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El reto imposible de la historia literaria. El caso Cambridge

David T. Gies


Universidad de Virginia



Uno teme que Pierre Menard tuviera razón cuando declaró: «No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil» (J. L. Borges, 1956: 45). Obviamente, el problema peliagudo de la creación de la historia literaria podría caber dentro de la categoría de Menard y éste se desesperaría, si no por la inutilidad de esta actividad, a lo menos por su aparente imposibilidad. Y si Menard se desesperó, entonces su colega Funes, cuya memoria implacable le quitó la posibilidad de establecer conexiones (es decir, de pensar), se enloqueció en su vano deseo de organizar su propia realidad y reducirla a unidades comprensibles. Como revela el narrador de su historia, «Sospecho; sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos» (J. L. Borges, 1956: 116). Si Menard no podía (¿cómo no?) revivir cada momento, cada detalle de la vida del autor de Don Quijote para poder imitar no sólo el producto final (el libro) sino también las experiencias que informaron dicho libro, y Funes no podía olvidar nada (y, por consiguiente, no pensar), ¿qué le ocurre, entonces, al historiador moderno de la literatura, que se enfrenta con retos parecidos? ¿Cómo puede el historiador de la literatura «pensar» cuando se ve abrumado por una avalancha de detalles (fechas, categorías, nombres, títulos, «ismos», movimientos, lenguas, escuelas, nacionalidades)? Para escribir la historia literaria -reescribir la historia literaria- ¿hace falta volver a vivir la historia? ¿Es esto lo que implica Mario Valdés cuando escribe, «cada escritura de la historia literaria es inadecuada a la labor de la recreación, pero es sin embargo una necesidad para la identidad cultural de una sociedad que produce esa escritura». (2002: 80)? «Inadecuada... necesidad» -¿se anulan mutuamente estos términos?-. Como Funes, ¿estamos perdidos si intentamos recordar nuestra historia literaria e igualmente perdidos si no la intentamos recordar?

La historia literaria es, por supuesto, una acumulación de detalles contiguos y un acto de olvido. Homi Bhabha elaboró este punto en su libro, The Location of Culture (pero sin referencia a Funes, naturalmente). El problema es, según mi perspectiva, ¿cuántos detalles se pueden incluir, qué detalles serán, cómo se deben estructurar y, finalmente, cuánto olvido nos parece aceptable? ¿Cómo decide uno qué se debe «olvidan»? ¿Se «olvida» por razones ideológicas? ¿Por razones estéticas? ¿Por razones de espacio o estructura o poder o mera conveniencia? Si la memoria acumulada de individuos, grupos o naciones informa el acto de la creación de la historia literaria, entonces, ¿de quién es esa memoria? ¿Es una memoria nacional y colectiva, un repertorio de las «mejores» obras canónicas? ¿Es una memoria genérica? ¿Es una memoria racial? ¿O es una red de opiniones («opinión con fechas», según Valdés [2002: 74]), una selección personalizada basada en -¿qué?- gusto, popularidad, influencia, poder estético, contenido ideológico, coherencia temática o hallazgos casuales? Louise Bernikow capta toda la problemática al escribir: «Lo que se llama comúnmente la historia literaria es en realidad un registro de selecciones. Qué escritores sobreviven su tiempo y qué escritores no sobreviven, depende de quién se fijó en ellos y decidió dejar constancia de ello» (1974: 3).

Si la historia literaria consiste en selecciones, ¿quién selecciona? ¿Y puede la selección producir algo semejante a la objetividad? Es más: ¿es posible la objetividad? ¿Es siquiera deseable? Como escribe David Perkins, uno de los defensores más sutiles de la empresa que llamamos historia literaria, «La única historia literaria completa sería el mismo pasado, y esto no sería una historia, porque no sería ni interpretiva ni explicativa» (1992: 13). Esto es lo que finalmente descubrió Funes y, como sabemos, su incapacidad de olvidar le condujo a la locura.

La historia literaria es, o puede incluir, una serie de fechas, nombres, obras, títulos, conceptos, géneros, movimientos, regiones, escuelas, influencias, tradiciones, lenguas y grupos étnicos. ¿Es posible la historia literaria?; el título del libro de Perkins, capta el dilema del escritor de la historia literaria en el mundo moderno, un escritor menos ingenuo que sus antepasados, que demostraban tener más confianza en la necesidad y la posibilidad de la categorización, evaluación y selección de la literatura que la que tenemos nosotros hoy en día.

