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El rey y la contrarrevolución absolutista al final del trienio constitucional

Emilio La Parra López


(Universidad de Alicante)



Al mismo tiempo que se difundió la noticia de que el 7 de marzo de 1820 Fernando VII había jurado la Constitución (fue la primera y única vez que lo hizo) se puso en marcha un movimiento contrarrevolucionario para derribar el régimen liberal. En él participaron fuerzas muy heterogéneas, desde el liberalismo moderado hasta el absolutismo puro, que no coincidían en su objetivo fundamental, pues mientras unos pretendían una reforma «moderada» de la Constitución, es decir, la atribución de más poderes al rey y una disminución considerable del papel de las Cortes unicamerales en la dirección de la política, otros aspiraban a suprimirla para volver lisa y llanamente al absolutismo. Poco a poco se impuso la segunda opción, de modo que la contrarrevolución «realista» pronto se convirtió en absolutista. A este proceso han dedicado importantes estudios Josep Fontana, Jaume Torras, Gil Novales, Ramón Arnabat, Ramón del Río y otros1, pero quedan todavía algunos aspectos por averiguar para llegar a una interpretación global. Uno de ellos es el papel concreto que desempeñó el rey Fernando VII.

Para los historiadores citados es evidente que Fernando VII participó activamente en la contrarrevolución, pero ni ellos ni los contemporáneos que dejaron sus memorias o reflexiones sobre el periodo (Alcalá Galiano, Argüelles, el marqués de las Amarillas, Miñano, etc.) suelen ir mucho más allá de esta afirmación general, salvo la consignación de algún dato particular2. La impresión global es que Fernando VII actuó de forma indirecta, bien dando soporte a ciertos individuos (sobre todo al marqués de Mataflorida y al general Francisco de Eguía), bien a través de las juntas realistas. Los agentes de la contrarrevolución, por su parte (en particular los autores de las muchas proclamas y manifiestos publicados en la época y los clérigos que escribieron sobre el periodo), así como la historiografía conservadora rebajan o desdibujan la participación del monarca y todo lo cifran en la actuación de una gran parte de los españoles (el «pueblo»), contrarios por convicción a las innovaciones revolucionarias o simplemente hastiados de los abusos de los constitucionales y del estado de anarquía que -se dijo- éstos había provocado3.

No podemos ahora detenernos en un debate sobre tan interesante cuestión. Tampoco es mi intención contemplar en conjunto la contrarrevolución, que utilizó procedimientos muy variados, desde los conspirativos característicos del momento y las algaradas callejeras en las ciudades, hasta la sublevación armada en el medio rural, aspecto este último quizá el más conocido. El propósito de estas páginas se limita a ofrecer unos datos sobre la participación directa, en primera línea, de Fernando VII en la organización e impulso del movimiento contrarrevolucionario durante el Trienio, tomando como fuente principal los documentos guardados por el propio monarca, que forman parte del fondo denominado «Papeles reservados de Fernando VII» del Archivo General de Palacio de Madrid.

El origen de la contrarrevolución absolutista fue muy diverso y no cabe duda del protagonismo -sobre todo al comienzo- de ciertos individuos y colectivos que se sintieron desfavorecidos por las primera medidas del régimen constitucional. Fueron éstos, fundamentalmente, empleados públicos sustituidos en sus puestos, militares que sufrieron suerte similar o se sintieron relegados y muchos clérigos que, de antemano, rechazaban el liberalismo por principios y por intereses. La iniciativa particular tuvo importancia y siguió teniéndola, pero a partir, al menos, de mediados de 1821 sobre ella se impuso el propósito del propio monarca de controlar el movimiento contrarrevolucionario. Es decir, desde la fecha indicada el rey se situó en el centro de las actuaciones contra el constitucionalismo, no sólo porque los que se rebelaron contra el régimen invocaron al monarca como principal bandera para la lucha, junto a la religión, sino porque de forma directa él mismo trató de dirigir las actuaciones más relevantes para acabar de manera inmediata con la Constitución.

Tras la intervención militar de Austria, en abril de 1821, contra los regímenes constitucionales en Nápoles y Sicilia y el progreso de la rebelión armada en el interior de España, Fernando VII confió en la posibilidad de cambiar pronto el régimen. El primer hecho era indicio seguro del apoyo diplomático europeo a la contrarrevolución e incluso -como esperaba el rey- de ayuda material en dinero y armamento. Abonaron esta impresión sus contactos con el zar de Rusia a través de su embajador en Madrid y los informes sobre la buena disposición de otros gobiernos proporcionados por los agentes absolutistas distribuidos por Europa4. El incremento de partidas armadas, por su parte, era prueba evidente, para el rey, del rechazo social casi general del sistema constitucional. Todo ello auguraba un final próximo de la Constitución, aunque para evitar desviaciones era necesario tomar dos importantes precauciones. Una consistía en disipar las dudas sobre el régimen a establecer, es decir, eliminar todo intento de sustituir la Constitución vigente por otra, por muy monárquica que fuera o, como se dijo entonces, desvanecer cualquier idea de «gobierno representativo». La segunda se refería al protagonismo de los españoles en la caída del régimen constitucional. Ésta debía ser obra exclusiva suya, para no dar lugar, como en el caso de los estados italianos, a la intervención armada de otra monarquía. Por ambos motivos, decidió el monarca tomar en sus manos y en las de las personas de su confianza el control de las actuaciones contrarrevolucionarias.

