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El río de la pasión [Prólogo a «Autobiografía y dialogismo. El género literario y El Río, novelas de caballería»]

Sergio Ramírez





Cuando llamaba al portón de su casa en el callejón de las Flores de Coyoacán, siempre acudía él mismo a abrirme, con paso menudo y casi aéreo, la cabeza en sesgo y ya encorvado, el pico de la nariz apuntando al suelo como un pájaro en busca de migas. Y en aquella sala de su casa mexicana, vidrio y piedra, venía a sentarse Lya con figura de ballerina en reposo, más blanca aún bajo el turbante, daguerrotipos vivos los dos de un tiempo extrañamente ya tan antiguo, y que había sido tan moderno.

Aquel anciano amigo, juvenil en sus gestos, siempre agudo e irónico, y tan metido siempre en lo actual como en una camisa que crecía con él, había participado en la construcción de esa modernidad del siglo cuyos reflejos aún podían verse en las pinturas y en las fotografías suyas que lo rodeaban. Era su vida la que historiaba esas paredes. Junto a Picasso en Niza, por ejemplo, sentados bajo un parasol, en traje de baño, los codos hundidos en la arena, como dos veraneantes comunes. El retrato que le había hecho Orozco. Un dibujo del mismo Picasso.

La suya fue una presencia múltiple en la cocina de la modernidad, del surrealismo de Breton al cubismo de Picasso, de Rivera a Orozco en el muralismo mexicano, de la revolución guatemalteca a la revolución cubana, del Bogotazo a sus exilios, siempre de cabeza en el debate sobre el papel del arte en la vida, militante de toda causa libre, el antihéroe convertido en el héroe de su propia novela. El río, novelas de caballería, un río que como el de Heráclito nunca cesa de fluir, y sin embargo, es siempre distinto. Un río de la pasión, que corre reflejado en un espejo de múltiples reflejos.

Imaginativo, y estricto en su memoria. Regresando una vez de California le hablé de mi visita de todo un día al Museo de San Diego donde tantas maravillas desconocidas había encontrado, e iba a decirle, pero me lo dijo él, que allí estaba El bodegón de Fray Juan Sánchez Cotán, el mismo que vio Jorge Guillén y dejó en su poema exacto «Naturaleza siempre viva», un membrillo y un repollo que cuelgan de hilos, como péndulos, y un melón y un pepino en el alféizar de la ventana, nada más simple y nada más avant-garde que aquel cuadro de finales del siglo XVI; y por esa fidelidad, no es gratuito que tan bien recuerde en El río... que el caballo de Zapata en el mural del Palacio de Cortés de Cuernavaca, pintado por Diego Rivera, es el mismo caballo blanco en un muro de la Biblioteca Piccolomini de Siena, pintado por Pintoricchio en el Renacimiento ya lejano.

Quizás ningún otro centroamericano estuvo tan presente en el debate que construyó la modernidad del siglo XX. Ni Miguel Ángel Asturias. A finales de los sesenta, en las tertulias de la Hacienda las Brisas, a orillas del río Medio Queso, con José Coronel Urtecho y Carlos Martínez Rivas, solíamos hacer, en un ejercicio lúdico, como lo cuento en Estás en Nicaragua, listas de centroamericanos partiendo de un concepto, elaborado entre risas, de lo centroamericano como contrario de lo universal, y bajo esa guillotina iban pasando muchas cabezas. Muy pocos eran los que se salvaban de ascender las gradas de aquel patíbulo erigido con humor, pero también con rigor. A veces se salvaba Asturias. Siempre, en cada revisión, Luis. Él representaba, sin concesiones, la ruptura de todo el espeso muro provinciano que nos rodeó siempre y que ha disminuido hasta hoy muy pocos centímetros de su espesor.

El Río, novelas de caballería es un libro múltiple, y es también la segunda parte de Guatemala, las líneas de su mano, si sabemos ver ambos como piezas de la autobiografía que Luis estuvo escribiendo siempre en su memoria, y de la que también formó parte Miguel Ángel Asturias, casi novela, publicado poco antes de su muerte. Fui testigo de los escrúpulos que lo asaltaban en el curso de la escritura de este libro suyo final. Asturias había aceptado el puesto de embajador en Francia del gobierno de Méndez Montenegro, que en nada se diferenciaba de los demás gobiernos en la Guatemala negra de los suplicios y los horrores cotidianos. Era un personaje suyo entrañable, de su vida y de su tiempo, y no podía quedarse sin juzgarlo. Y tampoco deja de advertirse la pena con que recuerda en El Río... que Asturias una vez dirigió un noticiero de radio proclive al dictador Ubico. La Centroamérica tropical que abraza siempre con sus tentáculos sofocantes.

En la presentación de Miguel Ángel Asturias, casi novela -y el título es muy pariente de El río, novelas de caballería, nada es autobiografía y todo es la novela, y viceversa- en la sala Reyes Heroles de Coyoacán, donde lo vi por última vez, desde su lugar en el estrado asentía ante la aguda observación de Carlos Monsiváis, uno de los presentadores del libro: Asturias había creado en Hombres de maíz un extraordinario arquetipo del indio guatemalteco buscando satisfacer la idea que los franceses tenían del indio guatemalteco. Un feliz accidente artístico.

Yo sonreía esa noche, recordando la pregunta de Luis en El río... sobre el indio guatemalteco, cromo de postal y sangre renegrida, y su respuesta: «¿Qué es el indio guatemalteco, aparte de ser Guatemala? Ha llevado a la nación pendiendo de la frente en el mecapal. Su lengua es la única herida patria que le queda. Empezó a erguirse cuando se dio cuenta de quiénes eran los que le explicaban las cosas más allá del sufrimiento».

