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ArribaAbajo El joven rey

Aquella noche, la víspera del día fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su cámara espléndida. Sus cortesanos se habían despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habían retirado al gran salón del palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aun había entre ellos algunos que tenían modales naturales, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravísima falta en cortesanos.

El adolescente -todavía lo era, apenas tenía dieciséis años- no lamentaba que se hubieran ido, y se había echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allí, con los ojos distraídos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal joven de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.

Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre cabrero que le había educado y cuyo hijo se creyó siempre. Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categoría (un extranjero, decían algunos, que había enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de Rímini, a quien la princesa había hecho muchos honores, quizá demasiados, y que había desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormía ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenían hijos y vivían en lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la ciudad. El dolor, o la peste, según el médico de la corte, o, según otros, un rápido veneno italiano servido en vino aromático, mató, una hora después de su despertar, a la blanca princesa, y cuando el fiel mensajero que llevaba al niño sobre la silla de su caballo bajaba del fatigado animal y tocaba a la puerta de la cabaña del cabrero, el cuerpo de la joven madre descendía a la tumba abierta en el patio de una iglesia abandonada, fuera de las puertas de la ciudad. En aquel sepulcro yacía, según la voz popular, otro cuerpo, el de un joven extranjero de singular hermosura, cuyas manos estaban atadas a su espalda con nudosa cuerda, y cuyo pecho estaba lleno de rojas puñaladas.

Tal era, al menos, la historia que las gentes se susurraban en secreto. Lo cierto era que el viejo rey, en su lecho de muerte, ya sea movido del remordimiento de su gran pecado, o ya deseoso de que el reino quedara en manos de su descendiente único, había hecho buscar al adolescente, y, en presencia del Consejo de la Corona, lo había reconocido como heredero suyo.

Y parece que desde el primer momento en que el joven fue reconocido dio muestras de aquella extraña pasión de la belleza que debía ejercer tan grande influjo sobre su vida. Los que lo acompañaron a las habitaciones que se dispusieron para su servicio, hablaban a menudo del grito de placer que se le escapó al ver las finas vestiduras y ricas joyas que allí le esperaban, y de la alegría casi feroz con que arrojó su basta túnica de cuero y su tosco manto de piel de oveja. Echaba de menos, eso sí, a veces, la hermosa libertad de la vida en el bosque, y se mostraba pronto al enojo ante las fastidiosas ceremonias de corte que le ocupaban tanto tiempo cada día; pero el maravilloso palacio -Joyeuse lo llamaban-, del cual era señor ahora, le parecía mundo nuevo recién creado para su deleite; y en cuanto podía escaparse de las reuniones del Consejo y de las cámaras de audiencia, bajaba corriendo la gran escalera, en que había leones de bronce dorado y escalones de luciente pórfido, y vagaba de sala en sala, y de corredor en corredor, como quien busca en la belleza el calmante contra el dolor, la curación de una enfermedad.

En estos viajes de descubrimiento, según él los llamaba -y en verdad eran para él verdaderos viajes a través de una tierra prodigiosa-, lo acompañaban en ocasiones los delegados y rubios pajes de la corte, con sus mantos flotantes y alegres cintas voladoras; pero las más veces iba solo, porque, con rápido instinto, que casi era adivinación, comprendió que los secretos del arte se aprenden mejor en secreto, y que la Belleza, como la Sabiduría, ama al devoto solitario.

De él se contaban, en aquella época de su vida, muchas historias curiosas. Se decía que un gordo burgomaestre que había venido a pronunciar una florida pieza de oratoria en representación de los habitantes de la ciudad lo había sorprendido arrodillándose con verdadera adoración ante un cuadro que acababan de traer de Venecia, lo cual parecía anunciar el culto de dioses nuevos. En otra ocasión se había perdido durante varias horas, y después de largas pesquisas se le descubrió en un camarín, en una de las torrecillas del lado norte del palacio, contemplando, como en éxtasis, una joya griega en que estaba tallada la figura de Adonis. Se le había visto, según otro cuento, besando la frente de mármol de una estatua antigua que se había descubierto en el fondo del río, cuando se construyó el puente de piedra, y que tenía grabado el nombre del esclavo bitinio de Elio Adriano. Se había pasado toda una noche contemplando el efecto que producía la luz de la luna sobre una imagen argentada de Endimión.

Todos los materiales raros y preciosos lo fascinaban; y en su deseo de obtenerlos había enviado a países extranjeros a muchos mercaderes, unos a comprar ámbar a los rudos pescadores de los mares del Norte; otros a Egipto en busca de aquella curiosa turquesa verde que sólo se encuentra en las tumbas de los reyes y dicen que posee propiedades mágicas; otros aun a Persia en busca de alfombras de seda y alfarería pintada, y otros, en fin, a la India a comprar gasa y marfil teñido, piedras lunares y brazaletes de jade, madera de sándalo, y esmalte azul y mantos de lana fina.

Pero lo que más le había preocupado era el traje que había de llevar en la fiesta de su coronación, el traje de oro entretejido, y la corona tachonada de rubíes, y el cetro con sus hileras y cercos de perlas. En realidad, en eso pensaba aquella noche, mientras yacía en su lujoso canapé, con la vista fija en el gran leño de pino que ardía en la chimenea abierta. Los dibujos, que eran obra de los más famosos artistas de la época, habían sido sometidos a su aprobación meses antes, y él había dado órdenes para que los artífices trabajaran día y noche a fin de ejecutarlos, y para que en el mundo entero se buscaran gemas dignas de su trabajo. Con la imaginación se veía en pie ante el altar mayor de la catedral con las hermosas vestiduras regias, y una sonrisa jugueteaba en sus labios infantiles e iluminaba con lustroso brillo sus oscuros ojos nemorosos.

Poco después se levantó de su asiento, y, recostado sobre la repisa de la chimenea, paseó su vista en derredor de la habitación tenuemente alumbrada. En los muros había tapices que representaban el Triunfo de la Belleza. Un gran armario con incrustaciones de ágata y lapislázuli llenaba uno de los rincones, y frente a la ventana había un arcón curiosamente labrado con paneles de oro embutido, barnizados de laca, sobre el cual había unas finas copas de cristal veneciano, y una taza de ónice de venas oscuras. En la colcha de seda de la cama estaban bordadas amapolas pálidas, como si el Sueño las hubiera dejado escapar de las fatigadas manos, y altos junquillos de marfil estriado sostenían el dosel de terciopelo, del cual subían, como espuma blanca, grandes airones de plumas de avestruz, hasta, la plata pálida del calado techo. Narciso, riente, en bronce dorado, sostenía por encima de su cabeza un espejo bruñido. Sobre la mesa había un ancho tazón de amatista.

Afuera veía el príncipe la enorme cúpula de la catedral, levantándose como una burbuja sobre las casas sombrías, y miraba a los centinelas haciendo su recorrido, llenos de aburrimiento, sobre la nebulosa terraza del río. Muy lejos, en un huerto, cantaba un ruiseñor. Vago aroma de jazmín entraba por la ventana. El joven, rey se echó hacia atrás los bucles de la cabellera, y tomando en las manos un laúd, dejó vagar sus dedos sobre las cuerdas. Sus párpados, pesados, cayeron, y languidez extraña se apoderó de él. Nunca había sentido tan agudamente o con tan exquisita alegría la magia y el misterio de las cosas bellas.

Cuando la medianoche sonó en el reloj de la torre, tocó un timbre, y sus pajes entraron y lo desvistieron con mucha ceremonia, echándole agua de rosas en las manos y regando flores sobre su almohada. Poco momento después de haber salido los pajes, dormía el rey.

Y mientras dormía soñó un sueño, y éste fue su sueño:

Creyó estar de pie en un desván largo, de techo bajo, entre el zumbido y repiqueteo de muchos telares. Escasa luz penetraba a través de las enrejadas ventanas, y le mostraba las flacas figuras de los tejedores, inclinados sobre sus bastidores. Niños pálidos, de aspecto enfermizo, se agachaban en los enormes traveses. Cuando las lanzaderas corrían entre la urdimbre levantaban las pesadas tablillas, y cuando las lanzaderas se detenían, dejaban caer las tablillas y juntaban los hilos. Las caras estaban contraídas por el hambre, y las manos temblaban y se estremecían. Unas mujeres demacradas se hallaban sentadas alrededor de una mesa, tejiendo. Horrible olor llenaba el lugar. El aire estaba pestilente y pesado, y los muros chorreaban humedad.

El joven rey se acercó a uno de los tejedores, y se detuvo junto a él y lo contempló.

El tejedor lo miró con ira y dijo:

-¿Por qué me miras? ¿Eres un espía, puesto aquí por el amo?

-¿Quién es tu amo? -preguntó el joven rey.

-¡Nuestro amo! -exclamó el tejedor con amargura-. Es un hombre como nosotros. Pero, en realidad, hay mucha diferencia entre nosotros: que él lleva buena ropa, mientras yo llevo harapos, y mientras yo padezco hambre, él padece por exceso de alimentación.

-El país es libre -dice el rey-, y tú no eres esclavo de nadie.

-En la guerra -dijo el tejedor- los fuertes hacen esclavos a los débiles, y en la paz, los ricos hacen esclavos a los pobres. Tenemos que trabajar para vivir, y nos dan salario tan escaso que nos morimos. Trabajamos para ellos todo el día, y ellos amontonan oro en sus cofres mientras nuestros hijos se marchitan antes de tiempo, y las caras de los que amamos se vuelven duras y malas. Nosotros pisamos las uvas, y otros se beben el vino. Sembramos trigo, y nuestra mesa está vacía. Estamos con cadenas, aunque nadie las ve; y somos esclavos, aunque los hombres nos llamen libres.

-¿Y ocurre así con todos? -preguntó el rey.

-Así ocurre con todos -contestó el tejedor-, con los jóvenes y con los viejos, con las mujeres y con los hombres, con los niños pequeños y con los viejos que se inclinan al peso de la edad. Los mercaderes nos oprimen y tenemos que hacer su voluntad. El sacerdote cruza junto a nosotros repasando las cuentas del rosario, y nadie se ocupa de nosotros. A través de nuestras callejuelas sin sol se arrastran la Pobreza con sus ojos hambrientos, y el Pecado con su cara podrida le sigue de cerca. La Desgracia nos despierta en la mañana y la Vergüenza nos acompaña en la noche. Pero ¿esto qué te importa a ti? Tú no eres de los nuestros. Tienes cara demasiado feliz.

Y le volvió la espalda gruñendo y echó su lanzadera a través de la urdimbre, y el joven rey vio que llevaba hilos de oro.

Y grave terror se apoderó de él, y dijo al tejedor:

-¿Qué vestidura es la que tejes?

-Es la vestidura para la coronación del joven rey -respondió el obrero-. A ti, ¿qué más te da?

Y el joven rey lanzó un gran grito, y despertó; y he aquí que se hallaba en su propia habitación, y a través de la ventana vio la gran luna color de miel suspendida en el aire oscuro.

Y se durmió de nuevo, y soñó, y éste fue su sueño:

Creyó encontrarse sobre la cubierta de una enorme galera en la que remaban cien esclavos. Sobre una alfombra, junto a él, se hallaba sentado el jefe de la galera. Era negro como el ébano, y su turbante era de seda carmesí. Grandes aros de plata pendían de los espesos lóbulos de sus orejas, y en sus manos tenía una balanza de marfil.

Los esclavos estaban desnudos, salvo el paño de la cintura, y cada hombre estaba atado con cadena a su vecino. El sol tórrido caía a plomo sobre ellos, y los negros corrían sobre el puente y los azotaban con látigos de cuero. Los esclavos movían los brazos y empujaban los remos a través del agua. Al golpe del remo saltaba la espuma salobre.

Al fin llegaron a una pequeña bahía, y comenzaron a sondear. Ligero viento soplaba de la tierra y cubría de fino polvo rojo el maderamen y la gran vela latina. Tres árabes montados sobre asnos salvajes aparecieron sobre la playa y arrojaron lanzas sobre ellos. El jefe de la galera tomó en sus manos un arco pintado e hirió en la garganta a uno de los árabes, que cayó pesadamente sobre la arena, mientras sus compañeros huyeron galopando. Una mujer envuelta en un velo amarillo les seguía despacio sobre un camello y de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el muerto.

Cuando hubieron echado el ancla y bajado la vela, los negros descendieron a la cala del buque y sacaron una larga escala de cuerdas con lastre de plomo. El jefe de la galera echó al agua la escala, después de haber enganchado el extremo en dos puntos de hierro.

Entonces los negros asieron al más joven de los esclavos, le quitaron sus grillos, le llenaron de cera las narices y las orejas y le ataron una gran piedra a la cintura. Con aire cansado descendió por la escala y desapareció en el mar. Unas cuantas burbujas se levantaron del lugar donde se hundió. Algunos de los otros esclavos miraron con curiosidad hacia el mar. En la proa de la galera estaba sentado un encantador de tiburones, tocando monótonamente un tambor para alejarlos.

Momentos después, el buzo surgió del agua y asió jadeando la escala. Traía la perla en la mano derecha. Los negros se la quitaron y volvieron a echarlo al agua. Los esclavos se quedaron dormidos sobre sus reinos.

Una vez y otra vez bajó y subió el joven esclavo, y cada vez trajo en la mano una hermosa perla. El jefe de la galera las pesaba y las ponía en un saquito de cuero verde.

El joven rey quería hablar; pero su lengua parecía pegada al cielo de la boca, y sus labios se negaban a moverse. Los negros parloteaban entre sí y comenzaron a pelearse por una sarta de cuentas brillantes. Dos grullas volaban en torno al barco.

El buzo subió por última vez y la perla que trajo era más hermosa que todas las perlas de Ormuz, porque tenía forma de luna llena y era más blanca que la estrella de la mañana. Pero la cara del buzo tenía extraña palidez, y se le vio caer sobre la cubierta del buque: le brotaba sangre de la nariz y de las orejas. Se agitó durante breves momentos, y luego dejó de moverse. Los negros se encogieron de hombros y echaron al agua el cadáver.

Y el jefe de la galera lanzó una carcajada, y extendiendo la mano tomó la perla, y cuando la hubo contemplado, le apretó contra su frente y se inclinó como saludando.

-Será -dijo- para el cetro del joven rey. E hizo seña a los negros para que levantaran el ancla.

Y cuando el joven rey oyó esto, dio un gran grito y despertó, y a través de la ventana vio los largos dedos de la aurora atrapando las estrellas que se apagaban...

Y se quedó de nuevo dormido, y soñó, y éste fue su sueño:

Creyó que vagaba por un bosque oscuro, lleno de frutos extraños y de lindas flores venenosas. Los áspides silbaban a su paso, y los loros relucientes volaban, gritando de rama en rama. Enormes tortugas yacían dormidas sobre el lodo caliente. Los árboles estaban llenos de monos y de pavos reales.

Caminó largo rato hasta llegar a la salida del bosque, y allí vio una inmensa multitud de hombres que trabajaban en el lecho de un río seco ya. Llenaban la tierra como hormigas. Abrían hoyos profundos en el suelo y descendían a ellos. Unos rompían las rocas con grandes hachas; otros escarbaban en la arena. Arrancaban de raíz los cactos y pisoteaban las flores de color escarlata. Se movían aprisa, daban voces y ninguno estaba ocioso.

Desde la oscuridad de una caverna la Muerte y la Avaricia los observaban, y la Muerte dijo:

-Estoy cansada; dame una tercera parte de ellos y déjame ir.

Pero la Avaricia movió la cabeza negativamente:

-Son mis siervos -dijo.

Y la Muerte le preguntó:

-¿Qué tienes en la mano?

-Tengo tres granos de trigo -contestó la Avaricia-; ¿qué te importa?

-Dame uno de ellos -dijo la Muerte- para plantarlo en mi huerto; uno solo de ellos, y me iré.

-No te doy nada -dijo la Avaricia-, y escondió la mano en los pliegues de su vestidura.

Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus manos una taza y la introdujo en un charco de agua, y de la taza se levantó la Fiebre Palúdica. Con ella atravesó por entre la multitud, y la tercera parte de ellos quedaron muertos. Fría niebla la seguía, y las serpientes de agua corrían a su lado.

