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Acto segundo

Saltabadil

El rincón más desierto del callejón sin salida de Bussy. A la derecha una casita de reservada apariencia, con un pequeño patio, rodeado de pared, que ocupa una parte del teatro. En el patio hay algunos árboles y un banco de piedra. En la pared una puerta que da a la calle, y encima de la pared una galería con arcadas del estilo Renacimiento. La puerta del primer piso de la casa da a la terraza, que se comunica con el patio por medio de una escalera. A la izquierda del teatro se ven las altas tapias del jardín del palacio de Cossé. En el fondo casas lejanas y el campanario de San Severo.



Escena primera

TRIBOULET y SALTABADIL. A su tiempo PIEUNE y GORDES por el foro.

TRIBOULET, embozado, aparece en la calle y se dirige hacia la puerta de la pared de la casa. SALTABADIL, vestido de negro y embozado también, y con espada cuya punta asoma por debajo de la capa, va siguiéndole los pasos.

     TRIBOULET. -¡Cómo me maldijo aquel anciano!

     SALTABADIL. (Acercándosele.) -¡Caballero!...

     TRIBOULET. -¡Ah! (Registrándose los bolsillos.) No llevo dinero.

     SALTABADIL. -¡Qué diablo! Tampoco os lo pido.

     TRIBOULET. -Entonces, alejaos de aquí.

Salen PIEUNE y GORDES, que se quedan en el foro observando.

     SALTABADIL. -Me habéis juzgado mal; soy hombre de armas.

     TRIBOULET. -(¿Será algún ladrón?)

     SALTABADIL. -No temáis nada. Veo que rondáis por aquí todas las noches, y presumo que vigiláis a alguna mujer.

     TRIBOULET. -No acostumbro a revelar a nadie mis secretos.

Quiere marcharse y SALTABADIL lo retiene.

     SALTABADIL. -Por vuestro propio interés me inmiscuyo yo en los vuestros. Si me conocierais me trataríais mejor.

Acercándosele más.

     ¿Ha puesto acaso algún fatuo los ojos en vuestra mujer? ¿Estáis celoso?

     TRIBOULET. -Acabemos. ¿Qué es lo que queréis?

     SALTABADIL. -Si me dais una buena propina hago desaparecer a vuestro rival.

     TRIBOULET. -¡Ah! Bien, muy bien.

     SALTABADIL. -Ya veis que soy hombre honrado.

     TRIBOULET. -¡Pardiez!

     SALTABADIL. -Y que os sigo con buenas intenciones.

     TRIBOULET. -En efecto, sois un hombre útil.

     SALTABADIL. -Soy el guardián del honor de las damas de la ciudad.

     TRIBOULET. -¿Y cuánto cobráis por matar a un rival?

     SALTABADIL. -Según sea éste y según la habilidad que se necesite.

     TRIBOULET. -Por despachar a un gran señor.

     SALTABADIL. -Los grandes señores van muy bien armados; por consiguiente, hay que dar y recibir. Un gran señor es caro.

     TRIBOULET. -¡Caro! ¿Acaso los villanos se dejan matar?

     SALTABADIL. -Pero matar a un gran señor es cosa de lujo, y por regla general sólo se lo permiten los hombres bien nacidos. Hay quien, gastando una buena cantidad, quiere echársela de caballero y se vale de mí, dándome la mitad antes y después la otra mitad.

     TRIBOULET. -Cómo os exponéis a ir a la horca...

     SALTABADIL. -No..., porque pagamos nuestros derechos a la policía.

     TRIBOULET. -¿A tanto por hombre?

     SALTABADIL. -Pues... A menos que... no mate uno al mismo rey.

     TRIBOULET. -¿Y cómo te lo arreglas?

     SALTABADIL. -Mato en la ciudad o en mi casa, según me exigen.

     TRIBOULET. -Eres muy considerado.

     SALTABADIL. -Para trabajar fuera de casa tengo un estoque agudo y muy bien templado; me escondo, acecho a la víctima y...

     TRIBOULET. -¿Y dentro de casa?

     SALTABADIL. -Tengo allí a mi hermana Magdalena, que es una moza tan gentil como fuerte y atrevida, que baila en las calles y en las plazas, y que atrae el galán a casa y...

     TRIBOULET. -Ya comprendo.

     SALTABADIL. -Pero esto se hace sin ruido, decentemente. Hacedme el encargo y os juro que quedaréis contento. No soy hombre de puñal, como los bandidos, que se juntan ocho o diez para no hacer nada. Ved el instrumento que yo gasto.

Saca una daga desmesuradamente larga.

     TRIBOULET. (Retrocediendo.) -Por ahora no la necesito; mil gracias.

     SALTABADIL. (Envainando la espada.) -Pues cuando me necesitéis me encontraréis siempre a mediodía paseándome por la fonda del Maine. Me llamo Saltabadil.

     TRIBOULET. -¿Sois gitano?

     SALTABADIL. -Y borgoñón.

     GORDES. (Tomando nota.) -Es un hombre que no tiene precio, y apunto su nombre.

     SALTABADIL. -No penséis mal de mí.

     TRIBOULET. -¡No! ¡Qué diablo! Es preciso tener algún oficio.

     SALTABADIL. -O ser un mendigo, un holgazán o un miserable. Tengo cuatro hijos.

     TRIBOULET. -Que debéis educar... Ea, adiós. (Despidiéndole.)

     PIEUNE. (A GORDES.) -Aún hay bastante luz y temo que Triboulet nos vea. (Se van GORDES y PIEUNE.)

     TRIBOULET. -Buenas tardes.

     SALTABADIL. -Estoy siempre a vuestras órdenes. (Se va.)

     TRIBOULET. -Nos parecemos los dos; yo tengo la lengua acerada y él la espada puntiaguda. Yo soy el hombre que ríe y él es el hombre que mata.



Escena II

TRIBOULET Solo

El bufón abre cautelosamente la puerta que da al patio, después quita la llave y la vuelve a cerrar por dentro, dando algunos pasos por el patio, preocupado e inquieto.

     ¡Cómo me maldijo el anciano!... ¡Mientras me maldecía me estuve burlando, pero interiormente me espantó su maldición. (Se sienta en el banco, junto a la mesa de piedra.) La naturaleza y los hombres me han hecho perverso, cruel y cobarde. Me pone rabioso ser bufón y ser deforme, y este pensamiento nunca me abandona, ni cuando velo ni cuando duermo. ¡Ser el bufón de la corte, y sin querer y sin ganas tener la obligación de hacer reír! Esto es un exceso de oprobio y de miseria. Ni siquiera tengo el derecho de que pueden usar los soldados reunidos alrededor de su bandera; ni el derecho que tiene el mendigo español, y el esclavo de Túnez, y el forzado en la galera, y todo hombre que respira: el derecho de llorar cuando quiere; cuando, triste y despechado y con el disgusto que me causa mi deformidad, adusto y solitario, quiero recogerme para llorar mi desgracia, se me aparece de improviso mi señor, mi señor omnipotente, mi señor dichoso, el hermoso rey de Francia, que me da un puntapié y me dice bostezando: «Bufón, hazme reír.» Odio al rey y a los señores; les hago pagar caros sus desprecios y busco bien mis desquites. Soy el demonio familiar que aconseja, que tienta a su amo, y que en cuanto puede agarrar entre sus uñas un corazón lo destroza o lo mata. Vosotros me hicisteis perverso y me vengo de vosotros. Pero no es vivir mezclar la hiel en el vino con que los otros se embriagan, pasar por un genio maléfico en los festines, turbar la dicha de los que gozan, desear el mal ajeno y guardar y esconder tras burlona sonrisa un odio eterno que me envenena el corazón. (Levantándose del banco de piedra.) Pero al llegar aquí me olvido de todo: soy otro hombre al pasar esa puerta. Se me borra de la memoria el mundo de donde salgo. Aquí no debo traer nada de él. ¡Cómo me maldijo el anciano!... ¿Por qué me perseguirá con tal insistencia este pavoroso recuerdo? ¡Con tal de que no me suceda ninguna desgracia! ¡Bah! Soy un necio.

Se acerca a la puerta de la casa y llama; abren y aparece una joven vestida de blanco, que le abraza con alegría.



Escena II

TRIBOULET, BLANCA y en seguida la SEÑORA BERARDA

     TRIBOULET. -¡Hija mía! Abrázame bien. A tu lado todo me sonríe. ¡Qué feliz soy contigo! Eres más hermosa cada día. No careces de nada, ¿es verdad? ¿Estás bien aquí?

