nación puede aportar por lo menos alguna orientación sobre el pasado y algunas claves para abrir e interpretar el presente. Todas las decisiones que tomen los historiadores de la literatura serán arbitrarias, pero se toman dentro de los límites de una serie de códigos y prácticas establecidos por la tradición.
¿Qué es lo que hacemos cuando intentamos escribir la historia literaria? Perkins explica el problema:
(1992: 12-3) |
La escritura de la
historia literaria se complica aún más por el deseo
de crear un proyecto nacional. La palabra misma
-nación- provoca otra serie de preguntas.
¿En qué consiste una nación?
¿Nación de quién? Si hemos aprendido algo de
Benedict Anderson (1994), es que las naciones son construcciones,
«comunidades imaginadas»
formadas por razones complejas y dispares. Si la idea de
«nación» es una idea disputada, la idea de una
«literatura nacional» es aún más
conflictiva. ¿Existe una «literatura nacional»?
Hemos aprendido de Eric Hobsbawm que la literatura es
también la invención de una tradición.
¿Cuándo comienza a formarse -a nacer- una
nación? ¿Cómo podría una
«nación» producir una «literatura»?
Tales preguntas no pueden ser contestadas por la historia
literaria, pero son preguntas que no se pueden evitar tampoco,
porque informan las decisiones, categorías y selecciones que
uno tiene forzosamente que hacer en el deseo de escribir un relato
de la historia literaria. Los móviles de Vicente
García de la Huerta al crear su Theatro
Hespañol (1785) eran en gran parte nacionalistas.
Indignado, como tantos otros, al leer el artículo sumamente
ofensivo de Nicholas Masson de Morvillier en la Encyclopédie
Méthodique (1782), García de la Huerta
presentó una serie de textos y autores que en su
opinión demostraban la superioridad de (por lo menos) el
teatro español. El prejuicio ideológico y la
retórica nacionalista se encuentran en las raíces
mismas de la historia literaria en España. John Dagenais
comenta este espinoso problema en su contribución a la
Cambridge
History, en el que escribe: «La
idea de la existencia de cánones literarios nacionales y
tradiciones literarias en una lengua nacional, idea que subyace a
volúmenes como el presente, corresponde a una visión
del modo de existir los pueblos, las lenguas y las literaturas que
está cambiando a gran velocidad, si es que no está ya
desfasada»
. Sin embargo, por debajo del discurso, en
todos los capítulos del libro acecha el problema inevitable
de «España» y lo «español».
Linda Hutcheon postula correctamente que el pasado literario ha
sido contado con más frecuencia tomando en cuenta las
categorías de nación y lengua (2002: 8), y
pregunta:
(2002: 3) |
Quizás no se puede explicar el fenómeno. Sin embargo, ¿cómo puede ser de otra manera?
¿Qué determina lo que es «español» en la literatura «española»? ¿Se trata del lugar de nacimiento del autor? ¿Se trata de su lengua nativa, la lengua en que escribe o la lengua en que es conocido? ¿Consiste la lengua en el determinante más importante de la nacionalidad? Si la nación y la lengua no son las categorías más importantes para la historia literaria (y muchos críticos hoy en día rechazan dichas categorías por reductivas o imperialistas), ¿qué grupos organizadores pueden establecerse para evitar la apariencia (o la realidad) de la teleología? Seguramente, cualquier historia literaria organizada por raza, género, tema, ideología o secuencia temporal corre el riesgo de caer en la misma trampa. Si es que son trampas. Como pregunta Brad Epps en su capítulo sobre la novela contemporánea, ¿es la literatura española sólo la literatura escrita en España, en español, por nativos españoles, o es algo distinto, más amplio? Si no es «algo distinto», ¿qué se hace con la literatura escrita en la Península Ibérica, en el país llamado «España», pero escrita en lenguas como el vasco, el catalán o el gallego? ¿Puede existir, como María Rosa Menocal y Charlotte Stern preguntan en la Cambridge History, una literatura «española» antes de existir el concepto de un país llamado «España»? Los teóricos de la literatura hoy cuestionan, correctamente, la necesidad, o la validez, de modelos puramente nacionales de la historia literaria.
Si lo que es una
nación (o lo que se entiende por nación) emerge de
una herencia común de «valores
lingüísticos, culturales, políticos y sociales
que necesitamos aceptar»
(Hutcheon, 2002: 9), entonces
España es una nación, una entidad que abraza una
herencia generalmente aceptada por la mayoría de los
habitantes. Pero esa herencia es candentemente contestada, como
sabemos, por los individuos o grupos del País Vasco o
Cataluña que no la aceptan totalmente. Estos individuos y
grupos insisten en su propia identidad nacional, con frecuencia con
resultados que son informativos, útiles y enriquecedores.