Y cuando la Avaricia vio que morían tantos hombres, se dio golpes de pecho y lloró. Golpeó su pecho estéril y dio voces.

-Has matado la tercera parte de mis siervos -gritó-. ¡Vete! Hay guerra en los montes de Tartaria, y los reyes de cada fracción te llaman. Los afganos han matado el toro negro y marchan al combate. Pegan en sus escudos con sus lanzas, y se han puesto los yelmos de hierro. ¿Qué tiene mi valle que en él te detienes tanto tiempo? Vete y no vuelvas más.

-No -respondió la Muerte-, no me iré mientras no me des el grano de trigo.

Pero la Avaricia cerró la mano y apretó los dientes:

-No te doy nada -murmuró.

Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus manos una piedra y la lanzó al bosque, y de la maleza de cicutas silvestres salió la Fiebre en traje de llamas. Atravesó la multitud y tocó a los hombres, y murió cada hombre a quien ella tocó. La hierba se secaba bajo sus pies.

Y la Avaricia tembló y se echó ceniza sobre la cabeza.

-Eres cruel -gritó-, eres cruel. Hay hambre en las amuralladas ciudades de la India, y las cisternas de Samarcanda se han secado. Hay hambre en las amuralladas ciudades de Egipto, y las langostas vienen del desierto. El Nilo no ha rebasado sus orillas, y los sacerdotes maldicen a Isis y a Osiris. Vete a donde te necesitan, y déjame mis siervos.

-No -respondió la Muerte-; mientras no me hayas dado un grano de trigo, no me iré.

-No te doy nada -dijo la Avaricia.

Y la Muerte lanzó otra carcajada y silbó por entre los dedos, y por el aire vino volando una mujer. El nombre Peste estaba escrito sobre su frente, y una multitud de buitres flacos volaba en torno suyo. Cubrió el valle con sus alas, y ningún hombre quedó vivo.

Y la Avaricia huyó gritando a través del bosque y la Muerte subió sobre su caballo rojo y partió al galope, y su galope era más rápido que el viento.

Y del limo, en el fondo del valle, brotaron dragones y seres horribles con escamas, y los chacales llegaron trotando por entre la arena, olfateando el aire.

Y el joven rey lloró, y preguntó:

-¿Quiénes eran estos hombres, y qué buscaban?

-Rubíes para una corona de rey -le respondió una voz.

Sobresaltado el rey, se volvió y vio a un hombre en hábito de peregrino, con un espejo de plata en la mano.

Y el rey palideció, y preguntó:

-¿Para qué rey?

-Mira en este espejo y lo verás.

Y miró en el espejo y, al ver su propia cara, lanzó un gran grito, y despertó, y la vívida luz del sol entraba a torrentes en la habitación, y en los árboles del jardín cantaban los pájaros.

Y el chambelán y los altos funcionarios del Estado entraron y le hicieron homenajes; y los pajes le trajeron la vestidura de oro entretejido, y pusieron delante de él la corona y el cetro.

Y el joven rey los miró, y eran de gran belleza. Más bellos que cuantos había visto hasta entonces. Pero recordó sus sueños y dijo a sus caballeros:

-Llevaos estas cosas, que no he de usarlas.

Y los cortesanos se asombraron y hubo quienes se rieron, porque creían que hablaba en burla.

Pero él les habló de nuevo con severidad y dijo:

-Llevaos estas cosas y escondedlas lejos de mí. Aunque sea el día de mi coronación no las llevaré. Porque en los telares de la Desgracia y con las blancas manos del Dolor se ha tejido la vestidura. Hay Sangre en el corazón del rubí y hay Muerte en el corazón de la perla.

Y les contó sus tres sueños.

Y cuando los cortesanos los oyeron, se miraron entre sí y murmuraron:

-Ciertamente está loco. ¿Pues no son sueños los sueños y visiones las visiones? No son cosas reales para que hagamos caso de ellas. ¿Y qué tenemos que ver con las vidas de los que trabajan para nosotros? ¿No ha de comer pan el hombre mientras no haya visto al sembrador de trigo, ni ha de beber vino mientras no haya hablado con el viñador?

Y el chambelán habló al joven rey, y le dijo:

-Señor, os ruego que alejéis de vos esos pensamientos negros, y vestíos con la hermosa vestidura y poned la corona sobre vuestra cabeza. Porque ¿cómo sabrá, el pueblo que sois rey, si no lleváis vestidura de rey?

Y el joven rey lo miró y preguntó:

-¿Es así, en verdad? ¿No sabrán que soy rey si no llevo vestidura de rey?

-No os conocerán, señor -dijo el chambelán. -Creí que había hombres que tenían aire de reyes -respondió-; pero puede que sea verdad lo que dices. Y, sin embargo, no me pondré esa vestidura, ni me coronaré con esa corona, sino que saldré del palacio como entré en él.

Y pidió a todos que se fueran, excepto a un paje a quien retuvo como compañero, adolescente más joven que él en un año. Lo retuvo para su servicio, y, cuando se hubo bañado en agua clara, abrió un gran arcón pintado y de él sacó la túnica de cuero y el tosco manto de piel de oveja que usaba cuando desde las colinas vigilaba las hirsutas cabras del cabrero. Se puso la túnica y el manto rústico y tomó en sus manos el rudo cayado del pastor.

Y el pajecito abrió con asombro sus grandes ojos azules y le dijo sonriendo:

Señor: veo vuestra túnica y vuestro cetro, pero ¿dónde está vuestra corona?

Y el joven rey arrancó una rama de espino que trepaba por el balcón y la dobló e hizo con ella un cerco y se lo puso sobre la cabeza.

-Ésta será mi corona -respondió.

Y así ataviado salió de su cámara al gran salón, donde los nobles lo esperaban.

Y los nobles se burlaban, y hubo quienes gritaron:

-Señor: el pueblo espera a su rey y vos le mostráis un mendigo.

Y otros se indignaban y decían:

-Pone en vergüenza al Estado y es indigno de ser nuestro señor.

Pero él no respondió palabra, sino que siguió adelante, y descendió por la luciente escalera de pórfido, y salió por las puertas de bronce, y montó sobre su caballo y fue hacia la catedral, mientras el pajecito corría tras él.

Y la gente se reía y decía:

-Es el bufón del rey el que pasa a caballo.

Y se burlaban de él.

Y el rey detuvo al caballo y dijo:

-No; soy el rey.

Y les contó sus tres sueños.

Y un hombre salió de entre la multitud y le habló con amargura, y le dijo:

-Señor, ¿no sabéis que del lujo de los ricos se sustenta la vida del pobre? Vuestra vanidad nos nutre y vuestros vicios nos dan pan. Trabajar para el amo duro es amargo; pero es más amargo aún no tener amo para quien trabajar. ¿Creéis que los cuervos nos han de alimentar? ¿Y qué remedio proponéis para estas cosas? ¿Diréis al comprador: «Comprarás tanto», y al vendedor: «¿Venderás a tal precio?» De seguro que no. Idos, pues, a vuestro palacio, y vestid la púrpura y el lino. ¿Qué tenéis que ver con nosotros, ni con lo que sufrimos?

-¿No son hermanos el rico y el pobre? -preguntó el rey.

-Sí -respondió el hombre-, y el hermano rico se llama Caín.

Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas, y siguió avanzando a caballo por entre los murmullos de la gente, y el pajecito se asustó y lo abandonó.

Y cuando llegó al pórtico de la catedral, los soldados le opusieron sus alabardas y le dijeron:

-¿Qué buscas aquí? Nadie ha de entrar por esta puerta sino el rey.

Y la cara se enrojeció de ira, y les dijo:

-Soy el rey.

Y apartando las alabardas, pasó entre ellos y entró al templo.

Y cuando el anciano obispo lo vio entrar vestido de cabrero, se levantó con asombro de su trono, y avanzó a recibirlo y le dijo:

-Hijo mío, ¿es éste el traje de un rey? ¿Y con qué corona he de coronarte, y qué cetro colocaré en tus manos? Ciertamente, para ti éste debiera ser día de gozo y no de humillación.

-¿Debe la Alegría vestirse con lo que fabricó el Dolor? -dijo el joven rey.

Contó al obispo sus tres sueños.

Y cuando el obispo los oyó, frunció el ceño y dijo:

-Hijo mío, soy un anciano y estoy en el invierno de mis días y sé que se hacen muchas cosas malas en el ancho mundo. Los bandidos feroces bajan de las montañas y se llevan a los niños y los venden a los moros. Los leones acechan a las caravanas y saltan sobre los camellos. Los jabalíes salvajes arrancan de raíz el trigo de los valles, y las zorras roen las vides de la colina. Los piratas asuelan las costas del mar y queman los barcos de los pescadores y les quitan sus redes. En los pantanos salinos viven los leprosos; tienen casas de junco y nadie puede acercárseles. Los mendigos vagan por las ciudades y comen su comida con los perros. ¿Puedes impedir que estas cosas sean? ¿Harás del leproso tu compañero de lecho y sentarás al mendigo a tu mesa? ¿Hará el león lo que mandes y te obedecerá el jabalí? ¿No es más sabio que tú aquel que creó la desgracia? Rey, no aplaudo lo que has hecho, sino que te pido que vuelvas al palacio y te pongas las vestiduras que sientan a un rey, y con la corona de oro te coronaré y el cetro de perlas colocaré en tus manos. Y en cuanto a los sueños, no pienses más en ellos. La carga de este mundo es demasiado grande para que la soporte un solo hombre y el dolor del mundo es demasiado para que lo sufra un solo corazón.

-¿Eso dices en esta casa? -interrogó el joven rey; y dejó atrás al obispo, subió los escalones del altar, y se detuvo ante la imagen del Cristo.

Se detuvo ante la imagen del Cristo, y a su mano derecha y a su izquierda se hallaban los vasos maravillosos de oro, el cáliz con el vino amarillo y con el óleo santo. Se arrodilló ante la imagen de Cristo y las velas ardían esplendorosamente junto al santuario enjoyado y el humo del incienso se rizaba en círculos azules al ascender a la cúpula. Inclinó la cabeza en oración y los sacerdotes de vestiduras rígidas huyeron del altar.

Y de pronto se oyó el tumulto desatado que reinaba en la calle y los nobles entraron al templo espada en mano y agitando sus plumeros y embrazando sus escudos de pulido acero.

-¿Dónde está el soñador de locuras? -exclamaban-. ¿Dónde está el rey vestido de mendigo, el que trae la vergüenza sobre el Estado? En verdad que hemos de matarlo, porque es indigno de regirnos.

Y el joven rey inclinó de nuevo la cabeza y oró, y cuando terminó su oración se levantó de nuevo, y volviéndose hacia ellos los miró con tristeza.

Y he aquí que, a través de las vidrieras de colores, bajaba sobre él a torrentes la luz del día, y los rayos del sol tejieron en torno suyo una vestidura más hermosa que aquella que fue tejida para darle placer. El cayado seco floreció y se llenó de lirios más blancos que las perlas. La seca rama de espino floreció, y dio rosas más rojas que los rubíes. Más blancos que perlas finas eran los lirios, y sus pecíolos eran de plata luciente. Más rojas que rubíes espinelas eran las rosas, y sus hojas eran de oro batido.

Se quedó inmóvil en su traje de rey, y las puertas del enjoyado santuario se abrieron, y del cristal de la custodia radiante brotó maravillosa y mística luz. Se quedó inmóvil en su traje de rey, y la Gloria del Señor llenó el lugar, y los santos en sus nichos labrados parecían moverse. Con el hermoso traje regio quedó inmóvil ante ellos, y el órgano lanzó su música, y los trompeteros soplaron en sus trompetas, y los niños cantores alzaron sus voces.

Y el pueblo cayó de rodillas con espanto, y los nobles envainaron sus espadas y le rindieron homenaje, y el obispo palideció y le temblaron las manos: «Te ha coronado Uno más grande que yo», dijo, y se arrodilló ante él.

Y el joven rey bajó del altar mayor, y volvió al palacio, atravesando la multitud. Pero ninguno se atrevió a mirarlo a la cara, porque era semejante a la de los ángeles.




ArribaAbajo El cumpleaños de la infanta

Era aquel día el cumpleaños de la infanta. Cumplía los doce años, y el sol brillaba con esplendor en los jardines del palacio.

Aunque realmente era princesa y era la infanta de España, sólo tenía un cumpleaños cada año, exactamente como los hijos de la gente muy pobre; así, era cosa de grande importancia para todo el país que la infanta tuviera un gran día en tales ocasiones. Y aquel día era magnífico en verdad. Los altos y rayados tulipanes se erguían sobre los tallos, como en largo desfile militar, y miraban, retadores, a las rosas, diciéndoles: «Somos tan espléndidos como vosotras». Las mariposas purpúreas revoloteaban, llenas de polvo de oro las alas, visitando a las flores una por una; los lagartos salían de entre las grietas del muro y se calentaban al sol; las granadas se cuarteaban y entreabrían con el calor, y se veía sangrante su corazón rojo. Hasta los pálidos lines amarillos, que colgaban en profusión de las carcomidas espalderas, y a lo largo de las arcadas oscuras, parecían haber robado mayor viveza de color a la maravillosa luz solar, y las magnolias abrían sus grandes flores, semejantes a globos de marfil, y llenaban el aire de dulce aroma enervante.

La princesita paseaba en la terraza con sus compañeros y jugaba al escondite entre los jarrones de piedra y las viejas estatuas cubiertas de musgo. En los días ordinarios sólo se le permitía jugar con niños de su propia alcurnia, de manera que tenía que jugar sola; pero su cumpleaños formaba excepción, y el rey había ordenado que invitara a sus amistades preferidas para que jugaran con ella. Tenían los esbeltos niños españoles gracia majestuosa de movimientos, los muchachos con sus sombreros de gran pluma y sus capas cortas flotantes; las niñas recogiéndose la cola de los largos trajes de brocado y protegiéndose los ojos contra el sol con enormes abanicos negros y argentados. Pero la infanta era la más graciosa de todas, la que iba vestida con mayor gusto, dentro de la moda algo incómoda de aquel tiempo. Su traje era de raso gris, la falda y las anchas mangas de bullones estaban bordadas con plata, el rígido corpiño adornado con hileras de perlas finas. Al andar, debajo del traje surgían dos diminutos zapatitos con rosetas color de rosa. Rosa y perla era su gran abanico de gasa, y en el cabello, que formaba una aureola de oro viejo en torno a su carita pálida, llevaba una linda rosa blanca.

Desde una ventana del palacio los contemplaba el melancólico rey. Detrás de él se hallaba en pie su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba; su confesor, el gran inquisidor de Granada, se hallaba sentado junto a él. Más triste que de costumbre estaba el rey, porque al ver a la infanta saludando con infantil gravedad a los cortesanos reunidos, o riéndose tras el abanico de la ceñuda duquesa de Albuquerque, que la acompañaba siempre, pensaba en la joven reina, su madre, que poco tiempo antes -así le parecía aún- había llegado del alegre país de Francia, y se había marchitado entre el sombrío esplendor de la corte española, muriendo seis meses después del nacimiento de su hija, antes de haber visto florecer dos veces los almendros en el huerto, o de haber arrancado por segunda vez los frutos de la vieja higuera nudosa que había en el centro del patio, cubierto ahora de hierba. Tan grande había sido el amor que tuvo el rey a su esposa, que no permitió que la tumba los separara. La reina fue embalsamada por un médico moro, a quien por tal servicio le había sido perdonada la vida, condenada ya por el Santo Oficio, en juicio por herejía y sospecha de prácticas mágicas; y el cuerpo yacía aún dentro del féretro, forrado de tapices, en la capilla de mármol negro del palacio, tal como lo habían depositado allí los monjes aquel ventoso día de marzo, doce años atrás. Una vez al mes, el rey, envuelto en una capa oscura y llevando en la mano una linterna sorda, entraba allí y se arrodillaba junto a ella exclamando: «¡Mi reina! ¡Mi reina!»5.

A veces, faltando a la etiqueta formalista que gobierna en España cada acto de la vida, y que pone límites hasta a la pena de un rey, asía las pálidas manos enjoyadas, en loco paroxismo de dolor, y trataba de reanimar con sus besos la fría cara pintada.

