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ArribaAbajoActo II


Escena I

 

ANTONIA y CLEONTE.

 

ANTONIA.-  ¿Qué desea el señor?

CLEONTE.-  ¡Lo que deseo!

ANTONIA.-  ¡Ah, sois vos!... ¡Qué sorpresa! ¿Qué venís a hacer aquí?

CLEONTE.-  A saber cuál es mi destino; a hablar con Angélica; a consultar los sentimientos de su corazón y conocer su propósito sobre ese matrimonio fatal de que me ha advertido.

ANTONIA.-  Sí; pero no es tan fácil hablar con la señorita. Es preciso idear una treta, porque ya sabéis la estrecha vigilancia en que vive, sin que se le permita salir ni hablar con nadie. Sólo en obsequio a una anciana tía se le concedió aquella vez ir al teatro, donde la conocisteis; y Dios nos libre de hablar de esa aventura.

CLEONTE.-  Por eso mismo no he querido venir aquí como Cleonte, sino como amigo del maestro de música de Angélica, al que he podido convencer de que me ceda su puesto.

ANTONIA.-  Aquí llega el padre. Retiraos a un lado, que voy a anunciarle la visita.



Escena II

 

ARGAN, ANTONIA y CLEONTE.

 

ARGAN.-   (Consigo mismo, muy perplejo.)  El médico me ha ordenado que pasee todas las mañanas, aquí mismo, en mi alcoba, de acá para allá, doce veces a un lado y doce al otro; pero se me olvidó preguntarle si los paseos deben ser a lo largo o a lo ancho de la habitación.

ANTONIA.-  Señor... Ahí está...

ARGAN.-  ¡Habla bajo, pécora! Me aturdes el cerebro, sin tener en cuenta que a los enfermos no se les puede gritar.

ANTONIA.-  Quería advertiros de que...

ARGAN.-  ¡Que hables bajo, te digo!

ANTONIA.-  Señor... (Gesticula como si hablara.) 

ARGAN.-  ¿Qué?

ANTONIA.-  Os decía... (Hace como si hablara.) 

ARGAN.-  ¿Pero qué es lo que dices?

ANTONIA.-   (Alto.)  Digo que hay ahí un hombre que quiere hablar con el señor.

ARGAN.-  Que pase.

 

(ANTONIA hace señas a CLEONTE para que se acerque.)

 

CLEONTE.-  Señor...

ANTONIA.-   (Con zumba.)  No habléis tan alto, que le retiemblan los sesos al señor.

CLEONTE.-  Celebro el encontraros levantado y ver que estáis mejor.

ANTONIA.-   (Fingiendo indignación.)  ¿Quién os ha dicho que está mejor? No es cierto: el señor sigue mal.

CLEONTE.-  He oído decir que el señor estaba más aliviado, y a juzgar por el semblante...

ANTONIA.-  ¿Qué queréis decir con eso del semblante? El señor tiene muy mala cara, y es una impertinencia decir que está mejor. Nunca estuvo tan mal como ahora.

ARGAN.-  Tiene razón.

ANTONIA.-  Anda, duerme, come y bebe como todo el mundo; pero, a pesar de eso, está muy mal.

ARGAN.-  Es verdad.

CLEONTE.-  Lo lamento, señor... Yo venía de parte del maestro de música de vuestra hija, que se ha visto precisado a marchar al campo por unos días; y, como tenemos una gran amistad, me ha rogado que continuase las lecciones, temeroso de que, al interrumpirlas, pueda olvidar vuestra hija lo que ya ha aprendido.

ARGAN.-  Perfectamente. Llama a Angélica.

ANTONIA.-  Será mejor que el señor vaya a buscarla a su alcoba.

ARGAN.-  No; dile que venga.

ANTONIA.-  Les conviene cierto recogimiento para dar la lección.

ARGAN.-  No.

ANTONIA.-  Además, que os van a aturdir, y en el estado en que estáis, lo peor es que os carguen la cabeza.

ARGAN.-  Te digo que no. La música me deleita y me encontraré muy a gusto... Aquí viene ella. Ve a ver si mi mujer se ha levantado.



Escena III

 

ARGAN, ANGÉLICA y CLEONTE.

 

ARGAN.-  Ven acá, hija mía. Tu maestro de música ha tenido que ausentarse y envía a este amigo en su lugar.

ANGÉLICA.-  ¡Cielos!

ARGAN.-  ¿Qué es eso? ¿De qué te sorprendes?

ANGÉLICA.-  Es que...

ARGAN.-  ¿Qué?

ANGÉLICA.-  Una extraña coincidencia.

ARGAN.-  ¿Cuál?