En 1790 en España, Cándido María Trigueros parecía tener una idea de lo que implicaba y abarcaba la creación de la historia literaria. Sin embargo, la base de su interpretación de lo que era dicha historia es exactamente lo que provoca ansiedad en los historiadores modernos de la literatura. En su Discurso sobre el estudio metódico de la Historia literaria escribió:

El mérito de los libros de cada materia respectiva, y de las ediciones de cada libro, cuyo conocimiento guía como por la mano a discernir y escoger los mejores en todas, excusando metódicamente la pérdida de tiempo y de caudal, es a lo que se dirige el estudio de la Historia Literaria; agregándose a esto el examen de los progresos del entendimiento humano, que para ser verdaderamente útil debe descubrirnos no solamente las mutaciones, adelantamientos, y atrasos de todas las Naciones en los respectivos ramos de la literatura y en el por mayor de los estudios y de las artes; pero es necesario también que averigüe las causas, o civiles, o morales o físicas, que produjeron aquellos efectos: en una palabra, para que sea loable la Historia Literaria que se estudie, debe ser filosófica, completa, breve, imparcial y verdadera.


(1790: 27-8)                


La gran mayoría de las suposiciones de Trigueros se cuestionan hoy -entendemos que la historia literaria no es ni puede ser, «completa» ni «imparcial» ni «verdadera»- y su idea de un progreso nacional también ha sido rechazada en los últimos treinta años por críticos de la cultura y por los historiadores. Sin embargo, reconocemos la legitimidad inherente de la selección, la discriminación estética y la contextualización en la creación de la historia literaria. «Deben existir similitudes entre obras para justificar su organización (en géneros, períodos, tradiciones, movimientos, prácticas discursivas), porque sin la clasificación y la generalización, el campo no puede comprenderse mentalmente. Y muchos objetos perfectamente heterogéneos no pueden entenderse» (Perkins, 1992: 126). Pero la clasificación en sí ha llegado a ser un área disputada en el mundo moderno entre investigadores que redefinen las fronteras existentes entre «períodos» como Medievo, Renacimiento, Barroco, Moderno, Contemporáneo, etc. Ahora trabajamos con conceptos más elásticos y finos como la temprana España moderna, el «largo» siglo XVIII, la época posfranquista, y evitamos o reconceptualizamos categorías «antiguas» como la generación del 98 y el modernismo. Mario Valdés nos invita a considerar tales categorías como «sistemas culturales ideacionales» en vez de categorías restrictivas y temporales (2002: 69); nos vendría bien hacerle caso.

Es posible que hayamos perdido nuestra inocencia -y nuestra confianza- como historiadores de literatura. Las historias literarias escritas por un solo individuo han sido en general sustituidas por empresas colectivas. Para Valdés, «Las decisiones que tomamos como historiadores no son decisiones individuales, son colectivas o por lo menos, son la idea individual de una percepción colectiva de momentos axiles» (2002: 70). O, para emplear los términos de Marshall Brown, la historia literaria hoy está más bien «armada» que «escrita» (2002: 116). El orgullo del protagonismo individual ha cedido terreno a la comodidad de la colectividad. Si en un momento pasado pudimos dar la bienvenida a la historia literaria escrita por un solo individuo (pensemos en las obras de Friedrich Bomerwek, Simonde de Sismondi, George Ticknor, Hippolyte Taine, Carl Van Doren, o James Fitzmaurice-Kelly), el mundo moderno exige más reticencia, y por eso se producen las admirables y útiles obras como la Historia literaria de España, editada por R. O. Jones, la todavía no terminada Historia de la literatura española, coordinada por Víctor García de la Concha, o la Cambridge History of Latin American Literature, redactada por Roberto González Echevarría, Enrique Pupo-Walker y David Haberly. Todas son obras colectivas, escritas por múltiples autores. Aunque escribo moderno, sé perfectamente que los críticos posmodernos rechazarían una historia literaria escrita por un solo autor, viendo en ella (quizás con razón) otro deseo de crear ya otra historia dominante. Pero útil es el concepto que debemos enfatizar aquí, porque como cree David Perkins, «la función de la historia literaria es la creación de ficciones útiles sobre el pasado» (1992: 182; cursiva añadida).