Hoy creía verla de nuevo, como la vio por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando tenía él apenas quince años de edad, y ella menos aún. En aquella ocasión contrajeron esponsales, que bendijo el nuncio del Papa en presencia del rey de Francia y de toda la corte, y él regresó a El Escorial, llevando consigo un mechón de cabellos rubios y el recuerdo de los labios infantiles que se inclinaban para besarle la mano cuando subió a su carruaje. Más adelante, se efectuó el matrimonio en Burgos, y la gran entrada pública en Madrid con la acostumbrada misa solemne en la iglesia de la Virgen de Atocha, y un auto de fe más importante que de costumbre, en el cual se relajaron al brazo secular para ser quemados cerca de trescientos herejes, entre ellos muchos ingleses.

En verdad, el rey amó a la reina con locura, lo cual no dejó de contribuir, según pensaban muchos, a la ruina de su país, a quien Inglaterra disputaba entonces sus posesiones del Nuevo Mundo. Apenas la dejaba apartarse de su lado, porque había olvidado, o parecía olvidar, todos los graves asuntos del Estado; y con la terrible locura que la pasión da a sus víctimas, no advirtió que las complicadas ceremonias con que trataba de divertirla no hacían sino agravar la enfermedad extraña que sufría. Cuando murió la reina, el rey quedó como privado de razón durante algún tiempo. No cabe duda de que hubiera abdicado formalmente y se hubiera retirado al gran monasterio trapense de Granada, del cual era ya prior titular, si no hubiera temido dejar a la infantita entregada a la merced de su hermano, cuya crueldad aun en España era notoria, y de quien muchos sospechaban que había causado la muerte de la reina con un par de guantes envenenados que le regalara en su castillo de Aragón al visitarlo ella. Aun después de expirar los tres años de luto que había ordenado por edicto real para todos sus dominios, nunca permitió a sus ministros que le hablaran de nuevos matrimonios, y cuando el emperador le hizo ofrecer la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, rogó a los embajadores dijeran a su señor que él, rey de España, estaba desposado con la Tristeza, y que aunque ella fuese una esposa estéril, la amaba más que a la Belleza; respuesta que costó a su corona las ricas provincias de los Países Bajos, que bien pronto, a instigación del emperador, se rebelaron contra él bajo la dirección de fanáticos de la Reforma.

Toda su vida matrimonial, con sus alegrías ardientes y el dolor terrible de su fin súbito, parecía revivir ante él ahora, al ver a la infanta jugar en la terraza. Tenía toda la graciosa petulancia de la reina, la misma manera voluntariosa de mover la cabeza, la misma orgullosa boca de lindas curvas, la misma sonrisa maravillosa, vrai sourire de France, al mirar de tarde en tarde hacia la ventana, o al extender su manecita para que la besaran los majestuosos caballeros españoles. Pero la aguda risa de los niños molestaba los oídos del rey, y la viva, implacable luz del sol se burlaba de su tristeza, y un olor tenue de aromas extraños, aromas como los que emplean los embalsamadores, parecía difundirse -¿o era sólo imaginación?- en el aire claro de la mañana. Escondió la cara entre las manos, y cuando la infanta miró de nuevo hacia arriba, se habían cerrado las cortinas y el rey se había retirado.

Hizo la niña una moue de contrariedad y se encogió de hombros. Bien podía haberse quedado el rey a verla jugar en su día de natales. ¿Qué importaban los ridículos asuntos del Estado? ¿O se había ido a meter en la capilla tenebrosa, donde siempre ardían velas y a donde nunca le permitían a ella entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba con tanta viveza y todo el mundo estaba tan contento! Además, iba a perder el simulacro de corrida de toros, para el cual sonaba ya la trompeta, sin contar la comedia de títeres y las otras cosas maravillosas. Su tío y el gran inquisidor eran mucho más sensatos. Habían salido a la terraza y le hacían finos cumplimientos. Sacudió, pues, la cabecita, y tomando la mano de don Pedro descendió lentamente las escaleras y se dirigió hacia el amplio pabellón de seda púrpura erigido en uno de los extremos del jardín. Los otros niños la siguieron, marchando en orden estricto de precedencia: los que tenían los nombres más largos iban delante.

Salió a recibirla una procesión de niños nobles, fantásticamente vestidos de toreros, y el joven conde de Tierra Nueva, hermosísimo adolescente de unos catorce años de edad, descubriéndose la cabeza con toda la gracia que dan el nacimiento hidalgo y la grandeza de España, la acompañó solemnemente hasta una silla pequeña de oro y marfil, colocada sobre el estrado que dominaba el redondel. Los niños se agruparon en torno, agitando las niñas sus abanicos y cuchicheando entre sí, mientras don Pedro y el gran inquisidor, en la entrada, observaban y reían. Hasta la duquesa -la camarera mayor se le llamaba-, mujer delgada, de facciones duras, con gorguera amarilla, no parecía de tan mal humor como otras veces, y algo semejante a una fría sonrisa vagaba en su cara arrugada y crispaba sus labios, delgados y exangües.

Era aquella una corrida de toros maravillosa, y muy superior -pensaba la infanta- a la corrida verdadera a que la llevaron en Sevilla cuando la visita del duque de Parma a su padre. Algunos de los muchachos caracoleaban sobre caballos de palo ricamente enjaezados, blandiendo largas picas con alegres gallardetes de cintas de colores vivos; otros iban a pie, agitando sus capas escarlatas ante el toro y saltando la barrera cuando les embestía. Y el toro parecía un animal vivo, aunque estaba hecho de mimbres y cubierto con una piel disecada; a veces corría por el redondel sobre sus patas traseras, cosa que ningún otro toro haría. Se defendió espléndidamente, y los niños se excitaron tanto, que se subieron sobre los bancos, y, agitando sus pañuelos de encaje, gritaban: «¡Bravo toro! ¡Bravo toro!»6, con igual sensatez que la que suelen mostrar las personas mayores. Por fin, después de prolongada lidia, durante la cual algunos de los caballos de palo fueron despanzurrados y derribados sus jinetes, el joven conde de Tierra Nueva hizo caer el toro a sus pies, y, habiendo obtenido permiso de la infanta para darle el coup de grace, hundió su espada de madera en el cuello del animal con tanta violencia, que le arrancó la cabeza y dejó al descubierto la cara sonriente del pequeño monsieur de Lorraina, hijo del embajador de Francia en Madrid.

Se despejó entonces el redondel entre grandes aplausos, y dos pajes moriscos, de librea negra y amarilla, con gran solemnidad, se llevaron arrastrando los caballos muertos, y después de breve interludio, durante el cual un acróbata francés bailó en la cuerda tensa, se representó, con títeres italianos, la tragedia semiclásica de Sofonisba, en el pequeño escenario construido al efecto. Trabajaban tan bien los títeres, y sus movimientos eran tan naturales, que al final del drama los ojos de la infanta estaban turbios de lágrimas. En realidad, algunos niños llegaron a llorar, y hubo que consolarlos con dulces, y el gran inquisidor se afectó tanto, que no pudo menos que decir a don Pedro que le parecía intolerable que muñecos hechos de madera y de cera coloreada y movidos mecánicamente por alambrea, fueran tan desgraciados y sufrieran tan terribles infortunios.

Apareció después un prestidigitador africano, que trajo un gran cesto cubierto con un paño rojo y, colocándolo en el centro del redondel, sacó de su turbante una curiosa flauta de caña y sopló en ella. A poco el paño rojo comenzó a moverse y a medida que la flauta fue emitiendo sonidos más y más agudos, dos serpientes, verdes y doradas, fueron sacando sus cabezas de forma extraña y se irguieron poco a poco, balanceándose a un lado y a otro con la música, como se balancea una planta en las aguas. Los niños, sin embargo, se asustaron al ver las manchadas capuchas y las lenguas como flechas y les agradó mucho más ver que el prestidigitador hacía nacer de la arena un diminuto naranjo, que producía preciosos azahares blancos y racimos de verdaderos frutos, y cuando tomó en sus manos el abanico de la hija del marqués de las Torres y lo convirtió en un pájaro azul, que voló alrededor del pabellón y cantó, su deleite no tuvo límites.

El solemne minué, danzado por los niños bailarines de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, fue encantador. La infanta nunca había visto esta ceremonia, que se verifica anualmente durante el mes de mayo, ante el altar mayor de la Virgen y en honor suyo, y en realidad ningún miembro de la real familia de España había entrado a la catedral de Zaragoza desde que un cura loco, que muchos suponían pagado por Isabel de Inglaterra, había tratado de hacer tragar una hostia envenenada al príncipe de Asturias. Así, la infanta sólo de oídas conocía la Danza de Nuestro Señora, según se le llamaba, y era ciertamente digna de verse. Los niños llevaban trajes de corte arcaicos; sus sombreros de tres picos estaban ribeteados de plata y coronados por enormes penachos de plumas de avestruz, y la deslumbrante blancura de sus trajes, al moverse en el sol, se acentuaba por el contraste con sus caras morenas y sus largos cabellos negros. Todo el mundo quedó fascinado por la grave dignidad con que se movían en las intrincadas figuras de la danza y por la gracia estudiada de sus lentos ademanes y de sus majestuosos saludos, y cuando terminaron e hicieron reverencia con sus grandes sombreros a la infanta, ella respondió al homenaje con gran cortesía e hizo voto de enviar una gran vela de cera al santuario de la Virgen del Pilar, en pago del placer que le habían producido.

Una compañía de hermosos egipcios -como se llamaba entonces a los gitanos- avanzó al redondel, y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas, en círculo, comenzaron a tocar suavemente sus cítaras, moviendo el cuerpo al son de la música y tarareando en leve murmullo un aire de ensueño, todo en notas graves. Cuando vieron a don Pedro le gruñeron y algunos se mostraron aterrorizados, porque apenas hacía dos semanas que había hecho ahorcar por brujos a dos de la tribu en la plaza del mercado de Sevilla; pero la linda infanta los encantó, viéndola echarse hacia atrás y mirar con sus grandes ojos azules por encima del abanico, y se sentían seguros de que personilla tan encantadora no podía ser cruel para nadie. Tocaron, pues, muy dulcemente, hiriendo apenas las cuerdas de las cítaras con sus largas uñas puntiagudas e inclinando las cabezas como si tuvieran sueño. De pronto, con un grito tan agudo que todos los niños se asustaron y don Pedro se llevó la mano al pomo de su daga, se pusieron en pie y giraron locamente por el redondel, tocando sus tamboriles y cantando una delirante canción de amor en su extraño lenguaje gutural. Luego, a una nueva señal, se echaron todos al suelo y se quedaron allí tranquilos: el opaco rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio. Después de repetir el acto varias veces, desaparecieron por un momento, y volvieron, trayendo un oso pardo y peludo atado con cadena y cargando sobre las espaldas unos pequeños monos de Berbería. El oso se ponía de cabeza con la mayor gravedad; y los monos, amaestrados, hicieron toda clase de juegos divertidos con dos niños gitanos que parecían ser sus maestros, y luchaban con espadas diminutas y disparaban fusiles y ejecutaban ejercicios militares como si fueran soldados de la guardia del rey. Los gitanos alcanzaron gran éxito.

Pero la parte más divertida de toda la fiesta matinal fue, indudablemente, el baile del enanito. Cuando entró al redondel, tropezando, tambaleándose sobre sus piernas torcidas y sacudiendo la enorme y deforme cabeza a uno y otro lado, los niños lanzaron gritos de placer, y la infanta rió de tal modo, que la camarera mayor hubo de recordarle que, aunque había precedentes en España de que una hija de reyes hubiera llorado delante de sus iguales, no los había de que una princesa de sangre real se divirtiera tanto delante de personas de nacimiento inferior al suyo. El enano, sin embargo, era irresistible, y aun en la corte de España, famosa siempre por su culta afición a lo horrible, nunca se había visto monstruecillo tan fantástico. Y era la primera aparición que hacía. Le habían descubierto apenas el día anterior, corriendo en salvaje libertad, dos nobles que estaban cazando en un lugar remoto del gran bosque de alcornoques que rodeaba la ciudad, y lo habían llevado al palacio como sorpresa para la infanta: su padre, campesino pobre, que vivía de hacer carbón vegetal, se había alegrado de verse libre de hijo tan feo y tan inútil.

Quizá lo más divertido en él era su incompleta inconsciencia: no se daba cuenta de su aire grotesco. En realidad, parecía feliz y estaba lleno de vivacidad. Cuando los niños se reían, él se reía tan alegre y tan libremente como cualquiera de ellos, y al acabar cada baile les hacía la más ridícula de las reverencias, sonriéndoles y saludándolos como si fuera uno de ellos, en vez de ser una cosa deforme que la naturaleza en momento de humorismo había modelado para diversión de los demás.

La infanta lo fascinó. No podía quitarle los ojos de encima, y parecía bailar para ella sola. Cuando, al terminar la fiesta, recordando ella haber visto que las grandes damas de la corte arrojaban ramilletes a Caffarelli, el famoso sopranista italiano de la Capilla Sixtina, a quien el Papa había enviado a Madrid para ver si lograba curar con la dulzura de su voz la melancolía del rey, se quitó del cabello la linda rosa blanca, y, en parte por burla y en parte por mortificar a la camarera, se la arrojó a través del redondel con la más dulce de las sonrisas; el Enano tomó en serio la cosa, y apretando la flor contra sus toscos labios, se puso la mano en el corazón y se arrodilló ante la infanta, enseñando los dientes de oreja a oreja y brillantes de placer los ojos.

La infanta se vio atacada por tal hilaridad que siguió riéndose hasta después que el Enanito había salido del redondel, y expresó a su tío el deseo de que se repitiera inmediatamente aquel baile. Pero la camarera, so pretexto de que el sol daba demasiado calor, decidió que sería lo mejor para su alteza volver sin tardanza al palacio, donde se le había preparado un magnífico festín, que incluía un gran pastel de cumpleaños con sus iniciales labradas en azúcar pintado y una preciosa bandera de plata flotando en lo más alto. La infanta, pues, se levantó con gran dignidad, y habiendo dado la orden de que el Enanito bailara ante ella otra vez después de la siesta, y las gracias al adolescente conde de Tierra Nueva por su cortesía, se dirigió a sus habitaciones, siguiéndola los niños en el mismo orden en que habían venido.

Cuando el Enanito oyó decir que tendría que bailar de nuevo ante la infanta, y por mandato expreso suyo, se puso tan orgulloso que corrió al jardín besando la rosa blanca en grotesco éxtasis de placer y haciendo los más torpes y absurdos gestos de satisfacción.

Las flores se indignaron al verlo invadir su bella morada, y cuando lo vieron hacer cabriolas por las avenidas del jardín, levantando los brazos sobre la cabeza de una manera ridícula, no pudieron contenerse.

-Es demasiado feo para que se le permita jugar donde estamos nosotros -gritaron los tulipanes.

-Debería beber jugo de adormideras, y dormirse durante mil años -dijeron los grandes lirios escarlatas, y se encendieron de ira.

-¡Es un verdadero horror! -chilló el cacto-. Es torcido y rechoncho, y su cabeza no guarda proporción con sus piernas. Me crispo todo al verlo; si se atreve a pasar junto a mí, lo pincho con mis espinas.

-¡Y tiene en las manos uno de mis mejores botones! -exclamó el rosal de rosas blancas-. Yo mismo se lo di a la infanta esta mañana, como regalo de natales y él se lo ha robado -y le gritó a voz en cuello-: ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!

Hasta los geranios rojos, que generalmente no se daban aire de importancia y de quienes era sabido que tenían muchos parientes pobres, se retorcieron de disgusto al verlo; y cuando las violetas suavemente declararon que, aunque era extremadamente feo, no era culpa suya, se les respondió con no poca justicia que ése era su principal defecto y que no era razón para admirar a nadie el ser incurable; en verdad hubo violetas a quienes la fealdad del Enano pareció casi ostentosa y pensaron que habría procedido mejor mostrándose triste, o siquiera pensativo, en vez de saltar alegremente y ponerse en actitudes grotescas y ridículas.