ANGÉLICA.-  Esta misma noche, soñando, me encontraba en el trance más arriesgado, y, de improviso, apareció un caballero enteramente idéntico a este señor. Yo le pedí socorro y él, acudiendo en mi ayuda, me libertó del peligro. Figuraos mi sorpresa al encontrar ahora aquí a la persona con quien he estado soñando toda la noche.

CLEONTE.-  Feliz ocurrencia la de ocupar vuestro pensamiento, ya en sueños, ya en vigilia; pero mi dicha sería mucho mayor si al encontraros en verdadero trance me juzgarais digno de socorreros. No habría peligro al que no me arriesgara...



Escena IV

 

ANTONIA, CLEONTE, ANGÉLICA y ARGAN.

 

ANTONIA.-   (Entrando y con zumba.)  Señor, me vuelvo atrás de todo lo que os dije ayer y me pongo de vuestra parte. Ahí están el señor Diafoirus y su hijo, que vienen a saludaros. ¡Vaya si vais a enyernar bien! No hay joven más lucido ni más inteligente en el mundo. No ha dicho más que dos palabras y ya me ha hecho tilín; vuestra hija va a quedar encantada.

ARGAN.-   (A CLEONTE, que hace intención de salir.)  No os marchéis. Caso a mi hija, y he aquí que le traen a su futuro esposo, al que aún no conoce.

CLEONTE.-  Me honráis demasiado, señor, haciéndome testigo de esta escena.

ARGAN.-  Él es hijo de un médico afamado. Espero que dentro de cuatro días celebraremos la boda.

CLEONTE.-  Muy bien.

ARGAN.-  Avisad a vuestro amigo, el maestro de música, para que no falte a la ceremonia.

CLEONTE.-  No faltará.

ARGAN.-  Y a vos también os ruego que asistáis.

CLEONTE.-  Honradísimo.

ANTONIA.-  Preparaos, que ya están aquí.



Escena V

 

Dichos, DIAFOIRUS y TOMÁS.

 

ARGAN.-   (Llevándose la mano al gorro, pero sin quitárselo.)  Perdonad, pero tengo prohibido descubrirme. Vos, que sois del oficio, conoceréis las razones.

DIAFOIRUS.-  Nuestra presencia debe proporcionar alivio y no incomodidad al enfermo.

ARGAN.-  Acepto...

 

(Hablan los dos a un tiempo, interrumpiéndose el uno al otro a cada palabra, lo que ocasiona un verdadero galimatías.)

 

DIAFOIRUS.-  Venimos...

ARGAN.-  Con regocijo...

DIAFOIRUS.-  Mi hijo Tomás y yo...

ARGAN.-  El honor que me hacéis...

DIAFOIRUS.-  A testimoniaros...

ARGAN.-  Y hubiera deseado...

DIAFOIRUS.-  El regocijo que experimentamos...

ARGAN.-  Ir a visitaros...

DIAFOIRUS.-  Por la merced que nos habéis hecho...

ARGAN.-  Para expresaros mi reconocimiento...

DIAFOIRUS.-  Accediendo a recibiros...

ARGAN.-  Pero ya sabéis vos...

DIAFOIRUS.-  Y honrándonos...

ARGAN.-  Lo que es un pobre enfermo...

DIAFOIRUS.-  Con esta unión...

ARGAN.-  Y que ha de conformarse...

DIAFOIRUS.-  Queremos hacer constar de igual modo...

ARGAN.-  Con deciros ahora...

DIAFOIRUS.-  Que en aquello que dependa de nuestro oficio...

ARGAN.-  Que no perderá ocasión...

DIAFOIRUS.-  Como en todo momento...

ARGAN.-  De daros a conocer...

DIAFOIRUS.-  Estaremos solícitos...

ARGAN.-  Su adhesión...

DIAFOIRUS.-  A expresaros nuestro celo.  (Se vuelve a su hijo y le dice.)  Avanza tú ahora, Tomás, y presenta tus homenajes.

TOMÁS.-   (Es un grandísimo necio, patarroso, que lo hace todo a destiempo.)  ¿No es por el padre por quien debo empezar?

DIAFOIRUS.-  Sí.

TOMÁS.-  Señor: Aquí llego a saludar, reconocer, amar y reverenciar a un segundo padre. Pero a un segundo padre al cual, me atrevo a declararlo, soy más deudor que al primero. El primero me ha engendrado; vos me habéis elegido. Aquél me acogió por obligación; vos me adoptáis graciosamente. Lo que recibí del primero fue obra de la materia; lo que de vos recibo es acto de la voluntad; y por ser las facultades espirituales tan superiores a las materiales, tanto más os debo y tanto más aprecio esta futura unión, por la cual vengo ahora a expresaros anticipadamente mis más humildes y rendidos respetos.

ANTONIA.-  ¡Bendito sea el colegio de donde salen estos hombres!

TOMÁS.-  ¿He estado bien, padre?

