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«El rosario de Eros» o la desfiguración del deseo

María José Bruña Bragado





El rosario de Eros (1924) es ya un libro póstumo publicado diez años después de la muerte de Agustini para rendirle homenaje a la poeta. Se ha señalado en las imágenes de libre asociación psicológica de estos poemas inéditos que ven la luz con el consentimiento familiar una sutil filiación con el surrealismo, lo que debatiremos posteriormente. De otra parte, el propio título revela una continuidad e intencionalidad similar a Los cálices vacíos como canto o tributo a Eros en tanto divinidad o inspiración poética. Asimismo, el «rosario» evoca una escritura discontinua y fragmentaria del deseo surgida de la melancolía y el sufrimiento.

Una de las reflexiones más arraigadas sobre el porqué de la escritura, como ya quedó apuntado, es la que contempla la carencia como el móvil principal que la impulsa y anima. Desde el siglo XVI esta falta adopta la forma de la Melancolía que se resuelve, en gran parte de los casos, a través de la figura del deseo, de Eros. En la lírica de Agustini se advierte de forma clara que es esa falta lo que la mueve a escribir y su salvación es el deseo, Eros. En efecto, gran parte de sus composiciones, especialmente las del final -Los cálices vacíos y El rosario de Eros-, se vertebran en torno a esa ausencia o vacío absoluto que se cierra, en muchos casos, con el encuentro, con la llegada del otro. Desde esta perspectiva, la vinculación del lenguaje místico1 -que trata de verbalizar una ausencia, de relatar una pérdida, de expresar lo inefable- y el lenguaje del deseo es evidente2, tal y como apunta Michel de Certeau3, dado que tanto la mística como la erótica nacen de la nostalgia y el impulso de borrar a Dios como objeto de amor exclusivo. Pero ya después del siglo XIII una lenta y progresiva desmitificación religiosa da paso a una también paulatina mitificación amorosa en la civilización occidental. El único cambio de escena es que el centro de la misma ya no es la divinidad, sino «el otro» y, en la literatura masculina, esto es, en la prácticamente única literatura existente -«Amor Cortés»-, la otredad está representada por la mujer. La palabra divina se sustituye así por el cuerpo amado que no es, de hecho, menos espiritual o simbólico en la práctica erótica que en la mística. Pero los procedimientos estilísticos y retóricos siguen siendo, los mismos aunque se transforme la escena religiosa en amorosa, aunque el cuerpo movido por el deseo y grabado o escrito por el otro reemplace la palabra reveladora. El misterio, el enigma que alivia por un instante del duelo, del ángel nocturno de la melancolía al arrojar al sujeto a la revelación comienza, entonces, a identificarse con el «tú» en la lírica:


«Ven, tú, el que meces los enigmas hondos
En el vibrar de las pupilas cálidas [...]
Ven, tú, el que imprimes un solemne ritmo
Al parpadeo de la tumba helada [...]
Ven, acércate a mí, que en mis pupilas
Se hundan las tuyas en tenaz mirada,
Vislumbre en ellas el sublime enigma
Del más allá que espanta...».


(«Misterio, ven», pág. 159)                


Pero ese desvelamiento tan esperado trae consigo, como vemos, un estallido interno, una drástica y terrible convulsión de la mirada:


«Cuando en tu frente nacarada a luna,
como un monstruo en la paz de una laguna,
surgió un enorme ensueño taciturno...».


(«Tú dormías», pág. 204).                


El hallazgo del otro, como el hallazgo de lo divino, perturba e inquieta todo el universo conceptual y semántico de la mística que se transfiere casi literalmente a la erótica. Con la modernidad y la ciencia, observa Michel de Certeau, los motivos místicos se reencuentran pero levemente trastocados, ligeramente inmersos en otras disciplinas -psicología, filosofía, psiquiatría, novela- y, de hecho, el psicoanálisis es uno de los discursos que más se ha adentrado en el funcionamiento de la mística como lenguaje -Freud pero sobre todo Lacan-. Así, se convierte en «místico» todo objeto real o ideal cuya existencia o significado escapa al conocimiento inmediato. Ciertamente, en el período de principios de siglo XX es particularmente clara esta contaminación de espacios simbólicos y lingüísticos, debido al sentimiento generalizado de ausencia de la divinidad y al debilitamiento de las creencias que lleva, finalmente, a enunciar la «muerte de Dios».

Los modernistas reflejan esta situación de crisis y desconcierto y la traslucen en hechos tan palpables como la profanización de lo religioso, o la utilización del lenguaje místico para sugerentes definiciones eróticas. Da comienzo así una confusión entre el lenguaje religioso y el del placer que domina todo el siglo XX. El arte toma el relevo, como fuente de conocimiento y, liberado de sus orígenes espirituales, acaba engrandeciéndose y se convierte en la expresión más auténtica del hombre4.

La escritura de Delmira Agustini se entrevera con esta lógica y tiene por eso el carácter mágico de «lo secreto», pues el secreto no es sólo el estado de una cosa que escapa a un saber, sino que designa también un juego entre dos actores, entre el que busca y el que esconde, entre el que se supone que lo conoce y el que se supone que lo ignora, una dinámica seductora entre dos voluntades que abarca todas las modalidades posibles entre el «decir» y el «no decir». La metáfora que utiliza Baltasar Gracián para designar el secreto es interesante por la relación que guarda con una de las imágenes emblemáticas de la lírica de Agustini, la tela de araña:

«Selon une tradition illustrée par El Héroe (1637) de Baltasar Gracián, le secret noué, par des liens illocutoires, les personnages qui le chassent, le gardent ou le dévoilent; il est le centre de la toile d'araignée que tissent autour de lui des amoureux, des traîtres, des jaloux, des simulateurs ou des exhibitionnistes. Le caché organise un réseau social»5.


El secreto, esto es, lo no nombrado o enunciado, introduce una erótica en el campo del conocimiento, apasiona el discurso del saber. El movimiento es de ida y vuelta: la melancolía se dirige a lo erótico como única posibilidad de salvación y el deseo nos devuelve a la melancolía una vez desvelado el secreto.