     BLANCA. -¡Qué bueno sois, padre mío!

     TRIBOULET. -Es porque tú eres para mí la vida y la felicidad; si tú no existieras, ¿qué sería de mí?

     BLANCA. -¡Estáis suspirando! ¿Tenéis pesares secretos? Confiádselos a vuestra hija. ¡Ah! Aún no sé quién es mi familia.

     TRIBOULET. -No tienes familia, hija mía.

     BLANCA. -Ignoro hasta vuestro nombre.

     TRIBOULET. -¿Qué te importa cómo me llamo si te adoro?

     BLANCA. -Los vecinos de la pequeña aldea donde me crié me creían huérfana antes de que vinieseis a recogerme.

     TRIBOULET. -Lo más prudente hubiera sido que te hubieras quedado allí. Pero yo no podía vivir lejos de tu lado, y tenía necesidad de que un ser me amase. Mira, no salgas de casa.

     BLANCA. -En los dos meses que hace que estoy en esta casa, apenas he ido ocho veces a la iglesia.

     TRIBOULET. -Por compasión no despiertes en mí tan amargo pensamiento, no me recuerdes que en otro tiempo encontré una mujer distinta de las otras mujeres, que tuvo lástima de mí al verme solo, aborrecido y despreciado, y me amó por mi miseria y por mi deformidad. Murió llevándose consigo a la tumba el secreto de un amor fiel, que pasó por la vida para mí como un relámpago. ¡Séale la tierra ligera! Desde entonces tú sola me quedas en el mundo.

     BLANCA. -Padre mío, si lloráis me partís el corazón.

     TRIBOULET. (Amargamente.) -¿Pues qué te sucedería si me vieras reír?

     BLANCA. -¿Qué tenéis, padre mío? Depositad en mi pecho todas vuestras penas.

     TRIBOULET. -No.... no. Soy tu padre y basta. Fuera de aquí, unos me temen, otros me desprecian, y hasta hay quien me maldice. ¿Qué conseguirás con saber mi nombre? Quiero al menos en este rincón del mundo, a tu lado, aquí donde habita la inocencia, ser sólo para ti padre cariñoso y augusto.

     BLANCA. -¡Padre mío!

     TRIBOULET. (Abrazándola.) -Te amo tanto como odio a todos los demás. Siéntate a mi lado y hablemos. ¿Quieres mucho a tu padre? Tú, mi querida Blanca, eres la única felicidad que el cielo me ha concedido: otros tienen padres, hermanos, amigos, esposas, vasallos, muchos hijos, ¿qué sé yo? Yo sólo tengo a mi hija. Otros son ricos y tú eres mi riqueza. ¡Oh, si llegara a perderte..., no podría soportarlo!... Mírame y sonríete: cuando te sonríes te pareces a tu madre, que también era muy hermosa.

     BLANCA. -Quisiera poderos hacer feliz.

     TRIBOULET. -¡Si soy muy feliz contigo! ¡Qué hermosos son tus cabellos negros! (Acariciándolos.) Cuando niña eras rubia. ¡Quién lo había de decir!

     BLANCA. -Una tarde, antes de oscurecer, quisiera salir un poco para ver París.

     TRIBOULET. (Con ímpetu.)-¡Eso jamás! ¿Has salido alguna vez con Berarda?

     BLANCA. -No, no.

     TRIBOULET. -¡Cuidado!

     BLANCA. -Sólo he ido a la iglesia.

     TRIBOULET. -(Si la vieran, la seguirían y quizá me la robaran. La hija de un bufón no inspira respeto, y causaría risa deshonrarla.) Te suplico, Blanca mía, que permanezcas viviendo encerrada aquí. Respirar el aire de París es malsano para las mujeres. ¡Si supieras cuántos libertinos hay en la ciudad, sobre todo entre los señores!

     BLANCA. -No os hablaré más de salir. No lloréis por eso, padre mío.

     TRIBOULET. -Esto me alivia. Lloro porque reí mucho anoche.... pero ya anochece y es tiempo de ir a ponerme el collar. (Levantándose.) Adiós.

     BLANCA. -¿Volveréis pronto?

     TRIBOULET. -Sí.... aunque yo no soy dueño de hacer lo que quiero. ¡Berarda! (Llamando.)

Aparece en la puerta de la casa una dueña vieja.

     BERARDA. -Señor...

     TRIBOULET. -¿Habéis notado si cuando vengo me ve alguien entrar?

     BERARDA. -Nadie, señor. ¡Si esto es un desierto!

Es casi de noche. En la calle, y a la otra parte de la tapia, aparece el REY disfrazado con traje oscuro y sencillo, y examina la altura de la pared y la puerta cerrada, dando muestras de impaciencia y de despecho.

     TRIBOULET. -Adiós, hija mía. (Abrazándola.) ¿Habéis cerrado bien la puerta que da al terraplén? (A la dueña.)

     BERARDA. -Sí, señor.

     TRIBOULET. -A espaldas de San Germán me han dicho que hay otra casa más retirada que ésta todavía. Mañana iré a verla.

     BLANCA. -Padre mío, ésta me gusta por la terraza, desde la que se ven jardines.

     TRIBOULET. -¡Por Dios, no subas a la terraza! (Escuchando.) Parece que andan por fuera de la puerta.

Va a la puerta del patio, la abre y mira a la calle con inquietud. El REY se ha ocultado en un hueco que hay cerca de la puerta, que deja entreabierta TRIBOULET.

     BLANCA. -¿No puedo salir por las tardes a respirar un rato en la terraza?

     TRIBOULET. -Te podrían ver, y no pongáis nunca luz en la ventana, Berarda.

El REY, a espaldas del bufón, por la puerta entreabierta se desliza en el patio y se esconde tras un árbol.

     BERARDA. -¿Y cómo queréis que entre aquí ningún hombre?

BERARDA se vuelve y apercibe al REY detrás de ella. Al momento que va a gritar, el REY le tapa la boca y le pone en la mano una bolsa, que ella aprieta.

     BLANCA. -¿Para qué tomáis tantas precauciones? ¿Qué teméis, padre mío?

     TRIBOULET. -Por mí nada, por ti todo. Adiós, hija mía.

Un rayo de luz de la linterna que tiene la dueña en la mano alumbra al padre y a la hija.

     REY. -(¡Es Triboulet! ¡Y mi desconocida es su hija! ¡Curiosa historia!)

     TRIBOULET. (Volviendo desde la puerta.) -Decidme: ¿cuando vais a la iglesia os sigue alguno?

BLANCA inclina los ojos al suelo.

     BERARDA. -¡Jesús! Nadie.

     TRIBOULET. -Si os siguiera alguno pedid auxilio.

     BERARDA. -Desde luego.

     TRIBOULET. -Y si llaman a la puerta no abráis nunca.

     BERARDA. -¿Aunque fuese el rey?

     TRIBOULET. -Sobre todo si es el rey.

Abraza por última vez a su hija y sale, cerrando tras sí la puerta.



Escena IV

BLANCA, BERARDA y el REY, escondido detrás del árbol.

     BLANCA. -Tengo así como un remordimiento...

     BERARDA. -¿De qué?

     BLANCA. -¡Como mi padre de todo se alarma y se espanta!... Debía haberle dicho que los domingos cuando vamos a misa nos sigue un galán. Aquel gallardo mozo que tú sabes.

     BERARDA. -Niña, esas cosas no se deben referir a los padres, y más cuando son, como el vuestro, huraños y raros. ¿Pero os es antipático ese mozo?

     BLANCA. -Al contrario..., desde que le vi estoy siempre pensando en él. Desde el día que sus ojos hablaron a los míos, le tengo siempre presente y me parece que soy suya... ¡Ilusiones infantiles! Me parece que es más alto que los demás hombres, y muy altivo y muy arrogante.

     BERARDA. -Realmente es un buen mozo.

Pasa cerca del REY, que le da un puñado de monedas.

     BLANCA. -El hombre debe ser así.

     BERARDA. -Parece caballero y noble.

Tendiendo la mano al REY, que vuelve a darle dinero.

     BLANCA. -A sus ojos se asoma un gran corazón.

     BERARDA. -Verdaderamente que es así.

A cada palabra que dice tiende la mano al REY, que le sigue dando monedas.

     BLANCA. -Debe de ser valiente.

     BERARDA. -Temerario.

     BLANCA. -Tierno.

     BERARDA. -Y generoso. (Alargando la mano.)

     REY. -(Como la vieja me admira al pormenor, me ha dejado exhausto.)