Con esta finalidad, se montó un operativo que tuvo su centro en la residencia real, en el palacio de Oriente de Madrid. Lo creó el rey con el consejo de varios miembros de su familia y destacados absolutistas, pero sus auxiliares más efectivos fueron su discreto y fiel secretario particular, Antonio Martínez Salcedo, y, de manera especial, el muy intrigante Antonio Ugarte. Sobre el particular tenemos noticia gracias a las notas secretas cruzadas entre estos dos y el rey en mayo de 1822, parte de las cuales publicó hace tiempo Ortiz de la Torre5. El procedimiento seguido es pintoresco y se ajusta al modo de actuar de los conspiradores de la época. Fernando VII se comunicó con los «tocayos» (es su forma de referirse a Salcedo y a Ugarte) mediante cartas firmadas con distintos nombres de mujer («Carolina», «Dominga», «Dolores», «Carlota»). Una parte de estas misivas es legible y trata de asuntos baladíes y absurdos; en la otra, escrita con tinta simpática según la técnica indicada por el experimentado Vargas Laguna, ex embajador de España en Roma dedicado ahora con entusiasmo a la causa absolutista, el rey transmite instrucciones o solicita consejo. Aunque Fernando asumió la empresa como empeño personal, el alma ejecutora de todo fue Ugarte.

Era Ugarte en este tiempo el consejero más próximo y decisivo de Fernando VII en las maquinaciones contra el constitucionalismo. Quien no contaba con Ugarte, nada valía para el rey, declaró el duque del Infantado, personaje igualmente comprometido en la causa, aunque siempre colocado en la distancia que le permitía su alto rango nobiliario y su extraordinario patrimonio, o en la que le situaba su cobardía, como sostenían los liberales. Según un observador directo, el británico Michael J. Quin, el favor de Ugarte, «tanto más poderoso cuanto más ocultos eran los medios que lo sostenían, no pudo comparase sino al de Godoy en su más brillante periodo», lo cual equivale a decir que era el amigo fiel del monarca, sin cuya participación no se despachaba ningún asunto relevante6. Tal extremo lo corroboró el propio Fernando VII cuando se vio obligado a abandonar Madrid en marzo de 1823. Escrito de su puño y letra, dirigió a Ugarte el siguiente decreto: «Os autorizo para que enterado en los asuntos y ocurrencias durante mi cautiverio, y como persona de mi entera confianza, hagáis presente, en los casos y circunstancias que ocurran, lo que os he confiado y tenéis entendido de mis Reales intenciones, a fin de que tengan cumplido efecto»7. Es decir, el rey hizo de Ugarte una especie de su lugarteniente en la capital del reino durante su forzada ausencia de casi nuevo meses.

Antonio Ugarte y Larrazábal había comenzado su andadura en Madrid en tiempos de Carlos IV como mozo de cordel o recadero al servicio de un funcionario de la corte. Debido, al parecer, a su poca honestidad en el manejo del dinero fue expulsado de esta casa, pero su despejo y habilidad en el trato le permitieron continuar en la ciudad en el ejercicio de los más variados oficios, desde escribiente a maestro de baile, hasta que por la recomendación de una dama bien situada ocupó la plaza de agente de Indias de los Cinco Gremios Mayores de Madrid. Aunque vil y grotesco, era sagaz, emprendedor y aventurero, de ingenio extremadamente vivo, dice de él Pío Baroja, y nunca le importó para quien trabajaba si obtenía provecho personal. Durante el reinado de José Bonaparte continuó desempeñando la agencia de los Cinco Gremios, «sirviendo indistintamente a españoles, a franceses y a sus respectivas señoras, sacando de todos el partido más ventajoso».8 En esa época contactó con el embajador ruso en Madrid, conde de Strogonoff, quien lo recomendó a Tatistscheff, su sucesor cuando Fernando VII volvió al trono. Gracias al embajador ruso, Ugarte intimó con el general Eguía y bien por influjo de cualquiera de los dos o tal vez por mediación de algún servidor de palacio, entró en la «camarilla» del rey. Con motivo de la fraudulenta compra de una flota de navíos a Rusia aconsejada por Tatistscheff, Ugarte y su amigo Eguía consiguieron una cantidad considerable de dinero y se sospecha que algo llegó asimismo a manos de Fernando VII. Poco a poco éste fue haciendo de Ugarte su principal confidente y en 1819 le nombró director general de la expedición militar encargada de pacificar América. Debido a los cuantiosos fondos con que contó la ambiciosa empresa, Ugarte halló una nueva oportunidad para el enriquecimiento, aunque su pretendida perspicacia no le sirvió para evitar el pronunciamiento de esas tropas en enero de 1820.

El rey y Ugarte fueron el centro de una vasta operación destinada a lograr el apoyo diplomático y material de las potencias de la Santa Alianza, a impulsar la sublevación armada en el interior de España, a dirigir la opinión pública y a provocar incidentes en las ciudades para desacreditar al régimen constitucional y crear un ambiente irrespirable de confusión y anarquía. En lo referente a la acción exterior, crearon una amplia y variopinta red de agentes que distribuyeron por toda Europa, encargados de transmitir un mensaje muy simple: el rey de España se hallaba privado de sus facultades, o lo que era lo mismo, un grupo de militares rebeldes lo había destronado de facto al imponer a la fuerza la Constitución de 1812, situación que si se prolongaba podía extender al resto de Europa y desestabilizar todas las monarquías. La ayuda exterior era, por tanto, una medida profiláctica para sustentar la idea monárquica y un acto de justicia hacia un rey legítimo cautivo de los revolucionarios, cuya vida y la de su familia estaban en peligro, y cuyo único deseo era -según resumió en marzo de 1824 el marqués de Mataflorida- «restablecer y mantener la paz en Europa sobre principios monárquicos los más propios para asegurar la felicidad de los Pueblos y los legítimos derechos de los Tronos».9 En el lenguaje del entorno de Fernando VII esto equivalía, lisa y llanamente, a la vuelta al absolutismo.