La escultura de Santa Teresa en trance de Bernini ha ilustrado con frecuencia la unidad entre erotismo y misticismo. Ricardo Gullón describe el éxtasis de la santa en los siguientes términos:

«El rostro inundado de luz, los ojos semicerrados, la boca poseída, sugieren la delicia del abandono total a lo divino, de la entrega sin reservas a un todo en que el yo se disuelve»6.


Una vez hecho este preámbulo, es evidente que El rosario de Eros apunta ya a otra manera de afrontar el oficio literario mucho más pensada, madura y serena. No debe confundirnos, con todo, el hecho de que la metáfora unificadora del libro sea de índole extraña y oscura. Todos los motivos y poéticas dispersas en poemarios anteriores ocupan aquí un espacio privilegiado y confluyen, fluyen hacia otro universo lírico más personal o propio que Agustini no puede desarrollar en toda su plenitud. El ave cándida y aristocrática (El libro blanco), como en un mito antiguo, se transfigura en arroyo melancólico (Cantos de la mañana) y, posteriormente, acoge entre sus aguas cabezas y fragmentos aislados de otros cuerpos, de otras voces, de otros amores (Los cálices vacíos). Ahora, el sujeto que contempla ese paisaje desolado se fortalece porque se apropia del discurso de violencia y deseo, como bacante que destroza con sus dientes y garras a Orfeo, que se apodera de la lira y entona el nuevo canto (El rosario de Eros). Por ello, tienen notable presencia todavía los temas de la creación y de la melancolía pero su importancia se lee como algo pasado que contribuye a enriquecer el discurso nuevo, que es el del deseo inmediato y destructor. El erotismo descarnado, contradictorio y masoquista vinculado a la muerte y a toda forma de lo extremo no puede expresarse, por otra parte, sino con la retórica más intrincada y compleja, con la más hermética y terrible. Formas larvales, arañas, vampiros habitan, inesperadamente, los versos. Los varios tonos del sexo encuentran, entonces, su acomodo en estos versos y junto a la pureza del blanco hallamos el púrpura, el escarlata, el carmesí y, especialmente, el negro.

«Mis amores» (págs. 282-284), aparte de una ardiente defensa del amor desbordante y magnético, cuya lectura de género se sospecha fundamental, constituye todo un manifiesto poético. En sus versos se hace una recapitulación de todas las líneas literarias practicadas, poniendo particular énfasis en la autenticidad y peculiaridad de cada una de ellas. Es, precisamente, esa extraordinaria apertura, esa pluralidad de miradas el denominador común en El rosario de Eros. En este sentido, «Mis amores», composición muy corregida y que ofrece, por tanto, muchísimas variantes, explica con bastante claridad ese vuelco de lo individual a una diversidad emocional, creativa y personal. El sujeto poético femenino afirma ser una amante experimentada que no concentra su deseo y su ansia de entrega en una sola persona, sino que, en su capacidad de ser muchas, de escapar a lo obvio, de reinventarse y reconstruirse, diversifica, comparte, se da, se ofrece. La multiplicidad de amantes no es sólo una licencia del pasado, caracteriza también el presente de un sujeto no contradictorio sino múltiple, que huye de clasificaciones fijas, dicotomías y dualidades. Como se verá en los poemas que configuran «el rosario de Eros», el sujeto lírico es insaciable y voluntarioso como vampiro, como águila devoradora que extrae la sangre, la savia, el alimento de la eternidad; desea todos los amores, quiere hacer suyas todas las poéticas: hermetismo y sencillez, oscuridad y luz. La fragmentación que ya se había producido sutilmente en Cantos de la mañana es ahora mucho más evidente y dramática. El sujeto lírico, arrebatado y violento, escinde los cuerpos amados en cabezas, ojos, manos y bocas. El recuerdo de todos esos trozos de vida, pero también de muerte cerca su lecho nocturno, invade su sueño. Cabezas, ojos, manos se inclinan sobre su lecho y su presencia inquietante es admitida en la escena como parte necesaria del proceso de experimentación, de maduración de una identidad personal y poética. En El rosario de Eros el sujeto soñante, pensante es consciente de su elección: entre todos los amores quiere el amor sombrío, el oscuro, el extraño, el satánico, el hermético. Necrofilia y misterio, melancolía y deseo se unen en la expresión de los caracteres del nuevo amante, de la nueva poética.

Los seis poemas que siguen están compuestos a modo de letanía religiosa y cada uno de ellos constituye una sarta en las cuentas de un rosario totalmente irreverente, desafiante y revolucionario. Se trata de efectuar una inversión de los valores cristianos de castidad, pureza y paz para sustituirlos por la satisfacción de los deseos, la lucha y la pasión. «Cuentas de mármol» (pág. 277) es la primera de las cinco gamas del amor -la del despojamiento- y se corresponde con la pasión casta, fría, marmórea, parnasiana en definitiva. Se trata de la primera incursión, y por tanto es cauta, en el terreno del erotismo exacerbado. El sujeto lírico divaga a propósito de la salvación que viene sólo desde la pasión, pero aún no tiene ni la iniciativa suficiente ni el arrojo para adentrarse en las brasas («Cuentas de fuego»), el fango («Cuentas falsas»), la tristeza («Cuentas de sombra»), o el júbilo («Cuentas de luz»). El yo femenino es todavía un ser inmutable e inmune a las emociones, a las sensaciones, a esa vida que es condena y es elevación al mismo tiempo y prefiere identificarse con una estatua fría en cuya mente, sin embargo, arde ya la idea, arde ya el deseo reprimido, apagado, coartado.

La única salida para este sujeto es implorar la unión o la respuesta en diálogo amoroso de parte de otra estatua, de otro amor tan «blanco y frío» como el suyo. En la fusión de ambos se hallará la plenitud ansiada:


«Luego será mi carne en la vuestra perdida...
Luego será mi alma en la vuestra diluida...
Luego será la gloria... y seremos un dios!».