Las fuerzas de la historia y del cambio histórico no se desarrollan en una narración lineal ni en un relato coherente. El relato se hace ex post facto; la historia se crea por un proceso de investigación, selección e imposición de un orden sobre elementos que son frecuentemente contradictorios y dispares. Creamos la historia literaria, aunque la tensión entre lo literario y lo histórico ha terminado en acusaciones de fracaso en ambos lados de la ecuación (Lipking, 1993: 7). Linda Hutcheon revela que la historia literaria es «un proyecto de contar historias» (2002: XI) y Marshall Brown insiste en que «queremos alguna historia en nuestra historia literaria» (2002: 118). Tenemos la obligación de sacar algún sentido de lo que somos, de lo que hacemos, de nuestra historia, de nuestra historia literaria, y por eso, como Don Quijote, armado con un una pizca de conocimiento y un puñado de textos, salimos a conquistar territorios desconocidos.

Bueno, estos territorios no son totalmente desconocidos. Como nos recuerda Perkins, la historia literaria ha llegado a ser, desde sus raíces anticuarias en el siglo XVIII, algo fundamental en la profesión de la literatura y ha sido escrita, contestada, criticada y reescrita durante más de doscientos años. Si el siglo XVIII presenció la invención de la historia literaria como género (ver Utzainqui, 1987), fue el siglo XIX el que amplió el campo y lo conectó con las ideologías nacionalistas que el siglo XX ha llegado a rechazar con tanta fuerza. Ya hemos superado el impulso de pedir que nuestra historia literaria descubra el «alma» de una nación. Este Volkgeist fue una construcción de los románticos alemanes (Herder), importado a España por Böhl de Faber y Durán, pero perdió su capacidad de estructurar la historia literaria y cayó en desuso. Hacia la segunda mitad del siglo XX los críticos no sólo rechazaron estas historias reduccionistas, sino que comenzaron a anunciar el declive e incluso el fallecimiento de la historia literaria. Como René Wellek escribió en un conocido artículo, «algo le ha pasado a la historiografía literaria que puede describirse como su declive y hasta su muerte. Particularmente en el intervalo entre las dos guerras mundiales se expresó una insatisfacción con la historia literaria en casi todos los países del mundo» (1982: 65). Es más: en 1970, la importante revista New Literary History dedicó un número especial a la pregunta «¿Está obsoleta la historia literaria?».

En la nueva Cambridge History of Spanish Literature, Wadda Ríos-Font traza los orígenes de la historia literaria en España y comenta los prejuicios ideológicos que inevitablemente informan la empresa. Sabemos que es imposible ser completo, objetivo y global, pero seguimos adelante, convencidos de que incluso una visión panorámica (seductiva e inadecuada, eso sí) de los acontecimientos literarios de una nación puede aportar por lo menos alguna orientación sobre el pasado y algunas claves para abrir e interpretar el presente. Todas las decisiones que tomen los historiadores de la literatura serán arbitrarias, pero se toman dentro de los límites de una serie de códigos y prácticas establecidos por la tradición.

¿Qué es lo que hacemos cuando intentamos escribir la historia literaria? Perkins explica el problema:

La pregunta es si la disciplina puede ser intelectualmente respetable. Existen cientos de libros y artículos que dan testimonio todos los años de que la historia literaria puede ser escrita. La meta de la historia literaria es recordar la literatura del pasado, incluida mucha que ya apenas se lee; organizar el pasado seleccionando autores y textos que se comentarán y organizándolos en grupos conectados entre sí y secuencias narrativas; interpretar las obras literarias y justificar s u carácter y desarrollo relacionándolos con su contexto histórico; describir los estilos y Weltanschauungen de los textos, autores, épocas, etc.; expresar el contenido de las obras y citar pasajes de ellas, porque muchos lectores no tendrán otra experiencia con dichas obras; dejar que el pasado literario influya sobre el presente (por medio de la selección, interpretación y evaluación), con consecuencias tanto para la literatura como para la sociedad del futuro.