Pero ¿dónde comienza a formarse la frontera entre una
herencia comúnmente aceptada y una herencia individual y
local? ¿Cuánta influencia ejerce ésta sobre
aquélla? ¿Hasta qué punto pueden existir estas
ideas contestadas y conflictivas? ¿Son la hegemonía
y, concurrentemente, el imperialismo cultural, productos
inevitables de una herencia compartida? Obviamente, no existe un
porcentaje matemático que pueda emplearse para resolver esta
tensión. Las cuotas son inútiles (¿75%
castellano?, ¿15% catalán?, ¿3% vasco?,
¿2% de otro?); tales fórmulas son absurdas y no nos
ayudan a adatar la problemática.
Quizás una
pregunta más fundamental sería: ¿por
qué tememos tanto el concepto de nacionalismo hoy en
día? Evidentemente, existe amplia evidencia en su forma
más cruda de que la forma más agresiva del
nacionalismo nos conduce a la opresión, el sufrimiento y la
guerra. Pero, ¿es mala toda manifestación de
nacionalismo? ¿Es todo nacionalismo un fenómeno
hegemónico, chovinista y sangriento? ¿Puede el
nacionalismo incluirse dentro de la categoría que llama
David Perkins «ficciones
útiles»
, algo que sirva para unificar
elementos dispares en vez de separarlos? ¿Podemos contemplar
el nacionalismo en su mejor sentido -como una categoría de
organización- que deja existir en un mismo espacio
conceptual elementos diferentes? Estos elementos pueden informarse
mutuamente, obteniendo inspiración y estabilidad uno del
otro. Cervantes se inspiró en fuentes múltiples, en
literatura escrita en catalán, francés e italiano, y
permitió que su caballero andante absorbiera los mejores
impulsos de las literaturas del pasado antes de dejarle salir a
salvar al mundo. Fue una empresa idealista, naturalmente, y
condenada al fracaso, pero el fracaso de don Quijote ha
proporcionado inspiración y risa a millones de lectores
cuyos caminos se han cruzado con el suyo.
Y esto provoca, a
su vez, la pregunta más amplia que Sartre planteó por
primera vez en 1948, ¿qué es la literatura?
¿Cómo se organiza y define la categoría
«literatura»? En el caso de la Cambridge History of Spanish
Literature, ¿qué constituye el cuerpo de
textos que serán estudiados bajo la rúbrica de
«español», organizados e insertados en una
narración? ¿Se incluyen sólo las obras
maestras? ¿En qué consiste una obra maestra?
¿Quién decide? ¿Trigueros?
¿García de la Huerta? ¿García de la
Concha? ¿Se incluye la literatura que refleja lo que se
llama comúnmente la alta cultura, o la baja cultura, o
ambas? La idea dieciochesca de que la literatura consistía
en una multiplicidad de textos escritos sobre muchas disciplinas
cedió terreno en el siglo XIX romántico y los
primeros años del siglo XX a una idea más reductiva
de la literatura como algo personal, más
«estética» y más refinada. Hoy, el
interés por la multidisciplinaridad, los estudios culturales
y la literatura popular ha hecho que reparáramos en
definición más amplia de lo que son
«literatura» y «texto», categoría
que incluye el cine y la televisión, el cómic, la
novela rosa, la canción rap y obras orales de muchos tipos.
¿Dónde se establece una frontera? ¿Es un
parque urbano un «texto»? ¿Lo es una camiseta?
¿Una cerámica? Hay individuos que contestarían
en la afirmativa -fácilmente, si la creencia de Foucault en
que todos los textos son iguales tiene alguna validez (The Archeology of
Knowledge)- pero si cambiamos la pregunta a
¿qué es un «texto literario»?, la
categoría «literatura» llega a ser
inevitablemente más restringida. Jerome McGann, pensando en
Matthew Arnold, pregunta si existe «algo
que pueda llamarse 'lo mejor que ha sido pensado y sabido' [...]
Los antitradicionalistas han contestado que el canon recibido de
textos es una estructura sofocante de 'obras maestras' organizada
para mantener el buen orden del prejuicio heredado»
(1994: 491). José Carlos Mainer y Leonardo Romero Tobar han
escrito inteligentemente sobre el problema del canon de la
literatura española. Esperemos que hoy veamos el canon como
algo más sutil, ni insustancial ni asfixiante.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Escribimos sólo aquellas historias que sean comparativas a través de fronteras nacionales y lingüísticas, o diacrónicas a través del tiempo y de los temas? ¿Deben ser todas las historias literarias multidisciplinares, multilingüísticas y globales? ¿Aceptamos la perspectiva de Stephen Greenblatt, que dice que la historia literaria está en bancarrota intelectual e ideológica, y por eso, dejar de escribirla? ¿Aceptamos la conclusión de Pierre Menard de que dicha actividad es, a fin de cuentas, inútil? David Perkins piensa que la historia literaria es imposible de escribir, pero igualmente imposible de no leer (1994: 17).