(pág. 277)                


Eros presenta, pues, aquí, un cuerpo atípico: bello, sereno y puro, pues el sujeto lírico sólo aspira a conocer su alma:


«Vuestro cuerpo, esa hipnótica alhaja de alabastro
Tallada a besos puros y bruñida en la edad;
Sereno, tal habiendo la luna por coraza;
Blanco, más que si fuerais la espuma de la Raza».


(pág. 277)                


La interpretación más inmediata del Eros en estos cuatro poemas se proyecta como un conjunto de ensayos, como varias tentativas o poéticas, intentos de aproximación al Ideal. Según esto, «Cuentas de mármol» representaría una de las primeras experiencias amorosas -la abstracta, casta, imaginaria-, pero sobre todo una de las primeras poéticas: la parnasiana con sus paisajes pétreos y conjuntos escultóricos, con la exquisitez preciosista de sus imágenes. El yo lírico clama y ruega, demanda sin tregua en esta oración sacrílega:


«Amor de estatuas, lirios, astros, dioses...
¡Tú me lo des, Dios mío!».


(pág. 277)                


«Cuentas de sombra» (pág. 278) es una composición de belleza insólita que busca transgredir y la provocación pero bajo otros presupuestos.

Si «Cuentas de mármol» subvierte la tradición católica e inscribe la pasión en el seno de la virtud y la castidad, prerrogativas cristianas, «Cuentas de sombra» se acerca más al universo decadente y mórbido de Poe y Baudelaire: nos introduce en el amor necrofílico. La intensidad que puede desprender la pasión cuando bordea los extremos de la muerte es intuida aquí con lucidez y expuesta con desgarro. En el momento en que Tánatos se alía con Eros la unión sexual alcanza la plenitud y provoca por tanto el más alto grado de melancolía tras el clímax:


«Los lechos negros logran la más fuerte
Rosa de amor; arraigan en la muerte.
Grandes lechos tendidos de tristeza,
Tallados a puñal y doselados
De insomnio».


(pág. 278)                


Estos versos nos producen el inevitable escalofrío de lo siniestro, pues describen una escena amorosa trágica que muy bien puede identificarse con la que clausura dramáticamente la vida de la poeta uruguaya. El amor que quita el sueño y la muerte, como su compañera inseparable, dejan su huella en los objetos físicos y contaminan el campo semántico: «lechos negros», «puñal», «abiertas cortinas», «hondas almohadas», etc. Cuanto más cerca se está de la agonía y de los estertores, más placentero es el acto amoroso. En efecto, el amor, en cierto sentido, es una deriva hacia el delirio o el más allá, consiste en atravesar el umbral de lo inefable. A continuación, los amantes quedan postrados en un estado de felicidad y de tristeza, cuyo rastro, a modo de catarsis o redención, son las lágrimas:


«Si así en un lecho como flor de muerte,
Damos llorando, como un fruto fuerte
Maduro de pasión, en carnes y almas,
Serán especies desoladas, bellas,
Que besen el perfil de las estrellas
Pisando los cabellos de las palmas».


(pág. 278)                


Esta paradoja descarnada del «amor sombrío», del erotismo pasado por el tamiz de la muerte es atisbada e invocada por el sujeto lírico. Es la segunda modalidad, la segunda posibilidad de amar, como sugiere el cierre de poema, que es también un cierre de oración, de plegaria o petición:


«-Gloria al amor sombrío,
Como la Muerte pudre y ennoblece
¡Tú me lo des, Dios mío!».


(pág. 278)                


El amor «rojo» impone, entonces, su presencia y diluye inmediatamente los tonos blanco y negro. «Cuentas de fuego» (pág. 279) expone, con plasticidad admirable y una precisión de imágenes que revela el adiestramiento mayor de la pluma de Agustini, otro tipo de amor: el amor que es furia y resplandor, que es ardor incontrolable y que socialmente es juzgado como vicio, pecado y mal:


«Cerrar la puerta cómplice con rumor de caricia,
Deshojar hacia el mal el lirio de una veste...
-La seda es un pecado, el desnudo es celeste;
Y es un cuerpo mullido un diván de delicia.-».


(pág. 279)                


Ahora sí, Baudelaire está más presente que nunca con su concepción maldita y falsaria del amor, a través de la sofisticación y lujo de los ambientes («seda», «diván») y, especialmente, en la victoria del mal. Esta idea fatal de que en el seno de la bondad se encuentra la raíz del mal va a ser fundamental en los poemas ulteriores de Agustini, pero su visión no es, en ningún caso, catastrofista o ingenua: el mal forma parte indisoluble del bien («que la sombra da luz y la luz sombra»); ambos configuran una unidad y sólo en su complementariedad reside la autenticidad, la vida. Por eso, todo ser que abre los brazos es alado y posee el don del canto, pero también oculta una «olímpica bestia» en su interior:


«Abrir brazos... así todo ser es alado,
O una cálida lira dulcemente rendida
De canto y de silencio... más tarde, en el helado
Más allá de un espejo como un lago inclinado,
Ver la olímpica bestia que elabora la vida...
Amor rojo, amor mío;
Sangre de mundos y rubor de cielos...
¡Tú me lo des, Dios mío!».


(pág. 279)                


«Cuentas de luz» (pág. 280) es la materialización del amor luminoso y despojado, del amor jubiloso por correspondido y sereno. Las sinestesias nos transportan ahora, desde el cromatismo más sugerente, al dorado dé la calma, de un atardecer en la quietud:


«Siento arder una vida vuelta siempre hacia mí,
Fuego lento hecho de ojos solemnes, más que fuerte
Si de su allá insondable dora todo mi aquí».


(pág. 280)                


Es el amor en su encarnadura real:


«Que han roído ya el hambre, la tristeza y la noche
Y arrastran su cadena de misterio y ensueño».


(pág. 280)                


El yo lírico, teñido de resabios espirituales, sabe que sólo a través de este amor se puede llegar al Bien y por eso proclama:


«Amor de luz, un río
Que es el camino de cristal del Bien.
¡Tú me lo des, Dios mío!».