(1992: 12-3)                


La escritura de la historia literaria se complica aún más por el deseo de crear un proyecto nacional. La palabra misma -nación- provoca otra serie de preguntas. ¿En qué consiste una nación? ¿Nación de quién? Si hemos aprendido algo de Benedict Anderson (1994), es que las naciones son construcciones, «comunidades imaginadas» formadas por razones complejas y dispares. Si la idea de «nación» es una idea disputada, la idea de una «literatura nacional» es aún más conflictiva. ¿Existe una «literatura nacional»? Hemos aprendido de Eric Hobsbawm que la literatura es también la invención de una tradición. ¿Cuándo comienza a formarse -a nacer- una nación? ¿Cómo podría una «nación» producir una «literatura»? Tales preguntas no pueden ser contestadas por la historia literaria, pero son preguntas que no se pueden evitar tampoco, porque informan las decisiones, categorías y selecciones que uno tiene forzosamente que hacer en el deseo de escribir un relato de la historia literaria. Los móviles de Vicente García de la Huerta al crear su Theatro Hespañol (1785) eran en gran parte nacionalistas. Indignado, como tantos otros, al leer el artículo sumamente ofensivo de Nicholas Masson de Morvillier en la Encyclopédie Méthodique (1782), García de la Huerta presentó una serie de textos y autores que en su opinión demostraban la superioridad de (por lo menos) el teatro español. El prejuicio ideológico y la retórica nacionalista se encuentran en las raíces mismas de la historia literaria en España. John Dagenais comenta este espinoso problema en su contribución a la Cambridge History, en el que escribe: «La idea de la existencia de cánones literarios nacionales y tradiciones literarias en una lengua nacional, idea que subyace a volúmenes como el presente, corresponde a una visión del modo de existir los pueblos, las lenguas y las literaturas que está cambiando a gran velocidad, si es que no está ya desfasada». Sin embargo, por debajo del discurso, en todos los capítulos del libro acecha el problema inevitable de «España» y lo «español». Linda Hutcheon postula correctamente que el pasado literario ha sido contado con más frecuencia tomando en cuenta las categorías de nación y lengua (2002: 8), y pregunta:

En nuestro siglo XXI, globalizado, multinacional y disperso, ¿cómo se puede explicar el atractivo continuo no sólo del enfoque uni-nacional y uni-étnico de las historias literarias, sino también de su conocido modelo teleológico, empleado incluso por los que escriben las «nuevas» historias literarias basadas en raza, género, preferencia sexual u otras categorías de identificación?


(2002: 3)                


Quizás no se puede explicar el fenómeno. Sin embargo, ¿cómo puede ser de otra manera?

¿Qué determina lo que es «español» en la literatura «española»? ¿Se trata del lugar de nacimiento del autor? ¿Se trata de su lengua nativa, la lengua en que escribe o la lengua en que es conocido? ¿Consiste la lengua en el determinante más importante de la nacionalidad? Si la nación y la lengua no son las categorías más importantes para la historia literaria (y muchos críticos hoy en día rechazan dichas categorías por reductivas o imperialistas), ¿qué grupos organizadores pueden establecerse para evitar la apariencia (o la realidad) de la teleología? Seguramente, cualquier historia literaria organizada por raza, género, tema, ideología o secuencia temporal corre el riesgo de caer en la misma trampa. Si es que son trampas. Como pregunta Brad Epps en su capítulo sobre la novela contemporánea, ¿es la literatura española sólo la literatura escrita en España, en español, por nativos españoles, o es algo distinto, más amplio? Si no es «algo distinto», ¿qué se hace con la literatura escrita en la Península Ibérica, en el país llamado «España», pero escrita en lenguas como el vasco, el catalán o el gallego? ¿Puede existir, como María Rosa Menocal y Charlotte Stern preguntan en la Cambridge History, una literatura «española» antes de existir el concepto de un país llamado «España»? Los teóricos de la literatura hoy cuestionan, correctamente, la necesidad, o la validez, de modelos puramente nacionales de la historia literaria.

Si lo que es una nación (o lo que se entiende por nación) emerge de una herencia común de «valores lingüísticos, culturales, políticos y sociales que necesitamos aceptar» (Hutcheon, 2002: 9), entonces España es una nación, una entidad que abraza una herencia generalmente aceptada por la mayoría de los habitantes. Pero esa herencia es candentemente contestada, como sabemos, por los individuos o grupos del País Vasco o Cataluña que no la aceptan totalmente. Estos individuos y grupos insisten en su propia identidad nacional, con frecuencia con resultados que son informativos, útiles y enriquecedores. Pero ¿dónde comienza a formarse la frontera entre una herencia comúnmente aceptada y una herencia individual y local? ¿Cuánta influencia ejerce ésta sobre aquélla? ¿Hasta qué punto pueden existir estas ideas contestadas y conflictivas? ¿Son la hegemonía y, concurrentemente, el imperialismo cultural, productos inevitables de una herencia compartida? Obviamente, no existe un porcentaje matemático que pueda emplearse para resolver esta tensión. Las cuotas son inútiles (¿75% castellano?, ¿15% catalán?, ¿3% vasco?, ¿2% de otro?); tales fórmulas son absurdas y no nos ayudan a adatar la problemática.