Éste es el
dilema, claro está, y hacer una cosa u otra es, por
definición, tomar una postura ideológica, o,
quizás de una forma más cobarde y menos intelectual,
actuar motivado meramente por razones comerciales. Esto es, los
historiadores de la literatura pueden no querer escribir dichas
historias (pueden ser incapaces de hacerlo), pero dado que quieren
leerse esas historias -que alguien quiere leerlas- las casas
editoriales crean oportunidades para producir un objeto que
será leído (y, por supuesto, comprado).
¿Dirigen, entonces, las casas editoriales y los productores
de objetos culturales nuestra producción intelectual?
¿Tiene este utilitarismo un papel en el proyecto de la
escritura de la historia literaria? ¿Podemos creer a Pozuelo
Yvancos y Aradra Sánchez cuando dicen que «La historia de la literatura resulta, pues, de
gran utilidad porque selecciona de forma crítica a los
buenos autores y les ahorra a los futuros lectores tiempo, dinero y
trabajo, al informarles previamente sobre su
mérito»
(2000: 155)? Nos parece correcta esta
frase, pero demasiado parecida a lo que escribió
Trigueros.
Linda Hutcheon
equipara la historia literaria nacional a la violencia sectaria y
consiguientemente postula «la necesidad
de repensar la prevalencia del modelo nacional de la historia
literaria, un modelo que siempre ha estado basado en la
singularidad lingüística y étnica, por no decir
en la pureza»
(2002: 3). Sin embargo, el lector de esta
Cambridge History of
Spanish Literature no encontrará ningún deseo
de descubrir una pureza primordial en las literaturas de la
Península Ibérica. «La limpieza de
sangre», un concepto que preocupó profundamente a los
teólogos y políticos de la España temprana, no
tiene ninguna vigencia para los historiadores culturales o
literarios del siglo veintiuno. Esta historia sencillamente (y no
es nada sencillo) intenta presentar lo que Greenblatt llama
«múltiples voces a través
de vastas extensiones de tiempo y espacio»
(2002: 59).
Sin embargo, reconocemos que su misma estructura, su
definición y su organización, acarrean consecuencias
inevitables y a veces indeseadas. No hemos intentado crear
-seríamos incapaces de hacerlo- un «pasado útil»
(Greenblatt, 2002:
57) y esperamos que los lectores encuentren la utilidad de este
tomo no en una cohesión artificial, impuesta, sino en la
falta de cohesión, en su carácter poroso. El
español y lo español de esa entidad política
que se llama España son el núcleo de nuestra
historia, pero hemos intentado ser sensibles a otras voces que
pueden reclamar, con razón, un lugar en el canon y en la
historia literaria. Este tomo no pretende estudiar la totalidad de
la cultura española ni la producción cultural de
todos los ciudadanos de España. Están ausentes las
voces de los españoles que escribieron en la América
latina, Filipinas u otros espacios geográficos y
lingüísticos fuera de la Península
Ibérica. En su lugar, hemos intentado comentar hilos de
varios colores, densidades y texturas -la literatura escrita en
español en la Península Ibérica-, pero
también algo de esa literatura escrita en latín,
catalán, gallego o vasco que jugó un papel en la
creación de esa entidad que llegó a llamarse
España y que puede incluirse en esa amplia categoría
que se llama «literatura española».
Muchas voces
serán silenciadas; otras serán olvidadas. Este tomo
es un esfuerzo de colaboración, un diálogo entre
autores y críticos, lectores y público, vivos y
muertos a lo largo de diez siglos. Y si queremos crear
«ficciones útiles» necesitamos aceptar la
inquietud de la exclusión. La historia literaria es
esencialmente una historia de familia, y diferentes miembros de la
misma familia la verán de modos diferentes,
subrayarán diferentes ramas genealógicas u
honrarán a distintos integrantes. Lo que escribió
Lawrence Lipking a finales del siglo XX tiene aún más
validez al iniciarse el siglo XXI: «Siempre ha sido imposible escribir la historia
literaria; hoy en día ha llegado a ser mucho más
difícil»
(1993: 7).
Funes, si fuera capaz de meditar sobre todo esto, sin duda comprendería.