DIAFOIRUS.-  ¡Óptimo!

ARGAN.-   (A ANGÉLICA.)  Vamos, saluda al señor.

TOMÁS.-   (A DIAFOIRUS.)  ¿Debo besarle la mano?

DIAFOIRUS.-  Sí, Sí.

TOMÁS.-   (A ANGÉLICA.)  Señora: Con justicia os ha concedido el cielo el título de madre, puesto que...

ARGAN.-  Ésa no es mi mujer, es mi hija.

TOMÁS.-  ¿Pues dónde está?

ARGAN.-  Vendrá ahora.

TOMÁS.-   (A DIAFOIRUS.)  ¿Aguardo a que venga?

DIAFOIRUS.-  Saluda a la hija.

TOMÁS.-  Señorita: Así como de la estatua de Memnán salían sonidos armoniosos al ser iluminada por los rayos del sol, de igual manera me siento yo animado de un dulce transporte al recibir los resplandores de vuestra belleza. Y del mismo modo que, según observan los naturalistas, la flor llamada heliotropo gira sin cesar hacia el astro del día, así mi corazón desde ahora girará de continuo atraído por el fulgor de vuestros ojos adorables que son mi único polo... Permitid, señorita, que deposite en el altar de vuestros encantos la ofrenda de este corazón, que ni alienta ni ambiciona otra gloria que la de ser, mientras viva, vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor y marido.

ANTONIA.-   (En chanza.)  ¡Ya merece la pena quemarse las pestañas estudiando y poder decir luego cosas tan lindas!

ARGAN.-   (A CLEONTE.)  ¿Qué decís vos de esto?

CLEONTE.-  Que estoy maravillado de oír al señor, y que si es tan buen médico como orador notable, dará gusto enfermar para ser asistido por él.

ANTONIA.-  Seguramente. Si sus curaciones son como sus discursos, será cosa de pasmo.

ARGAN.-  Vaya, acérquenme mi butaca, y sentémonos todos. Tú aquí, hija mía.  (A DIAFOIRUS.)  Os doy la enhorabuena por tener tal hijo; ya veis cómo todos le admiran.

DIAFOIRUS.-  Señor: no es porque sea mi hijo, pero tengo motivos sobrados para estar orgulloso. Todo el que le conoce habla de él como de un joven que no tiene pero. Nunca tuvo la imaginación viva, ni esa fogosidad que se echa de ver en algunos; pero por eso mismo auguré siempre que sería juicioso, cualidad indispensable para el ejercicio de nuestra profesión. De pequeño jamás se le tuvo por un muchacho listo y despejado, como suele decirse; de carácter dulce, apacible y taciturno, no se le vio nunca entretenido en esas múltiples distracciones que se llaman juegos infantiles. A los nueve años aún no conocía las letras, y costó Dios y ayuda enseñarle a leer... «¡Bien -me decía yo-; los árboles tardíos son los que dan mejores frutos. Por costar más trabajo grabar en el mármol que escribir en la arena, son más duraderos los caracteres. Esta lentitud de comprensión, esta escasez imaginativa son síntomas de buen juicio en el porvenir». Sus primeros años de colegio fueron muy duros; pero su obstinación supo vencer todas las dificultades, haciéndose lenguas sus profesores en elogio de su constancia y asiduidad en el trabajo... Al fin, a fuerza de batir en el yunque, ganó brillantemente su licenciatura; y puedo decir, sin envanecerme, que en las controversias suscitadas en nuestro colegio, desde hace dos años, ninguno armó tanto ruido como él. Es un discutidor formidable, que no deja pasar proposición sin llevar la contraria; y conservando su frialdad en la disputa, aferrado como un turco a sus principios, no cede jamás en sus opiniones y lleva el razonamiento hasta los límites más recónditos de la lógica. Pero sobre todas sus cualidades, la que más me agrada es que, guiándose de mi ejemplo, sigue ciegamente los principios de la escuela antigua, sin que haya querido discutir ni prestar atención a esos pretendidos adelantos y experiencias de nuestro siglo, tales como la circulación de la sangre y otras divagaciones de igual calibre.

TOMÁS.-   (Sacando un enorme mamotreto, que ofrece a ANGÉLICA.)  He aquí la tesis sostenida por mí contra los partidarios de la circulación. Con la venia de vuestro padre, os la ofrezco como primicia de mi ingenio.

ANGÉLICA.-  ¿Para qué quiero yo eso si no entiendo jota?

ANTONIA.-  Dádmelo, dádmelo a mí, que recortaré la orla y la pondré en mi cuarto.

TOMÁS.-  Igualmente con permiso de vuestro padre, os invito a que asistáis uno de estos días a la disección de una mujer. Es un espectáculo muy entretenido y en el que tengo que actuar.