     BERARDA. -Se conoce que es un gran señor.

     BLANCA. -Pues yo, en vez de un noble o un príncipe, quisiera que fuera un pobre estudiante.... así me amaría más...

     BERARDA. -¡Es posible! (¡Qué mal gusto tienen estas jóvenes! Pues que ya debe haberse quedado sin blanca, no le elogio más.)

     BLANCA. -¡Cuánto tardan en venir los domingos! Cuando no le veo estoy triste. El otro día, al llegar la misa al Ofertorio, creí que me iba a hablar, y el corazón me saltaba de alegría en el pecho. Creo que mi amor también le absorbe, y estoy cierta de que lleva mi imagen grabada en el alma. Creo que para él no existen juegos ni diversiones.... creo que no piensa más que en mí. Hay noches que sueño en él y que creo tenerlo aquí, delante de mis ojos...

Sale el REY de su escondite y se arrodilla a sus pies, mientras ella mira al otro lado.

     Y que le digo: Estate contento, sé feliz.... porque yo te a...

Se vuelve, ve al REY y se para petrificada.

     REY. -¡Te amo! Acaba de decirlo. Nada temas. ¡Suenan tan bien esas palabras, pronunciadas por tus graciosos labios!

     BLANCA. (Asustada, buscando con la vista a la dueña que ha desaparecido.)-¡Berarda! ¡No está! ¡Oh Dios!

     REY. (Siempre de rodillas.) -Los amantes dichosos deben estar solos.

     BLANCA. (Temblando.) -¿De dónde salís?

     REY. -Del infierno o del cielo. Que yo sea Satanás o Gabriel, nada debe importaros si os amo.

     BLANCA. -¡Oh Dios, tened compasión de mí! Creo que nadie os habrá visto entrar, pero salid, porque si mi padre...

     REY. -¡Que salga de aquí cuando te tengo en mis brazos, cuando te pertenezco y me perteneces! Me has dicho que me amas.

     BLANCA. (Confundida.) -(¡Lo ha oído!)

     REY. -¿Qué armonía más divina hubiera podido oír?

     BLANCA. -Pues ahora que habéis conseguido hablarme, os suplico que salgáis de aquí.

     REY. -No debo salir, porque mi suerte está ligada a la tuya, porque vengo a despertar tu corazón de niña, y el cielo me ha elegido para que abra el amor tu alma virginal y tus ojos a la luz, porque el amor es el sol del alma. No hay en la tierra, donde todo es efímero, más que una cosa durable y divina, el amor. ¡Oh Blanca! Tu rendido amante te trae la felicidad que tímidamente esperabas. ¡Oh, amémonos, vida mía!

Quiere abrazarla y ella le rechaza.

     BLANCA. -Dejadme, por Dios.

El REY la estrecha al fin en sus brazos y la besa.

     BERARDA. (Desde el fondo.) -(Esto va viento en popa.)

     REY. -Dime que me amas.

     BERARDA. -(¡Truhán!)

     BLANCA. (Inclinando los ojos al suelo) -Ya lo habéis oído, ya lo sabéis.

     REY. -¡Soy dichoso!

     BLANCA. -¡Estoy perdida!

     REY. -No; eres feliz conmigo.

     BLANCA. -Sois un extraño para mí; decidme cómo os llamáis.

     BERARDA. -(Ya es tiempo de que lo sepa.)

     BLANCA. -No seréis un gran señor; ¡mi padre les teme tanto!

     REY. -No lo soy; me llamo Gaucher Mahiet; soy un pobre estudiante.

     BERARDA. -(¡Embustero!)

Entran en la calle PIEUNE y PARDAILLAU, embozados y con una linterna sorda en la mano.

     PIEUNE. -Aquí es.

BERARDA baja precipitadamente de la terraza y avisa a BLANCA.

     BERARDA. -Hablan en la calle.

     BLANCA. (Espantada.) -Quizá sea mi padre.

     BERARDA. -Partid, caballero.

     REY. -¡Si pudiera apoderarme del que así me estorba! BLANCA. (A BERARDA.) -Hazle salir por la puerta que da al muelle.

     REY. -¡Separarme de ti tan pronto! ¿Me amarás mañana?

     BLANCA. -¿Y vos?

     REY. -Toda la vida.

     BLANCA. -Me engañaréis, porque engaño yo a mi padre.

     REY. -Nunca. Ahora, Blanca, un beso de despedida.

     BERARDA. -(Es muy besucón.)

     BLANCA. -No, no.

El REY la besa y sigue a la dueña; BLANCA los sigue con la vista. Entretanto aparecen en la calle varios caballeros armados y con máscaras. Noche oscurísima. Los caballeros, que han ocultado la linterna sorda bajo las capas, se entienden por señas. Les sigue un criado llevando una escala.



Escena V

Los CABALLEROS, luego TRIBOULET y después BLANCA

BLANCA aparece en la puerta del primer piso, en la terraza; lleva en la mano una luz, que alumbra su rostro.

     BLANCA. -Se llama Gaucher Mahiet el hombre que yo adoro.

     PIEUNE. -Señores, allí está.

     PARDAILLAU. -Es Verdad.

     GORDES. -Será alguna beldad vulgar.

     PIEUNE. -¿Te gusta, conde?

     MAROT. -No es fea la villana.

     GORDES. -Es un hada, un ángel, una diosa.

     PARDAILLAU. -Pues es la manceba del hipócrita bufón.

     GORDES. -Es un tunante.

     MAROT. -La más hermosa siempre le toca al más feo, porque Júpiter se complace en cruzar las razas.

BLANCA se retira por donde ha salido y se ve la luz al través de la ventana.

     PIEUNE. -Señores, no perdamos el tiempo. Resolvimos castigar a Triboulet, y con ese objeto hemos venido aquí provistos de una escala. Escalemos, pues, las paredes y robémosle a su compañera; llevémosla al Louvre, y que al levantarse mañana el rey se la encuentre en palacio.

     COSSÉ. -Si el rey interviene en esto...

     MAROT. -El diablo desenredará la trama.

     PIEUNE. -Pues ea, manos a la obra.

     GORDES. -Verdaderamente esa mujer es bocado de rey.

Sale TRIBOULET.

     TRIBOULET. -(Vuelvo..., ¿a qué? No sé por qué vuelvo.)

     COSSÉ. (A los otros.) -¿Señores, decidme si os parece bien que el rey sople la dama a todo el mundo? Querría yo saber lo que diría si alguno le escamotease la reina.

     TRIBOULET. -(No puedo olvidarme de la maldición del anciano.... ¡estoy perturbado!)

La oscuridad es tan densa que no ve a GORDES, con el que tropieza al pasar.

     ¿Quién es?

     GORDES. -¡Es Triboulet, señores!

     COSSÉ. -Doble victoria; matemos al traidor.

     PIEUNE. -Eso no.

     COSSÉ. -Está en nuestro poder,

     PIEUNE. -Sí; pero ¿quién nos divertirá mañana?

     GORDES. -Nos estorbará.

     MAROT. -Yo le hablaré y lo arreglaré todo.

     TRIBOULET. -(Parece que hablan en voz baja.)

     MAROT. (Acercándosele.) -¿Triboulet?

     TRIBOULET. -¿Quién es?

     MAROT. -No te asustes; soy yo.

     TRIBOULET. -¿Quién eres tú?

     MAROT.-Marot.

     TRIBOULET. -¡Cómo está tan oscuro!... ¿Qué ocurre?

     MAROT. -Venimos.... ¿no lo adivinas?

     TRIBOULET. -No.

     MAROT. -Pues venimos a robar para el rey a la esposa del señor Cossé.

     TRIBOULET. (Respirando.)-¡Ah! ¡Magnífica idea!

     COSSÉ. -(¡Estoy por romperle la cabeza!)

     TRIBOULET. -¿Cómo os arreglaréis para llegar hasta su aposento?

     MAROT. (A COSSÉ.) -(Dadme la llave de vuestra casa.)

COSSÉ se la entrega a MAROT y éste la trasmite a TRIBOULET. El bufón tienta la llave y reconoce en ella el cincelado blasón del conde.

     TRIBOULET. -Sí, ésta es; tiene tres hojas de sierra, que constituye su blasón. (Soy tan necio, que me había imaginado otra cosa.) Pues si venís a robarla, ahí tenéis el palacio de su marido.

     MAROT. -Con ese objeto venimos todos enmascarados.

     TRIBOULET. -Pues dadme también una mascarilla.