El viejo reloj de sol, que era un personaje muy notable y había indicado las horas del día a no menor persona que el emperador Carlos V, se quedó tan azorado ante el aspecto del Enanito que casi se olvidó de mover su largo dedo de sombra durante dos minutos y no pudo menos de decirle al pavo real blanco, color de leche, el cual tomaba el sol en la balaustrada, que todo el mundo sabía que los hijos de reyes eran reyes y que los hijos de carboneros eran carboneros, y que era cosa absurda pretender lo contrario; afirmación a la cual asintió de buen grado el pavo real y hasta gritó: «Ciertamente, ciertamente», con voz tan aguda y desagradable, que los peces dorados que vivían en el tazón de la fresca fuente borbotante, sacaron las cabezas del agua y preguntaron a los enormes tritones de piedra qué diablos pasaba en tierra.

Pero como quiera que fuese, a los pájaros les gustaba el Enanito. Lo habían visto con frecuencia en el bosque, bailando como silfo con el remolino de hojas secas, o agachado en el hueco de algún viejo roble, compartiendo sus nueces con las ardillas. No les importaba nada que fuera feo. A la verdad, ni aun el ruiseñor, cuyo canto era tan dulce por las noches entre las arboledas de naranjos, que la luna se inclinaba para escucharle, se distinguía por su belleza; y, además, el Enano había sido amable con ellos, y durante aquel invierno, terriblemente frío, en que no había frutos en los árboles y el suelo estaba duro como el hierro y los lobos habían llegado hasta las puertas de la ciudad en busca de alimento, nunca se había olvidado de ellos, sino que les había dado migajas de su libreta de pan negro y dividía con ellos su pobre desayuno.

Así, los pájaros volaban en torno suyo, tocándole las mejillas con sus alas al pasar, y charlaban entre sí, y el Enanito estaba tan contento que no podía menos de enseñarles la linda rosa blanca y decirles que la infanta se la había dado porque lo amaba.

Ellos no entendían una palabra de lo que él les decía; pero eso no importaba, porque ladeaban la cabeza y tomaban aire serio, lo cual vale tanto como entender y es mucho más fácil.

Los lagartos también se encantaron con el Enanito, y cuando se cansó de correr y se echó a descansar sobre la hierba, jugaban y corrían sobre él y trataban de divertirlo lo mejor que podían. «No todo el mundo puede tener la belleza de los lagartos -decían-; eso sería pedir demasiado. Y, después de todo, no es tan feo el muchacho, sobre todo si uno cierra los ojos y no lo mira». Los lagartos tenían naturaleza de filósofos, y durante horas enteras se quedaban tranquilos pensando cuando no había otra cosa que hacer o cuando el tiempo estaba demasiado lluvioso para salir a paseo.

Las flores estaban excesivamente disgustadas con la conducta de los lagartos y de los pájaros.

-Ya se ve -decían- que tanto correr y volar no puede menos que hacer vulgares a las gentes. Las gentes bien educadas se quedan siempre en un mismo lugar, como nosotras. Nadie nos ha visto salir por los paseos, ni galopar locamente a través de la hierba a caza de libélulas. Cuando queremos cambiar de aires, hacemos llamar al jardinero y él nos lleva a otro arriate. Eso es digno, y es como deben ser las cosas. Pero los pájaros y los lagartos no tienen idea del reposo, y los pájaros ni siquiera tienen residencia conocida. Son meros vagos como los gitanos y debe tratárseles exactamente del modo que a ellos.

Hicieron, pues, gestos de desdén, tomaron actitud altiva, y se pusieron contentas cuando poco rato después vieron al Enanito levantarse de entre la hierba y dirigirse al palacio a través de la terraza.

-Debería mantenérsele encerrado durante el resto de su vida -dijeron-. Mirad su joroba y sus piernas torcidas -y comenzaron a reírse.

Pero el Enanito nada sabía de esto. Le gustaban mucho los pájaros y los lagartos, y creía que las flores eran las cosas más maravillosas del mundo entero, excepto la infanta, porque ella le había dado la linda rosa blanca, y lo amaba, así es que resultaba cosa aparte. ¡Cómo le habría gustado volver a su bosque con ella! Ella lo pondría a su derecha, y le sonreiría, y él nunca la abandonaría, sino que la haría su compañera de juegos y le enseñaría toda clase de habilidades divertidas. Porque, si bien él nunca había entrado a un palacio antes de ahora, sabía muchas cosas maravillosas. Sabía hacer jaulas de junco para que los saltamontes cantaran en ellas, y convertir las largas canas de bambú en flautas que Pan gusta de escuchar. Conocía el grito de cada pájaro, y sabía llamar a los estorninos de la copa de los árboles y a las garzas de la laguna. Conocía el rastro de cada animal, y sabía rastrear a las liebres por la leve huella de sus pies, y al oso por las hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas del viento, la danza loca en traje rojo para el otoño, la danza ligera con sandalias azules sobre el trigo, la danza con coronas de nieve en invierno y la danza de las flores a través de los huertos en primavera. Sabía dónde construyen su nido las palomas torcaces, y una vez, cuando un cazador atrapó a una pareja que anidaba, crió a los pichones él mismo y les fabricó un palomar en un olmo desmochado. Eran muy mansos estos pichones, y comían en sus manos por la mañana. A ella le agradarían, y le agradarían los conejos que se deslizaban por entre los largos helechos, y los grajos con sus plumas aceradas y negros picos, y los puercoespines que sabían convertirse en bolas de púas, y las grandes tortugas prudentes que andaban despacio, moviendo la cabeza y mordiendo las hojas nuevas.

Sí; la infanta debería venirse al bosque y jugar con él. Él le daría su propio lecho, y velaría afuera, junto a la ventana, hasta la aurora, para que los ganados salvajes no le hicieran daño ni los flacos lobos se acercaran demasiado a la cabaña. Y a la aurora tocaría en el postigo y la despertaría, y saldrían juntos y bailarían todo el día. No se echaba de menos a nadie en el bosque. A veces pasaba un obispo sobre su mula blanca, leyendo en un libro con imágenes. A veces, con sus gorros de terciopelo verde y sus justillos de piel de ciervo, pasaban los halconeros, con halcones encapuchados en la mano. En tiempos de vendimia venían los lagareros con manos y pies de púrpura, coronados de lustrosa yedra y cargando chorreantes cueros de vino; y los carboneros se sentaban durante la noche en torno a sus hornos, mirando los leños secos que se carbonizaban lentamente y asando castañas en las cenizas, y los bandidos salían de sus cuevas y se solazaban con ellos. Una vez, además, había visto una admirable procesión que hormigueaba en la larga y polvorienta ruta de Toledo. Los monjes iban delante cantando suavemente y llevando estandartes de colores y cruces de oro, y luego con armaduras de plata, con arcabuces y picas, iban los soldados y, en medio de ellos, tres hombres descalzos, con extrañas vestiduras amarillas llenas de maravillosas figuras pintadas y con velas encendidas en las manos.

Ciertamente había mucho que ver en el bosque, y cuando la infanta se fatigara encontraría mullidos lechos en el musgo, o él la llevaría en brazos, porque era muy vigoroso, aunque sabía que no era alto. Le haría un collar de rojos frutos de brionia, que serían tan hermosos como los frutos blancos que llevaba en su traje, y cuando se cansara de ellos, él le buscaría otros. Le traería bellotas y anémonas mojadas de rocío, y diminutos gusanos de luz para que fueran como estrellas en el oro pálido de sus cabellos.

-Pero ¿dónde estaba la infanta? -le preguntó a la rosa blanca, que no le respondió.

Todo el palacio parecía dormido y hasta donde las maderas de puertas y ventanas no se habían cerrado, se habían bajado grandes cortinas para evitar el reflejo del sol. Vagó por todos lados buscando entrada y al fin encontró una puertecita abierta. Se escurrió por ella y se encontró en una espléndida sala, mucho más espléndida, pensó con temor, que el bosque; todo estaba mucho más dorado y hasta el piso estaba hecho de grandes piedras de colores que formaban una especie de dibujo geométrico. Pero la infantita no estaba allí; sólo vio unas prodigiosas estatuas blancas que lo retiraban desde sus pedestales de jaspe con ojos ciegos y labios que sonreían extrañamente.

En el extremo del salón había una cortina de terciopelo negro, ricamente bordada, con soles y estrellas, divisas favoritas del rey, en los colores que él prefería. ¿Tal vez ella se escondía allí? La buscarla, al menos.

Se acercó suavemente y entreabrió la cortina. No; lo que había detrás era sólo otra sala, pero le pareció más hermosa que la anterior. Colgaba de los muros tapicería verde de Arras, tejida con aguja, con muchas figuras, que representaba una cacería, obra de artistas flamencos que emplearon más de siete años en ella. Había sido en otro tiempo la cámara de Jean le Fou, aquel rey loco tan enamorado de la caza, que a menudo en su delirio trataba de montar sobre los enormes caballos encabritados y arrancar de la pintura al ciervo, sobre el cual saltaban los grandes perros, tocando el cuerno y apuñaleando con su daga el pálido animal fugitivo. La habitación se usaba ahora como sala de Consejo, y en la mesa del centro estaban las rojas carteras de los ministros, donde se veían estampados los tulipanes áureos de España y las armas y emblemas de la casa de Habsburgo.

El Enanito miró en derredor con asombro y no sin temor. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban con velocidad a través de los claros del bosque sin hacer ruido, parecíanle los terribles fantasmas de que había oído hablar a los carboneros: los Comprochos, que sólo cazan de noche, y que, si encuentran a un hombre, lo convierten en cierva y lo persiguen. Pero pensó en la infantita y recobró el valor. Quería encontrarla sola y decirle que él también la amaba. Tal vez estaría en la sala contigua.

Corrió sobre las mullidas alfombras moriscas y abrió la puerta. ¡No! Tampoco estaba allí. El salón estaba vacío.

Era el salón del Trono donde se recibía a los embajadores extranjeros, cuando el rey -cosa poco frecuente entonces- consentía en darles audiencia personal; el salón en donde tiempos atrás se había recibido a los enviados de Inglaterra para concertar el matrimonio de la reina inglesa -uno de los soberanos católicos de la Europa de aquellos días- con el hijo mayor del emperador. Las colgaduras eran de cuero de Córdoba, dorado, y del techo blanco y negro pendía un pesado candelabro áureo con brazos para 300 bujías. Bajo un gran dosel de paño tejido con oro, donde estaban bordados en aljófar los leones y las torres de Castilla, se hallaba el Trono, cubierto con rico palio de terciopelo negro tachonado de tulipanes de plata y primorosamente ribeteado de plata y perlas. En el segundo escalón del Trono se hallaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tela tejida de plata, y debajo, fuera ya del lugar que cubría el dosel, la silla del nuncio papal, único que tenía el derecho de sentarse en presencia del rey en las ceremonias públicas: su capelo cardenalicio, con sus entretejidas borlas de escarlata, descansaba sobre un taburete purpúreo, enfrente. En el muro, frente al Trono, se veía el retrato de Carlos V, de tamaño natural, en traje de caza, con un gran mastín al lado; el retrato de Felipe II, recibiendo el homenaje de los Países Bajos, ocupaba el centro de otro muro. Entre las ventanas estaba colocado un bargueño negro de ébano, con incrustaciones de marfil, en las que se veían grabadas las figuras de la Danza de la Muerte, de Holbein, obra, se decía, de la mano del famoso maestro.

Pero al Enanito nada le importaba tanta magnificencia. No hubiera dado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo de la rosa por el Trono. Lo que quería era ver a la infanta antes de que volviera a bajar al pabellón, y pedirle que se fuera con él al bosque cuando terminara el baile. Aquí, en el palacio, el aire era pesado, pero en el bosque corría con libertad el viento, y la luz del sol, con vagabunda mano de oro, apartaba las hojas trémulas. Había flores también en el bosque, no tan espléndidas quizá como las flores del jardín, pero más perfumadas; los jacintos, al comenzar la primavera, inundaban de púrpura ondulante las frescas cañadas y los herbosos altozanos; las prímulas amarillas anidaban en pelotones alrededor de las retorcidas raíces de los robles; y crecían celidonias de color vivo y verónicas azules y lirios de oro y lila. Había amentos grises sobre los avellanos, y digitales que desmayaban al peso de sus abigarradas corolas, frecuentadas por las abejas. El castaño lucía sus espiras de estrellas blancas, y el oxiacanto sus hermosas lunas blancas. Sí; la infanta vendría si él lograba encontrarla. Vendría con él al hermoso bosque, y todo el día bailaría él para ella, de puro deleite. Una sonrisa iluminó sus ojos al pensarlo, y pasó a la habitación siguiente.

De todas las salas era ésta la más luminosa y la más bella. Los muros estaban cubiertos de damasco de Lucca con flores rosadas, salpicado de pájaros y moteado de florecillas de plata; los muebles eran de plata maciza, festoneada con guirnaldas floridas y Cupidos colgantes; enfrente de las dos amplias chimeneas había grandes biombos en que aparecían bordados loros y pavos reales; y el piso, que era de ónix verdemar, parecía extenderse indefinidamente y perderse en la distancia. No estaba solo ahora. En pie, bajo la sombra de la puerta, al extremo opuesto del salón, vio una figurilla que lo miraba. Le tembló el corazón, salió de sus labios un grito de alegría y se acercó al centro de la sala, iluminado por el sol. Al hacerlo, la figurilla se movió también, y pudo verla claramente.

¿La infanta?... Era un monstruo, el monstruo más grotesco que había visto nunca. No tenía formas normales, las de todo el mundo, sino que tenía joroba, y era torcido de miembros, y la cabeza era enorme, oscilante, con crin negra. El Enanito frunció el ceño, y el monstruo lo frunció también. Se rió, y la figurita se rió con él, y se llevó las manos al costado como él. Le hizo un saludo burlesco, y respondió con igual cortesía. Se dirigió hacia ella, y ella vino a su encuentro, copiando cada uno de sus pasos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó, lleno de risa, y corrió hacia adelante, y extendió la mano, y el monstruo lo hizo también con igual prisa. Trató de seguir adelante, pero una superficie lisa y dura lo detuvo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, y parecía llena de terror. Apartó el cabello que le caía sobre los ojos. La figurilla lo imitó. La atacó, y ella le devolvió golpe por golpe. Le tuvo odio y lo hizo gestos de horror. Se echó hacia atrás, y el monstruo se retiró a su vez.

¿Qué era aquello? Se quedó pensando breve rato, y miró alrededor de la sala. Era cosa extraña: todo parecía duplicarse en aquel muro invisible de agua clara. Sí; cada uno de los cuadros se repetía en la otra sala impenetrable, y cada uno de los asientos. El Fauno dormido que yacía en la alcoba junto a la puerta, tenía un hermano gemelo que dormitaba, y la Venus de plata que relucía a la luz del sol extendía sus brazos a otra Venus no menos hermosa.

¿Sería Eco? Había llamado una vez a la ninfa en el valle, y le respondió palabra por palabra. ¿Sabía Eco engañar los ojos, como engañaba los oídos? ¿Sabía crear un mundo ficticio semejante al mundo real? Las sombras de las cosas ¿podían tener color y vida y movimiento? ¿Podía ser que?...

Sobresaltado se quitó del pecho la linda rosa blanca, miró de frente al espejó y la besó. ¡El monstruo tenía otra rosa igual a la suya, pétalo por pétalo! La besaba con iguales besos y la apretaba contra su corazón con gestos horribles.

Cuando la verdad surgió en su cabeza, dio un grito loco de desesperación y cayó sollozante al suelo. Era él, pues, el deforme jorobado, horrible y grotesco. Él era el monstruo y de él se reían todos los niños, y la princesita que él creía que lo amaba..., no había hecho sino reírse de su fealdad y burlarse de sus miembros torcidos. ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo para decirle cuán feo era? ¿Por qué no lo había matado su padre antes que venderlo para su vergüenza? Cálidas lágrimas rodaban a borbotones por sus mejillas. Hizo pedazos la rosa blanca y el monstruo hizo igual cosa y esparció los pétalos por el aire. Se revolcó por el suelo y cuando el Enanito lo miraba, correspondía a su mirada con cara de dolor. Se alejó del espejo para no verlo y se cubrió los ojos con la mano. Se arrastró, como animal herido, hacia la sombra y allí se quedó gimiendo.