La red adquirió una dimensión considerable. El núcleo fundamental lo constituyeron absolutistas emigrados durante el Trienio, a los que el marqués de Mataflorida y el general Eguía, los más señalados, trataron de coordinar y dar una organización política, siempre siguiendo las indicaciones de la corte de Madrid. Allí actuaron diplomáticos despechados, como Vargas Laguna, el conde de Fernán Núñez o Pascual Vallejo; arzobispos y obispos expulsados de sus diócesis por el gobierno liberal a causa de su oposición al constitucionalismo refugiados en Francia, aventureros dispuestos a conseguir el máximo provecho personal, al estilo de Ugarte, un buen número de militares (Longa, Quesada, el conde de España, O'Donnell, el barón de Eroles...) y funcionarios afines al absolutismo o, simplemente, descontentos por el trato recibido del régimen constitucional, entre quienes Antonio Gómez Calderón, José Morejón y Fermín Martín de Balmaseda fueron los más notorios por su actividad y cargos desempeñados10.

En el interior de España se organizó un dispositivo similar, aunque con más ambición y mayor complejidad, destinado a aglutinar e impulsar todas las actuaciones contra el régimen constitucional y en particular las de las organizaciones o juntas absolutistas («realistas», se autodenominaron) surgidas en distintos puntos de España. Tal es el caso de la Junta Apostólica de Galicia, llamada así porque se puso bajo la advocación del apóstol Santiago. Según su vicepresidente, el capitán retirado Ignacio Pereyra, la Junta nació en cuanto triunfó el pronunciamiento de Las Cabezas de San Juan para «contrarrestar las providencias de un Gobierno intruso». La formaron militares retirados, clérigos, propietarios agrícolas y funcionarios y centró su actividad en la captación de personas, dinero y armas para levantar Galicia contra la Constitución. En varias ciudades de España surgieron asociaciones similares por su composición y objetivos y allí donde no se llegó a alcanzar cierto grado de organización, no dejaron de existir individuos dispuestos a desprestigiar al régimen y a defender -es el caso de ciertos abogados- a cuantos se consideraron perjudicados por su política o perseguidos por la justicia.

No se tardó desde arriba, es decir, desde el palacio real, en intervenir en este movimiento. El procedimiento empleado resultó un tanto confuso (o al menos así me lo parece a tenor de la documentación que he podido consultar) y no siguió un único esquema, pero no careció de eficacia y siempre se desenvolvió en el más estricto secreto, al estilo de la carbonería, esto es, de tal manera que los grupos locales no tuvieran conocimiento del origen último de las directrices generales: el rey y, según todos los indicios, su hermano el infante don Carlos María Isidro. La organización del entramado puede reconstituirse a partir de la información proporcionada por la correspondencia entre los absolutistas, de los planes de insurrección ideados por ellos y de las solicitudes de cargos y gracias al rey firmadas por los implicados en estas acciones una vez derrocado el sistema constitucional, documentos conservados en la mencionada sección del Archivo General de Palacio de Madrid y algunos publicados por el marqués de Miraflores.

En la cúspide estaban el rey, don Carlos y su esposa (la portuguesa Francisca de Asís) y el duque del Infantado, este último parece que no con tanta dedicación. De ahí partía la aprobación de las iniciativas y planes y algunos fondos económicos. En un segundo escalón se situaban los auténticos directores ejecutivos de las operaciones: Ugarte (quizá el principal de todos, por su contacto directo e íntimo con el rey y por su permanencia en territorio nacional), el marqués de Mataflorida y el general Eguía, estos dos últimos en Francia. Para transmitir órdenes a las agrupaciones locales o provinciales los mencionados se servían de un número indeterminado de personas de alta consideración: obispos (el de Orense, por ejemplo, hizo de nexo en las comunicaciones entre la Junta Apostólica de Galicia y «la Corte», como manifestó el vicepresidente de la Junta gallega), clérigos (en especial, párrocos, superiores de conventos y abades de monasterios) y altos funcionarios de la administración civil o de justicia, así como algunos destacados servidores de palacio y miembros de las delegaciones diplomáticas europeas11. Por último, existían agentes que podríamos considerar especializados, una suerte de espías que se infiltraron en las sociedades secretas y en las filas del liberalismo exaltado, entre los cuales el más conocido y, al parecer, eficaz, fue José Manuel Regato.