MAROT le pone una máscara, añadiéndole una venda que le ata sobre los ojos y sobre las orejas.

     ¿Y ahora qué vamos a hacer?

     MAROT. -Ahora nos sostendrás la escala.

Los caballeros suben por la escala, fuerzan la puerta del primer piso que da a, la terraza y penetran en la casa. Poco después uno de ellos aparece en el patio y abre la puerta; luego el grupo de los caballeros baja al patio y franquea dicha puerta, llevándose a BLANCA, desceñida y despeinada, que resiste todo lo que puede.

     BLANCA. -¡Padre, padre mío! ¡Socorro!...

     LOS CABALLEROS. -¡Victoria!

Desaparecen llevándose a BLANCA.

     TRIBOULET. (Que se ha quedado solo al pie de la escalera.) -¡Me están haciendo pasar aquí el purgatorio! Deben haber acabado ya.

Suelta la escala, se lleva la mano a la mascarilla y se encuentra con la venda.

     ¡Los tunantes me han vendado los ojos!

Se arranca la venda y la mascarilla. A la luz de la linterna sorda que han dejado olvidado en el suelo ve un objeto blanco, lo recoge y reconoce que es el velo de su hija. Se vuelve y ve que la escala está apoyada en la pared de su terraza y la puerta de su casa abierta. Entra en la casa como un loco, y reaparece un momento después, arrastrando a la dueña amordazada y casi desnuda. La contempla con estupor, luego se mesa los cabellos lanzando gritos inarticulados, y al fin recobra la palabra y grita sordamente:

     ¡Ha caído sobre mí la maldición del anciano!

Cae sin sentido.

FIN DEL ACTO SEGUNDO



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Acto tercero

El rey

Escena primera

LOS CABALLEROS

     GORDES. -Vamos a preparar el desenlace de la aventura. Es Preciso que Triboulet se atormente y se desespere, sin dejarle sospechar que hemos traído aquí a su adorada.

     COSSÉ. -Que la busque es muy natural..., pero si los porteros han visto cómo la introducíamos esta noche...

     MONTCHENU. -Hemos mandado ya a todos los ujieres de palacio que digan que no han visto entrar esta noche a ninguna mujer.

     PARDAILLAU. -Además, uno de mis lacayos, muy hábil en esta clase de intrigas, ha ido a desorientar al bufón diciéndole que a medianoche él vio que llevaban a la fuerza a una mujer al palacio de Haltefort.

     COSSÉ. (Riendo.)-Pues ese palacio está muy lejos del Louvre.

     GORDES. -Apretémosle la venda que le ciega.

     MAROT. -Yo le he escrito esta mañana este billete: (Saca un papel y lee.) «Acabo de robarte tu beldad, amigo Triboulet, y para que sepas de ella, te participo que la saco de Francia.»

Todos se ríen.

     GORDES. -¿Quién lo firma?

     MAROT. -Juan de Nivelles.

Nuevas carcajadas.

     PARDAILLAU. -La buscará como un desesperado.

     COSSÉ. -Pensándolo me divierto ya.

     GORDES. -El maldito bufón nos va a pagar en un día todas sus deudas atrasadas.

Ábrese la puerta lateral y entra el REY con PIEUNE. Todos los cortesanos se descubren y abren paso. El REY y PIEUNE vienen riendo a carcajadas.

     REY. -¿Está ahí la hermosa?

     PIEUNE. -¿La manceba de Triboulet?

     REY. -En verdad que soplarle la dama a mi bufón es cosa que causa risa. (No le creía padre de familia.)

     PIEUNE. -¿Quiere verla vuestra majestad?

     REY-¡Ya lo creo!

Vase el duque y vuelve sosteniendo a BLANCA, velada y vacilante. El REY se sienta.

     PIEUNE. -Entrad, hermosa mía, y no tembléis, que os encontráis en presencia del rey.

     BLANCA. -¡Aquel joven es el rey!

Con rapidez se arrodilla a sus pies; al oír la voz de BLANCA el REY se estremece y hace señal a todos de que salgan.



Escena II

El REY y BLANCA

En cuanto se quedan solos, el REY le levanta el velo.

     REY. -¡Blanca!

     BLANCA. -¡Es Gaucher Mahiet!

     REY. (Riendo.) -A fe de caballero que estoy muy contento de mi invención. Blanca, amor mío, ven a mis brazos.

     BLANCA. (Retrocediendo.) -¡El rey! ¡El rey! Dejadme, señor. Ya no sé cómo hablaros ni qué os he de decir. ¡Tened compasión de mí!

     REY. -¿Qué te tenga compasión, yo que te adoro? Lo que te dijo Gaucher Mahiet te lo repite el rey Francisco. Me amas y te adoro y seremos felices. Ser rey no nos priva de estar enamorados. Eras una inocente, que creías que era yo un estudiante; pero porque la casualidad me haya hecho nacer más alto, porque sea rey, no es motivo para que me rechaces y me aborrezcas. Nada importa que yo no haya nacido patán para quererte.

     BLANCA. -(¡Parece que se burla, Dios mío! ¡Quisiera morir en este instante!)

     REY. -Tu porvenir Y el mío serán de hoy en adelante las fiestas, las danzas, los torneos, los diálogos de amor en el fondo de los bosques, y cien y cien placeres que las sombras cubrirán con sus alas. Seremos dos amantes felices. La vida, Blanca, se reduce a muy poco: toda la sabiduría humana se reduce a honrar a Dios Padre, a amar, comer, beber y gozar.

     BLANCA. (Aterrada y retrocediendo.) -¡Qué diferente es del ideal de mis sueños!

     REY. -¿Me suponías acaso amante tímido y tembloroso, uno de esos hombres fríos y lúgubres, que creen que basta para cautivar los corazones de las mujeres exhalar suspiros y exclamaciones?

     BLANCA. (Rechazándole.) -¡Dejadme! ¡Desdichada de mí!

     REY-¿No sabes que yo soy la Francia entera, que represento quince millones de almas, la riqueza, el honor, el placer y el poder sin cortapisa? Pues todo eso es mío; soy el rey, y tú, Blanca, serás la reina.

     BLANCA. -¡La reina! ¿Y vuestra esposa?

     REY. (Riendo.) -¡Virtud de la inocencia! Mi mujer no es mi favorita.

     BLANCA. -¡Vuestra favorita! ¡Oh, qué vergüenza!

Tapándose la cara con las manos.

     REY. -¡Eres orgullosa!

     BLANCA. -No soy vuestra, soy de mi padre.

     REY. -Tu padre es mi bufón; es mi esclavo, y no puede querer más que lo que yo quiera.

     BLANCA. (Llorando amargamente.) -¡Pobre padre mío!

     REY. -Blanca, te juro que te adoro y no quiero que llores más. Quiero estrecharte contra mi corazón.

     BLANCA. (Retrocediendo.) -Eso jamás.

     REY. -¡Ingrata, no me has repetido que me amas!

     BLANCA. -Ni lo repetiré ya.

     REY. -Te ofendí sin querer; perdóname. No solloces como una mujer abandonada. Antes que arrancar lágrimas a tus ojos, quisiera morir y que mis vasallos me tuvieran por un rey débil y sin honor. Es un cobarde el rey que hace llorar a una mujer.

     BLANCA. -¿No es cierto que esto ha sido una broma? Sabéis que mi padre me buscará llorando, y si sois rey, haced que en seguida me acompañen a su casa. Vivimos junto al palacio Cossé, demasiado lo sabéis. No comprendo nada de lo que me sucede. Varios enmascarados me han arrebatado lanzando gritos de alegría, y este acontecimiento extraño rueda confuso por mi cerebro. (Llorando.) Ni siquiera sé ya si os amo. Cuando creo que sois rey, me causáis miedo.

     REY. (Queriendo tomarla en brazos.) -¡Os causo miedo, ingrata!

     BLANCA. (Rechazándole.) -Dejadme.

     REY. -Un beso para que sepa que me perdonáis.

     BLANCA. -No.

     REY. (Riendo.) -(¡Qué extraña mujer!)

     BLANCA. -Dejadme... Esta puerta...

Ve la puerta de la cámara del REY abierta, se precipita por ella y la cierra con violencia.

     REY. (Sacando una pequeña llave de oro de su cintura.) -Yo tengo la llave.

Cierra con llave dicha puerta.

     MAROT. (Que ha estado observando desde el fondo.) (La pobre muchacha, huyendo, se refugia ella misma en la cámara del rey.)



Escena III

MAROT, LOS CABALLEROS y después TRIBOULET

     GORDES. (A MAROT.) -¿Qué ha sucedido?