En aquel momento la infanta entró con sus compañeras por la puerta abierta y cuando vieron al feo Enanito yacer en el suelo y golpear el piso con el puño cerrado, de manera extravagante y fantástica, estallaron en carcajadas alegres y se pusieron a observarlo.

-Su baile era divertido -dijo la infanta-; pero sus acciones son más divertidas todavía. En verdad, es casi tan bueno como los títeres; pero claro está, sus gestos no son tan naturales.

Y agitó su gran abanico y aplaudió.

Pero el Enanito no la miró y sus sollozos fueron cada vez más apagados; de pronto dio un suspiro extraño y se llevó la mano al costado. Luego se dejó caer y se quedó inmóvil.

-Admirable -dijo la infanta después de una pausa-; pero ahora quiero que bailes para mí.

-Sí -exclamaron todos los niños-, levántate y baila, porque eres tan inteligente como los monos de Berbería y haces reír mucho más.

Pero el Enanito no respondió.

Y la infanta golpeó el suelo con el pie y llamó a su tío, que paseaba por la terraza con el chambelán, leyendo despachos recién llegados de Méjico, donde acababa de establecerse el Santo Oficio.

-Mi Enanito tiene murria -le dijo-, reanímalo y dile que baile para mí.

Se sonrieron y entraron los tres al salón, y don Pedro se inclinó y tocó al Enanito en la mejilla con su guante bordado.

-Tienes que bailar -le dijo-, petit monstre. Tienes que bailar. La infanta de España y de Indias quiere divertirse.

Pero el Enanito no se movió.

-Hay que llamar a un azotador -dijo don Pedro con fastidio, y se volvió a la terraza.

Pero el chambelán tomó aspecto grave y se arrodilló junto al Enanito y le tocó el corazón. Después de breves momentos se encogió de hombros, se levantó, y, haciendo reverencia a la infanta, le dijo:

-Mi bella princesa7, vuestro divertido Enanito no volverá a bailar más. Es lástima, porque es tan feo, que pudo haber hecho sonreír al rey.

Pero ¿por qué no ha de bailar más? -preguntó la infanta riendo.

-Porque se le ha roto el corazón -respondió el chambelán.

Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios de rosa se plegaron con desdén.

-En adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón -exclamó.

Y salió corriendo hacia el jardín.




ArribaAbajo Poemas en prosa

(NOTA DEL TRADUCTOR)

Los seis poemas en prosa que hoy aparecen por primera vez en castellano, reunidos en un volumen, fueron publicados en la Fortnightly Review, siendo posteriormente reimpresos varias veces en América y en París. La Casa del Juicio y El Discípulo aparecieron antes y separadamente en The Spirit Lamp, de Oxford. Pensé traducir las versiones del Discípulo, del Maestro, del Hacedor del bien, del Artista y de La Casa del Juicio, de las que da André Gide en su In Memoriam, en atención a que fueron escuchadas por éste en el curso de algunas de sus conversaciones con Wilde; pensé traducirlas porque conservan todo el calor vital de una conversación y no son las obras ya en exposición, retocadas y algo frías, fuera del horno de fundición; Wilde tomó como motivo para contárselas la observación de que Gide escuchaba con los ojos, observación que acababa de hacer durante la comida en que se conocieron. No lo he hecho porque las que Wilde dio a la publicación resultan algo ampliadas, y así el lector podrá observar más aún el estilo del escritor refinadísimo. Estos seis poemas en prosa, según aquellos que los escucharon de sus propios labios, eran aún más brillantes oyendo a Wilde encajar como causeur maravilloso en el cuadro de la conversación los mosaicos de las frases escogidas y de las pausas sabias, con su voz, con aquella su voz «lánguida y musical», como él se complace en decir de lord Henry Woton; aquella su voz que hoy resultaría débil y vacilante, opaca y tristona. Viejo inimaginable para los que tenemos inconmovible en nuestra imaginación la figura de Wilde, Rey de la Vida, aquel Rey de la Vida de trágico reinado que creó y vivió estas seis parábolas admirables, compareciendo por último en La Casa del Juicio, y contestando seguramente a Dios, como su personaje: «No puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamas, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo».


I. El artista

Un día nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer que dura un instante». Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues sólo podía ver sus obras en bronce.

Pero el bronce del mundo entero había desaparecido y en ninguna parte de la tierra podía encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida».

Y era él mismo con sus propias manos quien había modelado esa estatua, colocándola sobre la tumba del único ser que amó en su vida. Sobre la tumba del ser amado colocó aquella estatua que era su creación, para que fuese muestra del amor del hombre que no muere nunca y como símbolo del dolor del hombre, que se sufre toda la vida.

Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua.

Entonces cogió la estatua que había creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.

Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida» modeló la estatua del «Placer que dura un instante».




II. El hacedor del bien

Era de noche y estuvo Él solo. Y vio desde lejos las murallas de una vasta ciudad y se acercó a ella.

Y cuando estuvo muy cerca oyó el jadeo del placer, la risa de la alegría y el sonido penetrante de numerosos laúdes. Y llamó, y uno de los guardianes de las puertas le abrió.

Y contempló una casa construida con mármol y que tenía unas bellas columnatas de igual materia en su fachada, y sus columnatas estaban cubiertas de guirnaldas y dentro y fuera había antorchas de cedro.

Y Él penetró en la casa.

Y cuando hubo atravesado el vestíbulo de calcedonia y el de jaspe y llegó a la gran sala del festín, vio acostado sobre un lecho de púrpura a un joven con los cabellos coronados de rosas rojas y con los labios rojos de vino.

Y se acercó a él, le tocó en el hombro, y le dijo:

-¿Por qué haces esta vida?

Y el joven se volvió y reconociéndole contestó:

-Era yo leproso y tú me curaste. ¿Cómo iba yo a hacer otra vida?

Y algo más lejos vio una mujer con la cara pintada, y el traje de colores llamativos, y cuyos pies estaban calzados de perlas. Y detrás de ella caminaba un hombre, con el paso lento de un cazador y llevando un manto de dos colores. Y la faz de la mujer era bella como la de un ídolo y los ojos del joven centelleaban cargados de deseo.

Y Él le siguió rápidamente. Y tocándole en una mano, le dijo:

-¿Por qué sigues a esa mujer y la miras de esa manera?

Y el joven se volvió, y, reconociéndole, respondió:

-Era yo ciego y me devolviste la vista. ¿Cómo iba yo a mirarla de otra manera?

Y Él corrió hacia adelante, y tocando el vestido de colores chillones de la mujer, dijo:

-Ese camino que sigues es el del pecado, ¿por qué le sigues?

Y la mujer se volvió y le reconoció. Y le dijo riendo:

-Me perdonaste todos mis pecados y este camino que sigo es agradable.

Entonces Él sintió su corazón lleno de tristeza y abandonó la ciudad.

Y cuando salía de ella, vio por fin, sentado al borde de los fosos de la ciudad, a un joven que lloraba.

Y se acercó a él, y tocándole los rizos de sus cabellos, le dijo:

-¿Por qué lloras?

Y el joven alzó los ojos para mirarle, y reconociéndole, respondió:

-Estaba yo muerto y me resucitaste. ¿Qué iba yo a hacer más que llorar?




III. El discípulo

Cuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una copa de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.

Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce en copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus cabelleras. Y gritaban al río y le decían:

-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con lo bello que era?

-¿Pero Narciso era bello?

-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades-. Nos despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el espejo de tus aguas.

Y el río contestó:

-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas, dejaba reposar sus ojos sobre mí, y en el espejo de sus ojos veía reflejada yo mi propia belleza.




IV. El maestro

Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea, después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle, porque tenía que hacer en su casa.

Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo, que lloraba. Sus cabellos eran de color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.

Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo y que lloraba:

-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era un justo.

Mas el joven le respondió:

-No lloro por Él, sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no había ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto Él hizo, lo he hecho yo. Y sin embargo, no me han crucificado.




V. La Casa del Juicio

Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el libro de la vida del hombre. Y Dios dijo al hombre:

-Tu vida ha sido mala y te has mostrado siempre cruel con los que necesitaban socorro y con los que carecían de apoyo. Has sido hosco y duro de corazón. Te llamó el pobre y tú no le oíste, y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste para tu uso particular de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y lo diste de comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me loaban, los perseguiste con saña por los caminos, por esa tierra mía, con la cual te formé. Y vertiste sangre inocente.

Y el hombre respondió y dijo:

-Hice eso, efectivamente.

Y Dios abrió por segunda vez el libro de la vida del hombre.

Y Dios dijo al hombre:

-Tu vida ha sido mala y has escondido la belleza que yo he mostrado, y el bien que yo he escondido, le has olvidado. Los muros de tu estancia estaban pintados con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo sufrí, y comiste lo que no se debe comer; la púrpura de tus vestidos estaba bordada con tres signos de afrenta. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañabas su cabellera en perfumes y colocabas granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas sus cuerpos con mirra. Te prosternaste ante ellos y los tronos de tus ídolos se elevaron hasta el sol. Mostraste al sol tu ignorancia y a la luna, tu demencia. Y el hombre respondió y dijo:

-Hice eso, igualmente.

Y por tercera vez abrió Dios el libro de la vida del hombre.

Y Dios dijo al hombre:

-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal y la bondad con la impostura. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te dieron su leche. El que llegó hasta ti con agua, se marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley, que te escondían por la noche en sus tiendas, les delatabas antes del alba. Tendiste un lazo a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que iba contigo le vendiste por dinero; y a los que te trajeron amor, les diste en pago lujuria.

Y el hombre respondió y dijo:

-Hice eso, igualmente.

Y Dios cerro el libro de la vida del hombre y dijo:

-Realmente, debía enviarte al Infierno. Sí, al Infierno es donde debo enviarte.

Y el hombre exclamó:

-No puedes hacerlo.

Y Dios dijo al hombre:

-¿Por qué no puedo enviarte al Infierno?

-Porque he vivido siempre en el Infierno -respondió el hombre.

Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.

Y al cabo de un momento, habló Dios y dijo al hombre:

-Ya que no puedo enviarte al Infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al Cielo es adonde te enviaré.

Y el hombre exclamó:

-No puedes hacerlo.

Y Dios dijo al hombre:

-¿Por qué razón no puedo enviarte al Cielo?

-Porque jamás ni en parte alguna he podido imaginarme el Cielo -replicó el hombre.

Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.




VI. El maestro de la Sabiduría

Desde su infancia le habían inculcado, como a cualquiera, el perfecto conocimiento de Dios, y hasta cuando era niño, muchos santos así como ciertas santas mujeres que vivían en la libre ciudad, donde él nació, habíanse quedado atónitos ante sus respuestas graves y sabias.

Y cuando sus padres le entregaron el traje y el anillo de la edad viril, les abrazó, abandonándoles para ir a correr mundo, porque quería hablar de Dios al universo.

Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas personas que no conocían a Dios en absoluto, que sólo tenían de él un conocimiento incompleto, o que adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques sagrados sin preocuparse de sus adoradores.

Y poniéndose de frente al sol se puso en marcha, caminando sin sandalias como había visto andar a los santos y llevando en su cintura un zurrón de cuero y un pequeño cántaro de barro cocido.

Y como caminaba a lo largo del ancho camino sentíase lleno de ese gozo que nace del conocimiento perfecto de Dios, y le cantaba alabanzas sin cesar en sus cantos. Y al cabo de algún tiempo, entró un país desconocido en el que se alzaban muchas ciudades.

Y atravesó once ciudades.

Y algunas de éstas se hallaban en los valles, otras en las riberas de grandes ríos y otras asentadas sobre colinas.

Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y una gran multitud en cada ciudad le siguió asimismo, y el conocimiento de Dios se esparció sobre toda la tierra y muchos jefes de Estado se convirtieron.

Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía golpeaban sus tambores nadie, o muy poca gente, acudía con panes y ofrendas de carne, como era costumbre en el país antes de llegar el peregrino.

Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto mayor era el número de sus discípulos, más grande era su aflicción.

Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios y según la plenitud de conocimiento perfecto de Dios, que Dios mismo le había dado.

Y una noche salió de la oncena ciudad, que era una ciudad de Armenia, y sus discípulos y una gran multitud le siguieron, y subió a una montaña y se sentó sobre una roca que había en ella.

Y sus discípulos se agruparon a su alrededor y la multitud se arrodilló en el valle.

Y él hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su alma:

-¿Por qué estoy tan lleno de aflicción y de temor y por qué cada uno de mis discípulos es como un enemigo que se adelanta a plena luz?

Y su alma le respondió y dijo:

-Dios te ha llenado del conocimiento perfecto de Él mismo y tú has dado esa ciencia a los demás. Has dividido la perla de gran valor y has repartido en trozos el vestido sin costura. El que difunde la sabiduría se roba a sí mismo. Es lo mismo que quien da un tesoro a un ladrón. ¿Acaso Dios no es más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que Dios te ha confiado? Yo era rica un día y tú me has empobrecido. Yo he visto a Dios un día y ahora tú me lo has ocultado.

Y de nuevo lloró él porque sabía que su alma le decía la verdad y que había dado a los demás el conocimiento perfecto de Dios, y que se encontraba como un hombre que se ha colgado de los pliegues de la vestidura de Dios, y que su fe disminuiría en relación al número de los que veían en él.

Y se dijo a sí mismo:

-No volveré a hablar de Dios. El que infunde la sabiduría se roba a sí mismo.

Y algunas horas más tarde, sus discípulos fueron a su encuentro, e inclinándose hasta el suelo, le dijeron:

-Maestro, háblanos de Dios, porque tienes el conocimiento perfecto de Él y ningún hombre más que tú lo posee.

Y él contestó:

-Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni nunca os volveré a hablar de Dios.

Y ellos se irritaron y le dijeron:

-Nos has conducido al desierto para que pudiéramos escucharte. ¿Quieres despedirnos hambrientos a nosotros y a la gran multitud que has invitado a seguirte?

Y él respondió:

-No os hablaré de Dios.

Y la multitud murmuró contra él y le dijo:

-Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento para comer. Háblanos de Dios y eso nos bastará.

Pero él no contestó una palabra, porque sabía que si hablaba de Dios les daría un tesoro.

Y los discípulos se marcharon tristemente y la multitud regresó a sus casas. Y muchos fallecieron en el camino.

Y cuando estuvo solo se levantó y volviéndose hacia la luna, viajó durante siete lunas sin hablar a ningún hombre y sin responder a ninguna pregunta.

Y cuando la séptima luna iba a desaparecer, llegó al desierto del gran Río.

-Y encontrando vacía una caverna habitada en otro tiempo por un centauro, la tomó por abrigo y tejió una esterilla de junco para acostarse en ella y hacer vida de eremita.

Y a cada hora, el eremita alababa a Dios, que había permitido que aprendiera a conocerle y a conocer su grandeza admirable.

Ahora bien; una noche, estando el eremita sentado ante la caverna en un sitio de reposo que se había arreglado, vio a un joven de rostro perverso y hermoso que pasaba sencillamente vestido y con las manos vacías.

Todas las noches pasó de nuevo el joven con las manos vacías y todas las mañanas volvió con las manos llenas de púrpura y de perlas, pues era un ladrón y robaba a las caravanas de mercaderes.

Y el eremita le miró y tuvo piedad de él. Pero no le dijo una palabra porque sabía que quien dice una palabra pierde su fe.

Y una mañana, cuando regresaba el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo, frunció las cejas, dio con el pie sobre la mesa y dijo al eremita:

-¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Porque ningún hombre me ha mirado antes de ese modo. Y es para mí un aguijón y una tristeza.

Y el eremita le respondió:

-Lo que hay en mis ojos es piedad. Es la piedad la que te mira por mis ojos.

Y el joven rió con risa despreciativa y gritó al eremita con tono amargo:

-Tengo púrpura y perlas en mis manos y tú no tienes más que una esterilla de junco para acostarte. ¿Qué piedad vas a tenerme? ¿Y por qué?