Quizás una pregunta más fundamental sería: ¿por qué tememos tanto el concepto de nacionalismo hoy en día? Evidentemente, existe amplia evidencia en su forma más cruda de que la forma más agresiva del nacionalismo nos conduce a la opresión, el sufrimiento y la guerra. Pero, ¿es mala toda manifestación de nacionalismo? ¿Es todo nacionalismo un fenómeno hegemónico, chovinista y sangriento? ¿Puede el nacionalismo incluirse dentro de la categoría que llama David Perkins «ficciones útiles», algo que sirva para unificar elementos dispares en vez de separarlos? ¿Podemos contemplar el nacionalismo en su mejor sentido -como una categoría de organización- que deja existir en un mismo espacio conceptual elementos diferentes? Estos elementos pueden informarse mutuamente, obteniendo inspiración y estabilidad uno del otro. Cervantes se inspiró en fuentes múltiples, en literatura escrita en catalán, francés e italiano, y permitió que su caballero andante absorbiera los mejores impulsos de las literaturas del pasado antes de dejarle salir a salvar al mundo. Fue una empresa idealista, naturalmente, y condenada al fracaso, pero el fracaso de don Quijote ha proporcionado inspiración y risa a millones de lectores cuyos caminos se han cruzado con el suyo.

Y esto provoca, a su vez, la pregunta más amplia que Sartre planteó por primera vez en 1948, ¿qué es la literatura? ¿Cómo se organiza y define la categoría «literatura»? En el caso de la Cambridge History of Spanish Literature, ¿qué constituye el cuerpo de textos que serán estudiados bajo la rúbrica de «español», organizados e insertados en una narración? ¿Se incluyen sólo las obras maestras? ¿En qué consiste una obra maestra? ¿Quién decide? ¿Trigueros? ¿García de la Huerta? ¿García de la Concha? ¿Se incluye la literatura que refleja lo que se llama comúnmente la alta cultura, o la baja cultura, o ambas? La idea dieciochesca de que la literatura consistía en una multiplicidad de textos escritos sobre muchas disciplinas cedió terreno en el siglo XIX romántico y los primeros años del siglo XX a una idea más reductiva de la literatura como algo personal, más «estética» y más refinada. Hoy, el interés por la multidisciplinaridad, los estudios culturales y la literatura popular ha hecho que reparáramos en definición más amplia de lo que son «literatura» y «texto», categoría que incluye el cine y la televisión, el cómic, la novela rosa, la canción rap y obras orales de muchos tipos. ¿Dónde se establece una frontera? ¿Es un parque urbano un «texto»? ¿Lo es una camiseta? ¿Una cerámica? Hay individuos que contestarían en la afirmativa -fácilmente, si la creencia de Foucault en que todos los textos son iguales tiene alguna validez (The Archeology of Knowledge)- pero si cambiamos la pregunta a ¿qué es un «texto literario»?, la categoría «literatura» llega a ser inevitablemente más restringida. Jerome McGann, pensando en Matthew Arnold, pregunta si existe «algo que pueda llamarse 'lo mejor que ha sido pensado y sabido' [...] Los antitradicionalistas han contestado que el canon recibido de textos es una estructura sofocante de 'obras maestras' organizada para mantener el buen orden del prejuicio heredado» (1994: 491). José Carlos Mainer y Leonardo Romero Tobar han escrito inteligentemente sobre el problema del canon de la literatura española. Esperemos que hoy veamos el canon como algo más sutil, ni insustancial ni asfixiante.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Escribimos sólo aquellas historias que sean comparativas a través de fronteras nacionales y lingüísticas, o diacrónicas a través del tiempo y de los temas? ¿Deben ser todas las historias literarias multidisciplinares, multilingüísticas y globales? ¿Aceptamos la perspectiva de Stephen Greenblatt, que dice que la historia literaria está en bancarrota intelectual e ideológica, y por eso, dejar de escribirla? ¿Aceptamos la conclusión de Pierre Menard de que dicha actividad es, a fin de cuentas, inútil? David Perkins piensa que la historia literaria es imposible de escribir, pero igualmente imposible de no leer (1994: 17).