La principal entidad impulsora y coordinadora de las actuaciones en el interior, al menos durante 1822, fue la «Confidencia central general de la Corte», que actuó en la más completa clandestinidad y ni tan siguiera llegó a adoptar -que sepamos- una denominación oficial, pues los implicados en su actividad se refieren a ella indistintamente como «Confidencia de la Corte», «Junta Secreta» o «Junta Principal». Probablemente estuvo ubicada en el palacio real, pero ni sobre el particular ni acerca de su composición hemos hallado datos concretos en la documentación examinada, salvo que la dirigió Ugarte, extremo éste que todos mencionan12. Ugarte potenció la creación de Juntas de Confidencia provinciales y locales según un procedimiento que cabe presumir no diferiría mucho del seguido en Toledo y en Córdoba, sobre los que existe alguna información detallada. En el caso de Toledo13, los absolutistas se fueron organizado en un primer momento de manera espontánea mediante la celebración de reuniones convocadas con los pretextos más peregrinos, por ejemplo, abrir una suscripción para «sostener los jornaleros». Una vez detectada la existencia de este grupo, Ugarte le transmitió instrucciones precisas mediante una persona de su confianza (en concreto el auditor de Castilla la Nueva Pedro Antonio Renedo). Tales directrices fueron las siguientes: formar opinión o, mejor dicho, intoxicarla con informaciones falsas o deformadas (los miembros de la Junta debían «glosar las malas noticias y suponer otras favorables» -a la causa absolutista- y difundirlas entre las personas más o menos afines), organizar rondas armadas con la excusa de velar por la tranquilidad pública para así vigilar a los miembros de la Milicia Nacional y controlar los depósitos de armas, contactar con los guerrilleros de la zona (se menciona a El Locho) e impulsar la formación de otros grupos armados, infiltrarse en el Ayuntamiento y defender a los absolutistas ante la justicia.

La Confidencia de Córdoba tuvo un origen no muy diferente al caso anterior14. Su principal impulsor, José Gregorio Aragón, cesado como corregidor de Ronda en 1820, se puso en contacto en Córdoba con un tal Ramón Somalo. Éste viajó a Madrid (no sabemos si atendiendo alguna llamada) y regresó con instrucciones de Ugarte «para el establecimiento -cuenta Aragón- de una Confidencia en aquella provincia y creación de una Junta Secreta, que obrando de acuerdo y en combinación con la Principal, pusiese en movimiento todos los resortes imaginables para dar en tierra con la facción [en su lenguaje: los constitucionales] y proteger la causa de S.M.». Aragón formó la Confidencia junto con su hermano, contador principal de rentas en la ciudad, un oficial de dicha contaduría, un canónigo, el notario mayor eclesiástico de la diócesis, el administrador de loterías y un teniente del ejército. Esta Confidencia de Córdoba recibió el encargo especial de Ugarte de ganar a la causa absolutista a los soldados de los regimientos de la zona para sustentar la rebelión del 7 de julio de 1822 y, entre otras actuaciones, apoyó a los guerrilleros realistas Zaldívar y José Rodríguez, trató de sublevar a los pueblos de la serranía de Ronda y puso en libertad a absolutistas presos en Sevilla en las cárceles que fueron de la Inquisición.

Los dirigentes de estas Confidencias provinciales, a tenor de los datos anteriores, eran, pues, párrocos, canónigos, militares retirados, hacendados y, sobre todo, empleados públicos (corregidores, contadores de rentas, abogados...) que perdieron su puesto en 1820. Su relación con Ugarte fue permanente y a su vez, algunas de ellas actuaron como una especie de centro coordinador de amplias zonas. La de Córdoba, por ejemplo, destacó agentes en su provincia y en Sevilla, Granada, Jaén, Extremadura y Serranía de Ronda. A partir de junio de 1823, cuando las tropas de Angulema entraron en Andalucía, estos agentes tuvieron un papel destacado para provocar deserciones en el ejército constitucional y apoyar a la guerrilla absolutista.

Las Confidencias recibieron dinero de Ugarte, pero la mayoría de sus gastos corrieron por cuenta de los dirigentes locales, según ellos. Su radio de acción fue la mitad meridional de España, pues de la zona septentrional y del centro se encargaron específicamente el marqués de Mataflorida y Eguía, cada uno por su parte, mientras la Junta Apostólica de Galicia se ocupaba de su territorio. Todos mantenían contacto con palacio, el centro de operaciones. Ugarte llegó a todas parte, salvo a los grupos controlados por el marqués de Mataflorida, con quien nunca mantuvo buena relación personal, pero se percibe una cierta, aunque muy difusa, distribución de funciones. Las instrucciones a Galicia las daba fundamentalmente el duque del Infantado a través del obispo de Orense, Ugarte hacía lo propio con su amigo íntimo Eguía y Mataflorida recibía las suyas directamente del rey. Eguía y Mataflorida disponían, a su vez, de sus propios agentes en la corte, quienes les servían como espías sobre lo que sucedía en el interior al mismo tiempo que actuaban de transmisores de las órdenes del «centro». El espía de Eguía era -como el propio general declaró en una manifestación al rey en 1824- su hijo, Francisco Agustín, oficial del ministerio de la Guerra cesado en 1820 y ahora secretario del rey en ejercicio de decretos, como lo era un escogido grupo de absolutistas comprometidos en las tareas conspirativas. La red de Mataflorida era más amplia y compleja. El lugar principal en ella lo ocupaba José Villar Frontín, hombre muy próximo a Fernando VII porque estuvo a su servicio en Valençay. Villar también había recibido el nombramiento real de secretario en ejercicio de decretos y pasaba por ser uno de los integrantes de la camarilla. Fue quien transmitió a Mataflorida las instrucciones del rey para la formación de la Regencia de Urgel y sobre el contenido de las cartas enviadas por este organismo a las monarquías europeas.

