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El retrato de Manuela Rosas

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)





Toda la vida pública y privada de Rosas se divide en dos partes genéricas: crimen, y farsa.

Nadie como él ha sabido inventar crímenes desconocidos hasta ahora; pero nadie también se le presenta de rival en la invención de la farsa. Con la imaginación que el diablo le ha dado, Rosas habría sido un inimitable poeta cómico.

Pocos son los que no saben de memoria algún cuento sobre alguna chanza de Rosas. Desde su juventud, las burlas groseras, pero ingeniosas, han sido uno de los distintivos de su carácter; y víctimas de ellas han sido cuantos le han rodeado, nacionales como extranjeros, sin exceptuar, entre estos, ministros plenipotenciarios de la Inglaterra y de la Francia.

Nadie escribiría una historia perfecta de la vida de Rosas, si no hiciera reír al mismo tiempo que llorar.

Pero entre todo cuanto hemos oído de él, en género de farsas, nada más cómico que lo que acaba de ocurrir con el retrato de su hija.

Vamos a contar el suceso, advirtiendo que estamos perfectamente seguros sobre la verdad del fondo y detalles de él.

Todos habrán observado que después de tantos años en que Manuela Rosas representa oficialmente la voluntad y los caprichos de su padre, siendo ella en Buenos Aires el genio de la prosternación universal, su retrato no había aparecido jamás, mientras que el de su padre se encuentra en los salones y en las barberías, en la moneda, en las cintas, en los abanicos, a todos precios, y en un centenar de grabados diferentes. ¿Quién no habría comprado y ostentado la imagen de Manuela? Sin embargo, todos se quedaban sin ella, porque la joven, por un sentimiento que no puede interpretarse sino muy favorablemente a su carácter, había resistido siempre a que sacasen su retrato; y no necesitamos decir, cuántos artistas habrán solicitado ese honor.

No había, pues, retrato de Manuela.

Pero he aquí, de repente, que surge de los promotores del baile monstruo el pensamiento de ennoblecer y magnificar los salones con una copia al óleo de ese original martirizado por los desbordes del popular amor que se llama Manuela Rosas.

Hacerse sentir ese pensamiento, y volar a Palermo la comisión del baile, debía ser, como lo fue, la obra de un solo día, de una sola hora.

La pobre joven, destinada como el Diplomático sin saberlo a ser aturdida por el excesivo amor de medio mundo, se vio asaltada de improviso por los discursos de la comisión, pronunciados bajo las más rigorosas leyes de la oratoria.

Manuela que no tiene, como ninguno en Buenos Aires, libertad propia para cosa alguna, contestó a la comisión: que consultaría a su tatita sobre la pretensión de los señores del baile.

Y contra sus deseos, o con ellos, la joven dio cuenta a Rosas de lo que ocurría.

Inmediatamente, Rosas manda llamar a su presencia a los señores don Juan Nepomuceno Terreros, don Luis Dorrego y don Gervasio Rosas.

Reunidos estos tres caballeros, Rosas les comunica el deseo manifestado por la comisión del baile, sobre tener un retrato de su querida hija. Pero, señores -continúa-, para mí este es un asunto de conciencia; yo no me atrevo a resolverlo por mí solo, y os he llamado para depositar en vuestra sabiduría y en vuestra moral un asunto en que mi corazón de padre puede extraviarse. Os entrego mi hija, haced cuenta que es vuestra, y resolved lo que vuestra conciencia os aconseje. Quedáis desde ahora reunidos en comisión para este asunto.

Con el corazón dolorido y las lágrimas en los ojos, salieron de Palermo aquellos señores, en quienes el padre de la patria acababa de depositar responsabilidad tan seria; y después de haber consultado con Dios y su conciencia todo un día, se reunieron al siguiente, en primera sesión.

Cada uno hizo su discurso competente; pero acabaron por convenirse en que la hija del jefe supremo debía hacer el inmenso sacrificio de dejarse retratar, puesto que el acendrado amor de sus compatriotas se lo pedía así.