-Tengo piedad de ti -dijo el eremita-, porque no conoces a Dios.

-¿Es una cosa preciosa el conocimiento de Dios? -preguntó el joven.

Y se acercó a la entrada de la caverna.

-Es más preciosa que toda la púrpura y que todas las perlas del mundo -respondió el eremita.

-¿Y tú la posees? Y se acercó más.

-En otro tiempo -respondió el eremita- poseía yo realmente el conocimiento perfecto de Dios, pero en mi locura lo he repartido y dividido entre muchos otros hombres. Aun ahora, semejante recuerdo sigue siendo para mí más precioso que la púrpura y que las perlas.

Y cuando el ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas que llevaba en sus manos, y sacando una espada puntiaguda de recurvado acero, dijo al eremita:

-Dame ahora mismo ese conocimiento de Dios que posees o te mato sin vacilar. ¿Cómo no iba yo a matar a quien posee un tesoro mayor que el mío?

Y el eremita extendió sus brazos y dijo:

-¿No me valdría más ir a los parajes más alejados de la Casa de Dios y loarle que vivir en el mundo y no conocerle? Mátame si ésa es tu voluntad. Pero no entregaré mi conocimiento de Dios.

Entonces el ladrón cayó de rodillas y le suplicó; pero el eremita no quiso ni hablarle de Dios ni darle su tesoro.

Y el ladrón se levantó y dijo al eremita:

-Sea como quieres. Por mi parte, voy a ir a la Ciudad de los Siete Pecados, que está solamente a tres días de marcha de aquí, y por mi púrpura me darán placer y por mis perlas me venderán alegría.

Y recogiendo la púrpura y las perlas se fue rápidamente.

Y el eremita le llamó a grandes gritos. Le siguió y le imploró.

Durante tres días siguió al ladrón por los caminos y le rogó que se volviera y que no entrase en la Ciudad de los Siete Pecados.

Y a cada paso, el ladrón miraba al eremita, y llamándole, le decía:

-¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que la púrpura y las perlas? Si accedes a dármelo, no entraré en la ciudad.

Y el eremita le contestaba siempre:

-Te daré todo lo que tengo, a excepción de una sola cosa, porque ésa no me está permitido dártela.

Y al caer la tarde del tercer día, se encontraron ambos ante las grandes puertas escarlatas de la Ciudad de los Siete Pecados.

Y llegaron hasta ellos mil carcajadas que salían de la ciudad.

Y el ladrón respondió echándose a reír y llamó repetidamente a la puerta.

Y cuando estaba llamando, el eremita llegó a él, y cogiéndole por los pliegues de sus vestidos, le dijo:

-Abre tus manos y coloca tus brazos en torno de mi cuello; acerca tu oído a mis labios y te daré el conocimiento de Dios que me queda.

Y el ladrón entonces se detuvo.

Y cuando el eremita le hubo entregado su conocimiento de Dios, se desplomó sobre el suelo y lloró; y unas grandes tinieblas le ocultaron la ciudad y el ladrón de tal modo que ya no les volvió a ver.

Y estando allí inclinado y deshecho en lágrimas, notó que alguien estaba de pie a su lado; y Aquel que estaba de pie a su lado tenía pies de bronce y cabellos como de lana fina.

Y levantó al eremita y le dijo:

-Hasta aquí has tenido el conocimiento perfecto de Dios; desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?

Y le besó.






ArribaLa esfinge y otros poemas

(NOTA DEL TRADUCTOR)

La Esfinge, ese poema «para perversos y curiosos», «ese poema pernicioso», según lord Alfred Douglas, a pesar de que él mismo le señale más adelante «como la obra principal, en verso de Wilde» (la Balada de la cárcel de Reading está escrita post-cárcel), es un poema pulido y retocado, en el que Wilde no dejó el cincel de la mano (como si tallase amorosamente las facetas de una piedra preciosa o como si modelase el cuerpo mórbido y sensual de una diosa imperecedera), pues lo comenzó cuando tenía veintitantos años y lo consideró como terminado cumplidos ya los treinta y ocho. Por eso La Esfinge apareció en 1894, aunque estaba concluida dos o tres años antes. Sobre este poema, en el que Wilde vaga con delectación por el viejo Egipto, a orillas del Nilo, de aguas verdosas y turbulentas, contemplando sus animales enigmáticos y el cielo violeta claro de sus noches, respirando su aire cálido, cargado de aromas y de podredumbres; sobre este poema hay momentos en que nos parece ver cernirse a gran altura el admirable y único Cuervo de Poe... Los poemas siguientes dan a conocer la personalidad poética de Wilde. Por algo los Goncourt, cuando le mencionan en su caleidoscópico Diario, le denominan no el escritor, sino «el poeta inglés Oscar Wilde». Son poemas de un depurado catolicismo unos y de un ardiente paganismo, de un dorado helenismo, diríamos mejor, otros... Unos recuerdan por su alto y puro misticismo esas hondas canciones de la Ofrenda lírica de Rabindranath Tagore. Pecan otros quizá de algo académicos, y otros, como el Requiescat (ese epitafio murmurado en voz queda ante la tumba de una nueva Ofelia), son verdaderas maravillas, de una delicadeza quintaesenciada, cuyos suaves colores están como empañados levemente con el oro viejo de la más alta melancolía, y que pertenecen a la factura escogida de Swinburne, de Dante-Gabriel Rossetti o de Browning. La lira que compuso estos poemas suaviza con su armonía la crudeza paradójica, la ironía triunfal del Wilde de la primera época y la humilde desesperación, el cansancio mortal del ex penado Sebastián Melmoth. Es una nueva lección a esos fariseos que vituperan al abominable creador de Dorian Gray sin conocer su obra entera, sin conocer estos nuevos aspectos de aquella alma tan triste, sin comprender que debajo de aquellos «nuevos hedonismos» que le arrastraron tan trágicamente en el vértigo que le producía verlo todo desde la cumbre de su fama (¿cuáles no serían los arrebatos orgiásticos de esos fariseos si llegasen a alcanzar esa cumbre?), ese vértigo que disculpa su actitud aun en plena adversidad, había un espíritu sediento de belleza, de poesía, espíritu originalísimo, complejo, de summus artifex, que pertenece por derecho propio a la más preclara aristocracia del arte. La mano que ofrendó esa dedicatoria titulada: «A mi mujer con un ejemplar de mis poesías», en la que Wilde escribe: «Este será el envío de un poeta a un poema», y que termina: «Este pétalo te hablará en voz baja del jardín, y comprenderás», fue la misma mano deformada, tumefacta, escoriada por la interminable cuerda de cáñamo que tuvo que deshacer en la cárcel, que escribió dirigida por un cerebro, lúcido por última vez, la desoladora Balada de la cárcel de Reading. Mano de poeta cuya huella seguirá el lector en estas páginas. No se debe escarnecer la vida de Wilde, sino pensar en su obra: maniobremos el timón de altura para dejar esa atmósfera densa y viciada que envuelve su personalidad y elevarnos hacia las regiones puras y despejadas, donde flote libre la obra... Ni ensañamientos obcecados, ni befas escarnecedoras, ni desprecios puritanos, ni fingidas admiraciones: comprensión, receptividad, serenidad, deben ser las cualidades máximas en la vida. Acumular, recoger emociones que luego se abrirán y dejarán su fruto y su perfume en nosotros. Creo que la obra de Wilde, tanto en prosa como la poética, constituye un estimulante fructífero para esa clase de experiencias. El lector juzgará.


La esfinge

A Marcel Schowb, en testimonio amistad y de admiración.

Desde un ángulo oscuro de mi estancia, durante más tiempo del que puedo imaginarme, una Esfinge bella y silenciosa me acecha a través de las tinieblas ondulantes. Intangible y quieta, no se alza ni hace el menor movimiento. Poco le importan las lunas de plata y los soles remolinantes. En el aire el rojo sustituye al gris; las oleadas de luna descienden, pero cuando llega el alba, ella no se va y cuando vuelve la noche, sigue ahí.

La aurora sigue a la aurora y las noches declinan, y durante todo ese tiempo esta extraña gata permanece extendida sobre el tapiz chino, con sus ojos de raso fijos en la orla de cero. Permanece acostada sobre el tapiz, espiando oblicuamente, y sobre su pecho color roble ondea su piel suave y sedosa, con estremecimientos que llegan a veces hasta sus orejas puntiagudas. Acércate ya, mi hermoso senescal, que dormitas en tu postura estatuaria. Acércate ya, ser de una extravagancia exquisita, mitad mujer, mitad animal.

Acércate, encantadora y lánguida Esfinge mía, ven a colocar tu cabeza sobre mi rodilla y déjame pasar una mano acariciadora por tu pecho y examinar tu cuerpo moteado como el de un lince. Déjame tocar esas garras ganchudas, amarillo pálido, y coger a manos llenas esa cola que, semejante a una monstruosa serpiente, se enrolla alrededor de tus patas aterciopeladas. Un millar de siglos lentos te pertenecen, cuando yo, en cambio, he visto apenas veinte estíos despojarse de su verde librea para vestir la librea abigarrada del otoño.

Pero tú sabes leer los jeroglíficos en los grandes obeliscos de granito, has conversado con los basiliscos y has mirado frente a frente a los hipogrifos. ¡Oh! Dime, ¿estabas tú presente cuando Isis se arrodillaba delante de Osiris, y viste a la Egipcia cuando hacía disolver la perla para Antonio y bebía aquel vino embriagado todo de la joya, e inclinaba la cabeza con un terror fingido para ver al colosal procónsul sacar de la espuma el atún salado?

¿Y espiaste a la Cipriota cuando besaba al blanco Adonis, sobre su lecho fúnebre? ¿Seguiste a Amenalk, dios de Heliópolis? ¿Hablaste con Thoth y oíste llorar a Io, coronada de cuernos lunares? ¿Conociste a los reyes pintados que duermen bajo la Pirámide poliédrica? Alza tus grandes ojos de raso negro, semejantes a unos cojines donde se deja uno caer. Ven a estirarte a mis pies, fantástica Esfinge, y cuéntame tus recuerdos.

Háblame de tus cantos de la Virgen India que caminaba errante con el Santo Niño y dime cómo les guiaste a través del desierto y cómo durmieron bajo tu sombra. Háblame de aquel verde atardecer cargado de perfumes, cuando acostada junto a la ribera viste elevarse de la barca dorada de Adriano la risa de Antinoo, y cuéntame cómo bebiste en la corriente calmando tu sed y cómo contemplaste con una mirada ávida y ardiente el cuerpo de marfil de aquel joven y bello esclavo cuya boca parecía una granada.

Háblame del laberinto que servía de establo al toro de doble forma. Háblame de la noche en que te arrastrabas sobre el plinto granítico del templo, en donde el ibis escarlata revoloteaba por los corredores tapizados de púrpura, chillando asustado, y del horrible rocío que caía gota a gota de las mandrágoras dolientes y del enorme soñoliento cocodrilo que vertía lágrimas cenagosas en tu estanque y que, arrancando las joyas prendidas en sus orejas, volvía hacia el Nilo con movimientos vacilantes.

Cuéntame cómo te maldecían los sacerdotes, en salmos entonados con voz chillona, el día en que cogiste entre tus garras a su jefe, y cómo te deslizaste a rastras para saciar tu pasión bajo las palmeras temblorosas. ¿Quiénes eran entonces tus amantes, quiénes eran los que luchaban por ti en el polvo? ¿Cuál era el instrumento de lujuria, quién era tu amante cotidiano? ¿Era uno de aquellos lagartos gigantes que venían a enroscarse ante ti, entre los cañaverales de la ribera? ¿Venían a arrojarse sobre ti, sobre tu lecho revuelto, los grifos de grandes costados de metal?

¿Venía el monstruo hipopótamo a abrazarse contigo entre la bruma? ¿Eran los dragones de escamas plateadas los que se retorcían de pasión en nudos complicados, cuando pasabas junto a ellos? ¿Y qué horrible quimera fue la que salió del sepulcro licio, de ladrillos, con sus cabezas espantosas y sus temibles llamas para hacer engendrar a tu seno nuevas maravillas?...

¿Es que albergabas inconfesables huéspedes secretos o es que arrastrabas a tu mansión a alguna Nereida envuelta en la espuma ambarina, con unos senos extraños de cristal de roca? ¿Es que ibas, hollando con tu pie la espesa bruma, a visitar a la bronceada Fenicia y a pedirle noticias de Leviatán o de Behemot? ¿O es que subías, cuando el sol había desaparecido, por la pendiente bordeada de cactos, al encuentro de tu negro Etíope, cuyo cuerpo era el pulido azabache?

¿Es que ibas, mientras los barcos de barro cocido encallaban en los pantanos del Nilo, al atardecer, cuando los murciélagos de vuelo incierto giraban alrededor de los triglifos del templo, es que ibas con furtivo paso hasta el borde de la ribera, para atravesar a nado el lago silencioso, y desde allí, deslizándote en la bóveda, hacer de la Pirámide tu lupanar hasta el punto de hacer salir de cada uno de los negros sarcófagos al muerto, pintado y vendado? ¿O es que atraías a tu lecho al Trageofos de cuernos de marfil?

¿Es que amaste al Dios de las Moscas que atormentó a los Hebreos y que estaba manchado de vino hasta la cintura, o a Pasht, que tenía dos berilos verdes por ojos? ¿Quizá fue a aquel joven Dios, al Tirio, que era más amoroso que la paloma de Astaroth? ¿O amaste al Dios del Asirio, cuyas alas, semejantes a una extraña y transparente mica, rebasaban ampliamente su cabeza con un pico de halcón, que estaba pintada de plata y de rojo, rodeada de fajas de oricalco?

¿O acaso el enorme Apis saltó de su carro para arrojar a tus plantas las gruesas flores del nenúfar que tenía el aroma y el color de la miel?...

¡Qué sutil es tu sonrisa! ¿Entonces es que no has amado a nadie? No; bien sé que el gran Amnón fue tu compañero de lecho. Se tendió junto a ti a orillas del Nilo.

Los caballos acuáticos que frecuentan los pantanos hicieron resonar sus trompetas cuando le vieron venir, todo perfumado de gálbano de Siria, todo impregnado de nardo y de tomillo. Él siguió la orilla del río, parecido a una vasta galera de velas de plata. Caminaba a largos pasos por las aguas armado de belleza y las aguas se abrían ante él. Caminaba a largos pasos por la arena del desierto. Llegó al valle en que tú estabas acostada. Esperó a la aurora y entonces tocó con su mano tus negros senos.

Tú besaste su boca con los labios de brasa. Hiciste tu presa del dios cornudo. Te mantenías en pie detrás de su trono y le llamabas por su nombre secreto. Murmurabas monstruosos oráculos en las conchas de tus oídos, y con sangre de cabras y de toros le enseñaste a hacer monstruosos milagros. Mientras fue Amnón tu compañero de lecho, vuestra cámara nupcial era el Nilo cubierto de vapores, y con tu sonrisa arcaica de sinuoso contorno mirabas crecer y disminuir su pasión.

Su frente relucía de óleos sirios, y sus miembros de mármol, extendidos, desplegados como una tienda al mediodía, hacían palidecer la luna y añadían un nuevo brillo al día. Su larga cabellera medía nueve codos de envergadura; tenía color de esa gema amarilla que los mercaderes del Kurdistán llevan cosida en la orla de sus mantos. Su faz era como el mosto que cubre una cuba de vino nuevo. Los mares no podrían añadir nada a la perfección del zafiro de sus ojos. Su cuello, fuerte y suave, era blanco como la leche. Su pelo, una fina trama de venas azules; y extrañas perlas, que parecían rocío congelado, estaban bordadas sobre la seda flotante...

Sobre su pedestal de nácar y de pórfido brillaba con demasiada intensidad para poder contemplársele, pues sobre su pecho de marfil centelleaba la maravillosa esmeralda del océano, esa misteriosa joya, de reflejos lunares, que algún buceador de los abismos de Cólchide encontró entre las olas cada vez más negras, y llevó a la maga de Colchis. Ante su carro dorado, corrían unos coribantos desnudos con guirnaldas de pámpano, y filas de altivos elefantes se arrodillaban para arrastrar su carro, y filas de nubios negros llevaban su litera, mientras él corría la gran avenida pavimentada de granito, entre los abanicos de movibles plumas de pavo real.