Aunque tratándose de Eguía y Mataflorida es difícil determinar el radio de acción particular de cada uno, pues hasta finales de 1822 sus actuaciones se solaparon con frecuencia, se puede contemplar una especie de distribución geográfica: Eguía impulsó la formación de guerrillas y de Juntas absolutistas en el País Vasco y Navarra y Mataflorida en Cataluña, Aragón, Castilla la Vieja y Murcia. En todos los casos, la composición social de estas agrupaciones es la misma que la de las Confidencias: clérigos (abundan los canónigos y destaca entre ellos Joaquín Lacarra, impulsor de la junta de Navarra), nobles, militares retirados, propietarios agrícolas y empleados de la administración, estos últimos los más numerosos15.

La obra de juntas, guerrillas y «confidencias» fue completada en las ciudades, o en ciertos casos ampliada, por los agentes secretos absolutistas. Estos individuos solían hacerse pasar por ultraliberales y su misión consistió en infiltrarse en las Sociedades Patrióticas y en la de los comuneros para emitir las opiniones revolucionarias más descabelladas y organizar o potenciar asonadas callejeras destinadas a intimidar a los liberales moderados y, sobre todo, a los propietarios. En Valencia, por ejemplo, recurrieron en 1821 a contrabandistas, debidamente compensados económicamente, que recorrieron las calles anunciando a gritos que encarcelarían a todos los ricos y se repartirían sus bienes para lograr la igualdad preconizada por la Constitución. En todos los sitios eran estos individuos los que en cualquier asonada popular con más fuerza gritaban «¡Muera el rey!». En esta función ocupó un lugar distinguido José Manuel Regato, personaje singular que supo ocultar con suma habilidad su doble juego, hasta el punto de que en junio de 1822, en el momento álgido de la rebelión interna contra el sistema, las Cortes le declararon «benemérito de la patria» y le concedieron una indemnización económica por sus servicios y desvelos en defensa de la Constitución.

Regato engañó a todos en su tiempo, incluso a los políticos más avisados. Antonio Alcalá Galiano, que lo trató de cerca, afirma que lo más probable es que no sirviera a nadie con entera lealtad y sólo velara por sus propios intereses. La misma vacilación mantienen en la actualidad algunos historiadores, aunque la monografía que le ha dedicado Claude Morange deja poco margen de duda sobre su papel de agitador al servicio del absolutismo16. Sus encendidos discursos contra los liberales moderados y su participación en la fundación de la sociedad de los comuneros, la más decidida defensora del sistema constitucional en sus postrimerías, son hechos documentados, y al mismo tiempo existen testimonios fiables que lo dan por el principal impulsor de ciertas algaradas especialmente dirigidas para suscitar las iras de las monarquías europeas contra el sistema español, como el apedreamiento por las turbas madrileñas de las casas de los embajadores de las potencias de la Santa Alianza, en enero de 1823.

Regato supo utilizar a personas más o menos bienintencionadas para promover actos de esta naturaleza de acuerdo con instrucciones recibidas. En la acción contra las residencias de los embajadores, por ejemplo, él quedó libre de toda sospecha y figuró como cabeza del motín un zapatero, Damián Santiago. En otras ocasiones, más confusas, se sospecha que individuos como Regato utilizaron, sin ellas saberlo, a personas sinceramente liberales como instrumentos para desprestigiar al régimen mediante actuaciones extremistas. Es el caso, por ejemplo, del intento en Zaragoza, en 1821, de proclamar la república, en el que figuraron como principales implicados dos franceses, uno de ellos, Cugnet de Montarlot, liberal sin tacha. Parece ser, aunque el asunto está por estudiar, que esta asonada -en la que no puso su mano Regato- fue organizada para desacreditar al general Riego, a la sazón capitán general de Aragón, y que incluso alguna parte tuvo el embajador de Francia en España, La Garde, otro de los muy interesados en desestabilizar el régimen constitucional17. En otros casos, las dudas se incrementan, como sucede con Jorge Bessières, quien poco antes de tener lugar el suceso anterior, también intentó, junto a un reducido grupo de personas, entre ellas un fraile, proclamar la república en Barcelona, donde residía y pasaba por liberal exaltado. Fue detenido y condenado a muerte, pero los liberales más acalorados de la ciudad presionaron de tal modo a las autoridades que al final quedó conmutada la pena por la de prisión en el castillo de Figueras18. Tal vez Bessières había sido captado por algún agente absolutista y quizá recibió ayuda de este sector a continuación, pues no tardó en evadirse para refugiarse en Francia. En cualquier caso, el héroe liberal volvió a España un año después convertido en furibundo guerrillero absolutista.

Resulta muy difícil dilucidar hasta qué punto estos sucesos fueron organizados, o al menos alentados, por agentes absolutistas, aunque es evidente que también participaron en ellos con todo el entusiasmo derivado de la exaltación muchos liberales hastiados de los progresos de las partidas absolutistas y de la propaganda de este signo. El caso de Regato abona todo tipo de sospechas, que no sólo se extienden a las actuaciones callejeras, sino también a la prensa.