     MAROT. -Que el león ha arrastrado a la oveja a su madriguera.

     PARDAILLAU. (Con alegría.) -¡Pobre Triboulet!

     PIEUNE. -Silencio, que viene.

     GORDES. -Mucho disimulo.

     MAROT. -A mí solo me puede reconocer, porque no habló más que conmigo.

     PIEUNE. -Hagamos como que no sabemos nada.

Entra TRIBOULET. Nada ha cambiado en él; únicamente está muy pálido.

     PIEUNE. (Como continuando una conversación.) -Entonces fue, señores, cuando inventaron esta copia:

                       Cuando Borbón fue a Marsella
dicen que dijo a su séquito:
¿Qué capitán, Dios bendito,
en la ciudad hallaremos?

     TRIBOULET. (Continuando la canción.)



                       Del monte de la Colomba
es el paso muy estrecho,
Y subieron todos juntos,
mas soplándose los dedos.

Risas y aplausos irónicos.

     TODOS. -¡Bravo!

     TRIBOULET. (Adelantado hacia el proscenio.) -(¡Pobre hija mía! ¿Dónde estará?... ) (Cantando.)

Y subieron todos juntos, mas soplándose los dedos.

     GORDES. (Aplaudiendo.) -¡Muy bien!

     TRIBOULET. -(No hay duda que entre todos ellos me la robaron.)

     COSSÉ. (Riendo y dándole una palmada en el hombro.) ¿Qué hay de nuevo, bufón?

     TRIBOULET. -Este gentilhombre se ríe lúgubremente. (Remedándole.) ¿Qué hay de nuevo, bufón?

     COSSÉ. (Riendo.) -Tú nos lo dirás.

     TRIBOULET. -Que no la echéis de gracioso, porque aún estáis más horrible. (¿Dónde la habrán escondido?... Si se lo preguntase, se burlarían de mí.) (Acercándose a MAROT.) Me alegro que no te hayas constipado esta noche.

     MAROT. -¡Esta noche!

     TRIBOULET. -Ha sido una buena tostada.

     MAROT. -¿Qué tostada?

     TRIBOULET. -¡Bah!

     MAROT. -Te aseguro que al toque de Ánimas estaba ya en la cama, y que cuando me desperté había ya algunas horas de sol.

     TRIBOULET. -¿No has salido de casa esta noche? Entonces es que lo he soñado.

Ve un pañuelo en una mesa y se echa encima de él.

     PARDAILLAU. -Mira, duque, cómo registra la marca de mi pañuelo.

     TRIBOULET. (Dejando caer al suelo el pañuelo.) -(¡No es el suyo! ¿Dónde estará?)

     PIEUNE. (A GORDES.) -¿Por qué te ríes tanto?

     GORDES. -Porque tú nos haces reír.

     TRIBOULET. -Están todos hoy muy risueños. ¿El rey no se ha levantado aún?

     PIEUNE. -No lo sé.

     TRIBOULET. -Parece que se oye ruido en su habitación.

Va hacia allí y PARDAILLAU le detiene.

     PARDAILLAU. -No quiero que vayas a despertar a su majestad. GORDES. -Este diablo de Marot nos está refiriendo un cuento muy gracioso. Al volver los tres Guy, no sé de dónde, encontraron a sus tres mujeres...

     MAROT. -Con otros tres que no eran sus maridos. TRIBOULET. -¡La moral ahora está muy relajada!

     COSSÉ. -¡Son tan traidoras las mujeres!...

     TRIBOULET. -¡Cuidado con lo que decís!

     COSSÉ. -¿Por qué?

     TRIBOULET. -Porque no hay que mentar la soga...

     COSSÉ. -¿Qué dices?

     TRIBOULET. (Burlándosele en las narices.) -En una aventura enteramente igual.

     COSSÉ. -¡Hum!

     TRIBOULET. -Señores, acertad cuál es el animal que cuando está furioso dice: ¡Hum!

Todos se ríen. Entra VANDRAGON.

     PIEUNE. -¿Qué ocurre, Vandragon?

     VANDRAGON. -La reina, mi señora, desea ver al rey para hablarle de un asunto urgente.

PIEUNE le hace señal de que es imposible, pero el gentilhombre insiste.

     Sin embargo, no está con el rey la señora de Merze.

     PIEUNE. -Es que el rey no se ha levantado todavía.

     VANDRAGON. -¿No se ha levantado? Hace un instante estaba hablando con vosotros.

     PIEUNE. (Haciéndole señas que él no comprende.) -El rey está de caza.

     VANDRAGON. -No se caza sin pajes y sin monteros.

     PIEUNE. -A ver si ahora me entendéis: el rey no quiere ver a nadie en estos momentos.

     TRIBOULET. (Con voz de trueno.) -¡Entonces está aquí! ¡Entonces está con el rey!

Se asombran todos los caballeros.

     GORDES. -El bufón está delirando.

     TRIBOULET. -Bien sabéis todos a lo que me refiero: la mujer que anoche robasteis en mi casa está aquí y la recobraré.

     PIEUNE. (Riendo.) -¡Triboulet ha perdido su querida! Pues, sea fea o sea hermosa, búscala en otra parte.

     TRIBOULET. -He perdido a mi hija.

     TODOS. -¡Su hija!

Momento de sorpresa.

     TRIBOULET. (Cruzando los brazos.) -Es mi hija, y... reíos ahora. ¡Os habéis quedado mudos, os habéis sorprendido de que un bufón sea padre y de que tenga una hija!... Los lobos y los señores tienen familia; también yo la puedo tener. Basta de burlas.

Con voz terrible.

     Sé que está aquí mi hija y quiero que me la devolváis.

Los caballeros se colocan delante de la puerta y le impiden que pase.

     MAROT. -Su locura ha entrado en el período de la furia.

     TRIBOULET. (Retrocediendo con desesperación.) -¿Es verdad que estos cortesanos, que estos bandidos, que esta raza de demonios me han robado a mi hija? Una mujer a sus ojos no vale nada: cuando el rey es un rey disoluto, las mujeres de los grandes señores, si son hábiles, les hacen a éstos hacer carrera... El honor de una doncella es para ellos un lujo inútil, un tesoro oneroso. Una mujer debe ser un campo productivo, una heredad, cuyo real colono paga cada plazo, y por eso llueven sobre ellos favores, de no se sabe dónde; hoy un gobierno, mañana el collar del Toisón, y una porción de gracias que van en aumento cada día.

Mirándoles cara a cara.

     ¿Hay alguno entre vosotros que se atreva a desmentirme? No; porque todo lo venderíais, si no lo habéis vendido ya, por un título o por una vanidad cualquiera. Tú, Brion, a tu mujer; tú, Gordes, a tu hermana; tú, Pardaillau, a tu madre.

Pausa.

     ¡Quién me había de decir que los más ilustres personajes de la nación se juntarían para robarle la hija a un pobre hombre! Son indignos de nobles razas corazones tan viles; sin duda vuestras madres se prostituyeron a sus lacayos y sois todos bastardos.

     GORDES. -¡Es muy chusco!

     TRIBOULET. -¿Cuánto os ha dado el rey por haberle vendido mi hija? (Mesándose el cabello.) ¡Yo no tenía en el mundo más tesoro que ella! ¿Creerá el rey que puede, hacer algo por mí? ¿Darme un título como los vuestros? ¿Puede convertirme en gallardo, en hermoso como los demás! ¡No puede, y todo me lo ha quitado!... Señores, devolvedme mi hija al momento. Abridme esa puerta.

Corre a pasar por la puerta otra vez y los cortesanos se lo vuelven a impedir. Lucha porfiadamente con ellos hasta caer de rodillas en el suelo.

     ¡Todos juntos contra mí! ¡Diez contra uno! No me avergüenzo de llorar... (Arrastrándose a los pies de los cortesanos.) Ved cómo me arrastro a vuestras plantas pidiéndoos perdón... Estoy enfermo... ¡Tened piedad de mí! ¡Es mi único tesoro! ¡Oh, fatalidad! No sabéis más que reír o callar.

Abrese de repente la puerta de la real cámara y aparece BLANCA, despavorida y desgreñada.

     BLANCA. -¡Padre mío!