Éste es el dilema, claro está, y hacer una cosa u otra es, por definición, tomar una postura ideológica, o, quizás de una forma más cobarde y menos intelectual, actuar motivado meramente por razones comerciales. Esto es, los historiadores de la literatura pueden no querer escribir dichas historias (pueden ser incapaces de hacerlo), pero dado que quieren leerse esas historias -que alguien quiere leerlas- las casas editoriales crean oportunidades para producir un objeto que será leído (y, por supuesto, comprado). ¿Dirigen, entonces, las casas editoriales y los productores de objetos culturales nuestra producción intelectual? ¿Tiene este utilitarismo un papel en el proyecto de la escritura de la historia literaria? ¿Podemos creer a Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez cuando dicen que «La historia de la literatura resulta, pues, de gran utilidad porque selecciona de forma crítica a los buenos autores y les ahorra a los futuros lectores tiempo, dinero y trabajo, al informarles previamente sobre su mérito» (2000: 155)? Nos parece correcta esta frase, pero demasiado parecida a lo que escribió Trigueros.

Linda Hutcheon equipara la historia literaria nacional a la violencia sectaria y consiguientemente postula «la necesidad de repensar la prevalencia del modelo nacional de la historia literaria, un modelo que siempre ha estado basado en la singularidad lingüística y étnica, por no decir en la pureza» (2002: 3). Sin embargo, el lector de esta Cambridge History of Spanish Literature no encontrará ningún deseo de descubrir una pureza primordial en las literaturas de la Península Ibérica. «La limpieza de sangre», un concepto que preocupó profundamente a los teólogos y políticos de la España temprana, no tiene ninguna vigencia para los historiadores culturales o literarios del siglo veintiuno. Esta historia sencillamente (y no es nada sencillo) intenta presentar lo que Greenblatt llama «múltiples voces a través de vastas extensiones de tiempo y espacio» (2002: 59). Sin embargo, reconocemos que su misma estructura, su definición y su organización, acarrean consecuencias inevitables y a veces indeseadas. No hemos intentado crear -seríamos incapaces de hacerlo- un «pasado útil» (Greenblatt, 2002: 57) y esperamos que los lectores encuentren la utilidad de este tomo no en una cohesión artificial, impuesta, sino en la falta de cohesión, en su carácter poroso. El español y lo español de esa entidad política que se llama España son el núcleo de nuestra historia, pero hemos intentado ser sensibles a otras voces que pueden reclamar, con razón, un lugar en el canon y en la historia literaria. Este tomo no pretende estudiar la totalidad de la cultura española ni la producción cultural de todos los ciudadanos de España. Están ausentes las voces de los españoles que escribieron en la América latina, Filipinas u otros espacios geográficos y lingüísticos fuera de la Península Ibérica. En su lugar, hemos intentado comentar hilos de varios colores, densidades y texturas -la literatura escrita en español en la Península Ibérica-, pero también algo de esa literatura escrita en latín, catalán, gallego o vasco que jugó un papel en la creación de esa entidad que llegó a llamarse España y que puede incluirse en esa amplia categoría que se llama «literatura española».

Muchas voces serán silenciadas; otras serán olvidadas. Este tomo es un esfuerzo de colaboración, un diálogo entre autores y críticos, lectores y público, vivos y muertos a lo largo de diez siglos. Y si queremos crear «ficciones útiles» necesitamos aceptar la inquietud de la exclusión. La historia literaria es esencialmente una historia de familia, y diferentes miembros de la misma familia la verán de modos diferentes, subrayarán diferentes ramas genealógicas u honrarán a distintos integrantes. Lo que escribió Lawrence Lipking a finales del siglo XX tiene aún más validez al iniciarse el siglo XXI: «Siempre ha sido imposible escribir la historia literaria; hoy en día ha llegado a ser mucho más difícil» (1993: 7).

Funes, si fuera capaz de meditar sobre todo esto, sin duda comprendería.





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