(pág. 280)                


«Cuentas falsas» (pág. 281) supone una vuelta a «Cuentas de sombra» y enfatiza aún más si cabe el tema del malditismo, el sadismo y la agresividad de la pasión7. El canibalismo atroz es contemplado como parte indisoluble de la práctica amorosa. Lo novedoso en esta formulación consiste en que se considera el amor como un engaño, una puerta de salida en falso a la problemática de la vida y la creación:


«Los cuervos negros sufren hambre de carne rosa;
En engañosa luna mi escultura reflejo,
Ellos rompen sus picos, martillando el espejo,
Y al alejarme irónica, intocada y gloriosa,
Los cuervos negros vuelan hartos de carne rosa».


(pág. 281)                


La pasión es mero pasatiempo o necesidad física como la de saciar el hambre. El yo lírico se encarga de eliminar todo contenido cultural de la idea del amor, se empeña en destruir las imágenes tópicas sobre este sentimiento «inventado» («en engañosa luna mi escultura reflejo») y opera un distanciamiento necesario («y al alejarme irónica, intocada y gloriosa») y muy acorde con el espíritu de la modernidad. El último poema de la serie dedicada al amor implica su destrucción, consiste en su desmitificación absoluta y, de hecho, ya no hay demanda o petición, ya no hay ruego o súplica, como en los anteriores, sino una constatación cínica materializada en una sonrisa burlona, una risa irónica del sujeto poético que desvela los ardides, hipocresías e imposturas de éste desde un desengaño propio del Barroco. Detrás de Delmira Agustini asoma la figura de Juana Inés de la Cruz:


«Amor de burla y frío
Mármol que el tedio barnizó de fuego
O lirio que el rubor vistió de rosa,
Siempre lo des, Dios mío...».


(pág. 281)                


Es necesario que subsista la falacia del amor, se nos viene a decir, porque es un asidero del ser humano. La composición culmina con una especie de repaso espléndido que formula la pertinencia de rezar ese rosario con sus variadas cuentas o categorías, con sus múltiples manifestaciones no unívocas, no homogéneas sino entreveradas. Estas cuentas oprimen, ahogan y, al mismo tiempo, adornan, vivifican la tierra; constituyen el collar que porta «la garganta del mundo»:


«O rosario fecundo,
Collar vivo que encierra
La garganta del mundo.
Cadena de la tierra
Constelación caída».


(pág. 281)                


El yo lírico manifiesta que ha superado este catálogo de fórmulas amorosas y quiere separarse de su red maligna y solamente elegir en cada caso, para cada circunstancia, conforme a los deseos y necesidades de cada momento, una forma de amar. El rosario se desliza entre sus manos sabias:


«O rosario imantado de serpientes,
Glisa hasta el fin entre mis dedos sabios,
Que en tu sonrisa de cincuenta dientes
Con un gran beso se prendió mi vida:
Una rosa de labios».


(pág. 281)                


Esta imagen, cuya cercanía a las formulaciones surrealistas reside en el carácter irracional, onírico y lúdico de las cuentas del rosario como metonimia de los dientes y de todo el conjunto como una extraña sonrisa que hace un pliegue, una pirueta y besa al yo lírico, puede ser leída, ciertamente, como un primer paso de la creadora, sólo tímidamente iniciado y finalmente interrumpido por su muerte, hacia la renovación que pronto supondrían en el Río de la Plata las vanguardias estéticas.

El poema «Tu amor, esclavo, es como un sol muy fuerte» (pág. 287) vuelve a exponer la elección de una poética de la confluencia y la simultaneidad. El alma del sujeto se corresponde con un jardín donde habita el amor en forma de sol, a veces oro, a veces fuego, a veces cuervo, a veces rosa, contradicción trágica y dolorosa pero asimismo dulce y exquisita:



«Tu amor, esclavo, es como un sol muy fuerte:
Jardinero de oro de la vida,
jardinero de fuego de la muerte,
En el carmen fecundo de mi vida.

Pico de cuervo con olor de rosas,
Aguijón enmelado de delicias
Tu lengua es. Tus manos misteriosas
Son garras enguantadas de caricias».


(pág. 287)                


Cómo ha llegado el sujeto lírico a definir su preferencia por el lado masoquista nos es explicado con minuciosidad en los espléndidos poemas «El arroyo» (pág. 288) y «Diario espiritual» (págs. 290-291). En tono nostálgico y evocador, ya desde la interrogación retórica del primer verso, la primera composición invita a un recorrido por el proceso creativo, imaginístico y amatorio del yo lírico. Tal recuerdo nace de una aguda sensación de desdicha:


«¿Te acuerdas?... El arroyo fue la serpiente buena...
Fluía triste y triste como un llanto de fuego,
Cuando en las piedras grises donde arraiga la pena,
Como un inmenso lirio, se levantó tu ruego».


(pág. 288)                


Y pasa, a continuación, gracias a ese ruego o petición del amante a constituir una poética vitalista del amor:


«Mi corazón, la piedra más gris y más serena,
Despertó en la caricia de la corriente, y luego
Sintió como la tarde, con manos de agarena,
Prendía sobre él una rosa de fuego».


(pág. 288)                


La melancolía, el erotismo y la destrucción son los elementos configuradores, pues, de la concepción lírica de Agustini. Son diversos momentos, hitos en un proceso evolutivo que este soneto interpreta de forma lúcida, porque, además, no son excluyentes sino que zigzaguean, aparecen y desaparecen como las ondulaciones del arroyo, como las ondulaciones de la serpiente y, así, cuando el yo lírico besa la cabeza del amante esta imagen converge con la de un cadáver de fuego que vaga por el arroyo. Ese cadáver es el símbolo de todas las poéticas anteriores, es Orfeo despedazado por las bacantes que genera ansiedad, tristeza y da autoridad al sujeto partícipe en esa operación de desmembración:



«Y mientras la serpiente del arroyo blandía
El veneno divino de la melancolía,
Tocada de crepúsculo me abrumó tu cabeza,

La coroné de un beso fatal; en la corriente
Vi pasar un cadáver de fuego... Y locamente
Me derrumbó en tu abrazo profundo la tristeza».