     TRIBOULET. -¡Ah, es mi hija! (Recibiéndola en sus brazos.) Señores, es toda mi familia, es mi ángel tutelar, y eran legítimos mis arrebatos y justas mis lágrimas. (A BLANCA.) No temas ya nada.... es una broma que te gastaron y que te habrá asustado mucho; pero estos señores son buenos, han conocido ya cuánto te amo, y desde hoy en adelante nos dejarán vivir en paz. ¡Qué dicha es volverte a abrazar, hija mía! Pero.... ¿por qué lloras?

     BLANCA. (Tapándose la cara avergonzada.) -¡Somos muy desgraciados los dos!

     TRIBOULET. (Estremeciéndose.) -¡Qué dices!

     BLANCA. (En voz baja a su padre.) -No lo diré delante de nadie; sólo quiero ruborizarme ante vos.

Cayendo a los pies de su padre.

     TRIBOULET. -(¡El infame! ¡Ella también!)

Dando tres pasos y despidiendo a los desconcertados caballeros.

     Idos de aquí, y si el rey de Francia se atreviera a entrar, decidle que no entre, porque se encontrará conmigo.

     PIEUNE. -No he visto nunca un loco semejante.

     GORDES. -Con los locos y con los niños es preciso transigir. Estemos, sin embargo, a la mira por lo que pueda suceder.

Se van los caballeros.

     TRIBOULET. (Sentándose en el sillón del REY y con voz siniestra y tranquila.) -Vamos, habla, dímelo todo.



Escena IV

BLANCA y TRIBOULET

     TRIBOULET. -Habla.

     BLANCA. (Entre sollozos.) -Padre mío... Ayer se deslizó dentro de casa... Hace mucho tiempo que debía habéroslo dicho.... un joven que me seguía...

     TRIBOULET. -Sí, el rey.

     BLANCA. -Me seguía todos los domingos cuando iba a la iglesia...

     TRIBOULET. -Sí, a oír misa.

     BLANCA. -Nunca me había hablado, pero para llamarme la atención movía una silla cuando pasaba.... anoche consiguió introducirse en casa...

     TRIBOULET. -Quiero ahorrarte la angustia que debe causarte decirme lo demás, porque ya lo adivino. (Se levanta.) ¡Oh rabia! Ha echado el oprobio y la vergüenza sobre tu frente pura, y su aliento corrompido, impregnando el aire que respiras, ha deshojado brutalmente tu virginal corona. ¡Y ha perdido, ha hundido en el barro inmundo la única alhaja que yo poseía en la tierra! ¡Qué será de mí después de esta fatal desgracia, de mí, que sólo veía en esta tierra prostituida el impudor, el vicio, el adulterio, la infamia y la crápula, y al levantar los ojos al cielo, sólo reposaba mi vista recreándome en tu virginidad! ¡Pero ya está derribado el ídolo y el altar!... Esconde la frente; llora, hija mía, llora. Parte de los dolores a tu edad algunas veces los arrastra el llanto.

Pausa.

     Blanca, cuando ya haya cumplido con mi deber, nos iremos de París... Si escapo con vida...

Pausa.

     ¡Quién me hubiera dicho que en un solo día había de cambiar mi suerte! ¡Rey Francisco I! ¡Plegue a Dios que me escucha, que pronto tropieces y caigas en la pendiente que sigues y por ella ruedes hasta el sepulcro!

     BLANCA. (Levantando los ojos al cielo.) -(¡Oh Dios! ¡No le escuchéis, porque yo le amo!)

Ruido de pasos por el foro. Aparecen en la galería exterior soldados y gentileshombres, a cuya cabeza va PIEUNE.

     PIEUNE. -Caballero Montchenu, mandad que abran la verja al señor de Saint-Vallier, al que conducen a la Bastilla.

El grupo de soldados desfila a dos de fondo, y al pasar SAINT-VALLIER, a quien custodian, éste se detiene en la puerta del fondo.

     VALLIER. (En alta voz.) -Ya que a pesar de los ultrajes con que el rey me ofende sin cesar, mi maldición no encuentra, ni arriba ni abajo, una voz que la responda; ni un rayo en el cielo, ni un hombre vengador en la tierra, no espero ya nada. Ese rey continuará causando víctimas.

     TRIBOULET. (Levantando la frente y mirándole faz a faz.) -Conde, os habéis equivocado. Vive un hombre en el mundo que os vengará.

FIN DEL ACTO TERCERO



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Acto cuarto

Blanca

Escena primera

TRIBOULET y BLANCA fuera, SALTABADIL dentro de la casa TRIBOULET está inquieto y preocupado; SALTABADIL, sentado junto a la mesa, se ocupa en limpiar su tahalí.

     TRIBOULET. -¿Y tú le amas?

     BLANCA. -Le amo y no le puedo olvidar.

     TRIBOULET. -En vano dejé que pasara el tiempo para que te curara de ese amor insensato.

     BLANCA. -En vano, padre mío.

     TRIBOULET. -Explícame al menos por qué la amas.

     BLANCA. -No lo sé.

     TRIBOULET. -¿Porque es rey?

     BLANCA. -No, no, no es por eso. Hay hombres que salvan las vidas a sus esposas, maridos que las hacen opulentas, pero no por eso les aman. Ese hombre sólo me ha causado daño, y sin embargo, le quiero sin saber por qué. Y llega a tal punto mi locura, que a pesar de ser vos tan tierno para mí y él tan cruel, lo mismo moriría por él que por vos.

     TRIBOULET. -Eres muy niña y te perdono.

     BLANCA. -Pero él también me ama.

     TRIBOULET. -No lo creas, hija mía.

     BLANCA. -Me lo dijo y me lo juró. Además, sus palabras convencen y avasallan el corazón, ¡porque es tan hermoso, tan gallardo!...

     TRIBOULET. -Es un infame y no se jactará de robarme impunemente mi tesoro.

     BLANCA. -Le habías perdonado ya, padre mío.

     TRIBOULET. -No; sólo di treguas a mi venganza, mientras le tendía el lazo que le tengo ya preparado.

     BLANCA. -Desde hace un mes creí que habíais concluido por querer al rey.

     TRIBOULET. -Lo aparentaba, pero te vengaré, Blanca, te vengaré.

     BLANCA. -¡Perdonadle, padre mío!

     TRIBOULET. -Estarías como yo colérica contra él si te convencieras de que te está engañando.

     BLANCA. -No, no puedo creer que me engañe.

     TRIBOULET. -¿Si te convencieras por tus propios ojos, le seguirías amando?

     BLANCA. -No lo sé..., ayer mismo me repitió que me adora.

     TRIBOULET. -¿Cuándo? (Amargamente.)

     BLANCA. -Por la noche.

     TRIBOULET. -Pues ven aquí: mira si ves algo.

Indicándole a BLANCA una grieta de la pared, por la que ella se pone a observar.

     BLANCA. -Sólo veo a un hombre.

     TRIBOULET. -Espera un poco y sigue mirando.

Aparece el REY vestido de simple oficial en la sala baja de la hostería, saliendo por la puertecilla de un aposento inmediato.

     BLANCA. (Estremeciéndose.) -¡Padre, es él!

Sigue observando.



Escena II

Los mismos, el REY y MAGDALENA

El REY le da una palmada en el hombro a SALTABADIL, que se vuelve de repente.

     SALTABADIL. -¿Qué se os ofrece?

     REY. -Quiero dos cosas en seguida.

     SALTABADIL. -¿Qué cosas?

     REY. -Tu hermana y un vaso de vino.

     TRIBOULET. -Ya ves sus costumbres: se mete en los tugurios, y el vino que más le gusta y más le alegra es el que le escancian impúdicas taberneras.

     REY. (Cantando.)

                       «La mujer es movible
cual pluma al viento;
¡ay del que en ella fija
su pensamiento!...»

SALTARADIL, Mientras trae de la pieza inmediata una botella y un vaso, que pone en la mesa, da dos golpes en el techo con el Pomo de la espada, y baja dando saltos en la escalera una moza vestida de gitana, ligera y risueña. En cuanto aparece, el REY quiere abrazarla, pero ella huye.

     REY. -Amigo mío, si limpiaras el tahalí al aire libre quedaría mejor.

     SALTABADIL. -Comprendo.

Se levanta, saluda y se va, abre la puerta de la calle y la cierra tras sí. Reconoce a TRIBOULET y se dirige a él; mientras cambian algunas palabras, MAGDALENA hace al REY algunas zalamerías, que BLANCA observa con terror.

     SALTABADIL. -El hombre ha caído en nuestras manos. ¿Queréis que viva o que muera?

     TRIBOULET. -Volved dentro de un poco.

SALTABADIL se va.

     MAGDALENA. -Digo que no.