ANTONIA.-  Debe ser divertidísimo. Hay quien lleva al teatro a su dama; pero invitarla a una disección es mucho más galante.

DIAFOIRUS.-  Por lo demás, en lo que respecta a las cualidades que se requieren para el matrimonio y la propagación de la especie, puedo aseguraros que, según las reglas del arte, está a pedir de boca; posee en un grado loable la virtud prolífica, y su temperamento es justamente el que se requiere para engendrar y procrear hijos fuertes.

ARGAN.-  ¿Y no entra en vuestros cálculos el irlo introduciendo en la corte y obtenerle una plaza de médico?

DIAFOIRUS.-  Si he de deciros la verdad, nuestra profesión al lado de esa gente grande es muy desairada. Yo he preferido siempre vivir del público. Es más cómodo, más independiente y de menos responsabilidad, porque nadie viene a pediros cuentas; y con tal que se observen las reglas del arte, no hay que inquietarse por los resultados. En cambio, asistiendo a esos señorones, siempre se está en vilo, porque apenas caen enfermos quieren decididamente que el médico les cure.

ANTONIA.-  ¡Vaya una gracia! ¡Se necesita ser impertinente para pretender que le cure el médico! Los médicos no son para eso; los médicos no tienen más misión que la de recetar y cobrar; el curar o no, es cuenta del enfermo.

DIAFOIRUS.-  ¡Claro está! Uno no tiene más obligación que la de seguir el formulario.

ARGAN.-   (A CLEONTE.)  Haced un poco de música para que los señores oigan a mi hija.

CLEONTE.-  Aguardaba vuestro mandato; pero ya había yo pensado, para hacer más agradable esta reunión, que cantáramos algunos pasajes de una obra nueva, recientísima.  (Dando unos papeles a ANGÉLICA.)  Tomad vuestro papel.

ANGÉLICA.-  ¿Yo?

CLEONTE.-   (Bajo, a ANGÉLICA.)  Os ruego que accedáis y que me dejéis explicaros la escena que vamos a representar. Yo tengo poca voz, pero lo suficiente para que me escuchen y acompañaros sin desentonar.

ARGAN.-  ¿Son bonitos los versos?

CLEONTE.-  Se trata de una improvisación hecha en prosa rimada a modo de verso libre, con objeto de que los personajes expresen más espontáneamente su pasión.

ARGAN.-  Está bien. Ya escuchamos.

CLEONTE.-

Un pastor explica a su adorada todo el proceso de su amor, desde el instante en que se conocieron; luego ambos, haciendo la situación suya, se replican cantando. He aquí el asunto. A un pastor que asiste al espectáculo vienen a distraerle de su atención unas palabras violentas que escucha a su lado. Se vuelve, y viendo a un bárbaro que insulta brutalmente a una pastora, toma la defensa del sexo al que todos los hombres deben homenaje. Primeramente aplica al grosero el castigo que merece su insolencia; después, acudiendo al lado de la pastora, descubre los ojos más lindos que jamás se hayan visto, vertiendo las lágrimas más bellas del mundo. «¿Pero es posible -se dice- que haya alguien capaz de ofender a semejante criatura?... ¿Qué inhumano salvaje no se estremecería ante estas lágrimas?». El pastor procura contenerlas, y de tal modo la amable pastora agradece su solicitud, con tal encanto, tan tierna y apasionadamente, que el pastor no puede resistir, y cada palabra, cada mirada es un dardo inflamado que penetra en su corazón. «¿Hay algo que pueda merecer tal reconocimiento? -dice él-. ¿Y qué no haría yo? ¿A qué servicios y a qué peligros no me arrojara por merecer un solo instante la atención de alma tan generosa?»... El espectáculo transcurre sin que él le preste la menor atención, y sólo al terminar encuentra que ha sido demasiado breve, pues ha de separarse de ella... Esta primera entrevista, estos solos momentos, producen en su corazón la violencia de un amor alimentado por los años. Hace lo imposible por volver a verla; pero como la vigilancia en que ella vive se lo impide, se resuelve a pedir su mano y obtiene de ella el consentimiento para hacerlo, a la par que le advierte que su padre ha concertado su matrimonio con otro, y que todo está ya dispuesto para la ceremonia. ¡Juzgad qué golpe tan cruel para el corazón del triste pastor!... Un sufrimiento moral le aniquila, y no pudiendo soportar la idea de ver a la que ama en brazos de otro, su amor desesperado le hace imaginar una trama con que introducirse en casa de la pastora para conocer sus sentimientos y escuchar de sus labios cuál es el destino que le aguarda. Al llegar, ve los temidos preparativos y conoce al indigno rival que el capricho de un padre opone a las ternezas de su amor. Ve a ese rival ridículo, triunfante al lado de su amable pastora y poseído como el que ha hecho una conquista. Esta presencia le llena de tal cólera, que apenas puede dominarse; mira dolorosamente a la que ama, y por respeto a ella y a la presencia del padre, guarda silencio, expresándose sólo con los ojos, hasta que, al fin, no pudiendo contener los transportes de su pasión, habla así:  (Canta.) 