Para Luis, pues, la autobiografía fue un género múltiple, y para mí, su género mejor. Saber recordar es dejarse ir en el río de la memoria, entre la vigilia y el sueño, y reconstruir el mundo tal como los ojos creen ahora que lo vieron, porque otra fidelidad es imposible. Es una deconstrucción que no sólo reconstruye al mismo tiempo, también construye desde abajo, desde la raíz, desde la tierra arrasada. Es lo que podríamos llamar realismo imaginativo. El realismo imaginativo que tiñe las baladronadas del orfebre Benvenuto Cellini, maestro del arma blanca, cuando cuenta su vida pendenciera. Una especie de realismo exaltado en el relato de la propia vida, que desde el otro lado del espejo sirve también para ejecutar el trabajo de la novela. Ya no podremos saber en cuántos casos, desde la autobiografía, o desde la novela, se ha transfigurado la verdad imaginada en verdad histórica, y en qué momento esas aguas agitadas comienzan a revolverse. Pero sí sabemos que no pocas veces la verdad imaginada ha resultado más trascendente que la verdad histórica. Los frisos humanos descritos por Balzac tienen todo el poder que ya desearía la historia oficial.

La probable realidad, como el mismo Luis señala. «Saber narrarla es más arduo que narrar lo imaginado: hay que inventar mucho más. Todo gira en derredor de lo vivido y lo soñado o su confluencia». En esa frase, que es clave para entender el ars poética de Luis, y su ars narrativa. Invención, que es inventario; la memoria debe siempre inventar, e inventariar.

La escritura de Luis nunca cesa de ser un diálogo. Una discusión, a veces consigo mismo, y siempre con los personajes de su entorno, que nunca son dejados en reposo. Existen para opinar, y para ser contradichos, de lo contrario no tendrían sentido. «Plantear interrogantes, introducir incertidumbres, cuestionar aspectos fundamentales de la cultura latinoamericana del siglo XX...». Estamos hablando de un espíritu libre, más en el molde de Voltaire venenoso y sibarita, que en el de Rosseau simplón y vegetariano, y ya no digamos que en el de ningún comisario de la cultura. Porque no era fácil en aquellos tiempos de pasión ortodoxa de la izquierda, cuando los moldes de pensamiento eran dictados por las internacionales, enfrentarse a las tesis oficiales sobre el arte, bajo el riesgo de ser excomulgado, como le ocurrió a Luis. Ahora da risa verlo sentado ante el tribunal de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), sometido a trampas y zancadillas, «un ruiseñor entre pingüinos». Pero entonces, hasta reírse era peligroso.

Lejos de la provincia, fue siempre un exiliado. Tampoco se acomodó a los balances que el poder crea, aunque sea un poder de izquierda, como le ocurrió tras la Revolución de Octubre en Guatemala. Aun para un bienintencionado como Arévalo, Luis era demasiado moderno, y representaba demasiados riesgos. De ese reencuentro con su país lo mejor que le ocurre a él, y a la literatura centroamericana, es Guatemala, las líneas de su mano, aunque ocurre también la fundación de La Revista de Guatemala, un hito en la historia de nuestra cultura. Un inconforme como él, ya no encontrará conformidad en la provincia real, el solar natal que se vuelve evocación y recuerdo, y también carnicería y espanto. El exilio será entonces la medida no sólo de su libertad, sino de su modernidad, lo hará contemporáneo, le dejará abierto el mundo del que una y otra vez volverá a ser actor y testigo.

Descubrirá a su tierra en Europa, como él mismo lo dice, y no será ni el último ni el primero. La lejanía tiene siempre en la memoria la virtud del acercamiento. Pero no sólo descubrir a su tierra, sino descubrirse él mismo, como es, y como lo hicieron, y como siempre será, idéntico a su país, y al tejido de su país, en cada hebra por separado y en todas entretejido. Este diálogo eterno entre el intelectual latinoamericano y Europa, está también, y cuándo no, en él, que al afirmarse en la modernidad perseguía lo que en cada generación todos hemos llamado la civilización. Toda obra de transformación, pensada en términos culturales, y políticos, se piensa como una obra civilizadora. Es un viejo sino que trata de desvelar a una realidad que permanece tercamente aferrada a sus viejos moldes y escenarios, y que desemboca siempre en un fracaso repetido, aun revoluciones mediantes.

Pero no hay, dice, más posibilidad de cultura que en la revolución. La revolución es la verdadera cultura de nuestros días, un concepto que pareciera obsoleto a la luz cenital de este fin de siglo, aunque nada extraño en la boca de alguien que vivió subvirtiéndose siempre y subvirtiendo al mundo, creyente de las revoluciones políticas, aunque no cupiera en ellas, y de las revoluciones artísticas. De manera que quedamos sabidos: la oportunidad única de crear la cultura está en la inconformidad, en la rebelión, en la subversión.

Este guatemalteco de Antigua, universal y moderno, camina a filo entre las dos Guatemalas, la ladina y la indígena, al medio de la herida, perseguido por las voces de la multitud distante de indios, colorida, y olvidada, que clama en los socavones de la historia. Es un mestizo que desprecia esa cultura ladina suya, y se precia sin embargo de ella.

Indios y ladinos, ése es su diálogo final, y su destino. Nunca podría ser universal, ni moderno, si no dejara de repartirse, y compartirse. Ese diálogo suyo, insustituible, entre la modernidad y la civilización pretendidas, y el atraso que no cesa, entre el sueño y el escarnio, entre la novedad y el vicio arcaico. Vio nacer el mundo moderno del arte del siglo XX y siguió viendo desfallecer a su patria al final del siglo XX, esa patria lejana donde los coroneles seguían orinándose en sus muros, y adonde ya nunca habría de volver.



Managua, enero de 1998.





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