     REY. -Pues ya hemos adelantado algo. Ven aquí, no huyas y hablemos. Hace ocho días que me llevó Triboulet a la posada de Hércules, y allí fue donde por primera vez vi tus hermosos ojos; pues desde entonces te adoro y no amo a nadie más que a ti.

     MAGDALENA. -Y a veinte más; tenéis trazas de ser un gran libertino.

     REY. -Es verdad, he causado la desgracia de más de una.... soy un monstruo...

     MAGDALENA. -¡Sois un fatuo!

     REY. -Pero te digo la verdad: en fin, me has traído esta mañana a esta maldita hostería, en la que se come y bebe muy mal, pero en la que deseo pasar la noche.

     MAGDALENA. -¡Claro está!

El REY quiere abrazarla.

     Dejadme; os digo que no quiero.

     REY. -¡Pues eres poco esquiva!

     MAGDALENA. -Sed prudente.

     REY. -La prudencia consiste en amar, comer, beber y gozar; ésta fue toda la sabiduría de Salomón.

     MAGDALENA. -Me parece que vais menos al sermón que a la taberna.

     REY. (Tendiéndola los brazos.) -¡Magdalena!

     MAGDALENA. -Mañana.

     REY. -La mujer hermosa no debe decir nunca mañana.

     MAGDALENA. (Sentándose por fin al lado del REY.) -Pues hagamos las paces.

     REY. (Cogiéndole una mano.) -¡Qué hermosa mano! Mejor recibiría bofetones de ésta que halagos de otra.

     MAGDALENA. -¿No os burláis?

     REY. -Hablo de veras.

     MAGDALENA. -¡Sí soy fea!

     REY. -¡Pardiez! No digas eso; haz más justicia a tus atractivos. Reina de las desdeñosas, estoy ardiendo como un volcán.

     MAGDALENA. (Riendo.) -¿Eso lo habéis leído en algún libro?...

     REY. -(Es posible.) Ea, déjate querer.

     MAGDALENA. -Vamos, estáis ebrio.

     REY. -Ebrio de amor.

     MAGDALENA. -Os estáis burlando de mí.

     REY. -No, no.

Quiere abrazarla otra vez.

     MAGDALENA. -Basta.

     REY. -Quiero casarme contigo.

     MAGDALENA. (Riendo.) -¿Palabra de honor?

     REY. -(¡Esta mujerzuela es deliciosa!)

El REY la sienta en sus rodillas y hablan en voz baja. BLANCA no puede soportar ese espectáculo y se acerca, pálida y temblorosa, a TRIBOULET, que permanece inmóvil.

     TRIBOULET. -¿Ves cómo necesitamos vengarnos?

     BLANCA. -¡No me esperaba del ingrato esa inicua traición! ¡Cómo me engañaba! ¡Es abominable que diga a esa mujer lo mismo que me ha dicho a mí! ¡Dios mío, a una mujer tan desvergonzada! ¡Oh!

Ocultando la frente en el seno de su padre.

     TRIBOULET. -Calla y no llores, que yo te vengaré.

     BLANCA. -Haced lo que queráis.

     TRIBOULET. -Así te quería ver.

     BLANCA. -Pero estáis terrible. ¿Qué plan meditáis?

     TRIBOULET. -Todo lo tengo dispuesto; no te opongas a nada y obedéceme. Ve a casa, disfrázate de hombre, toma el dinero que necesites y un caballo y parte sin detenerte hasta Evreux, donde te alcanzaré yo mañana. En el cofre que hay debajo del retrato de tu madre está el traje de hombre que hice para ti; el caballo lo tienes ensillado. Cumple todas mis órdenes; parte y no vuelvas, porque aquí va a pasar algo terrible.

     BLANCA. -Venid conmigo, padre mío.

     TRIBOULET. -Ahora no puedo.

     BLANCA. -¡Estoy temblando!

     TRIBOULET. -Mañana nos veremos; haz lo que te he dicho.

BLANCA se aleja con paso vacilante; TRIBOULET se acerca al parapeto de la playa, hace una señal y sale SALTABADIL. Está oscureciendo.



Escena III

TRIBOULET, SALTABADIL, MAGDALENA y el REY

     TRIBOULET. -Me pides veinte escudos; aquí tienes diez adelantados. ¿Pasará aquí la noche?

     SALTABADIL. -Creo que sí; se va cubriendo mucho el tiempo.

     TRIBOULET. -(No siempre duerme en palacio.)

     SALTABADIL. -Estad tranquilo, porque lloverá antes de una hora y la tempestad y mi hermana le detendrán toda la noche.

     TRIBOULET. -A las doce volveré.

     SALTABADIL. -No os molestéis; me basto y me sobro para echar al Sena un cadáver.

     TRIBOULET. -Es que quiero echarlo yo.

     SALTABADIL. -Eso es diferente; os lo entregaré cosido en un saco.

     TRIBOULET. -Bien.... a medianoche os daré el resto.

     SALTABADIL. -Pues os cumpliré fielmente. ¿Cómo se llama el galán?

     TRIBOULET. -¿Quieres saber su nombre?

     SALTABADIL. -Si no tenéis inconveniente...

     TRIBOULET. -Te diré su nombre y el mío: él se llama Crimen y yo Castigo.



Escena IV

Los mismos menos TRIBOULET

     SALTABADIL. -La tempestad se acerca y no tardará en descargar. (Relampaguea.) Tanto mejor; de ese modo la playa estará completamente solitaria.

     REY. -Magdalena... (Queriendo cogerla por el talle.)

     MAGDALENA. -Esperad.

     REY. -¡Maldita!

     MAGDALENA. (Cantando.)

                       Sarmiento que brota
en el mes de abril,
poquísimo vino
echa en el barril.

     REY. -¡Qué hombros! ¡Qué brazos!

Se oye un trueno lejano.

     MAGDALENA. -Tened formalidad,que sube mi hermano.

     REY. -Nada me importa que tu hermano suba.

Óyese otro trueno.

     MAGDALENA. -¡Ay, qué miedo!

     SALTABADIL. (Entrando.) -Va a llover a cántaros.

     REY. -Que lluevan lanzas de punta, que yo estoy bajo techado, y no me disgustará pasar la noche aquí.

     MAGDALENA. -Pero, señor, vuestra familia estará con cuidado...

     REY. -No tengo abuelas, ni hijas, ni apego a nada.

     SALTABADIL. -Tanto mejor.

Empieza a llover muy fuerte y la noche está ya completamente cerrada.

     REY. (A SALTABADIL.) -Tú te acostarás en el establo, en el infierno o donde quieras.

     SALTABADIL. -Muchas gracias.

     MAGDALENA. (Al REY en voz baja y con rapidez mientras enciende una luz.) -¡Vete!

     REY. -¡Está lloviendo! ¿Dónde quieres que vaya?

El REY se asoma a la ventana.

     SALTABADIL. (Enseñando a MAGDALENA el dinero que acaba de recibir.) -(Me ha dado diez escudos de oro y luego me dará otros diez.) (Al REY.) Tengo el placer de ofrecer a monseñor mi aposento, para que pase en él la noche; si queréis verlo...

     REY. Veámoslo.

SALTABADIL toma la luz, el REY sigue al asesino al piso superior y MAGDALENA se queda donde estaba.

     MAGDALENA. -¡Pobre joven! (Se asoma a la ventana.)

     ¡Qué oscuro está todo!

     SALTABADIL. -Aquí tenéis, monseñor, la cama, la silla y la mesa.

     REY. -Magnífico. (Acercándose a la ventana, cuyos vidrios están rotos.) Además, aquí se tiene la ventaja de dormir al aire libre, porque las ventanas no tienen vidrios ni pasadores. En fin, buenas noches.

     SALTABADIL. -¡Dios os guarde! (Deja la luz y baja.)

     REY. (Quitándose el tahalí.) -¡Estoy muy rendido! Voy a ver si puedo dormir un poco mientras espero ser afortunado.

Deja en la silla el sombrero y la espada, se quita las botas y se echa en la cama.

     Magdalena está muy frescota, es muy alegre y muy lista.... me parece que ha dejado la puerta abierta... ¡Claro está!

Al poco rato se queda dormido. MAGDALENA y SALTABADIL están los dos en la sala de abajo. Ha estallado la tempestad. Ambos guardan silencio durante algún tiempo, como preocupados por una idea grave.

     MAGDALENA. -¡Es buen mozo ese militar!

     SALTABADIL. -Tampoco a mí me disgusta, porque me hace ganar veinte escudos de oro.