   Mi sufrir, bella Filis,
es excesivo sufrir.
Este duro silencio rompamos
y nuestro pecho abramos.
Mi destino mostradme:
¿vivir debo o morir?

ANGÉLICA
   Ya me veis, Tirsis, triste y melancólica
ante los desposorios
que tanto os acongojan.
Abro al cielo los ojos,
os miro,
suspiro...
¿qué más puedo decir?

ARGAN.-  ¡Demonio! ¿Quién podía sospechar tales habilidades en mi hija?

CLEONTE
   ¡Oh, bella Filis!
¿Sería tan dichoso,
Tirsis enamorado,
que hueco hubiera hallado
en vuestro corazón?

ANGÉLICA
   A tal punto llegados,
defenderme no puedo,
Tirsis: os idolatro.

CLEONTE
   ¡Oh, frases de esperanza suma!
¿Las he oído bien?
Repetidlas y cesen ya mis dudas.

ANGÉLICA.-  Te adoro.

CLEONTE.-  Otra vez, por favor.

ANGÉLICA.-  Te adoro.

CLEONTE.-  Repetidlo cien veces, no os canséis.

ANGÉLICA
   Te adoro, sí, te adoro, te adoro,
Tirsis: te adoro.

CLEONTE
   Dioses y reyes, que contempláis
a vuestros pies la tierra,
¿podríais comparar
con mi dicha la vuestra?
Mas, ¡oh, Filis!, este éxtasis,
la idea de un rival
viene a turbar.

ANGÉLICA
   Más que a la muerte mi alma lo detesta
y, lo mismo que a vos,
su vista me atormenta.

CLEONTE
   Pero una promesa
paternal os obliga.

ANGÉLICA
   Antes morir que consentir,
antes morir.

ARGAN.-  Y ¿qué dice a todo esto el padre?

CLEONTE.-  Nada.

ARGAN.-  ¡Valiente majadero, soportar tantas impertinencias sin decir palabra!

CLEONTE.-  ¡Ay, amor mío!

ARGAN.-  ¡Basta, basta ya!... ¡La tal comedia es escandalosa! Ese pastor Tisis es un impertinente, y la pastora Filis, que habla de ese modo delante de su padre, es una impúdica. A ver esos papeles... ¡Ya, ya! ¿Dónde está aquí la letra que habéis cantado? Aquí no hay más que música.

CLEONTE.-  ¿Pero no sabéis, señor, que se ha inventado hace poco el medio de escribir letras con los mismos signos de la música?

ARGAN.-  Está bien... Para serviros, señor mío. Hasta la vista. Y maldita la falta que nos hacía conocer una obra tan impertinente.

CLEONTE.-  Creí que os divertiría.

ARGAN.-  Las majaderías no divierten nunca... Aquí está ya mi esposa.



Escena VI

 

BELISA, ARGAN, ANTONIA, ANGÉLICA, DIAFOIRUS y TOMÁS.

 

ARGAN.-  Amor mío, te presento al hijo del señor Diafoirus.

TOMÁS.-   (Comienza una salutación que traía aprendida; pero se le va la memoria y se corta.)  Señora: Con justicia os han concedido los cielos el nombre que tan claramente luce en vuestro rostro y que...

BELISA.-  Encantada de conoceros.

TOMÁS.-  Que tan claramente puede leerse en vuestro rostro... puede leerse en vuestro rostro... Vuestra interrupción, señora, me ha hecho perder el hilo.

DIAFOIRUS.-   (A su hijo.)  Reserva el discurso para otra ocasión.

ARGAN.-  Hubiéramos deseado verte antes.

ANTONIA.-  ¡Lo que os habéis perdido, señora!... ¡El segundo padre, la estatua de Memnón, la flor llamada heliotropo!...

ARGAN.-  Vamos, hija mía. Enlaza tu mano a la del señor y dale tu palabra de esposa.

ANGÉLICA.-  ¡Padre!

ARGAN.-  ¡Padre! ¿Qué quiere decir eso?

ANGÉLICA.-  Os ruego, por favor, que no precipitéis las cosas. Concedednos el tiempo necesario para que nos lleguemos a conocer y para que nazca entre nosotros la inclinación indispensable en toda unión.

TOMÁS.-  En mí ya nació, señorita, y por mi parte no hay nada que aguardar.

ANGÉLICA.-  Si vos sois tan súbito, a mí no me sucede lo mismo; y os confieso que vuestros méritos aún no han logrado hacer una gran impresión en mi alma.