Los mercaderes que vienen de Sidón en sus navíos abigarrados le traían esteatita. La más inferior de las copas que tocaban sus labios estaba hecha de un crisólito. Los mercaderes le traían cajas de cedro llenas de ropajes suntuosos y atados con cuerdas. La cola de su vestido era llevada por señores de Memfis; reyes jóvenes sentíanse dichosos de su hospitalidad. Mil sacerdotes rapados se arrodillaban noche y día ante el altar de Amnón. Mil lámparas balanceaban su luz en la morada esculpida de Amnón; y ahora la serpiente impura y la víbora moteada, con sus crías, se arrastran de piedra en piedra, porque la morada está en ruinas y el gran monolito de mármol rosa se ladea. El asno salvaje o el chacal errabundo vienen a guarecerse en las puertas vacilantes. Sátiros feroces se llaman a través de los fustes estriados que yacen por el suelo, y en la cúspide del edificio está colgado el mono de rostro azul, de Horus, que chilla mientras la higuera resquebraja los pilares del peristilo.

El Dios yace aquí y allí en pedazos, profundamente escondido en la arena que el viento agita. He visto su testa granítica de gigante, convulsionada aún en su impotente desesperación; y muchas caravanas errantes de negros de aire imponente, con chales de seda, al atravesar el desierto, se detienen aterrados ante ese cuello demasiado ancho para poder abrazarle.

Y muchos beduinos barbudos abren sus albornoces de rayas amarillas para lanzar una larga mirada sobre los músculos titánicos de aquel que fue en otro tiempo su paladín...

Así es que ve a buscar los pedazos por la llanura y lávalos en el rocío de la noche y rehaz juntando piezas, una por una, a tu amante mutilado.

Ve a buscar allí donde yacen abandonados, y con esos trozos, con esos restos, reconstruye tu compañero despedazado y despierta locas pasiones en la piedra insensible. Hechiza su pesado oído con himnos sirios. Él amó tu cuerpo. ¡Oh, sé buena! Vierte nardo sobre su cabellera y enrolla suaves bandas de lino alrededor de sus miembros. Ata en torno de su cabeza el collar de monedas y devuelve a los pálidos labios su color, con frutos rojos. Teje púrpura para sus caderas enflaquecidas y púrpura también para sus riñones descarnados.

Marcha presurosa hacia Egipto. Nada temas. No ha habido más que un Dios que muriese, no ha habido más que un Dios que dejó a un soldado hundirle su lanza en el costado. Esos amantes tuyos no han muerto, y Anubis con la cara de perro, permanece en su puesto de honor, junto a la puerta de cien codos, con la mano llena de lirios de loto para tu cabeza, y, en lo alto de su trono de púrpura, el gigante Memnón dirige siempre sus ojos sin párpados al espacio vacío y, cada claridad amarillenta del alba, grita buscándote.

Y el Nilo con los restos de tu cuerpo, yace en su lecho de légamo, negro y, mientras tú no acudas, no desbordará sus aguas sobre el trigo que se agosta. Bien sé que tus amantes no han muerto. Se volverán a levantar. Oirán tu voz. Agitarán ruidosamente tus símbolos. Se regocijarán. Vendrán a besar tu boca. Por eso, apareja tus flotas, engancha caballos a tu carro de ébano, y ponte en marcha hacia el Nilo. O si te has cansado de divinidades fenecidas, sigue el rastro de algún león errante a través de la llanura cobriza, alcánzale, y cogiéndole por la melena invítale a servirte de amante. Tiéndete junto a sus costados sobre el césped, y clava tus dientes blancos en su pecho. Y cuando oigas el estertor de su agonía, azota tus largos flancos de bronce pulido y toma por compañero a un tigre, cuyos flancos color ámbar tienen mancaras negras, y monta su dorada grupa y franquea triunfalmente la puerta de Tebas, y revuélcate con él en amorosos juegos, y cuando se vuelva y gruña y enseñe los dientes, hiérele entonces mortalmente con tus garras jaspeadas o tritúrale, estrechándole contra tus senos de ágata.

¿A qué tardar? Vete de aquí, estoy cansado de tus gestos de languidez, cansado de tu mirada siempre fija, de tu soñolienta magnificencia. Tu aliento pesado y horrible hace vacilar la luz de la lámpara y sobre mi frente siento su humedad y los terribles rocíos de la noche y de la muerte. Tus ojos son como lunas fantásticas que tiemblan en un lago estancado. Tu lengua es como una serpiente escarlata que baila al son de unos aires fantásticos. Tu pulso late en melodías envenenadas y tu negra boca es como el agujero que dejan una antorcha o unas brasas sobre unos tapices sarracenos.

Vete. Las estrellas de tonalidades sulfúreas huyen veloces por la puerta del poniente. ¡Vete o quizá sea demasiado tarde para subir en sus silenciosos carros de plata! Ves: la aurora tiembla en torno de los grises campanarios que ostentan un dorado cuadrante; y la lluvia corre sobre cada vitral tallado como un diamante y sus lágrimas empatan el día ya descolorido. ¿Qué furia de cabellos de serpientes, recién salida del Infierno, ha podido huir con gestos de fealdad y de impudor, lejos de la reina, aletargada con adormideras, e introducirla en la celda de un estudiante?

¿Qué fantasma criminal tan desprovisto de canto como de voz, se ha deslizado a través de las cortinas de la noche, y viendo arder tan intensamente mi vela, ha llamado y te ha invitado a entrar? ¿No hay otros más malditos y de una lepra más blanca que la mía? ¿Se han secado quizá el Albana y el Farbar para que hayas venido hasta aquí a apagar tu sed?

¡Esfinge falaz! Esfinge falaz: cerca de los cañaverales de la Estigia, el viejo Carón, apoyado en su remo, espera mi óbolo. Parte tú antes y déjame ante mi crucifijo, desde donde el Pálido abrumado de dolor, pasea sobre el mundo su mirada desfallecida y llora por cada alma que muere: y llora en vano.




Otros poemas


Requiescat

Anda con ligero paso que ella está cerca, muy cerca, bajo la nieve. Habla en voz queda, que ella puede oír crecer las margaritas.

Toda su bella cabellera dorada ha tomado el tinte de la herrumbre; ella, que era joven y encantadora, ahora no es más, que polvo.

Semejante al lirio, blanco como la nieve, apenas sabía que era mujer, ¡tan dulcemente había crecido!

Las tablas del ataúd y una pesada losa oprimen su pecho. Y ahora sólo yo me torturo el corazón: porque ella reposa pana siempre.

¡Silencio! ¡Silencio! No podía ella oír la lira ni el soneto: toda mi vida yace aquí sepultada. Amontonemos tierra sobre ella.




Taedium vitae

Apuñalar mi juventud con lágrimas de la desesperación, llevar la librea llamativa de este siglo mezquino, dejar que las manos más viles me roben mi tesoro, aprisionar mi alma en las redes de una cabellera de mujer y no ser más que un lacayo mercenario de la Fortuna, os juro que son cosas que no me agradan. Todo eso significa menos para mí que la ligera espuma que juguetea sobre el mar, menos que la cresta del cardo desprendida de su tallo, en un día estival. Más vale mantenerse apartado, lejos de esos necios calumniadores que se burlan de mi vida sin conocerme. Más vale el techo más humilde levantado para cobijar al obrero más mísero, que ingresar en esa caverna en la que enronquece uno disputando, en la que mi alma blanca ha besado al pecado por primera vez en tus labios.




En la cámara de oro

(Armonía)


Sus manos de marfil erraban al azar sobre las teclas de marfil también, semejantes al rayo argentado que atraviesa los álamos cuando agitan distraídamente sus pálidas hojas, o la móvil espuma de un mar sin reposo cuando las olas muestran sus dientes a la brisa ligera.

Su cabellera de oro caía sobre el mar de oro de la tarde, como los delicados cabellos de la Virgen, tejidos sobre el pulido disco de la margarita, o como el girasol, que se vuelve hacia el sol cuando la envidiosa noche se ha envuelto en la oscuridad o cuando la lanza del lirio se rodea de una aureola.

Y sus dulces y rojos labios sobre los cuales se abrasaban los míos, como el fuego del rubí engastado en la lámpara oscilante de un relicario carmesí, como las heridas sangrientas de la granada, o como el corazón del loto empapado y húmedo de la sangre que vierte la viña rosa y roja.




Pascua

Las trompetas de plata resonaron bajo la cúpula. Arrodillose el pueblo con un respeto religioso y vi transportado en hombros de aquellos hombres, semejante a alguna gran divinidad, al santo dueño de Roma.

Como un sacerdote, llevaba una vestidura más blanca que la espuma; como un rey, iba ceñido de púrpura real. Tres coronas de oro se alzaban en lo alto de su cabeza. Rodeado de luz y de esplendor, el Papa entró en su morada.

... Y mi corazón huyó muy lejos al pasado, a través del desierto de los años, hacia un hombre que vagaba a la orilla de un solitario mar y que buscaba en vano un sitio donde descansar.

Los lobos tienen su madriguera y toda ave su nido, y yo, sólo yo, tengo que errar sin reposo, destrozados los pies, y que beber, a un mismo tiempo, con el vino, la amargura de las lágrimas.




Impresión matinal

El nocturno azul y oro del Támesis ha cedido el puesto a una sinfonía grisácea. Una barca cargada de heno color ocre se ha separado del malecón. Glacial en su frialdad la niebla amarilla ha descendido, bordeando los puentes de tal manera que los muros de las casas parecen sombras y que San Pablo se eleva como una burbuja sobre la ciudad.

Luego, de pronto, despiértase el ruido de ésta, llénanse las calles de carretas de campesinos, y un pájaro volando hacia los relucientes techos ha cantado.

Pero una mujer pálida y completamente sola, cuya cabellera descolorida besa el día, iba y venía bajo la cruda claridad de los mecheros, llameantes los labios y petrificado el corazón.




¡Ay!

Ser arrastrado y estar a merced de toda pasión, hasta que mi alma se convierta en un laúd de tirantes cuerdas que vibre a todos los vientos: por esto he renunciado a mi antigua sabiduría, al austero dominio de mí mismo.

Paréceme que mi vida es un pergamino sobre el cual hubieran escrito dos veces y en el que un día de vacaciones garrapatease una mano infantil ligeras canciones para flauta y rondó, sin más efecto que profanar todo su misterio.

¡Hubo un tiempo en que hubiese yo podido hallar las cimas soleadas haciendo vibrar, entre las disonancias de la vida, una cuerda lo suficientemente sonora para llegar hasta el oído de Dios!

¿Murió ese tiempo? ¡Ay! ¿Me veré obligado por haber rozado con una ligera varita la miel de la romanza a perder todo el patrimonio que se debe a un alma?




La reina María Enriqueta

Bajo la tienda solitaria, bajo la esperanza de la victoria, se mantiene con los ojos emparrados por las brumas del sufrimiento, semejante a un lirio doblegado por la tormenta; los gritos y los ruidos de la batalla, el cielo ensangrentado, el azote de la guerra, la derrota de la caballería, no podrían hacer nacer en el espíritu altivo un temor vulgar. Espera valientemente a su Señor el Rey y su alma se consume toda en un éxtasis de pasión.

¡Oh cabellera de oro, oh labios de púrpura, oh rostro hecho parra la seducción y el amor del hombre! Contigo olvido el cansancio y la inquietud, y el camino sin amor en que todo reposo es desconocido, y el pulso acelerado del Tiempo, y la mortal laxitud del alma, y mi libertad, y mi pasado republicano.




Teócrito

(Villanella)


¡Oh cantor de Perséfones! ¿Te acuerdas de Sicilia en tus sombrías y desiertas praderas?

La abeja revolotea aún entre la hiedra allí donde yace solemnemente inhumada Amarilis, ¡oh cantor de Perséfones!

Simaetha invoca a Hécate y oye los perros feroces en su puerta. ¿Te acuerdas de Sicilia?

Silencioso a la orilla del mar ligero y riente, el pobre Polifemo lamenta su destino, ¡oh cantor de Perséfones!

Y en su emulación infantil, el joven Dafnis desafía a su camarada. ¿Te acuerdas de Sicilia?

El esbelto Lacón guarda una cabra para ti, y a ti es a quien esperan los alegres pastores. ¡Oh cantor de Perséfones! ¿Te acuerdas de Sicilia?




La bella donna della mia mente

Mis miembros están roídos por una llama. Mis pies están cansados de viajar y a fuerza de invocar el nombre de mi Dama mis labios ya no saben cantar.

¡Oh pardillo! Despliega tu melodía sobre mi amor desde el zarzal de rosas silvestres. ¡Oh alondra! Canta más alto en honor del amor: una dama pasa muy cerca.

Es demasiado bella para que un hombre, sea el que fuere, pueda ver o poseer la que seducía mi corazón; más bella que una reina, que una cortesana o que el agua en la que por la noche se refleja la luna.

Su cabellera está sostenida con hojas de mirto (hojas verdes sobre su cabellera dorada). Las hierbas verdes entre los haces amarillos de la siega otoñal, no son más bellas.

Sus labios, breves, hechos más para el beso que para exhalar la queja amarga del dolor, tiemblan como el agua del arroyo, o como las rosas después de la lluvia nocturna.

Su cuello tiene la blancura del meliloto, que enrojece de placer al sol; la palpitación del pecho del pardillo no es más encantadora a la vista.

Como una granada partida en dos, mostrando sus granos blancos, así es su boca escarlata; sus mejillas tienen el matiz oscuro que presenta el melocotón que enrojece por el lado del sur.

¡Oh manos entrelazadas! ¡Oh cuerpo blanco y delicado, hecho para el amor y el sufrimiento! ¡Oh Morada de amor! Flor opalina deshecha y azotada por la lluvia.




Endimión

De los manzanos cuelgan frutos de oro, y en Arcadia los pájaros cantan con todas sus fuerzas; las ovejas echadas balan en el Parque; la cabra salvaje corre por la selva. Pero ayer confesó su amor y sé que volverá a mí. ¡Oh luna que surges, oh señora Luna, haz de centinela con mi amante! Es imposible que no le conozcas, porque lleva calzado de púrpura; es imposible que no le conozcas, porque va armado del cayado pastoril y es tan dulce como una paloma, y su cabellera es negra y rizosa.

La tórtola ha cesado ya en sus llamadas dirigidas a su servidor de rojas patas. El lobo gris merodea en torno del establo. El senescal cantor del lirio yace dormido en la corola de éste, y las colinas violetas están sepultadas en tinieblas por todas partes. ¡Oh luna que surges, oh santa luna!, detente sobre la cúspide de Helicé, y si te agrada ser testigo de mi amor, ¡ah!, si ves el calzado de púrpura, el cayado y el avellano, la negra cabellera del joven y la piel de cabra enrollada en su brazo, dile que le espero aquí, en la granja donde brilla la mecha de cañas.

El rocío que cae es frío y glacial, y ningún pájaro canta en la Arcadia. Los pequeños faunos han abandonado la colina y hasta el asfódelo fatigado ha cerrado sus puertas de oro; y, sin embargo, mi amante no vuelve junto a mí. ¡Luna engañadora, luna engañadora! ¡Oh luna que palideces! ¿Adónde ha ido mi fiel amante? ¿Dónde se encuentran los labios bermejos, el cayado del pastor, el calzado de púrpura? ¿Para qué despliegas ese estandarte de plata? ¿Por qué envolverte en ese velo de brumas agitadas? ¡Ah, tú eres la que posees al joven Endimión, tú eres la que posees esos labios destinados al beso!




Ave Maria, gratia plena

¿Así es como él descendió? Esperaba yo ver una escena de una brillantez maravillosa, como la que se cuenta de un dios que cayó sobre Danae, en una lluvia de oro, derribando los muros.

O si no una aparición terrible, como cuando Semelé, languideciendo de amor y de deseo insatisfecho, rogó que la dejasen ver el cuerpo luminoso del dios y el fuego se apoderó de sus blancos miembros y la destruyó por completo.