(pág. 288)                


«Diario espiritual» (págs. 290-291) es otra descripción del camino que emprende desde ese momento su lírica. En este caso, existe una suerte de estribillo constituido por un solo verso en que se compara al alma con diversos fenómenos naturales. Así pues, el alma es sucesivamente lago, fuente, arroyo, torrente, mar y fangal. El lago remite indefectiblemente a la estética plácida y atemporal del modernismo, a sus paisajes artificiales:


«Es un lago mi alma;
Lago, vaso de cielo,
Nido de estrellas en la noche cabía,
Copa del ave y de la flor, y suelo
De los cisnes y el alma».


(pág. 290)                


La fuente parece hacer referencia al preciosismo parnasiano, al cromatismo y musicalidad del modernismo tardío, tan recargado y exquisito:


«Mi alma es una fuente
Donde canta un jardín; sonrosan rosas
Y vuelan alas en su melodía;
Engarza gemas armoniosamente
En el oro del día».


(pág. 290)                


El arroyo representa la etapa melancólica y el torrente el vitalismo y la explosión de gozo y amor que la sigue, pues la alegría y el erotismo cubren con su «manto infinito desbordado» la «torre sombría» de la melancolía:


«Mi alma es un torrente;
Como un manto de brillo y armonía,
Como un manto infinito desbordado
De una torre sombría,
¡Todo lo envuelve voluptuosamente!».


(pág. 290)                


De ese panteísmo amoroso tan característico de Agustini, pasamos, sin embargo, a la bicefalia del amor, amor que es vida y muerte, claridad y tiniebla, «mar» y «fangal». Se prefiere, con todo, el «dolor», el «llanto» y, en definitiva, el «mal»:


«Mi alma es un fangal;
Llanto puso el dolor y tierra puso el mal.
Hoy apenas recuerda que ha sido de cristal;
No sabe de sirenas, de rosas ni armonía;
Nunca engarza una gema en el oro del día...
Llanto y llanto el dolor, y tierra ¡y tierra el mal!...».


(pág. 291)8                


Se ha olvidado la etapa cargada de lujo y cuidado estilístico para optar ahora por lo feo, lo doloroso y lo maldito. Se aventura totalmente sola en esta nueva estética, pues encontrar compañero/a de fatigas en ese terreno se revela casi imposible:


«¿Dónde encontrar el alma que en su entraña sombría
Prenda como una inmensa semilla de cristal?».


(pág. 291)                


«La cita» y «Serpentina» revelan una seguridad y la conciencia de una autoridad poética cada vez más firme y decidida frente a un sujeto antes más inestable y confuso. El yo lírico toma ahora la iniciativa y pasa de objeto a sujeto, de rol pasivo a activo. Ya no es un ente soñador que espera en la alcoba nocturna la llegada del otro, sino que encarna la presencia perturbadora que llega, penetra, acosa, «se derrama» y «apaga» y se hace esperar por el tú masculino («La cita», pág. 292):



«En tu alcoba techada de ensueños, haz derroche
De flores y de luces de espíritu; mi alma,
Calzada de silencio y vestida de calma,
Irá a ti por la senda más negra de esta noche. [...]

¡Y esperarás sonriendo, y esperarás llorando!...
Cuando llegue mi alma, tal vez reces pensando
Que el cielo dulcemente se derrama en tu pecho...

¡Para el amor divino ten un diván de calma,
O con el lirio místico que es su arma, mi alma
Apagará una a una las rosas de tu lecho!».


(pág. 292)                


La sensualidad cruda y el enigma que desprende el poema «Serpentina» (que en otra versión aparece sintomáticamente titulado «Diabólica») no pasan desapercibidos a la altura del año 1924, hieren alguna que otra sensibilidad y provocan más de un escándalo. El sujeto lírico, dentro de la tradición decadentista de la «femme fatale», se trasfigura en serpiente hipnótica y fascinante, cuyos ojos y lengua son un despliegue de gracia y atracción abismal tanto en sus «sueños de amor» como en sus «sueños de odio»:


«En mis sueños de amor, ¡yo soy serpiente!
Gliso y ondulo como una corriente;
Dos píldoras de insomnio y de hipnotismo
Son mis ojos; la punta del encanto
Es mi lengua... ¡y atraigo como el llanto!
Soy un pomo de abismo».


(pág. 294)                


La estética y el tono irreverente de Fleurs du malde Baudelaire marcan la pauta en todo momento y el campo semántico predominante en el poema gira en torno al veneno, lo luzbélico, la atracción fatal, la muerte:


«Y en mis sueños de odio, ¡soy serpiente!
Mi lengua es una venenosa fuente;
Mi testa es la luzbélica diadema,
Haz de la muerte, en un fatal soslayo
Son mis pupilas; y mi cuerpo en gema.
¡Es la vaina del rayo!».


(pág. 294)                


Ahora bien, no olvida en ningún momento Delmira Agustini que esta apuesta por otra poética: la del cuerpo y lo erótico, es también una apuesta intelectual o cultural y un desafío a las convenciones masculinas. De hecho, ella misma da las claves de interpretación para sus poemas más explícitos y sensuales. No hay lugar a dudas, pues, pese a la confusión, del revuelo y polémica que acompañaron su osadía:


«Si así sueño mi carne, así es mi mente:
Un cuerpo largo, largo de serpiente,
Vibrando eterna, ¡voluptuosamente!».


(pág. 295)                


El abandono de lo diáfano y transparente, de lo delicado y sublime es notorio y aparece declarado abiertamente en gran parte de las composiciones de El rosario de Eros frente a la predilección nueva por todo lo que tiene que ver con la ruptura, la fragmentación, la discontinuidad, así como por la estética de lo monstruoso y oscuro. De este modo, «Sobre una tumba cándida» (pág. 296), por ejemplo, constata la abolición de una poética ensimismada, melancólica y ornamental y el nacimiento de la poética del «Horror»:



      «"Ha muerto... ha muerto"»... dicen tan claro que no entiendo...