Esta resolución fue comunicada a Rosas, que contestó:

-Que se prestaba humilde al fallo de la comisión, pero que continuase sus sesiones para disponer todo lo que fuese concerniente al retrato.

La comisión vuelve a reunirse inmediatamente, y empieza por deliberar sobre el color del traje con que debería ser retratada Manuela.

Allí se hizo la historia de todos los colores; es decir, la historia política.

El blanco era la mitad del distintivo unitario.

El celeste, el azul y todas sus modificaciones, eran la otra mitad.

El verde era también color unitario, y además brasilero.

El color de oro, el amarillo, el ante, eran también colores brasileros.

El negro era de duelo.

El colorado, ¡superior! El colorado es el color de la patria federal, y por consiguiente la joven debía estar vestida de ese color en el retrato.

Pero he aquí que el Señor Pueyrredón -artista nombrado para hacer el retrato- hace presente a la comisión los malos efectos que iba a producir en el cuadro la tinta punzó del traje determinado.

La comisión vuelve a reunirse, y se reporta por fruto de su sesión que sobre el vestido punzó se pongan encajes, llevando sobre el pecho solapas de lo mismo, para apagar un poco de este modo los efectos del color punzó.

Aquí quedaron terminadas las sesiones del traje. Pero faltaban otras -las de más importancia- sesiones de postura.

La comisión vuelve a reunirse; y entre el señor Terreros, ciego, y el señor Dorrego, sordo, se establece una fuerte polémica, sobre si era conveniente o no usar de la palabra postura cuando se hablaba de la hija del jefe supremo de la nación; acabando todos por convenir con el señor Terreros en que no se debía decir postura, sino posición.

Y la comisión, sin comprender que lo mejor era dejar a Manuela la elección, por cuanto nadie mejor que las mujeres saben la postura que las conviene en el asunto de que se ocupan, empleó toda una mañana en discutir cuál sería la posición más análoga a la moral y al rango de la joven, para ser en ella retratada. Adoptándose al fin, por unanimidad, que en el retrato Manuela debía aparecer parada, con una expresión risueña en su fisonomía, y en acto de colocar sobre su mesa de gabinete una solicitud dirigida a su tatita. Representándose de este modo, la bondad de la joven, en su sonrisa; y su ocupación de intermediaria entre el pueblo y el jefe supremo, en la solicitud que colocaba sobre la mesa... Después de esto, ¡la comisión ha echado por tierra la grande alegoría de la Ilíada!

La comisión dio cuenta a Rosas de todos sus trabajos y resoluciones; y éste la contestó que su corazón quedaba íntimamente conmovido de la fina benevolencia y celo federal con que había sabido aliviar su conciencia del peso que podía gravitar sobre ella en todo el resto de su vida, si hubiese fiado a sus propias fuerzas el deliberar solo sobre tan grave asunto. Y ordenó se hiciera el retrato, del modo y forma que la comisión había ordenado.

Ahora, nuestros lectores sabrán decirse si han oído o leído alguna vez la existencia de un bribón semejante, y si es posible creer que en momentos como los que rodean a Rosas pueda este hombre tener su espíritu para farsas de esa naturaleza.

Entretanto, Manuela, esa pobre criatura destinada por el genio maléfico que le dio vida a ser en todo la primera víctima de sus caprichos, sale vestida y colocada en un cuadro no según sus gustos, ni lo que pueda convenir a su talle, a sus proporciones, a su color, cosas todas que se consultan en el retrato de una mujer, sino según las ideas federales de tres hombres que la toman por su cuenta, a inspiración de Rosas.

Pero lo que hay de más original en este asunto es que el retrato, que está concluido ya, parece que no va a ser colocado en los salones del baile, sino que a reservarse va para acto más formal, y para otro lugar bien diferente del viejo Coliseo. Pero de esto no es ahora, sino más tarde, que podremos hablar.





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