     MAGDALENA. -¿Cuántos?

     SALTABADIL. -Veinte.

     MAGDALENA. -Pues vale mucho más.

     SALTABADIL-¡No seas niña! Sube a ver si duerme; tómale la espada y bájamela.

MAGDALENA obedece. Aparece BLANCA por el foro, vestida de hombre con traje de montar; avanza hacia la casa, mientras SALTABADIL bebe y MAGDALENA contempla al REY dormido.

     MAGDALENA. -¡Qué confiado duerme! ¡Pobre joven!

Le quita la espada.



Escena V

El REY en el granero, SALTABADIL y MAGDALENA en la sala baja y BLANCA fuera de la casa.

     BLANCA. -Me hace perder el juicio pensar que va a pasar la noche en esta casa, y no sé por qué creo que se acerca para mí el instante supremo. Perdóname, padre, si te desobedezco; si vuelvo aquí es porque no he podido resistir a la tentación... ¿Qué quiere hacer aquí y cómo terminará esto? Yo que vivía con los ojos cerrados, en completa ignorancia del mundo, me veo lanzada de repente en los tortuosos y difíciles caminos de la vida!... ¡Ay de mí, todo lo he perdido; virtud y felicidad! El ingrato ya no me ama... ¡Qué espantosa noche!... A todo se arriesga una mujer desesperada; a todo me arriesgo, yo que me asustaba de mi propia sombra. ¡Qué sucederá ahí dentro! ¡Matarán a alguno! (Se pone a observar.)

     MAGDALENA. -¡Qué modo de llover y de tronar!

     SALTABADIL. -Sin duda en el cielo está riñendo el matrimonio; el uno rabia y la otra llora.

     BLANCA. -(¡Si mí padre supiera dónde estoy! Creo que hablan.)

     MAGDALENA. -¿Sabes lo que estoy pensando?

     SALTABADIL. -No lo sé.

     MAGDALENA. -A ver si lo aciertas.

     SALTABADIL. -No estoy ahora para acertijos.

     MAGDALENA. -Pues pienso que ese joven es un buen ,mozo,

     que se ha enamorado de mí según parece, y que, confiado en nuestra hospitalidad, se ha dormido. ¡No le matemos!

     BLANCA. -(¡Cielos! ¡Qué oigo!)

     SALTABADIL. (Sacando del baúl un saco de lona y dándoselo a su hermana.) -Recose en seguida ese saco.

     MAGDALENA. -¿Para qué?

     SALTABADIL. -Para meter en él el cadáver de ese buen mozo y echarlo al río.

     MAGDALENA. -Pero...

     SALTABADIL. -Si yo hiciera caso de ti no mataríamos a nadie; compón el saco.

     BLANCA. -(Vaya un par de demonios.)

     MAGDALENA. (Cosiendo el saco.) -Te obedeceré, pero hablemos.

     SALTABADIL. -Hablemos.

     MAGDALENA. -¿Odias a ese caballero?

     SALTABADIL. -No; es capitán, y yo aprecio mucho a los hombres de espada, porque a ellos pertenezco.

     MAGDALENA. -Pues es una necedad matar a un gallardo mozo por dar gusto a un repugnante jorobado.

     SALTABADIL. -Pero he recibido del jorobado por matar al buen mozo diez escudos de oro a toca teja, y recibiré otros diez cuando le entregue el cadáver.

     MAGDALENA. -Pues puedes matar al jorobado cuando te venga a traer los otros diez escudos, y te sale la misma cuenta.

     BLANCA. -(¡Pobre padre mío!)

     MAGDALENA-¿No te parece bien?

     SALTABADIL. -¿Me tomas por algún bandido o por algún ladrón, que quieres que mate al cliente que me paga?

     MAGDALENA. -Pues mete en el saco ese haz de leña que hay ahí, y como está oscuro, el jorobado creerá que encierra el cadáver.

     SALTABADIL. -Eso es un disparate. No se lo puedo hacer creer.

     MAGDALENA. -Quiero que le perdones.

     SALTABADIL. -Pues es preciso que muera.

     MAGDALENA. -Pues no morirá, porque le despertaré y se fugará.

     BLANCA. -(¡Tiene buen corazón!)

     SALTABADIL-¿Y los diez escudos de oro?

     MAGDALENA. -Eso es verdad.

     SALTABADIL-No seas niña y déjame obrar.

     MAGDALENA. -¡Quiero salvarle!

Se coloca resuelta al pie de la escalera para cerrar el paso a su hermano, que, vencido por esta resistencia, vuelve al proscenio, como tratando de encontrar un medio de conciliar todo.

     SALTABADIL. -El otro vendrá a medianoche a buscarme. Si de aquí a entonces viene un viajero cualquiera a pedirme posada, lo mato y lo meto en el saco en vez del militar. Estando tan oscura la noche, el jorobado no lo conocerá, y se dará por satisfecho con echar al río un cuerpo muerto. Esto es todo lo que puedo hacer por ti.

     MAGDALENA. -Te lo agradezco; ¿pero quién ha de venir a la posada en semejante noche?

     SALTABADIL. -Pues no hay otro medio de salvar al oficial.

     BLANCA. -(¡Oh Dios! Sin duda queréis que yo muera. No debo hacer tan cruel sacrificio por un ingrato. ¡Oh Dios! No me impulséis a sacrificarme.)

Truena.

     MAGDALENA. -Verás cómo no se atreve nadie a pedirnos hospitalidad.

     SALTABADIL. -Pues si no la pide nadie, no puedo faltar a mi palabra.

     BLANCA. -(Estoy por avisar a la ronda..., ¿pero dónde la he de encontrar? Y si la encontrara, ese hombre denunciaría a mi padre.)

Suenan las doce menos cuarto.

     SALTABADIL. -Oyes? Ya está la hora muy próxima..., no tengo tiempo que perder: sólo me queda un cuarto de hora.

     MAGDALENA. -Espera un momento más.

     BLANCA. -(¡Esa mujer está llorando y yo la puedo socorrer!... Ya que él no me ama... ¿Para qué quiero vivir? ¡Moriré por él, pero eso es horrible!)

     SALTABADIL. -No puedo esperar más.

     BLANCA. -(¡Si supiera que me mataran sin hacerme sufrir! ¡Oh, Dios mío!)

     SALTABADIL. -Es preciso que suba ya.

     BLANCA. -(¡Morir sin haber cumplido dieciséis años! Es preciso, sin embargo...)

Llama a la puerta débilmente.

     MAGDALENA. -Han llamado.

     SALTABADIL. -Me parece que es el viento que hace crujir el techo.

BLANCA vuelve a llamar.

     MAGDALENA. -No, no, están llamando.

Corre a abrir el postigo y mira afuera.

     SALTABADIL. -¡Es muy extraño!

     MAGDALENA. -¿Quién es? Es un joven. (A SALTABADIL.) BLANCA. -¿Puedo quedarme en la posada esta noche? MAGDALENA. -Sí.

     SALTABADIL. -Y dormirá bien.

     BLANCA. -Abrid.

     SALTABADIL. -Espera un instante. Dame el puñal y lo afilaré un poco.

Le da el puñal, que lo afila en un hierro.

     BLANCA. -(¡Gran Dios! ¡Afilan el arma homicida!)

     MAGDALENA. -¡Pobre joven! Llama a la puerta de su tumba.

     BLANCA. -(¡Estoy temblando! (Cayendo de rodillas.) ¡Dios mío, al presentarme ante ti, perdono a todos los que me han hecho daño; perdónales tú también.... desde el rey, a quien amo y compadezco, hasta ese demonio que me espera en la oscuridad para asesinarme! Voy a morir por un ingrato.) (Levantándose. Vuelve a llamar a la puerta.)

     MAGDALENA. -Date prisa, que se cansa.

     SALTABADIL. (Probando el filo en la mesa.) -Ya está bien. Espera que me esconda detrás de la puerta.

     BLANCA. -(Oigo todo lo que dicen.)

     MAGDALENA. -Espero la señal.

     SALTABADIL. (Detrás de la puerta con el puñal en la mano.) -Abre.

     MAGDALENA. (Abriendo.) -Entrad.

     BLANCA. (Retrocede un paso.) -(¡Dios me ampare!)

     MAGDALENA. -Pasad adelante.

     BLANCA. -(¡La hermana ayuda al hermano! ¡Perdónales, Dios, Y tú perdóname, padre mío!)

Entra y se ve a SALTABADIL levantar la mano con el puñal.

Telón rápido.

FIN DEL ACTO CUARTO

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