ARGAN.-  ¡Bah, bah! Todo esto vendrá con el matrimonio.

ANGÉLICA.-  Dadme tiempo, padre mío, os lo ruego. El matrimonio es una cadena a la que no se debe ligar nadie violentamente; y si el señor es un hombre honrado, no debe aceptar por esposa a una mujer que se uniría a él por la fuerza.

TOMÁS.-  Nego consequentiam. Señorita, yo puedo ser un hombre honrado y aceptaros de manos de vuestro padre.

ANGÉLICA.-  Mal camino para hacerse amar el de la violencia.

TOMÁS.-  Señorita, las antiguas historias nos cuentan que era costumbre raptar de la casa paterna a la joven con la cual se iba a contraer matrimonio, precisamente para que no pareciera que se entregaba voluntariamente en brazos de un hombre.

ANGÉLICA.-  Los antiguos, señor, eran los antiguos, y nosotros somos gentes de ahora; de una época en que no son necesarios esos subterfugios, porque cuando un marido nos agrada sabemos aproximarnos a él sin que se nos obligue. Tened, pues, paciencia, y si me amáis, mis deseos deben ser también vuestros deseos.

TOMÁS.-  Siempre que no se opongan a las intenciones de mi amor.

ANGÉLICA.-  ¿Y qué mayor prueba de amor que la de someterse a la voluntad de quien se ama?

TOMÁS.-  Distingo, señorita: en aquello que no se refiera a la posesión, concedo; pero en lo que le concierne, nego.

ANTONIA.-  ¡Así se razona!  (A ANGÉLICA.)  El señor sale ahora, vivito y coleando, de la escuela, y siempre tendrá una réplica para quedar encima. ¿A qué viene esa resistencia y por qué renunciáis a la gloria de uniros con el cuerpo facultativo?

BELISA.-  Acaso haya por medio otra inclinación.

ANGÉLICA.-  Si la hubiera, sería de tal naturaleza que la razón y la honestidad podrían autorizarla.

ARGAN.-  ¡Por lo visto, yo no soy más que un monigote!

BELISA.-  Yo, en tu caso, hijo mío, no la obligaría a casarse, y... ya sabría yo lo que hacer con ella.

ANGÉLICA.-  Comprendo lo que queréis decir, señora, y conozco vuestras caritativas intenciones respecto a mí; pero acaso vuestros deseos no se realicen.

BELISA.-  Lo creo; las jovencitas de hoy, muy juiciosas y recatadas, se burlan de la sumisión y obediencia que se debe a los padres. Eso estaba bien en otros tiempos.

ANGÉLICA.-  Los deberes de hija tienen un límite, señora, y no hay razón ni ley que obligue a obedecer en todo ciegamente.

BELISA.-  Eso quiere decir que no es que desdeñes el matrimonio, sino que quieres elegir un marido a tu gusto.

ANGÉLICA.-  Y si mi padre no quiere dármelo, al menos que no me obligue a casarme con quien no puedo amar.

ARGAN.-  Perdonad esta escena, señores.

ANGÉLICA.-  Cada cual lleva sus intenciones al casarse. Yo, que no quiero un marido sino para amarle de veras y hacer de él el objeto de mi vida, tengo que tomar mis precauciones. Hay quien se casa para libertarse de la tutela paterna y campar a su gusto; hay también, señora, quien hace del matrimonio un comercio, y quien se casa únicamente por los beneficios, enriqueciéndose a la muerte del marido y pasando, sin escrúpulos, de uno a otro sin más fin que expoliarlos.

BELISA.-  Estás muy habladora... ¿Qué es lo que quieres decir con todo ese discurso?

ANGÉLICA.-  ¿Qué he de querer decir más de lo que he dicho?

BELISA.-  ¡Eres de una estupidez insoportable!

ANGÉLICA.-  Si lo que pretendéis es obligarme a que os conteste una insolencia, os advierto que no lo vais a lograr.

BELISA.-  ¡Hay mayor impertinente!

ANGÉLICA.-  Favor que me hacéis.

BELISA.-  Tienes una presunción y un orgullo tan ridículos que da lástima.

ANGÉLICA.-  Todo cuanto digáis será inútil, porque no he de abandonar mi discreción; y para que no os quede la esperanza de lograrlo, me voy.

ARGAN.-   (A ANGÉLICA, que va a salir.)  Escúchame bien: o te casas con el señor dentro de cuatro días o entras en un convento.  (A BELISA.)  No te sofoques, que ya le ajustaré las cuentas.

BELISA.-  Siento mucho dejarte, hijo mío, pero tengo que salir a un asunto que no admite excusas. Volveré corriendo.

ARGAN.-  Anda, amor mío; y de camino pásate por casa del notario y dale prisa para que haga lo que ya sabes.