¡Verter licor tan suave en vaso tan tremendo!...
Tal vez fue un mal extraño tu mirar por divino,
Tu alma por celeste, o tu perfil por fino... [...]
¡Y te sedujo un ángel por la estrella más pura...
Y tus brazos abrieron, y cortaron la altura
En un tijereteo de luz y de candor!
Y en la alcoba que tu alma tapizaba de armiño,
Donde ardían los vasos de rosas de cariño,
La Soledad llamaba en silencio al Horror...».


(pág. 296)                


Ahora bien, son indudablemente «Mi plinto» (pág. 297) y «En el camino» (pág. 300) los poemas que mejor expresan y dan forma idónea a todas las preocupaciones poéticas que abruman a la Delmira Agustini de 1914. En el primero de ellos, desde la imagen de la altura o lo ascendente («es creciente») y sobrenatural («infinita raíz ultraterrena») como el lugar que corresponde a la genialidad («mi plinto») hasta la realidad de las descripciones de animales, plantas y formas raras que configuran su nuevo universo metafórico («Muchas oscuras piedras / Crecientes como larvas») o la importancia concedida al trabajo, al esfuerzo como requisito para conseguir la excelencia literaria o el erotismo exacerbado y obvio de los símbolos, todo apunta a esa otra manera de decir que recién está aprendiendo la autora uruguaya:



«Como al impulso de una omnipotente araña
Las piedras crecen, crecen;
Las manos labran, labran,

-Labrad, labrad, ¡oh manos!
Creced, creced, ¡oh piedras!
Ya me embriaga un glorioso.
Aliento de palmeras».


(pág. 297)                


Detrás de lo hermoso, de las «flores», del «rosal» habita el «mal» en todas sus formas de «tenebrosas larvas», de «capullos negros», de «infernales arañas»:


«Ocultas en el pliegue más negro de la noche,
Debajo del rosal más florido del alba,
Tras el bucle más rubio de la tarde,
Las tenebrosas larvas
De piedra, crecen, crecen,
Las manos labran, labran,
Como capullos negros
De infernales arañas».


(pág. 297)                


La actividad es frenética a lo largo del poema como pone de manifiesto la recurrencia continua a la forma verbal que da esa sensación de dinamismo, de continuidad: las piedras crecen, las manos labran y a esa tarea de conjunción entre imaginación, fantasía o creatividad -las piedras- y elaboración, corrección del verso -manos- se unen otros estados o fenómenos como la melancolía en forma del conocido sintagma del sol negro:


«Van entrando los soles en la alcoba nocturna,
Van abriendo las lunas el silencio de nácar...».


(pág. 298)                


El resultado de tanto esfuerzo es una recompensa que puede leerse desde la mística, la erótica o la poética como el clímax en la cima después de las dificultades de su ascenso. El «aliento de palmeras», el «viento de la sierra» o la «celeste serenidad de estrella» pueden nacer, por tanto, de lo feo, lo monstruoso, lo oscuro, maldito:


«-Labrad, labrad, ¡oh, manos!
Creced, creced, ¡oh, piedras!
¡Ya siento una celeste
Serenidad de estrella!».


(pág. 298)                


«En el camino» (pág. 300), como su propio título indica, remite a un momento de detención y reflexión sobre la labor creativa y constituye otra descripción del recorrido hecho hasta ahora por la autora. Como vemos, la preocupación por la escritura acucia a Delmira Agustini quien la tematiza y elabora con cuidado y precisión en sus textos creativos. «En el camino» es, en primera instancia, una declaración directa de la necesidad en que la escritora se ve a la altura de 1913, 1914 de dar un vuelco o quiebre a su poesía. Nada favorece ya la continuidad de la estética manida, repetitiva y vacua del modernismo. Así, Agustini, entre todas las líneas, entre todas las corrientes escoge la del «misterio» emparentada con Poe o Baudelaire. No es estratega, pues, ciertamente, la vertiente que más éxito logra fue la del sentimentalismo o nuevo romanticismo -Alfonsina Storni, Ramón López Velarde-, fuera de las vanguardias estéticas como el surrealismo, el dadaísmo, el futurismo que ganan la batalla en el camino hacia lo nuevo, pero es verdad también que este espacio oscuro que decide habitar Agustini tiene casi imperceptibles conexiones con el onirismo y extrañeza de imágenes y léxico que era característica esencial de las vanguardias. «Con Selene» (pág. 303) es el ejemplo paradigmático de esta aproximación formal a las vanguardias, especialmente al surrealismo, seguramente influida por un Julio Herrera y Reissig que ensaya metáforas muy similares y que, como Agustini, abusa de la adjetivación esdrújula -«eléctrica», «pálida», «sonámbula»- y de la ambientación moderna, tecnificada, industrial, fría -«eléctrica», «magnética». Ahora bien, «Con Selene», como «En tus ojos», tiene carácter de práctica, de ejercicio poético, de ensayo. Se nota una voluntad, un esfuerzo por incardinarse en esa escuela sin que se sienta como propia y esto es interesante porque nos descubre que, aunque Agustini conoce los nuevos derroteros de la lírica, prefiere explorar su propia poética. Selene, la luna es, entonces, comparada con la otra cara del medallón del sol, con un corazón, un lirio o un hongo brotado bruscamente en el cielo; se la considera el «primer sueño del mundo» o la «primer blasfemia». La última parte del poema muestra una indudable adscripción a lo nuevo:


«Bruja eléctrica y pálida que orienta en los caminos,
Extravía en las almas, hipnotiza destinos...
Desposada del mundo en magnética ronda;
Sonámbula celeste paso a paso de blonda;
Patria blanca o siniestra de lirios o de cirios,
Oblea de pureza, pastilla de delirios; [...]».


(pág. 303)                


Selene es, para Agustini, un símbolo de la nocturnidad, de la oscuridad, de esta nueva estética sombría cuya esencia es la contradicción, el contraste entre «sueños» y «blasfemias», «luces» y «nieblas», «vidas» y «muertes», «caricias» o «quemaduras», «lirios» y «cirios». Para sugerir esto se vale del oxímoron o la paradoja típicamente barroca:


«Talismán del abismo, melancólico y fuerte,
Imantado de vida, imantado de muerte...
A veces me pareces una tumba sin dueño...
Y a veces... una cuna ¡toda blanca! Tendida de esperanza y de ensueño...».