Claude Morange ha estudiado la financiación de dos de los periódicos más caracterizados del ala izquierda del liberalismo en estos años: El Eco de Padilla, publicado entre agosto y diciembre de 1821, y su continuador El Independiente, producto de la fusión del anterior con el también exaltado La Antorcha Española19. El capital para fundar El Eco de Padilla fue suministrado por el comerciante madrileño Antonio León, uno de los promotores de los comuneros junto a Regato, pero en noviembre vendió el periódico a Francisco o François de Caze. Este último tuvo contacto con Mataflorida antes de la invasión francesa, en 1823 y 1824 actuó como agente de información en España de las autoridades francesas y publicó dos folletos sobre la situación de España en los que manifiesta opiniones claramente contrarias al constitucionalismo y favorables a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis. Además, en El Eco de Padilla y en El Independiente trabajaron como redactores Manuel Cortabarría, José Joaquín de Mora y José María Carnerero, todos ellos liberales, pero de trayectoria dudosa. Cortabarría trabajó en Francia después de la invasión como agente de la policía de Fernando VII, de Mora dijeron sus contemporáneos que fue amigo de Mataflorida y Carnerero se pasó al absolutismo en cuanto cayó el régimen constitucional y en varias obras de teatro halagó a Angulema y a los absolutistas.

Si conjugamos estos datos con las instrucciones a la «Confidencia» de Toledo relativas a la tergiversación de las noticias de prensa para intoxicar la opinión, tal vez podamos entrever algo de lo que en esta materia tramaron los grupos absolutistas. Además, del entorno del rey salieron textos destinados a rebatir la doctrina liberal y a ridiculizar la Constitución. En el Archivo Real se hallan varios manuscritos, llenos de borrones y correcciones, que quizá mandó formar el propio monarca o tal vez corrió él mismo o alguien del aparato central. Uno de estos textos se titula: «Constitución impolítica de la Monarquía Española inventada por la escoria de la nación durante la ausencia y cautividad de Fernando Séptimo» y está fechado en 1821. Se trata de una tosca burla de la Constitución, realizada a base de ofrecer una redacción alternativa de algunos de sus principales artículos. Por ejemplo, en el artículo primero constitucional («la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios») se cambia la palabra «españoles» por «facinerosos»; el tercero («La soberanía reside esencialmente en la nación) se redacta así: «La soberanía reside esencialmente en las logias, cafés, tertulias y algunas cabezas de revolución»; el séptimo («Todo español está obligado a ser fiel a la Constitución») se trastoca por: «Todo español está obligado a ser amante de la anarquía»; el 13 («El objeto del gobierno es la felicidad de la nación») queda así: «El objeto de gobierno es destruir la nación y llenarla de todo tipo de desastres». Como en este juego no podía faltar la alusión al rey y a la religión, se incluye esta disposición «constitucional»: «Los descamisados tendrán derecho de insultar al Rey y a las personas reales y a todos los que son adictos, como también a los ministros de la Religión». Otros textos, sin fecha pero probablemente de 1822, conservados en el mismo lugar, están dirigidos a ensalzar a la persona del monarca y a denigrar a Riego. En ninguno se olvida la crítica a la Constitución, calificada como «escalón para la República» en uno de estos manuscritos, destinado, al parecer, a ser réplica de otro publicado por el liberal exaltado La Tercerola20.

El grupo rector de las operaciones absolutistas no descuidó, por otra parte, el control de determinadas personas. Al efecto se formaron listas de «buenos» (realistas) y «malos» (constitucionalistas) para actuar llegado el momento, que asimismo se conservan entre los papeles reservados de Fernando VII. La mala calidad y distintos tamaños del papel, el descuido en la presentación y en el lenguaje y la ausencia de firma delatan que se trata de documentos elaborados en secreto por los agentes absolutistas para hacerlos llegar por vía reservada a manos del rey. Se refieren a empleados y militares de distintas partes de España, aunque se pone especial cuidado en identificar a los servidores de palacio y a los integrantes de los regimientos próximos a la persona del rey, como la Guardia Real, el cuerpo de Alabarderos y el ministerio de la Guerra. Por regla general, estos papeles se limitan a consignar el calificativo, tras el nombre de la persona, sin más observaciones. De acuerdo con estas listas, en el cuerpo de Guardias de Alabarderos no existían malos, mientras que en el de Guardias de la Persona del Rey se daba cierto equilibrio entre ellos y los buenos: 372 buenos, 244 malos y 46 sospechosos, sin que se indique la razón de este último calificativo. Buenos eran todos los destinados a la Mayordomía Mayor del rey, pero entre los servidores de las personas reales y los empleados en otras dependencias de palacio había malos y sospechosos. Así, en la servidumbre del cuarto de la reina, que ascendía a 35 mujeres, siete eran malas y en el cuarto de la esposa del infante Carlos María Isidro, que contaba con 20 sirvientas, seis son calificadas de la misma forma. Proporción similar se registra entre los servidores del resto de la familia real, así como en la Tesorería y en la Contaduría de la Real Casa21.