BELISA.-  Adiós, chiquitín.

ARGAN.-  Adiós, chacha... He aquí una mujer que me adora hasta lo increíble.

DIAFOIRUS.-  Con vuestro permiso nos retiramos.

ARGAN.-  Antes os ruego que me digáis cómo estoy.

DIAFOIRUS.-   (Tomándole el pulso.)  Vamos, Tomás, tómale la otra mano y veamos si sabes hacer un diagnóstico por el pulso. Quid dicis?

TOMÁS.-  Digo que el pulso del señor es el pulso de un hombre que no está bueno.

DIAFOIRUS.-  Bien.

TOMÁS.-  Que está duriúsculo, por no decir duro.

DIAFOIRUS.-  Muy bien.

TOMÁS.-  Agitado.

DIAFOIRUS.-  Bien.

TOMÁS.-  Un poco desigual.

DIAFOIRUS.-  Óptimo.

TOMÁS.-  Lo cual produce una intemperancia en el parénquima esplénico; es decir, en el bazo.

DIAFOIRUS.-  Muy bien.

ARGAN.-  No. Purgon dice que mi enfermedad está en el hígado.

DIAFOIRUS.-  ¡Claro! Quien dice parénquima, lo mismo dice hígado que bazo, a causa de la estrecha simpatía que los une, ya por el vaso breve, por el pirolo y, frecuentemente, por los conductos colidocos. Os habrá prescrito, sin duda, que comáis mucho asado.

ARGAN.-  No; nada más que cocido.

DIAFOIRUS.-  Sí..., asado y cocido vienen a ser lo mismo. Todas las prescripciones están muy atinadas. No podíais haber caído en mejores manos.

ARGAN.-  Y decidme, señor: ¿cuántos gramos de sal deben echarse en un huevo?

DIAFOIRUS.-  Seis, ocho, diez...; siempre números pares; al revés que en los medicamentos, que siempre son impares.

ARGAN.-  Hasta, la vista, señor.



Escena VII

 

ARGAN y BELISA.

 

BELISA.-  Hijo mío, vengo, antes de marcharme, a prevenirte una cosa. Ahora mismo, al pasar por delante de su alcoba, he visto a Angélica con un hombre que ha huido al verme.

ARGAN.-  ¡Mi hija con un hombre!

BELISA.-  Sí. Luisa estaba con ellos y te lo podrá contar todo.

ARGAN.-  Mándamela aquí, amor mío. ¡La muy sinvergüenza!... ¡Ahora me explico su negativa!



Escena VIII

 

ARGAN y LUISA.

 

LUISA.-  ¿Qué queréis, papá?

ARGAN.-  Ven acá. Acércate. Levanta los ojos y mírame a la cara. ¿A ver?

LUISA.-  ¿Qué, papá?

ARGAN.-  ¿No tienes nada que contarme?

LUISA.-  Os contaré, para entreteneros, el cuento de la piel del burro o la fábula del cuervo y la zorra, que he aprendido hace poco.

ARGAN.-  No es eso lo que quiero.

LUISA.-  ¿Qué es entonces?

ARGAN.-  De sobra sabes tú, granuja, a lo que me refiero.

LUISA.-  No sé.

ARGAN.-  ¿Es ésta tu manera de obedecerme?

LUISA.-  ¿En qué?

ARGAN.-  ¿No te encargué que vinieras inmediatamente a contarme todo lo que vieras?

LUISA.-  Sí, papá.

ARGAN.-  ¿Y lo has hecho?

LUISA.-  Sí, papá. Cuando he visto algo, he venido a contároslo.

ARGAN.-  Y hoy, ¿no has visto nada?

LUISA.-  No, papá.

ARGAN.-  ¿No?

LUISA.-  No, papá.

ARGAN.-  ¿Seguro?

LUISA.-  Seguro.

ARGAN.-  Está bien; yo te haré que veas algo. (Coge unas disciplinas.) 

LUISA.-  ¡Papá, papá!

ARGAN.-  ¡Farsante!... ¿No quieres decirme que has visto a un hombre en la alcoba de tu hermana?

LUISA.-  ¡Papá!

ARGAN.-  Yo te enseñaré a mentir.

LUISA.-   (Echándose a los pies de su padre.)  Perdón, papá, perdón. Mi hermana me rogó que no os dijera nada; pero yo os lo contaré todo.

ARGAN.-  Primero te tengo que azotar por haberme mentido; después, ya veremos.

LUISA.-  ¡Perdón, papá!

ARGAN.-  No.

LUISA.-  ¡No me azotes, papaíto!

ARGAN.-  Ahora lo verás.

LUISA.-  ¡Por Dios, papá!

ARGAN.-   (Sujetándola para zurrarle.)  ¡Vamos, vamos!