(pág. 303)                


Es ostensible, pues, el rechazo de las poéticas claras, solares y la preferencia por la estética oscura acompañada siempre de la «perla de la melancolía», el «misterio» y la «soledad».

El poema «En el camino» nos sitúa, también, ante un sujeto lírico extraviado que busca el «Misterio bajo un sol de locura» y se encuentra con un «peregrino» que le ofrece su «sombra». El fin de la indagación poética llega, entonces, cuando la locura, la melancolía y el amor van conduciendo, de forma tácita, hacia la estética sombría que ciega y oculta el resto de opciones:


«Tu mirada fue buena como una senda oscura,
Como una senda húmeda que vendara el camino».


(pág. 300)                


La poeta ya se ha adentrado en otros senderos: el de la retórica amorosa más inocente y diáfana -«candor del pan»-, el del discurso desbordante de pasión y demencia -«llama del vino»-, pero es en la estética hermética, en la vocación por las sombras donde halla el destino, la luz, el «oro» de la creatividad, de la originalidad:


«Me fue pródiga y fértil tu alforja de ternura:
Tuve el candor del pan, y la llama del vino;
Mas tu alma en un pliegue de su astral vestidura,
Abrojo de oro y sombra se llevó mi destino».


(pág. 300)                


De la sombra nace la luz («Tu sombra logra rosas de fuego en el hogar») y el yo lírico se convierte desde el instante del descubrimiento en «una torre de recuerdo y espera», esto es, retomando el símbolo del poeta aristocrático, ya no se conforma con menos pues su espíritu curioso aspira a las alturas de la genialidad ya entrevistas, ya intuidas, pese a que esa espera lo sumerja, indefectiblemente, en la tristeza más honda, en el dolor y el llanto:


«En mi cuerpo, una torre de recuerdo y espera
Que se siente de mármol y se sueña de cera,
Tu Sombra logra rosas de fuego en el hogar;
Y en mi alma, un castillo desolado y sonoro
Con pátinas de tedio y humedades de lloro,
¡Tu Sombra logra rosas de nieve en el hogar!».


(pág. 300)                


En «Boca a boca» (pág. 301) el sujeto lírico se dirige al abismo en estos términos:


«Copa de vida donde quiero y sueño
Beber la muerte con fruición sombría,
Surco de fuego donde logra Ensueño
Fuertes semillas de melancolía».


(pág. 301)                


Como en algunas de sus primeras composiciones donde se nos presentan las diversas poéticas transfiguradas en cálices o copas, receptáculos exquisitos de los más variados licores y vinos, ahora se utiliza una metáfora en la misma línea. La diferencia es que antes se buscaba probar todo, mezclar -el eclecticismo poético- mientras que ahora se opta por el veneno, por la sustancia más amarga y al mismo tiempo placentera, es decir, se elige la estética del mal. La copa es asimismo metáfora de la boca amada que es transformada, con la versatilidad de las imágenes vanguardistas, en «pastilla de locura» y «verja de abismo». La poética es, pues, una forma de desprenderse, de desligarse del mundo real; es contemplada como una sustancia alucinógena, una droga que transporta y provoca el arrebato, el delirio o la demencia; es el beso de la muerte:


«Sexo de un alma triste de gloriosa;
El placer unges de dolor; tu beso
Puñal de fuego en vaina de embeleso,
Me come en sueños como un cáncer rosa».


(pág. 301)                


El erotismo es, de nuevo, el discurso maestro de la creación poética. Vertebra el poema:



«Joya de sangre y luna, vaso pleno
De rosas de silencio y de armonía,
Nectario de su miel y su veneno,
Vampiro vuelto mariposa al día.

Tijera ardiente de glaciales lirios,
Panal de besos, ánfora viviente
Donde brindan delicias y delirios
Fresas de aurora en vino de Poniente...».


(pág. 301)                


La herida del deseo, la llaga de la creación es profunda y dolorosa. De su centro brota sangre indefinidamente, pero se confía en las propiedades curativas del devenir que traerá otro amor, otra estética -«verbo fecundo»-:


«Inaccesible... Si otra vez mi vida
Cruzas, dando a la tierra removida
Siembra de oro tu verbo fecundo,
Tú curarás la misteriosa herida:
Lirio de muerte, cóndor de vida,
¡Flor de tu beso que perfuma el mundo!».


(pág. 302)                


En suma, Delmira Agustini no inaugura ninguna tradición, ninguna línea de escritura femenina. Su verbo original y deslumbrante no es el principio de movimientos o escuelas literarias, pero sí idea una nueva caligrafía, sus versos descubren una música sugerente y desconcertante en que lo críptico desempeña un papel esencial. Sus versos se unen más por relaciones estéticas que semánticas, bastante arbitrarias por otra parte, y pierden unidad de cuerpo, se disgregan en partes, en miembros que se combinan, sueltan, sustituyen: cabezas, pies, manos, frentes como fragmentos de un sueño que sólo el abrazo de eros, la metamorfosis final puede recomponer, rearticular. Pero entre tanto esos cuerpos decapitados, desmembrados, fragmentados, desarticulados buscan nostálgicamente, con dolor, como en El Banquete de Platón, las otras partes, sus mitades. De ahí que su escritura sea una búsqueda del otro, de lo otro que antes de llegar a la consumación, a la plenitud está marcada por el sufrimiento y la melancolía. Transcribimos, a continuación y a modo de cierre del capítulo, la expresión más acabada, entre los versos de Agustini, de este leitmotiv del tormento de la creación poética. El poema «Lo inefable» contiene la imagen de la «estrella dormida» como símbolo de ese dolor de la escritura que se identifica asimismo con la melancolía como desencadenante necesario de la misma:




Lo inefable


Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
No me mata la Muerte, no me mata el Amor;
Muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
Que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?...

¡Cumbre de los Martirios!... ¡Llevar eternamente,
Desgarradora y árida, la trágica simiente
Clavada en las entrañas como un diente feroz!...