Los estrategas de la contrarrevolución absolutista no se limitaron a lo dicho. Su función principal consistió en acelerar el cambio de régimen mediante el golpe de Estado. Hubo varios planes al efecto, pero los que mayor repercusión política tuvieron fueron el descubierto a Matías Vinuesa en 1821 y el del 7 de julio de 1822, sin duda interrelacionados. La conspiración de Vinuesa era en realidad un tanto descabellada, como sostienen por lo general los historiadores, y fracasó antes de dar el primer paso para su ejecución. A pesar de todo, fue un modelo que los absolutistas no abandonaron hasta el último momento, lo que induce a pensar que formaba parte del plan general y que no fue simple locura de un clérigo desvariado. El «Plan para conseguir nuestra libertad» -según se titula en los papeles descubiertos al que había sido cura de Tamajón (pequeño municipio de Guadalajara) y en ese momento era capellán de palacio y, por tanto, persona próxima al rey- sólo debía conocerlo el mismo rey, el infante don Carlos, el duque del Infantado y el marqués de Castelar. Consistía en arrestar a las principales autoridades del Estado, una vez convocadas a palacio por el rey, depurar a la guardia real de los elementos sospechosos y provocar a continuación una asonada popular en Madrid, con vivas a la religión, rey y patria y mueras a la Constitución. Tras esto, se aboliría el régimen constitucional, se depuraría la administración y se detendría a los liberales más destacados. El plan prevé la aplicación de una serie de medidas políticas inmediatas, todas de signo absolutista y con un marcado carácter represivo22.

Algo similar a esto sugirió el zar Alejandro I a Fernando VII pocos meses después, pero dado el reciente fracaso del plan anterior, el rey lo desechó por inviable23. No obstante, el 7 de julio de 1822 se ensayó el mismo procedimiento con importantes variantes y con dimensiones más amplias. En esta fecha, quizá por la confianza en la fuerza adquirida por el movimiento contrar-revolucionario, no se cifró todo en la capacidad de un grupo de conspiradores para movilizar tropas y provocar una algarada popular en Madrid que diera pie al rey a derogar la Constitución. Ahora se intentó una alambicada combinación de fuerzas y actuaciones no sólo en Madrid, sino también en distintos puntos de España, que habían de culminar con un golpe de fuerza en el palacio real. El plan general nació, sin duda alguna, en el entorno inmediato de Fernando VII. El marqués de las Amarillas, que estuvo al lado del rey en el momento crucial, afirma que los sublevados actuaron «según creo, de órdenes del Rey y por la agencia de la Infanta doña Francisca [la esposa de Carlos María Isidro], que fue el móvil inmediato de todo».24 En el asunto tuvieron un protagonismo destacado el infante don Carlos, su esposa y el duque del Infantado, los mismos mencionados en el plan de Vinuesa. La ejecución quedó a cargo de las «Confidencias», entre las que destacó la de Córdoba por su actividad, de los agentes secretos y de grupos formados ex profeso para actuaciones específicas, como el destinado a sublevar a la guardia real de palacio, organizado en la casa de Ramón Zuloaga, conde de Torrealta, quien según Gil Novales había participado en el asesinato del teniente Landáburu.

Como era habitual en este tipo de maquinaciones, la parte esencial consistía en provocar la rebelión del ejército y organizar revueltas populares, pero además se buscó la cobertura diplomática de las monarquías europeas, para lo cual se ideó una turbia operación política en la que se vio implicado Martínez de la Rosa, entonces jefe del gobierno, quien tal vez actuó de buena fe, aunque este extremo queda todavía en la más completa oscuridad, así como la hipotética relación del conde de Toreno, a la sazón exiliado en Francia. Según el general Fernando Fernández de Córdoba, hermano de uno de los oficiales comprometidos en la rebelión militar, «el rey y los ministros resolvieron, de común acuerdo, sustituirla [la Constitución de 1812] por otra que encerrara principios más conservadores y autoritarios, encargando su elaboración a Martínez de la Rosa, el cual secretamente la redactaba para imponerla al país un día por medio de un golpe de fuerza, si bien parece que el gobierno estaba resuelto a convocar después Cortes que la sancionaran».25 Amparados en esto, los directores de la conspiración, o quizá directamente el rey, contactaron con el embajador de Francia en Madrid, conde de La Garde, quien se mostró totalmente dispuesto a apoyar la iniciativa, pues cuadraba exactamente con las miras política de Francia de modificar la Constitución española por un texto parecido a la Carta Otorgada, y ofreció sus oficios para ganar asimismo al resto del cuerpo diplomático.

Todos estos movimientos no fueron sino maniobras para captar el apoyo extranjero y comprometer a los moderados, en particular al gobierno, pues Fernando VII no tardó en rechazar el proyecto que le fue avanzando Martínez de la Rosa, por lo que no se verificó la esperada unión entre gobierno (o, si se quiere, el sector liberal moderado) y conspiradores. Ello no fue obstáculo para que prosiguiera la conjura por las vías habituales. Desde mayo se venía intentando una sublevación general en España para facilitar el golpe de mano que debía tener lugar en el palacio real. Los acontecimientos se agolparon: un grupo de militares proclamaron en Valencia al rey absoluto y pretendieron colocar al frente de la capitanía general a Elío, entonces en prisión por su probado carácter absolutista; en Castro del Río (Córdoba) se sublevó una brigada de carabineros creyendo que se pondría a su frente el infante don Carlos, y como algunos pensaron que era la señal para la sublevación general -la parte en todo esto de la «Conspiración» de Córdoba debió ser importante- en otros lugares de Andalucía y de Murcia se produjeron movimientos similares; el 30 de mayo la población de Aranjuez aclamó al rey absoluto y provocó una algarada que no fue a más porque intervino con dureza la Milicia Nacional. En esta situación de agitación absolutista por doquier, llegó la noticia de la toma de la Seu de Urgell por las guerrillas absolutistas. Parecía que las condiciones generales eran propicias para terminar con el sistema constitucional y se procedió a dar el golpe final.