Con estos alegres sueños visité el lugar sagrado; y ahora, con el corazón y los ojos llenos de asombro, permanezco inmóvil ante este supremo misterio de amor.

Una joven de rodillas, pálida y serena la faz, un ángel con un lirio en la mano y sobre ellos la paloma, desplegando sus alas.




Florencia

(Athanasia)


A esta vasta y desnuda mansión del Arte, en la que no falta ninguna de las grandes cosas que los hombres han salvado del tiempo, trajeron el cuerpo marchito de una doncella, muerta antes de quela dichosa juventud del mundo hubiese alcanzado su floración. Había sido descubierta por unos árabes solitarios, muy oculta en el seno tenebroso de una negra pirámide.

Pero no bien fueron desenrolladas las vendas de lino que envolvían el cuerpo de la egipcia, encontraron en el hueco de su mano un grano que fue sembrado en tierra inglesa y que produjo una verdadera nieve de flores estrelladas, esparciendo ricos perfumes en nuestro aire primaveral.

Esta flor seducía con encantos tan extraños, que hizo que se olvidara por completo al asfódelo y que la oscura abeja, la amante del lirio, abandonara la copa donde se cobijaba de costumbre, porque nadie hubiese creído que aquello fuera una cosa terrestre, sino más bien que había sido robada de alguna Arcadia celeste.

En vano el triste narciso, languideciente y pálido por la contemplación de su propia belleza, se inclinaba sobre el arroyo; la libélula púrpura ya no encontraba placer en pintar sus alas con el oro de su polen, ni encontraba gusto en besar la flor del jazmín o en hacer llover del eucaristo las perlas de rocío.

Por amor a ella se olvidó el apasionado ruiseñor de las montañas de Tracia y del rey cruel; y la blanquecina tórtola no pensó ya en volar durante los tiempos húmedos, en la época de la florescencia. Intentaba revolotear alrededor de aquella flor de Egipto, con sus alas de plata y su pecho de amatista.

Mientras el sol abrasador llameaba en lo alto de su torre azul, un viento refrescante llegó furtivamente del país de las nieves, y su hermano el cálido viento del Sur llegó asimismo con tiernas lágrimas de rocío y humedeció sus blancas hojas. Y Hespero surgió de aquellas praderas del cielo, color alga marina, sobre las cuales se extienden las fajas escarlatas del poniente.

Pero cuando los pájaros fatigados cesaron en sus canciones amorosas por los campos desiertos poblados de lirios, cuando la luna, ancha y resplandeciente como un escudo de plata, se balanceó en el cielo de zafiro, ¿no vino entonces un extraño sueño, un mal recuerdo a agitar a todos los pétalos temblorosos de sus flores?

¡Oh, no! Para aquella flor magnífica un millar de años sólo parecía ser la prolongación de hermoso día de estío. ¡Ella no sabía nada de la marejada de inquietudes corrosivas que convierten en un gris descolorido el oro de la cabellera de un adolescente! No conoció ella jamás la terrible aspiración después de la muerte, ni la tristeza de haber nacido que deben experimentar todos los mortales.

Porque vamos hacia la muerte tocando la flauta, danzando, y no querríamos volver a pasar por la puerta de marfil, a semejanza de un río melancólico, que, cansado de correr por su cauce, lánzase como un amante en el terrible mar, y encuentra provecho en morir tan gloriosamente.

Derrochamos nuestra fuerza majestuosa en luchas estériles contra las legiones del mundo dirigidas por la pena ruidosa; no se siente ella nunca decaer, pero extrae la vida de la pura luz del sol, y del aire sublime, vivimos bajo el poderío devastador del Tiempo; ella es hija de toda eternidad.




Balada de Margarita

(Normanda)


-Estoy cansado de quedarme en la selva mientras los caballeros se reúnen en la plaza del mercado.

-No, no vayas a la ciudad de tejados rojos por temor a que las herraduras de los caballos de combate te hieran.

-No, no iré al sitio donde cabalgan los escuderos: me contentaré con ir al lado de mi dama.

-¡Ay, ay! ¡Eres demasiado temerario! El hijo de un leñador no ha nacido para comer en plato de oro.

-¿Me amará ella menos porque en cada San Martín sale mi padre vestido con un jubón verde?

-Quizá está ella ocupada en bordar un tapiz. El huso y la lanzadera no te convienen.

-¡Ah! Si ella trabaja en un suntuoso tapiz podré desenredar los hilos a la luz del hogar.

-Quizá ella galopa cazando gamos. ¿Cómo seguirla por montes y por mares?

-¡Ah! Si cabalga con la corte podré correr a su lado y tocar el allalí.

-Quizá está arrodillada en San Dionisio (¡que Nuestra Señora tenga piedad de su alma!).

-¡Ah! Si ella reza en la capilla solitaria, podré balancear el incensario y tocar la campana.

-Entra, hijo mío, tienes la cara muy pálida y tu padre te llenará una jarra de cerveza.

-¿Pero quiénes son esos caballeros de ricos vestidos? ¿Hay algún espectáculo donde se reúne la gente rica?

-Es el rey de Inglaterra, que ha pasado el mar para visitar nuestro hermoso país.

-¿Pero por qué suena tan quedamente el cubrefuego y por qué esas gentes enlutadas caminan en fila?

-¡Oh! Es por Hugo de Amiens, el hijo de mi hermana, que yace muerto, pues le llegó su día.

-No, no, pues veo claramente unos lirios blancos. No es un recio varón el que nace en el ataúd.

-Es la viejecita doña Juana, que guardaba el pórtico; estaba yo segura de que moriría en los primeros días de otoño.

-Doña Juana no tenía esos cabellos de oro viejo; la vieja doña Juana no era una linda muchacha.

-No es ninguna persona de nuestra clase ni de nuestra familia (¡que Nuestra Señora la preserve de todo pecado!).

-Pero si oigo la dulce voz infantil que canta: «¡Ha muerto Margarita!».

-Entra, hijo mío; acuéstate y deja a los muertos enterrar a sus muertos.

-¡Oh madre, ya sabéis cuán sinceramente la amaba! ¡Oh madre!, ¿una sola tumba es bastante ancha para dos?




Serenata

El viento de occidente sopla con furia sobre el sombrío mar Egeo y al pie de la escalinata secreta de mármol mi galera tiria te espera. Baja: la vela de púrpura está desplegada. El vigilante duerme en la ciudad. ¡Oh mi dama, deja tu lecho bordado de flores de lis y baja, baja!

No vendrá, la conozco bien; no se preocupa lo más mínimo de los deseos de su amante y ningún hombre podría hablar bien de una criatura tan cruel y tan bella.

El verdadero amor no es más que un juguete de mujer; no han conocido ellas nunca el dolor de un amante, y yo, que amaba todo lo que puede amar un joven, tengo que amar en vano, en vano.

¡Oh noble piloto, dime la verdad! ¿Éste es el brillo de una cabellera dorada o es tan sólo el encaje del rocío sobre estas pasionarias? Buen marinero, ven y dime ahora: ¿Es ésta la mano de mi dama? ¿O es tan sólo el reflejo de la proa, o la arena plateada?

No, no, no es el encaje del rocío, ni es la arena bordeada de plata; es, efectivamente, mi amada dama, con su cabellera de oro y su mano de lirio. ¡Oh noble piloto, gobierna hacia Troya! Buen marinero, mueve el pesado remo. Que es la reina de la vida y de la alegría la que tenemos que conducir a la costa griega.

El cielo descolorido toma un tinte vagamente azul; una hora más y será de día. ¡A bordo! ¡A bordo, valerosa tripulación mía! ¡Oh mi dama, huyamos!, ¡huyamos! ¡Oh noble piloto, pon la proa hacia Troya! Buen marinero, mueve con bríos el pesado remo.

¡Oh tú, a quien amo como sólo ama un joven; oh tú, a quien amaré con un amor eterno!




Canción

Un anillo de oro y una paloma blanca como la leche, tales son los presentes que te convienen, y luego una cuerda de cáñamo para colgar tu amor de algún árbol.

Para ti una morada de marfil (las rosas blanquean en la glorieta de las rosas). Y para mí, un reducido lecho donde acostarme (blanca, ¡oh qué blanca es la flor de la cicuta!).

Jazmín y mirto para ti (¡oh qué bella es a la vista la rosa roja!). Y para mí, el ciprés y la ruda (el más bello de todos es el romero).

Para ti tres amantes que aspiren a tu mano (la hierba verdea sobre la tumba de un muerto). Y para mí, una superficie de tres pies en la arena (¡que planten lirios sobre mi cabeza!).




Impresiones


I. Las siluetas

El mar está manchado de bandas grises, el viento sombrío y fúnebre muge destemplado, y como una hoja mustia, el reflejo de la luna huye sobre la bahía tempestuosa.

Dibujado con límpido contorno sobre la arena pálida, yace el negro navío. Un grumete sube a bordo con su alegría inconsciente. Se vislumbra la risa sobre su rostro y la blancura de su mano.

Y allá arriba óyese el grito de los chorlitos, en la pradera tenebrosa de las alturas, allá por donde pasan los jóvenes segadores de curtidos cuellos. Y sus siluetas se destacan sobre el cielo.




II. La fuga de la luna

Por los sentidos exteriores, todo está en paz, una paz soñadora en todas direcciones y en silencio, en un profundo silencio rodeado de sombras, en un profundo silencio allí donde acaban las sombras.

A no ser el grito que lanza un pájaro entristecido en su soledad y que despierta un eco penetrante, o una polla de agua que llama a su pareja. Y la respuesta sale de la colina esfumada entre niebla.

Y de repente, la luna retira de los cielos que se iluminan su hoz, y huye hacia su sombría caverna, envuelta en un velo de gasa amarilla.






A Milton

Milton, paréceme que tu espíritu se ha marchado muy lejos de esas costas blancas y de esas elevadas torres almenadas; este mundo nuestro de suntuosos y cálidos colores parece haberse desplomado en cenizas opacas y grises.

Diríase que el siglo se ha convertido en una pantomima en la que derrochamos nuestras horas demasiado recargadas con otras muchas tareas. Porque con todo nuestro fausto, nuestro lujo y nuestro poderío, no servimos más que para remover la tierra banal, puesto que este islote que ocupamos, esta Inglaterra, este león de los mares, está en manos de demagogos ignorantes que no la aman. ¡Justo cielo!, ¿y es éste aquel país que tuvo en su mano un triple imperio, cuando Cromwell pronunció la palabra Democracia?




El destino de la hija del rey

(Bretona)


Siete estrellas en el agua tranquila y siete en el cielo. Siete pecados en la hija del rey, profundamente escondidos en su alma.

A sus pies hay rosas rojas (las rosas son rojas sobre su cabellera de oro). ¡Mirad! Aún hay tinas rosas rojas en el sitio donde se unen su pecho y su cintura.

Bello es el caballero que yace asesinado entre los juncos y las aulagas. Mirad los peces plácidos presurosos de cebarse en los cadáveres.

Es seductor el paje que está tendido aquí (la tela de púrpura es un botín magnífico). Mirad los negros cuervos por el aire. Son negros, ¡negros como la noche!

¿Qué hacen ahí esos cadáveres rígidos e inertes? (Sobre la mano de ella hay sangre.) ¿Por qué están manchados de rojo los lirios? (Hay sangre sobre la arena del río.)

Dos hombres llegan a caballo del Sur y del Este y otros dos llegan del Norte y del Oeste; festín abundante para los negros cuervos, seguridad para la hija del rey.

Un hombre hay que la ama noblemente (oh, qué roja es la mancha de sangre). Ha cavado una fosa junto a la encina sombría (una sola tumba bastará para cuatro).

No hay luna en el cielo despejado, no hay luna en el agua negra. Sobre su alma tiene ella siete pecados; él tiene uno sólo sobre la suya.




La casa de la cortesana

Percibimos el rumor acompasado de los pasos de los que bailaban; seguimos la calle iluminada por la luna como paseantes sin rumbo y nos detuvimos ante la casa de la cortesana.

Oímos tocar a toda orquesta adentro, a través del tumulto y de la algarabía, el Corazón amado y fiel, de Strauss.

Semejantes a extraños y grotescos polichinelas que describieran arabescos fantásticos, corrían las sombras sobre la cortina.

Veíamos girar a los bailarines espectrales a los acordes del violín, como negras hojas que el viento hace remolinear.

Como autómatas movidos por hilos, aquellos débiles esqueletos recortados en siluetas, se movían deslizándose, agrupándose en lento rigodón.

Cogíanse de la mano, bailaban una ronda grandiosa y a veces estallaba el sonido roto y agudo de las risas.

A ratos una muñeca de mecanismo de relojería apretaba contra su pecho a un enamorado fantasmagórico; hubiérase dicho que se disponían a tararear y a cantar. De vez en cuando una horrible marioneta separábase del grupo y fumaba un cigarrillo en las gradas de la escalinata: hubiérase dicho una cosa viva.

Entonces, volviéndome hacia mi amada, le dije: «Son muertos bailando con muertos; es polvo que gira con polvo».

Pero ella respondió al llamamiento del violín; me dejó solo y entró en la casa. El Amor penetró en la morada del Placer.

Y de pronto los sonidos adquirieron un tono falso. Los bailarines se sintieron cansados de bailar; las sombras dejaron de girar y de moverse.

Y por la calle larga y silenciosa, la aurora, de pies calzados con sandalias de plata, apareció furtiva como una doncella atemorizada.




Sinfonía en amarillo

Un ómnibus cruza como una mariposa amarilla a lo largo del puente, y aquí y allí un transeúnte parece una mosca inquieta.

Anchas barcazas cargadas de heno amarillo se alinean a lo largo del malecón en la sombra, y como un chal de seda amarilla, la espesa niebla se detiene a lo largo del muelle.

Las hojas amarillas se secan ya y se desprenden revoloteando de los olmos del Temple. Y a mis pies, el Támesis, de un verde pálido, se extiende como un tallo de jade, retorcido.




A mi mujer con un ejemplar de mis poesías

No sabría escribir un prólogo altisonante como preludio a mi poema. Éste será -me atrevo a decirlo- el envío de un poeta a un poema.

Porque si entre estos pétalos caídos hay alguno que te parece bello, el amor le guiara hasta que se pose sobre tu cabeza.

Y cuando el viento y el invierno ensombrezcan el país despojado de sus galas, él hablara en voz baja del jardín y comprenderás.




Soneto compuesto después de la audición del «Dies irae» cantado en la Capilla Sixtina

No, Señor, no es así. La blancura del lirio en primavera, los melancólicos bosques de olivos, o la paloma de pecho argentado me enseñan más claramente. Tu vida y Tu amor que esas llamas rojas y esos truenos con sus terrores.

Las viñas purpúreas evocan ante mí dulces recuerdos Tuyos; un pájaro que vuelve, al anochecer, hacia su nido, me habla del que no tiene sitio donde reposar. Y me imagino que el gorrión canta en alabanza Tuya.

Ven a mí, más bien durante un atardecer de otoño, cuando el negro y el rojo brillan sobre las hojas y cuando los campos repiten como un eco la canción del barquero.

Ven a mí cuando la luna llena, en su esplendor, deja caer su mirada sobre los montones de doradas gavillas y haz entonces Tu cosecha; hemos esperado ya largo tiempo.




«Vita nuova»

Estaba yo de pie ante el mar en el que nadie vendimia, hasta que las olas húmedas cubrieron mi rostro y mis cabellos con su espuma; las rojas y dilatadas llamas del día agonizante ardían hacia poniente; el viento tenía un silbido triste.

Y las chillonas gaviotas huían hacia tierra. «¡Ay! -exclamé-. Mi vida está llena de dolor, ¿y quién puede hacer provisión de frutos o de grano dorado en esas llanuras estériles que se agitan sin cesar?»

Mis redes tenían aquí y allá anchos desgarrones, numerosos agujeros; las eché al mar, sin embargo, para probar mi suerte por última vez, y esperé el resultado.

Cuando, ¡oh sorpresa!, ¡qué repentina gloria! Vi surgir el argentado esplendor de un cuerpo de miembros blancos; y esta alegría me hizo olvidar los tormentos del pasado.









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