¡Pero arrancarla un día en una flor que abriera
Milagrosa, inviolable!... ¡Ah, más grande no fuera
Tener entre las manos la cabeza de Dios!9


Para terminar de descifrar el universo de sus poemas del que, sin embargo, hemos intentado trazar ya algunas pistas y sugerencias en apartados previos, indicaremos algunos rasgos perceptibles en su literatura que son los que, desde nuestro punto de vista, le dan ese indiscutible brío y actualidad y permiten afirmar la genialidad de su autora. La característica más notable, sería, paradójicamente, su «inactualidad». Entendemos por tal no la pérdida de capacidad de evocación en el presente sino, antes bien, al contrario, el hallazgo de una atemporalidad fascinante en unos textos, que, pese a estar muy marcados por una retórica, unas fórmulas bien específicas y sólo legítimas en el marco de la estética modernista, consiguen elevarse por encima de tales dispositivos y susurrarnos ese «secreto» de lo sublime, ese hechizo cabalístico que siempre trata de aprehender o penetrar la literatura. Un libro trasciende cuando permanece siempre a la misma distancia del lector y esto es lo que sucede con los poemarios de Agustini a los que nos acercamos hoy con la misma emoción que hace un siglo. Se incardinaría, pues, la lírica de nuestra autora en lo que Derrida o Gadamer o, sobre todo, Pierre Bordel, han catalogado como «escritura de lo secreto»10 en el sentido de que tiene tres elementos fundamentales: poder y fuerza que reside en su ocultamiento, en su indecibilidad -toda una dinastía, toda una herencia oscura se encierra en él-, relación con el otro -el aspecto dialógico y dual es esencial en los versos de la uruguaya igual que no hay secreto sin esa conversación entre dos- y, por último, una afinidad o complicidad especial con el lector pero restringida solamente a cierto tipo de lector que es el que puede llegar hasta la raíz de la poesía y que se vincula, de alguna manera, con lo sagrado («secret/sacré», «fable mystique»), con el fantasma, con lo indirecto11:

«Elle (la littérature) aussi doît signaler quelque chose, différent de son contenu et de sa forme individuelle, et qui est sa propre clôture, ce par quoi précisément elle s'impose comme Littérature. D'où un ensemble de signes donnés sans rapport avec l'idée, la langue ni le style, et destinés à definir dans l'épaisseur de tous les modes d'expression possibles, la solitude d'un langage rituel. Cet ordre sacral des Signes écrits pose la Littérature comme une institution et tend évidemment à l'abstraire de l'Histoire, car aucune clôture ne se fonde sans une idée de pérennité»12.


Así pues, el lenguaje de lo secreto que tiene su expresión en el caso de Agustini en una lengua hermética y extraña, no consiste en un contenido escondido sino en la propia magia de su escritura febril y onírica que rearticula de una manera nunca explorada hasta entonces los universales de la poesía. De esta forma, Agustini consigue declinar el «genio» en femenino pues su creación trasciende absurdas explicaciones genéricas, convoca a las musas y diciendo lo «indecible», tanteando el enigma de lo insondable a través de la poeticidad de su lengua, logra originar su propia «no-realidad» que, como la de Poe, pierde su carácter de simulacro. Podríamos por tanto hablar, siguiendo de cerca los postulados de Derrida sobre y con Hélène Cixous13, de un «idioma Agustini» pues su singularidad, lo que distingue a su poesía es que se ha dejado acariciar por el genio de la lengua más allá de tópicos e imágenes manidas, pero habiéndose enriquecido previamente con toda la tradición anterior. Decir lo que no dirá, insinuar, lanzar desafíos, dividir, multiplicar14, diversificar, dejar cosas para que los demás, para que los «ojos del alma» las descifren sin desvelar nunca el secreto, sugerir, etc., y la única opción que nos queda es admirar el disfraz, nunca artificioso, con que cubre lo críptico, lo inconfesable, lo secreto y dejarlo «glisser»:

«On sait que vers la fin du XVIII siècle, cette transparence vient à se troubler; la forme littéraire développe un pouvoir sécond, indépendent de son économie et de son euphémie; elle fascine, elle dépayse, elle enchante, elle a un poids; on ne se sent plus la Littérature comme un mode de circulation socialement privilégié, mais comme un langage consistant, profond, plein de secrets, donné à la fois comme revé et comme menace»15.


Su obra es tempestad intolerable y revolucionaria, estallido de magia que el propio sujeto sabe conscientemente domeñar y domesticar hasta darle la forma adecuada, pues el genio sólo tiene, en general, una pequeña parte dada por generosidad natural, como un don o una gracia y una gran parte de cultivo y trabajo de orfebre. La literatura es pulsión, compulsión pero también propulsión y una cosa no puede separarse de la otra, ya que el privilegio de la literatura consiste en que permite contemplar las dos orillas, permite traspasar el umbral y abrir la puerta de lo inquietante o lo desconocido y, tras mil encuentros, mil visiones, está autorizado para nombrar ese mundo en su desnudez, traerlo al acá, trasmitir sus infinitos o ecos de una forma artesanal, comprensible, cercana:

«Flaubert [...] a constitué définitivement la Littérature en objet, par l'avènement d'une valeur-travail: la forme est devenue le terme d'une "fabrication", comme une poterie ou un joyau (il faut lire que la fabrication en fut "signifiée", c'est-à-dire pour la première fois livrée comme spectacle et imposée)»16.


Ciertamente, desde la modernidad, se pierde esa noción arcaica de que la forma tiene simplemente un valor de uso, de que los mecanismos literarios se transmiten de época en época, de movimiento a movimiento intactos, idénticos y sin ninguna obsesión por la novedad o la originalidad. Agustini comprende muy bien que a partir de aquel momento la salvación de la escritura no viene por su finalidad o destino, por su propósito sino por el trabajo que haya costado hacerla nacer y se identifica con esa imaginería del escritor ingeniero del verso, obrero o artesano, orfebre que se encierra en un cuarto y trabaja con regularidad y disciplina a lo Flaubert, a lo Gautier.





 
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