El primero de julio, de acuerdo con lo convenido en casa del conde de Torrealta, se sublevaron cuatro batallones de la guardia real y se dirigieron a El Pardo, adonde según lo previsto debían acudir el rey y su familia para quedar libres de la tutela de las autoridades constitucionales. Ese mismo día, Fernando VII nombró jefe de la guardia real al general Morillo, cuyas convicciones políticas estaban próximas a los moderados y, por tanto, era persona en la que el monarca confiaba para seguir sus planes. Pero inmediatamente reaccionaron el Ayuntamiento de Madrid, la Milicia Nacional, un grupo de militares que dirigidos por el coronel Evaristo San Miguel formaron el llamado «Batallón sagrado» y varios generales, entre ellos Riego, Álava y Ballesteros, se ofrecieron a reducir a los sublevados. El rey no se atrevió a salir de Madrid o no lo consideró conveniente, e intentó culminarlo todo desde palacio. En primer lugar, se rodeó de aristócratas y militares de su plena confianza (entre otros, estuvieron a su lado los generales Longa, Aymerich y Saint March, todos destacados absolutistas, el duque de Castro Terreño y los marqueses de Castelar, de Casa Sarriá y de las Amarillas), los cuales «aconsejaban al monarca según el hilo de sus deseos»26 y luego convocó a palacio al gobierno y a las principales autoridades políticas y militares con el pretexto de buscar una solución a la agitación que había provocado la sublevación de la guardia real. Su intención era clara, como apuntan casi todos los historiadores: trataba de poner en práctica el plan de Vinuesa, es decir, retener a las autoridades constitucionales y, una vez cuajaran la sublevación militar y estallaran las algaradas populares, declarar extinto el régimen constitucional.

Basado en una interpretación estricta de la Constitución, el gobierno se consideró obligado a atender el llamamiento del rey y por eso fue inoperante durante esta crisis, pues el monarca lo encerró de hecho en una dependencia de palacio sin permitirle salir. El resto de autoridades convocadas no acudió, pero Fernando VII, rodeado de personas de su confianza y alentado por el ambiente de euforia de palacio, se sintió seguro. Según cuenta Bayo, «los sublevados llenaban las galerías y los corredores; los criados de la servidumbre les distribuían oro a manos llenas, botellas de vino y paquetes de cigarros habanos; y las damas y mozas de retrete dispensábanles mil finezas para inflamar sus almas».27 Para evitar tal vez problemas diplomáticos, el rey quiso resolver la situación con apariencia de legalidad e hizo uso del mandato constitucional que le obligaba a consultar al Consejo de Estado en los asuntos graves. Mediante notas manuscritas enviadas sin el aval del gobierno, como era preceptivo, el rey pidió al Consejo varios dictámenes sobre la situación. En uno de ellos solicitó que se transigiera con los militares sublevados de El Pardo, pues habían actuado en defensa de la persona del rey, puesta en peligro por los revolucionarios y, en especial, por Riego, a quien acusaba de haber llegado a Madrid sin su permiso (Riego acudió a la capital para ocupar su escaño de diputado en las Cortes, pero el rey argumentaba que por ser militar era necesaria la venia real). No se podía dar a entender más claramente que el rey estaba en connivencia con los sublevados, pero como el ambiente era propicio, el monarca fue aún más lejos y planteó al Consejo que dado el peligro en que estaba su vida quedaba inoperante la Constitución, que declaraba a la persona del rey «sagrada e inviolable», y en consecuencia debía entrar de nuevo en la plenitud de las facultades de que disponía antes de jurar la Constitución en 1820. Lisa y llanamente, el rey pedía al Consejo que avalara la vuelta al absolutismo. El Consejo de Estado respondió reafirmando su carácter constitucional y aconsejando al rey que tomara las providencias oportunas para resolver de manera digna la situación. En la noche del 6 de julio, las tropas sublevadas acantonadas en El Pardo marcharon sobre Madrid para poner en práctica el plan insurreccional, pero tras una jornada de dura batalla, en la que entre otros, se oyeron gritos de «No pasarán», fueron vencidas por los constitucionales. La consternación en el palacio real fue completa y percibida por todos. A nadie se le ocultó, a partir de ahora, que el rey estaba plenamente comprometido con la contrarrevolución, pero en aquella situación era impensable la deposición del rey y los liberales hicieron auténticos esfuerzos por disimular su responsabilidad.

Las consecuencias políticas de estos sucesos del 7 de julio fueron muchas, aunque aquí sólo nos interesa resaltar dos: quedó patente que el rey era el centro de las maniobras para acabar con el sistema constitucional y, asimismo, la incapacidad de la contrarrevolución española para conseguirlo con sus propias fuerzas. Fernando VII fue el primero en tomar conciencia de ello y a partir de ahora puso todo su empeño en lograr la ayuda de una fuerza militar internacional. El hecho es de gran importancia, pues revela la capacidad de resistencia del régimen constitucional, a pesar de todo, y obliga a rebajar la fuerza de la contrarrevolución, tal vez no sustentada en la sociedad española en bases tan firmes como se le suele atribuir o quizá mal dirigida por el rey y su entorno. Es probable que no hubiera tardado en caer el constitucionalismo instaurado en 1820, pero los hechos demuestran que sin la intervención militar de los Cien Mil Hijos de San Luis tal cosa no hubiera ocurrido en 1823. Desde este punto de vista fracasó la contrarrevolución absolutista encabezada por Fernando VII, si bien el rey no tardó en conseguir su objetivo de volver al absolutismo.





 
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