LUISA.-  ¡Me habéis herido!... ¡Me muero! (Cae, haciéndose la muerta.) 

ARGAN.-  ¿Qué es esto?... ¡Luisa!... ¡Luisa!... ¡Dios mío! ¡Luisa, hija mía!... ¡Ah, desventurado, que acabas de matar a tu hija! ¿Qué has hecho, miserable? ¡Malditas disciplinas!... ¡Hija mía, Luisa!

LUISA.-  No lloréis, papá, que no estoy muerta del todo.

ARGAN.-  ¡Hay mayor trapacería!... Te perdono por esta vez, pero me has de contar lo que has visto.

LUISA.-  Sí, papá.

ARGAN.-  Mucho ojo conmigo, porque este meñique lo sabe todo, y si mientes me lo advertirá.

LUISA.-  Pero no le digáis a mi hermana que yo os lo he contado.

ARGAN.-  No.

LUISA.-  Pues estando yo en el cuarto de Angélica ha llegado un hombre.

ARGAN.-  ¿Y qué?

LUISA.-  Le pregunté qué deseaba y me dijo que era el maestro de canto.

ARGAN.-  ¡Huy, huy, huy! ¡Ya hemos cogido la hebra!... ¿Qué más?

LUISA.-  A poco ha venido mi hermana.

ARGAN.-  ¿Y qué?

LUISA.-  Angélica le ha dicho: «¡Salid, salid, salid de aquí! ¡Por Dios, salid, salid o causaréis mi desesperación!».

ARGAN.-  Sigue.

LUISA.-  Él no quería marcharse.

ARGAN.-  ¿Qué le decía?

LUISA.-  ¡Yo no sé cuántas cosas!

ARGAN.-  ¿Y qué más?

LUISA.-  Seguía hablando: que por aquí, que por allá; que la amaba y que era la criatura más bella del mundo.

ARGAN.-  ¿Y qué más?

LUISA.-  Que se puso de rodillas.

ARGAN.-  ¿Y después?

LUISA.-  Que le besó las manos.

ARGAN.-  ¿Y después?

LUISA.-  Que viendo llegar a mi madrastra, huyó.

ARGAN.-  ¿Y nada más?

LUISA.-  Nada más, papá.

ARGAN.-  Mi meñique quiere decirme algo.  (Se mete el dedo en el oído.)  Aguarda... ¡Sí, sí! Lo ves: dice que has visto algo más y no quieres contármelo.

LUISA.-  ¡Pues es un embustero vuestro meñique!

ARGAN.-  ¡Cuidado!

LUISA.-  No le hagáis caso, que miente; os lo aseguro.

ARGAN.-  Bien, bien; ya veremos. Márchate y ten mucho ojo... ¡Cuántos quebraderos de cabeza! No le dejan a uno tiempo ni para pensar en sus enfermedades... ¡No puedo más!

 

(Se deja caer en un sillón.)

 


Escena IX

 

ARGAN y BERALDO.

 

BERALDO.-  ¡Hola, hermano! ¿Cómo te va?

ARGAN.-  ¡Muy mal!

BERALDO.-  ¿Cómo es eso?

ARGAN.-  Tengo una debilidad y un decaimiento increíbles.

BERALDO.-  ¡Vaya por Dios!

ARGAN.-  ¡Ni para hablar tengo fuerzas!

BERALDO.-  Venía a proponerte un gran partido para mi sobrina Angélica.

ARGAN.-   (Exaltado y levantándose del sillón.)  ¡No me hables de esa bribona!... ¡Es una pícara, impertinente y desvergonzada, a la que encerraré en un convento antes de cuarenta y ocho horas!

BERALDO.-  ¡Esto va bien! Veo que recuperas las fuerzas y que mi vista te da ánimos. Ya hablaremos de eso luego. Ahora vamos a distraernos; eso te quitará el enojo y dispondrá tu ánimo para lo que hemos de tratar después. Me he tropezado con una comparsa de gitanos disfrazados de moros que bailan y cantan, y persuadido de que vas a divertirte, lo que vale tanto como una receta de Purgon, la he hecho venir... ¡Vamos!


 
 
FIN DEL SEGUNDO ACTO
 
 




Segundo intermedio

 

BERALDO, para distraer a su hermano, da entrada a una comparsa de gitanos y gitanas, disfrazados de moros, que cantan y bailan.

 
GITANAS
   Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
   Los más seductores placeres,
sin el llamear del amor
no tienen bastante atractivo
para llenar mi corazón.
   Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
   No perdáis sus instantes;
a la belleza
la borra el tiempo,
y presto acude
la edad de hielo,
que trueca los placeres en tristezas.
   Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
 

(Danzan todos, haciendo saltar a unos monos que traen con ellos.)

 

 
 
FIN DEL SEGUNDO INTERMEDIO
 
 

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